18.

Me enteré del romance cuando estaba entrevistando a Joe Smitherman, aunque no fue intención del alcalde hablarme de eso. Poco después de llegar a Selma fui a verlo a su despacho y pasé frente a dos policías apostados en las escalinatas de la alcaldía, que vigilaban al grupo de adolescentes negros que desfilaban por la acera y el césped de enfrente, cantando canciones a favor de los derechos civiles y blandiendo letreros que decían JOE DEBE IRSE.

«Eso no me molesta en lo más mínimo», me aseguró Smitherman, al tiempo que se levantaba de su silla para estrecharme la mano y me invitaba a tomar asiento en una de las sillas que había frente a su escritorio. Detrás tenía una bandera de la Confederación y otra de Estados Unidos, y de las paredes colgaban varias fotografías en las que aparecía desempeñando distintas tareas oficiales, entre ellas saludar en 1988 al candidato demócrata a la Presidencia, el pastor bautista negro Jesse Jackson, y entregarle las llaves de la ciudad. Smitherman tenía ahora sesenta años y era un hombre compacto que medía uno ochenta y llevaba un traje color café, camisa blanca y corbata de seda marrón. Tenía la cabeza cubierta de un cabello rubio grisáceo que llevaba cuidadosamente arreglado y peinado hacia un lado, y sus ojos azules estaban enmarcados por unas gafas con montura de carey que descansaban sobre su nariz recta. Había ganado más de veinte kilos desde que entró en el gobierno, pero pensé que tenía mejor aspecto ahora (aunque yo sabía que se fumaba tres paquetes de tabaco al día y le gustaba tomar vodka por las noches) que en 1965, cuando era un recién llegado a la alcaldía y se veía como un chico desnutrido que pesaba poco más de sesenta kilos. Después de ofrecerme una Coca-Cola y un cigarrillo, se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se sentó.

«No», dijo, «esas protestas no me molestan porque yo sé que hay gente a la que uno nunca puede tener satisfecha, independientemente de lo que trate de hacer. Los negros simplemente están haciendo lo mismo que nosotros hicimos hace veinticinco años. Clamábamos por la “segregación” y nos aprovechamos del temor de los blancos a la integración, y eso hizo que nos eligieran. Ahora, veinticinco años después, los funcionarios negros elegidos y los líderes negros no elegidos gritan en contra del “racismo blanco” y la “segregación de facto” y la “opresión económica”, para salir elegidos, y lo están haciendo bien».

Smitherman hablaba con ecuanimidad, sin aspavientos. Era el mismo tono que había usado esa mañana, cuando apareció en un programa de la emisora local para hablar sobre la marcha conmemorativa del fin de semana. Dijo que estaba de acuerdo con la marcha y que estaría al pie de la carretera observando. La marcha también era una señal del progreso de Selma, agregó, y señaló que el treinta y cinco por ciento de la fuerza de policía de la ciudad y el veinticinco por ciento del cuerpo de bomberos estaban conformados por negros, que el jefe de correos era negro, y también había importantes empleados de su administración que eran negros.

Smitherman se extendió sobre este tema en la entrevista conmigo, y aunque yo tomaba notas y quería dar la impresión de estar interesado, la verdad es que no lo estaba. Todo eso era material reciclado que había leído o escuchado antes y yo quería cambiar la dirección de nuestra conversación hacia algo acerca de lo cual me gustara escribir. Aunque todavía no tenía nada específico en mente, sabía que no quería escribir sobre lo que el alcalde me estaba diciendo. Sin embargo, no siempre es fácil cambiar el curso de una conversación cuando se está tratando con individuos que tienen mucha experiencia y habilidad para usar a la prensa como una caja de resonancia. La técnica que había empleado algunas veces para desviar el hilo de los pensamientos de este tipo de gente era hacerles una pregunta amable pero abrupta, que inicialmente podían incluso considerar estúpida. O si no estúpida, por lo menos tan fuera de contexto y sorpresiva que se quedaran sin palabras por un momento.

