14.

Por Gay Talese

Especial para The New York Times

Selma, Ala., 7 de marzo. Este tranquilo domingo, la larga fila de negros caminaba lentamente y en silencio hacia la calle principal del distrito financiero de Selma. Habla525en total, caminando de dos en dos, y se dirigían a un pequeño puente de cemento que habla al final de la calle…

Después de mecanografiar y volver a mecanografiar mi artículo, el cual completé dos minutos antes del cierre, se lo dicté por teléfono desde la habitación del hotel a una de las grabadoras que después transcribían el material en la sección de noticias del Times en Nueva York, sintiéndome insatisfecho, como me sentía a menudo, con lo que había escrito y deseando haber tenido más tiempo para entrevistar a más gente, para revisar la redacción de mis oraciones y pensar en palabras que describieran mejor lo que había visto… Aunque, en sentido estricto, realmente no estaba seguro de lo que había visto, más allá del sadismo y el sufrimiento que llenaban la carretera, que habían sido muy bien aprovechados por las cadenas de televisión, que interrumpieron sus programas del horario de máxima audiencia del domingo por la noche para mostrar imágenes de los agentes de la ley golpeando a gente con sus porras, en medio de los gritos y el insoportable humo, escenas que fueron retransmitidas al día siguiente y a lo largo de toda la semana, lo cual impulsó a miles de impresionados ciudadanos blancos y negros de todas partes del país a aceptar la invitación del doctor King a visitar Selma y acompañarlo en la siguiente marcha, que comparó con la salida de Egipto de los antiguos israelitas.

Con todo el respeto que me merece el magnetismo del doctor King, creo que muchas de las personas que llegaron masivamente a Alabama lo hicieron porque estaban horrorizadas con lo que les habían mostrado por televisión y se sentían en la obligación de expresar personalmente su desaprobación y su disgusto. También creo que esas escenas de Selma, que eran tan intensamente vividas en su descripción de la falta de humanidad y tan sencillamente claras en su manera de mostrar la diferencia entre buenos y malos —ángeles negros y demonios blancos trenzados en cinco minutos de interacción gráfica que era la culminación de un siglo de ira posterior a la Reconstrucción—, reafirmaban lo persuasivos que se habían vuelto los informativos de televisión al proyectar las imágenes y las actitudes de un modo que podía moldear y movilizar inmediatamente a la opinión pública. En 1965, un año polémico en el cual defensores y detractores —que aparecían por igual en los estudios de televisión o frente a las cámaras en universidades y en las calles— debatían temas tales como si los principales atletas debían competir en Sudáfrica, aunque su gobierno continuaba practicando el apartheid, o si la protección de la Primera Enmienda de la Constitución debería cubrir a los estridentes estudiantes del Filthy Speech Movement de Berkeley[14], o si Estados Unidos debía retirar sus fuerzas militares de Vietnam, la influencia de la televisión no sólo se hacía evidente en Alabama sino en toda la nación. Cualquiera que fuera el tema, los informativos de televisión trataban de ser sucintos y muy gráficos y de impregnarse de lo que fuese que indujera a la gente a permanecer en sintonía; y los mismos protagonistas de las noticias (aquella gente que enfocaban las cámaras de televisión) a menudo representaban su papel para las cámaras, con el fin de acomodarse a la necesidad de las mismas de expresarse de una manera visual y animada y a sus propias necesidades de ser vistos y oídos en televisión, y divulgar así su mensaje entre las masas. No es que la televisión estuviera sesgando las noticias sino que los mismos protagonistas de las noticias se inclinaban ante las cámaras, se caían al suelo cuando la policía interrumpía sus protestas y forzaban así a la policía a arrastrarlos hasta los camiones patrulla, prolongando la escena para las cámaras e ilustrando extensamente su disposición a sufrir por su causa.

