16.

Aunque dejé el equipo de redacción del Times a los treinta y dos años, en 1965, ocasionalmente escribía una reseña para la edición dominical, o un artículo para la sección deportiva, o una columna para la página de artículos de opinión que estaba frente a la página editorial y recibía colaboraciones externas; y cuando supe, en 1990, que los líderes negros de Selma iban a celebrar las bodas de plata del «Domingo Sangriento» con una inmensa manifestación y un desfile, contacté con un redactor veterano que conocía desde nuestra época como compañeros en la redacción y le pedí que me ayudara a que me mandaran a cubrir la historia.

En ese momento tenía cincuenta y siete años y estaba perdido en el letargo del libro acerca de mis ancestros italianos. Pensé que lo que necesitaba era un remedio rápido y efectivo, una inyección de periodismo que me estimulara y me motivara con sus expectativas urgentes y, finalmente, me recompensara, aunque de manera fugaz, con esa sensación de satisfacción y seguridad en uno mismo que un buen artículo publicado en el Times puede producirle a un escritor que hace tiempo que no publica nada.

Aunque la efímera gratificación del periodismo diario no solía satisfacerme ni siquiera en las primeras épocas de mi carrera, también era cierto, y sigue siéndolo, que nunca me divertí tanto como escritor como cuando trabajaba cumpliendo tareas diarias y salía apresuradamente del edificio del Times a cubrir sucesos de última hora, tanto dentro como fuera del área metropolitana, acompañado a veces de un fotógrafo del Times, y me reunía en el lugar de la noticia con mis rivales de los otros periódicos. Algunos de esos reporteros me caían personalmente bien, bebía cerveza con ellos los fines de semana, competía asiduamente con ellos por las historias y, más tarde, compartía con ellos el viaje de regreso hasta nuestras respectivas salas de redacción para hacer frente a los plazos de entrega y luchar con el hilo conductor y la construcción de nuestras historias. Éramos prodigios de un día, o al menos eso creíamos; nunca antes, y tampoco desde entonces, he tenido tantos amigos y colegas entre mis contemporáneos con tantos intereses y quejas en común.

Refunfuñábamos constantemente acerca de los correctores, que eran las primeras personas de la sala de redacción que leían lo que habíamos escrito y tenían la autoridad de arreglar nuestros artículos y recortarlos o reescribirlos completamente, sin consultarnos y sin quitar las firmas que nos identificaban como autores. Sospechábamos que esos pedantes gramáticos de escritorio, esos escribidores carentes de humor que censuraban nuestro trabajo, envidiaban en secreto la libertad y la dosis de fama de las que disfrutábamos siendo, como éramos, quienes recogíamos las noticias en el mundo exterior; por lo general regresaba a casa desde la sala de redacción a las ocho de la noche, con el temor de que uno de los correctores de mano más dura hubiese mutilado el hilo conductor de mi historia, o tachado la mayor parte de las frases que más me gustaban. Era probable que tres horas después me encontrara de pie en la acera, frente al puesto de periódicos de mi vecindario, esperando al camión de reparto del Times que llevaba paquetes de la primera edición, la cual me revelaría la carnicería a la que mi texto había sido sometido. Podía distinguir el inmenso camión oscuro cuando todavía estaba a varias calles de distancia y se iba acercando a través del tráfico, con la línea de lucecitas sobre el techo. Tan pronto llegaba hasta el borde de la acera y los paquetes de periódicos amarrados con alambre eran arrojados al pavimento y abiertos por el vendedor del quiosco, me acercaba a comprar el periódico y pasaba rápidamente las páginas hasta encontrar mi artículo y ver cuánto había sobrevivido al escrutinio y el buen juicio del corrector.

Si el texto había sido cambiado de manera que debilitaba el mensaje o lo maltrataba de cualquier otra forma, me apresuraba a buscar un teléfono público y marcaba el número del jefe de redacción para pedirle que retirara mi firma del artículo. Después de que éste hubiera digerido mi descontento y revisado lo que se había hecho, por lo general decía que mi trabajo se había visto mejorado por los cambios del corrector y que lo apropiado era expresar mi agradecimiento y no mi disgusto. Si yo me obstinaba e insistía en que lo que había salido publicado en la primera edición al lado de mi nombre me resultaba irreconocible —una afirmación que gritaba a través del teléfono, tratando de superar el ruido de la calle, mientras leía textualmente el original en una copia al carbón que me había sacado del bolsillo—, a veces el jefe de redacción accedía a restaurar lo que yo había escrito y esas palabras aparecerían horas más tarde en la segunda edición. Si, por el contrario, decidía volver a imprimir la versión del corrector en la segunda edición, entonces suprimía mi firma.

