El primer propietario del edificio fue un hombre robusto y autoritario llamado Frederick J. Schillinger, un transportista de muebles nacido en Alemania que murió en Nueva York a los setenta y dos años, en 1927, y a quien yo intentaba revivir cada vez que me sentaba en mi escritorio a pensar en él y a tratar de escribir sobre él.
Algunas veces levantaba la vista para estudiar unas fotografías suyas, en sepia y ya borrosas, que tenía clavadas en mi cartelera. En la más clara y detallada, Schillinger aparecía de pie en la acera, con una expresión de aparente satisfacción, frente a su, en ese momento, recién abierta bodega de cinco pisos, ubicada en el número 206 Este de la calle 63. La fotografía había sido tomada un día de invierno de 1907 y, a excepción de los avisos que se veían entonces sobre la pared exterior de ladrillo —avisos que decían DEPÓSITO SCHILLINGER: Empacamos y enviamos sus muebles… transportamos pianos y cajas de seguridad, servicio de montacargas—, el edificio está hoy idéntico en su apariencia exterior.
Cuando posó para la fotografía en 1907, Frederick J. Schillinger era un hombre de cincuenta y dos años, de pelo canoso, mandíbula cuadrada y bigote, vestido de manera bastante distinguida. Sobre su gran cabeza descansaba un bombín negro, delante de su camisa blanca había una corbata negra anudada en forma triangular debajo de la quijada y, cubriendo su ancho pecho y esos brazos musculosos de alguien acostumbrado a levantar muebles, se veía un abrigo Chesterfield gris con cuello de terciopelo que caía por debajo de las rodillas, sobre unos pantalones negros. Aunque uno podría suponer que este hombre que se movía en el negocio del transporte de muebles y despedía olor a caballo estaba vestido de esa manera con el fin de aparecer elegante en la fotografía, algunos de sus nietos ya ancianos y otros parientes que me habían dado las fotos me dijeron que él siempre vivía muy pendiente de la ropa y que también era un poco vanidoso y pomposo. Schillinger era un hombre que imitaba los rígidos modales de los mayordomos que, con mucha frecuencia, lo hacían esperar en los vestíbulos de las grandes mansiones del lado Este, a las que él y sus empleados eran llamados para llevarse los muebles que ya no cabían en las viviendas más modestas que su clientela, ya no tan pudiente, se vería obligada a ocupar a corto plazo.
A la derecha de Schillinger, se veía en la fotografía, estacionado debajo de las puertas abatibles que llevaban al establo y que estaban levantadas, uno de sus furgones forrados y de techo alto, con tres de sus empleados sentados en el pescante, sosteniendo las riendas de un par de caballos de pelo castaño, detenidos con los cuatro cascos apoyados sobre la rampa. Al fondo aparecía su vistoso depósito, diseñado por un arquitecto del Bronx de nombre Fred Hammond y construido con un coste de veinte mil dólares en el lado sur de la calle 63, que entonces era una calle ruidosa y vibrante que se mantenía todo el día en la penumbra gracias a la sombra que proyectaban sobre ella las líneas del tren elevado que reverberaba al subir y bajar por las avenidas Segunda y Tercera. Schillinger mismo habitaba en un vecindario más tranquilo, seis calles más al norte, en una casa de piedra de cuatro pisos, ubicada en el número 340 Este de la calle 69, en la cual vivía con su esposa, Eliza, y sus cuatro hijos, además de algunos parientes de su mujer. Sus hijos mayores y los parientes políticos le ayudaban con algunas labores administrativas y secretariales en la bodega y lo acompañaban diariamente cuando iba y venía del trabajo a pie, a lo largo de las aceras de adoquín y las calles sin asfaltar que componían la Segunda Avenida y que vivían cubiertas por las sombras en forma de reja que proyectaban los rieles y la estructura del ferrocarril elevado que pasaba por encima. Aunque los vagones de tracción eléctrica habían reemplazado a la locomotora de vapor desde hacía unos pocos años, en 1902, los toldos de algunos de los negocios de la avenida todavía ostentaban las quemaduras hechas por los trozos de carbón ardiente que solían caer desde los viejos trenes, y casi todos los edificios del vecindario estaban cubiertos por capas de hollín, que formaban distintos matices.
Cuando el depósito de Schillinger abrió sus puertas en 1907, era el último añadido a una calle que llevaba muchos años atendiendo las necesidades domésticas y personales de esos ricos neoyorquinos que vivían más al oeste, más cerca de la Quinta Avenida y el Central Park. Aquí, en esta calle secundaria entre las avenidas Segunda y Tercera sobre la 63, los negocios de los vecinos del señor Schillinger incluían una planta envasadora de cerveza, una panadería de venta al por mayor, un depósito de madera, una fábrica de carruajes, el taller y la vivienda de un herrero (en el sitio que actualmente alberga el restaurante Bravo Gianni, en el número 230 Este de la 63) y una gigantesca escuela pública que funcionaba en un edificio de ladrillo oscuro de cuatro pisos, la Escuela Pública 74, cuyo alumnado se componía principalmente de hijos de inmigrantes irlandeses y alemanes que habían sido obligados por las autoridades educativas a asistir regularmente a clase, como resultado, en parte, de la creciente antipatía que se sentía en la ciudad hacia el trabajo infantil.
