10.

Aunque carecían de la sofisticación y la elegancia del público, entre el cual me encontraba yo, que asistió a la fiesta inaugural de Le Premier en 1977 —un evento de etiqueta al que la mayoría de los invitados llegó en limusina—, quienes asistieron a la primera noche de Gnolo, a comienzos de diciembre de 1984 —y que, en efecto, llegaron en taxi o a pie—, eran, en mi opinión, un grupo de usuarios de restaurantes ciertamente menos preocupados por la moda, es decir, gente que estaba más allá de lo que mandaban los críticos gastronómicos pero que, gracias a la larga relación que tenían con Nicola Spagnolo desde los días en que trabajaba en Elaine’s, lo apoyarían en su intento de triunfar en este edificio oscurecido por las sombras y marcado con el número 206 Este de la calle 63.

Nan y yo lo pasamos muy bien en la inauguración de Gnolo. Me impresionó especialmente lo contenta que parecía estar Linda, sonriendo al lado de su esposo, de pie cerca de la entrada para darles la bienvenida a los más de cien viejos amigos y conocidos. Nicola apenas podía contener su entusiasmo mientras estrechaba vigorosamente las manos de la gente, y a veces los besaba en las dos mejillas; sin embargo, y a pesar de encontrarse lleno de energía, como indudablemente estaba, rodeado de buenos deseos y felicidad, jamás pensé que alguna vez se permitiera dejarse llevar por el exceso de confianza y repitiera los errores que Robert Pascal había cometido previamente en el número 206 Este de la calle 63.

Poco después de que Pascal abriera Le Premier, en 1977, alguien robó el cartel con el nombre del restaurante de la fachada del edificio, lo cual señaló el comienzo de los problemas de identidad de Pascal en esa dirección. Él no sólo generó la impresión de que su establecimiento buscaba complacer a los sibaritas de la ciudad y a la gente guapa, sino que probablemente sobrestimó la capacidad de apreciación y los medios de los residentes del barrio. También fue pretencioso al catalogar Le Premier como un restaurante de inmejorable calidad antes de que los críticos gastronómicos hubiesen tenido la oportunidad de juzgarlo. En la publicidad del día de la inauguración, Pascal se ufanó de que Le Premier era «el mejor restaurante a este lado del Atlántico» y señaló también que el comedor del segundo piso estaba «diseñado para atender sólo los gustos de quinientos clientes preferidos», que tendrían acceso a los números de teléfono privados del encargado de las reservas. Cuando esos clientes preferidos comenzaron a ir a Le Premier, usualmente lo hacían en limusinas conducidas por chóferes que estaban acostumbrados a estacionarse en doble fila y a esperar durante horas mientras sus patrones cenaban. Esto causó mucha congestión, desde luego, y generó interminables toques de bocina de parte de los conductores atrapados en los atascos de tráfico, lo cual perturbó a los moradores de los edificios de apartamentos y suscitó llamadas furibundas a la comisaría del barrio y el creciente desencanto de los vecinos con la existencia de Le Premier.

Pero la clientela cuyas necesidades satisfacía Robert Pascal —presidentes de compañías estirados y privilegiados, financieros internacionales, gente de la jet set a la que podía adular en cuatro idiomas, cosa que hacía con frecuencia— también requería tener la seguridad de estar cenando en el lugar correcto y, cuando la crítica de The New York Times condenó al restaurante, todos se fueron. Yo estaba seguro de que la clientela de Gnolo no habría reaccionado de esa manera; se trataba de gente más intelectual, con una mentalidad más independiente, más como los clientes que Nicola había conocido en Elaine’s. Si Mimi Sheraton hubiese escrito que Elaine’s servía la peor comida de Nueva York y que la cocina estaba apestada de ratas, dudo que eso hubiese espantado a uno solo de sus clientes. De hecho, recuerdo haber leído una noticia en el Times acerca de que Elaine’s había sido sancionado por violaciones de los estatutos sanitarios de la ciudad de Nueva York, y esa noche todas las mesas estaban llenas.

La decoración de Gnolo era tan sencilla y básica como la de Elaine’s, aunque Nicola reprimió sus deseos de seguir decorando las paredes de color beige del restaurante con fotografías de escritores u otra gente que había conocido en Elaine’s. No quería volver a saber del abogado de Elaine Kaufman. Gnolo abrió a finales de octubre, antes de lo que Nicola habría preferido —pues no estaba terminada toda la remodelación—, pero por sugerencia de uno de los socios Nicola presionó a los obreros para que tuvieran el local listo para la temporada de festividades, con el fin de conseguir clientes entre los compradores navideños y también para que Gnolo estuviese disponible de cara a las fiestas de empresa que habían prometido hacer en el segundo piso algunos de los conocidos de sus socios, que se movían en el mundo de los negocios.

