12.

Si yo hubiese poseído una gran conciencia social cuando estaba en la Universidad de Alabama, habría ennoblecido mis días de estudiante allí con una valiente denuncia del racismo, la cual se habría anticipado varios años a la aparición de los activistas de derechos civiles en el Estado; pero la verdad es que, independientemente de las sensibilidades igualitarias que yo tuviera como estudiante, todo pasaba a segundo plano cuando pensaba en la gratitud que sentía hacia la directiva de la universidad, que me había permitido acceder al único campus en Estados Unidos que aceptó recibirme.

No estoy diciendo que fuese inmediatamente recibido en todas partes con los brazos abiertos, o que hubiese podido unirme a las mejores fraternidades cristianas (yo me uní a la peor, Phi Sigma Kappa, que era la más tolerante al aceptar estudiantes que vinieran del Norte), o cumplir mi ambición del último año de convertirme en el editor del periódico estudiantil. Supongo que yo lo sabía, pero todavía no estaba preparado para aceptar el hecho de que las posiciones más prestigiosas, por las cuales los estudiantes competían en las urnas, estaban destinadas a los estudiantes del Sur, afiliados a las principales fraternidades, las cuales tenían mayor influencia dentro de la «maquinaria» política que controlaba el campus. Cuando me presenté para el puesto de editor, un estudiante líder político me dijo que el trabajo que yo quería ya se lo habían prometido a otro; y agregó que si no retiraba inmediatamente mi nombre, tal vez no podría continuar siendo editor deportivo ni columnista del periódico durante mi último año. Así que obedecí sin demora ni discusión. Yo conocía mi lugar. Yo era un extranjero, un yanqui italiano que tenía un valor simbólico. En este campus, que todavía no estaba listo para aceptar negros, la universidad cumplía con su cuota de «diversidad» y «acción afirmativa» mediante gente como yo y otros estudiantes de piel olivácea y nacidos fuera del Estado, cuyos ancestros podían ser judíos, árabes o griegos, estudiantes a quienes la facción del Ku Klux Klan de Tuscaloosa consideraba como blancos fronterizos. Y, sin embargo, en esa época creía, y seguí creyéndolo después de graduarme y mudarme a Nueva York, que el racismo estaba tan presente en el Norte como en el Sur, en múltiples formas que pasaban inadvertidas y no se denunciaban.

El racismo se aceptaba con tanta tranquilidad en mi ciudad natal, sobre las costas de Nueva Jersey, durante los treinta y cuarenta, que yo crecí prácticamente sin darme cuenta de que existía. En el cine de nuestra ciudad, sobre el paseo marítimo, era tradicional que los negros vieran la película desde el palco y, sin que hubiese ningún aviso o directriz de parte de la gerencia, lo hacían sin poner objeciones. Aunque los estudiantes negros estaban mezclados con los blancos en las escuelas públicas, fuera de las aulas y los campos deportivos había poco contacto social entre las dos razas. La división racial en la propiedad inmobiliaria se mantuvo de una generación a otra, gracias a varias políticas bancarias para el alquiler y la obtención de préstamos para vivienda que, sin importar las leyes que pudieran existir, se aseguraban de que los residentes negros estuvieran básicamente desterrados de los barrios blancos, lo cual creó un barrio negro que tenía más de un siglo de antigüedad y sobrevivía aquejado por el deterioro y la miseria.

En mi ciudad natal y en otras ciudades a lo largo y ancho del Estado, y también en Nueva York, había facciones secretas del Ku Klux Klan. Excepto en mi ciudad, al menos durante mi niñez a finales de los treinta y comienzos de los cuarenta, la presencia del Klan era a veces bastante obvia. Recuerdo ver gente con sábanas blancas reunida delante de todo el mundo para celebrar ceremonias como la recepción de nuevos miembros o la despedida de los viejos y, por cualquier razón, ahí estaban, todos de blanco, reunidos en los jardines del campamento de la Methodist Tabernacle Society, o en el paseo marítimo, o en la playa, haciendo lo suyo, que era sobre todo estar por ahí y conversar entre ellos con tanta tranquilidad como si fueran un grupo de chefs discutiendo los menús para una clase de cocina al aire libre.

