Poco después de cerrar Gnolo, Nicola se mudó con su familia a Florida, para no regresar nunca más a Nueva York. En Palm Beach encontró inversores dispuestos a financiar otro restaurante, pero yo no lo visité. Para ser totalmente franco, aunque la franqueza nunca ha sido mi estilo, no me esforcé mucho por mantener el contacto con Nicola durante esa época. Estaba cansado de reunir información sobre restaurantes; toda esa investigación y ninguna historia que la hiciera evidente. Aparentemente la mala suerte infestó el restaurante de Nicola en Palm Beach, tal como había ocurrido en el de la calle 63. No conozco los detalles, y no quería conocerlos, pero él tuvo que cerrar el negocio y otros inversores se hicieron cargo del lugar y lo convirtieron en un club nocturno llamado Au Bar.
En 1991, mientras estaba alojado en un pequeño hotel en Calabria, trabajando en las últimas partes de Unto the Sons, escuché múltiples referencias a Au Bar en la televisión italiana y también lo mencionaban en los periódicos, todo en relación con un escándalo ocurrido en Estados Unidos. Una noche, un sobrino del desaparecido presidente John F. Kennedy conoció a una jovencita en Au Bar y, de acuerdo con lo que ella le contó más tarde a la policía, la llevó hasta la propiedad de los Kennedy y la violó. Tal vez porque me encontraba en el sur de Italia, la tierra de la Jettatura, comencé a asociar Au Bar con el manto de maleficio que parecía seguir a mi amigo Nicola adondequiera que fuese. Y durante mis viajes a Nueva York, cada vez que pasaba frente al número 206 Este de la calle 63, un sitio que la esposa de Nicola creía que estaba «maldito», me parecía que ella tenía razón. Cada uno de la media docena de restaurantes que sucedieron a Gnolo en aquella dirección tendría dificultades. Era como si el edificio fuera carnívoro y devorara cualquier restaurante que tratara de triunfar en ese sitio.
Después de que se publicó Unto the Sons, en 1992, pensé en retomar mi indagación sobre el mundo de los restaurantes, pero desistí de la idea. Creía que necesitaba descansar por un tiempo de la labor investigadora; tal vez debería tratar de escribir más de memoria y menos desde el punto de vista de quien observa y entrevista. Rápidamente empecé a esbozar un relato de las experiencias universitarias que había vivido entre 1949 y 1953 en la Universidad de Alabama, que entonces sólo recibía a alumnos blancos; se trataba de unas memorias que se extendían hasta 1963, cuando regresé en calidad de periodista de planta del Times para entrevistar al primer alumno negro en graduarse en la universidad, el joven Vivian Malone, de veintidós años, y también para buscar historias acerca de las protestas a favor de los derechos civiles que se estaban desarrollando en la antigua comunidad algodonera de Selma. Traté de recrear en mi imaginación el tipo de persona que era entonces, a comienzos del otoño de 1949; un adolescente tímido e inseguro que, después de que sus padres lo llevaron a la estación de trenes de Filadelfia, se embarcó en un viaje de doce horas a través del valle de Shenandoah en Virginia, y luego atravesó las Carolinas y Tennessee y la punta noroccidental de Georgia, hasta llegar finalmente a Alabama. Nunca antes había estado lejos de casa y no tenía idea de dónde estaba Alabama, hasta que la carta de aceptación de su universidad me impulsó a consultar un mapa.