Frente al depósito había un solar que pronto se convertiría en el anexo posterior del Hospital de Manhattan de Oftalmología y Otorrinolaringología, ubicado sobre la calle 64. Los vecinos más amigables y serviciales que tenía Frederick Schillinger en su lado de la calle, junto a la escuela, eran los propietarios de una fábrica de pianos, quienes le otorgaron el derecho exclusivo de entregar sus pianos a los grandes almacenes y otros lugares que vendían sus productos, así como a sus clientes especiales (algunos concertistas), que recibían pianos directamente y a precios reducidos, o incluso gratis si se trataba de músicos muy famosos.
Si alguien dominaba el mercado del transporte de pianos en la ciudad de Nueva York a comienzos del siglo XX, probablemente era Frederick J. Schillinger. Ya desde antes había sido presentado a diversos pianistas, propietarios de tiendas musicales y fabricantes, por cuenta de los padres y otros parientes de su esposa Eliza, que poseían y dirigían una pequeña fábrica que manufacturaba piezas para teclados, cerca de Times Square, llamada entonces Longacre Square. La fábrica era muy conocida entre los miembros de la comunidad musical de Nueva York, y Eliza misma, durante el noviazgo y en los primeros años de su matrimonio con Frederick J. Schillinger (que era, por lo demás, un talentoso violinista), se aseguró de que todos los clientes y amigos de su familia que tenían pianos que transportar se enteraran de cuál era el negocio de su esposo.
Todos los hijos de Eliza y Frederick, tres mujeres y un hombre, Fred junior, eran excelentes pianistas, aunque las chicas alcanzaron más triunfos como cantantes de música clásica ligera en la emisora de radio de Nueva York WEAF (una de ellas cantó también en el coro del Metropolitan Opera) y los talentos musicales del joven Fred se hicieron notar más en el depósito de su padre después de que comenzara a trabajar allí en 1920, tras graduarse en secundaria sin honores y sin ganas de ir a la universidad. Tampoco le entusiasmaba trabajar en el depósito, pero le gustaba darles serenatas a sus compañeros de trabajo, sentado al piano, mientras los demás empujaban otros para meterlos y sacarlos de los furgones.
Como ningún otro miembro de la familia aceptó dirigir el negocio después de la muerte de Schillinger en 1927 a causa de una bronconeumonía, Fred junior se convirtió, a falta de otro, en el sucesor de su padre y, aunque fue reemplazando gradualmente los caballos por camiones, no hizo mucho más durante los siguientes veinticinco años para mantenerse al nivel de sus rivales en el pequeño pero muy competitivo negocio del transporte y almacenamiento de muebles en Nueva York.
«Él se encargó de llevar lentamente el negocio de su padre a la quiebra», me diría más tarde la viuda de Fred junior, Charlotte Schillinger, quien agregó que, en 1952, se sintió encantado de deshacerse de todo el edificio de cinco pisos por el bajo precio de 64.200 dólares.
El hombre que compró el edificio y siguió usándolo durante los siguientes veinte años como sede de un negocio de almacenamiento y transporte era un ítalo-americano llamado Frank Catalano, un individuo bajito, calvo y compacto que debía de estar llegando a los cincuenta y ya había tenido y manejado exitosamente otros almacenes en Nueva York, y que no perdió tiempo en volver a comenzar las operaciones en el número 206 Este de la calle 63, después de quitar todos los avisos en los que aparecía el nombre de Schillinger. El edificio era ahora la sede de Dard’s Express and Van Co.
El nuevo dueño lo bautizó Dard en memoria de su abuelo, Dardinello Catalano, que había nacido y se había criado en las colinas de Calabria, no lejos de la aldea ancestral de mi propia familia. Un hijo de Dardinello Catalano, llamado Salvatore, abandonó Italia a los veintitrés años para trabajar en las minas de carbón cerca de Pittsburgh. Pero después de diez años, los pulmones enfermos de Salvatore Catalano le impidieron continuar con su trabajo en las minas, así que abandonó el área de Pittsburgh y se fue a Nueva York, donde encontró trabajo en una compañía de construcción. Una lesión que lo incapacitó, unos cuantos años después, obligó a Salvatore a renunciar y comenzar a ganarse la vida como propietario de una tienda de víveres, ubicada cerca de East River, en la calle 49. Poco después conoció en el barrio a una mujer ítalo-americana con la que se casó y tuvo nueve hijos, durante la siguiente década y media. El segundo, un niño nacido en 1914, que resultaría ser el más enérgico y obstinado, era Frank Catalano.
De niño, cuando Frank no estaba ocupado ayudando a su padre en la tienda, lustraba zapatos en las aceras frente a la oficina de correos Grand Central. Siendo un joven adolescente, Frank se levantaba diariamente al amanecer para ir hasta el centro con un caballo y una carreta a recoger los víveres para la tienda de su padre, antes de ir a clases en la Escuela Pública 135, ubicada en la calle 51 con la Primera Avenida. Durante los treinta, después de persuadir a su padre de que el alto coste que implicaba la compra de un camión era una inversión prudente, a causa del ahorro en tiempo que implicaría, Frank comenzó a trabajar con el camión de los víveres, transportando muebles durante las horas en que no estaba ocupado en la tienda. En pocos años, mientras tomaba clases nocturnas para completar su educación secundaria, Frank Catalano comenzó a comprar camiones por su cuenta y empleaba a sus hermanos y hermanas menores para que le ayudaran con su negocio de mudanzas y almacenamiento, que inicialmente estaba centrado en una nave ubicada en la zona Este, en la calle 49. En 1952, debido a que necesitaba más espacio y sabía de los problemas administrativos de la bodega que pertenecía a Fred Schillinger Jr., Frank Catalano le hizo una visita y lo encontró más que interesado en vender.
