Turner Catledge y todos los editores-redactores senior de su generación ya estaban muertos, o se habían retirado del Times, cuando regresé a la redacción en marzo de 1990 para recibir mis credenciales y los billetes de avión para viajar a Selma con el propósito de escribir una única historia. Catledge había muerto en 1983, con poco más de ochenta años. El editor que ocupaba en ese momento su posición era un antiguo reportero de mi generación, Max Frankel. Mi tarea era escribir un artículo de cerca de dos mil quinientas palabras, en el cual debía registrar los cambios que se habían producido en Selma desde que la masacre impulsó al Congreso a aprobar la Ley de Derecho al Voto de 1965, y describir también las festividades y otros eventos públicos programados para celebrar las bodas de plata de la famosa manifestación ocurrida en la localidad, tales como una marcha ceremonial a través del puente y la recreación del «Domingo Sangriento», sin sangre pero de una manera que de todas formas destacara el sufrimiento al que fueron sometidos los manifestantes por los derechos civiles un cuarto de siglo atrás. Por medio de máquinas de humo que simularían el gas lacrimógeno que fue inhalado por los manifestantes negros y grabaciones que reproducirían los sonidos de la brutalidad y el dolor que marcaron ese violento momento, se suponía que esta celebración de 1990 debía mostrarles a los jóvenes negros, de una forma vivida, lo que sus ancestros habían soportado para obtener el acceso a las urnas.
Entre los invitados de honor estarían Coretta Scott King (la viuda del líder de los derechos civiles, asesinado en Memphis en 1968), el reverendo Jesse Jackson, que se perfilaba como posible candidato demócrata a la Casa Blanca, y John Lewis, ese agitador de veinticinco años del SNCC que quedó tirado en la carretera, pero que ahora regresaba a los cincuenta años como miembro del Congreso de Estados Unidos, elegido por el Partido Demócrata en el Estado de Georgia.
Gracias a mi investigación preliminar, aun antes de llegar a Selma me enteré de que la mayor parte de los residentes blancos de la ciudad no le veían el sentido a revivir recuerdos de una situación que había traído tanta vergüenza e infamia a su comunidad. Ellos querían que los negros miraran hacia el futuro, no hacia el pasado. Los blancos le señalaban a la prensa local que desde 1965 había habido un gran progreso en el tema interracial en Selma, y eso era lo que debía recordarse y publicitarse. Eso mejoraría la imagen de la ciudad. Podría atraer más inversión de fuera y generar la construcción de más centros comerciales y cadenas de tiendas, más empleos para la gente de color y ganancias económicas para todo el mundo.
Ahora todas las calles de los barrios negros estaban pavimentadas. También había farolas nuevas, alcantarillas, árboles y cientos de bloques de viviendas nuevas que fueron construidas como parte del multimillonario programa de ayuda federal. Se habían invertido cerca de cinco mil dólares en la restauración de la capilla Brown, la cual fue consagrada como monumento histórico y entró a formar parte de la lista de atracciones turísticas de la ciudad, junto con una serie de mansiones de antes de la guerra. La calle principal del barrio negro, la calle Sylvan —que se adentraba tres manzanas en el sector del centro y el territorio de los comerciantes blancos—, había sido rebautizada en honor de Martin Luther King Jr. Las escuelas públicas de Selma habían suprimido la segregación racial desde 1970 y ahora había cinco delegados negros en el consejo directivo, compuesto por once miembros. Había jurados y agentes de policía negros, bomberos y recolectores de basura negros. Cuatro negros formaban parte del concejo de la ciudad, formado por nueve representantes; tres de los cinco puestos del comité del condado eran ocupados por candidatos negros, y un residente negro de Selma, Henry «Hank» Sanders, uno de los socios de la oficina de abogados de J. L. Chestnut Jr., era miembro del Senado del Estado de Alabama.
Ahora había cerca de siete mil quinientos votantes negros registrados en Selma, cifra que superaba en varios cientos el número de votantes blancos (aunque estos últimos acudían a las urnas en un porcentaje más alto), y si bien el alcalde de Selma en 1990 todavía era el mismo de 1965, los asesores políticos de Joseph Smitherman se apresuraban a decir que el alcalde había aprendido de sus errores del pasado y que la ciudad ya no merecía ser condenada por las referencias al «Domingo Sangriento». Decían que ese infortunado incidente había sido provocado en gran medida por el alguacil Jim Clark y agregaban que Clark ya no formaba parte de su comunidad; ahora vivía en el área de Birmingham y trabajaba en el negocio de los tráilers. El otro líder local de la segregación en esa época, el juez de la corte local James A. Hare, había muerto. Y aunque el antiguo gobernador Wallace todavía estaba vivo —si bien achacoso y paralizado, después de que un joven blanco de veintiún años le disparara durante las primarias democráticas de Maryland, en 1972—, a los setenta años seguía diciendo que nunca había sido enemigo de la gente de color. Se vanagloriaba en cambio de que lo que lo había ayudado a salir reelegido repetidas veces para gobernar el Estado desde su silla de ruedas en los setenta y a lo largo de los ochenta había sido precisamente el enorme número de votantes negros que acudieron a las urnas, y entre la gente de Selma que lo apoyó (porque les gustó el hecho de que les hubiese aumentado el salario a los maestros y hubiese repartido libros de texto gratis entre los estudiantes, y porque no había tenido una actitud tan ofensiva como los candidatos blancos que competían contra él) estaba la madre de J. L. Chestnut Jr.
Pero Chestnut nunca se había dejado convencer por lo que juzgaba como el deseo de George Wallace de reinventarse, y ahora lo consideraba un oportunista político que sólo se podía comparar en Alabama con Joseph Smitherman, quien había sido seguidor de Wallace toda la vida y, en la campaña para la alcaldía de 1964, había aprovechado su estilo campechano y el talento para la persuasión que había desarrollado cuando era el principal vendedor de electrodomésticos del pueblo. Con la ayuda de los votantes negros a los que había conquistado con su cordialidad y dándoles pequeños trozos de la tarta política, Smitherman llevaba en el poder siete mandatos consecutivos. En opinión de Chestnut, el alcalde seguía aquel adagio político que dice: «Si repartes sólo un poco, no tendrás que repartir mucho».
