13.

Selma, Alabama, 7 de marzo de 1965

Hacía una soleada pero fría mañana el domingo en que más de quinientos manifestantes del movimiento por los derechos civiles iniciaron su camino a través del principal distrito financiero de la ciudad, haciendo caso omiso de las miradas de los blancos y desafiando la orden de un juez local, mientras marchaban de a dos en fondo, con una mochila a las espaldas en la que llevaban una muda y zapatos extra para el viaje de ochenta kilómetros hasta la oficina del gobernador en Montgomery.

Yo me encontraba con otros periodistas de pie sobre la hierba a orillas de la carretera, más allá del puente, observando la procesión que avanzaba y también la barrera que habían instalado, unos ciento ochenta metros más allá, hombres blancos con casco que formaban parte de la policía estatal y la oficina del sheriff. Excepto por el ruido de los cascos y los resoplidos de los caballos del destacamento del sheriff el prolongado silencio que se cernía sobre nosotros sólo se veía interrumpido de vez en cuando por los pitidos que comenzaron a oírse atrás, cuando el primer par de manifestantes descendieron del puente.

«Ahí vienen los negros», fue lo que oí y, al darme la vuelta, vi cerca de treinta curiosos blancos, reunidos frente a un pequeño restaurante que ofrecía servicio a los coches, casi todos vestidos con monos, camisas a cuadros y gorras, y uno de ellos, un adolescente flacucho que era el que gritaba, agitó un palo largo al que estaba amarrada una desteñida bandera de los Confederados.

Al otro lado de la carretera, sin prestarle atención al que agitaba la bandera, estaba J. L. Chestnut Jr. Iba vestido con un traje negro, camisa blanca y corbata azul. Se encontraba de pie sobre la plataforma de un camión estacionado cerca de la cuneta y se ponía de puntillas para ver mejor la marcha. Otras cuantas personas negras, a las que no reconocí, observaban detrás de él. Yo me había presentado antes con él, durante la mañana, en la parte negra de la ciudad, donde los manifestantes se habían reunido frente a la capilla Brown, una iglesia de ladrillo rojo que, desde comienzos de los sesenta, fue el sitio de reunión de las organizaciones que abogaban por los derechos civiles. Cuando Chestnut regresó a casa con su diploma de abogado en 1958, vivió en un proyecto de vivienda popular que había frente a la capilla Brown y con el tiempo se convirtió en el consejero legal del predicador y de otros que tenían la voluntad y la energía de desafiar el orden existente.

Aunque todavía no me había logrado inmiscuir en la ocupada agenda de Chestnut para conseguir una entrevista, ya había reunido información sobre él con otros periodistas especializados en dar cobertura al movimiento por los derechos civiles y estaba impresionado por el hecho singular de que fuera el único abogado negro en una corte de blancos. Cuando comenzó su práctica en Selma, siete años antes, y se ganaba apenas la vida atendiendo principalmente pleitos de la gente negra que tenían que ver con testamentos, divorcios, peleas y delitos menores, como el robo, fue aislado socialmente por casi todos los abogados blancos de Selma y recibido en el tribunal con estrictas palabras de advertencia por parte del juez testamentario.

«Quiero aclararle una cosa desde el principio», dijo el juez después de llamar a Chestnut a su oficina. «Quiero que sea respetuoso y trate con la debida consideración a cada una de las damas de mi oficina. No toleraré ni la más mínima extralimitación de su parte, ¿entiende?»

«Entiendo lo que me dice», contestó Chestnut. «Lo que no entiendo es por qué me lo dice.» A Chestnut le ofendió la arrogancia del juez y también se sintió incómodo por el hecho de que le hiciera esa advertencia delante de las secretarias y las otras mujeres blancas del juzgado, que observaban todo desde la oficina contigua.

«Nunca he faltado al respeto a ninguna dama en mi vida», contestó Chestnut de manera osada, «y, a diferencia de usted, también respeto a las mujeres negras».

Chestnut supo de inmediato que este comentario empeoraría la situación y terminaría causando que el juez lo expulsara de su oficina, como en efecto ocurrió. También asumió que acababa de hacerse un nuevo e importante enemigo, aunque eso no le preocupaba mucho. El juez era su enemigo aun antes de conocerlo, como lo era la mayor parte de las autoridades legales del tribunal. Chestnut estaba seguro de que cualquier deferencia de su parte no habría supuesto ninguna diferencia. Los blancos nunca se portaban con los negros de manera cortés y justa sin que mediara una lucha. Frederick Douglass había escrito algo que Chestnut citaba con frecuencia: «Si no hay una lucha de por medio, no hay progreso… El poder no concede nada si no media una exigencia. Nunca lo hizo y nunca lo hará… Es posible que los hombres no consigan todo aquello por lo que pagan en este mundo, pero sin duda deben pagar por todo lo que reciben».

Más tarde, en 1958, Chestnut se encontró frente a un juez llamado George Wallace —quien en ese momento estaba a cuatro años de convertirse en gobernador de Alabama y, con el tiempo, en el principal adalid del racismo en Estados Unidos—, pero en esa ocasión Chestnut descubrió que Wallace era sorprendentemente amable. Wallace fue el primer juez en dirigirse a él como «Señor Chestnut». Antes de esto, los otros jueces reservaban el tratamiento de «Señor» para los abogados blancos y se referían a Chestnut en el tribunal simplemente como «J. L.», cuando no hadan total caso omiso de él. Chestnut había viajado desde Selma hasta un tribunal en el condado de Barbour —Wallace había sido elegido allí como juez de distrito en 1953— para representar a un grupo de trabajadores agrícolas negros involucrados en una disputa económica con sus supervisores blancos. Además de referirse a él como «Señor Chestnut», el juez Wallace insistió en que los abogados blancos de los supervisores identificaran a los clientes de Chestnut como los «demandantes», en lugar de referirse a ellos con el término que estaban usando, «esa gente». Al finalizar el caso, el juez Wallace favoreció a los clientes de Chestnut y les concedió incluso más dinero del que Chestnut esperaba. «Wallace estaba a favor de los débiles, no hay duda de eso», escribió Chestnut en su libro al recordar sus primeras impresiones del juez de distrito en Barbour, en un momento en el que Wallace fácil y acertadamente hubiera podido ser visto como un populista, o un demócrata del New Deal, o un «político de talento natural», que es como lo describió The New York Times en un editorial antes de que su carrera se viera «arruinada por su oportunista adhesión a la intolerancia». La transformación fue evidente en 1962, cuando Wallace, ansioso por convertirse en gobernador a cualquier precio, vendió su mensaje para aprovecharse de un momento en que un creciente número de blancos en Alabama, así como en todas partes de Estados Unidos, se sentía cada vez más preocupado porque el avance de los negros estaba amenazando el bienestar de los blancos, en especial de esos blancos más pobres —cuyas propiedades se estaban devaluando debido a que los barrios se volvían cada vez más negros— que no podían darse el lujo de matricular a sus hijos en escuelas privadas, con el fin de escapar de las escuelas públicas integradas, donde el alumnado se volvía predominantemente negro. George Wallace alimentaba los temores y la furia de los blancos que no podían pagarse la manera de solucionar los problemas causados por un gobierno federal que alteraba las reglas y las tradiciones que Wallace creía que eran prerrogativas de dirigentes estatales como él, y durante su primer periodo como gobernador en 1962, se presentó como un pequeño pero decidido defensor que luchaba contra las agresiones del gran gobierno. Más adelante sugirió que los negros que vivían en el Norte estaban peor que los del Sur, y se refirió a esto en una entrevista para el Times que le hice el 2 de junio de 1963, durante una breve visita a Nueva York, antes de que apareciera en el programa Meet the Pressy de NBC.