En el tren, me senté solo en el fondo, detrás de filas de hombres y mujeres jóvenes que conversaban animadamente entre ellos y se reían a menudo, y que viajaban con sus chaquetas de tweedy sus abrigos camel doblados de manera descuidada en el compartimento superior del equipaje, al lado de maletas marcadas con etiquetas que decían DUKE, GEORGIA TECH, SWEET BRIAR, LSU Y TULANE. No vi ninguna maleta marcada con ALABAMA, pero tampoco me paseé mucho por los pasillos durante el viaje y no recuerdo haber hablado con nadie, ni siquiera cuando visité el concurrido restaurante, al final del tren, en busca de algo de comer. Allí atrás había muchos hombres de cuarenta o cincuenta años, vestidos con traje, que conversaban en voz alta mientras se tomaban algo en el bar o fumaban de pie o estaban sentados en una de las mesitas aseguradas al suelo; y detrás de ellos, a lo largo de un área del suelo sobre la que había mucho dinero desparramado, se desarrollaba un juego de dados en el que participaban varios hombres de poco más de veinte años, vestidos de manera informal, que gritaban y se movían a gatas por el suelo, estudiantes favorecidos por los beneficios educativos para veteranos del llamado G. I. Bill[8]. Supe que los jugadores de dados eran antiguos soldados gracias a que luego oí a dos porteadores negros que se estaban quejando del escándalo pero decían que tal vez no sería muy patriótico suspenderlo; así que el juego de dados continuó a lo largo de todas las horas que estuve a bordo del tren.
Pasé la mayor parte del tiempo en mi asiento, observando el paisaje que pasaba por la ventana y tratando de memorizar algunos de los extraños nombres que, apenas visibles, aparecían en las barracas que había junto a los raíles en los pueblitos y aldeas que atravesábamos. Me imaginé que mi padre debía de haber sentido algo de lo que yo estaba sintiendo en ese momento cuando él tenía diecisiete años, hacía veinticinco, y dejó su casa en medio de la incertidumbre de comenzar una nueva vida en una nueva tierra. Para mí, Alabama era como un país extranjero.
Como no pude dormir, leí unos cuantos capítulos de la novela que llevaba, El baile de los malditos, de Irwin Shaw, y también estudié con cuidado el folleto de matrícula de Alabama, que me habían enviado por correo hasta Nueva jersey unos cuantos días antes de partir. Planeaba estudiar Periodismo. Aunque todavía no estaba convencido de que ésa fuera a ser mi profesión, creía que asistir a cursos de Periodismo implicaría el menor riesgo académico para mí. Quería asegurarme de permanecer en la universidad y proteger al máximo mi estatus de estudiante de las garras de la junta local de reclutamiento.[9]
Después de que el tren llegó a una ciudad ubicada en la región centro occidental de Alabama llamada Tuscaloosa, donde yo fui el único pasajero que se bajó, le entregué las dos vapuleadas maletas de cuero que le había pedido prestadas a mi padre a un negro de sombrero de copa que conducía un microbús colectivo y que rápidamente me llevó a lo que podría haber sido una escenografía de Lo que el viento se llevó. Imponentes construcciones anteriores a la Guerra Civil se erguían en todas partes adonde miraba desde las ventanas del microbús; mansiones y casas más pequeñas con columnas, todas con inmensos jardines, bordeaban los dos lados de las amplias avenidas arboladas de Tuscaloosa, que había sido la capital de Alabama hasta la década de 1840, cuando fue reemplazada por Montgomery. El campus de la Universidad de Alabama, fundada en 1831, lindaba con Tuscaloosa y, aunque seguía la misma línea arquitectónica, muchos de los edificios más antiguos de la Universidad de Alabama habían sido renovados varias veces, debido a que fueron atacados e incendiados por los soldados de la Unión que avanzaron a través del campus durante la Guerra Civil.
Mi residencia estaba ubicada a poco menos de un kilómetro del área principal del campus y marcaba un fuerte contraste con todo lo que había visto desde el microbús. Era una de varias barracas de madera, sin adornos y de un solo piso, que habían sido construidas con premura en las tierras bajas, cerca de un pantano, para alojar temporalmente a algunos de los nuevos miembros del inmenso cuerpo estudiantil que todavía estaba lleno de veteranos favorecidos por el G. I. Bill. Mi cuarto era una habitación pequeña, con una cama sencilla, una mesa de madera, una silla y un armario con un cajón en la parte de abajo. Como pronto descubriría, el ambiente de la residencia era invadido durante el día por un olor a almizcle que traía el viento y que salía de una fábrica de papel que estaba más allá del campus, cerca de la carretera principal. La residencia también era invadida por la noche por los antiguos soldados que regresaban de las tabernas que florecían más allá del área del campus (donde imperaba la ley seca), juerguistas y crápulas siempre dispuestos a jugar a las cartas o a lanzar los dados con el mismo vigor que les había visto a esos otros veteranos en el vagón-restaurante del tren.