Cuando entrevisté por primera vez a Smitherman para el Times en 1965, era un muchacho campesino, flacucho y rubio, que debía de tener poco más de treinta años, medía uno ochenta, pesaba sesenta y cinco kilos, siempre usaba ropa que parecía una talla más grande y daba la impresión de que siempre se hubiese quedado con hambre. Y en efecto así había sido durante su juventud, según me contó, pues sus padres murieron antes de que él llegara a la adolescencia, y los parientes que se turnaron para educarlo eran tan extremadamente pobres como cualquiera de los negros de Selma que vivían en los tugurios cercanos a la ciudad o en el monte. Después de terminar la secundaria trabajó como guardafrenos para el Southern Railway y luego pasó a ser vendedor de electrodomésticos de la tienda Sears, Roebuck & Co., de la ciudad, y comenzó a vender aspiradoras puerta a puerta, actividad en la que conquistaba a sus clientes con la apariencia de ser un individuo de fiar, que garantizaba personalmente todo lo que vendía. Años más tarde se convirtió en socio de una tienda de electrodomésticos ubicada en la calle principal de la ciudad, donde vendía frigoríficos y lavadoras a clientes blancos y negros por igual, con la misma facilidad, y al mismo tiempo se vendía él mismo como candidato a un puesto en el concejo de la ciudad. En 1960 alcanzaría esa meta y cuatro años después, cuando tenía treinta y cinco años —y vivía con su esposa y sus tres hijos en un barrio ubicado cerca de la zona habitada por los negros, en una casa de un solo piso que no tenía alarma contra robo—, ganaría la campaña electoral para la alcaldía mediante una victoria inesperada sobre su oponente, un burócrata que tenía conexiones políticas con la clase dirigente y pertenecía a las viejas familias con estatus.
El Joseph Smitherman que conocí a mediados de los sesenta y volvería a ver algunas veces en los setenta y ochenta, en las distintas ocasiones en que visité Alabama, era muy hábil para presentarse como el alcalde mediador de Selma, el único funcionario del gobierno capaz de servir de intermediario entre los desencantados residentes blancos y negros de la ciudad. Como no le incomodaba estar entre gente de color, entraba con tranquilidad en sus clubes sociales y en sus iglesias para hablar con los pastores y los principales miembros sobre los múltiples favores que pretendía otorgar, al tiempo que sugería que su gratitud por el continuo apoyo a su gestión se manifestaría en forma de nombramientos políticos para ellos y puestos públicos para sus amigos, y reparaciones expeditas de las calles y cualquier otra cosa que se necesitara para mejorar la calidad de la vida en los barrios negros. Luego el alcalde sostenía reuniones privadas con distintos grupos de blancos y sugería que sólo estaba destinando a los negros la menor cantidad de dinero y recursos necesarios para estimular su buena voluntad y su comedimiento, y desalentar su inclinación a protestar en las calles de una manera que atraería otra vez a Selma a los medios de comunicación y le reportaría más publicidad negativa.
La mayor parte del dinero que Smitherman repartía supuestamente para promover la paz y la prosperidad en Selma era en realidad dinero federal que había sido destinado desde Washington principalmente para beneficio de la gente de color, fondos que fueron autorizados por el Congreso después del «Domingo Sangriento» y siguieron llegando a Selma durante muchos años más. Algunos políticos blancos del Sur preferían no tener nada que ver con la generosidad de la Guerra de Washington contra la Pobreza, porque ese dinero venía con muchos controles y restricciones que disponían que la gente de color participara ampliamente de los beneficios, recibiera empleos en todos los niveles de los proyectos de construcción financiados por el gobierno, participara de los planes de formación y en las reformas y gozara de las mismas oportunidades que los blancos, en un entorno social carente de racismo. De tal manera que, en opinión de algunos políticos sureños, ese dinero federal estaba «contaminado». Pero ésa no era ciertamente la visión de Smitherman, quien recibía complacido cada dólar federal que caía en sus manos y decía que lo único malo de ese dinero era que no había suficiente; aun así, se calcula que los recursos federales destinados a Selma durante los numerosos periodos de gobierno de Smitherman alcanzaron los cuarenta millones. Así las cosas, Smitherman estaba bien provisto para influenciar a muchos votantes a través del patrocinio de distintos proyectos y la ambiciosa modernización de la ciudad, que creó muchos empleos al tiempo que parecía ajustarse a las regulaciones del gobierno que buscaban promover la armonía racial.
Smitherman reemplazó el Hotel Albert, construido por esclavos, por una nueva alcaldía y supervisó la construcción de una biblioteca en la cual las dos razas tenían el mismo acceso a los libros, las conferencias y otros servicios. El área comercial del centro fue renovada con aceras de ladrillo y nuevas fachadas, y ahora negros y blancos estaban acostumbrados a tomar agua de las mismas fuentes, a frecuentar los mismos restaurantes y a usar los mismos baños en los edificios públicos y las estaciones de transporte. Smitherman vivía pendiente de que la puerta de su oficina estuviera abierta para todos los visitantes, incluso para aquellos que no tenían cita, y mantenía cerca del escritorio un pequeño refrigerador lleno de latas de Coca-Cola y otros refrescos, que él mismo destapaba y servía a sus invitados.
Smitherman recibía en su oficina incluso a aquellos periodistas que lo habían presentado de manera negativa en el pasado. Creía que cuanto mayor contacto tuvieran con él, había más probabilidades de que escribieran a su favor. Siempre era muy abierto con la prensa; en una entrevista que le concedió a William E. Schmidt, del New York Times, en 1985, se mostró en desacuerdo con los blancos de Selma que preferían culpar al alguacil Clark por muchas de las equivocaciones de 1965. «Nuestras manos están tan manchadas como las de él», dijo el alcalde Smitherman. En conversaciones con otros periodistas, también admitió que con frecuencia el racismo era un elemento central de su estrategia política, pero el racismo de los demás, aclaró, no el suyo propio. Luego añadió que muchos candidatos negros del momento también eran culpables de explotar el tema de la raza, cada vez que creían que sería provechoso para sus carreras políticas.