La idea de inaugurar el restaurante antes de la Navidad resultó ser una estupenda decisión. El restaurante se llenó casi todas las noches y sus clientes incluían con frecuencia a muchos de los habituales de Elaine’s, entre los cuales me encontraba yo; y la esposa de Nicola, Linda —que podía juzgar con precisión el éxito del restaurante porque era quien llevaba las cuentas—, estaba lista para olvidar sus premoniciones y aceptar que su esposo sí parecía saber lo que estaba haciendo. Sin embargo, hacia mediados de diciembre, cerca de una semana antes de Navidad, Linda no estaba tan segura. El primero de lo que sería una serie de infortunados accidentes ocurrió durante una fiesta empresarial en el segundo piso, cuando un borracho se tropezó y se fue por la puerta abierta del montaplatos —que estaba en proceso de remodelación— y vino a caer sobre una mesa de baldosín de la cocina del primer piso. El hombre se rompió unos cuantos huesos y se lesionó la columna vertebral y a la mañana siguiente su abogado informó a Nicola de que lo demandarían por negligencia.

Esa noche, el espíritu de fiesta se aguó todavía más cuando una de las adivinas gitanas del tercer piso abrió la llave de la bañera y luego se olvidó de cerrarla y salió del apartamento para hacer un recado. Durante su prolongada ausencia, la escalera lateral del edificio parecía una cascada y, cuando uno de los camareros de Nicola subió con los pies empapados a golpearle con fuerza en la puerta cerrada, el agua comenzó a correr desde el segundo hasta el primer piso del restaurante. Mientras los mojados clientes que estaban en el comedor principal se apresuraban a levantarse de sus asientos, quejándose y gesticulando, un ayudante de cocina que no entendía inglés activó la alarma de incendios y el sistema de riego automático, de modo que se produjo tal torrente de agua que todo el mundo tuvo que salir, incluidos Nicola y Linda. La llegada de los coches de bomberos a la calle 63 causó un atasco de tráfico de más de un kilómetro de largo y un alboroto de bocinas que acabó con la paz del vecindario y, más tarde, produjo la expulsión de la familia de gitanos adivinos, que estaban ocupando el tercer piso por las noches de manera ilegal. El coste de las múltiples cenas que se quedaron sin pagar fue, probablemente, el menor de los gastos de Nicola, dado que perdió considerablemente mucho más como resultado de tener que cerrar Gnolo durante varios días mientras reparaban los daños, lo cual privó al restaurante de lo que quedaba de la temporada navideña.

Entretanto, Linda trató de apoyar a su marido en sus deseos y sus esfuerzos de superar estos obstáculos. Las paredes fueron pintadas nuevamente con colores más claros. Nuevos carteles de arte moderno reemplazaron los que se habían dañado. Las sillas que se rompieron debido a la salida apresurada de los comensales fueron reparadas o reemplazadas. Cuando Gnolo volvió a abrir en enero de 1985, la mayor parte de los clientes habituales regresaron, pero no con la creciente fidelidad que Nicola esperaba. Un día me confesó que, aunque seguía optimista sobre las posibilidades de tener éxito en su restaurante, ahora tenía más reservas.

Una noche de finales de enero de 1985, cuando Nicola y Linda regresaron a su apartamento después de salir de Gnolo, encontraron a su hijo de catorce años con fiebre y temblando, debido a lo que rápidamente diagnosticarían como una meningitis. El chico estuvo varios días en cuidados intensivos en el Hospital Lenox Hill y luego se quedó en casa recuperándose durante varias semanas, antes de regresar a la escuela. Como el muchacho había trabajado ocasionalmente en Gnolo como ayudante de camarero, Linda vio esta enfermedad como una evidencia adicional de sus temores iniciales y desde ese momento se negó a aparecer de nuevo por el restaurante y comenzó a llevar la contabilidad de Gnolo en el apartamento. Nicola me dijo que él y Linda discutían constantemente y que ella estaba amenazando con dejarlo si él no le decía adiós al restaurante para siempre; pero él, a su vez, se preguntaba: ¿Cuál podría ser mi siguiente paso si vendo? Mientras este lugar no tenga éxito, ¿quién querría comprarlo? ¿Y dónde voy a encontrar otro restaurante que pueda dirigir? ¿Se supone que debo ir arrastrándome a donde Elaine Kaufman y suplicarle que me dé un trabajo para servir mesas? ¿O que me tengo que acercar al nuevo restaurante de Elio Guaitolini a preguntarle a ese hombre, que trabajó bajo mis órdenes cuando los dos estábamos en Elaine, si ahora puedo trabajar para él? ¿O debería regresar al lugar de la calle 84 que lleva mi nombre y pedirles el favor a mis antiguos socios, que siempre pensaron que yo no podría tener éxito sin ellos?