Pero lejos de que me molestara la conmoción nocturna —aunque yo contribuía muy poco a ella, incluso después de que comenzase a hacer amigos durante las siguientes semanas—, me sentía más atraído hacia estos estudiantes antiguos que hacia mis contemporáneos. En mi cómodo papel de observador y oyente, me gustaba mirar a los veteranos sentados alrededor de una mesa de naipes, en el salón común de la residencia, jugando al blackjack o al gin rummy, y oír sus historias de guerra, su lenguaje de cuartel y sus bromas sucias. Aunque pasaban despiertos la mitad de la noche, y rara vez abrían un libro, se levantaban diariamente para asistir a clases, o faltar a clase, sin que aparentemente tuvieran ningún temor de perder un curso, actitud que les supuso varias sorpresas a algunos de ellos. No todos los supervivientes de la guerra sobrevivían académicamente en las aulas.
Yo, por supuesto, no seguía su ejemplo, pues en esa época carecía de la confianza para dar cualquier cosa por segura. Pero el hecho de estar rodeado de estos hombres mayores me hacía sentirme un poco más tranquilo, me ahorraba la pena de tener que compararme exclusivamente con la gente de mi edad, tal vez de manera poco favorable, y parecía tener un efecto benéfico sobre mi salud y mi trabajo académico. Mi acné desapareció totalmente seis meses después de mi llegada, una cura que le atribuyo a la atmósfera amistosa y relajada que se vivía en mi residencia. Obtuve calificaciones pasables en todas las clases del primer año, y cerca del final del periodo académico tuve mi primera cita para tomar café, y luego para ir al cine, y luego mi primer beso en la boca con una rubia nacida en Birmingham, que estaba estudiando Periodismo pero luego se pasó a estudiar Publicidad.
Como estudiante de Periodismo, por lo general me ubiqué dentro del grupo de alumnos promedio de la clase, incluso durante el segundo y el tercer año, cuando trabajé como editor deportivo y columnista del semanario de la universidad, además de corresponsal en el campus del Birmingham Post-Herald. Los profesores de la facultad tendían a favorecer el estilo periodístico del Kansas City Star, un diario conservador, aunque muy confiable, en el que algunos de ellos habían trabajado anteriormente como editores y redactores de planta. Ellos tenían una opinión muy definida sobre lo que constituía una «noticia» y cómo se debían presentar las historias noticiosas. Las «cinco preguntas» —quién, qué, cuándo, dónde, por qué— eran interrogantes que creían que había que responder de manera sucinta e impersonal en los párrafos iniciales de un artículo. Como yo me resistía a veces a ese enfoque y podía tratar de transmitir la noticia a través del punto de vista de un individuo que observara el asunto desde la barrera, o adoptar alguna otra técnica narrativa que hubiese aprendido leyendo ficción, no era uno de sus favoritos. Pero a diferencia de mi maestra de Inglés de la secundaria, los profesores de Periodismo de Alabama sí me elogiaron a veces por los artículos que escribía para el periódico de la universidad y el diario de Birmingham. Una historia que les gustó fue la entrevista que le hice a un gigantesco estudiante de más de dos con diez de estatura, nacido en la región montañosa del norte de Alabama, quien, a pesar de las múltiples súplicas del entrenador de baloncesto de la universidad, se negaba a hacer una prueba con el equipo. El chico me explicó que, en el tiempo libre que le quedaba después de las clases, prefería dedicarse a podar árboles. Otro artículo que elogiaron mis profesores fue la semblanza de un anciano negro, nieto de esclavos, que atendía los casilleros del equipo de fútbol y era considerado por los jugadores como su amuleto de la buena suerte; antes de cada partido, cuando se alineaban para salir al campo, se turnaban para acariciar la cabeza del anciano. Sin exagerar la situación, para la mayor parte de mis lectores fue evidente que lo que yo estaba describiendo era uno de los raros ejemplos de contacto físico interracial que existía en ese entonces dentro del mundo absolutamente segregado de los atletas de Alabama.