En tales ocasiones los entrevistados podían quedarse mirándome, con cara de desconcierto, y me imagino que se preguntaban si su entrevistador sería una persona seria, o si realmente esperaba que me respondieran esa pregunta tan ridícula. Algunas personas se molestaban bastante y no sólo se negaban a responder sino que enseguida daban por concluida la entrevista, lo cual era una manera de responder. Otras personas pedían que les repitiera la pregunta, lo que siempre hacía de manera respetuosa y sincera, aunque yo sabía que lo que estaba planteando buscaba confundirlos, atraparlos con la guardia baja, confrontarlos con una pregunta inesperada, cuya respuesta podía ser difícil o incómoda.

Me parecía que sería muy incómodo para el alcalde Smitherman referirse a temas como el sexo entre razas y la posibilidad de que, en la actualidad, se estuviesen desarrollando relaciones secretas en algún punto de esa ciudad polarizada, y que en las décadas futuras fuera muy común que los negros y los blancos de Selma se casaran entre sí y fueran aceptados socialmente por la comunidad en general. Supongo, también, que yo venía pensando en eso desde que leí en una revista, o escuché en la radio, que Alabama era uno de los dos únicos Estados en toda la nación (Carolina del Sur era el otro) que todavía condenaban los matrimonios interraciales. La Constitución de Alabama, tal como había sido escrita en 1901, no sólo prohibía que una persona negra se casara con una blanca sino que incluía una legislación en contra de los descendientes de la gente de color que se casara con blancos.

«Señor alcalde», comencé, «no quisiera parecer frívolo, pero usted está diciendo que los negros y los blancos de Selma están ahora más integrados que nunca y hasta le dio a Jesse Jackson las llaves de la ciudad. Me pregunto hasta dónde puede llegar esto y si usted cree que es bueno que blancos y negros puedan casarse entre sí sin mayores problemas y establecerse en Selma».

La cara del alcalde adquirió una expresión de disgusto, como si le acabara de golpear en la cabeza con un trozo de fruta. Sin decir nada, miró por encima de mi hombro hacia la puerta de su despacho. Aunque estábamos solos, la puerta que comunicaba con la antesala estaba ligeramente abierta. Y allí había apostado un policía, además de su secretaria, una mujer de unos cincuenta años a la que le gustaba escuchar las conversaciones ajenas mientras estaba sentada en su escritorio.

El alcalde volvió a fijar su vista en mí y preguntó con voz suave: «¿Todo esto tiene algo que ver con Randall Miller?».

«¿Quién es Randall Miller?», pregunté.

«Es un negro que trabaja como mi jefe de personal. Tiene un despacho en este edificio más grande que el mío. Y se va a casar mañana…» Después de hacer una pausa, Smitherman agregó: «… con una mujer blanca».

En ese momento fui yo el que se quedó sin palabras. No había oído nada al respecto.

«¿Eso salió en el periódico?», pregunté.

«No», dijo el alcalde.

«¿Dónde se va a celebrar la boda?»

«A un par de manzanas de aquí, en la casa de Randall Miller.»

«¿Cree usted que él querrá hablar conmigo?»

«No lo sé», dijo el alcalde, y se estiró para tomar el teléfono. «Lo llamaré.»

La secretaria de la oficina de personal dijo que Randall Miller estaba en Montgomery y que no regresaría hasta la noche. Después de colgar, el alcalde me hizo el favor de darme la dirección y el teléfono de Miller y me contó unas cuantas cosas sobre él. Randall Miller era un individuo muy capaz, de cerca de cincuenta años, alto y de finos modales. Su difunto padre, Ben Miller, había abierto una funeraria en el barrio negro hacía muchos años y, después de adquirir la licencia como embalsamador, Randall la heredó y todavía la conservaba, además de trabajar como jefe de personal de la alcaldía.

El alcalde dijo que había contratado a Randall Miller en 1972 para trabajar en la oficina de renovación urbana de Selma. En esa época. Miller estaba casado con una joven maestra negra, con quien tenía una hija. Pero diez años después, entabló relación con una mujer blanca casada que tenía dos hijas. Miller la había conocido en la tienda donde ella trabajaba. Smitherman se enteró del romance porque la esposa de Miller fue a quejarse muy molesta, con la esperanza de que él pudiera persuadir a Miller de terminar el asunto. Pero Smitherman decidió no involucrarse. Era un asunto privado. Luego me aclaró con cortesía que también era un tema que no quería seguir discutiendo conmigo. Así que yo me levanté, le di las gracias por su tiempo y dije que lo vería la tarde del domingo, en el desfile.