Yo me había educado dentro de los perímetros del periodismo escrito y, cuando los periodistas de televisión entraron en escena, durante mis primeros años en el Times, mis colegas mayores los despreciaban, pues los veían como una generación ilegítima, que resultaba una vergüenza para la profesión. Decían que su mirada era superficial, sólo detalles exteriores sin ninguna sustancia, y que, salvo excepciones tan notables como Walter Cronkite (que había trabajado como corresponsal en el extranjero de la United Press durante la Segunda Guerra Mundial), los presentadores de televisión y los editores de noticias carecían del entrenamiento y la experiencia para hacer una evaluación adecuada y comunicar integralmente, de una manera equilibrada y confiable, los graves eventos del día. Cuando entré en el Times, las principales figuras del periodismo de Estados Unidos eran hombres que personificaban admirablemente el poder de la palabra impresa. En este grupo de individuos estaba el venerable columnista independiente Walter Lippman, que no era del Times, y también mi colega más viejo del Times James Reston, jefe de la oficina del periódico en Washington y su principal redactor (un hombre tan famoso que una vez fue tema de la historia principal de la revista Time, y su foto apareció en la cubierta). Adicionalmente, en el equipo de The New Yorker había al menos media docena de importantes escritores de no ficción a los cuales yo admiraba y cuyos artículos recortaba y guardaba como ejemplos de periodismo que eran, al mismo tiempo, relevantes literaria e históricamente.

Uno de esos artículos que guardé fue una reimpresión de un texto que había copado totalmente el espacio editorial del número del 31 de agosto de 1946 de The New Yorker. Era un artículo de John Hersey titulado «Hiroshima», que describía la devastación producida por la primera bomba atómica desde el punto de vista de seis japoneses que habían sobrevivido a la explosión del año anterior. Hersey realizó cientos de entrevistas a estos sobrevivientes y otras personas en Japón y produjo luego una obra de arte que recreó para mí el horror de ese momento (8.15 a. m., 6 de agosto de 1945) en unos términos humanos tan absorbentes y trascendentales que me llevaron mucho más allá de lo que podía imaginar cuando veía las imágenes de la nube venenosa extendiéndose como un hongo en el horizonte.

El número de The New Yorker en el que apareció el artículo de Hersey se agotó horas después de llegar a los quioscos y, durante cuatro noches seguidas, la cadena de radio American Broadcasting Company canceló sus transmisiones regulares para poder leerles «Hiroshima» a sus millones de oyentes. Mientras estaba cumpliendo mi misión en Selma, yo pensaba en ese artículo y en sus efectos sobre el público anterior a la televisión y me preguntaba qué ejemplos del gran periodismo contemporáneo que se publicaba en revistas y periódicos serían recortados y guardados ahora por los jóvenes estudiantes de no ficción, en medio de esta era del vídeo en que los periodistas de televisión le mostraban a la audiencia que los veía desde sus casas imágenes cada vez más cercanas y le comunicaban la sensación íntima de estar en el centro mismo de la historia. No es que estuviese pronosticando la desaparición de los medios impresos, debido a la movilidad de las cámaras y a las iniciativas más competitivas de los periodistas de televisión, y ciertamente no podía concebir una época en que mi propio periódico ya no fuera el «paper of record»[15] de Estados Unidos; más aún, creía, y sigo creyendo, que lo que los editores del Times consideraban que era apropiado imprimir cada día constituía la orientación dominante de los editores de noticias de las cadenas de televisión. Pero al mismo tiempo era cierto que el público general estaba recibiendo ahora la mayor parte de las noticias más importantes a través de la televisión y que, en la medida en que ésta ofrecía evidencia visual de la existencia de una realidad, ese seductor medio visual estaba, hasta cierto punto, aumentando o alterando o dando cuenta de esa realidad, y estaba causando en el público un impacto más inmediato y dramático que el que causaba el periodismo escrito que yo estaba practicando en Selma.

Después de terminar de dictar mi historia, bajé al bar del hotel para reunirme con McNamara y un corresponsal de la revista Newsweek de nombre William J. Cook, y también con el equipo de cámaras de la NBC, los cuales estaban en un estado de euforia y autocomplacencia.

