Dos meses después de la marcha, en mayo de 1965, regresé a Selma para escribir un reportaje complementario para The New York Times Magazine. Tenía curiosidad por ver qué mejoras había habido, si es que había habido alguna, para la gente de color del lugar tras la campaña del doctor King y en un momento en el que todavía la causa de los derechos civiles era un asunto de alta prioridad para la administración de Lyndon Johnson.
Una vez me hube registrado en el viejo Hotel Albert, donde me había hospedado antes, di una vuelta por la ciudad en un Ford azul alquilado, en medio de imágenes que me resultaban conocidas, pero en circunstancias desconocidas: el puente sin manifestantes, la carretera sin la música de los derechos civiles ni el gas lacrimógeno, la capilla del barrio negro sin cámaras apostadas en las escalinatas y nada de bravucones vociferando de pie a lo largo de las amplias aceras bordeadas de farolas de Broad Street en el centro de la ciudad. Lo que ahora había en Broad Street eran adolescentes blancos pedaleando en sus bicicletas, madres empujando los cochecitos de sus bebés, camiones descargando mercancías, policías de tráfico poniendo las multas rutinarias a los coches mal estacionados. El distrito financiero estaba lleno de gente en su mayoría blanca, pero también había algunos peatones negros que entraban y salían de los edificios de oficinas de dos pisos y de los almacenes y tiendas al por menor; los blancos y los negros no se detenían a conversar entre ellos, ni a saludarse con un gesto de la cabeza o con una sonrisa, pero al menos no se estaban insultando ni mirándose con furia durante este indefinible cese de hostilidades previo a la tregua entre razas.
Los blancos a los que entrevisté me dijeron que, gracias a que el doctor King y sus seguidores se habían marchado, la ciudad estaba regresando poco a poco a la «normalidad». Me recordaron que Joe Smitherman seguía siendo el alcalde, que Jim Clark todavía era el sheriff y que el gobernador Wallace no le estaba haciendo ninguna promesa al pequeño grupo de peticionarios negros a quienes finalmente había recibido en su oficina el 30 de marzo. De tal manera que la segregación seguía siendo la política dominante en el sistema educativo de Selma, en su departamento de policía, en su cárcel, en sus piscinas públicas y en otros lugares de esparcimiento, al igual que en la mayor parte de sus iglesias. Los restaurantes y los hoteles no se definían oficialmente como segregados, pero los administradores y empleados blancos hacían que los negros se sintieran tan poco bienvenidos que éstos tendían a mantenerse alejados. «No se puede legislar sobre lo que la gente siente», me dijo un hombre blanco llamado Carl Morgan, el presidente del concejo de Selma, compuesto sólo de individuos blancos.
Las personas de color que consulté dijeron que todavía era demasiado temprano para evaluar el impacto que los manifestantes por los derechos civiles hubieran podido tener sobre el ulterior desarrollo interracial en Selma. Incluso en momentos en que el Congreso estaba a punto de aprobar la ley sobre derecho al voto del presidente Johnson, y en que los negros de Selma se dedicaban a duplicar y triplicar el número de registros, bien podían faltar muchos años antes de que la población negra de Selma se organizara políticamente de maneras que desafiaran la arraigada estructura del poder blanco. Entretanto, J. L. Chestnut Jr. estaba satisfecho con que el «reino del terror» se hubiese terminado en Selma y creía que la exitosa culminación de la marcha de cinco días había sido un triunfo simbólico que inevitablemente inspiraría a la gente de color y la animaría a seguir adelante porque, tal como se lo había oído decir al doctor King en Montgomery, «No vamos a dar marcha atrás». Antes de la marcha, Chestnut había admitido que le preocupaba que la lucha por los derechos de los negros estuviese siendo políticamente explotada por los demócratas de la Casa Blanca con el fin de permitir que el presidente Johnson dominara totalmente los titulares diarios, y que le mortificaba la posibilidad de que «King ya no fuera el principal líder de los derechos civiles en Estados Unidos; ahora lo era Lyndon Johnson… y nos habían sacado ventaja y corríamos el riesgo de ser absorbidos»; y, para rematar, la inquietud de Chestnut sólo aumentaba con una pregunta que él mismo se hacía: si el presidente Johnson «llega a ser reconocido como el responsable de nuestras victorias en la campaña por los derechos civiles y se le permite definir nuestra agenda, ¿significa eso el final del movimiento?». Sin embargo, la exitosa culminación de la marcha de Selma a Montgomery aplacó todos los temores previos de Chestnut y, en particular, lo enorgullecía el hecho de que «ningún blanco había tomado la decisión de hacer una marcha, ni había decidido adonde o cómo de lejos podía ir. Ésas fueron todas decisiones negras. Un juez blanco dijo: “Bueno, está bien, es legal”, y un presidente blanco federalizó la Guardia Nacional, pero ellos sólo estaban respondiendo a una situación creada por la gente de color. Los negros teníamos el control de la situación y en la marcha había blancos que estaban claramente de acuerdo con eso y que estaban ahí para desempeñar un papel secundario de apoyo. La marcha hacia Montgomery fue la primera empresa que yo haya visto que involucrara a negros y blancos y en la cual los negros definieran la agenda y dirigieran el espectáculo».
Con todo, durante mi estancia en Selma para el reportaje de Times Magazine tampoco vi ninguna señal de que la gente de color estuviese dirigiendo nada; lo único que vi era más bien prueba de lo contrario. Sin la presencia de las fuerzas de King y los medios de comunicación, me parecía muy claro que la situación había vuelto a lo que los blancos de Selma llamaban la «normalidad», es decir, que ellos estaban controlando la situación y que los negros de la ciudad, tradicionalmente subordinados (con algunas raras excepciones, como el optimista J. L. Chestnut Jr.), ahora permanecían sentados a la espera de que el establecimiento de sus derechos y sus oraciones y la conciencia mayor de la nación terminaran por liberarlos de sus cadenas.
Tal vez fui impaciente y no comprendí del todo el estado anímico de estos residentes negros de Selma después de la marcha, pero la verdad es que, como periodista de investigación que era, me afectaba lo que veía, y lo que veía ante mis ojos en el barrio negro era una total ausencia de energía y dirección, una despreocupada dejadez en todas partes adonde miraba: adolescentes holgazaneando en el centro comunitario de un proyecto de vivienda, escuchando música pop en un gramófono; mujeres con los brazos cruzados, conversando tranquilamente entre ellas de casa a casa o en las aceras de las calles sin pavimentar; hombres sentados alrededor de una mesa, detrás de una máquina de Coca-Cola, en una tienda de cualquier esquina, jugando a las cartas.