Yo planeaba ir directamente a la dirección que Smitherman me había dado: 209 Avenida Alabama. Pensé que tal vez la futura novia estaría en casa, preparando todo para la boda del día siguiente. No consideré la posibilidad de llamar antes. Simplemente iría hasta allí y, si ella estaba, me presentaría, con la esperanza de poder colarme en la casa. No le había revelado mis intenciones al alcalde. Supuse que él lo entendería, teniendo en cuenta que solía vender aspiradoras puerta a puerta.

La casa era una construcción de estilo Victoriano de un solo piso, con fachada color malva y una barda de madera color beige, ubicada en una tranquila calle residencial bordeada de árboles, en medio de un barrio integrado que estaba más allá del ámbito del orgulloso y remoto pasado de Selma antes de la Guerra Ovil. No había mansiones en esa calle, ni siquiera casas grandes. Hasta hada poco había sido una zona habitada por blancos de dase media y baja, y los que todavía quedaban entre los recién llegados residentes negros eran en su mayoría gente mayor, maestros retirados, empleados de oficina y otros pensionistas sin hijos que atender y mucho tiempo libre. Mientras aparcaba mi coche detrás de otro, junto a la acera de enfrente de la casa de Miller, noté que una mujer de aspecto frágil y cabello blanco desarreglado me observaba desde el porche de su casa, al otro lado de la calle, agarrada a la baranda de madera. También podía oír a lo lejos, en dirección al río y d puente, una fuerte voz femenina que daba instrucciones a través de un megáfono. Seguramente era la voz de Rose Sanders, pensé, que estaba ensayando con su gente una de las presentaciones.

Golpeé sólo una vez antes de que me abriera la puerta una mujer de buena estatura, ojos azules, cabello rubio rojizo y poco más de treinta años, muy bien peinada y arreglada, que resultaba atractiva tanto por su aspecto físico como por la amabilidad de su actitud. La mujer aceptó mis felicitaciones sonriendo, aunque cuando se las ofrecí no estaba seguro de que ella fuera la futura novia.

«Gracias», dijo, y me extendió la mano. «Soy Betty Ramsey. Mañana seré Betty Miller.»

Me hizo pasar hasta el salón y me presentó a sus hijas adolescentes. Una era rubia y la otra morena. Estaban viendo la televisión, pero sin que nadie les dijera nada enseguida apagaron el aparato y salieron del salón, como si supieran que su madre quería hablar conmigo a solas. Supuse que el alcalde la había llamado desde su oficina para advertirle que era posible que yo pasara por ahí. A ella no parecía importarle mucho. Me ofreció algo de beber y luego se sentó frente a mí durante la siguiente hora, a contestar todas mis preguntas, al tiempo que añadía información por su propia cuenta. Fue una de las entrevistas más fáciles que haya realizado en la vida; de hecho, fue ella quien condujo la mayor parte de la conversación, tal vez porque vio en mí un medio muy conveniente y oportuno de difundir la noticia de la boda entre el público general, del cual había permanecido hasta ahora más o menos alejada, al menos en lo que se refiere a la gente blanca de Selma, por decisión propia, o por necesidad, o por un poco de las dos.

Mientras escuchaba la descripción de su relación de casi diez años con Randall Miller, al tiempo que tomaba prolíficas notas lo más rápido que podía en las hojas dobladas de papelería del hotel que me servían de libreta, comencé a ver a Betty Ramsey como una especie de renegada, una romántica radical que, vestida con un traje de satén color hueso y frente a un pastor bautista negro, renunciaría al día siguiente a su condición y cruzaría el límite para afiliarse, por medio de una ceremonia, a una minoría probablemente más aislada y segregada que aquella a la que pertenecía el hombre con el que se estaba casando. Voluntariamente entraría a formar parte de un sector de la sociedad en el cual los abuelos, blancos o negros, no siempre reconocen con facilidad, ni quieren reconocer, a sus nietos. Era un ejemplo del llamado mestizaje, la mezcla de razas y culturas y el conjunto de individuos que resultan de ese cruzamiento: mestizos, gente mezclada, la palabra misma sugiere una nación de gente fuera de lugar, inadecuada y miserable. Aunque aparentemente el Estado de Alabama no estaba aplicando el estatuto contra el matrimonio entre razas —se barajaba incluso la idea de proponer una enmienda constitucional para quitarlo de la ley—, pensé que de todas maneras Betty Ramsey debía de ser una mujer muy intrépida y decidida, o de otra forma habría evitado intimar con un hombre negro en Selma y no estaría hablando conmigo sobre eso ahora, de forma tan abierta.