Había obtenido la cita para verlo a través de su secretario de prensa, Bill Jones, mi colega y compañero de clase en la facultad de periodismo una década antes, en el campus de Alabama. (Wallace había entrado en la Universidad de Alabama en 1937 y allí recibió su diploma de Derecho en 1942.) Mientras estuvo en Nueva York, el gobernador Wallace se hospedó en una suite del último piso del Hotel Pierre, en la Quinta Avenida, a unas pocas calles de donde yo vivía, y aunque inicialmente fue muy cordial, cuando Bill Jones nos presentó —Wallace en persona atravesó la sala para traerme una taza de té, en lugar de pedirle a Jones o a otro de sus asistentes que lo hiciera—, rápidamente se agitó, después de que nos sentáramos y yo comenzara a preguntar en voz alta por qué él estaba tratando de impedir que entraran estudiantes negros a nuestra alma máter y por qué, en su discurso inaugural como gobernador, había declarado: «Segregación ahora, segregación mañana, segregación siempre».

El gobernador Wallace negó que sintiera un odio racista hacia los negros y dijo que su posición sobre la segregación derivaba de sus lecturas de la Biblia y la Constitución, y de su propia creencia en que la segregación aumentaba la coexistencia de las dos razas de la manera más natural. Él siempre había vivido en paz con los negros, me dijo, y se remontó a los días de su juventud, en Clio, un pueblo de calles sin pavimentar; y a lo largo de su vida había conocido a individuos que experimentaban pobreza y necesidades, y se había identificado con ellos. Había sido miembro del alumnado de Alabama, sin pertenecer a una fraternidad, y se había sostenido económicamente trabajando como camarero y taxista; como gobernador de Alabama, me recordó, vivía en un lugar rodeado por todas partes de residentes negros. Wallace se puso de pie y me cogió del brazo para llevarme hasta una ventana desde la que se veían el Central Park y las filas de elegantes edificios de apartamentos que bordean el lado este de la Quinta Avenida, y afirmó: «Aquí tenemos una ciudadela de hipocresía en América».

No había negros viviendo en esos edificios ni en ninguna parte a menos de un kilómetro a la redonda, declaró, y agregó que este mismo hotel en Nueva York era tan segregado como cualquier hotel del Sur profundo. «Ah, yo he estado en estos hoteles del Norte», continuó, y asintió con la cabeza con seguridad, «y he oído a los empleados de la recepción decirles a los negros: “Déjeme ver. Ah, no, el hotel está lleno”, o “Parece que su reserva no es aquí”. En el Sur al menos somos directos y decimos cómo nos sentimos. Aquí, ustedes recurren al subterfugio y la hipocresía».

Mientras yo tomaba notas, suponía que el gobernador debía de estar ensayando algo de lo que pretendía tratar en Meet the Press, pero no lo interrumpí porque le había asegurado a Bill Jones que el Times quería permitirle a Wallace expresar sus opiniones y, también, porque yo estaba de acuerdo con parte de lo que Wallace estaba diciendo sobre el racismo y la hipocresía en Nueva York. Tras residir durante muchos años en esta zona, nunca había tenido un vecino negro, y esa situación continuaría igual al comenzar el siglo XXI.

Después de regresar a su silla, el gobernador encendió un cigarro. «Y luego está la prensa del Norte», siguió diciendo. «Van y exageran todo, con tal de vender periódicos. Ustedes pueden tener asesinatos entre pandillas en Nueva York, pero eso no tiene importancia.» Levantó de la mesita un ejemplar del Chicago Tribune del 14 de mayo y señaló un titular. «Dice: “Cinco mil personas apedrean a la policía en un tiroteo”, después de que la policía hiriera de un tiro a un negro de catorce años. Pero nadie manda tropas federales a Chicago. Y en Washington D. C., después de los disturbios del fútbol americano el Día de Acción de Gracias, hubo 483 heridos y usaron perros para controlar a la multitud. Sin embargo, cuando nosotros usamos perros en Birmingham, lo hicieron parecer como si usar perros fuera una cosa terrible…»

«Después de la Guerra Civil», dijo tras una pausa, «nuestra tierra fue arrasada y cada gallina y cada vaca y cada mula fueron aniquiladas. Y en lugar de recibir ayudas como el Plan Marshall y Lend-Lease[11], recibimos politicuchos del Norte y picaros. Recibimos la Reconstrucción[12]. Y en la asamblea legislativa Alabama, todos eran negros o políticos del Norte. El Sur recibió el tratamiento contrario al que recibieron Japón, Italia y Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. No me malinterprete, me alegra que hayamos rehabilitado Italia, Alemania y Japón, porque ellos se han convertido en nuestros amigos en Occidente y se oponen al comunismo. Pero después de la guerra, al Sur le quitaron todo y nosotros tuvimos que recuperarnos por nuestra cuenta —la mayor recuperación de la historia—, demonios, nosotros volvimos a levantarnos y levantamos a los negros con nosotros. Ellos sobrevivieron. Comieron. ¿Quién más los levantó? Nosotros. De no ser así, se habrían muerto de hambre».