El hombre que parecía más decidido en Selma a minar los esfuerzos de Smitherman por presentarse como el intermediario entre los residentes negros y blancos era J. L. Chestnut Jr. Cuando Chestnut obtuvo su diploma de abogado a finales de los cincuenta, sólo había cinco abogados negros ejerciendo el derecho en todo el Estado de Alabama; a finales de los ochenta, Chestnut contaba con cinco socios negros sólo en su oficina —era la firma legal conformada por negros más grande del Estado— y tenía clientes no sólo en Selma sino por toda la región. Entre éstos había muchas juntas de gobierno de los condados y juntas directivas de escuelas y otras entidades que recibían y distribuían importantes sumas de dinero para financiar sus operaciones. Cuando cuatro hombres de color de Selma ganaron por primera vez el derecho a ser miembros del concejo de la ciudad, fueron a hablar primero con Chestnut y sus colegas, antes de cruzar la calle y asistir, con los otros cinco miembros blancos, a la primera reunión del concejo. Cada vez que la administración de Smitherman se desviaba de lo que Chestnut recomendaba enfáticamente, en especial cuando se trataba de políticas y recursos federales destinados a Selma claramente para mantener contentos a los negros y evitar que salieran a la calle a protestar, Chestnut demandaba a la ciudad. En opinión del alcalde, J. L. Chestnut Jr. sólo estaría feliz cuando fuera él quien dirigiera la ciudad, pero no desde el despacho de Smitherman en la alcaldía, sino a través de permanentes maniobras tras bambalinas y por medio del poder de litigio que tenía su firma para presentar demandas por discriminación y otras acciones que ponían en riesgo o bloqueaban el flujo de fondos federales hacia las arcas de la administración Smitherman.
Los socios más expresivos y políticamente ambiciosos de Chestnut eran una pareja de abogados graduados en Harvard. Ellos eran Henry «Hank» Sanders, miembro del Senado del Estado desde comienzos de los ochenta, y su esposa. Rose, que había sido activista de Harvard en sus épocas de estudiante y había abogado por la contratación de más profesores negros y también un rector negro. Rose igualmente estuvo vinculada al trabajo con grupos de jóvenes negros en Cambridge y más tarde en Harlem y luego en Selma, después de que ella y su marido se unieran a la firma de Chestnut en 1972. La pareja pasó un año en África antes de ir a Selma y, en sus horas Ubres, Rose Sanders se preocupaba por inculcar dentro del gueto negro un sentimiento de orgullo africano, en especial entre los jóvenes. Organizaba ferias callejeras en las que presentaba muestras de arte, música y danza africanos, y escribía y montaba obras de teatro con temas relevantes de la historia de los negros, ocasiones que también aprovechaba para advertir a los adolescentes contra los peligros del abuso de las drogas y el embarazo.
A pesar de ser una mujer menuda y de poca estatura que llevaba un corte de pelo de estilo africano, tenía un guardarropa marcadamente africano y apenas podía soportar a las mujeres negras que se aplicaban mucho maquillaje y se alisaban el pelo, Rose Sanders no dejaba de tener sus detractores dentro de la comunidad negra; pero cuando comenzó a involucrarse en los asuntos políticos de la ciudad, lo cual hizo con mucho más vigor después de hacerse socia de la firma de abogados, se perfiló rápidamente como la nueva justiciera de Smitherman, una mujercita extravagante y voluntariosa cuyos discursos públicos, en los que atacaba las políticas y la manera de ser de Smitherman, lo ofendían inmensamente, lo inquietaban y también lo confundían.
Los hombres blancos de las áreas rurales del Sur, incluso bestias como el alguacil Clark, solían hacer esfuerzos por adoptar una cierta actitud de tolerancia y moderación cada vez que se encontraban en público con mujeres negras altaneras y beligerantes. Con los hombres era otra historia: su agresividad podía ser el preludio de un desafío físico o algo peor; pero como las mujeres negras no se consideraban una amenaza, aparentemente podían quejarse y protestar contra los hombres blancos todo lo que quisieran, siempre y cuando sus parientes varones no les hicieran eco. De tal manera que estas mujeres disfrutaban en el Sur de una libertad para hablar equivalente a las licencias idiomáticas que se oían en las conversaciones de los restaurantes de carretera frecuentados por camioneros.
Sin embargo, con la llegada de Rose Sanders a Selma, los límites de la altanería de las mujeres negras se extendieron mucho más allá de lo que hasta ahora había tolerado la tradición sureña. Gracias a su ropa africana, a sus accesorios artesanales y tribales, al hecho de que venía de Harvard y a la seguridad que parecía irradiar cuando se paseaba por la ciudad durante el día o se dirigía a una cita, Rose Sanders se había vuelto el objeto de la curiosidad y las habladurías de la comunidad, aun antes de que comenzara a hacer en público comentarios descalificadores acerca del alcalde Smitherman. De modo que cuando comenzó a criticarlo de verdad en sus discursos preparados y mediante alusiones improvisadas, sus palabras estaban destinadas a tener un cierto peso, a ser reproducidas por la prensa local y leídas y debatidas por distintas facciones de las comunidades blanca y negra. Rose Sanders se convirtió al instante en una figura pública que tenía una capacidad de persuasión mucho mayor que la de cualquier otra negra malhablada en la historia de esta antigua zona de plantaciones que era Alabama, y los hombres blancos de Selma, y en particular Joe Smitherman, no sabían exactamente cómo reaccionar frente a ella. Después de todo, Rose Sanders no era más que una mujer negra, de modo que lo lógico era que él reaccionara como si sus palabras no tuvieran ninguna importancia. Ella sólo metía ruido. El hecho de que él hiciera alguna declaración para refutar las palabras de ella produciría un inmenso titular en The Selma Times-Journal. Y con seguridad eso era lo que ella quería. Además, el público ya conocía su lista de quejas: su jefe, J. L. Chestnut Jr., las había ventilado cada vez que demandaba a la ciudad: que el alcalde era un racista encubierto; que era maquiavélico; que ayudaba sólo a aquellos negros que eran sus lacayos. Sin embargo, Chestnut expresaba sus reparos de una manera relativamente formal, que mostraba algo de respeto por la oficina del alcalde, si no por el alcalde mismo. Chestnut era de la vieja guardia, un hombre que sabía manejar las palabras con astucia y tenía años de experiencia en los tribunales del Sur. Su socio, el corpulento marido de Rose, Hank, también era un hábil orador. Había tenido que superar unos cuantos fracasos políticos en su carrera por obtener un puesto en el Senado de Alabama, pero finalmente lo había logrado. Sin embargo, su esposa, Rose, era incendiaria. Smitherman no sabía cuánto más podía continuar con su estrategia de evitarla, de cambiarse de acera cuando la veía acercarse, de subir la ventanilla del coche cada vez que la veía de pie en la acera, mirándolo con odio y moviendo la boca con tanta claridad que no era necesario escucharla para saber lo que estaba diciendo. No obstante, ¿cómo podía seguir evitándola cuando ella había decidido prácticamente asaltarlo en las escalinatas de la alcaldía? También invitaba a algunos estudiantes negros y otros seguidores a acompañarla al frente del edificio y organizaba arengas de desaprobación en las que agitaban letreros que decían JOE SE DEBE IR Y SMITHERMAN SE DEBE IR.