Dijo que antes de toparse con Randall Miller —lo cual sucedió en 1981, poco después de mudarse a Selma con su marido y sus hijas desde Arkansas, su tierra natal— nunca había conocido a un hombre negro ni estaba acostumbrada a que la gente de color fuera parte de su comunidad. Había nacido en un pequeño pueblo segregado que no llegaba a ser ni la mitad de Selma, y allí también se había criado. Cuando los ingresos de su esposo como maestro rural comenzaron a ser insuficientes para mantener a la familia, él aceptó un trabajo como administrador de una granja de ciento veinte hectáreas en Selma, propiedad de un hombre de negocios natural de Arkansas. El trabajo tenía un salario de mil dólares al mes, además de vivienda, un subsidio de alimentación, un coche y dieciséis hectáreas que podían explotar en compañía o solos. Betty Ramsey, que tenía un diploma en educación pero no enseñaba, acompañó a su esposo con sus dos hijas, de nueve y siete años, y las matriculó en la escuela pública, donde los alumnos eran mitad negros y mitad blancos. Las niñas se adaptaron con facilidad y disfrutaban de la nueva experiencia, pero Betty, que no era feliz en su matrimonio en Arkansas, siguió siendo igual de infeliz en Selma hasta que se enamoró.

La primera vez que vio a Randall Miller fue cuando él entró en la tienda de alfombras Carpet Mart, acompañado de su esposa Winona. Betty, que era empleada de la tienda, se quedó observando desde el otro extremo, mientras la pareja era atendida por el dueño, un hombre blanco de unos cincuenta años que saludó amigablemente a Randall Miller porque era un antiguo cliente suyo y había comprado allí muchas de las cosas que se necesitaban para los distintos organismos que supervisaba la alcaldía. Además de alfombras, la tienda vendía papel de pared, persianas, tarimas flotantes y pintura. En esa ocasión Randall y Winona Miller habían ido a elegir un tono gris para la cornisa de su casa y otros adornos exteriores. Pocos días después de que la pintura fue entregada, Randall regresó solo a cambiarla. Le explicó a Betty, que estaba sola en ese momento en la tienda, que la pintura gris que él y su esposa habían elegido tenía un matiz verdoso que no habían visto antes, y se preguntaba si podría elegir otra.

Después de superar la timidez inicial causada por el hecho de ser una empleada nueva que atendía por primera vez a un hombre negro que le parecía atractivo, Betty se sintió feliz de poder ayudarlo a encontrar precisamente lo que el hombre dijo tener en la cabeza al entrar. Después de que él le diera las gracias y se llevara la pintura y se despidiera de ella con un gesto de la mano desde el coche, Betty siguió pensando en él durante el resto de la tarde, sin imaginar que tendría noticias del hombre al día siguiente y muchas veces más en las semanas y meses que vendrían.

«Él comenzó a llamarme por teléfono a la tienda y luego empezó a pasar por allí, pero no a comprar sino sólo a charlar, y sin embargo me tomó un buen tiempo concederle alguna importancia a eso», me dijo Betty. «Bien al llamar por teléfono o bien al pasarse por la tienda, siempre comenzaba la conversación preguntando por mi jefe. Pero mi jefe nunca parecía estar en esas ocasiones. Más tarde comencé a preguntarme si Randall sabría de antemano que el jefe no estaba. Si uno pasaba frente a la tienda, era posible ver que el coche del jefe no estaba estacionado en el lugar de siempre, en el lateral del edificio, y también se podía comprobar que yo estaba sola, pues había un enorme ventanal de vidrio enfrente. Sin embargo, como le dije, tardé un tiempo. Randall siempre fue respetuoso y amable», siguió diciendo. «Me dio la impresión de ser un tipo realmente amigable. Mostraba interés por cómo me estaba yendo en Selma, cómo les iba a mis hijas en la escuela y lo que yo pensaba sobre esto y aquello. Incluso cuando su conversación comenzó a volverse más personal, uno no podía estar seguro de cómo tomarse el asunto. Podía significar una cosa. O podía significar también todo lo contrario.»