Después de que me mudé al vecindario, solía ver a Frank Catalano a través de las puertas abiertas de la bodega ayudando a sus hombres a cargar o descargar camiones, y una vez me atreví a presentarme y contarle de mi interés por su edificio. Él se mostró renuente a hablar conmigo y yo no insistí. Pero cada vez que lo veía, le dedicaba unas cuantas palabras amables o lo saludaba con un gesto de la mano al pasar caminando hacia el apartamento de mi entonces novia Nan, ubicado en la calle 63, al este de la Segunda Avenida; y en 1959, después de que nos casamos y comenzamos a explorar la ciudad juntos en mi ofensivamente estilizado y esbelto TR-3 blanco —un deportivo inglés que compré de segunda mano, pero que conservo hasta hoy y sigo conduciendo—, empecé a estacionarlo directamente frente a la nave de Frank Catalano, en un garaje subterráneo en el que la mensualidad era económica, pero donde la característica línea bajita de mi vehículo se prestaba para que la carrocería sufriera frecuentes rayones o abolladuras por parte de los empleados negligentes y borrachines, que golpeaban mis guardabarros y mis luces mientras maniobraban coches más grandes, con parachoques más altos. Era imposible acusar a nadie, pues nunca podía identificar quién había tenido la culpa, pero constante e infructuosamente me quejaba al gerente por el maltrato que recibía mi amado TR-3, cuyas abolladuras eran, cada una, como un hueco en mi corazón.
Una cálida tarde de otoño de 1963, después de llegar al garaje y bajar y ajustar la capota de mi coche, noté que la tapa de plástico rojo de una de las luces traseras ubicadas sobre el guardabarros posterior estaba rota y era la tercera vez que esto sucedía en el transcurso de pocas semanas. Siempre tenía en el baúl luces y tapas de repuesto, como medida preventiva, pero por alguna razón —a pesar de que el guardabarros mismo no se había dañado— en esa ocasión sucumbí a un ataque de rabia. Sin poder dirigir mi frustración hacia los empleados del garaje, pues no había ninguno por ahí, me giré hacia una papelera metálica que había contra un poste de cemento y le di una patada que la lanzó hasta la mitad del garaje, y mi pie quedó bastante dolorido.
Luego fui cojeando hasta el coche, me monté, arranqué el motor y comencé a acelerar y a expulsar espantosas nubes de humo negro a través del tubo de escape. Moví la perilla de madera de la palanca de cambios para poner primera y subí la rampa mientras tocaba insistentemente la bocina, para avisar a todos los peatones que pasaban por la calle de que yo iba subiendo. Al llegar a la acera, miré hacia la izquierda y vi un camión de basura que se acercaba a gran velocidad y que me habría borrado por completo si no me hubiese detenido, así que pisé rápidamente el pedal del freno con mi pie lastimado y el coche patinó hasta detenerse en el borde de la acera. Detrás del camión de basura venían otros vehículos que comenzaron a pasar rápidamente frente a mi parabrisas —taxis, limusinas, autobuses, vehículos particulares y furgones, muchos de los cuales venían de la salida que forma la calle 63 del FDR Drive, a lo largo de East River—, casi tocándose, y que se dirigían a la Tercera Avenida, por esta ancha calle de un sentido hacia el oeste.
Me quedé esperando con impaciencia en el borde de la acera, acelerando el motor, pero sin poder avanzar. Al mirar hacia el frente, vi la nave de ladrillo oscuro de Frank Catalano, con las puertas cerradas y aparentemente desierta. Éste era uno de los pocos edificios antiguos que quedaban todavía en pie desde la época del señor Schillinger padre y, bajo la luz de la tarde, se veía como si fuera muy pequeño y parecía anacrónico y difuso, en medio de la penumbra de esta calle inundada ahora por el humo de los coches que pasaban y dominada por las imponentes filas de modernas torres de apartamentos de ladrillo blanco, que proyectaban sombras más profundas y oscuras que las que trazaban los trenes elevados que rodaban en otra época, suspendidos sobre las avenidas Segunda y Tercera. En esta calle residían ahora miles de personas que pagaban elevados alquileres por vivir en apartamentos con terraza, lo más altos posible, lo más alejados de las bocinas del tráfico y la suciedad de abajo. En ningún lado de la calle había cafés, ni boutiques ni tiendas especializadas de ningún tipo y, por lo tanto, tampoco había ningún incentivo para quienes les gusta mirar escaparates ni ningún entretenimiento para los transeúntes. La única persona que vi en la acera, mientras yo esperaba y golpeaba con los dedos el volante, respirando el aire malsano que coincidía perfectamente con mi estado de ánimo, fue un portero uniformado que estaba parado a unos cuantos metros, cerca del borde de la acera, fumándose un cigarrillo donde no lo captaran las cámaras de seguridad que colgaban del vestíbulo de su inmenso edificio de apartamentos, ubicado en el número 205 Este de la calle 63, cerca de la esquina con la Tercera Avenida.
Entonces oí una voz que me llamaba y provenía de algún lugar detrás del coche. Al darme la vuelta, vi a un hombre bajito y de cara redonda, parado cerca del guardabarros posterior, el que tenía la tapa de la luz rota. El hombre llevaba una visera amarilla y un anorak oscuro y tenía en la mano izquierda una caña de pescar. Era Frank Catalano.