Un diácono negro que me acompañó a recorrer la zona me contó que el sótano de su iglesia estaba lleno de cajas que contenían cientos de paquetes de ayuda que todavía no se habían distribuido y que habían enviado desde todas partes del país personas que apoyaban la causa de los derechos civiles. En su mayoría las cajas habían sido abiertas y seleccionadas por voluntarios de la iglesia que se suponía que debían hacer una lista de lo que había sido enviado, registrar luego los nombres y las direcciones de aquellos donantes cuya generosidad poco común tal vez quisiera reconocer el pastor con una nota de agradecimiento y, finalmente, ocuparse de que lo que había en las cajas fuese puesto a disposición de las familias más pobres de la comunidad, para así hacer el mejor uso posible de la ropa y otros artículos, entre los que se incluían donaciones en efectivo y en cheque, todo destinado a aliviar la situación de Selma y puesto al cuidado de la iglesia.
Sin embargo, en mis visitas a la iglesia nunca vi a nadie dedicado a repartir lo que habían recibido (el diácono me explicó que el comité voluntario todavía no había tenido tiempo de implementar plenamente el proceso de distribución); apiladas contra las paredes del sótano había cajas de cartón con las tapas rotas y parte del contenido colgando por fuera, o esparcido por el suelo, o almacenado al azar: cientos de latas de sopas Campbell, pastillas de jabón, botellas de refrescos, champú, detergentes; bolsas llenas de paquetes de patatas fritas y pretzels; paquetes de arroz, azúcar, harina; juguetes, tostadoras, radios, libros y montañas y montañas de calzado: zapatillas, pantuflas, zapatos para hombre y para mujer; entre estos últimos había de tacón alto, de tacón bajo, sin tacón, algunos sin el compañero, y también había siete pares de patines de hielo. De unas cuerdas largas tendidas entre las paredes del fondo colgaban ganchos de alambre con innumerables vestidos, blusas, trajes, pantalones, camisas, chaquetas, abrigos y algunos sombreros de fieltro y de otros estilos que estaban prendidos de las mangas de los abrigos con pinzas de ropa.
Al ver toda esa indumentaria, algunas prendas nuevas, la mayoría usadas, recordé mis días de infancia a mediados de los cuarenta, cuando solía acompañar a mi padre hasta la oficina de correos para ayudarle a cargar los paquetes de ayuda que él y mi madre les enviaban a los parientes que vivían en la pobreza en una parte de Calabria que había sido arrasada y bombardeada por los Aliados, cerca del final de la Segunda Guerra Mundial. Aunque las cajas estaban cerradas con cuerda y selladas en las esquinas con cera, yo sabía lo que había dentro porque había participado en el empaque: había trajes y abrigos que mi padre ya no usaba, algunos de los vestidos viejos de mi madre y también algunos nuevos que no había podido vender en su tienda, y varios artículos de ropa que los clientes de mis padres habían dejado abandonados durante más de un año en nuestra planta de lavado en seco y en nuestro depósito.
Diez años después de la guerra, cuando visité por primera vez la aldea ancestral de mi familia en Calabria durante unos días de permiso otorgado por mi unidad en Alemania, en la primavera de 1955, volví a encontrarme con mucha de esa ropa puesta encima de figuras humanas para las cuales evidentemente no había sido diseñada ni cortada a la medida; y, sin embargo, al abrazar a estas personas y sentir el conocido roce de la tela burda de la chaqueta de montar de mi padre y la suave seda del vestido amarillo de manga larga, un poco descolorido, que había sido uno de los favoritos de mi madre, me sentí conectado otra vez con mi pasado y unido también a esos desconocidos y extranjeros cuyas vidas se habían entretejido con la mía en el pasado distante.
Llegué a la aldea de improviso, después de montarme dos días antes en un avión del ejército que iba de Frankfurt a Roma, donde conseguí que me llevara un autobús militar que transportaba a oficiales navales desde el aeropuerto de Roma hasta la base americana en Nápoles. Al día siguiente decidí comprar un billete de tercera clase en la estación de Nápoles para el tren nocturno llamado Rapido, que me llevaría a lo largo de la costa sobre el mar Tirreno hasta Calabria. Un viaje que haría en compañía de muchos pasajeros que supuse eran granjeros, algunos de los cuales se sentaron y durmieron toda la noche sobre bancos de madera, acompañados de cabras y cerdos amarrados a un lazo que dormían a sus pies, al tiempo que nuestro humeante Rapido avanzaba resoplando, a no más de cuarenta kilómetros por hora (cuando se movía): nos tomó cerca de catorce horas recorrer menos de 500 kilómetros de vía férrea.
Vestido con mi uniforme de teniente y cargando una pequeña mochila de lona que me había servido de almohada, me bajé del vagón después de que el tren hiciera sonar su silbato y se detuviera al lado de una plataforma cubierta de arena, frente a una estación de macizas paredes de granito manchadas de hollín, con un letrero que decía SANT’ EUFEMIA, que sabía era mi destino final. Mi padre mencionaba a menudo este sitio y decía que fue el punto del que había partido cuando abandonó su casa en 1920, con todas sus pertenencias porque no pensaba regresar. De acuerdo con su descripción, en aquellos días la estación era un lugar lleno de vida y movimiento, que rebosaba de jovencitos nerviosos como él, ansiosos por marcharse, que se estrellaban unos contra otros al tiempo que avanzaban luchando con su equipaje y cargando sus baúles, ayudados por un grupo de parientes y amigos de la familia que no querían verlos ir, en especial las novias expectantes, tradicionalmente vestidas con una falda marrón y un chal color café, y quienes, cuando el tren comenzaba a andar, no tenían otra opción que esperar que los hombres cumplieran las promesas que habían hecho.