El público general les prestaba poca atención. Los peatones pasaban por delante, incluidos los negros, y seguían de largo. Mi padre me dijo una vez con certeza, pero sin que me explicara nunca por qué estaba tan seguro, que conocía la identidad de tres de los hombres de nuestra ciudad que pertenecían al Klan. Dijo que dos de ellos eran bomberos y que el otro, un individuo graduado de la Escuela de Farmacia de Filadelfia, era el dueño de nuestra principal farmacia. Este hombre y mi padre asistían juntos a una cena, una vez por semana, como miembros del Club Rotario. Aunque mi padre afirmaba que no había referencias directas al Klan en esas cenas, sí sugería que él y otros rotarios se comportaban con ese farmacéutico con la misma discreción que adoptaban con frecuencia los residentes de ciudades grandes como Filadelfia o Nueva York cuando tenían un vecino que estaba en la Mafia. Siempre y cuando las actividades violentas del crimen organizado permanecieran fuera del barrio —o, en este caso, siempre y cuando los hombres con capuchas blancas no quemaran cruces en nuestra playa ni colgaran negros de nuestros árboles—, era posible que, en esos lugares y en esas épocas, los buenos ciudadanos coexistieran íntimamente con los malos.

Al pensar en eso ahora, más de medio siglo después, llama la atención sólo en un contexto contemporáneo que, en aquellos días, esos hombres vestidos con sábanas blancas, que no hacían casi nada en público, pudieran ser tan persuasivos durante tanto tiempo y lograran mantener el statu quo en ciudades como la mía, mientras que el resto de los ciudadanos lo aceptaba. Tal vez, en su gran mayoría esos ciudadanos se podían intercambiar sin problema con la gente que llevaba las sábanas. Pero, claro, recuerdo haber visto boletines informativos en los años treinta que mostraban a montones de hombres del Klan marchando desafiantes por Washington D. C.; y aunque la capital de los Estados Unidos de los treinta era muy distinta en lo que tiene que ver con su espíritu democrático y su conciencia racial de lo que sería en los sesenta, cuando acogió las palabras del doctor King, siempre recuerdo el último comentario del entrenador Bryant acerca de que fue Sam «Bam» Cunningham quien logró dejar la huella más significativa en gente que, de otra manera, habría permanecido de acuerdo con el Klan. En todo caso, cuando dejé mi casa para ir a la universidad, en 1949, no me pareció que Alabama fuera un territorio tan extraño como el que pensé que sería por lo que sabía. Siendo un extranjero italiano, asistí a clases con compañeros cuya historia familiar en el Sur de Estados Unidos era, en muchos sentidos, similar a la historia de mi propia familia en el Sur de Italia. De hecho, cuando exploré por primera vez el área rural de la Italia del sur, a comienzos de la primavera de 1955, mientras estaba de permiso de mi unidad del ejército estacionada en Alemania, con frecuencia pensaba que estaba viajando por el área rural de Alabama. No sólo era la semejanza del clima, la sencilla belleza de la región, el ritmo lento de los campesinos que caminaban por carreteras polvorientas, en medio de los sonidos de los animales domésticos, y el aspecto sobrio, aunque ocasionalmente festivo, de las plazas de los pueblos, con sus estatuas centrales —que en Italia celebraban la memoria de los santos mártires y en Alabama conmemoraban a los soldados confederados caídos en batalla— y las Blas de viejos sentados a la sombra, con sus gorras y sus bastones, que se quedaban observando con una expresión de asombro en sus caras arrugadas por el sol cada vez que un extraño pasaba delante de ellos, un extraño que a veces era yo; no, el mayor vínculo entre estos italianos del Sur con los norteamericanos del Sur era, en mi opinión, esa vaga sensación de separación que siempre los acompañaba.

Cuando el Sur de Estados Unidos estaba bajo el ataque de los ejércitos del Norte, en la década de 1860, la parte sur de Italia también estaba sitiada por militares del norte, dirigidos por el general Giuseppe Garibaldi, quien planeó su estrategia en ciudades del norte, con dinero y tropas del norte, y luego zarpó hacia el sur por el Mediterráneo para lanzar su invasión a través de la isla de Sicilia y entrar en el sur de la península, cruzando la provincia de donde era mi padre y conquistando finalmente la ciudad capital del Sur, Nápoles. El general Garibaldi alcanzó la victoria con tal rapidez que el presidente Abraham Lincoln trató infructuosamente de convencerlo para que liderara algunas de las divisiones de la Unión en sus continuas campañas contra la Confederación.