«Tienes que tomártelo con calma», dijo, y sacudió lentamente la cabeza, pero su tono era más tolerante que reprensivo. Avergonzado por la idea de que me hubiese visto tan fuera de control, tontamente enfurecido porque alguien había quebrado una pieza de plástico que no valía mucho y se podía reemplazar, me quedé callado.
«Todavía eres joven», siguió diciendo. «Sea lo que sea, no debes dejar que te afecte…»
Después de poner con cuidado su caña de pescar cerca del borde de la acera, Frank Catalano caminó hasta el frente de mi coche y adoptó la posición de un policía de tráfico, levantando los brazos e indicándoles a los automóviles que se detuvieran. Después de hacerlo, me miró e hizo un gesto con la cabeza.
«Listo», dijo, mientras mantenía los brazos levantados, «es tu turno».
Cuando salí a la calle y giré a la derecha, al pasar delante de él, lo oí decir: «Me gusta tu coche».
«Gracias, Frank», respondí, llamándolo por su nombre por primera vez.
En 1973, cuando estaba cerca de cumplir sesenta años, aunque eso sólo ocurriría el año siguiente, Frank Catalano decidió dejar el negocio de las mudanzas. El y su esposa, que siempre había sido su contable, tenían dinero más que suficiente para vivir cómodamente en Florida el resto de su vida, y sus dos hijos, que habían recibido educación universitaria, ya eran autosuficientes, estaban casados y vivían lejos de la ciudad de Nueva York. Su hija, Luanne, era ama de casa en Michigan, y su hijo, Frank Catalano Jr., era abogado en Oklahoma. Lo que Catalano padre quería hacer ahora no era retirarse sino embarcarse en una nueva carrera que le permitiría hacer todo el tiempo lo que más le gustaba hacer: pescar. La idea era montar un negocio de botes de alquiler en Key West, Florida, y pasar los días capitaneando sus botes y a la gente que fuera a pescar. Durante muchos años se había tomado frecuentes vacaciones del trabajo en la nave para recorrer las corrientes de la Costa Este y el Caribe, y un día, mientras estaba pescando con caña en la zona de pesca de Point Judith, cerca de Galilee, Rhode Island, luchó durante casi dos horas con su presa antes de sacar un atún de 338 kilogramos y tres metros de largo. Una fotografía de él posando junto al pescado apareció en Movers News, publicación patrocinada por la Asociación de Compañías de Mudanzas de la Ciudad de Nueva York, la cual eligió a Frank Catalano como su presidente durante tres periodos.
Aunque Catalano dejó su negocio en la calle 63 en 1973, su intención nunca fue vender el edificio inmediatamente; la idea era conservarlo y alquilarlo para recibir una renta y que, con el tiempo, lo heredaran su hija y su hijo. Entretanto, le entregó la nave vacía a una firma de bienes inmuebles que, cuando le llegó el turno, se la alquiló con opción a compra a J. Z. Morris, un promotor inmobiliario de Sarasota, Florida, desgarbado, rubio y millonario, de veintisiete años, hijo del multimillonario Robert Morris, quien había financiado la construcción de varios centros comerciales y bloques de apartamentos en la parte occidental de Florida, después de hacer una fortuna en el negocio de los cereales en su tierra natal, Indiana.
Su hijo J. Z. (iniciales de Joseph Zol) creció en New Harmony, Indiana, donde a los dieciséis años ya estaba volando solo en su propio avión. Después de graduarse en la Universidad de Indiana en 1969, se mudó a la isla caribeña de Jamaica, en la que, a comienzos de los setenta, completó un proyecto inmobiliario a lo largo de los diez kilómetros de playa de Negril. En 1973, durante una prolongada estancia en Nueva York, mientras paseaba un día por la calle 63, vio el anuncio de alquiler en la nave de Frank Catalano y llamó a la agencia inmobiliaria. Después de obtener permiso para inspeccionar el lugar, detectó una fragancia equina nada desagradable que salía del interior húmedo y vacío del edificio y observó el brillo que habían dejado los cuerpos de los caballos al frotarse contra las paredes de madera del ascensor de carga que lo llevó de un piso a otro. A Morris le encantó el lugar. Y como podía adquirirlo por una suma inicial de sesenta y cinco mil dólares, más una renta anual de veinte mil que recibiría Catalano y le garantizaría un alquiler a largo plazo y un acuerdo de renovación del contrato —y como J. Z. Morris tampoco tenía ninguna urgencia económica en ese momento—, tomó control de la propiedad con toda tranquilidad y sin presiones y, durante los dos años y medio que siguieron, prácticamente sólo la usó para estacionar su Rolls-Royce detrás de las puertas abatibles de lo que alguna vez había sido el garaje de Catalano, en el primer piso.