Pero ése no sería el final de la historia. El jefe de redacción dejaría en el buzón de la noche un memorando que describía mi molestia con la edición, y que sería revisado a la mañana siguiente por el editor de la sección de noticias locales, a quien no le agradaba enterarse de las quejas de sus reporteros contra lo que él suponía que eran las correcciones de la gente que mantenía los estándares del periódico desde la sala de redacción. No obstante, a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, esas discusiones sobre detalles menores se habían vuelto cada vez más comunes entre los periodistas más jóvenes de la sala de redacción. El director editorial del Times, Turner Catledge, que había nacido en Mississippi, había hecho saber que esperaba que la redacción de las noticias se volviera más vivaz, al decir que, ahora que la televisión era el primer medio en llegar al público con el relato y las imágenes de las últimas noticias, la era del periodismo sólo de datos ya no era suficiente. Por sugerencia de Catledge, en 1958 fui transferido de la sección de deportes a la de noticias generales, con el fin de convertirme en parte de su plan para que en la sección principal se pusiera tanto énfasis en la redacción como en los reportajes. Pero los cambios en el Times llevaban tiempo, me dijo Catledge una vez, y agregó que el periódico le recordaba con frecuencia a un elefante. Inmenso, fiable y testarudo. Era lento para aprender nuevos trucos y torpe. Si esperábamos que bailara, más le valía hacerlo bien, o de lo contrario haría bastante el ridículo en público. Por lo tanto, Catledge sabía que se necesitaría una considerable dosis de práctica, paciencia y tiempo para hacer calar esa idea en la mentalidad tradicionalista que predominaba en el centro neurálgico del periódico: su inmensa sala de redacción, la cual ocupaba todo el tercer piso del edificio de catorce pisos y una manzana de frente del Times, ubicado en la calle 43 Oeste. A veces Catledge observaba la sala de redacción a través de unos prismáticos que sacaba cuando se asomaba desde la puerta de su oficina esquinera, y lo que veía frente a él eran interminables filas de escritorios metálicos grises y multitud de gente sentada o caminando por ahí: docenas de redactores mayores y menores, batallones de correctores rodeados de asistentes y otros supernumerarios, y cientos de reporteros de distintas edades y especialidades, algunos de ellos recién contratados, como yo, y otros, periodistas mayores que se acogían al estilo más bien chapado a la antigua y rutinario que había estado en boga cuando el director del diario era Adolph Ochs, muerto en 1935. Aunque el director de ese momento —Arthur Hays Sulzberger, que estaba casado con la hija única de Ochs— apreciaba y apoyaba a Catledge, la vieja guardia de la sala de redacción constituía un fiel grupo de guardianes que pensaban que podía ser peligroso jugar con la fórmula de Ochs (los datos puros, sin adornos) y estimular en cambio un estilo sofisticado, que resultaba más apropiado para la sala de redacción de la competencia del Times, el New York Herald Tribune, el cual estaba a punto de quebrar.

Este último era considerado desde hacía mucho tiempo como un periódico de escritores, dirigido a comienzos de los sesenta por estrellas como Tom Wolfe y Jimmy Breslin. El Times, en cambio, siempre había sido un periódico de periodistas, un periódico que registraba datos, un periódico que publicaba diariamente un índice de todos los incendios que había habido en Nueva York, la hora de llegada de cada barco postal, los nombres de todos los visitantes oficiales a la Casa Blanca, el momento preciso en que se ponía el sol y salía la luna; en su larga historia, el Times nunca había contratado a periodistas estrella, que tuvieran un estatus superior que los hiciera indispensables para el periódico en términos de ventas o en cualquier otro sentido. El Times era un equipo. Una gigantesca institución gris, de discreta luminosidad. Y los viejos tradicionalistas, que no compartían muchas de las preocupaciones de Catledge acerca del impacto que tendría el periodismo que se veía por televisión sobre los lectores de periódicos, estaban seguros de que la continua prosperidad del diario estaría garantizada siempre y cuando sus más altos ejecutivos y sus propietarios permanecieran fieles a los dictados del señor Ochs.

Uno de los seguidores de esta forma de pensar conservadora y cautelosa era mi editor, director de la sección de noticias locales, un reportero recio y estricto, con muchos años de experiencia, llamado Frank Adams, que no quiso estrecharme la mano cuando llegué a formar parte de su equipo después de que Catledge arreglara mi traslado, ni me ofreció nunca un aumento durante los casi cuatro años que trabajé para él. Pero la persona que más insistía en el cumplimiento de la tradición en el Times era uno de los gerentes editoriales asistentes y el principal redactor del periódico, un déspota lacónico, meticuloso y engañosamente adulador llamado Theodore M. Bernstein, que escondía el desprecio que sentía hacia Turner Catledge celebrando de manera convincente todas las bromas y aforismos que Catledge soltaba durante los comités editoriales —típicos dichos de Catledge: «Nunca ares un lugar lleno de troncos de árboles cortados», «El que mucho abarca, poco aprieta», «El momento de despedir a un hombre es cuando lo contratas», «Sólo hay un hombre indispensable en este diario y la modestia me impide mencionar su nombre»—, y dejaba ver lo poco que le importaban los deseos de Catledge acerca de la redacción de las noticias disecando de manera quirúrgica y suprimiendo del periódico todos aquellos giros, e incluso artículos enteros, que no se ajustaran a lo que él, Theodore M. Bernstein, creía que debía ser publicado en el Times.