Desde su aldea en las montañas, a mi padre lo llevó a la estación un tío que condujo con cuidado una carreta tirada por un burro, a lo largo de cinco kilómetros de una sinuosa calzada de piedra, hasta llegar a la región costera, mucho más plana, por donde corría la vía del tren bordeando el golfo de Sant’ Eufemia. El golfo y sus alrededores —y más tarde la estación ferroviaria— habían sido bautizados así en honor de una mártir del siglo XI que murió cerca de Constantinopla, durante las cruzadas contra los musulmanes, y cuya cabeza fue traída de vuelta al sur de Italia por los normandos que gobernaban en ese momento, con el fin de depositarla entre los cimientos de un monasterio benedictino que estaban construyendo al sur de donde está ahora la estación ferroviaria. Aunque el viejo monasterio quedó totalmente destruido durante el terremoto de 1638, mi padre me contó que algunas de las piedras fueron rescatadas de las ruinas y utilizadas después en la construcción de la estación, un hecho anodino para mí, pero que mi devoto padre —que había sido educado en una religión que encomiaba la adoración de reliquias— veía como señal de la esencia duradera de la Iglesia. Mi padre me contó que, cuando entró en el edificio, se detuvo para besar una de la piedras de la pared de la estación de tren y rezar pidiendo orientación, con la esperanza de haber tomado la decisión correcta al hacer caso omiso de sus tempranas inclinaciones hacia el sacerdocio y optar a cambio por abandonar a su madre viuda y a sus hermanos menores, que dependían de él, con base en la suposición de que podría ayudarlos más si se iba lejos a ganar dinero. Tenía diecisiete años cuando subió al tren y dejó atrás una juventud austera y llena de privaciones que, hasta donde me había contado, había estado tan desprovista de relaciones románticas y coqueteos, que no había posibilidad alguna de que entre el grupo de curiosos que decían adiós desde la plataforma hubiese una jovencita que lamentara su partida.
Tras llegar a Nápoles, tomó un tren que se dirigía al norte, a Milán, y de allí siguió a Francia, donde trabajaría como aprendiz en una sastrería de París, propiedad de un primo mayor, sin dejar de pensar todo el tiempo en su futuro en Estados Unidos, como sastre y dueño de su propio taller. Tras lograr esto en 1922, y después de ampliar el negocio con una lavandería en seco y la boutique de mi madre, tuvo la suficiente solvencia económica como para ayudar de manera regular a sus parientes del otro lado del Atlántico. Así que mi padre les enviaba giros de dinero cada semana, y regalos en las ocasiones especiales, y cajas de trajes bien cortados y vestidos y blusas de colores vivos que, aunque estaban tal vez un poco pasados de moda o se consideraban en cierta forma prescindibles en la costa de Nueva Jersey, representaban no obstante la modernidad del Nuevo Mundo en el sur de Italia, donde la mayor parte de la gente —a la cual yo observaba desde la ventanilla de mi despacioso tren, durante mi largo viaje desde Nápoles hasta Calabria— se vestía a la manera de la Edad Media.
Vi hombres que se paseaban por los caminos cercanos al ferrocarril vestidos con sombreros cónicos, pantalones y túnicas hasta la cintura, ajustadas con una cuerda, y mujeres de turbante y vestidos negros que llevaban sobre la cabeza cajas o tinajas, y otras mujeres, montadas de lado sobre mulas, envueltas en mantos oscuros similares a los velos que usaban las mujeres musulmanas que llegaron allí durante la invasión sarracena del siglo X. Al referirse a esta anticuada región del sur de Italia —que se extiende a lo largo de las colinas y planicies de Nápoles hasta Calabria— los italianos del norte suelen decir que es «parte de África» y hacen énfasis en que es primitiva, atrasada y árida, que sus tierras bajas son barridas por las arenas del Sáhara, que los habitantes naturales de sus tierras altas son las cabras y que, en todas partes de la región comprendida entre sus límites, habita una población que vive a un ritmo particularmente lento y reina un ambiente que cambia muy poco de un siglo a otro.
Indudablemente, la estación de Sant’ Eufemia que yo vi al llegar en 1955 se conservaba igual a como mi padre la recordaba al marcharse, treinta y cinco años antes. Allí estaban los bancos de madera oscura y las gruesas y húmedas paredes de piedra, que habían salido de lo que él me había dicho que eran los escombros de un monasterio medieval. Pero en el interior de la estación reinaban un vacío y un silencio que contrastaban enormemente con el lugar lleno de bullicio y actividad que mi padre me había descrito. De hecho, después de pisar el andén de Sant’ Eufemia y entré en la estación en un vano intento por encontrar a algún empleado —al mismo tiempo que oía la estruendosa partida del Rapido, que seguía hacia el sur y que, tarde o temprano, debía llegar a la punta de la bota italiana—, me di cuenta de que estaba completamente solo.
Esto me sorprendió, aunque ya llevaba unas cuantas horas de soledad en medio de un tren casi vacío. La mayor parte de los pasajeros, entre ellos todos los que viajaban con animales, se había bajado antes, en estaciones que estaban más al norte, cerca de las tierras más fértiles y de pueblos fundados por señores feudales y cultivados todavía por granjeros campesinos que estaban apenas un poco por encima de la servidumbre. Por otra parte, yo me encontraba varado en una parte seca y muerta de Calabria, abandonado en medio del calor del mediodía, rodeado de moscas que zumbaban a mi alrededor, en esta remota estación de tren que debía su nombre a una mártir decapitada hada mil años.
Noté que habían bajado la persiana que había detrás de los barrotes de la ventanilla donde se compraban los billetes, que la puerta del baño estaba cerrada con candado, y también el hecho de que no había en el lugar ninguna fuente para tomar agua, aunque probablemente eso era un signo de prudencia. Tal como les advierten desde hace mucho tiempo a sus lectores los escritores de guías sobre Italia, esta región es famosa por sus lagunas palúdicas y ríos de aguas estancadas. Por fortuna, yo todavía tenía bastante agua en mi cantimplora, de la botella que había comprado en Nápoles, y como también llevaba en la maleta varias galletas de soda, guardadas en un bote metálico que formaba parte de la dotación del ejército, no tuve el temor inmediato de morir de hambre. Pero me preocupaba cómo iba a salir de allí y comencé a reprenderme por la manera tan impulsiva en la que había venido a parar a ese lugar y por la mentalidad oportunista que me había impulsado a abordar el vuelo gratuito del ejército que me llevó de Frankfurt a Roma. Todo había sucedido muy rápidamente: el día de mi permiso, un teniente que trabajaba conmigo en los cuarteles de la Tercera División de Artillería, con base en Frankfurt, me pasó el dato de que había un puesto libre en el avión. Este teniente era uno de esos tipos que no se cansaban de aprovechar todas las ventajas y oportunidades apenas legales que se nos podían presentar en nuestra calidad de jóvenes oficiales de información, después de que hubiésemos tenido contacto directo, en Fort Knox, con el muy condecorado y eminente comandante de nuestra unidad, el coronel Creighton W. Abrams, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que con el tiempo obtendría cuatro estrellas y sería nombrado Jefe del Estado Mayor del Ejército. Llegué a Italia sin hablar una palabra de italiano. Era una lengua que nunca me había sentido inclinado a aprender, pues durante mi infancia, en tiempos de la guerra, era el idioma de Mussolini. Pero no creo que haber contratado a un intérprete en Italia me hubiese ayudado a moverme con más facilidad; por el contrario, creo que eso me habría impuesto un sentido de estructura y dirección que no se avenía con lo que yo consideraba mi naturaleza propensa a la improvisación. No tenía idea de lo que quería hacer, ni adonde quería ir, ni quería que nadie me acompañara y me sugiriera un itinerario. Aun antes de conocer el significado de la palabra serendipity —viajar sin un destino específico, descubriendo cosas al azar—, me intrigaba la idea de deambular sin un propósito, sin comprometerme con nada por anticipado, dejando todas las opciones abiertas, sin que nadie me obligara a nada nunca. Esta actitud solía causarme problemas con mi padre, cuya naturaleza era muy controladora, y deliberadamente decidí no llamarlo por teléfono para informarle de que estaba en Italia. De haberlo hecho, hubiera procedido a decirme qué hacer, adónde ir, y seguramente habría insistido en que visitara Calabria. Él mismo, sin embargo, tal como ya dije, nunca volvió a visitar su tierra natal y usaba como excusa el argumento de que no podía darse el lujo de alejarse de su negocio, pues estaba obligado a trabajar incesantemente con el fin de ganar suficiente dinero para asegurar el bienestar de su madre y los demás parientes que vivían en Italia. No obstante, las responsabilidades de mi padre con su negocio no le impidieron visitar a su primo sastre de París durante cuatro semanas, en 1938, adonde fue y volvió en el lujoso trasatlántico Normandy. Pero cuando se trataba de volver a visitar sus humildes orígenes en Italia, mi padre parecía capaz de mandar todo de regreso a su aldea, excepto a él mismo.