En 1976, J. Z. Morris contrató un equipo de construcción que le cobró cerca de setecientos mil dólares para demoler todo el interior de la propiedad y convertir los tres pisos superiores en oficinas o estudios para alquilar. Luego subarrendó los dos pisos inferiores y el sótano por una suma anual de cuarenta y seis mil a una sociedad que iba a montar un restaurante; los socios tenían la intención de transformar este espacio en un elegante comedor de dos pisos estilo art déco, que bautizarían como Le Premier. La sociedad también se comprometió a gastar la suma adicional de un millón y medio de dólares para cubrir los gastos de reconstrucción y renovación y para retirar el ascensor de carga, que sería reemplazado por una escalera de caracol con barandas de bronce para conectar los dos pisos del comedor. El comedor principal, en el primer piso —que antes solía soportar el peso de camiones y caballos—, se convertiría en un deslumbrante salón con brillantes suelos de caoba y paredes de color salmón y un cielo raso de cinco niveles del cual saldrían suaves rayos de luz rosa. Delicadas cortinas de encaje bordadas con la imagen de pavos reales cubrirían la inmensa ventana delantera, que daba sobre la acera —una ventana tan grande como las puertas abatibles que había reemplazado—, y las mesas estarían rodeadas de asientos y bancas forradas en gamuza gris perla. Contra la pared oriental, detrás de los pavos reales de encaje, iría una barra antigua y tallada a mano, importada de París, mientras que las otras paredes estarían adornadas con imágenes femeninas en poses coquetas, dibujadas en el interior de espejos de vitrales art déco.
En el piso superior se repetiría el mismo tema, con lámparas art déco que colgarían del techo y paredes decoradas con murales que incluían uno en el que aparecía un mujer del siglo XVIII, vestida con una bata suelta, que retozaba en el bosque con un sátiro y otras criaturas míticas de intenciones obviamente libidinosas. Habría menos mesas en el piso de arriba que en el de abajo, debido a que el segundo piso funcionaría como una especie de club, con comensales que pagarían una mensualidad por tener acceso no sólo a mayor privacidad sino a un pequeño salón en el cual podrían jugar al backgammon o a las cartas y que contendría casilleros con un nivel de humedad controlada, en los cuales los miembros podrían guardar sus cigarros, para fumárselos en el salón del piano del segundo piso.
Después de que retiraron el ascensor de carga, J. Z. Morris se vio obligado a instalar una escalera de servicio en la esquina occidental del edificio, la cual sería usada por los arrendatarios de los pisos tercero, cuarto y quinto. Él mismo se mudó temporalmente al quinto piso e instaló una pequeña oficina y un pied-à-terre que decoró en un estilo que inevitablemente llamó la atención de muchos de sus vecinos de la calle 63. Una tarde llegó un camión a entregar la cabina de vidrio y el fuselaje plateado y sin alas de un avión naval de la Segunda Guerra Mundial, que Morris le había comprado a una compañía de rescate en Maine con la idea de utilizarlo en su oficina como una combinación de objeto artístico y cabina telefónica. Entre los curiosos que se pararon a observar en la acera el momento en que el fuselaje fue levantado con poleas a lo largo del frente del edificio hasta el tejado, desde donde lo bajaron hasta el quinto piso a través de un enorme hueco, había una hermosa joven china que decidió que ahora tenía un vecino lo suficientemente excéntrico y económicamente boyante como para justificar su interés.
Su nombre era Jackie Ho y vivía en el ático de un edificio moderno que estaba unos cuantos bloques más allá, a la derecha del almacén. Era una mujer delgada y atlética de veintiséis años, que pasaba dos horas cada tarde en un gimnasio ubicado en el lado Este, cuando no estaba pasando las mismas dos horas en un gimnasio en Hong Kong. Jackie viajaba regularmente entre las dos ciudades. Había nacido en Hong Kong en 1950, hija de una familia china de Cantón, y desde su casa en las colinas de Hong Kong, con vistas al puerto, podía ir caminando hasta las propiedades que alquilaba y que le producían una renta considerable. Cuando no estaba en Hong Kong o en Nueva York, a menudo estaba cultivando su pasión por esquiar en la nieve y la vida después del esquí —en Austria, Suiza y Chile—, en compañía de hombres como el hijo de un importante industrial alemán, un financiero francés de la jet set y el rey Hussein de Jordania. Uno de sus compañeros ocasionales a la hora de la cena, antes de comenzar a salir con J. Z. Morris, era el ex vicepresidente de Estados Unidos Spiro T. Agnew, quien viajaba con frecuencia a Asia como asesor de negocios después de terminar su legislatura. Jackie había cenado con Agnew en Nueva York en La Grenouille la víspera del día en que vio a Morris de pie en la acera con los hombres del camión mientras descargaban el fuselaje. Jackie Ho y J. Z. Morris fueron presentados luego en un cóctel que ofreció en su apartamento de la calle 63 una argentina que ayudaba a dirigir la tienda de Valentino en la Quinta Avenida, donde Jackie compraba sus vestidos. Dos años después, en 1979, Jackie Ho y J. Z. Morris estaban casados. Al mismo tiempo, dado que él continuó manejando la mayor parte de sus negocios desde Sarasota, Jackie Ho se convirtió en la administradora y cobradora del edificio ubicado en el número 206 Este de la calle 63, donde, si alguien se atrasaba con el alquiler, ella solía reaccionar con la irritabilidad que ha hecho famosas y temidas a las mujeres cantonesas.
Cuando Le Premier abrió sus puertas con una gala de inauguración a mediados de septiembre de 1977, Jackie Ho estaba en Hong Kong, pero J. Z. Morris se encontraba ahí, junto con doscientos invitados más, entre los cuales figuraba yo. Aunque no conocí a Morris en esa ocasión, sí le estreché la mano al principal dueño del restaurante, un refinado y atractivo hombre de pelo negro, de veintiocho años, originario de Grenoble, llamado Robert Pascal. Durante la cena, Pascal permaneció en la parte delantera del comedor principal, posando para los fotógrafos mientras abrazaba a su novia, la princesa Yasmin Aga Khan, hija de Aly Khan y de la estrella de cine Rita Hayworth.