En todos los años que pasé en el periódico, nunca oí que se dijera que Turner Catledge había llegado por la mañana quejándose de lo que Bernstein había hecho allí la noche anterior. Catledge nunca revelaba abiertamente lo que pensaba y le gustaba hablar siempre con rodeos. Se trataba de un sureño alto, rubicundo, impecablemente arreglado y gordinflón, al que le gustaban los trajes oscuros a rayas y comunicarse mediante inferencias, a través de sugerencias, gestos y lo que sus amigos llamaban «catledgismos». En aquellas ocasiones en que se sentía obligado a rectificar errores de la oficina, que pensaba que eran intencionados o representaban de alguna manera un desafío a su autoridad, su forma de reaccionar solía ser tan sutil que, con frecuencia, sus blancos eran los últimos en enterarse de que se habían convertido en sus víctimas. Había ascendido posiciones como corresponsal político en Washington y, al lado de los mayores embaucadores de la capital, había aprendido a manipular a la gente, a acariciar y apaciguar y engatusar y, con el tiempo, lograr sus objetivos.

Antes de marcharme del periódico, en 1965, Catledge había logrado sacar a mi gélido jefe Frank Adams del cargo de editor de noticias locales, y Theodore Bernstein había quedado en una posición marginal después del nombramiento de dos editores recién promovidos que quedaron por encima de él y respondían directamente ante Catledge. Sin embargo, cuando yo llegué por primera vez a la sala de redacción, en 1958, tales estratagemas estaban muy lejos de hacerse realidad; Catledge iba avanzando lenta y pacientemente, como le correspondía al coreógrafo de un elefante. Entretanto, los reporteros jóvenes como yo teníamos que defendernos por nuestros propios medios y elevar nuestras quejas al jefe de redacción bajo nuestra propia responsabilidad, a sabiendas de que, tarde o temprano, nuestras protestas llegarían a oídos de Frank Adams y eso podría significar que no nos asignaran ninguna historia durante varios días, o tal vez toda una semana. Esto nos ocurrió algunas veces a mí y a otros jóvenes colegas, que estábamos entre los más quejosos: nos dejaban «en el banquillo», como les suele ocurrir a los deportistas que se enfrentan a sus entrenadores. En nuestro caso, eso significaba quedarnos sentados en el escritorio durante largos periodos, sin escuchar que nuestros nombres fuesen anunciados desde el micrófono del editor de la sección de noticias locales, que era la manera en que nos llamaban para que nos acercáramos y conocer así cuál era el sitio y el tema de nuestra próxima historia, si es que Adams nos había incluido en la planilla que contenía las tareas del día. Siempre había muchos más reporteros de servicio que historias aparecerían en el periódico del día siguiente (la dirección creía que era mejor tener un exceso de personal que no contar con el suficiente a la hora en que se presentara un importante evento inesperado), así que el hecho de que gritaran el nombre de uno a través de los altavoces del tercer piso era, por lo general, como música para los oídos de los reporteros: una señal de que uno formaba parte de los elegidos, que estaba en la alineación titular del día. Y aunque se consideraba grosero hacer una demostración pública de alegría, satisfacción o alivio, era común ver que los reporteros a los que llamaban se levantaban enseguida de detrás de sus máquinas de escribir y caminaban apresuradamente por el pasillo hacia el gran escritorio del frente, donde el editor de la sección de noticias locales esperaba, a veces con el micrófono frente al pecho, como si fuera un trofeo que estaba a punto de entregarle a alguien que lo merecía. Mientras me sentaba a observar desde una fila del fondo de la sala de redacción, escuchando atentamente, con la esperanza de que el siguiente nombre que oyera fuera el mío, con frecuencia pensaba en las imágenes que emitían en televisión desde Hollywood de la noche de entrega de los Oscar, y también recordaba mis días de infancia, cuando era monaguillo en la Misa Mayor, en la playa de Jersey, y me ponía en pie junto a la baranda mientras un sacerdote levantaba el hisopo en mi dirección y me rociaba con agua bendita, en un rito de renovación de mis votos bautismales. Es posible que los reporteros creyeran estar en un estado de gracia cuando se situaban frente a Adams para recibir sus instrucciones; eran hombres del Times verdaderos y confiables y, como la mayor parte de ellos se sometían habitualmente al criterio de los correctores, el jefe los favorecía.

Los que no contábamos con su favor rara vez reaccionábamos con gratitud en aquellas ocasiones en que nos llamaban para recibir un encargo; lo más frecuente era que nos quedáramos compadeciéndonos mutuamente durante un rato, al fondo de la sala de redacción, antes de dispersarnos hacia nuestros respectivos destinos, pues todos estábamos convencidos de que habíamos sido asignados para cubrir historias poco interesantes e insignificantes que, en última instancia, estaban destinadas a ser destrozadas por el corrector, si es que Bernstein no las aniquilaba por completo. Cuando nos equivocábamos en nuestra apreciación —es decir, cuando la historia que nos encargaban terminaba siendo un artículo de primera plana, que provocaba cartas de aprobación de parte de los lectores—, entonces, claro, asumíamos todo el crédito. Nuestro talento para escribir y el enfoque creativo con que habíamos enfrentado esas historias eran los que habían transformado algo ordinario en algo extraordinario. Por otro lado, si nuestras historias terminaban siendo tan insulsas e impublicables como habíamos previsto, entonces toda la culpa era de nuestros superiores. ¿Cómo podía escribir un reportero sobre algo tan carente de sustancia, tan mal concebido y tan banal?