No me gusta criticar a mi padre y tal vez soy más consciente de sus defectos que de los míos. Pero yo sabía que, si lo llamaba, me ordenaría ir a Calabria, pues suponía que tenía tanta autoridad sobre mi vida como la podía tener el coronel Abrams; también habría organizado algo para que sus parientes estuviesen esperando mi llegada, y yo definitivamente quería evitarme todo eso. Sin embargo, ahí estaba, en Sant’ Eufemia, por mi propia cuenta, una figura solitaria en medio de una estación desolada, en ese preciso momento del día en el que todo el sur de Italia se vuelve indolente y cesa toda actividad; cuando la gente del pueblo y sus animales domésticos duermen o descansan o, en todo caso, participan de alguna manera en ese rito de reposo mejor conocido como la siesta diaria. En alguna parte leí que la siesta es una costumbre más arraigada en Calabria que en cualquier otra parte de Italia y que, entre el mediodía y las cuatro de la tarde, la única señal de vida en la región corre por cuenta de las moscas. Debido a que me bajé del tren poco antes del mediodía, era posible que me quedara allí solo durante otras cuatro horas, a menos que, entretanto, pasara un tren que fuera hacia el norte y me ofreciera la tediosa posibilidad de regresar a Nápoles, una opción que parecía todavía más aterradora que la de quedarme donde estaba.
Me quité la chaqueta, la dejé junto a la mochila sobre un banco, salí a la luz del sol y comencé a pasearme de un lado a otro por el andén, sintiendo en la cara el calor seco y, a veces, el ligero roce de los ásperos granos de arena que traía el viento que bajaba de las puntiagudas colinas que se alzaban a unos cinco kilómetros de los rieles del tren. Al mirar hacia la colina más alta, vi la aldea de mi padre, posada sobre los farallones como una jabonera, con sus casas de piedra blanca apiñadas alrededor de una estructura más grande, que supuse que era el castillo normando en forma de torre que funcionaba como cárcel cuando mi padre era pequeño.
Tras darle la espalda a la aldea, miré hacia el otro lado de los rieles, hacia una inmensa extensión de playa yerma, salpicada aquí y allá de piedras inmensas que probablemente habían sido transportadas por la fuerza de los temblores de tierra. A lo largo de la playa también había uno de esos búnkeres de hormigón en forma de cono que construyeron los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial para esconder sus armas pesadas y apoyar la defensa de las costas italianas en contra de la invasión de los Aliados, que venían por mar desde el norte de África. Había divisado varios de estos búnkeres más al norte, a lo largo de la ruta del tren, y recordaba haber visto fotografías de ellos en las revistas de actualidad, pero resistí la tentación de hacer el esfuerzo de caminar hasta allí por la arena e inspeccionar con cuidado el búnker, situado a unos noventa metros de donde me encontraba. No estaba tan interesado en examinarlo y tampoco quería arriesgarme de manera tan tonta, ciertamente no aquí, en este lugar remoto, donde no conocía el idioma y no sabía qué impresión podría causar si alguien me veía subiendo o bajando de este búnker construido por los nazis.
Yo creía que estaba solo, pero siempre había la posibilidad de que alguien me estuviera observando en secreto, algún granjero o vago que estuviera acurrucado detrás de los maizales o del seto de trinitarias que bordeaba la parte más baja de la carretera que venía de la colina, con vistas sobre la estación, o algún cazador con prismáticos y un arma que tal vez hubiese sido simpatizante de los nazis. Lo que yo llevaba puesto era el uniforme de los que hasta no hacía mucho habían sido los enemigos de Italia, y aunque tenía que usarlo cuando volaba de manera gratuita en aviones militares, en ese momento no me habría disgustado estar vestido con ropa de civil. Yo recordaba la vergüenza que sentía cuando era niño y hojeaba nuestro álbum familiar y veía las fotos de los hermanos de mi padre vestidos con sus uniformes del ejército italiano. Solía esconder el álbum cada vez que mis compañeros de escuela iban de visita a mi casa después de clase. Mi padre abandonó Italia dos años antes de que Benito Mussolini impusiera su control fascista sobre el país, y aunque a todas luces mi padre estaba a favor de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, no recuerdo que en la privacidad de nuestra casa dijera nunca nada en contra de Mussolini. Mi padre creía que los italianos necesitaban un líder con mano dura, pues eran un pueblo desorganizado e indisciplinado. Con frecuencia me repetía las palabras de Mussolini: «Gobernar a los italianos no es imposible, sólo es inútil».