«Ay, esto va a ser una massacre», le dijo Robert Pascal a la multitud de gente que le deseaba buena suerte, y con eso quería decir que estaba a punto de acabar con el público de neoyorquinos que cenaban en restaurantes rivales de Nueva York, gracias al poder seductor de la cocina de Le Premier y el atractivo de su ambiente y, seguramente, la presencia de mujeres tan interesantes como la que lo acompañaba en ese momento. A medida que fui conociendo a Robert Pascal en las semanas y meses que siguieron, descubrí que nunca le faltaban confianza ni audacia.
Pero la «massacre» que previo la noche de apertura no fue exactamente lo que logró cuando comenzaron a aparecer en la prensa las opiniones de los críticos gastronómicos. En general todos castigaron el trabajo de los cocineros que Pascal había contratado y acusaron a sus camareros de ser arrogantes y negligentes y, en palabras de la crítica del Times Mimi Sheraton, las figuras femeninas que aparecían en los murales de las paredes eran «gratuitamente pornográficas», hasta un punto que algunos clientes «bien podían encontrar incómodo, si no absolutamente insultante». De acuerdo con el sistema de calificación de cuatro estrellas del Times, ella le dio sólo una estrella a Le Premier y dijo que la lista de vinos era «ridículamente cara», que el pâté de pescado frío estaba «chicloso e insípido», la codorniz estaba «ligeramente muy cocinada» y el róbalo al vapor estaba «extrañamente denso y duro» y tenía «un ligero sabor a petróleo que se alcanzaba a sentir a pesar de su excelente salsa». Mimi Sheraton también criticó la política del restaurante de servir la cena sólo a las siete o a las nueve y media de la noche. Esta «tiranía de dos horarios», dijo, era una imposición que atendía la conveniencia del propietario más que la de los clientes, y también observó que el propietario y algunos de sus camareros necesitaban un afeitado más cuidadoso. La manera en la que Robert Pascal había elegido presentar las mesas también la decepcionó; en lugar de tomar vino en vasos con bordes redondeados, ella habría preferido copas de cristal tallado, que eran más caras pero más delicadas y acordes con los altos precios del restaurante. «También ofrecen el azúcar en terrones envueltos en papel y bolsitas», anotaba, y aunque esto resulta «tal vez más limpio para los camareros», es inaceptable en un lugar donde «la elegancia es, obviamente, el nombre del juego».
El comentario desfavorable del Times perturbó y sorprendió a Pascal al mismo tiempo, porque entre los clientes satisfechos con el primer mes de funcionamiento de Le Premier estaban el editor de The New York Times, Arthur Ochs Sulzberger, y el asesor especial del editor, Sydney Gruson. Gruson había conocido a Pascal cuando era cliente del anterior restaurante de este último, ubicado más arriba, en la parte norte de la ciudad —Chez Pascal, 151 Este calle 82—, y fue Gruson quien llevó a Sulzberger a Le Premier; y debido a que Mimi Sheraton no había hablado del restaurante hasta ese momento, Gruson le prometió a Pascal que, cuando la viera en la oficina, alabaría la comida y la decoración de Le Premier y le sugeriría que pasara por allí tan pronto le fuera posible.
Durante las semanas que siguieron, Mimi se presentó en tres ocasiones, una vez a almorzar y dos veces a cenar. Como las reservas siempre aparecían a nombre de uno de los amigos que la acompañaban, ni Robert Pascal ni sus empleados registraron la presencia de Mimi Sheraton; por otra parte, Pascal no sabía qué le habría dicho Gruson, si es que realmente había cumplido su promesa de hablar con ella. Como me explicó Robert Pascal pocos días después de que apareciera publicado el comentario de Mimi, él podría entender el resentimiento de la crítica si, a partir de lo que quiera que Gruson le hubiera dicho a la mujer, ésta hubiese tenido la impresión de que Gruson intentaba incidir sobre su integridad como crítica.
En todo caso, el artículo del Times le hizo mucho daño al restaurante y redujo el negocio a la mitad casi de inmediato, lo que impulsó a los socios de Pascal —que ahora veían cómo su enorme inversión se estaba yendo por el desagüe del recién instalado sistema de cañerías de Le Premier— a demandar a Mimi Sheraton por difamación. De acuerdo con los socios, la mujer había sobrepasado los límites legales en lo que concierne a hacer «comentarios justos» y, además, ya ninguna publicidad que hicieran podría remediar el efecto de lo que Mimi había escrito en el poderoso Times. Robert Pascal, sin embargo, vetó la propuesta de demandar. Eso sólo atraería más atención hacia la reseña gastronómica, dijo, y, además, él creía que Le Premier podía sobrevivir, como sobrevivían algunas veces los espectáculos de Broadway a la ira inicial de los críticos, aunque fueran del Times.