«Ah, qué maravilla de material el que conseguimos hoy», decía uno de ellos, después de que alguien de Nueva York les dijera que las imágenes de la paliza de la carretera eran sensacionales y que serían emitidas durante el horario de máxima audiencia. Cuando vi las imágenes en televisión esa noche, y otra vez a la mañana siguiente, tuve una visión más cercana de la ferocidad de los agentes de la ley y la capitulación de las víctimas que la que tuve cuando estaba observando los hechos desde la carretera. Sin embargo, me sorprendió la rapidez con que estas imágenes hicieron que Selma fuese señalada y condenada en toda la nación por las atrocidades de sus agentes del orden. Después de todo, la brutalidad policial era algo que se podía encontrar casi en cualquier parte. Yo llegaría a ver el día en que unos policías de Nueva York llevaron a un sospechoso negro a una comisaría para interrogarlo y lo sodomizaron luego con un palo de escoba. Pero en la primavera de 1965, Selma fue satanizada como ningún otro lugar de Estados Unidos, porque los momentos más abominables de sus agentes de la ley habían sido expuestos por la televisión nacional; y el presidente Lyndon Johnson llamó la atención sobre la notoriedad de Selma, mientras instaba al Congreso, el 15 de marzo, a aprobar una nueva ley sobre el derecho al voto. Entre otras cosas, esta nueva ley suspendería los exámenes de alfabetismo, instalaría registradores federales en lugares como Selma, donde por lo general obstaculizaban el registro de ciudadanos negros, e impondría el escrutinio federal sobre todos los procedimientos electorales, con el fin de asegurarse de que los negros ya no estuvieran sometidos a tácticas racistas de intimidación, desmotivación y dilación.

«A veces la historia y el destino se encuentran en un tiempo y un lugar particulares para crear un momento decisivo en la interminable búsqueda de la libertad del hombre», le dijo al Congreso el presidente Johnson. «Así sucedió en Lexington y Concord. Así sucedió en Appomattox. Así sucedió la semana pasada en Selma, Alabama.»

En mi opinión, la referencia del presidente Johnson a Appomattox, Virginia, fue una comparación demasiado optimista con la situación de Selma; en Appomattox, el Ejército Confederado se rindió, en la primavera de 1865, a sus conquistadores del norte, mientras que, cuando Johnson dio su discurso, los participantes en la marcha por los derechos civiles todavía estaban bloqueados, sin poder avanzar por la carretera hacia Montgomery, y el mayor logro del doctor King desde su llegada a Selma, pocas horas después de enterarse del incidente del «Domingo Sangriento», había sido promover su causa ante las cámaras de televisión. La marcha que él mismo encabezó desde la capilla Brown, a lo largo del centro de Selma y a través del puente, el martes 9 de marzo, fue esencialmente un espectáculo para la prensa, una situación montada para las cámaras, y no una auténtica continuación del primer intento por llegar a Montgomery que había tenido lugar dos días antes. Aunque la gran masa de sus seguidores no lo sabía, el 9 de marzo el doctor King seguía un procedimiento acordado en privado con las autoridades federales y estatales, que le permitiría avanzar, pero no más allá del punto de la carretera en el que habían puesto la barricada el «Domingo Sangriento» y que todavía estaba cerrado.

Los manifestantes del doctor King en Selma incluían ahora, o incluirían pronto, a cientos de personas blancas de otros Estados que respondieron a su invitación de acompañarlo en su marcha «desde la oscuridad». Entre quienes respondieron a su llamada había pastores de Nueva Inglaterra, hippies de San Francisco, jovencitas de las clases altas de Filadelfia, líderes sindicales de Nueva York, un hombre ciego de Atlanta, un trabajador social de Saginaw, Michigan, que tenía una sola pierna, la esposa de un senador de Illinois, la viuda de un senador de New Hampshire, una mujer de treinta y nueve años y madre de cinco hijos cuyo marido era agente de camioneros en Detroit. No muchas de estas personas habían caminado antes del brazo de un negro, ni habían participado en los cantos de espirituales negros, o se habían hospedado en la casa de familias negras (esa hospitalidad se hada necesaria, pues los pocos hoteles y posadas de la dudad estaban llenos), ni se habían sentido más tranquilas y seguras en barrios negros que en barrios en los cuales los residentes eran blancos. Cuando la marcha integrada del doctor King, que tenía un kilómetro y medio de largo, se acercó a la barricada el 9 de marzo, un agente de policía con un megáfono proclamó que la marcha era ilegal, pues violaba una prohibición impuesta por un juez federal de Montgomery. King entonces detuvo a su gente y les pidió que se arrodillaran con él en la carretera y lo acompañaran a orar. Momentos después, tal como lo inmortalizaron las cámaras de televisión, les hizo una señal a sus legiones para que se levantaran y se retiraran y regresaran con él a la capilla Brown.