La capitulación de los habitantes del Sur de Italia y la de los del Sur de Estados Unidos en la década de 1860 fueron seguidas en los dos sitios por periodos de ocupación militar que engendraron el nacimiento de rabiosas y despiadadas bandas de resistencia local (dirigidas por la Mafia en Italia y por el Klan en Estados Unidos), y que al final no hicieron otra cosa que reforzar la disparidad y la falta de unidad entre el Sur y el Norte, porque a los pueblos cuyo territorio es gobernado por los conquistadores los guía el espíritu de la resistencia. Ha pasado cerca de un siglo y medio desde que los invasores del general Garibaldi y sus líderes civiles del norte tomaron el sur de Italia, pero durante mis múltiples visitas a Italia desde esa primera vez, en 1955, siempre encuentro que el sureño medio se resiste tercamente al cambio, que es relativamente pobre y está necesitado y que por lo general es pesimista. El dialecto del sur que hablan en la región en la que vivió mi padre en su infancia no tiene tiempo futuro. El último logro del general Garibaldi no fue la unificación nacional sino la destrucción de la autonomía del reino del sur y el consiguiente abandono de Italia por parte de muchas gentes del sur que huyeron hacia América. Cuando se embarcaron desde el puerto de Nápoles, dejaron atrás una ciudad caracterizada por palacios barrocos agrietados y descoloridos, que fueron construidos por la aristocracia que Garibaldi expulsó del poder en la década de 1860. Desde entonces, muchas de esas construcciones han sido renovadas y vueltas a levantar por las últimas generaciones de viejas familias del sur, que permanecieron en Nápoles y son los primos espirituales de aquellos norteamericanos de Alabama y otros lugares del Sur que siguen restaurando y venerando sus mansiones de antes de la guerra.

Cuando vi las fotografías de la época de la Depresión que les tomó Walker Evans a algunas familias de aparceros blancos pobres de Alabama —parte de estas fotos aparecieron en un libro que Evans y su colaborador, el escritor James Agee, publicaron en 1941 con el título Let Us Notv Praise Famous Men—, pensé que estaba viendo algunas de las mismas caras duras y macilentas que había visto al viajar por la región del sur de Italia de donde era originario mi padre. Estas caras de Alabama reflejaban lo que Agee llamó «la vida de un grupo de seres humanos indefensos y abrumadoramente golpeados». Aunque el esfuerzo editorial de Agee y Evans presentó un memorable y conmovedor retrato de esas personas, su libro, que fue reseñado con entusiasmo por Lionel Trilling, recibió algunas críticas por «ver a esta gente como si fuera absolutamente buena» y desestimar «la malicia o la mezquindad» que a menudo acompañaba al racismo que reinaba entre la comunidad de aparceros y a lo largo y ancho del Estado.

Los blancos pobres de Alabama necesitaban a alguien que estuviera por debajo de ellos, y esa distinción recayó sobre los negros. La vida miserable que las dos razas compartían como vecinos, en las mismas chozas hechas de tablas de pino, no alcanzaba a borrar la discriminación que les daba a los blancos una ventaja y les permitía retener lo que fuera que los separaba de los negros. Las fotografías de Evans documentaban la democracia del fracaso blanco en Alabama, y las caras pálidas y manchadas de su libro —caras arrugadas, de ojos sombríos y gesto adusto— se ofrecían como expresión de la resistencia, el estoicismo y la indiferencia hacia el sufrimiento. Pero yo he visto expresiones similares en las revistas de aquella época, en las caras de los participantes en turbas de linchamiento, como la chusma que quería colgar en el pueblo de Scottsboro, Alabama, a nueve jóvenes y niños negros, debido a las dudosas acusaciones de violación que dos mujeres blancas habían proferido contra los acusados. En efecto, la fisonomía de la turba que quería linchar a los negros prefiguraba las caras blancas de los agentes de la ley que observé en 1965, siendo ya periodista, mientras miraban de manera impasible a los manifestantes negros momentos antes de que estos últimos fuesen atacados a golpes y garrotazos a lo largo de una carretera en Selma, Alabama, con el fin de someterlos.

Los manifestantes estaban al frente del movimiento por los derechos civiles de Martin Luther King Jr., y sus atacantes —que llevaban cascos e iban armados de porras, bastones eléctricos y botes de humo— eran miembros de la policía estatal de Alabama y la oficina del sheriff. Podrían haber sido los hijos o nietos de aquellos aparceros que Walker Evans fotografió, porque eran producto del mismo medio atrasado y poco educado, y sus expresiones faciales eran igualmente adustas. Con todo, a mediados de los sesenta, estos hombres con cascos personificaban el asalto frontal de Alabama contra los manifestantes del reverendo doctor King y la ciudad de Selma había sido deliberadamente elegida por King porque no había otro lugar en el Sur que pudiera enfurecerse más con la invasión de un grupo de manifestantes negros de otros pueblos que reclamaban un cambio, y el inevitable conflicto llamaría la atención de los medios y le atraería mucha publicidad a su misión. Aunque había nacido y vivía en Atlanta, el ministro bautista conocía muy bien Alabama, pues había sido pastor en Montgomery y con frecuencia viajaba a lo largo y ancho del estado predicando contra las desigualdades de su sociedad; una vez llegó incluso a predicar detrás de los barrotes de una cárcel en Birmingham.