Tras considerar estas y otras opciones, Nicola decidió que tenía que quedarse donde estaba. Ya había enterrado ciento cincuenta mil dólares en Gnolo y, aunque ésta era una suma considerablemente menor que la que sus socios habían invertido, ellos todavía lo reconocían como el jefe del restaurante; expresaban sus opiniones, a veces en tono fuerte, pero siempre permitían que él tomara la decisión final. Además, le dijo Nicola a Linda, no había manera de que esta racha de mala suerte pudiera continuar. Él la desafió a superar sus sentimientos negativos y a convencerse de que vendrían tiempos mejores.

Pero no fue así. El negocio no mejoró y el restaurante siguió atrayendo la desgracia y la mala suerte. Una noche de febrero de 1985, un importante ejecutivo y cliente habitual del restaurante fue visto por un detective privado a través de la ventana de Gnolo mientras cenaba con su amante. Pocos días después, Nicola recibió una citación que lo obligó a ausentarse varios días del trabajo para estar a disposición de un tribunal, como testigo en la demanda de adulterio que había interpuesto la esposa del ejecutivo. En marzo de 1985, un cliente se tropezó mientras bajaba la escalera en dirección al baño y Nicola volvió a recibir una notificación de un juzgado, esta vez por responsabilidad legal. En mayo, después de sobrevivir al invierno, Nicola comenzó a pensar en la llegada de la época de calor y más gente paseando por las calles aledañas y la entrada de más clientes espontáneos. De hecho, el negocio pareció mejorar un poco. A finales de mayo —el 30 de mayo, para ser precisos— le alegró revisar la lista de reservas y ver que el restaurante tenía el cupo completo para la noche que se acercaba. Todas las mesas del piso principal estaban reservadas y en el segundo piso se realizaría una fiesta privada con cerca de cien invitados.

Al comienzo de la tarde, mientras Nicola supervisaba los preparativos de sus empleados para el evento del segundo piso, oyó el ruido de varios camiones de bomberos en un área cercana y los gritos de personas reunidas afuera. Luego su chef, que estaba escuchando las noticias en la radio de la cocina, entró corriendo al comedor para contar lo que había oído: una mujer estaba atrapada bajo una grúa de construcción que se había volcado a la izquierda del restaurante, en la Tercera Avenida al norte de la calle 63. La mujer iba caminando por la acera, por el lado occidental de la avenida, al lado de un solar en el cual estaban construyendo una torre de apartamentos de cuarenta y dos pisos, y, cuando la grúa cayó contra una barrera de madera laminada, mientras levantaba una carga de varillas de acero, la mujer quedó debajo de la barrera. Estaba viva, pero inmovilizada. Tenía las dos piernas parcialmente cercenadas por debajo de la rodilla.

Durante la tarde y el comienzo de la noche, Nicola se unió al grupo de miles de curiosos que se pararon a lo largo de las barricadas instaladas en la Tercera Avenida, con la esperanza de que los escuadrones de rescate pudieran sacar a la mujer antes de que sufriera más daños. Muchas personas observaban desde las ventanas y las azoteas de los edificios cercanos. Cientos de periodistas estaban alerta para filmar y relatar el sufrimiento de esta mujer de cuarenta y nueve años, que permanecía consciente y lúcida a pesar de que llevaba atrapada casi seis horas bajo el peso de la barrera y la grúa. Finalmente, después de excavar con paciencia a través de los escombros y quitar el último de los obstáculos, los bomberos levantaron lentamente a la mujer, la pusieron sobre una camilla y la montaron en una ambulancia. Algunos curiosos aplaudieron. Otros observaron en medio de un respetuoso silencio. La policía, que ya había suspendido todo el tráfico de vehículos particulares en el área, cerró ahora todas las calles que quedaban a menos de dos kilómetros del FDR Drive para facilitar el transporte de la mujer hasta el centro, al Hospital Bellevue, donde la esperaba un equipo de cirujanos. Los médicos se dedicarían después, durante cinco horas, a volver a unir y reparar los huesos aplastados de la mujer. Al final, un comunicado del hospital anunció que no era seguro que la mujer pudiera recuperar el pleno uso de sus piernas.

