Nicola Spagnolo pasó la mayor parte de los cinco años siguientes trabajando en el St. Regis. Gracias a que poco a poco fue adquiriendo dominio del inglés, tras tomar clases en un centro comunitario en el Bronx, encontró trabajo extra como camarero o ayudante de cocina en otros restaurantes durante el tiempo libre que le dejaba el hotel. En su mayoría estos restaurantes eran lugares comunes y corrientes, localizados en calles poco transitadas de Midtown Manhattan, pero a veces, gracias al hecho de que sabía hablar francés, pudo hacer reemplazos como camarero asistente en Le Pavilion. Nicola nunca hablaba ni una palabra de italiano dentro de Le Pavilion, pues sabía que Henri Soulé lo consideraba tan reprochable como la costumbre italiana de cocinar con aceite en lugar de usar mantequilla. Los mejores restaurantes de Nueva York eran franceses y Soulé extremadamente francófilo. Trabajar en Le Pavilion suponía para Nicola una experiencia que lo llenaba de orgullo y humildad al mismo tiempo.
Todo en el restaurante constituía una muestra de lo mejor y lo más caro: la cristalería era de Baccarat, los centros de mesa resplandecían con rosas de tallo largo (tres mil rosas recién cortadas eran colocadas cada semana) y los carritos plateados de servir, diseñados exclusivamente en París con quemadores incorporados y hornillos para mantener la comida caliente y equipados con ruedas, se deslizaban con suavidad sobre las alfombras de Le Pavilion y podían dar la vuelta en un espacio mínimo. El señor Soulé no dejaba de ir y venir entre el comedor y la cocina, supervisando la culinaria y la atención a los clientes con la ayuda de su cuadrilla de jefes de camareros y su meticuloso y vigilante chef francés. Los empleados que trabajaban en Le Pavilion sabían muy bien que las condiciones allí no se prestaban mucho para el maleteo.
Durante este tiempo, cuatro años después de que Nicola abandonara el barco, tuvo un romance con una joven nacida en Texas, aventurera e impetuosa, que trabajaba en el departamento de reservas del St. Regis. Un año después, en 1960, ella lo animó a ir de visita a Italia. Nicola viajó con ella y los dos decidieron casarse sorpresivamente cuando estaban visitando su pueblo natal, circunstancia que aceleró el proceso mediante el cual él obtendría después su ciudadanía americana. Pero a excepción de trabajar juntos en el St. Regis, pronto descubrieron que no tenían nada más en común, y su periodo de cohabitación marital duró sólo unos pocos años y fue especialmente tempestuoso. Aunque sólo se divorciaron de manera formal a finales de los sesenta, Nicola abandonó su apartamento de casados en Queens en 1963 y, al mismo tiempo, cortó todo vínculo con el St. Regis. Ahí fue cuando comenzó a trabajar con cierta regularidad en Portofino, que era propiedad de su amigo genovés Alfredo Viazzi, y donde conoció a Elaine Kaufman, con quien se asociaría posteriormente en la parte norte de la ciudad, después de que ella abriera Elaine’s.
Pero después de diez años de trabajar como su jefe de camareros, la pareja comenzó a disentir en tantos asuntos que Nicola decidió dejar Elaine’s en 1974 y abrir su propio restaurante. Nicola me lo contó discretamente al final de una noche en que yo cenaba solo en el restaurante y Elaine estaba en el fondo, tomándose un trago con su amigo el dramaturgo Jack Richardson y otros cuantos más que jugaban al backgammon.
Quedé muy perturbado con la noticia que me dio Nicola.
«No puedes renunciar», dije. «Este libro que estoy haciendo se desarrolla en Elaine’s y tú eres uno de los personajes principales. Los dos vais a recibir mucha publicidad gratuita cuando lo termine.»
«Ya no aguanto más», dijo él. Estaba inclinado sobre mi hombro, hablándome directamente al oído izquierdo mientras recogía los platos de la mesa.
«Claro que puedes», insistí, y levanté la vista de mi copa de balón, que estaba medio llena con una crema verde de menta que Elaine había pedido para mí. «Lleváis diez años peleándoos todas las noches y luego siempre termináis haciendo las paces y dándoos un beso.»
«Ya veremos», dijo, y se marchó con los brazos llenos de platos.
En ese momento creí que lo había convencido para que se quedara, al menos por unos cuantos meses. En ese tiempo creía que podría terminar mi investigación en Elaine’s y concentrarme en la escritura. Lo que tenía en mente cambiaba semana a semana, pero siempre veía la presencia de Nicola y Elaine como un elemento vital para lo que creía que estaba haciendo, que era presentar en forma de libro el panorama de un lugar que, además de ser un restaurante, también era una estación de paso para escritores que estaban escapando de la página en blanco de sus libros retrasados; un centro terapéutico para actores desempleados alérgicos a la soledad; un centro de readaptación para maridos entre una esposa y otra, y un lugar de encuentro para hombres y mujeres que, a medida que se acercaba la noche, no estaban seguros de con quién querían cenar, o con quién querían acostarse después de cenar, o si querían siquiera acostarse. Era un restaurante para insomnes e indecisos, un talk show nocturno en el que no había cámaras ni micrófonos ni propagandas comerciales. Aquí veía a gánsteres, comisarios de policía y sacerdotes, que ordenaban su cena desde mesas distintas pero en la misma noche; aquí observaba a mujeres elegantemente vestidas que entraban con programas de teatro metidos en sus bolsos y se detenían en el bar, mientras los hombres de esmoquin que las acompañaban eran retenidos fuera por un par de mendigos agresivos. Había visto a magnates que se bajaban de sus coches con chófer y hacían una gran entrada en Elaine’s, poco antes de una acusación federal o de que se declararan en quiebra, y actrices porno ataviadas con un vestido de Laura Ashley que ofrecían una fiesta de cumpleaños para sus dos sobrinas y sus jóvenes amigas, y pasaban la mayor parte de la velada corrigiéndoles los modales en la mesa. Entre los clientes de Elaine’s había habido miembros de los Beatles, los Black Panthers, los New York Yankees y los Hell’s Angels. Un joven musculoso llamado Arnold Schwarzenegger llegó una noche a cenar y le regaló a Elaine un ejemplar firmado del libro Pumping Iron, recientemente publicado, en el cual hablaban de él. En otra ocasión entró Jackie Gleason y, antes de reunirse con sus amigos en una mesa, se puso detrás de la barra y entretuvo a la concurrencia con la famosa rutina de «Joe el Barman» de su serie de televisión. Los músicos de jazz que visitaban el restaurante aporreaban las teclas del piano de Elaine’s, que tenía encima una máquina de capuchino. Elaine’s también atraía a otros restaurateurs: Vincent Sardi, de Sardis; Danny Lavezzo, de P. J. Clarkes, y Ken Aretsky, del Club 21, quienes trataban de ocultar el hecho de que, mientras comían, no dejaban de recorrer el salón con los ojos y contar el número de comensales.