Al día siguiente, el Times publicó lo que él me había dicho, junto con su fotografía y un titular que decía: «Wallace critica a las ciudades del Norte». Una semana después, su fotografía estaba en las primeras páginas de toda la prensa nacional después de que viajara al campus de la Universidad de Alabama para expresar su oposición a la integración racial en las aulas, aunque el presidente Kennedy ya había federalizado la Guardia Nacional de Alabama y había dejado claro que ahora nada detendría la inscripción de estudiantes negros. Aunque el gobernador Wallace finalmente terminó cediendo, pues sabía que iría a la cárcel si desafiaba la orden de una corte federal, insistió en hacer un discurso en el que condenaba la legislación, acusándola de «tendencia hacia la dictadura militar en este país», y antes de retirarse declaró: «Regreso a Montgomery para continuar trabajando para que el gobierno constitucional beneficie a todos los habitantes de Alabama, a los negros y a los blancos».

Pero su definición de lo que era constitucional se encontró con una oposición implacable en Washington y nunca pudo aceptar el molesto programa de registro de votantes negros que el gobierno federal estaba impulsando en las viejas plantaciones de Alabama, y en especial en Selma, que había sido elegida por Martin Luther King Jr. en 1964 como la sede del lanzamiento de su campaña nacional para el registro de votantes.

La Conferencia Sureña del Liderazgo Cristiano [SCLC, por sus iniciales en inglés], liderada por el doctor King y con sede en Atlanta, no fue, sin embargo, el primer grupo de derechos civiles que eligió Selma para pisar duro. Los primeros activistas que hubo en Selma estaban afiliados al Comité de Coordinación Estudiantil de la No Violencia, que también tenía su sede en Atlanta, pero se había inspirado en Greensboro, Carolina del Norte, donde, en 1960, cuatro muchachos negros, estudiantes universitarios de primer año, se negaron a retirarse de la barra de la cafetería de Woolworth después de que les negaran el servicio. Este incidente, que recibió mucha publicidad, confirmó el uso táctico de protestar mediante «sentadas», o negándose a moverse, y fue seguido en otras ciudades universitarias por estudiantes negros que pronto se asociaron bajo la identidad del Comité de Coordinación Estudiantil de la No Violencia, más conocido como SNCC [sus siglas en inglés], que se pronuncia «snick». Aunque profesaban haberse inspirado en las tranquilas tácticas de Mahatma Gandhi, el SNCC, estaba motivado por lo que uno de sus líderes, John Lewis, llamaba una «urgencia moral», que se manifestaba a veces en un enfoque impaciente y beligerante a la hora de solucionar los problemas, enfoque que sobrepasaba lo que consideraban prudente muchos de los liberales blancos del Norte y la Costa Oeste, cuyas contribuciones económicas apoyaban gran parte del trabajo por los derechos civiles en el Sur. Los jóvenes e idealistas miembros del SNCC se dejaban guiar por la causa, no por el clero; y tal como los describió la escritora Diane McWhorter en el libro sobre Birminghan con el que ganó el Premio Pulitzer (Carry Me Home), la gente del SNCC representaba el papel del «picador» frente al papel de «matador pasivo» que jugaba la Conferencia Sureña del Liderazgo Cristiano de Martin Luther King Jr.

Fue un activista del SNCC, y no uno del SCLC del doctor King, quien llegó a Selma en 1963 para asumir el liderazgo del movimiento por el derecho al voto de los negros. Se trataba del joven de veintidós años Bernard Lafayette, de Nashville, a quien, al poco de llegar, dos hombres blancos tendieron una emboscada y lo golpearon en la cabeza con la culata de un rifle y lo dejaron sangrando junto a la carretera. Días después de que se recuperara y se reuniera nuevamente con sus compañeros de protesta en las escaleras del palacio de justicia de la ciudad —vestido con la ropa manchada de sangre—, la campaña por el derecho al voto en Selma atrajo filas de manifestantes más largas y airadas, y esto, a su vez, atrajo más cobertura por parte de la televisión, lo cual aumentó el resentimiento que ya sentían el sheriff del condado, James G. Clark Jr., y otros agentes de la ley y la comunidad blanca en general.

Aunque el alcalde recién elegido de la ciudad, Joseph T. Smitherman, un devoto seguidor del gobernador Wallace, no se sentía muy atraído en privado por la manera como el sheriff Clark manejaba a los manifestantes, no ofreció ninguna contraestrategia y, por tanto, sucumbió al poder de los blancos que apoyaban la agresividad de Clark. Clark era un tipo grande y fornido, de poco más de cuarenta años, que pesaba casi cien kilos, medía uno ochenta y siete y tenía ojos azules y una cara redonda, pálida y fofa. A excepción de un mechón marrón y rizado que se le escurría por la frente, había perdido la mayor parte del pelo, pero usualmente se cubría la cabeza con un sombrero de fieltro con las alas hacia arriba o una gorra de estilo militar con una trenza dorada sobre la visera. Su insignia dorada de sheriff siempre estaba muy reluciente, al igual que sus zapatos; los pantalones de su uniforme marrón, cortado a la medida, vivían muy bien planchados y la camisa se estrechaba en la cintura y formaba tres pliegues en la espalda. Había nacido en una granja en el pueblo de Elba, en Alabama, y después de alistarse en la fuerza aérea y prestar servicio durante los cuarenta como ingeniero de artillería, regresó a Alabama y a una carrera en las fuerzas de la ley que le reportó rápidamente mucha notoriedad cuando comenzó a tener altercados en público con los manifestantes negros.

«Mire, por lo general soy un tipo muy pacífico», me explicó una vez durante una entrevista en Selma, «pero algunas de estas personas no se detienen ante nada». Luego sacó de su escritorio la fotografía de una agencia de noticias en la cual aparecía luchando en el suelo con una mujer negra bastante obesa. «Ésta es Annie Lee Cooper y ella me golpeó primero, me cogió por sorpresa. Le robó una porra a uno de mis subalternos y lo único que yo estoy haciendo en esta fotografía es tratar de quitársela. Esos malditos tipos de la prensa hicieron que pareciese como si yo la estuviera golpeando. Ella es mucho más grande que yo. Esa Annie Lee Cooper pesa ciento dos kilos y medio, tres más que yo. Lo sé porque, después de arrestarla, hice que la pesaran.»