«Esto es lo que pasa cuando hay blancos involucrados», me dijo un joven pastor negro llamado James Bevel mientras caminaba con él y otros cuantos activistas negros de regreso a la ciudad, a través del puente. Básicamente, lo que estaba diciendo el delgado reverendo James Bevel —que había nacido en Alabama y llevaba una gorra iraní y un mono muy bien planchado— era que el doctor King se había contenido porque le preocupaba el bienestar de esos blancos que acababan de ingresar a sus filas. Pero aunque Bevel estaba decepcionado con la reticencia del doctor King, sus críticas al líder de los derechos civiles no fueron tan severas como las de varios miembros del SNCC, que declararon que King se había acobardado, y que se referirían después a este día, con frecuencia e ironía, como el «Martes de la Media Vuelta».

Sin embargo, J. L. Chestnut Jr., que era el asesor legal de King en Selma, pensaba que la estrategia de King era inteligente y apropiada. Otro día sangriento en la dudad no serviría para nada. La evidencia del racismo que se vivía en Selma ya había sido expuesta por la televisión nacional, y Chestnut creía que había llegado el momento de que King reafirmara su imagen de líder pacífico, de hombre de Dios y respetuoso de las leyes, que esperaba pacientemente el día en que la prohibición fuese levantada y los manifestantes pudiesen continuar más allá de las afueras de Selma, hacia Montgomery.

Finalmente, el día del avance llegó el 21 de marzo. Pero aunque el juez federal había autorizado provisionalmente la marcha, los persistentes rumores acerca de que los participantes sufrieran ataques violentos o estuvieran en riesgo de muerte hicieron que el presidente Johnson se sintiera obligado a suministrarles una escolta inmensa y muy bien armada. Uno de los seguidores blancos del doctor King ya había perdido la vida en Selma. Un pastor unitario de Boston, James Reeb, fue golpeado con garrotes por una chusma blanca en la noche del 9 de marzo después de salir de un restaurante reservado para negros, y murió debido a las heridas que recibió en la cabeza, dos días después. Así que el presidente Johnson fue muy generoso a la hora de planear la seguridad que autorizó para la marcha hacia Montgomery, que comenzó en la tarde del 21 de marzo: quinientos soldados de Fort Bragg, Carolina del Norte, y cientos más de otras instalaciones militares en el Sur, más los 1.863 miembros de la Guardia Nacional de Alabama. Adicionalmente, había cien agentes del FBI, setenta y cinco jefes de policía federales y un par de helicópteros militares que sobrevolaban los dos mil quinientos negros y quinientos blancos que caminaban, en filas de a ocho, a lo largo del centro de Selma y a través del puente, antes de reducir su número al salir de la ciudad y dirigirse al sureste, hacia los viejos caminos rurales adyacentes a lo que alguna vez habían sido plantaciones cultivadas por esclavos.

A lo largo del camino, los participantes en la marcha, vestidos de manera heterogénea y colorida —de azul, de caqui, de negro clerical, con chaquetas de cachemir y cuello cisne, con chaquetones, con ponchos hechos con bolsas de basura—, eran interpelados ocasionalmente por pequeños grupos de bravucones que les gritaban: «Tú no puedes votar, maldito hijo de puta, todavía no eres humano», «¡Sálganse del prado!», «Oye, negro, ¿ya te acostaste con esa yanqui?». También vi, entre los curiosos, la expresión de resentimiento de algunos miembros de la policía de Selma y el destacamento del sheriff incluido Jim Clark, que estaba vestido con un traje de calle y un sombrero de fieltro y llevaba en la solapa una chapa que decía nunca.

En cumplimiento del mandato del juez federal, el viaje de casi ochenta y siete kilómetros desde Selma hasta Montgomery debía completarse en un periodo de cinco días y se suponía que, en áreas donde la vía sólo tenía dos carriles, no debía haber más de trescientos manifestantes por los derechos civiles. También les habían indicado que caminaran por la izquierda, para mantener el carril derecho abierto al tráfico rodado que iba en la dirección opuesta. Debido a que la marcha salió tarde el primer día y al hecho de que al doctor King y a muchos otros se les ampollaron los pies, sólo habían cubierto doce kilómetros cuando se detuvieron a pasar la noche en un sitio seleccionado previamente: un prado de ganado, propiedad de una familia de granjeros negros que me pidieron que no escribiera acerca de ellos, con la esperanza de que mantener un perfil bajo les ayudara a minimizar los riesgos de sufrir represalias por parte de los miembros del Klan o de sus secuaces.