Nicola regresó a casa esa noche con un gran sentimiento de solidaridad hacia la mujer, pero también con un poco de compasión por él mismo. El bloqueo del vecindario de Gnolo durante todo el día y la noche había acabado con lo que habría sido una lucrativa noche para el restaurante. Cuando entré al comedor casi vacío de Gnolo unas noches después, Nicola me dijo que él y su esposa apenas se hablaban y que sus socios le estaban pidiendo que cerraran el local. El accidente de la grúa había arrojado un manto negro sobre la calle, decían, y con la cercanía del verano y la perspectiva de las vacaciones de los neoyorquinos, el futuro de Gnolo no era muy prometedor. Yo y mi buen amigo A. E. Hotchner —muy conocido por ser el autor de Papa Hemingway, una biografía que describe la aventurera vida y el suicidio del novelista Ernest Hemingway, ganador del Premio Nobel— contactamos con muchos de nuestros amigos escritores y conocidos, con la esperanza de despertar un movimiento de apoyo a Gnolo. Muy pocas personas se dejaron conmover por nuestra llamada. Es difícil atraer clientes a un restaurante que huele a clausura. Sin embargo, Hotchner y yo acordamos cenar allí juntos al menos una vez por semana y nos turnábamos para llamar antes y reservar mesa, con el fin de mantener la ilusión de que Gnolo todavía era capaz de tener una multitud de comensales.

Un día a comienzos de junio, poco antes de las seis de la tarde, cuando regresó a Gnolo después de un corto paseo por el Central Park, Nicola se alegró al ver que todas las mesas estaban listas para la cena y al oír la música festiva que salía de los altavoces. Pero no había un solo camarero en el comedor. Después de seguir hasta la cocina, Nicola se dio cuenta de que, sin contar al joven lavaplatos peruano, estaba totalmente solo en el restaurante. Claramente incómodo, el lavaplatos le explicó luego en su deficiente inglés que todos los empleados se habían marchado hacía cerca de media hora. Estaban reunidos en la cocina, probando lo que el chef había preparado para el menú de esa noche, cuando de repente uno de los camareros propuso que renunciaran en masa y dejaran enseguida esa atmósfera moribunda de mesas desocupadas y malas propinas. Podían encontrar mejores trabajos en otra parte con facilidad, declaró el camarero; momentos después, tras recoger su ropa en los casilleros, los seis hombres salieron por la puerta y dejaron la llave al lavaplatos, después de indicarle que se la entregara a Nicola, con sus saludos.

Nicola quedó perplejo. Observó en silencio mientras el lavaplatos se quitaba el delantal y, después de dejar la llave sobre el mostrador de madera, daba las buenas noches, siguiendo el camino de sus colegas. Nicola se metió la llave en el bolsillo de los pantalones, caminó lentamente hasta la barra y se preparó un trago. Se sentó en un taburete y se quedó observando las filas de mesas cubiertas con manteles blancos, cada una perfectamente puesta, con cubiertos, copas y servilletas dobladas. Había abierto Gnolo hacía sólo ocho meses y nada que hubiese visto en sus más de cuarenta años de trabajo en restaurantes podía ayudarlo a entender con claridad este momento. Cumpliría sesenta en menos de dos años y, después de haber invertido sus últimos ahorros en esta debacle, la idea de retirarse estaba fuera de discusión. Tenía que seguir trabajando. Pero ¿dónde?

Al mirar a través del inmenso ventanal delantero, pensó que había visto al novelista John Irving caminando rápidamente por la calle 63 con su novia, Rusty, que tenía un apartamento a unas pocas calles al oeste, en Park Avenue. Los dos habían comido en Gnolo unas cuantas veces, pero en esta ocasión ni siquiera se detuvieron para girar la cabeza y echar un vistazo hacia dentro; Rusty se estaba secando los ojos con un pañuelo y parecía estar muy poco contenta. Nicola dio media vuelta sobre el taburete y se preparó otro trago. En la parte posterior de la barra había una fotografía enmarcada que le había dedicado un reconocido comediante de Hollywood: Para Nick, mi mejor… Bob Hope. Hope había venido una noche mientras estaba de visita en Nueva York, y Elaine Kaufman definitivamente no podía decir que fuera cliente suyo. Al lado de la foto de Bob Hope había otras que fueron tomadas durante el dichoso mes de la inauguración de Gnolo, en octubre, incluidas fotos de la gala con champaña que ofrecieron allí, en Halloween, Peter Rockefeller, Christina Oxenberg y otras personalidades de la alta sociedad. Esa noche, cada centímetro del restaurante estaba lleno, tanto arriba como abajo, de jóvenes figuras de la sociedad, vestidas con disfraces de cuentos de hadas, y nadie parecía tener ganas de irse. Ésa fue una noche en que Nicola pensó que ser el dueño de Gnolo lo haría rico.