Desde que se convirtió en sheriff en 1955, Clark fue reelegido varias veces a mediados de los sesenta por los blancos sureños del área, que veían a Selma como una ciudad sitiada y creían necesitar que los defendieran de las incursiones establecidas por la ley del gobierno federal; y de los agitadores de otros Estados, como aquellos que había enviado el SNCC; y de la prensa nacional, que parecía simpatizar con los negros; y de los banqueros de lugares distantes, que financiaban el movimiento a favor de los derechos civiles; y de todas las celebridades negras, que iban desde el comediante Dick Gregory hasta el escritor James Baldwin, quien visitó Selma en varias ocasiones para alentar a los manifestantes y apoyar una lista de propuestas y exigencias para las cuales el sheriff Clark tenía una sola respuesta de una palabra: «Nunca». Llevaba una chapa que decía nunca en la solapa de la chaqueta que usaba para ir a la iglesia y también en la parte delantera de su uniforme marrón, cuando montaba guardia con sus hombres ante la puerta del palacio de justicia, empujando a veces y blandiendo su porra ante esos negros que se movían muy lentamente después de que él les ordenara replegarse.

El doctor King sabía que si se arriesgaba a ir a Selma esta vez, estaría invadiendo los terrenos de la SNCC, pero durante el verano de 1964, mientras los constantes disturbios recibían cobertura permanente en la prensa nacional, King sabía que no tenía otra opción que vincular su organización a la lucha. Él era el Mesías del movimiento en Estados Unidos. Fue elegido como Hombre del Año por la revista Time en 1963 y recibió el Premio Nobel de Paz en 1964. También había recibido, en Atlanta, la visita de una delegación de líderes locales de Selma —entre ellos, J. L. Chestnut Jr.—, que le pidieron que asumiera el liderazgo de la campaña para el registro de votantes de la ciudad.

Al comienzo. Chestnut estuvo de acuerdo con la beligerancia que el SNCC lideraba dentro y fuera del palacio de justicia de Selma, pero ahora se inclinaba hacia un enfoque más legalista y pensó que el doctor King, como defensor de la no violencia, aprobaría lo que tenía en mente. El plan de Chestnut consistía en cumplir las últimas órdenes de un juez local, James A. Hare, que había prohibido las protestas callejeras y las sentadas; al mismo tiempo, Chestnut llevaría la batalla de las aceras al tribunal mismo, donde presentaría denuncias contra los funcionarios blancos cuyas engañosas tácticas y decretos habían logrado minimizar hasta ahora el número de registros de ciudadanos negros. En lugar de tener a cuatrocientas o quinientas personas negras haciendo fila y ruido en la calle, Chestnut creía que era mejor seleccionar entre la gente más educada y cualificada a cuatro o cinco negros y, después de que les hubiesen impedido registrarse para votar, convertirlos en precedentes legales de la manera en que se les negaban los derechos constitucionales. Cualquiera de estos casos podría llegar hasta la Corte Suprema, si era necesario; y como Chestnut era ahora uno de los abogados que representaba el Fondo de Defensa Legal de la NAACP en Nueva York, sabía que había dinero suficiente para cubrir esa empresa.

Pero Chestnut no logró persuadir a Martin Luther King Jr., quien estimó que el enfoque de Chestnut exigía una cantidad excesiva de tiempo, y King reiteró que había ocasiones en las que era moralmente correcto desobedecer leyes injustas y que en ese momento en Alabama existían ese tipo de leyes. King también le dijo a Chestnut: «Usted ha cometido una omisión importante al no explotar uno de sus argumentos más fuertes», y King resumió dicho argumento en tres palabras: «El sheriff Clark». Chestnut se sorprendió al oír eso. Hasta ahora había subestimado la importancia que tenía para la causa de la liberación negra la existencia de un hombre blanco violento, cosa que aparentemente King no había hecho. Chestnut sabía, desde luego, que la violencia captaba fácilmente la atención de la prensa, pero también consideraba que el sheriff Clark era un hampón de poca monta y que concederle más importancia convirtiéndolo en catalizador de la causa del pueblo negro era, tal vez, desvalorizar el propósito del movimiento. El poder que estaba oprimiendo a los negros en Selma, le dijo Chestnut a King, no era el sheriff sino un hombre que formaba parte de la aristocracia de sangre azul de la ciudad, el juez James A. Hare. Chestnut había llegado a conocer muy bien al juez Haré en los últimos años y, tal como lo describiría en su libro:

El juez Hare era una especie de versión de 1960 del dueño de una plantación de 1860. Jim Clark era su capataz, un blanco de clase baja que recorría los campos y controlaba a los esclavos […] el juez tenía un desprecio muy aristocrático por «la basura blanca» y una vez me dijo: «El mestizaje mejoraría a algunos de estos individuos». Pensaba que había algo mal en un hombre, en especial un hombre blanco, que no podía triunfar en Estados Unidos. Era capaz de imponerle todo el peso de la ley a un pobre ladrón blanco y darle a un ladrón negro una sentencia leve. Un día, mientras que un joven blanco flacucho y desaseado era conducido fuera del tribunal de Hare, me comentó con tono serio: «Yo no entiendo por qué ustedes están peleando por la integración. Van a tener que mezclarse con ellos».

Otra razón por la cual J. L. Chestnut Jr. tenía reparos acerca de usar al sheriff Clark para generar publicidad era su creencia en que el medio más civilizado de enfrentarse a la injusticia en Estados Unidos era el sistema legal y no la conmoción en las calles. Con el fin de cambiar el sistema, uno debía trabajar dentro de él, pensaba Chestnut. El solo hecho de que una persona odiara cierta ley no le daba el derecho moral a desobedecerla. La opinión del doctor King acerca del mandato del juez Haré difería en este punto. Chestnut no estaba dispuesto a concederle, ni siquiera a un sagaz líder espiritual como el doctor King, la claridad mental y visionaria de saber qué leyes eran justas o injustas. Esto era algo que se debía decidir en la corte, a pesar de que Chestnut reconocía que el doctor King tenía razón al preguntarse dónde estaba la justicia si se suponía que la gente tenía que esperar pacientemente durante años y años hasta que algún tribunal superior revocara, quizá, finalmente una orden injusta expedida por un juez racista como James A. Hare. Pero incluso en las ciudades de Estados Unidos donde los negros gozaban desde hacía tiempo del derecho al voto, todavía no había plena justicia, recordaba Chestnut y decía en su libro: «Los poderes blancos dejan que los negros tengan algo de poder e influencia, siempre y cuando éstos no salgan de la zona sur de Chicago, o de Harlem, en Nueva York. En el mejor de los casos, creo que tal vez podamos llegar a un acuerdo como ése en el Sur. Pero en lo que respecta a ver a individuos negros sentados en cargos del condado y concejos municipales, tomando decisiones que puedan afectar a los blancos, eso es una fantasía».