Además, el hecho de que fuera negro contribuía a las dudas iniciales de Betty acerca de los propósitos de Randall. Él había nacido hacía más de cuarenta años en Selma y seguro que había crecido oyendo las horribles historias acerca de lo que les ocurría a los hombres negros que se atrevían a mirar, siquiera dos veces, a una mujer blanca en el Sur. Aunque los linchamientos eran cosa del pasado, estaban en Selma, un pueblo en el cual cualquier intimidad (no importa qué tipo de intimidad tuviera Randall en mente) entre personas de las dos razas podía generar chismes, escándalos y tal vez cosas peores. Y Betty seguía preguntándose; ¿por qué querría Randall arriesgarse a eso? Él era una figura política importante. Tenía muchos amigos y socios entre los negros y los blancos de la ciudad. Estaba casado con una maestra, con la que tenía una hija, y era el dueño de una lucrativa empresa de pompas fúnebres que atendía una clientela exclusivamente negra. Si él traicionaba a su esposa y se iba con una mujer blanca, ¿acaso eso no despertaría el resentimiento de la comunidad negra y los invitaría a recurrir a otra funeraria? Y, finalmente, ¿Randall no veía los problemas que surgirían si llegaba a darse algo entre ellos dos y su esposo se enteraba?

Betty no compartió sus preocupaciones con Randall, según me dijo, pues durante los primeros seis u ocho meses de su relación no tenía pruebas de que sus inquietudes fueran legítimas. Ella podía estar malinterpretando las intenciones finales de Randall o imaginándoselas por completo. Así que se contentó con dejar las cosas como estaban. Tenía una persona con quien hablar que era interesante y diferente. Si no había clientes en la tienda y su jefe estaba fuera —rápidamente descubrió la rutina diaria de su empleador, las horas a las que jugaba al golf, las otras citas que tenía que atender fuera de la tienda—, ella y Randall podían hablar a sus anchas, ya fuera en persona o por teléfono. Betty vivía esperando sus llamadas y sus visitas. Al comienzo las conversaciones giraban principalmente en torno a ella —dado que él hacía la mayor parte de las preguntas—, pero poco a poco ella fue tomando el control. Se sentía muy cómoda con Randall Miller y él despertaba su curiosidad.

Cualquier noción preconcebida que Betty hubiese tenido alguna vez acerca de los negros que vivían en el Sur profundo —tales como su tendencia a ser sumisos, indolentes o un poco estoicos— ciertamente no tenía nada que ver con Randall Miller ni sus parientes en Selma. El padre de Randall, Ben, había nacido pobre, pero tenía un carácter tan ambicioso y obstinado que cuando tuvo poco más de cuarenta años ya era dueño o copropietario de un restaurante, un negocio inmobiliario, una barbería, una granja y una funeraria. Tuvo siete hijos, todos los cuales recibieron educación superior, y ello sin dejar de formar parte de la fuerza laboral de Ben Miller, y aprendieron el valor del dinero que se ganaba trabajando para un patrón exigente. El hecho de que los esclavos de Selma se hubiesen emancipado hacía mucho tiempo no necesariamente le hizo la vida más fácil a la progenie de Ben Miller.