Al recordar mis días bajo la égida de Frank Adams, no pretendo presentarme como un recién llegado rebelde y sabelotodo. Es cierto que quería que mi trabajo se publicara lo más parecido posible a como lo había escrito; y que creía que el periodismo podía producir al mismo tiempo textos literarios y llenos de datos contrastados; también entendía que el hecho de que me hubiesen transferido de la sección de deportes a la sección principal por iniciativa de Turner Catledge representaba una justificada molestia para Frank Adams, pues no había sido consultado con anterioridad. Eso lo supe después, a través de uno de los asistentes de Adams. No obstante, no era tan inusual que el director editorial de un periódico influyera ocasionalmente en la ubicación o reubicación del personal sin tener que discutirlo antes con los mandos medios. ¿Qué sentido tenía estar en la cima si había que pedirles permiso a los que estaban por debajo de uno? Desde luego, la cortesía era un elemento esencial a la hora de mantener relaciones armoniosas entre los directivos y normalmente era de esperar que Catledge informara a Frank Adams por anticipado acerca de mi traslado. Pero en este caso aparentemente no lo hizo. Pudo ser una omisión involuntaria. O tal vez era su manera de mostrar su cansancio hacia la intransigencia de Adams y sugerir que el empleo de este último estaba en peligro. O tal vez Catledge sólo estaba ejerciendo su prerrogativa de pasar a un empleado del periódico de una sección a otra, como suelen hacer a veces los poderosos para mostrar que tienen poder. A mí me alegró el cambio. Pasé de trabajar en «la juguetería» del periodismo, como solía referirse a los deportes el columnista Jimmy Cannon del New York Post, a trabajar en la sección principal del Times, habitada por reporteros maduros y plenamente profesionales. Esperaba y creía ser digno de la confianza de Catledge.

No obstante, yo sabía que el mérito no era lo único que contaba. En ese momento había cerca de cuatro mil individuos trabajando en el edificio, en distintos niveles y cargos que iban del más alto al más bajo, y los diferentes departamentos —que incluían el departamento de publicidad, el de difusión, el de promoción, el de redacción, el de composición y el que se encargaba de la edición dominical— eran tan autónomos que los directivos de cada uno se permitían rutinariamente incurrir en casos de nepotismo, favoritismo y otras formas de clientelismo a la hora de contratar o promover gente dentro de sus esferas de influencia. El tema del mérito sí era tenido en cuenta, pero como siempre había más de un candidato con los méritos suficientes, así como empleados cualificados para cada vacante disponible o cada ascenso dentro del organigrama, la selección final tendía a estar determinada por la percepción subjetiva de quienes tenían posiciones influyentes.

El hombre que ocupaba el cargo más alto del Times, el director general Arthur Hays Sulzberger, obtuvo su empleo porque estaba casado con la hija del difunto Adolph Ochs, Iphigene. Cuando entré a formar parte del equipo de redacción, creo que había en el periódico al menos una docena de empleados que eran parientes de la primera dama del Times y su esposo. Entre los más importantes estaban el primo de Arthur Hays Sulzberger, principal corresponsal en el extranjero del Times que vivía en París, y el primo de Iphigene, quien dirigía la página editorial y presidía un equipo de señores que vivían muy enterados y a los que les encantaba pontificar en el décimo piso. En otros departamentos del periódico, y en oficinas dispersas por todos los recovecos del inmenso interior del edificio gótico, o que el Times tenía o alquilaba fuera de la ciudad o en el exterior, había hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, cuñados, tíos y primos en abundancia que eran descendientes indirectos o parientes políticos del matrimonio Ochs-Sulzberger. No todos estos familiares tenían cargos importantes. De hecho, la mayoría eran burócratas de nivel medio. Sin embargo, y para usar una de las palabras favoritas del periodismo, sostengo que toda esta gente —ya fuera el sobrino de Iphigene Sulzberger, que era asistente del director de publicidad; o su sobrina, que trabajaba para el editor de teatro; o su otra sobrina, que era editora asociada del departamento que se encargaba de la edición dominical; o su yerno, que con el tiempo sucedería a su marido como director general y quien sería sucedido, a su vez, por el hijo de Iphigene, Arthur Ochs Sulzberger y, luego, por su nieto, Arthur Ochs Sulzberger Jr. (este último en 1992)—, toda esa gente estaba en la nómina del Times gracias, en parte (si no totalmente), a sus relaciones de consanguinidad o su parentesco político con el linaje de los Ochs.