Pero como el negocio no mejoró a lo largo de 1977 y 1978, y Gruson y Sulzberger dejaron de ir a cenar, y la princesa Yasmin Aga Khan salió de su vida de manera amistosa pero definitiva, y como ya no pudo atraer a más clientes, ni siquiera después de reducir los precios de la comida y las bebidas y quitar de las paredes las imágenes más eróticas de los murales «gratuitamente pornográficos», finalmente Roben Pascal decidió, en diciembre de 1978, ceder el control de Le Premier. Él y sus patrocinadores aceptaron entregarle —por la suma de ochocientos mil dólares— el restaurante, sus instalaciones y los muebles, y los ocho años que todavía quedaban del alquiler con opción a compra que se había firmado por diez, a un nuevo grupo de inversores encabezado por un especialista en exenciones tributarias.
El restaurante sería rebautizado como Bistró Pascal y se esperaba que Robert Pascal permaneciera allí como anfitrión y asesor; pero la verdad es que apareció con muy poca frecuencia después de que finalizase totalmente el cambio de administración, en enero de 1979. Sin ser alguien a quien le gustara mucho quedarse en lugares en los que no tenía el control, y convencido como estaba de que tarde o temprano encontraría nuevos inversores que no se asustaran con los riesgos y se dejaran arrastrar por su irreprimible optimismo y estuvieran dispuestos a apoyar económicamente su siguiente aventura, Robert Pascal regresó pronto a la jugada en 1980, con un restaurante que resultó toda una sensación en Nueva York. Estaba ubicado en el local de un antiguo restaurante de carnes, en el número 334 Este de la calle 74, y, al igual que la obra de teatro francesa y la película que inspiraron su nombre —La Cage aux Folles—, el tema central del restaurante y su decoración era el travestismo. Los camareros usaban vestidos de mujer y los cantantes masculinos que entretenían a los comensales eran imitadores de conocidas actrices de cine y otras personalidades del negocio del espectáculo.
La idea de montar ese restaurante se le ocurrió a Pascal una tarde en que, poco tiempo después de cerrar Le Premier, estaba solo en un cine de Nueva York viendo la farsa francesa por tercera o cuarta vez (había sido elegida como la mejor película extranjera de 1979 y su director había ganado una nominación a los Oscar). Cada vez que la veía, Pascal quedaba impresionado con la actuación tan divertida y estrafalaria de los dos personajes principales: uno era el actor francés Michel Serrault, quien representaba a un travestí envejecido, mientras que su pareja era un joven drag queen interpretado por el actor italiano Ugo Tognazzi.
Después de que Pascal invitara con insistencia a sus amigos neoyorquinos ricos a ver La Cage aux Folles y después de que ellos le comunicaran el entusiasmo que les habían despertado el ingenio y la sagacidad de la película, Pascal les vendió la idea de respaldar su versión en restaurante de La Cage aux Folles. El local abrió las puertas en Nueva York en noviembre de 1980, y durante la primavera siguiente, animados por el éxito, los socios de Pascal lanzaron otro La Cage aux Folies en West Hollywood, en Los Ángeles. Más tarde habría restaurantes de La Cage en San Francisco, Toronto, Atlantic City, Las Vegas y Miami Beach.
Pascal sólo participó activamente en el restaurante de Miami Beach, después de vender su participación en el de Los Ángeles en 1982. Para esta época había desarrollado un cáncer de garganta y el médico le había advertido que si no dejaba el tabaco (se fumaba tres paquetes al día) estaría muerto en menos de un año. Aunque en ese momento tenía poco más de treinta años, Pascal decidió que era más fuerte su gusto por el cigarrillo que el miedo a morir joven; así que siguió fumando y vivió varias décadas más, hasta llegar al siglo XXI con una voz ronca, pero tan conversador y persuasivo como siempre.
Después de instalarse permanentemente en Miami a mediados de los ochenta, conoció a una adinerada divorciada, diseñadora de ropa llamativa (más conocida por sus camisetas adornadas con pedrería brillante), y se casó con ella, y también encontró financiación para varios restaurantes nuevos localizados en Miami Beach y sus alrededores: Villa Pascal, Pascals Pascal y, entre otros, La Voile Rouge (La Vela Roja), el cual bautizó en honor de La Voile Rouge de Saint-Tropez, un club de playa donde las mujeres andaban en topless y en el que él comenzó su carrera como camarero siendo un adolescente.
Entretanto, el restaurante ubicado en el número 206 Este de la calle 63 en Nueva York, que llevaba su nombre —aunque no contaba con su presencia ni su interés—, el Bistro Pascal, cerró en julio de 1983. Yo lo visité una o dos veces después de que Pascal lo vendiera y supuse que, dado que no tenía nada especialmente bueno, se había mantenido abierto durante dos años y medio debido a que satisfacía las necesidades tributarias de sus socios expertos en deducciones. Luego, a finales del verano de 1984, después de que el local del Bistro Pascal llevara desocupado cerca de un año, mi amigo Nicola Spagnolo supo de él y, pasando por encima de la molestia y la angustia de su esposa Linda, decidió que ése sería el lugar de su próximo Gnolo.
«Linda dice que el sitio tiene mala energía», me dijo Nicola por teléfono en el otoño de 1984, cinco semanas antes de la apertura de Gnolo. «Cometí el error de dejarla ver el lugar antes de que lo arreglemos.» Linda me contó más tarde que había ido varias veces al número 206 Este de la calle 63 mientras renovaban y pintaban el local, para suplicarles a su marido y a sus socios que cancelaran sus planes, que anularan el contrato de alquiler y evitaran así el desastre financiero que ella veía venir.
«¿Qué sabes tú sobre restaurantes?», le preguntó Nicola con irritación, después de que la mujer interrumpiera una reunión con los decoradores.