Nicola oyó el teléfono, pero lo dejó sonar cinco o seis veces antes de levantarse a contestar, detrás de la barra.

«Restaurante Gnolo», dijo con voz fuerte.

«Hola, Nick, soy Gay», dije, «y necesito una mesa para esta noche».

Él comenzó a reírse.

«¿De qué te ríes?»

«Ah, de nada, de nada», contestó después de hacer una breve pausa. Desde el otro lado de la línea alcancé a escuchar lo que parecía el tintineo de unos cubos de hielo dentro de un vaso.

«¿Mesa para cuántas personas?», preguntó enseguida.

«Sólo dos», dije. «Hotchner y yo.»

«¿A qué hora queréis llegar?»

«A las ocho y media.»

«Bien», dijo. «Nos vemos a las ocho y media.»

Cuando llegamos, fuimos recibidos a la entrada por un Nicola muy sonriente, que nos acompañó hasta una mesa al lado del ventanal frontal y nos sentó de manera que quedáramos dándole la espalda al resto del comedor. Mientras Nicola se fue a prepararnos una ginebra con tónica para Hotchner y un martini seco para mí, sin que tuviéramos que decirle lo que queríamos tomar, yo me detuve por un momento a contemplar al otro lado de la 63 el túnel muy iluminado que llevaba al garaje en el que solía guardar mi TR-3 del 57. Ahora lo guardaba, junto con mi también muy consentido Triumph Stag del 71, en el garaje de mi casa en el sur de Nueva Jersey, donde no corrían peligro de sufrir abolladuras. El coche que tenía entonces en Nueva York y que estacionaba en un garaje subterráneo distinto, más cerca de la Avenida Lexington —sin que me importara la frecuencia con que lo estrellaran los empleados—, era una camioneta Chrysler que a mi esposa le parecía ideal para llevar y traer a nuestras hijas de la universidad, hasta que tuvieran edad suficiente para pedirla prestada y pudieran estrellarla ellas mismas.

Mientras esperábamos nuestras bebidas, Hotchner y yo conversamos, como lo hacíamos siempre, sobre las dificultades de nuestro trabajo y el hecho de que tantos malos atletas profesionales estuvieran tan bien pagados. Ninguno de los dos comentó nada sobre la soledad del comedor de Gnolo, porque desde hacía mucho nos habíamos dado cuenta y nos lamentábamos de las dificultades de Nicola, y también porque, después de traernos las copas, Nicola decidió acompañarnos a cenar. En realidad nos propuso que le permitiéramos elegir lo que íbamos a comer y nos imploró que le dejáramos todo a él, incluida la cocina; nosotros accedimos, con la condición de que se sentara a comer con nosotros.

La cena fue deliciosa y el estado de ánimo de Nicola, en especial después de que se tomara más de lo que le correspondía de la botella de Chianti Classico que descorchó con la facilidad de un profesional, fue tan festivo como la música que brotaba de los altavoces. De hecho, sólo me di cuenta de que éramos las únicas personas en todo el restaurante cuando, después de terminar el plato principal, me levanté y di media vuelta para ir al baño, y ahí fue cuando lo vi: el resplandor que irradiaban los manteles blancos de las filas de mesas desocupadas que tenía enfrente y el resto de tela blanca que colgaba de las mesas de delante del segundo piso, y de repente pude identificarme con una frase que había leído una vez en un artículo de la revista Times y que había recortado y archivado hacía años. Era un texto de Gilbert Millstein, en el cual describía la sensación de entrar a un club nocturno de Nueva York después de las dos de la mañana y quedar «cegado por la blancura de los manteles». ¡Cegado por la blancura de los manteles! Exacto. Después de que Hotchner y yo nos fuimos a casa esa noche, los dos supusimos que habíamos asistido a la última cena de Gnolo.

La tarde siguiente, después de llamar a Nicola para ver cómo estaba, él me lo confirmó.

«Mis socios y yo hemos decidido cerrar», dijo. La historia del restaurante Gnolo concluiría después de sólo ocho meses. «Linda tuvo razón todo este tiempo», añadió. «Ese edificio de la 63 tiene una maldición.»