El Times era una empresa familiar. No se podía implementar ninguna decisión importante acerca de las políticas y prácticas del periódico sin la aprobación de la facción dominante de la familia Ochs-Sulzberger. Ella sola decidía cuál de los herederos varones debía acceder al título de director general. Y luego el director general tenía que estar abierto a las opiniones y recomendaciones de la familia y de ciertos allegados y, con más frecuencia de lo que reconocían, de las principales figuras públicas de la época. Ochs mismo se había dejado influenciar en 1929 por los esfuerzos del presidente Herbert Hoover por conseguir que le ofrecieran al joven Turner Catledge un puesto como reportero en el Times.

Antes de llegar a ocupar la Casa Blanca en 1928, Hoover fue secretario de Comercio, y en calidad de tal se hizo amigo del afable y diligente Catledge, entonces de veinticuatro años, mientras el primero observaba los daños causados por el desbordamiento del río Mississippi y el segundo cubría la historia de la inundación para el Memphis Commercial Appeal. Hoover le recomendó a Catledge a Adolph Ochs; pero Ochs sólo contrató a Catledge después de que Hoover consiguiera la Presidencia, y lo hizo salir del Baltimore Sun, adonde Catledge se fue en 1927, después de abandonar el Commercial Appeal. Catledge se unió al equipo de Nueva York durante cinco meses y luego uno de los editores senior de Ochs le dijo que sería enviado a la oficina del periódico en Washington para que pudiera capitalizar desde el punto de vista periodístico sus conexiones con el presidente.

A Catledge le fue muy bien durante la Presidencia de Hoover, pero le fue igualmente bien durante la administración del sucesor de Hoover, el presidente Franklin D. Roosevelt. En 1936, cuando tenía treinta y cinco años, lo nombraron principal corresponsal de noticias en Washington. Al mismo tiempo, el jefe de la oficina de Washington, Arthur Krock —a quien Ochs había llevado al Times en 1927, por sugerencia del financiero y estadista Bernard Baruch—, le dijo que en un año o más él, Arthur Krock, probablemente se iba a retirar y que Catledge tomaría las riendas de la oficina. Sin embargo, Krock se quedó como jefe de la oficina de Washington durante diecisiete años más, de modo que Catledge renunció en 1941 para trabajar en el Chicago Sun, primero como corresponsal itinerante y luego como editor en jefe. Pero después de diecisiete meses de trabajar para el Sun, un periódico de limitado prestigio que pronto se fusionaría con el Chicago Times para convenirse en el Chicago Sun-Times, Catledge aceptó la oferta que le hizo en 1943 el yerno y sucesor de Ochs, Arthur Hays Sulzberger, de regresar al New York Times.

Fue asignado al equipo de Nueva York por un tiempo y luego enviado al exterior para realizar tareas especiales. Cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando iba como pasajero en un avión de transporte militar bastante sobrecargado, que realizaba un accidentado vuelo durante una tormenta entre Birmania e India, Catledge vio que su vida caía en picado hacia una conclusión desastrosa y, al haber sido el último hombre en subir al avión, se quedó de pie contra la puerta, nervioso y con náuseas, pensando que tendría que saltar de un avión en llamas después de que el aparato se estrellara en el desierto. Sin embargo, el piloto logró aterrizar normalmente y, cuando el avión se detuvo y un oficial británico abrió la puerta desde fuera y anunció: «Caballeros, están en Nueva Delhi, la capital de la India. Por favor, desciendan organizadamente de acuerdo al rango», Catledge declaró: «Supongo que eso significa que salimos primero los americanos que pagamos impuestos» y se lanzó escaleras abajo tambaleándose, antes que todos los demás.

Después de la guerra, Sulzberger volvió a traer a Catledge a Nueva York para que trabajara como asistente del editor general del Times, Edwin L. James, y, tras la muerte de James, a mediados de diciembre de 1951 Catledge asumió el cargo de editor general. Desde que se separó de su primera esposa, a quien había conocido en Baltimore y con quien se había casado en 1931, Catledge vivió en distintos hoteles. Aunque tuvo dos hijas de su matrimonio, ninguna de ellas mostró inclinación por el periodismo. Sin embargo, Catledge sí trajo al Times a algunos amigos que habían trabajado con él en otros periódicos. Uno de ellos era un hombre alto, de pecho ancho y muy sociable, nacido en Louisiana, de nombre John Randolph, quien asistió por un breve periodo a la Universidad de Alabama, entre otras universidades. Debido a que había funcionado muy bien como editor gráfico de Catledge cuando trabajaban juntos en el Chicago Sun, Randolph se convirtió en el editor gráfico del Times en 1952 y permaneció en ese puesto hasta que ofendió a Iphigene Sulzberger al publicar en 1954 la fotografía en la que aparecía Marilyn Monroe, el día de su boda, besando en la boca a su esposo, Joe DiMaggio.