Más tarde, a comienzos de febrero de 1990 —un mes antes de la conmemoración de los veinticinco años del «Domingo Sangriento», proyecto que ella dirigía—, Rose Sanders y dos de sus seguidores irrumpieron en la antesala del despacho del alcalde y se negaron a marcharse, mientras lo culpaban por su papel en la crisis que venía entorpeciendo desde hacía tiempo el sistema de escuelas públicas de la ciudad.
Smitherman no tenía ninguna duda de que las escuelas públicas de Selma realmente tenían problemas serios. Pero creía que esos problemas se veían exacerbados por la propia Rose Sanders. Independientemente de todos los esfuerzos que se hicieran para darles a los estudiantes de Selma las mismas oportunidades de desarrollar todo su potencial académico, ella siempre iba a encontrar un fallo y comenzaría un escándalo público. Aunque las escuelas habían dejado de practicar la segregación desde hacía décadas, ella insistía en que todavía había segregación. En una entrevista con periodistas de The Selma Times-Journal, declaró: «Los negros y los blancos entran en la escuela por la misma puerta, pero una vez dentro, se reparten en distintas aulas, que no son iguales». Se refería al sistema local de clasificación académica en tres niveles, según el cual los alumnos que eran considerados más brillantes iban a un grupo, mientras que los menos talentosos recibían clases en aulas separadas que representaban el segundo y tercer nivel. Sin embargo. Rose Sanders insistía en que la clasificación en estos niveles se veía afectada por los prejuicios y era el resultado de factores como exámenes y pruebas injustas y la tendencia a favorecer a los estudiantes privilegiados (casi todos blancos) con los mejores maestros, al tiempo que los padres de estos estudiantes blancos reforzaban la segregación en las aulas al presionar a la directiva de la escuela y a los maestros para que continuaran con el proceso de nivelación. Rose Sanders le recordaba a todo el mundo que, aunque había un superintendente negro a la cabeza del sistema y cantidades de profesores negros en las escuelas, la junta de educación de la ciudad todavía estaba bajo el control de los blancos, y agregaba que su hijita, que asistía a la escuela elemental, ya había sido sometida a la práctica prejuiciosa de la nivelación. Cuando la niña llegaba a casa después de la escuela, se quejaba de que debería estar en un nivel más alto, pues no se sentía suficientemente estimulada por el trabajo que realizaban en clase ni por los bajos estándares de sus maestros. Sanders decía que un examen que su hija había hecho en un centro privado había determinado que era una estudiante académicamente avanzada. También decía que había muchos padres negros con historias similares, pero que cuando el superintendente escolar negro, el doctor Norward Roussell, por fin empezó a prestar atención a esas historias e incluso indicó que podría ser equitativo y justo modificar la política de nivelación, muchos padres blancos se enfurecieron. Según ellos, lo que Roussell pretendía —aunque lo planteaban con mayor delicadeza— era bajar los estándares académicos con el fin de apaciguar a los padres negros que querían que sus hijos se sentaran en las aulas del primer nivel. A finales de 1989 hubo rumores de que la junta de educación, de mayoría blanca, se inclinaba por no renovar el contrato del doctor Roussell, el cual expiraba en junio de 1990.
A Smitherman le gustó enterarse de eso, aunque unos años antes, en 1987, celebró la llegada del doctor Roussell como el primer superintendente escolar negro de la ciudad. En esa época Smitherman creía que eso generaría en la gente de color un sentimiento de orgullo y satisfacción, mientras que calmaba políticamente las cosas dentro la comunidad; y el hecho de que el doctor Roussell viniera de Nueva Orleáns significaba que no formaba parte del círculo de agitadores de J. L. Chestnut Jr. Chestnut mismo no tuvo ningún problema en desaprobar públicamente el nombramiento. En esa época Chestnut pensó que Norward Roussell era probablemente una especie de Tío Tom, un oportunista que estaba en deuda con la junta de educación de mayoría blanca que lo había contratado. Chestnut siempre se había sentido molesto por el hecho de que los miembros de la junta no fuesen funcionarios de elección popular. Tanto negros como blancos, todos los miembros eran nombrados por el concejo de la ciudad, que también era controlado por los blancos. Más aún, quien había insistido en contratar a este cualificado educador había sido un comité liderado por blancos, que además le había ofrecido un salario que sobrepasaba en cinco mil dólares el salario anual de cincuenta mil que ganaba el propio alcalde Smitherman, y seguramente le debían de haber ofrecido al doctor Roussell otros beneficios y concesiones, movidos por el interés de atraerlo a Selma con la esperanza de que su presencia perpetuara el mito de que la ciudad se estaba volviendo progresista. Chestnut entendió la estrategia enseguida. Lo que los blancos querían realmente, dijo, era «un superintendente negro detrás del cual pudieran esconderse».
Pero lo que obtuvieron fue otra cosa, aunque al comienzo nadie pudo ponerse de acuerdo en qué era lo que habían obtenido, pues ninguno de los habitantes de Selma —ni negro ni blanco— se había encontrado antes con un tipo de piel oscura que tuviera la pedantería y la majestuosa dignidad que despedía el doctor Roussell. Hablaba inglés con fluidez, pero rápidamente enfatizaba con cortesía que la pronunciación adecuada de su apellido era ROU-ssell. Era un caballero delgado, medía cerca de uno setenta y tenía el pelo crespo cortado al rape y una cara angulosa, de ojos hundidos y bigote; y aunque no se le podía calificar de petimetre, vestía de manera que sugería que se sentía cómodo al mirarse al espejo. Todo en este hombre era perfecto: llevaba el pelo y el bigote muy bien arreglados, las corbatas de colores vivos cuidadosamente anudadas y centradas en el cuello de la camisa, y las chaquetas de los trajes se ajustaban exactamente a sus hombros y jamás tenían ni una arruga. Casi nunca aparecía en público sin tener puesta una chaqueta y una corbata y adoptar una actitud amable. Al igual que Rose Sanders, el doctor Roussell despertaba mucha curiosidad y comentarios entre la gente de la comunidad; pero mientras que ella era famosa por causar alboroto y desorden, él era percibido como un individuo disciplinado, que podría crear dentro del sistema educativo y la ciudad en general una atmósfera que fomentara la cooperación de las dos razas y reforzara la idea de que el activismo que producía titulares de prensa resultaba perjudicial para el crecimiento económico de Selma.