En 1955, después de que una costurera negra llamada Rosa Parks se negara a cederle el puesto a un pasajero blanco en un autobús en Montgomery, el reverendo doctor King aprovechó el incidente para denunciar la política de la ciudad de mantener un sistema de transporte público segregado, y el boicot a los autobuses que siguió y duró 381 días inauguró el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos. Una década después, mientras que King planeaba volver a concentrarse en Montgomery como la fuente de la estrategia estatal que les negaba a los negros el derecho a votar, decidió presentar su caso en Selma, un viejo pueblo agrícola de arraigadas tradiciones sureñas y famoso por sus abusos, localizado a ochenta kilómetros al oeste del edificio del capitolio de Alabama en Montgomery.

Selma era una tranquila ciudad ubicada en la parte central-meridional de Alabama, encaramada en un alto acantilado sobre las riberas del fangoso río Alabama. Más de la mitad de sus cerca de veintisiete mil habitantes eran negros, muchos de ellos relacionados con los esclavos que fueron llevados allí por los dueños de plantaciones durante la década de 1820. En 1840, Selma era el corazón de la pujante economía del algodón de Alabama y había un número significativamente mayor de esclavos que de blancos. En 1848, trescientos inmigrantes alemanes, muchos de ellos trabajadores metalúrgicos y mecánicos, llegaron a Selma e introdujeron la forja en hierro y la fabricación de armas, y como la ciudad estaba comunicada tanto por río como por vía férrea, se convirtió en un importante depósito de suministros y en un centro industrial para los estados confederados, justo antes del estallido de la Guerra Civil. En consecuencia, en la primavera de 1865 Selma también se convirtió en un objetivo militar clave para el ejército de la Unión. El 2 de abril Selma fue atacada por nueve mil soldados del norte, que aplastaron a los casi cuatro mil soldados confederados que la estaban defendiendo, y destruyeron la ciudad. Quemaron casas y edificios públicos, abusaron de mujeres, mataron caballos e incendiaron miles de pacas de algodón. Tal vez ningún otro lugar de Alabama fue más asolado por la guerra ni más controlado por sus conquistadores durante los diez años de ocupación armada después de la guerra, y los habitantes blancos del pueblo alimentaron un profundo y duradero resentimiento que se extendió hasta el siguiente siglo.

Como resultado de la decisión que tomó la Corte Suprema de Estados Unidos en 1954, a raíz del caso Brown vs. Secretaria de Educación, de ordenar la abolición de la segregación racial en las escuelas, Selma fue la primera ciudad de Alabama en organizar un Consejo de Ciudadanos Blancos que se oponía al mandato de la corte. La actitud predominante en el pueblo ayudó a dar forma a las opiniones sobre el tema racial de algunos personajes locales como Eugene «Bull» Connor, el comisionado de seguridad pública que atacó con perros y mangueras a los manifestantes negros en Birmingham; Leonard Wilson, el estudiante de pregrado de la Universidad de Alabama que en 1956 lideró una protesta en el campus contra la inscripción del primer estudiante negro de la universidad, Autherine Lucy, y James G. Clark Jr., el sheriff de Selma y su más acérrimo segregacionista, quien, cuando le preguntaron en una rueda de prensa si tenía un héroe que hubiese influenciado su pensamiento, contestó sin dudar: «Nathan Bedford Forrest». Forrest fue el general confederado que trató de defender Selma del ataque de sus invasores durante la Guerra Civil y, cien años después, en 1965, el sheriff Clark afirmaba tener una aspiración similar al intentar impedir que el reverendo doctor King y sus «agitadores de fuera» cruzaran el puente de Selma en su marcha rumbo a Montgomery.