Catledge habría preferido pasar por alto el incidente y probablemente lo habría hecho si la queja no le hubiese llegado desde la oficina del director, lo cual lo obligó a degradar a su viejo amigo, pasándolo a un puesto en la mesa de redacción, donde estuvo un par de años hasta que fue transferido a la sección de deportes, en 1956, donde escribiría la columna de caza y pesca. Eso le permitió a Randolph viajar por el país con generosos viáticos, mientras escribía sobre lo que más le gustaba hacer: cazar, pescar, relajarse en un bote y escapar del estrés de la vida en las grandes ciudades; el trabajo de sus sueños, tal como lo veía Randolph. Durante los cinco años siguientes, hasta que murió de cáncer de pulmón en 1961, la columna de Randolph fue una de las más amenas del periódico. Llegué a conocer bastante bien a Randolph mientras trabajábamos juntos en la sección de deportes, y fue él quien identificó a Iphigene Sulzberger como la persona que había reaccionado negativamente a la fotografía de Monroe y DiMaggio. A la señora Sulzberger, que debía de tener poco más de sesenta años en ese momento, no se la veía mucho por el edificio del Times, excepto cuando atravesaba el vestíbulo aquellos días en que se reunía el consejo directivo en el último piso; pero, en general, los veteranos del Times creían que ella siempre estaba detrás de su esposo, muy enguantada, reforzando lo que su difunto padre creía que constituía la definición de buen gusto dentro del periódico.

«Estoy totalmente a favor de la vieja hipocresía victoriana y francesa», admitiría más tarde en un libro sobre las familias Ochs y Sulzberger titulado The Trust, escrito por Susan E. Tifft y Alex S. Jones, con la cooperación de las familias. Lo que Iphigene no dijo con exactitud en The Trust, pero que sus autores sí sugirieron, fue que ella tendía a proteger más la moralidad de las columnas de noticias del Times que a censurar abiertamente la infidelidad de su esposo, Arthur Hays Sulzberger, quien era conocido por sus romances extramaritales y, en particular, por la relación con su amante de toda la vida, una estrella de cine durante los treinta y cuarenta llamada Madeleine Carroll. Una noche en que Carroll subía a visitar a Sulzberger en su oficina, un reportero de la sección de teatro, que se sorprendió de encontrársela en el ascensor, le preguntó: «¿Qué la trae por el Times, señorita Carroll?».

«No pregunte», contestó ella.

Cuando Arthur Hays Sulzberger estaba cerca de cumplir sesenta y cinco años, a mediados de los cincuenta, inició una relación con una actriz llamada Irene Manning, y cierta vez se encargó de que Turner Catledge publicara una fotografía de ella en la sección sobre teatro del periódico. Por esa misma época, su hijo de treinta años, Arthur Ochs Sulzberger —que asumiría la dirección en 1963—, tuvo que enfrentarse a una demanda de paternidad por haber dejado embarazada a una reportera de nombre Lillian Bellison, con quien se negó a casarse y quien, a su vez, no accedió a abortar. De acuerdo con The Trust, él decía que «ella se acostaba con otros hombres de la sala de redacción», pero enseguida añadía que, como el análisis de sangre ordenado por la demanda de paternidad «no pudo probar que el niño no era mío», accedió a pasarle una renta durante largo tiempo, aunque siempre evitaría todo contacto personal con el hijo de Lillian Bellison. «Nunca lo he visto», decía Sulzberger en el libro. «Eso es historia, se acabó.» Muchos años después, cuando el hijo de Lillian Bellison tenía poco más de veinte años, demandó a su presunto padre y, después de un tiempo, aceptó retirar la demanda a cambio de una porción de la herencia Ochs-Sulzberger, cuya cuantía no se reveló. Su madre mantuvo su empleo en el Times, a pesar de sus diferencias con Arthur Ochs Sulzberger, y nunca se avergonzó de llevar al niño a la redacción y presentarlo a sus colegas reporteros, entre ellos a mí, como George Alexanderson; el niño llevaba el apellido del hombre con el que había estado casada y que había muerto dos años antes del nacimiento del bebé. La opinión que prevalecía en la redacción era que el pequeño George era «idéntico» a Arthur Ochs Sulzberger. Y aunque la mayor parte del personal de la redacción del tercer piso parecía no darle ninguna importancia a esta situación tan inusual —a propósito, cabe citar la letra de una canción popular que le atribuían al difunto Stanley Walker y a otros miembros del equipo del Herald Tribune: «La bebida es la maldición del Tribune, y el sexo, la perdición del Times»—, cuando yo entré en el Times en 1953 pensaba ingenuamente que la vida privada de los dueños y los empleados de la organización reflejaría los estándares y las restricciones convencionales que marcaban diariamente la pauta en las noticias y las páginas editoriales del periódico. Pero después de estar en el diario un tiempo —y en especial después de las revelaciones del asunto Sulzberger-Bellison—, me di cuenta de que estaba trabajando en un lugar regido por las apariencias. Era como si los muros del edificio del Times estuvieran hechos de un vidrio que nos permitiera ver el mundo exterior, pero impidiera que los que estaban fuera miraran hacia dentro y nos juzgaran. En tanto que los periodistas no dañáramos la imagen de la moral de los Ochs en las columnas del periódico —lo cual, al parecer, había hecho John Randolph—, supuestamente todos podíamos lavar nuestra ropa sucia en casa y manejar lo mejor que pudiéramos cualquier problema que nos causáramos mutuamente.