Chestnut se veía a sí mismo como un realista interesado en obtener resultados y a la vez comprometido con triunfar en Selma. Ahora era un hombre de treinta y cuatro años, esposo de una mujer negra de la ciudad con la que ya tenía cuatro hijos, y su casa, para bien o para mal, estaba en Selma. Él y su familia eran parte de la población fija de Selma, mientras que Martin Luther King Jr. y los otros talentosos activistas eran huéspedes temporales que «iban y venían mientras que nosotros enfrentábamos los problemas sin tregua. Cuando King se internaba en el campo, se quedaba unos pocos días y luego volaba a Atlanta, Washington o Los Ángeles, donde estaba rodeado de gente que apreciaba y entendía lo que él estaba haciendo. Los Freedom Riders[13] se tenían los unos a los otros y a menudo viajaban a Atlanta para recargar las pilas. Nosotros estábamos estancados, solos, en Selma». Cuando la SNCC envió al joven Bernard Lafayette en 1963 a encender la campaña para el registro de votantes, y después de que la madre de Chestnut se enterara de que J. L. había ofrecido su apoyo, le dijo a su hijo: «Ese chico debería irse a casa. Va a alborotar a los blancos, luego regresará a Atlanta y entonces seremos nosotros los que tengamos que cargar con las consecuencias… Mantente alejado de ese desastre. Puedes conseguir que te maten».

A finales de febrero de 1965, un manifestante por el derecho al voto de los negros, de nombre Jimmie Lee Jackson, fue tiroteado una noche por un policía estatal en el condado de Perry, a cuarenta y ocho kilómetros de Selma. En el funeral, sus amigos insistieron en que su muerte fuese recordada con una manifestación que magnificaría el clamor contra esta última atrocidad, y luego alguien sugirió: «Maldición, deberíamos llevarle su cuerpo a George Wallace en Montgomery». Esto se convirtió, rápidamente, en la idea de caminar desde Selma hasta Montgomery para presentarle un ultimátum al gobernador, en el que insistirían en que abandonara sus políticas racistas hacia el registro de votantes negros. Los manifestantes saldrían de Selma en algún momento de la primera semana de marzo, pero había algunos desacuerdos acerca de cuándo comenzar exactamente y quién participaría en la marcha, porque reinaba un clima de discordia entre algunos de los miembros del SNCC y la SCLC del doctor King, y también había rumores acerca de que el Klan esperaría a los manifestantes para tenderles una emboscada a lo largo de la carretera.

Cuando llegué a Selma el 5 de marzo de 1965, dos días antes de la fecha en que debía comenzar la procesión hacia Montgomery, no había señales de que el doctor King se fuese a mezclar con la multitud que se había visto en los alrededores de la capilla Brown durante los últimos días y, la verdad, ninguno de los jóvenes activistas parecía extrañarlo, pues estaban más sintonizados con el director del SNCC, John Lewis, un joven de veinticinco años, de voz suave pero gran tenacidad, que estaba listo a liderar la marcha hacia Montgomery.

Lewis era un antiguo integrante de los Freedom Riders que, manteniendo la lealtad a su definición de «urgencia moral» al comienzo de los sesenta, nunca se echó para atrás frente a los puños, los bates de béisbol o las armas de las hordas de blancos y policías que desaprobaban sus viajes por el Sur en autobuses interestatales, en compañía de otros activistas, para luego desfilar por estaciones de transporte, con el fin de denunciar los avisos en los que se leía: HOMBRES BLANCOS, HOMBRES DE COLOR, SALA DE ESPERA PARA BLANCOS, SALA DE ESPERA PARA GENTE DE COLOR, y otras señales de discriminación que constituían una afrenta para su dignidad y su búsqueda de la democracia interracial. Nacido en 1940 en el seno de una empobrecida familia de aparceros de Alabama, en el condado de Pike, cerca de ciento treinta kilómetros al sureste de Selma, Lewis asistió a una escuela rural segregada a la que iba cuando no tenía que trabajar en el campo, donde ganaba menos de treinta y cinco centavos por cada cuarenta y cinco kilogramos de algodón que recogía. Siendo adolescente, lo inspiraron la noticia del firme comportamiento de Rosa Parks en un autobús y los sermones del doctor King, que escuchaba a través de la radio. Debido a que la matrícula era gratis en el Seminario Teológico Bautista Americano, con sede en Nashville, John Lewis se presentó allí con la intención de convertirse en predicador. Mientras estudiaba religiones comparadas, descubrió la filosofía de Gandhi de la no violencia y más tarde se dejó guiar por ésta cuando se unió a otros estudiantes en un intento por abolir la segregación en los comedores de Nashville, y luego ayudó a fundar el Comité de Coordinación Estudiantil de la No Violencia. En 1963 fue uno de los principales organizadores de la marcha de Washington y también uno de los principales oradores, junto con el doctor King y otros cuatro hombres reconocidos en ese momento como líderes nacionales del movimiento a favor de los derechos civiles (Roy Wilkins, James Farmer, Whitney Young y A. Philip Randolph). Pero, como Lewis era y siempre sería un individuo discreto y sin pretensiones, alguien que nunca buscaba la atención de la prensa para sí mismo, se hizo a un lado cuando los fotógrafos les pidieron a estos seis hombres que posaran juntos en Washington, antes del comienzo del desfile. Cuando las fotos aparecieron publicadas y la cara seria de Lewis y su diminuta figura quedaron casi por fuera, uno de sus colegas del SNCC, James Forman, le advirtió: «Tienes que salir al frente. No dejes que King se lleve todo el crédito. No te quedes atrás. Sal al frente».

En 1964 John Lewis estaba en Mississippi, activamente comprometido con la campaña estatal para el registro de votantes, y un año después se encontraba en circunstancias similares en Alabama, donde un día, mientras marchaba con otros veinte manifestantes hacia el palacio de justicia de Selma, se encontró con una barricada de policías estatales y miembros del destacamento del sheriff, dirigidos por Jim Clark en persona.

«De aquí no pueden pasar», dijo el sheriff Clark. «Den media vuelta y regresen. Ustedes no van a entrar en los tribunales hoy.»

«El palacio de justicia es un lugar público», contestó Lewis, «y tenemos derecho a entrar. No nos van a hacer dar media vuelta».

«¿Has oído lo que he dicho?», preguntó Clark en voz más alta. «Den media vuelta y regresen a sus casas.»

«¿Usted ha oído lo que yo he dicho?», replicó Lewis. «No vamos a dar media vuelta.»