A lo largo del día, me adelanté a la marcha en el coche, buscando historias que pudieran servir para hacer un artículo de fondo o que se pudieran usar como material adicional, y me encontré con algunos de mis colegas, que despachaban noticias a sus medios desde las posadas o los hoteles de Montgomery o sus alrededores; y luego, en la mañana, regresé a la ruta de la marcha, que atravesaba granjas, áreas pantanosas, bosquecillos de pinos y árboles densamente agrupados y unidos por rastrojos del monte. Durante el avance de la marcha, el doctor King dormía por las noches en una caravana bien custodiada, mientras otro personal de seguridad se apostaba al frente de las tiendas que protegían al resto de los manifestantes y los trabajadores voluntarios que les suministraban agua, comida y medicinas. Aquellos manifestantes que estaban demasiado fatigados o no eran capaces de seguir con el grupo eran transportados de regreso a Selma y reemplazados por otros que estuvieran físicamente preparados y ansiosos por participar.

El segundo día, la marcha comenzó temprano y logró recorrer un poco más de veintiocho kilómetros antes de que cayera la noche. King dejó a sus seguidores al final de la tarde con el fin de coger un vuelo a Cleveland, donde sería orador en un evento para recaudar fondos. Al día siguiente, su lugar como líder de la marcha fue ocupado por el hombre al que le fracturaron el cráneo el «Domingo Sangriento», John Lewis. Ese día llovió con fuerza, y también durante buena parte del día siguiente, lo cual limitó el avance de la marcha a poco más de diecisiete y diecinueve kilómetros, respectivamente. Pero hacia el final del cuarto día, cuando la carretera pasó de dos carriles a cuatro y el número de manifestantes aumentó de trescientos a más de mil, la capital de Alabama apareció a lo lejos. Esa noche, en el campamento instalado a las afueras de la ciudad, las carpas de los manifestantes y los vehículos fueron acomodados de manera que cupiera una tarima. Era una tarima construida a la carrera, con cajones prestados, y esa noche se presentaron sobre ellos reconocidos artistas que habían venido a Montgomery a entretener a la multitud: estrellas como Harry Belafonte, Mahalia Jackson, Tony Bennett y Sammy Davis Jr. Otra gente del mundo del espectáculo de Nueva York estaba planeando apoyar la causa con una función de beneficencia titulada «Broadway Answers Selma» [Broadway responde a Selma].

En el quinto y último día de la marcha, aproximadamente veinticinco mil personas que estaban a favor del movimiento por los derechos civiles habían llegado a Montgomery de cerca y de lejos, para participar en la ceremonia final, que era una manifestación masiva programada para el mediodía frente a las escalinatas que subían a la columnata del capitolio, en cuyo domo ondeaban las banderas que representaban al Estado de Alabama y a la vieja Confederación. Al lado del edificio, colgando aisladamente de su propia asta, estaba la bandera que identificaba a Estados Unidos. Movidas por el temor de que se presentaran motines u otro tipo de disturbios, las nerviosas autoridades municipales les pidieron a todos los estudiantes, negros y blancos, que se quedaran en las escuelas durante la tarde y evitaran el área del capitolio, mientras que a los empleados públicos les dieron el día libre y muchas tiendas del centro decidieron permanecer cerradas hasta que los manifestantes abandonaran la ciudad. En respuesta a los crecientes temores del presidente Johnson, cantidades adicionales de tropas federales comenzaron a llegar a la ciudad desde las cuatro de la mañana, seis horas antes de que el doctor King empezara la marcha, y se colocaron destacamentos integrados por miembros de la fuerza de policía de la ciudad en cada una de las ciento cuatro intersecciones que las legiones de King debían pasar a medida que avanzaban desde el campamento hasta los escalones del edificio estatal. El gobernador Wallace no tenía intenciones de bajar de su oficina a recibirlos.