Creo que cuando mi padre se fue de Italia tenía reparos muy grandes hacia su tierra natal y se sentía decepcionado por la posición tan baja que ocupaba en la escala del poder mundial —más baja que la que ocupaban los franceses, apenas superior a la de los griegos—, y por el hecho de que el gobierno de Roma fuese inestable e ineficiente, incapaz de alimentar y proteger de manera adecuada a su pueblo, y carente de toda conciencia social, circunstancias que hicieron que la gente como él, que estaba entre los miembros más ambiciosos e inquietos de su generación, quisiera marcharse del país para siempre. A pesar de toda la devoción y obligación que sentía hacia sus seres queridos, yo imaginaba que, cuando mi padre dejó su casa, era un hombre muy egoísta y lleno de rabia, y creo que, cuando vino a vivir a Estados Unidos, fundió toda esa rabia y ese egocentrismo en ese crisol que era una nación movida por millones de hombres parecidos a él, insatisfechos y determinados, originarios de Europa, Asia, Oriente Próximo, Sudamérica y muchas otras partes… Un variopinto grupo de recién llegados que tenían en común el conflicto que experimentaban con el lugar del que habían salido, y que, a diferencia de muchos de los parientes que se habían quedado atrás, tuvieron la audacia y la determinación de decir adiós.
Con seguridad no fue fácil para esta gente decir adiós a todo lo que hasta ese momento les resultaba familiar y comprensible y bien codificado en sus conciencias. Sin importar lo intolerable que hubiera podido ser la situación, irse exigía una cierta dureza de corazón, una mentalidad de sobreviviente, una carencia de sentimentalismo en relación a todos aquellos seres a quienes amaban. Independientemente de todas las buenas intenciones y racionalizaciones, el comportamiento de estos viajeros no es muy distinto al de un desertor. Ya sé que esa palabra no resonaría muy bien dentro de las ilustres paredes del Museo de la Inmigración en la isla Ellis, pero aun así pienso que en el ADN de la migración masiva hacia Estados Unidos hay un impulso primitivo y muy poco romántico que busca una vida mejor, una propensión a separarse de las causas perdidas, una capacidad de mirar hacia delante, no hacia atrás, y aceptar nuevas costumbres, una lengua nueva y, a veces, un nombre nuevo. Siempre que oigo señalar con dedo acusador la agresividad y el pragmatismo de Estados Unidos, su pasión mercenaria, su inclinación a intervenir en la política exterior, o su gusto por la violencia en lo que concierne a su cultura y entretenimiento popular, creo que estas cosas están genéticamente ligadas a la pasión, la temeridad y la rabia que trajeron primero a estas costas los puritanos y luego la multitud de valerosos refugiados que los siguieron.
Después de esperar en la estación de Sant’ Eufemia un poco más de dos horas, durante las cuales me paseé a ratos por el andén y otros ratos me senté a leer Un caso acabado, de Graham Greene, oí un extraño sonido metálico que venía de la colina; poco después sabría que el sonido provenía del motor del único automóvil que había en esa época en esa parte de Italia. Se trataba de un deteriorado Fiat gris de antes de la guerra, propiedad del jefe de la estación. Tan pronto lo vi salir de una curva cerrada de la carretera de piedra que bajaba de la colina y dirigirse hacia la estación, descendí del andén y corrí al encuentro del vehículo, con la mano derecha levantada en el aire. El conductor pisó el freno enseguida, bajó la ventanilla, asomó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados y sin decir palabra.
«Americano calabrese», dije, y señalé la barra dorada de teniente que tenía prendida al cuello de mi camisa caqui. El hombre siguió mirándome fijamente, sin decir nada. Era un tipo mayor, con la piel de la cara bronceada y arrugada, que llevaba una gorra con una visera negra encajada sobre sus pobladas cejas canosas. Traté de presentarme otra vez, deseando tener mayor fortuna, e hice énfasis en la segunda palabra: «Americano calabrese». Yo sabía, gracias a lo que me había contado mi padre, que los habitantes de esta región se identificaban como «calabreses» y no como «italianos». Aun los padres de mi madre, que habían dejado Italia hacía cincuenta años, solían hacer énfasis en su separatismo y su aislamiento provincial, al decir que eran calabreses, calabresi, en medio de su barrio italiano de Brooklyn.
«¡Calabrese!», repitió finalmente, y levantó la voz y asintió con la cabeza, con un gesto que yo interpreté como señal de aprobación. Se bajó del coche y se acercó lentamente. Era un hombre de baja estatura, ligeramente encorvado, tenía una camisa blanca sin corbata abotonada hasta el cuello y llevaba una gastada chaqueta de frac a la que le habían cortado los faldones.
«¿Filadelfia?», preguntó el hombre.
«Nueva York», respondí, aliviado y complacido de ver que podíamos comunicarnos.
«Yo venir de Filadelfia», dijo.
Luego traté de decirle mi apellido, pronunciándolo tal como se pronunciaba siempre en mi casa y en la tienda de mis padres en Nueva Jersey: Ta-lis. El anciano me miró con desconcierto. Entonces pronuncié mi apellido como solía oír que lo pronunciaban los jefes de camareros y los camareros nacidos en Nápoles que trabajaban en un restaurante italiano de Atlantic City al que mi padre nos llevaba con frecuencia los domingos por la noche: Ta-le-se.
«Me apellido Ta-le-se», dije. «Vine a visitar a la familia Ta-le-se.» Luego señalé la aldea incrustada en la colina y añadí: «Están allá arriba».
«Ah, Ta-le-se.» El hombre asintió con la cabeza, con cara de saber de qué le hablaba, y de repente se volvió más efusivo y entusiasta. «Sí, sí, sí», dijo, y me señaló el coche. «Yo lo llevo.»
Me apresuré a buscar mi mochila y mi chaqueta y, después de ponerlas en el asiento trasero del coche —encima de una pila de troncos recién cortados y tan lejos como fue posible de un saco de carbón parcialmente abierto—, procedimos a subir lentamente la sinuosa carretera de poco menos de cinco kilómetros. A medida que íbamos dando tumbos, zigzagueando y a veces calándonos casi por completo, comencé a ver distintas señales de actividad humana que no había alcanzado a distinguir desde abajo: gente montada tranquilamente sobre mulas al borde del precipicio, mujeres caminando con donaire con objetos sobre la cabeza, un pastor que llevaba su rebaño de ovejas y su perro a una pradera.
El nombre de mi conductor era Lucio. Si le entendí bien, era el jefe de la estación de Sant’ Eufemia desde el final de la guerra, después de reemplazar a un sobrino que había muerto en el ejército italiano. Lucio dijo que había vivido en Filadelfia durante cuatro años en los treinta, pero había sido deportado. No le pregunté por qué. No indagué mucho en su historia, pues temía que mi curiosidad me llevara más allá de los límites de lo que él quería que yo supiera. Era consciente de la naturaleza reservada de los calabreses, una actitud distante que también asociaba con algunas de las personas nacidas en las montañas que había conocido en la parte norte de Alabama y Virginia Occidental, cuando viajaba a mi casa durante los últimos años de universidad. Sin embargo, Lucio era sorprendentemente amigable. Tal vez eso se debía a que, por haber nacido en la costa calabresa, y haberse criado a lo largo de ella, a menudo había estado en contacto con gente que llegaba por el mar y viajeros que pasaban por la estación. Lucio dijo que no conocía personalmente a mis parientes, pero me recordó que mi apellido le resultaba familiar. Añadió que conocía a gente en la aldea que podría organizar fácilmente mi presentación.