Lewis levantó la vista y se quedó mirando fijamente y de manera impasible la enorme cara enrojecida del sheriff quien reaccionó acercando su prominente quijada cada vez más y más, hasta quedar prácticamente encima del puente de la nariz pequeña y bulbosa de Lewis. Ninguno de los dos hombres habló durante varios segundos, mientras mantenían su posición y crecía la tensión entre ellos y entre los hombres que los rodeaban con firmeza, a saber, los manifestantes negros, reunidos nerviosamente detrás de Lewis, y la falange de hombres armados y con casco, que estaban parados hombro a hombro detrás del sheriff El único movimiento que se sentía eran las vueltas que el sheriff le daba a la porra que sostenía con las dos manos a la altura del pecho, debajo de su quijada y encima de la nariz de Lewis.

Luego se abrió una puerta del edificio federal al otro lado de la calle y de allí salió J. L. Chestnut Jr. Había pasado toda la mañana y la mayor parte de la tarde dentro, discutiendo mociones, sin saber de las intenciones de Lewis de liderar una manifestación ese día; ahora estaba asombrado de ver lo que veía e incluso dudaba de lo que veía: el intrépido y diminuto dirigente del SNCC enfrentando al monstruoso sheriff de Selma. Ay, John Lewis está loco, pensó Chestnut, y ahora va a salir herido. Hacía una semana, casi en el mismo sitio. Chestnut había visto cómo el sheriff golpeaba a un anciano negro que formaba parte de una marcha; Chestnut quería gritarle a Lewis para advertirle, para convencerlo de que se alejara de la porra de Clark, pero quedó virtualmente paralizado y no pudo decir ni hacer nada distinto a esperar y observar. Y lo que vio enseguida fue algo que identificaría después como un «renacimiento», una «especie de conversión» que le ayudó a entender lo que había querido decir Martin Luther King Jr. acerca del derecho moral y el poder divino que guía a veces la resistencia de un individuo a las leyes injustas y cómo uno no es digno de vivir si no hay nada por lo que esté dispuesto a morir.

Clark también debe de haber pensado que John Lewis estaba loco, o tan temerariamente convencido de que estaba en lo correcto que era peligroso, o al menos demasiado difícil de manejar en ese momento. Clark dio un paso atrás, se volvió hacia sus hombres y movió la porra en el aire para señalarles que despejaran el camino. Luego volvió a enfrentarse a su invencible rival y, después de hacer un gesto con la cabeza hacia la puerta del palacio de justicia, dijo con tono hosco pero suave: «Maldición, sigan».

Sin decir nada, sin hacer ningún gesto de gratitud y ni siquiera mirar al sheriff, John Lewis continuó hacia las escalinatas del palacio de justicia, al tiempo que sus seguidores caminaban solemnemente detrás de él, y J. L. Chestnut Jr. siguió observando con asombro, mientras pensaba: no hay manera de que Lewis no haya estado aterrorizado, ¡pero se mantuvo firme y ganó! Y no tenía pistolas. No tenía un destacamento. Sólo iba acompañado por veinte individuos decididos, que formaban una pequeña fila. Sin embargo, se enfrentó cara a cara con el poder de Alabama y, apoyándose en lo que creía, se negó a ceder… y Alabama parpadeó… y al diablo con Hare…

Pero la siguiente ocasión en que Chestnut volvió a ver a John Lewis en una situación semejante, encabezando una fila de negros que atravesaban el puente de Selma, en la mañana del domingo 7 de marzo de 1965, vería luego su cuerpo tirado en la carretera, con los huesos rotos, sangre en la cabeza y el cráneo fracturado, mientras que el sheriff Clark y docenas de agentes de la ley perseguían a los manifestantes que huían de regreso a la capilla Brown, dejando a diecisiete de ellos esparcidos a lo largo de la carretera, doloridos y tosiendo a causa del gas, hasta que fueron llevados a un hospital segregado. El ataque de la policía fue tan rápido que ni siquiera Lewis, con toda la experiencia que había adquirido como cabeza del SNCC y Freedom Rider, pudo prever esta calamidad, este brutal y vengativo ataque por parte de la policía, que más tarde Lewis llegaría a considerar el peor y el mejor día de su vida.

Hasta unos pocos minutos antes de ser golpeado, iba caminando con tanta tranquilidad como si estuviera dando un paseo dominical a través del parque, guiando a un alegre grupo de parientes hacia un picnic. Se oían canciones que provenían de atrás, la cordialidad de hombres y mujeres negros aliados en su solidaridad, que llevaban junto con sus morrales el peso de sus creencias y la sensación de estar en el camino correcto hacia alguna forma de redención. Al lado de Lewis iba el representante de King, Hosea Williams, y detrás de ellos venía un par de organizadores de la campaña por el derecho al voto, de los condados cercanos de Lowndes y Perry (escenario del asesinato de Jimmie Lee Jackson); detrás de estos hombres venían dos veteranas activistas de Selma; una era higienista dental, y la otra, economista agrícola entrenada en Tuskegee, que trabajaba con familias de granjeros y estaba luchando para lograr registrarlos; y detrás de ellas venía el pastor de la capilla Brown junto con un educador que enseñaba ciencias en la secundaria negra; y detrás de ellos, formados de dos en dos, había cientos de personas más, hombres y mujeres de distintas ocupaciones y edades y también muchos estudiantes, casi todos vestidos con la ropa de domingo y obedeciendo las instrucciones de sus mayores de caminar solamente por la acera a lo largo del distrito financiero y comportarse de manera discreta y disciplinada, aunque todos los negros en esta larga procesión fueran culpables de lo que el juez Hare llamaba «conducta desordenada».

Sin embargo, la policía no los detuvo cuando siguieron hacia la zona comercial de Selma y tampoco fueron interceptados por ninguno de los muchos blancos indignados que se arremolinaban junto a las vitrinas de las tiendas a observar la procesión. Pero después de que los manifestantes que iban a la cabeza comenzaron a cruzar los arcos de la parte central del puente, pudieron ver que la carretera estaba bloqueada más adelante por filas de hombres con casco. A medida que John Lewis se fue acercando, reconoció a algunos de los agentes de uniforme azul de la policía estatal y a los miembros de la policía montada de la oficina del sheriff cuyo uniforme era de color caqui, y, por supuesto, a Jim Clark. Lewis pretendía seguir caminando hasta llegar a la barrera y luego supuso que le dirían que estaba bajo arresto y lo enviarían a la cárcel, hasta que J. L. Chestnut Jr. lo sacara bajo fianza. Esto se había vuelto una especie de formalidad para este joven pero muy experimentado activista de los derechos civiles. Ya había sido arrestado más de treinta veces desde que comenzó a protestar en los comedores de Tennessee, cinco años atrás, y aunque muchas veces, cuando fue Freedom Rider, había sido abofeteado, pateado, escupido y golpeado con pistolas por turbas de blancos y la policía, Lewis no previo que ese día, en la carretera hacia Montgomery, lo esperara un ataque físico. La reciente timidez de Clark en el palacio de justicia probablemente contribuyó a hacerle pensar eso, así que siguió hacia delante sin preocuparse, hasta que llegó a unos noventa metros de la policía y oyó que uno de los agentes comenzaba a gritar a través de un megáfono: «… Les doy tres minutos para dispersarse y regresar a su iglesia. Ésta es una marcha ilegal. No se les permitirá continuar».