Después de que un grupo de hombres de negocios blancos lo invitara a unirse al Club Rotario local y le ofreciera una oportunidad que nunca antes se le había ofrecido a un negro, el doctor Roussell aceptó. Pero cuando comenzaron a correr rumores acerca de que podría presentarse para convertirse en miembro del Country Club de Selma, el doctor Roussell tomó la iniciativa de retirar su nombre. Él sabía que no había ningún problema en cenar y fraternizar con profesionales blancos en las reuniones de los rotarios, pero estaba lejos de creer que la élite de hombres y mujeres blancos que se reunían alrededor de la piscina del Country Club de Selma podían reaccionar favorablemente ante la idea de ver a sus tres hijos chapoteando y jugando en el agua, al lado de los hijos de ellos, y sabía que no necesariamente disfrutarían viéndolo practicar en el putting green, mientras su esposa de piel oscura y pecas se sentaba a la sombra en la terraza a tomarse un té helado. En 1987, la barrera del color en Selma definitivamente pasaba por los prados y las aguas purificadas del Country Club y el doctor Roussell no necesitaba ser el académico que era para entender que, independientemente de las buenas intenciones de esos pocos blancos que consideraron la posibilidad de patrocinar su integración como miembro del club, era una mala idea hacerlo. Eso los pondría a él y a su familia en una situación de notoriedad que podría distraerlo de su propósito al venir a Selma.
«No quiero pagar dos mil quinientos dólares por jugar al golf», anunció finalmente a la prensa local, lo que produjo un alivio inmediato en el comité de admisiones del Country Club de Selma, el cual, dicho sea de paso, continuaría con su política de recibir sólo a blancos hasta el siguiente siglo. El doctor Roussell también les dijo a los reporteros: «No vine a Selma a tumbar las barreras raciales».
Cuando Norward Roussell llegó a Selma por primera vez en 1987, a los cincuenta y tres años, le entregaron la dirección de un sistema mucho más pequeño que la jurisdicción que manejaba antes en Nueva Orleáns, pero que, sin embargo, resultaba un reto mucho más grande. En Selma tendría la misión de educar un cuerpo estudiantil multirracial, en medio de una comunidad muy polarizada y testaruda, una comunidad en la cual los alumnos blancos eran una minoría cada vez más pequeña, pero donde los padres y otros adultos blancos se esforzaban por mantener —como lo habían hecho siempre— un interés controlador sobre el sistema educativo. Sólo que ahora estaban siendo cuestionados por algunos padres negros, por madres preocupadas, como Rose Sanders, que querían asegurarse de que sus hijos no estuviesen recibiendo una educación de segunda. Al mismo tiempo, el doctor Roussell tenía sensibilidad política y, cada vez que podía, trataba de evitar, o negociar o atenuar, la implementación de políticas que podrían alejar de las escuelas de Selma a la escasa población blanca que aún había en las aulas.
Los estudiantes blancos representaban apenas el veinticinco por ciento del total del alumnado que asistía a las escuelas públicas en 1987 y que se acercaba a los seis mil jóvenes. En los días de colegio, esos mil quinientos blancos se mezclaban con cuatro mil quinientos estudiantes negros en los pasillos, las cafeterías, los gimnasios y las aulas de los once edificios que conformaban la planta física del sistema de educación pública de Selma. El edificio más grande era ocupado por los mil cuatrocientos alumnos de la Secundaria Selma. También había dos edificios destinados a los cursos intermedios, uno en el área este de la ciudad y otro en el área oeste, que recibían entre los dos a mil trescientos estudiantes de sexto, séptimo y octavo grado. Finalmente, había ocho escuelas elementales por toda la ciudad, que recibían a los más de tres mil niños que asistían a la escuela desde el primer nivel escolar hasta el quinto grado.
Aparte del sistema de escuelas públicas, había dos escuelas privadas en Selma, que atendían sólo a niños blancos y por las cuales los padres o tutores debían pagar cerca de dos mil dólares al año, y el número total de alumnos que asistían a estas dos instituciones superaba ligeramente los ochocientos muchachos. Roussell quería evitar que esa cifra creciera, cosa que seguramente sucedería si la tensión racial en sus escuelas aumentaba e impulsaba a los padres blancos a transferir a sus hijos a una de las escuelas privadas. Y también había otros lugares que podían atraerlos. En el campo había escuelas públicas con un porcentaje más alto de alumnos blancos, y en los distritos exteriores había unas cuantas escuelas privadas (sólo de blancos), que eran menos caras que las dos que había en Selma, y estaban relativamente cerca de la ciudad. Pero lo importante no era dónde estaban ubicadas estas escuelas, para Roussell todas ellas eran sitios que podían recibir el «éxodo de los blancos» y está expresión y sus posibles consecuencias eran algo que lo descorazonaba y lo perturbaba.
Él no había venido a Selma a gestionar unos edificios en los cuales el alumnado alguna vez había sido sólo blanco, luego se había integrado y más tarde se había vuelto exclusivamente negro. Si eso sucedía, su posición quedaría reducida a ser el administrador de un gueto y sería un fracaso para el movimiento en favor de los derechos civiles, del cual él se había beneficiado y con el cual se identificaba. El movimiento había triunfado finalmente a mediados de los cincuenta y había logrado que se admitieran estudiantes negros en las aulas de blancos, lo cual les ofrecía tanto a los jóvenes blancos como a los negros las mismas oportunidades de ampliar su educación y constituía una ocasión para que blancos y negros aprendieran más acerca del otro al ser compañeros de clase; esto, a su vez, promovería idealmente un mayor entendimiento y tolerancia. Sería una lástima que la victoria que se había obtenido en los cincuenta sobre la segregación de las escuelas fuese seguida por una segregación escolar de otro tipo al final del siglo. Roussell lucharía con todas sus fuerzas para evitar que eso sucediera, pues no quería ver que los estudiantes blancos abandonaran las escuelas que él gestionaba, ni que sus familias decidieran trasladarse a otro lugar, lo cual terminaría privando a Selma de una cantidad de contribuyentes y consumidores y padres blancos con un interés personal en el sistema escolar que estaba bajo su responsabilidad.