Detuvo el coche cuando llegamos a la plaza principal del pueblo y lo estacionó al lado de una enorme fuente circular con una figura angelical en el centro, pero en la cual no había agua. La plaza de adoquines estaba rodeada de casas de estilo barroco, la mayor parte de las cuales tenía las paredes agrietadas y los adornos desportillados, y en los balcones de algunas había mujeres envueltas en chales que, cuando Lucio se bajó del coche, salieron y se recostaron contra las barandas para ver mejor. Yo me quedé en el coche, tal como él me sugirió, observando cómo caminaba hacia un grupo de hombres sentados al borde de la plaza que jugaban a las cartas sobre una mesa de madera, debajo del raído toldo de un café desierto.
Los hombres se levantaron para saludar a Lucio y, mientras éste hablaba, se giraron y miraron en mi dirección. Entonces, uno de los hombres le hizo señas a una de las mujeres que estaban en el balcón y la llamó. Rápidamente, un chico apenas adolescente bajó y se reunió con los hombres y, después de que le dijeran algo, atravesó corriendo la plaza hacia una callecita angosta que subía la colina, en dirección a una fila escalonada de pequeñas casas de piedra que parecían apoyarse una contra otra y se agarraban de manera precaria al precipicio.
Lucio regresó sonriendo al coche y me explicó que habían enviado al chico a buscar a mis parientes. Yo me bajé y, durante los siguientes quince minutos, esperé de pie junto a Ludo, al lado de la fuente. Él fumaba uno de los cigarrillos que yo había sacado de un paquete que tenía en el bolsillo y que había comprado en la tienda de la base militar en Frankfurt. Tenía en mi maleta un paquete sin abrir, que pretendía darle más tarde. Noté que los hombres reanudaron su partida de cartas, pero las mujeres del balcón continuaron dirigiéndonos toda su atención, recostadas contra la baranda y observándonos de manera más bien descarada, pensé, sin desviar la mirada cuando yo levantaba la vista hacia ellas, y mirándome en cambio con la impávida expresión de cuervos concentrados. Yo quería que se fueran. Me sentía un poco incómodo en medio de ese lugar público, esperando un encuentro personal con parientes cuya lengua no podía hablar y con los cuales no estaba seguro de cómo comportarme. Nuevamente pensé que había cometido un error al ir allí, arrastrado por la impulsividad. No era yo quien pertenecía a ese lugar, me dije, era mi padre, mi generoso pero poco sentimental padre. Yo sólo era un turista que recorría su pasado, aprovechando una licencia para explorar la antigüedad, que esperaba conocer en este lánguido lugar a algunos de esos desconocidos cuyas fotos formaban parte del álbum de fotografías de mis padres, aquel álbum que yo solía esconder de la mirada de mis compañeros de escuela.
«Ah, ya vienen», dijo Lucio, mientras entrecerraba los ojos para mirar a lo lejos y le daba una calada a su cigarrillo. Enseguida reconocí al chico. Venía al frente de cerca de una docena de hombres y mujeres que bajaban por la callecita sinuosa hacia la plaza, y había también algunos adolescentes y chiquillos detrás. Cambié de posición, me bajé la gorra verde militar para ajustarla mejor sobre la frente y le eché un vistazo a mi reloj de pulsera. Eran casi las cuatro de la tarde. El sol ardía y apenas soplaba un poco de brisa en la plaza. Aunque era una tarde de primavera en Calabria, uno se sentía como si estuviera en medio de una ola de calor a mitad de verano en Manhattan. Había moscas por todas partes y, al levantar la vista, volví a ver a las mujeres que me observaban como cuervos desde los balcones.
«¿A qué hora pasa el próximo tren para Nápoles?», le pregunté a Lucio.
«Después de las siete», respondió.
«Tengo que montarme en ese tren», dije.
«Sí, sí», dijo él. «Yo le llevo.»
Ahora el grupo estaba tan cerca que alcancé a ver sus caras y pude reconocer algunas de las prendas de ropa que llevaban puestas. Mientras me obligaba a sonreír, dos mujeres de pelo canoso que venían al frente sobrepasaron al chico y corrieron hacia mí con los brazos abiertos, gritando palabras que no entendí, y luego procedieron a besarme con tanto entusiasmo que mi gorra fue a dar al suelo. Lucio me explicó que estas mujeres eran las esposas de los hermanos de mi padre, y una de ellas llevaba puesto el viejo vestido amarillo de mi madre. Los hermanos de mi padre, mis tíos —aquellos ex soldados del ejército de Mussolini que jugaban al fútbol—, avanzaron luego para abrazarme y besarme en las dos mejillas, mientras me rozaban con su barba incipiente, y noté que tenían los ojos aguados. Se parecían más a mi padre en persona que en las fotografías, pues tenían los mismos rasgos delgados, de pómulos salientes y perfil afilado, pero aunque eran varios años menores que mi padre, que tenía en ese momento cincuenta y dos años, parecían más viejos, pues su piel estaba arrugada y curtida y a los dos les faltaban algunos dientes de delante.
Después vinieron los demás, un posesivo círculo de sobrinos, sobrinas y primos y primas en distintos grados; yo no sabía con certeza quiénes eran todos ellos, aunque Lucio los interrogó uno por uno y trató de identificarlos. Sin importar si eran parientes cercanos o lejanos, todos adoptaron conmigo la misma familiaridad ardiente de inmediato y me besaron y me apretaron contra ellos y pusieron sus brazos alrededor de mi cuello y mis hombros, con una fuerza y una insolencia que me pareció excesiva e indeseable e inapropiada en un lugar público. El instinto me impulsaba a retroceder, pero ya estaba contra el borde de la fuente y también tenía miedo de ofenderlos al parecer indiferente a su sentida amabilidad y afectuosidad. Sencillamente no estaba acostumbrado a esto, pues no había sido criado por padres a los que les gustaran las demostraciones afectivas. Aunque había visto a mis padres saludando a la familia de mi madre en Brooklyn con besos al estilo italiano cuando los visitábamos en fechas especiales, el intercambio de tales expresiones de cariño jamás tenía lugar en público y, en aquellas pocas ocasiones en que algún pariente o amigo italiano de Brooklyn o Filadelfia venía a vernos a la casa de la playa en Jersey —a propósito, mi madre siempre trataba de desalentar esas visitas, pues decía que no tenía tiempo para atender a invitados porque estaba preocupada por su boutique—, yo veía que mis padres usaban sólo los saludos más formales, tales como un apretón de manos, un ligero abrazo o, a lo sumo, un rápido beso en la mejilla. Aunque esto haga parecer a mis padres como unos individuos fríos y poco cordiales, debo explicar que, a mediados del siglo XX, la mayoría de los norteamericanos promedio consideraba que besarse en público era algo inaceptable. Las películas de Hollywood que vi durante mis años de secundaria no contenían escenas en las que las parejas se besaran, ni siquiera cuando los actores estaban representando a una pareja de casados; en 1954, el editor gráfico del New York Times perdió su empleo porque permitió la publicación de una fotografía de boda en la que aparecían Marilyn Monroe y Joe DiMaggio, de pie frente al City Hall en San Francisco, en una situación que revelaba la atracción física que sentían el uno por el otro: ella con la cabeza echada hacia atrás y la boca ligeramente abierta y él con los labios fruncidos y los ojos cerrados.