Yo era parte del equipo de tres hombres que mandó el Times y estaba entre las varias docenas de periodistas de otros estados que volamos a Alabama durante la primera semana de marzo de 1965, para cubrir la marcha de cinco días que habían planeado los manifestantes entre Selma y Montgomery, y que debía comenzar el 7 de marzo. A diferencia de la mayoría de los periodistas que seguían llegando, yo conocía Selma bastante bien, pues la había atravesado muchas veces durante mis días de universidad y ocasionalmente me había detenido a contemplar sus mansiones blancas restauradas, con esas amplias terrazas y esas columnas corintias acanaladas, y su hotel frente al río, construido en la década de 1840, con balcones estilo francés, adornados con filigrana de hierro forjado, y al otro lado de la calle, sus deteriorados almacenes y otros edificios que fueron en otros tiempos la sede del centro de compra y venta de esclavos de Selma.

En su mayoría, los descendientes de esclavos que decidieron quedarse en Selma después de su supuesta emancipación encontraron trabajo como empleados domésticos de los blancos, jornaleros o dependiente y, hacia la década de 1950, unos cuantos habían elevado su nivel de vida hasta conformar un contingente de negros de clase media que eran médicos, dentistas, empresarios de pompas fúnebres, hombres de negocios, maestros y predicadores que atendían las necesidades de su comunidad. Pero aunque no había escasez de sacerdotes negros en Selma, no había ni un solo abogado negro trabajando en la ciudad cuando la Corte Suprema de Justicia dijo, en 1954, que la segregación por color en las escuelas públicas era inconstitucional. Y entre los cerca de quince mil residentes negros de Selma, menos de doscientos tenían derecho a votar y ninguno había sido llamado nunca para formar parte de un jurado.

Esta última situación fue denunciada infructuosamente un año antes por los negros que asistían a un juicio en la corte del condado en el cual se juzgaba a un negro acusado de atacar sexualmente a unas mujeres blancas. Una de las mujeres era la esposa de un aviador destinado en Craig Field, a diez kilómetros de la ciudad. Ella afirmaba que su atacante había entrado por la ventana de su casa, le había puesto un cuchillo en la garganta y la había violado una noche de marzo de 1953. Aunque el hombre llevaba una máscara, ella testificó que había podido verle los ojos y sabía que era negro. Un mes después, una joven casada, cuyo padre era el alcalde de Selma, declaró que un hombre negro que llevaba un cuchillo y tenía la cabeza cubierta con una toalla blanca había entrado en su habitación. Pero ella se había defendido, dijo, y le había quitado el cuchillo antes de que el hombre huyera. Pronto otras mujeres de Selma comenzaron a llamar a la policía por las noches, sugiriendo que había negros merodeando por sus casas y, de repente, Selma fue azotada por la misma histeria que había atracado a Scottsboro dos décadas antes.

Unos pocos meses después de las denuncias de la esposa del aviador, un hombre negro que vivía a cincuenta kilómetros de Selma, en un pequeño pueblo llamado Marion —donde tenía una esposa y cuatro hijos, y trabajaba en una gasolinera—, fue visto una noche caminando por un callejón cerca de un barrio blanco en Selma. Fue detenido por dos hombres blancos, que rápidamente llamaron a la policía. El nombre del sospechoso era William Earl Fikes. Un negro que lo conocía describió a Fikes como un hombre que apenas sabía expresarse y que posiblemente sufría un retraso mental, pero no tenía inclinaciones criminales. El patrón blanco de Fikes tampoco creía que fuese culpable. Sin embargo, la policía lo trasladó enseguida a una cárcel en Montgomery, a ochenta kilómetros de su casa, sin permitir que Fikes consultara con un abogado, con el pretexto de que era necesario sacarlo de Selma por su propia seguridad. Mientras estaba bajo custodia, Fikes fue interrogado repetidamente durante varios días, hasta que produjo lo que la policía llamó una «confesión». Dijeron que admitió haber violado a la esposa del aviador y tratar de violar a la hija del alcalde de Selma. Cada uno de estos crímenes habría condenado a Fikes a la pena de muerte en Alabama.

Cuando fue devuelto al área de Selma y apareció después en la corte del condado para el primer juicio, el que involucraba a la esposa del aviador, fue defendido por dos abogados blancos que se enfrentaron a un jurado compuesto de doce hombres blancos. Fikes fue encontrado culpable. Pero como uno de los miembros del jurado se opuso a la pena de muerte, entonces lo condenaron a cumplir noventa y nueve años de cárcel. Esto provocó protestas por parte de muchos blancos en Selma, que querían verlo muerto, pero también despertó el clamor dentro de la comunidad negra, porque el veredicto reafirmaba una situación a la que hasta ahora habían estado más o menos resignados: la falta de justicia para los acusados negros en tribunales y cortes claramente racistas. Así que decidieron ayudar a Fikes antes del segundo juicio, a sabiendas de que este jurado blanco podría hundirlo si la hija del alcalde se salía con la suya; además del dinero que reunieron en las iglesias negras de Selma para pagar la defensa legal de Fikes, la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color [NAACP, por sus siglas en inglés] envió a Selma a dos abogados negros de Birmingham para que se encargaran del caso de Fikes.