No obstante, al recordar esos días ya lejanos de los cincuenta, es digno de mención que durante la época supuestamente anticuada de Eisenhower existiera en el Times semejante tolerancia ante un comportamiento tan osado, que ciertamente no se limitaba a las actividades de los Sulzberger padre e hijo. Un reportero del tercer piso, casado y ganador de un Premio Pulitzer, tenía una amante que trabajaba en el undécimo, en el departamento de promoción. Cerca del ganador del Pulitzer se sentaba la mejor reportera general del Times, que tenía un amorío con uno de los redactores senior que ayudaban a Theodore Bernstein. En la mitad de la sala de redacción se sentaba un reportero casado que estaba involucrado con una jovencita que escribía notas sociales para The New Yorker. Por alguna razón, este hombre llevaba un diario en el cual describía con vivido detalle sus actividades extramaritales; lo actualizaba durante sus ratos libres en la oficina y lo mantenía guardado bajo llave en el último cajón de su escritorio. Pero cuando murió repentinamente debido a una reacción alérgica a una medicina que le habían prescrito después de una cirugía menor, uno de sus asistentes desocupó su escritorio y le envió todo el contenido por correo a la viuda, incluido el diario.

La viuda quedó tan impresionada al enterarse de la traición no sólo de su marido sino de la redactora de The New Yorker, con quien tenía una relación cercana, que escribió un libro sobre todo el episodio titulado Such Good Friends [Tan buenos amigos]. Aunque fue publicado como un libro de ficción —en el que no aparecían los nombres verdaderos—, era un relato preciso de la vida adúltera de su difunto marido. Sin embargo, ni el libro ni la versión para cine, que fue dirigida por Otto Preminger, ni, de hecho, ninguna de las indiscreciones sexuales de los otros individuos relacionados con el Times mancilló nunca la reputación del periódico. La imagen pública del Times era capaz de coexistir en abierta contradicción con la vida privada de sus dueños y sus empleados.

En aquellas raras ocasiones en que lo que hacíamos tenía algún interés periodístico pero a la vez resultaba embarazoso, podíamos contar con el silencio de los colegas de los medios de comunicación, incluso con el de nuestros rivales de profesión y los columnistas con menos criterio de los diarios amarillistas. Aunque a nosotros los periodistas nos molestaba oír que funcionarios de elección popular y otras figuras públicas contestaran «Sin comentarios» cuando estaban involucrados en controversias —y estos personajes a menudo recibían críticas en los editoriales por recurrir a las evasivas—, lo más probable era que nuestros portavoces contestaran «Sin comentarios» cuando había miembros de nuestra profesión enredados en situaciones delicadas, como cuando un editor se oponía a una huelga del sindicato, o un presentador de televisión o un columnista conocido infringían un contrato y estaban en el proceso de pasarse de un empleo a otro. Los que trabajábamos en los medios de comunicación manejábamos una doble moral y oscilábamos, según nuestra conveniencia, entre «ser parte de» la noticia o «ser ajenos a» ella. Éramos ajenos a ella, en el sentido de que no estábamos involucrados personalmente con las personas que sí formaban parte de la noticia y a quienes cuidábamos porque eran nuestras fuentes, pero al mismo tiempo éramos parte de la noticia en el sentido de que vivíamos bajo el escudo protector de la Primera Enmienda y justificábamos que se invadiera la privacidad de los demás de muchas formas que nos ofenderían si nos las aplicaban a nosotros. Éramos seres efímeros. La mayor parte de lo que escribíamos sucedía en un solo día y como profesionales vivíamos de las idas y venidas de los demás. Nuestros sentimientos pasaban a través de un filtro y nuestras sensibilidades eran de segunda mano. Alentábamos la cooperación de aquellos a los que perseguíamos con aparente simpatía y comprensión; pero, en el fondo, estábamos separados de la realidad que contábamos y de los objetos que constituían provisionalmente nuestro interés.

Éramos negociadores que adulábamos y cortejábamos y buscábamos congraciarnos con quienes tratábamos mediante lo que podíamos ofrecerles: una voz a los que no podían hablar, la posibilidad de hacer aclaraciones a los que habían sido malinterpretados, la exoneración a los que habían sido difamados. Podíamos ser los relaciones públicas de quienes buscaban publicidad, explorar la reacción del público ante cualquier tema para beneficio de los oportunistas políticos o hacer brillar a las estrellas de teatro y otras luminarias. Nos invitaban a las inauguraciones de Broadway, a banquetes y a otras galas. Estábamos acostumbrados a que la gente importante nos devolviera las llamadas; a que nos pasaran a primera clase en los aviones, gracias a nuestras conexiones con las oficinas de relaciones públicas de las aerolíneas, y a que nos perdonaran las multas de aparcamiento, a través de la influencia de los colegas que cubrían el departamento de policía. Tapábamos todas nuestras carencias éticas y morales diciéndonos que éramos los protectores del interés público, a pesar de lo poco que ganábamos. Denunciábamos a terratenientes codiciosos, a jueces corruptos, a quienes cometían fraude en Wall Street.