Él permaneció toda la tarde en su inmensa oficina, relajado y bromeando con sus asistentes y unos cuantos periodistas sureños de confianza, sin que pareciera importarle el hecho de ser odiado por la bulliciosa multitud que llenaba en ese momento las aceras y las calles a su alrededor y que le dirigía insultos a través de megáfonos. Wallace estaba en deuda con esa gente por contribuir a hacer de él aquello en lo que se había convertido: un opositor cuya resistencia a las nuevas propuestas había encontrado eco en la clase media del país y lo había proyectado ante la opinión como un rival del candidato presidencial demócrata. Los votantes blancos de Alabama y a lo largo y ancho de todo el país, así como un creciente número de grupos étnicos de la clase obrera de las áreas urbanas, comenzaban a estar de acuerdo con la posición de Wallace acerca de «la ley y el orden», con su disputa con los estudiantes universitarios que protestaban contra la guerra de Vietnam, con el vigor con que enfrentaba a la élite económica y a los intelectuales de la nación, y con su continua defensa de la segregación racial. E incluso las masas que estaban ahora reunidas en Montgomery daban fe, involuntariamente, de su importancia. ¿De qué otra forma se podía explicar que veinticinco mil personas se hubiesen tomado el trabajo de venir aquí para polemizar con él? Wallace lo interpretó como un halago y, cuando se asomó por entre las persianas venecianas de la ventana de una oficina, entrecerrando los ojos y sosteniendo un par de prismáticos prestados, que metió entre los listones de las persianas, les comentó alegremente a sus acompañantes: «Eso sí que es una multitud».

La protesta duró cuatro horas y participaron muchos oradores, pero lo más destacado fueron las observaciones del doctor King, quien estaba de pie en la parte posterior de la plataforma de un camión estacionado entre la muchedumbre, en la calle. «Hoy», gritó, «quiero decirles al pueblo americano y a las naciones del mundo que no vamos a dar marcha atrás. Ya estamos en movimiento. Sí, estamos en movimiento y ninguna ola de racismo podrá detenernos… ni siquiera el avance de poderosos ejércitos podrá pararnos… Marchemos… contra las escuelas segregadas… contra la pobreza… por las urnas hasta que en todo Alabama, los hijos de Dios puedan caminar sobre la Tierra con decencia y honor…».

Después de que el doctor King y los otros oradores abandonaran el lugar de la protesta, acompañados de sus escoltas armados y los medios de comunicación, y mientras las autoridades municipales expresaban su alivio al ver que esta tensa y sofocante tarde había terminado sin que se presentara ninguno de los disturbios o daños en propiedad ajena que habían previsto, varios cientos de manifestantes comenzaron a hacer cola para ser llevados de regreso a Selma y otros destinos, en autobuses, camionetas y otros vehículos conducidos por docenas de trabajadores voluntarios del movimiento por los derechos civiles.

Una de estas voluntarias era una mujer rubia de treinta y nueve años, procedente de Detroit, llamada Viola Liuzzo, quien había dejado en casa a sus cinco hijos y a su marido hacía una semana para poder viajar a Selma y participar en la marcha. Pocas horas después de que ésta terminara, el 25 de marzo, la señora Liuzzo regresaba a Montgomery para recoger a un segundo grupo de manifestantes —ya había llevado a un primer grupo hasta Selma— cuando su coche fue adelantado por otro vehículo en una curva poco pronunciada de la carretera de dos carriles de la zona pantanosa del condado de Lowndes. A su lado iba un chico negro de diecinueve años, empleado del movimiento a favor de los derechos civiles, pero la única que fue alcanzada por las balas fue la señora Liuzzo, quien murió instantáneamente debido a las lesiones cerebrales que sufrió cuando su coche se salió de la vía y se estrelló contra una cerca de alambre de púas.

Al día siguiente, el presidente Johnson anunció por la televisión nacional que los asesinos de la señora Liuzzo eran cuatro hombres blancos del área de Birmingham, miembros del Ku Klux Klan. «Atacaron de noche», dijo Johnson, «porque sus propósitos no soportan la luz del día», y «como sé que su lealtad no está con Estados Unidos sino con una sociedad de fanáticos encapuchados», Johnson dijo que a partir de ese momento le declaraba la guerra al Klan, mediante la intensificación de la vigilancia y la propuesta del establecimiento de castigos legales que inducirían a los miembros del Klan a renunciar «antes de que sea demasiado tarde». Los cuatro miembros del Klan que estaban bajo arresto eran un obrero metalúrgico de cuarenta y tres años, otro obrero metalúrgico retirado de cuarenta y uno que disfrutaba de una pensión por incapacidad, un individuo de treinta y uno que estaba desempleado y un mecánico de veintiún años. Aunque en los juicios que les hicieron después a los hombres del Klan los jurados no pudieron ponerse de acuerdo en el cargo de homicidio, al final fueron encontrados culpables de los cargos federales de violar los derechos civiles de la señora Liuzzo y sentenciados a diez años de prisión, todos excepto el de treinta y un años. Ése salió libre. Llevaba seis años trabajando para el FBI como informador.