El juicio recibió mucha publicidad en el Estado. Recuerdo haber leído sobre él en los diarios de Alabama durante el final de mi último año de universidad y haber tocado el tema en algunas de las conversaciones telefónicas que sostuve con amigos de Alabama después de graduarme y mudarme a Nueva York, en el verano de 1953. Pero entonces yo no estaba muy interesado en William Earl Fikes. Mis preocupaciones giraban alrededor de mi trabajo como asistente en el Times, mientras esperaba ansiosamente la notificación sobre cuándo y dónde tenía que comenzar mi servicio militar de dos años, como teniente segundo en el cuerpo de artillería. Tenía veintiún años, había alquilado una habitación en forma de L en una casa de piedra de Greenwich Village, que pagaba mes a mes, y llevaba una existencia sencilla, pensando sólo en el día a día y preguntándome más por lo que iba a hacer que por el lugar donde estaba o había estado. Pasaron varios años antes de que volviera a recordar el nombre de William Earl Fikes y supiera que su juicio de 1953 fue uno de los eventos que sirvieron de preludio al movimiento nacional por los derechos civiles que comenzó en Alabama Martin Luther King Jr.

Me enteré de eso a través de los escritos de J. L. Chestnut Jr, —y las entrevistas que le hice después—, un abogado negro nacido en Selma cuya práctica profesional allí, a partir de 1958, llegaría a centrarse predominantemente en la liberación y la defensa en los tribunales de gran número de activistas por los derechos civiles negros. Conocí a Chestnut después de que fui enviado a Selma por el Times en 1965 a ayudar a cubrir las manifestaciones lideradas por King. Aunque en ese momento no lo sabía, ése sería mi último año en el periodismo y la historia de Selma sería mi último encargo importante como periodista del Times. Llevaba diez años como reportero, pues en 1955, poco después de regresar de Alemania, al término de mi servicio militar, fui ascendido de la posición de asistente a formar parte del equipo de redacción. Un mes antes de llegar a Selma, cumplí treinta y tres años. Llevaba seis de matrimonio con Nan, que en ese momento era editora de Random House y estaba a punto de publicar su primer best seller, Papa Hemingway. Mi esposa y yo vivíamos en un apartamento de alquiler municipal, en una vieja casa de piedra del lado Este en Manhattan, la cual compraríamos años más tarde, y compartíamos el espacio con dos gatos siameses, una hija de un año y su robusta institutriz pelirroja, una jovencita de Baviera, cuyos encantos no pasaron desapercibidos para los recaderos y porteros del vecindario.

Aunque me había encantado trabajar en el Times, después de diez años comenzaba a costarme trabajo adaptarme a las limitaciones de espacio diarias, a las presiones de las fechas de entrega y a la sensación de que cualquier cosa que hubiese terminado de escribir no estaba realmente terminada; había tantas cosas más que saber y escribir, aparte de lo que había investigado y publicado en el Times. Este hecho representó una gran frustración para mí durante las semanas de mi prolongada tarea en Selma, tal vez porque allí me encontraba en un lugar de mi pasado que ya no me resultaba tan conocido y sentía mucha curiosidad por saber por qué y cómo estaba cambiando; y allí también me di cuenta —y el hecho de conocer a J. L. Chestnut Jr. incrementó esta impresión— de lo incompleta que había sido mi educación en la Universidad de Alabama y la poca conciencia que tenía de las luchas y adversidades corrientes a las que debían enfrentarse Chestnut y el resto de los negros de mi generación, que habían nacido en Alabama y cuya vida había sido obstaculizada por las tradiciones que dominaban la vida social sureña hasta bien entrada la mitad del siglo XX.

Ya antes me referí a esa «vaga sensación de separación» que compartían mis ancestros italianos del sur y las familias de mis compañeros sureños en la Universidad de Alabama, pero lo que no tuve en cuenta fue la extrema separación que estuvo históricamente ligada a la vida de los negros del Sur en lugares como Birmingham, Montgomery, Selma y el pueblo de mi universidad, Tuscaloosa. Si J. L. Chestnut Jr. y yo hubiésemos nacido una generación después, tal vez podríamos haber sido compañeros de clase en la Universidad de Alabama. Después de conocerlo en 1965, y de seguir escribiéndome con él y visitándolo después de dejar el Times, fue claro para mí que teníamos muchas cosas en común, que compartíamos muchas aspiraciones y estándares y que, de haber sido compañeros de clase y amigos, mi educación en la Universidad de Alabama habría sido menos incompleta y yo, sin duda, habría sido un mejor reportero y escritor de lo que era cuando llegué a cubrir la historia de Selma en la primavera de 1965.