No obstante, eso no significaba que él fuera a permitir que los blancos que lo apoyaban sabotearan su autoridad e invocaran el argumento del peligro del «éxodo blanco» para justificar sus exigencias y presionarlo para que se comportara de acuerdo con los deseos de los padres blancos, si quería retener a sus hijos. Roussell sabía que no se podía convertir en un títere de los blancos. Debía mantener su independencia con respecto a los líderes blancos y los líderes negros de la ciudad. Él era un educador, no un mediador en las relaciones raciales. Lo habían traído a Selma para manejar los problemas de las escuelas de la ciudad, que tenían una tasa de deserción del treinta y seis por ciento antes de su llegada. Los blancos que lo contrataron le habían asegurado que creían en las escuelas públicas integradas tanto como él y le habían hecho saber que, aunque tenían la opción de llevar a sus hijos a escuelas privadas, pensaban que las escuelas públicas eran un pilar esencial de la comunidad pluralista que preferían y querían cultivar. Además, le habían adjudicado un presupuesto anual de dieciocho millones de dólares, mayor que el de cualquier otro organismo de la ciudad. Así las cosas, con esta sustancial cantidad de dinero y el apoyo de muchos de los promotores de la ciudad tanto negros como blancos, en el otoño de 1987 el doctor Roussell creía que podría lograr elevar el nivel académico de las escuelas de Selma y crear dentro de ellas un ambiente deseable, que reduciría la deserción y estimularía la participación por parte de los padres y los estudiantes de las dos razas.
Un año después, sus esfuerzos merecieron un elogioso informe de la junta de educación y comentarios de felicitación de la comunidad. Los padres estaban satisfechos por el hecho de que Roussell había introducido rápidamente a sus hijos en las nuevas tecnologías y había instalado aulas de informática en las escuelas, gracias al aporte de un millón doscientos mil dólares que había pedido al gobierno federal y había recibido poco después de asumir sus responsabilidades. También trajo psicólogos profesionales a las escuelas para que atendieran las necesidades de aquellos alumnos cuyas bajas calificaciones y frecuente absentismo se pensaba que estaban relacionados con su vida familiar o el abuso de drogas, o la dislexia y otros trastornos físicos y problemas personales. Con la intención de mejorar la eficacia de los miembros del profesorado, a menudo les daba tiempo libre para que pudieran asistir a talleres y conferencias fuera de la ciudad, dirigidos por prominentes educadores. Aunque conocía los últimos métodos de enseñanza que se promovían en otros lugares, el doctor Roussell mantenía una estrecha vigilancia sobre lo que sucedía dentro de su jurisdicción y la gente de la ciudad se acostumbró a verlo conduciendo su Cadillac marrón mientras visitaba una escuela tras otra. Después de saludar a las directivas, hacía un recorrido y observaba a los maestros en sus aulas y tomaba nota de la manera como respondían los estudiantes.
Al final del primer año, algunos maestros fueron transferidos de la secundaria a las escuelas de los niveles intermedios, o de las escuelas de los niveles intermedios a la secundaria, aunque no siempre tenían clara la razón del traslado. Estos maestros comenzaron a quejarse entre ellos. También corrían por la ciudad rumores del descontento expresado por los propietarios de negocios que trabajaban desde hacía tiempo para las escuelas —tales como impresores, empresas de mantenimiento, proveedores y otros servicios— y que ahora se habían enterado de que serían reemplazados por otras empresas. En opinión de algunas personas, Roussell estaba haciendo cambios de manera decidida pero arbitraria. Sin embargo, estas críticas se mantuvieron acalladas hasta que la popularidad de Roussell comenzó a bajar, lo cual ocurrió a mediados del segundo año de su administración, cuando algunos infortunados incidentes acaecidos en las escuelas comenzaron a cuestionar la autonomía que él se había atribuido.
Estos incidentes incluían una serie de publicitarias peleas interraciales entre estudiantes, una de las cuales comenzó después de que un grupo de jóvenes blancos expresara su desacuerdo con aquellos compañeros negros que se presentaban en la escuela con medallones africanos, y estallara una pelea a puños después de que se oyera a uno de los blancos diciendo: «Oye, negro, regresa a África». También hubo quejas por la supuesta injusticia cometida por un maestro blanco al castigar a unos chicos negros del equipo de atletismo acusados de hacer una «celebración» muy estruendosa, en comparación con el castigo que recibieron por una ofensa similar unos chicos blancos del equipo de discusión y debate. Después de que un miembro blanco de la junta de educación se disgustara por la tardanza del doctor Roussell en responder una consulta relacionada con el plan de estudios —tema que Roussell pensó que estaba fuera de la esfera de incumbencia de esa persona—, este señor comenzó a hacer circular un memorando en el que afirmaba que el doctor Roussell estaba dando señas de «arrogancia» y «excesiva independencia», opinión que pronto suscitó gestos de aprobación entre las comunidades negra y blanca por igual. Por otra parte, los miembros del principal club negro de hombres de negocios de la ciudad no quedaron muy convencidos con la excusa que les dio Roussell para no asistir a una de sus funciones sociales y dar un discurso. Y la pareja blanca que ofreció en su casa un cóctel en su honor se sintió ofendida por el hecho de que él llegara una hora tarde.
Sin embargo, sus dificultades en Selma se hicieron más visibles cuando decidió suspender el sistema de clasificación académica en tres niveles, el mismo sobre el que Rose Sanders había venido quejándose. No es que el doctor Roussell hubiese decidido aliarse con la facción Chestnut-Sanders en contra de Smitherman, sino que, después de que la junta de educación compuesta de once miembros decidiera no renovar su contrato (los seis miembros blancos votaron a favor de reemplazarlo y los cinco miembros negros votaron a favor de que se quedara), el grupo Chestnut vio la situación de Roussell como un caso de discriminación racial que podría despertar pasión entre los negros y promover la unidad dentro del gueto. A Roussell no le gustaba encontrarse en esa situación, atrapado en medio de una comunidad polarizada, pero eso lo hacía más receptivo frente a aquellos que podrían ayudarlo a conservar su empleo
Estaba claro que J. L. Chestnut Jr. era el representante del creciente poder negro en ese momento, alguien que estaba comenzando a mover las cuerdas del poder político en el gueto con tanta eficacia que había logrado deslegitimar a los líderes negros que aceptaban los patrocinios del alcalde Smitherman; y Chestnut ya había demostrado que tenía suficiente influencia para ayudar a que los candidatos negros superaran en las urnas a los burócratas blancos. Eso fue lo que sucedió en las últimas elecciones del condado, donde los candidatos que él apoyó lograron los votos necesarios para asegurarse el control de la administración del condado. Así las cosas, el 16 de enero de 1989 —el día de Martin Luther King Jr.— todo estaba listo para que Chestnut hiciera su propia entrada triunfal en la sala del tribunal para felicitar a aquellos delegados cuyas campañas habían sido dirigidas en parte por su firma de abogados. Uno de los delegados recién elegidos era, de hecho, el gerente de la firma de abogados de Chestnut, Perry Varner, quien se había graduado en el Boston College y era cuñado de Rose Sanders. Otra cosa que fue igualmente gratificante para Chestnut ese día fue ver la festiva y distinguida presencia de aquellos hombres negros, que habían llevado a sus esposas y a sus hijos para que fueran testigos de la ceremonia de juramento. Eso le recordó a Chestnut la multitud de familias negras que había visto en esa misma sala en 1953, cuando se reunieron para observar la presentación de Peter Hall, el primer abogado negro que litigó un caso en Selma. Se trataba del caso por violación contra William Earl Fikes, el mismo que influenció a J. L. Chestnut Jr. para que regresara a Selma en 1958, después de obtener su diploma de abogado. El caso Fikes convenció a Chestnut de que «Alabama era donde estaba la acción» y esa acción sería el objetivo del resto de su vida laboral y lo que lo llevaría en 1989 a entrar en abierto conflicto con el alcalde Smitherman y la junta de educación que estaba tratando de expulsar a su nuevo amigo, Norward Roussell.