Puesto que besarse en público era un signo de falta de refinamiento en comunidades conservadoras como mi pueblo natal, y sumado al hecho de que mis padres no tuvieron que hacer ningún esfuerzo para encajar en medio de ese conservadurismo, me convertí en adulto en una época y un lugar en los que los norteamericanos bien educados se distinguían por la sobriedad de sus modales, su discreción al hablar, su seriedad y otras cualidades que discrepaban totalmente de todo lo que me rodeaba en ese momento en Calabria y que, si hubiese estado en mi poder, yo habría evadido y rechazado. Pero mis parientes no querían dejarme ir y me agarraban del brazo y me empujaban hacia delante, llevándome en dirección a las filas de casas que estaban en lo alto de la colina, pues querían (según me explicó Lucio) mostrarme dónde vivían. Así que dejamos la plaza, una procesión en la que Lucio y yo íbamos detrás de mis tíos, con mis tías a los lados y el resto de la parentela detrás, charlando animadamente y saludando a las mujeres que observaban desde los balcones de las casas grandes.
Nos llevó cerca de diez minutos subir las calles estrechas e irregulares. Mientras caminábamos sobre calles de piedras sueltas y subíamos las escalinatas de roca que nos llevaron más allá del ruinoso castillo normando, pensé en disminuir el paso, pues me sentía fatigado y deshidratado. Pero ninguno de los demás, ni los más jóvenes ni mis tíos y tías mayores, parecía estar amilanado en lo más mínimo por el esfuerzo, así que seguí andando y resistí la tentación de sacar mi cantimplora, que Lucio llevaba en mi mochila. Él había insistido en cargarla, al igual que mi chaqueta. También pensé que debía guardar el agua para el viaje de regreso en tren hasta Nápoles. Naturalmente, el coche de Lucio no tenía ninguna utilidad en estas calles, así que lo dejó estacionado al lado de la fuente. Las puertas estaban abiertas y la llave en el encendido. Lucio me dijo que nadie trataría de robarle el coche en esta zona porque él era bastante conocido y respetado y, además, nadie por aquí sabía conducir.
Cuando llegamos a una parte plana de la calle, entramos en otra plaza, menos formal que la de abajo desde el punto de vista arquitectónico —en ésta no había fuente en el centro ni mansiones barrocas a los lados—, pero más animada y colorida, y también más desordenada, con muchos peatones y animales domésticos sueltos peleándose por el espacio mientras maniobraban carretas tiradas por burros, en medio de niños que perseguían pollos. Una cabra estaba bajando las escaleras de una diminuta casa de dos pisos que daba sobre el extremo de la plaza y del otro lado salía el olor a salchichas asándose en una parrilla de carbón. Las campanas de la iglesia sonaron. La siesta se había terminado y los granjeros regresaban a sus parcelas en la parte baja de la colina. Varias tiendas pequeñas que bordeaban la plaza estaban ahora abiertas. Me pregunté si alguna de estas tiendas sería el taller donde mi padre comenzó a aprender su oficio y si sería en esta plaza donde sus hermanos y sus amigos solían jugar al fútbol después de la escuela. Pensé en pedirle a Lucio que se lo preguntara a uno de mis tíos, pero decidí no hacerlo.
Después de doblar una esquina y subir un ancho camino de adoquines, entramos en una casa grande que tenía una placa de piedra decorada pero rota, grabada sobre el dintel de la puerta principal. Aun antes de que Lucio lo confirmara, pensé que ésta debía de haber sido la residencia de mi bisabuelo, Domenico Talese, un hacendado de cierta consideración que, de acuerdo con lo que mi padre me contó una vez, adquirió esta imponente propiedad tras comprársela a un noble empobrecido alrededor de 1880. Aunque mi padre hablaba de Domenico con admiración, admitía que era un hombre de muy pocos amigos y que, cuando murió, muy pocas personas lo lloraron, aparte de su familia, e incluso no todos los miembros de ésta. No obstante, ellos todavía eran dueños de la propiedad y el día de mi visita descubriría que algunos miembros del clan familiar vivían allí, entre ellos una anciana a la que me llevaron a ver.
Estaba postrada en cama y, mientras me llevaban hasta su habitación en el segundo piso, me dijeron que era la madre de mi padre. Las persianas estaban cerradas y estaba tan oscuro adentro que apenas podía ver la cara de esta mujer de pelo blanco, que yacía bajo las mantas vestida con una camisola de cuello alto y quien, cuando me acerqué, estiró sus frágiles brazos en mi dirección y, con una energía que me sorprendió, se levantó de la almohada, se sentó y comenzó a gritar una y otra vez con voz estridente: «¡Peppino! ¡Peppino!».
Yo retrocedí y, al hacerlo, me estrellé contra mis tías y tíos, que estaban justo detrás de mí. Me hallaba perplejo, no estaba preparado para este momento. ¡La mujer me llamaba por el nombre de mi padre! Nuestros parientes de Brooklyn solían decirle a mi padre «Peppino», diminutivo de Joseph, y sin duda así era como lo conocían aquí en Italia. ¡Pero parecía que la madre de mi padre pensaba que yo era su hijo! Pensé que tal vez estaba confundida debido a su avanzada edad, o se estaba quedando ciega, o posiblemente no había entendido bien o había sido mal informada por el chico mensajero que había venido antes. Me volví hacia Lucio, que estaba de pie cerca de los pies de la cama. Esperaba que él me ofreciera algún consejo, pero sólo encogió los hombros y se quedó callado.