Chestnut tenía en ese momento casi treinta y cinco años y era el único abogado negro en Selma; un hombre no muy alto, robusto, un poco distante y siempre muy formal, que se vestía todo el tiempo como para ir al tribunal, es decir, con camisas blancas, trajes oscuros, corbata y un par de relucientes zapatos negros. Aunque medía un metro setenta, daba la impresión de ser más alto, debido a su pecho ancho, su actitud imponente y su atronadora voz de barítono. Su brillante cabello negro y rizado, cortado al rape, cada vez retrocedía más hacia la coronilla y parecía un casquete; sin embargo, el rasgo más característico de su cara era su penetrante expresión de ojos brillantes, que siempre estaban escudriñando lo que veían, pero se reservaban el juicio. Aunque Chestnut no era ni dos años mayor que yo, en privado siempre tendía a ceder ante él, como si fuera mucho mayor y más maduro, situación que no tenía nada que ver con nuestras respectivas edades sino con quién era él y lo que se había visto obligado a superar para convertirse en quien era. Era conocido sólo en Selma, donde la gente negra lo admiraba y dependía de él, y los blancos lo veían como una fuerza notoriamente irreprimible en el sistema legal. No obstante, era el único negro en Selma que tenía una opinión lo suficientemente buena de sí mismo como para escribir sobre su vida, y su libro autobiográfico Black in Selma, en coautoría con Julia Cass, lleva al lector al interior de la cabeza de un chico negro, un native son[10] que fue influenciado por las tradiciones de Selma, pero cuyas percepciones se vieron alteradas por las circunstancias del juicio de Fikes, y que finalmente vivió el resto de su vida en Selma, mucho después de que la ciudad dejara de atraer el interés nacional a través de los titulares de la prensa y fuese abandonada por la última procesión de manifestantes de otros Estados que cantaban el estribillo «Venceremos». Cuando el caso del intento de violación a la hija del alcalde llegó a juicio en 1953, J. L. Chestnut Jr. era un estudiante de leyes de veintidós años que asistía a la Howard University, una universidad de negros en Washington D. C. Chestnut regresó a casa para ver la presentación del abogado defensor de Fikes, Peter Hall, un abogado negro de Birmingham cuyos impresionantes esfuerzos en otros casos anteriores patrocinados por la NAACP eran bien conocidos por Chestnut y sus compañeros, y por los profesores de Howard. Chestnut se quedó en la casa de sus padres en Selma. Su padre tenía una tienda de víveres en el barrio negro. Su madre realizaba distintas labores para los blancos y sabía cómo moverse en la sociedad de manera productiva, sin que pareciera cruzar nunca la barrera del color. Ella había ahorrado escrupulosamente el dinero para pagar la educación universitaria de su único hijo, J. L., que había heredado de su padre, J. L. Chestnut Sr., ese nombre compuesto sólo de iniciales. El padre había sido bautizado así por su madre, gracias a que ella conoció una vez a un importante banquero blanco en Selma que tenía esas iniciales.

J. L. Chestnut Jr. no tenía intención de instalarse en Selma después de obtener su diploma de abogado, pues suponía que abrir una oficina en su pueblo natal sólo lo llevaría por el camino de la frustración y la miseria. Otros profesionales negros de Selma —médicos, dentistas, educadores— podían vivir de atender las necesidades de los de su clase, pero los negros que tuvieran problemas con la ley estarían mucho mejor si tenían un abogado blanco, en vista de que tendrían que presentarse ante un jurado y un juez blancos. Así que Chestnut pensaba montar su oficina en Harlem o Washington D. C., o en cualquier parte lejos de Alabama, y regresar a Selma principalmente para visitar a su familia o, como en este caso, para ver cómo se desenvolvía el abogado principal de William Earl Fikes, Peter Hall, en un tribunal donde la gente estaba acostumbrada a ver a los negros sólo trabajando como porteros.