Pero nada de lo que se publicaba era más perecedero que lo que escribíamos. Esto era algo que me mortificaba cuando entré a formar parte de la redacción. Como católico, había sido educado para pensar siempre en el futuro. Una vez, mientras estaba sufriendo con una historia, temiendo que no llegaría a entregarla a tiempo, oí que un reportero veterano me gritaba desde el otro lado de la sala: «¡Vamos, chaval, termina ya! No estás escribiendo para la posteridad, ya sabes». Pero yo no lo sabía. Continuamente entregaba las historias tarde porque todo el tiempo estaba reescribiéndolas, con la creencia de que lo que escribía quedaría preservado para siempre en microfilm, en los archivos del eterno periódico de los Ochs. Me veía como un monje que iluminaba el Libro de Kells, como un orgulloso escribano que esperaba que su pulida prosa dejara una impresión duradera. En mi opinión, los periodistas éramos los principales cronistas de los sucesos contemporáneos, la avanzadilla de los historiadores.

Sin embargo, con el tiempo tuve que aceptar a regañadientes el comentario de aquel colega veterano. No estábamos escribiendo para la posteridad. A veces parecía como si los periodistas tuviésemos una alianza con la industria de la comida rápida, porque al igual que ésta, preparábamos en el momento los pedidos de aquellos consumidores a los que les gustaba recibir la información y las ideas a medio cocinar. Lo que escribíamos deprisa quedaba con frecuencia incompleto, o era confuso o inexacto. Y aunque nuestros editores trataban de enmendar esos fallos mediante la publicación de notas de rectificación, tales notas nunca eran tan extensas ni aparecían tan destacadas como los deficientes artículos que las habían generado. Nuestros editores insistían en la objetividad y la imparcialidad y la necesidad de presentar las diferentes posiciones de una manera que fuera justa y equitativa con todas las partes interesadas. Pero alcanzar esa meta era poco probable, si no imposible. Nuestros editores —todos los editores— evaluaban la cobertura de las noticias de acuerdo con su propia comprensión de lo que era justo y equilibrado, de lo que era muy importante, o no tan importante, o superfluo. En cada artículo, cada titular, cada fotografía, en el diseño de cada página del periódico se podían ver sus huellas. Era posible seguir el rastro de todo lo que se publicaba, o no se publicaba, y llegar hasta sus opiniones subjetivas, sus valores particulares, sus vanidades y cicatrices, sus historias ancestrales, sus orígenes geográficos y las influencias que tuvieran en temas como la política, la raza o la religión.

Según me contaron, durante los treinta la redacción del Times estaba dominada por editores católicos —los reporteros y redactores de la época solían decir que «el New York Times es un periódico de judíos, editado por católicos, para protestantes»—, y también se decía que los editores católicos sesgaron la cobertura de la Guerra Civil española de una manera que favoreció a la dictadura apoyada por la Iglesia, por encima de la oposición rebelde liderada por comunistas y socialistas. Durante el tiempo que pasé en la sala de redacción, los dos editores más importantes eran protestantes, nacidos en pequeños pueblos del Sun Turner Catledge, nacido en Ackerman, Mississippi, y su subalterno favorito, Clifton Daniel, de Zebulon, Carolina del Norte, quien fue el primer editor al que Catledge puso por encima de Theodore Bernstein. Aunque me costaría trabajo probar esta afirmación, creo que el hecho de que yo hubiese asistido a la Universidad de Alabama representó un buen precedente para mí en la relación con estos dos caballeros sureños. A pesar de que Clifton Daniel era un tipo distante y presumido, a quien detestaba la mayor parte de los empleados, conmigo era particularmente cordial y amable; gracias a su influencia —y, sin duda, con el apoyo de Catledge— fui enviado con frecuencia fuera de la ciudad a cubrir historias que deseaba, como ir a Cocoa Beach, Florida, en 1960, para describir el ambiente que se vivía entre el público cuando fue puesto en órbita el primer astronauta norteamericano; o viajar a Chicago en 1962 a cubrir el combate de pesos pesados entre Patterson y Liston, así como asistir a un debate literario que tuvo lugar antes de la pelea, en un auditorio de Chicago, entre los escritores Norman Mailer y William F. Buckley, y volver a mi alma máter en distintas ocasiones entre 1963 y 1965 para dar cuenta del cambio en las políticas y el ambiente político del campus, y escribir acerca de los enfrentamientos por el derecho al voto en Selma y, finalmente, la larga marcha del doctor King y sus seguidores hasta Montgomery.

Mis historias de Alabama produjeron notas de felicitación tanto de parte de Catledge como de Daniel y los dos alabaron lo que llamaron mi «objetividad». Pero lo que creo que realmente aprobaron fue el hecho de que no hubiese seguido la tendencia de la mayoría de los periodistas del Norte de culpar sólo al Sur por las prácticas racistas que existían en todo el país. Tampoco dejé de mencionar el saqueo y el incendio de los cuales fue víctima la población de Selma cien años antes, cuando nueve mil soldados del norte aplastaron a los casi cuatro mil soldados que la estaban defendiendo bajo las órdenes del general confederado Nathan Bedford Forrest. En las filas del general Forrest había un soldado llamado James Turner, el abuelo materno de Turner Catledge.