La admisión de estudiantes negros en 1963, diez años después de que yo me graduara en la Universidad de Alabama, no significó que los atletas negros fueran aceptados inmediatamente en el sistema deportivo de la universidad. La junta de ex alumnos, caracterizada por su posición reaccionaria, le recomendó al entrenador de fútbol americano, Paul «Bear» Bryant, que se abstuviera de hacer cualquier tipo de «mezcla racial» dentro de su equipo y, entre 1963 y 1968, el entrenador Bryant no le ofreció ni una beca a ninguno de los jugadores negros, estrellas del fútbol escolar, que se estaban graduando en ese momento. O bien se consideraba que los principales candidatos negros no eran lo suficientemente talentosos para formar parte del equipo, o los jugadores mismos decidían aceptar becas para jugar al fútbol en universidades que ofrecieran un ambiente más acogedor, en los Estados del Medio Oeste o del lejano Oeste. Pero en 1969, cuando varias universidades con equipos de fútbol americano en Kentucky, Tennessee y Florida ya habían cruzado la línea del color desde hacía tiempo —y el rival de Alabama dentro del Estado, Auburn, también acababa de aceptar a un jugador negro—, el entrenador Bryant recibió autorización para seguir la tendencia, y así, a mediados de diciembre de 1969, un jugador estrella negro llamado Wilbur Jackson, de Ozark, Alabama, fue invitado al campus y recibió un uniforme.
Pero como en aquellos días los jugadores de primer año no podían participar en las competiciones universitarias, Jackson estaba sentado en las gradas del Legion Field de Birmingham, con setenta y dos mil espectadores más, la noche del sábado 12 de septiembre de 1970, cuando el equipo totalmente blanco de Alabama fue aplastado, cuarenta y dos a veintiuno, por un equipo de la Universidad del Sur de California dirigido por un fullback negro de noventa y siete kilos y medio llamado Sam «Bam» Cunningham, un estudiante de diecinueve años criado en Santa Bárbara, California, que cursaba en ese momento su segundo año académico. En la defensa del equipo del Sur de California esa noche también había un jugador negro nacido en Birmingham llamado Clarence Davis, que marcó dos touchdowns. Pero quien hizo la mayor parte del daño fue Cunningham, al anotar tres touchdowns, correr doscientas doce yardas y desmoralizar, casi con su sola actuación, a la facción de seguidores de Alabama que estaba a favor de la segregación y quienes, hasta ese momento, creían que «Bear» Bryant podría seguir siendo un entrenador ganador al frente de un equipo totalmente blanco que se resistía al surgimiento del poder atlético negro. A lo largo de la historia del equipo de fútbol americano de Alabama, sus seguidores, entre ellos los que estaban afiliados al Ku Klux Klan, nunca habían mostrado mucha tolerancia a la derrota y, tras el castigo que les propinó el equipo del Sur de California, un comentarista deportivo sugirió más tarde que el racista más conocido del Estado, George Wallace, había jurado en privado que el equipo del entrenador Bryant nunca volvería a ser «superado» otra vez en número de negros.
Es indudable que la asombrosa actuación de Sam «Bam» Cunningham contra la defensa de Alabama aceleró el ritmo de admisión de alumnos negros en la Universidad de Alabama. Tres años después, cuando el equipo del entrenador Bryant completó la temporada de 1973 con once victorias y solamente una derrota —perdió por un solo punto frente a Notre Dame, en el Sugar Bowl—, un tercio del equipo titular de Alabama era negro.
En palabras del entrenador Bryant, «Cunningham hizo más por la integración en Alabama en sesenta minutos que Martin Luther King en veinte años».