El segundo hijo, Randall, rara vez conoció el ocio. Cuando no estaba asistiendo a clases en la escuela, estaba lustrando zapatos en la barbería, o fregando ollas en el restaurante, o arando la tierra en la granja, o lavando limusinas antes de un funeral. Tenía la idea de convertirse algún día en médico, pero su padre veía su futuro en la profesión de embalsamador. Los otros hijos de Ben se convertirían en maestros y administradores escolares, pero el destino de Randall quedó sellado en 1958, cuando tenía diecinueve años y era estudiante de un curso preuniversitario de medicina de una universidad para negros, Stillman, localizada en Tuscaloosa, no lejos de la Universidad de Alabama. Debido a que el último de los empleados con licencia para embalsamar que trabajaban para su padre acababa de renunciar después de una pelea y Ben mismo carecía de los conocimientos apropiados para preparar un cadáver, su padre pensó que sería una excelente idea que Randall se trasladara de Stillman al Atlanta College of Mortuary Science. Como sabía ser encantador cuando era necesario, fue engatusando a su hijo y poco a poco lo convenció de que había nacido para triunfar a lo grande en el negocio funerario: Randall poseía una naturaleza compasiva, era paciente y amable y, como además era alto y bien parecido —había sido estrella del baloncesto en Stillman—, estaría sensacional vestido con un traje oscuro con una flor en la solapa, y sus anchos hombros brindarían consuelo y apoyo a las viudas acongojadas.

En 1959 Randall se graduó en Atlanta y obtuvo un diploma que lo certificaba como embalsamador. Regresó entonces a Selma para trabajar en la funeraria bajo las órdenes de su padre. Un año después, cuando tenía veintiuno, se casó con su novia de la secundaria, Winona, y al año siguiente la pareja tuvo una hija. Aunque no era activista por los derechos civiles cuando Selma comenzó a salir en las noticias gracias a las campañas por el registro de votantes, a comienzos de los sesenta, Randall participó en la procesión organizada por el doctor King desde Selma hasta Montgomery a mediados de marzo de 1965. Conducía un coche fúnebre que iba detrás de la última fila de manifestantes. Era un Cadillac modelo 1960 con alerón trasero, carrocería azul y techo blanco, y había sido dotado con una luz que Randall podía poner sobre el techo cuando usaba el vehículo como ambulancia.

Aparte del hospital para gente de color de Selma, el otro centro médico de la ciudad que aceptaba pacientes negros era el hospital católico Buen Samaritano. Pero en caso de que el doctor King recibiera un disparo o cualquier otra lesión a lo largo de la carretera durante el viaje de cinco días, Randall tenía instrucciones de llevar al líder de los derechos civiles al Craig Field, a poco menos de diez kilómetros de Selma, donde había un jet de la Fuerza Aérea de Estados Unidos listo para llevar a King hasta Washington para que fuese atendido en el Hospital Walter Reed. El coche funerario que Randall iba conduciendo era uno de los múltiples vehículos de gente de color que habían sido prestados a los organizadores de la marcha, y por las noches, mientras los manifestantes descansaban en un campamento, el coche le sirvió a Randall para dormir. El quinto y último día de la marcha, después del asesinato en la carretera de Viola Liuzzo por parte del Klan, Randall fue enviado a recoger el cadáver, pero la policía estatal de Alabama no le permitió pasar la barricada.

En 1974 Randall se convirtió en socio de su padre en la funeraria, y en 1983, tras la muerte de su padre —y después de que les comprara a sus hermanos lo que les correspondía de la herencia—, asumió el control total de la empresa de Servicios Funerarios Miller y la expandió en Selma y también en la comunidad vecina de Marion, convirtiéndola en un próspero negocio que tenía casi veinte limusinas Cadillac. Su matrimonio con Winona no era feliz, pero las exigencias de su negocio, junto con las responsabilidades que tenía dentro de la administración Smitherman, no le dejaban mucho tiempo ni energía para preocuparse por su situación doméstica, hasta que su relación con Betty Ramsey dejó de limitarse a la tienda y él comenzó a prever el día en que Winona y el marido de Betty se enteraran.