Chestnut no sólo presentó una demanda contra la junta de educación porque los seis miembros blancos no deberían seguir sesionando mientras los cinco miembros negros permanecían ausentes, como una forma de mostrar su apoyo al doctor Roussell, sino que la oficina de Chestnut procedió a convertirse en el centro neurálgico de múltiples manifestaciones y confrontaciones que perturbarían la ciudad durante casi seis meses. Durante este periodo —desde septiembre de 1989 hasta marzo de 1990— hubo una protesta frente a la escuela de secundaria, un boicot contra los intereses económicos de los miembros blancos de la junta de educación, varias manifestaciones en las calles a favor de Roussell y una reñida invasión del despacho del alcalde Smitherman. Este último incidente, ocurrido el 5 de febrero de 1990, fue obra de Rose Sanders.
Chestnut no estaba con ella en ese momento, pero iba acompañada de otros dos individuos de la firma. Uno era el gerente de la oficina, Perry Varner, y el otro era Carlos Williams, uno de los cinco socios de Chestnut, Sanders, Sanders, Turner, Williams & Pettaway. Después de que la señora Sanders, junto con Varner y Williams, y media docena de personas más jóvenes entraran en la alcaldía y se instalaran en la sala de espera cerca del despacho del alcalde, el propio Joe Smitherman salió para explicarles que en ese momento estaba muy ocupado para hacerles pasar, pero que trataría de atenderlos más tarde. Después de ofrecerles unos refrescos que puso sobre el escritorio de la recepcionista en la antesala, que ese día contaba con la vigilancia de un agente de policía, regresó a su oficina, donde había otro policía, y cerró la puerta.
Sanders y su grupo esperaron allí durante la siguiente hora, sentados o de pie o cerca de la puerta de la antesala, mientras cantaban canciones a favor de los derechos civiles o conversaban entre ellos y bromeaban ocasionalmente con algunos de los empleados que pasaban por los pasillos. Cuando Rose Sanders vio que el abogado de la ciudad, Henry Pitts, venía caminando en dirección a ella y giró para atravesar rápidamente la antesala y llegar hasta la puerta del alcalde, gritó: «¡Ya basta!», e inmediatamente ella y su gente corrieron y se pararon detrás del señor Pitts, que estaba a un par de metros de la puerta, pero lo hicieron con tanta brusquedad que lo lanzaron de cabeza contra el escritorio de la recepción que había en la antesala. Mientras el policía se inclinaba para ayudarlo, Rose Sanders y los otros les pasaron por delante y procedieron a abrir la puerta de Smitherman, empujando el trasero del agente de policía de más de ciento treinta kilos que estaba apostado dentro, quien se giró enseguida, con los codos levantados, para bloquear el camino y sacar a Sanders y a los otros intrusos.
En medio del forcejeo para entrar en la oficina, algunos cayeron al suelo, unos cuantos muebles comenzaron a romperse y el sistema de alarma se disparó para llamar a más miembros del cuerpo de seguridad. Joe Smitherman se levantó con irritación de su escritorio y, apuntando a Rose Sanders con el dedo, declaró: «La vamos a acusar de obstruir las operaciones gubernamentales y de cualquier otra cosa que se nos ocurra…». Ella lo miró con desprecio, pero no respondió. Siguió mirándolo fijamente en silencio, mientras llegaban más agentes de policía y comenzaban a esposar a sus colegas, incluidos Carlos Williams y Perry Varner. Tras negarse a salir por sus propios medios, los dos hombres fueron expulsados por agentes de la ley y Varner salió con la cabeza por delante y mirando al suelo, mientras lo sacaban por el pasillo de la alcaldía y lo metían en un coche patrulla que estaba estacionado al lado de la acera y lo llevó a prisión.
Rose Sanders también se negó a salir de manera voluntaria y no dejó de patear y gritar mientras unos agentes del orden la levantaban y la metían en el asiento posterior de un vehículo de la policía. Más tarde afirmaría que había quedado lesionada después de su arresto y que el agente blanco que la había acompañado en la patrulla hasta la cárcel la había «tratado brutalmente» e insultado con gestos como ponerle la porra entre las piernas. Ella insistió en que su estado requería atención médica inmediata y, días más tarde, durante una rueda de prensa que dio desde su habitación del Hospital Regional Vaughan, apareció ante la prensa vestida con una bata color rosa y un collarín. Estaba sentada en una silla de ruedas que su marido empujaba. Tenía el brazo izquierdo en cabestrillo y conectado a unos tubos colgados de un carrito para líquidos intravenosos. Un médico negro, su ginecólogo, le dijo a la prensa que, aunque no tenía ningún hueso roto, no podía usar la mano izquierda y también padecía dolores en el pecho, el cuello y los brazos. Ella añadió que la angustia mental y la violación sexual que había experimentado habían sido igualmente perjudiciales para su salud, y aprovechó la oportunidad para insistir en la destitución del policía blanco y hacer énfasis en que el alcalde Smitherman era la clase de hombre que «no daba nada por una mujer negra» y la había tratado «como los amos trataban a sus esclavos hace doscientos años».
Después de la rueda de prensa, una de las enfermeras del hospital les dijo a dos periodistas blancos que estaban cubriendo la historia —Alvin Benn, del Montgomery Advertiser, y Adam Nossiter, del Atlanta Journal Constitution— que Sanders estaba exagerando sus lesiones y había montado un espectáculo para las cámaras. Pocas horas después, los dos periodistas regresaron al hospital y abrieron la puerta de Sanders sin anunciarse antes. Enseguida la vieron cómodamente sentada en la cama, sin ningún collarín ni cabestrillo, ni conectada a ningún tubo, sonriendo mientras hablaba por teléfono, el cual sostenía con la mano izquierda, la misma que, según el médico, tenía tan débil que apenas podía cerrarla para agarrar algo.