La víspera del juicio, en un club social para negros en Selma, Hall estaba sentado en la barra, tomándose lentamente un whisky y explicándole al corrillo de gente que lo rodeaba y le deseaba buena suerte (entre ellos estaba el joven Chestnut) cómo pretendía atacar el amañado sistema legal de Selma y su política de bloquear la posibilidad de que los residentes negros sirvieran como jurados. Hall era un hombre apuesto, delgado, de piel no tan oscura y bigote, que debía de estar llegando a los cuarenta. Llevaba un traje de corte impecable, que Chestnut admiró con atención, mientras se preguntaba cuánto habría costado. «Yo no sé si Fikes es culpable», estaba diciendo Hall, con voz clara y autoritaria y sin rastro de acento sureño, a pesar de que se había criado en Birmingham, «pero lo que sí es seguro es que el sistema sí es culpable. Y yo pretendo juzgar al sistema, mientras que el fiscal juzga a Fikes».

Ésas eran palabras muy osadas, teniendo en cuenta que salían de la boca de un hombre negro en Selma, en 1953, y Chestnut pensó que tal vez Hall estaba envalentonado por lo que se estaba tomando y al otro día, cuando estuviera frente al juez y el jurado blancos, comenzaría a temblar como un chiquillo. Pero el que entró a la mañana siguiente en el salón de la corte unos pocos minutos tarde y luego se dirigió a su propio ritmo hasta el estrado elevado del juez —para introducir varias mociones previas al juicio, que solicitaban, entre otras cosas, un cambio de jurado, debido a la manera prejuiciosa como había sido elegido, y la libertad de Fikes, debido a que su confesión había sido obtenida mediante «tácticas similares a las de la Gestapo»— era el mismo Peter Hall del día anterior: audaz, elocuente y claramente seguro de sí mismo.

Tal vez debido a que quedó totalmente desconcertado con la presencia de este obstinado abogado negro, el juez no censuró ni interrumpió a Hall y, tal como J. L. Chestnut Jr. relataría muchos años después en su libro:

[…] era obvio que Peter Hall era el abogado más fino y competente que había en el salón, y Peter Hall lo sabía. Él dominaba al juez blanco, a los abogados blancos […] Los negros que llenaban la corte observaban con placer, mientras Peter interrogaba a los funcionarios blancos del condado —el fiscal, el secretario, los delegados del jurado y otros— de una manera pulcra y amable, que enmascaraba la agresividad de lo que estaba haciendo. Los funcionarios declararon que, en efecto, ningún negro había formado parte de un jurado en los tiempos modernos, pero que eso no significaba que estuviesen siendo sistemáticamente excluidos. A lo largo de los años, unos pocos habían estado en la selección inicial como jurados potenciales, dijeron, pero a los negros había que estudiarlos con más cuidado que a los blancos, debido a que entre ellos era mayor el porcentaje de analfabetismo, enfermedades venéreas y condenas por delitos graves […] El estilo de defensa —o de ofensa— de Peter era nuevo para mí. Naturalmente, Peter no logró que un juez blanco en Selma permitiera la presencia de negros en el jurado. Ése era un argumento encaminado a hacer una apelación en tribunales más importantes, fuera de Alabama. El juez también negó la moción para impedir que la fiscalía usara la confesión de Fikes […]

Pero Peter Hall sí logró salvar la vida de Fikes. Después de un juicio de tres días, que terminó condenando a Fikes y sentenciándolo a la pena de muerte, Hall logró que la sentencia fuera anulada por la Corte Suprema de Justicia, apoyándose en el argumento de que su cliente, un hombre con deficiencias mentales y verbales, había sido erróneamente interrogado por la policía y además retenido de manera abusiva. Aunque Fikes permanecería en la cárcel durante los veinte años siguientes, el juicio mismo, tal como Chestnut escribió, «unió a la comunidad negra como nunca antes». Los padres negros llevaban a sus hijos al tribunal para que vieran al valiente abogado, Hall, que no se comportaba como un Tío Tom enfrente del entramado legal blanco. Este mismo coraje volvería a hacerse evidente dos años después, en 1955, cuando Rosa Parks se negó a darle su asiento en el autobús a un pasajero blanco en Montgomery, lo cual trajo a Martin Luther King Jr. en su ayuda. Lo que el doctor King y Peter Hall estaban haciendo en el Sur convenció a J. L. Chestnut Jr. de que debería regresar a casa después de obtener su diploma como abogado en Washington, en 1958. Chestnut se convertiría en el primer abogado negro en establecerse en Selma. Se uniría a la batalla que se libraba en la corte contra un sistema legal que fomentaba la injusticia racial. Él sabía que lo necesitaban y que el momento era el apropiado. «Se oyen rumores de cambio que vienen del Sur», escribió. «Alabama es donde está la acción.»