Desde donde yo me encontraba, a la orilla de la carretera, enfrente de donde estaba Chestnut de pie sobre la plataforma de un camión, observé que muchos miembros de la policía montada del sheriff no parecían poder controlar plenamente sus caballos. Los animales parecían nerviosos, incluso delirantes, se levantaban sobre sus patas traseras y movían nerviosamente la cabeza, al tiempo que emitían sonidos de perturbación que eran interrumpidos por las imprecaciones de sus jinetes, que tiraban con fuerza de las riendas en un esfuerzo por permanecer sobre la montura. No sé mucho sobre caballos, pero en muchas ocasiones he visto a la policía montada de Nueva York controlando multitudes de manifestantes, y estoy seguro de que lo que estaba viendo allí era una situación caótica, ya fuera porque a los hombres les habían asignado unos caballos rebeldes con los que no estaban familiarizados, o porque los caballos mismos estaban reaccionando a la corriente de belicosidad que sus jinetes les transmitían a través de la silla. Pero el alguacil no parecía notarlo, mientras caminaba solo, lejos de la barricada, hacia el lado de la carretera donde estaba yo con otros miembros de la prensa. Llevaba su uniforme hecho a la medida y la gorra con la visera de la trenza dorada, y a medida que se nos acercaba, moviendo su porra, yo podía comprobar cómo se le iluminaba la cara y le brillaban los ojos, al ver las luces de muchas cámaras que lo fotografiaban.

A mi derecha estaba el equipo de cámaras de la NBC, y a mi izquierda, un fotógrafo independiente llamado Norris McNamara, que había venido conmigo en el Chevrolet coupé rojo escarlata que yo había alquilado en Avis hacía dos días, cuando llegué en avión a Montgomery. Hubiera preferido un coche menos conspicuo, con el fin de llamar la atención lo menos posible en este lugar que suponía que ya estaba harto de los foráneos que venían a destacar la tensión que se vivía en Selma, pero el coupé rojo fue el único coche que pude conseguir. La mañana de ese domingo lo estacioné en una calle secundaria del distrito financiero, porque la policía había cerrado el puente al tráfico vehicular después de enterarse de la marcha. Y, mientras atravesaba la rampa hacia la carretera con McNamara, oyendo los insultos que nos lanzaban algunos jóvenes blancos por ser periodistas —McNamara llevaba dos o tres cámaras colgadas al cuello—, comencé a sentir una cierta animadversión hacia McNamara. Me preguntaba por qué tenía que andar por ahí, en medio de esta febril ciudad, exhibiendo todas esas cámaras. Pero no dije nada, y el sheriff Clark definitivamente no se sintió ofendido cuando McNamara se paró delante de mí y comenzó a tomarle fotografías. Después de que el agente con el megáfono anunciara su advertencia de tres minutos, el sheriff dio media vuelta y regresó a la barricada, cerca de sus hombres y sus nerviosos caballos, que echaban espuma por la boca.

Al llegar a la barricada, los manifestantes que iban delante se detuvieron y guardaron silencio durante unos segundos frente a los agentes de la ley, como esperando instrucciones o quizás, incluso, algún tipo de diálogo. Pero el alguacil y el oficial en jefe de la policía estatal se quedaron mirándolos, en especial a John Lewis, quien reaccionó adoptando con determinación la misma actitud pasiva de desafío que había mostrado en el palacio de justicia. Era una actitud carente de provocación, que se inclinaba más a la indiferencia. Entretanto, el agente con el megáfono levantó la mano izquierda para mirar su reloj. Quedaba al menos un minuto antes de que se agotara el tiempo límite. Detrás de él, los otros policías y el destacamento se dedicaban a ponerse las máscaras de gas, y cerca de treinta segundos después, sin que mediase ninguna señal u orden que yo alcanzara a registrar, se apresuraron a entrar en acción y lanzaron al aire la primera de muchas latas de gas hacia donde estaban los manifestantes, y, de repente, al tiempo que la gente empezaba a gritar y a dispersarse, los botes comenzaron a explotar con un estallido como de arma de fuego al estrellarse contra la carretera, soltando nubes de un humo cáustico que rápidamente envolvió a la multitud de negros y les quemó los ojos y los dejó momentáneamente ciegos y aterrorizados, retrocediendo a tientas, antes de tratar de levantarse rápidamente y alejarse del castigo de sus enfurecidos atacantes uniformados.

Los agentes de la ley atacaron a los manifestantes a pie y a caballo, lanzando sus porras y sus bastones eléctricos y las culatas de sus rifles contra cualquier figura negra que pudieran distinguir vagamente en medio del remolino de humo. Mientras yo observaba horrorizado y sin poder hablar, de pie junto a McNamara —que no dejaba de disparar su cámara—, tomando notas a la orilla de la carretera, pude oír cómo surgían de entre la neblina, a unos pocos metros, el llanto dolorido y los suspiros de las mujeres negras, que formaban casi una melodía, y las imprecaciones y quejidos de muchos hombres, y también otros sonidos que nunca antes había oído: el ruido casi sordo que hacían las porras de madera y las culatas de los riñes al golpear la carne cubierta por la ropa de los manifestantes, y, al mismo tiempo, el ruido de los cortes en los cascos de plástico y forrados en acero de algunos de los agentes de la ley, clap, clue, clop; clap, cluc, clop. También oía los ruidos que hacía el equipo de tres hombres de la cadena de televisión NBC, ubicados en un descampado cercano, mientras grababan toda la escena, que pronto sería difundida alrededor del mundo, para regresar a Selma como un bumerán.