Betty y Randall se hicieron amantes después de poco más de un año de conocerse. Todo comenzó cuando Randall sugirió que se encontraran después del trabajo para, tal vez, ir a un motel que estaba situado a cierta distancia del centro; como Betty ya había decidido que su matrimonio había llegado a su fin y que estaba enamorada de Randall, aceptó. Fueron tan precavidos como pudieron: aparcaron en la parte de atrás del motel y se registraron con el nombre de un amigo de Randall, un hombre que había pagado la habitación por anticipado y luego le entregó la llave a Randall antes de que llegaran al motel. Sin embargo, un mes después ya había varias personas en Selma que sabían de la relación. Una tarde, Betty fue abordada en la calle por una empleada de The Selma Times-Journal, que le advirtió: «Si piensa quedarse con ese hombre, lo mejor será que se vaya de la ciudad». «No me voy a ir a ninguna parte», respondió Betty. En la tienda de pinturas, después de que su jefe comentara: «Ese Randall Miller es uno de esos negros que creen que son blancos», Betty contestó con irritación: «No, Randall Miller es uno de esos negros que creen en el trabajo duro». La esposa de Randall llamaba a veces a Betty por teléfono, para amenazarla con hacerle daño físico si no terminaban el romance; pero la relación continuó sin interrupciones hasta que el marido de Betty, ya totalmente exasperado, retiró a las niñas de la escuela, renunció a su empleo y regresó a Arkansas con Betty. Ella se quedó allí cerca de diez meses, pero a finales de 1983, antes de divorciarse, regresó sola a Selma, alquiló un apartamento y retomó la relación con Randall Miller, esta vez de manera más abierta.

Caminaban juntos por la calle, cenaban juntos en restaurantes y esperaban juntos en la cola de la taquilla del cine. Hacían caso omiso de toda la molesta curiosidad que encontraban entre la comunidad blanca y ocasionalmente también entre los negros, así como de los comentarios hostiles. En esta ciudad dividida, ellos abrieron su propio camino. El alcalde se distanció del asunto pero mantuvo a Randall en la nómina de la alcaldía, y los Servicios Funerarios Miller no parecieron sufrir ningún menoscabo económico, a pesar de que Winona Miller ganó muchos aliados entre la comunidad negra al expresar la rabia que le producía la conducta de su esposo. Entretanto, él se fue de su casa, inició el proceso de divorcio y se marchó a vivir temporalmente a un apartamento que arregló en la funeraria. Algunas veces visitaba a Betty en su apartamento, en el segundo piso de un edificio situado en un barrio integrado. Más tarde adquirió la casa del número 209 de la Avenida Alabama, donde fui a entrevistarla a ella.

Después de pasar una hora con Betty Ramsey y consciente de que Randall Miller debía de estar al llegar en cualquier momento —ya eran casi las seis de la tarde—, pensé que era hora de irme. Es posible que a él no le gustara encontrarme hablando con su prometida acerca de asuntos íntimos en los que él estaba involucrado. Había tenido suerte de encontrarla en casa y en una actitud tan receptiva, pero también es cierto que sólo pensé en buscarla cuando supe que Randall Miller estaba en Montgomery. Instintivamente sentía que ella sería más abierta si él no estaba presente. Si él hubiera estado en la misma habitación, podría haber interrumpido el flujo de sus pensamientos o tratado de impedir que ella me contara cosas que él creía que debían mantenerse en privado. Mi conversación con Betty había quedado debidamente registrada, tal como evidenciaban las notas que tomé frente a ella. Sólo podía esperar que cuando Randall regresara a casa no tuviera reparos acerca de la entrevista, pues deseaba pasar algún tiempo con él y obtener su propia versión de la situación. También quería asistir a la boda. Después de proponérselo a Betty y pedirle autorización para llevar a un fotógrafo, Betty no expresó ninguna objeción, pero me recomendó que hablara el asunto directamente con Randall. Dijo que había cerca de veinte personas invitadas, mitad blancos y mitad negros; además de sus hijas y una de sus sobrinas de Arkansas, y varios de los hermanos y primos de Randall, la lista incluía a los viejos amigos de Randall, y a nuevos amigos de Betty, quienes los habían apoyado mucho.

Me levanté y estreché la mano de Betty y, mientras me acompañaba hasta la puerta, le dije que regresaría un par de horas más tarde, sobre las ocho, con la esperanza de poder presentarme ante Randall Miller e invitarlos a cenar a los dos al Tally Ho, un conocido restaurante en las afueras de la ciudad. Betty dijo que habían estado allí algunas veces y les gustaba y que esperaba que Randall ya estuviese en casa cuando yo regresara y quisiera conversar conmigo.