«Peppino», repitió la anciana, con voz más suave ahora, y comenzó a llorar. Una de mis tías corrió apresuradamente hasta el otro lado de la cama y la consoló, mientras me hada señas para que me acercara. Me incliné sobre la cama de manera torpe y abracé a mi abuela y la besé en la mejilla con algo de vacilación.
Entonces mis tíos le dijeron algo con voz tierna, al igual que algunas de las otras personas que estaban detrás de ellos. Ahora había una docena de personas en la habitación, a algunas de las cuales veía por primera vez. Mis ojos se estaban adaptando a la oscuridad y vi que sobre el escritorio de mi abuela, cerca de un crucifijo y una figura de san Francisco, había algunas fotografías con marco de madera, en una de las cuales aparecían mis padres durante el banquete de su boda en Brooklyn. Mientras mi abuela se recostaba de nuevo sobre las almohadas, mis tías nos sacaron de la habitación y nos llevaron abajo, donde nos esperaba una bandeja con café, servido en tazas pequeñas, y galletas y pastas.
Un hombre aproximadamente de mi edad, que llevaba a un niño en los brazos, llamó a Lucio y le dijo que me dijera que era mi primo mayor —su padre era uno de los hermanos de mi padre— y que nos llamábamos igual. Era de mi estatura, igual de delgado, y su pelo castaño oscuro y sus ojos se parecían a los míos. Vestía un mono, camisa de algodón y botas cubiertas con una costra de barro seco. Después de que nos abrazáramos, le pidió a Lucio que lo disculpara por su apariencia y explicó que estaba trabajando en el campo y había venido directamente desde allí, al enterarse de mi visita. Dijo que le complacía y le entusiasmaba mucho conocerme. Luego, al ver a sus dos hijos cerca de la puerta, entre una multitud de adultos, les hizo señas para que se acercaran y me los presentó: uno tenía siete y el otro cinco años. Los chicos se pusieron de puntillas para que pudiera besarlos y luego el mayor se presentó en inglés:
«Soy Peppino», dijo.
Más tarde conocí a su madre, una mujer joven y alegre, de cara redonda, que llevaba un vestido marrón con un ligero vuelo que le quedaba un poquito grande y yo creía haber visto a la venta en la tienda de mi madre hacía unos años. La mujer dijo que su casa estaba ahí mismo y que su abuela y mi abuela eran hermanas. También dijo que ella y su esposo estaban esperando su cuarto hijo para comienzos de otoño y agregó que los dos estaban muy contentos.
Son felices, pensé, y ésa fue la impresión que me acompañó al bajar la colina hasta la estación del tren. Mis parientes de Italia —tan pobres, que vivían de manera tan sencilla, tan acostumbrados a usar ropa de segunda mano— estaban en paz consigo mismos, resignados a sus circunstancias y satisfechos en muchos sentidos, algo que mi familia de Estados Unidos rara vez parecía estar. Eso era particularmente cierto a propósito de mi padre. Casi nunca sonreía y con frecuencia le gustaba polemizar. Recuerdo lo sensible y a la defensiva que parecía ponerse cada vez que salía a colación el tema de cómo no había vuelto a visitar Italia y la manera en que aprovechaba toda oportunidad que se le presentaba para sugerir que su tierra natal era un lugar imposible de habitar y sin remedio, que se había quedado detenido en sus tradiciones y era el responsable de haber hecho que él fuera incompatible con eso. Una vez, cuando un cliente de la sastrería criticaba el aire contaminado por las industrias que flotaba sobre Pensilvania y Nueva York, mi padre contestó: «Bueno, si lo que usted está buscando es aire puro, encontrará mucho en mi región de Italia, ¡donde la gente prácticamente se está muriendo de hambre!».
De regreso a Nápoles pensé en las consecuencias de dejar para siempre el hogar: abordar un tren, viajar a través del océano y no regresar nunca al país de uno. La vida de las generaciones siguientes cambiaba para siempre gracias a este único viaje decisivo. Si no fuera por la naturaleza inquieta de mi padre y su obstinación, yo podría haber terminado trabajando en el campo del sur de Italia con mi primo y mis parientes, lleno de ilusión ante el nacimiento de un hijo y gozando con placeres simples.
¡Deberían marcharse de aquí! ¡Deberían hacer sus maletas y decirle adiós a este lugar!
Eso era lo que ahora les decía entre dientes a esos negros aparentemente conformes que veía caminando por las aceras y las calles sin pavimentar de Selma, mientras exploraba el gueto con el diácono de la capilla Brown y reunía impresiones para el artículo que estaba escribiendo para la revista del Times en mayo de 1965. Como reportero, estaba entrenado para ser objetivo, para no involucrarme emocionalmente, pero en Selma, interiormente al menos, no podía evitarlo, estaba reaccionando de manera negativa, malhumorada si se quiere, hacia muchos de esos negros que parecían estar reconciliados con su entorno. En mi cuaderno anoté comentarios que mantendría en privado, pero ellos me recordaban a mi poco divertido padre y, ¡ay de mí!, a mí mismo, y lo que había sentido al conocer a mis parientes en Calabria. Para el Times, lo suavicé todo y en el periódico del domingo 30 de mayo de 1965 escribí:
La lluvia ya cesó en Selma, la tormenta terminó. Estamos en mayo y un sol ardiente azota la calle Sylvan, cuece el barro de las calles sin pavimentar, hornea el pavimento de hormigón y agosta el pasto. Toda la calle Sylvan está rodeada de casas de ladrillo rojo, de idéntico diseño, y en ellas viven los negros que, en marzo, alojaron a cientos de blancos que vinieron a «servir de testigos» en Selma […]
Son negros pasivos, en general, y si quieren avanzar, deben ser organizados, movilizados, dirigidos por líderes de los derechos civiles. Y hoy por hoy, la mayor parte de los líderes y luchadores por la libertad y los derechos civiles —tanto negros como blancos— ha abandonado Selma. O bien regresaron a Nueva York, Los Ángeles, Chicago o Atlanta, o tal vez encontraron una nueva causa en otro pueblo […] en todo caso, no están en Selma, como puede ver cualquier turista que se pasee por el barrio negro de esta ciudad.
La calle Sylvan, esa famosa calle de tantas multitudes hace un tiempo —esa calle en la que los manifestantes negros y blancos, las monjas y los chicos del SNCC y las chicas de Radcliffe y los líderes laborales se cogieron de las manos y pasaron todo el día y toda la noche bajo una fuerte tormenta y cantaron «Venceremos»—, hoy esa calle, desierta a no ser por unos cuantos niños negros que juegan en el arroyo y algunos adultos que van y vienen lentamente, es una calle donde el Movimiento marcha a paso de tortuga.