La madre de Rose Sanders, que estaba sentada en una silla cerca de la puerta, fue la primera que vio a los periodistas curioseando y saltó enseguida para cerrar la puerta. Sanders y sus seguidores se pusieron furiosos por la manera en que habían actuado los periodistas y los artículos que escribieron después para describir lo que vieron. Días más tarde, cuando estaba cubriendo una concentración en honor del doctor Roussell en una iglesia negra, Alvin Benn fue amenazado y expulsado de la iglesia por unos hombres negros y oyó cómo una mujer negra —que no era Rose Sanders, pero sí una de sus amigas cercanas— se refería a él como «maldito judío».
Después de que se terminara el evento en la iglesia, se organizó un desfile a favor de Roussell afuera y, en minutos, había más de dos mil quinientos negros marchando a través de la ciudad —liderados por Rose Sanders, que todavía llevaba el collarín— y cantando canciones y consignas y denuncias contra el alcalde. Esto mismo se repitió en los días y las semanas que siguieron, pero, a diferencia de la situación de 1963, los agentes del orden que rodeaban esta vez a la multitud se controlaron y no hicieron nada en público que pudiera exponerlos a una recriminación por parte de los manifestantes o los medios.
Una noche, mientras el desfile pasaba frente a la escuela de niveles intermedios del lado este de la ciudad, un manifestante negro le dijo a un patrullero blanco con tono desafiante: «Vamos, ¿por qué no nos pegan?». El patrullero hizo como que no oía. Tanto este policía como los demás (algunos de los cuales eran negros) llevaban gorras de tela y no cascos antidisturbios. Aunque traían sus pistolas, no llevaban porras ni latas de gas ni chalecos antibalas. Cuando los manifestantes se detenían en la calle para arrodillarse y rezar, los policías se quitaban las gorras y bajaban la cabeza. Estos manifestantes negros ya no contaban con la compañía de los malvados agentes de la ley que ayudaron a crear el «Domingo Sangriento» y, según un observador, si querían volver a ocupar los titulares de la prensa nacional iban «a tener que encontrar a otro Jim Clark». El autor de este comentario fue Bryan Woolley, un periodista de cincuenta y dos años del Dallas Morning News, que estaba en la ciudad para elaborar una historia actualizada de Selma y había sido uno de los blancos que había venido en 1965 a participar en la marcha hacia Montgomery por el derecho al voto, cuando era estudiante de Teología de Harvard. «Lo que pasó entonces llegó hasta la conciencia de la nación, incluida la de sureños blancos como yo», dijo Woolley en una entrevista publicada en el Montgomery Advertiser a mediados de febrero de 1990. Pero en 1965 los manifestantes «contaban con el liderazgo de pastores», enfatizó. «Esta manifestación está liderada por abogados.»
Cuando llegué a Selma durante los primeros días del mes de marzo de 1990, era un hecho inevitable que el doctor Roussell pronto presentaría su renuncia. A pesar del apoyo que recibió por parte de Rose Sanders, J. L. Chestnut Jr. y los demás, Roussell veía que su situación era insostenible, pues el propósito que lo había traído a Selma ya no era práctico ni posible. Él aspiraba a orientar y mejorar el sistema de escuelas integradas; pero debido a las controversias políticas y al rencor entre las razas, sus peores temores se habían cumplido: el éxodo de los blancos había recorrido las aulas como una tormenta y en las últimas semanas aproximadamente quinientos estudiantes blancos habían abandonado el sistema para asistir a una de las academias privadas de Selma o a las escuelas públicas o privadas que había fuera de la ciudad. En 1987, cuando Roussell llegó, la proporción de estudiantes negros y blancos era 75/25; en 1990 sería 90/10. Roussell renunció después de aceptar una indemnización de ciento cincuenta mil dólares y le entregó el puesto a un educador negro local, el doctor James Carter, quien se distanció de la política local pero de todas maneras tendría que ver el éxodo de más estudiantes blancos que abandonaban las escuelas del sistema.
Al finalizar el siglo, en las escuelas públicas del doctor Carter, al igual que en la ciudad en general, había tanta segregación como la que había antes del «Domingo Sangriento». Aunque las leyes de ese momento hacían posible que los negros y los blancos cenaran en los mismos restaurantes, se registraran en los mismos hoteles y enviaran a sus hijos a las mismas escuelas públicas, las leyes no podían impedir el éxodo blanco, ni ordenar que hubiese entendimiento y confianza entre las razas, ni componer la lista de invitados de las cenas y los eventos sociales privados, ni exigir la total inclusión de la gente de color en la experiencia americana, como rezaba la invocación hecha tiempo atrás por Booker T. Washington y W. E. B. Du Bois. Tal vez la barrera del color era más opaca ahora que antes, pero todavía era visible en la Selma del siglo XXI y a lo largo y ancho de todo Estados Unidos. Adicionalmente, la prensa publicaba todo el tiempo encuestas nacionales que reflejaban ese arraigado separatismo entre negros y blancos, un separatismo que se hacía más claro e inmediatamente evidente en la vida de los niños en edad escolar de las dos razas. Un artículo de The New York Times, titulado «La segregación crece entre los niños de Estados Unidos», citaba las siguientes palabras de un sociólogo de nombre John R. Logan, de la Universidad Estatal de Nueva York, en Albany: «El problema con los niños de las minorías es que, en general, están creciendo en barrios donde ellos son la mayoría y ése no es el mundo en el que van a vivir».
Pero lo que más me interesó en marzo de 1990, una vez llegué a Selma para hacer un artículo para el Times, no fue el éxodo de los niños blancos que estaban abandonando el sistema escolar de la ciudad, ni el intenso aislamiento que estaban experimentando los adultos negros y blancos; lo que más me interesó fue saber que, en medio de este confuso desorden, se estaba desarrollando una historia privada de amor entre una atractiva mujer blanca que había trabajado en un negocio de artículos para decoración de interiores de la ciudad y un hombre negro que trabajaba en la alcaldía como director de personal del alcalde Smitherman. Y esta pareja planeaba hacer público su romance con una ceremonia de matrimonio que se realizaría el sábado 3 de marzo, en la casa del novio, durante un fin de semana en el cual, a unas cuantas calles, Rose Sanders y J. L. Chestnut Jr. estarían supervisando una serie de programas y desfiles que recordarían el odio racial que predominaba en la ciudad veinticinco años atrás, durante el «Domingo Sangriento».