«Te estoy diciendo que tengo premoniciones sobre este lugar», dijo Linda.
«Bueno, ¿entonces por qué no subes y consigues empleo donde los adivinadores del tercer piso?», respondió Nicola, y agregó: «Mira, yo llevo trabajando en restaurantes toda mi vida y tú no sabes de qué estás hablando…».
Aunque era cierto que ella no podía explicar sus temores, también era cierto, tal como me explicó Linda, que nunca había estado tan segura de algo en la vida: su esposo iba directo a un fracaso y ella lo sintió casi inmediatamente después de su primera visita al número 206 Este de la calle 63. Aunque era una tarde soleada cuando ella y su marido se bajaron del taxi, el viejo edificio de ladrillo se veía oscuro debido a las sombras de las torres altas que lo rodeaban; y mientras Nicola y sus obreros se reunían alrededor de la barra para estudiar los planos, ella deambuló sola por los corredores del comedor cubierto de polvo, el cual estaba apenas iluminado por bombillas de poca potencia y se reflejaba de manera tenebrosa en los espejos de vidrio ahumado que habían dejado colgados los antiguos dueños del Bistro Pascal. A su alrededor sólo había asientos patas arriba, organizados encima de la mesas, cajas llenas de platos y, en el último escalón de una escalera de madera, un teléfono blanco con el cable cortado. Ninguna remodelación o renovación podría alterar la mala opinión que Linda tenía de este lugar, y otra cosa que le molestaba era lo que había visto fuera: una acera a la que no le llegaba el sol, la escasez de tiendas, la estéril arquitectura de los edificios modernos que bordeaban la calle y el ritmo implacable de los coches que pasaban veloces por la calle 63 hacia la Tercera Avenida; uno de ellos casi se estrella por detrás contra el taxi en el que ella y Nicola habían llegado hasta allí. A diferencia del área residencial alrededor de la calle 80 Este, a esta parte de la 63 le faltaba esa sensación cálida de barrio y por eso se preguntaba cómo podría su marido establecer un restaurante exitoso en una calle de un solo sentido que era una vía rápida para los coches y no tenía ningún atractivo para los peatones.
Linda le planteó esta pregunta a Nicola camino a casa, pero él no le prestó mucha atención. Insistió en que el número 206 Este de la 63 era una rara oportunidad y le recordó que muchos de los restaurantes más exitosos de Nueva York estaban ubicados en barrios poco atractivos. Nicola recordó que, cuando Elaine Kaufman abrió su restaurante en la Segunda Avenida cerca de la calle 88, se dijo que fracasaría porque era una zona remota y deprimida, sobre una calle de tráfico pesado de un solo sentido. Nicola también señaló que un restaurante italiano de estilo familiar llamado Rao’s llevaba más de ochenta años de prosperidad en Harlem. No es la calidez del barrio lo que incide sobre la suerte del restaurante, le dijo Nicola a su esposa, sino la calidez del restaurante, la personalidad acogedora del propietario y el aura romántica que mana del local cuando se sirve la cena. Sí, dijo Linda, pero ¿qué sucede si esa aura romántica tiene una especie de maldición o trae mala suerte? ¿Qué pasa si ese local del número 206 Este de la 63 tiene algo inherentemente malo que ningún restaurateur puede arreglar?
«Ah, ella no va a cambiar de opinión», me dijo Nicola por teléfono unos pocos días antes de la inauguración de Gnolo. «Linda es judía, pero suena como esos italianos con los que crecí y que dejé en el Viejo Continente. Siempre estaban viendo el lado malo de las cosas, siempre tenían malas premoniciones. A excepción de personas como Linda, los italianos son los más pesimistas del mundo.»
«Sí», dije, «mi padre solía decir eso», y le expliqué que, en su región de Italia, la gente estaba tan centrada en la posibilidad de la adversidad, tan asustada con la idea de ese poderoso espíritu de la desgracia, que incluso le habían puesto un nombre. Lo llamaban la Jettatura. Es la «santa patrona» de la mala suerte. El profeta al que nadie le reza y que todo el mundo odia, pero que siempre está presente.
Probablemente le estaba diciendo a Nicola más cosas de las que quería saber, pero como no me interrumpió y yo mismo no había logrado quitarme de encima la herencia italiana hasta el punto de arriesgarme a restarle importancia a la Jettatura, le relaté más de lo que mi padre me había contado sobre ese odioso espíritu. Se había vuelto muy importante durante la época del Oscurantismo en el sur de Italia, a partir del misticismo católico medieval, y se había perpetuado con facilidad a través de los siglos que siguieron, marcados por las plagas, los terremotos, las sequías, las hambrunas, las invasiones de los bárbaros y otros horrores y vejaciones que establecieron poco a poco una sociedad dominada por las fuerzas oscuras y adicta a los amuletos, cuyo mayor temor era tener más de la Jettatura.
«Muy bien, ya oí suficiente de esa basura», dijo finalmente Nicola, y me interrumpió: «Nada de eso tiene sentido. Y no voy a permitir que ni tú ni Linda me enredéis la cabeza con eso».
«No era ésa mi intención», dije.
«No me importa», respondió Nicola. «Ahora estoy en América y me tienen sin cuidado tu Jettatura o la Jettatura judía de Linda. Lo único que sé es que en unos pocos días voy a abrir mi nuevo restaurante en la calle 63. Y todo va a ser genial.»