«Vámonos de aquí», le grité a McNamara, mientras sentía el olor del gas y me llevaba a la cara el pañuelo que tenía en el bolsillo. Yo quería seguir a los cientos de manifestantes que huían y a sus perseguidores uniformados, a quienes veía ahora a través del humo cruzando el puente de regreso a Selma, corriendo en diferentes direcciones a lo largo de la orilla del río y a través del distrito financiero. Con la esperanza de localizar fácilmente mi coche, pensé en visitar la capilla Brown y luego la comisaría de policía, en busca de información sobre el número de heridos y de individuos arrestados: tal vez podría conseguir declaraciones del alcalde, el sheriff y algunos de los manifestantes y organizadores de la marcha. Luego, mi plan era conducir hasta mi hotel, el viejo edificio con adornos dorados y construido por esclavos que estaba en el centro de la ciudad y donde se hospedaban muchos periodistas, y comenzar a escribir mi artículo. Tenía que terminarlo antes de la seis de la tarde para llegar a cumplir con el último plazo de entrega del Times.

Mientras coma por el arcén de la carretera hacia el puente con McNamara, pensando en cómo podría empezar mi historia, vi la vía cubierta de zapatos, sombreros, pañuelos, paraguas, cepillos de dientes y otros objetos que los manifestantes habían abandonado; también había varias personas negras postradas, que recibían asistencia médica, y una ambulancia que acababa de dejar pasar un policía, una ambulancia entre cuyos pasajeros estaba, según me enteré después, el cuerpo sangrante y apenas consciente de John Lewis. Yo no vi cuándo lo golpearon, pero supe que él había sido el primer objetivo, sin duda el primer blanco del sheriff Clark y sus secuaces.

Aliviado al ver que mi coche no había sido robado ni atacado por vándalos, quité rápidamente el seguro de las puertas, mientras McNamara, con sus cámaras colgándole del cuello, se dirigía a la puerta del copiloto. Había mucha gente negra corriendo por las aceras a ambos lados de nosotros, desapareciendo a veces por callejones, o escondiéndose momentáneamente detrás de vallas publicitarias o de las cercas y muros de los edificios residenciales y las tiendas, en su afán por eludir a los agentes de la ley que galopaban a un lado y otro montados en sus caballos, o recorrían las calles en sus patrullas, buscando a los manifestantes. Después de poner en marcha el motor, mientras me separaba lentamente de la acera, noté que algunos de los blancos que observaban desde las ventanas del segundo piso y las entradas de sus casas me hacían señas para llamar mi atención y señalaban hacia la parte trasera de mi coche. Luego comencé a sentir que me mecía de un lado a otro y oí unos golpes contra el maletero y el parachoques trasero, y, súbitamente, un hombre blanco, rollizo y de barba roja, que debía de tener treinta años y respiraba pesadamente, intentó abrir mi puerta haciendo fuerza con sus piernas hacia atrás y tirando de la manija exterior, mientras el coche avanzaba lentamente.

«Oigan, amantes de los negros», me gritó a mí y a McNamara, «¿para dónde van?». Antes de que pudiéramos responder, dos de sus amigos llegaron corriendo para apoyarlo y se aferraron a la puerta, al tiempo que seguían meciendo el coche, y uno de ellos escupió en mi dirección lo que creo que era jugo de tabaco, mientras yo mantenía las manos sobre el volante y el coche continuaba avanzando lentamente.

«¡Rápido, acelera!», me susurró McNamara con tono de urgencia, mientras se agarraba las solapas de la enorme chaqueta de algodón que llevaba, para cubrir sus cámaras. Yo pensé en acelerar y arrastrar al trío conmigo si seguían agarrados de la puerta, pero eso también parecía demasiado arriesgado en ese momento y ese turbulento lugar: atravesar el centro de Selma a toda velocidad, en un coupé rojo, con tres rufianes furiosos, y posiblemente armados, colgando de la puerta, mientras los desaforados agentes de la ley seguían cazando a los negros que huían. Así que detuve el coche completamente, pero dejé el motor encendido, y luego me giré hacia los tres intrusos y fue ahí cuando los reconocí. Ya los había visto antes, de pie detrás de mí, a orillas de la carretera, cerca del auto-restaurante, ellos estaban al frente del grupo de hombres blancos liderados por el bravucón que gritaba y agitaba la bandera confederada.

«¿Qué te parecería que te rompiéramos tu jodida puerta?», me preguntó uno de ellos, un individuo delgado y de ojos brillantes que debía de tener poco más de veinte años, llevaba una gorra de béisbol y enseñaba una dentadura a la que le faltaba uno de los dientes de delante.

«Espero que no vayan a hacer eso», respondí. «Alquilé este coche en Montgomery.»

«Entonces ¿qué te parecería que te partiéramos tu jodida cara?», preguntó el de la barba roja que me había hablado antes.

«Espero que tampoco hagan eso», dije. Traté de hablar con un tono neutro, pues no deseaba parecer intimidado, pero tampoco quería alborotar a esta gente más de lo que ya estaban. Probablemente están medio ebrios, pensé. Hablaban arrastrando las palabras y se sostenían en pie con dificultad, como si dependieran de la puerta para mantener el equilibrio. Si alguno de ellos soltaba la puerta y se dirigía hacia mí, yo sabía que pisaría el pedal del acelerador y me arriesgaría. Pero los hombres se quedaron donde estaban, moviendo y tirando de la puerta, que ya tenía las bisagras totalmente extendidas, y lo siguieron haciendo incluso cuando un vehículo de la policía de Selma se nos acercó.

«Oiga, está bloqueando la vía», me dijo un agente desde la ventanilla abierta de la patrulla. «Mueva ese maldito coche…»

«Eso es lo que estamos tratando de hacer, agente», contestó McNamara, inclinándose sobre mí mientras hablaba en voz muy alta, «pero estos tipos no nos dejan».

El policía miró a los tres hombres, pero no dijo nada. El de la barba roja le estaba sonriendo de una manera que me indicó que se conocían. Luego el de la barba y los otros dos retrocedieron lentamente y soltaron la puerta, y, de repente, como si se hubiesen puesto de acuerdo, corrieron hacia la puerta y la empujaron hacia dentro con sus botas y las palmas de sus manos, cerrándola con tanta fuerza que McNamara y yo rodamos hacia el otro lado del coche y nos estrellamos el uno contra el otro.

«Ya pueden sacar su maldito coche de aquí», dijo el agente de policía.

Una vez me acomodé detrás del volante y metí la marcha, comencé a avanzar. Mientras me alejaba, en dirección a la capilla Brown, oí que el hombre de la barba roja nos gritaba: «Deberíamos haberles pateado el culo. Ustedes vienen aquí y comienzan todo este problema, pero no saben una mierda sobre Alabama…».