Todos estos detalles mínimos de información estaban en mis notas, junto con muchos otros, y a veces tenía la impresión de que lo que estaba coleccionando era demasiado frívolo e insustancial para hacer todo un libro, demasiado repleto de escenas que saltaban de mesa en mesa y presentaban a gente famosa que hacía apariciones mínimas; era como si estuviese interesado en adaptar mi material para una serie de sketchs o una comedia musical. Casi me la podía imaginar en Broadway, con canciones de Stephen Sondheim —A Funny Thing Happened on the Way to Elaine’s[5]—, protagonizada por una actriz bastante robusta que pudiera cantar y bailar con la misma gracia que el desmañado Zero Mostel, mientras la rodeaba un coro de camareras de esmoquin que cantarían y bailarían, girando a su alrededor con bandejas sobre las cabezas. Otras veces me sentía satisfecho con la manera como avanzaba mi investigación y recordaba que estaba progresando tal como lo había hecho mientras redactaba libros anteriores: absorbiendo inmensas cantidades de detalles minúsculos de forma tan indiscriminada como una aspiradora para luego organizados con cuidado.
Sin embargo, si Nicola Spagnolo dejaba Elaine’s para abrir su propio restaurante, podía prever algunos problemas de procedimiento para mi trabajo en curso. Por supuesto que podría presentar la historia enteramente desde el punto de vista de Elaine Kaufman y hacer un retrato completo de ella y su restaurante, tal como había hecho Joseph Wechsberg en su libro sobre Henri Soulé y Le Pavilion. Pero así mi libro podía volverse más la historia de Elaine que la mía, más una biografía de ella como una mujer famosa que una biografía mía como escritor en busca de una historia centrada en el mundo de un restaurante, el único lugar donde había visto a mi padre feliz.
Cuando Nicola siguió adelante con sus planes y abandonó Elaine’s dos noches después de nuestra conversación, lo cual enfureció a Elaine y llegó hasta las páginas de los tabloides, me resigné a dejar el proyecto quieto por un tiempo, a relegarlo al fondo de mi archivador. Con la salida de Nicola del sitio donde se desarrollaba la historia, yo había perdido a uno de los dos personajes contrastantes y coloridos con los que contaba para darle una semblanza de estabilidad a lo que todavía estaba formándose en mi cabeza. Yo había asimilado la presencia de Elaine y Nicola a la de dos ejes que sostenían la carpa de mi espectáculo, dos maestros de ceremonias alrededor de los cuales podía girar mi cambiante reparto de personajes, dos álter ego a través de quienes yo podría reflejar mis opiniones de extranjero acerca de la cultura típica de Estados Unidos y la Italia de mis antepasados.
Elaine y yo éramos contemporáneos, y era la única judía inteligente que había conocido que sentía afinidad por los hombres italianos. Los dos llegamos a Manhattan por la misma época y, aunque no nos conocimos hasta que ella puso en marcha Elaine’s, vivimos a una calle de distancia a mediados de los cincuenta, en Greenwich Village, frecuentamos muchas de las mismas tabernas con suelo de serrín, asistimos a muchos de los mismos recitales de poesía, escuchamos la misma música en la gramola y, al seguir viviendo en la ciudad durante el resto de nuestra vida, entendíamos y reaccionábamos de manera semejante a lo que E. B. White llamaba «las vibraciones de los grandes tiempos y las grandes obras».
Nicola Spagnolo era para mí un italiano que había logrado entrar en el negocio de los restaurantes y lo veía desde dentro, un personaje similar al vagabundo miserable de Orwell, cuya vida de fugitivo me fascinaba tanto que trataba de emularla indirectamente a través de la escritura. Poco después de conocernos en Elaine’s, Nicola y yo establecimos una relación llena de familiaridad y afinidad, que creo que se veía reforzada por el enorme parecido físico que había entre nosotros. Los clientes habituales de Elaine’s lo mencionaban a menudo y preguntaban si éramos parientes. Nuestros rasgos y perfiles eran sorprendentemente similares, los dos teníamos grandes ojos color café, nariz aguileña y pómulos salientes que nos daban, cuando estábamos en reposo, la expresión pensativa y cavilosa que presentan a menudo los toreros en las fotografías. Nuestro pelo negro se estaba blanqueando en las sienes exactamente en el mismo lugar y, cuando llegamos a los cuarenta, también empezó a caerse en la coronilla; y en los diez años que siguieron en Elaine’s, ninguno de los dos ganó mucho peso. Nicola solía admirar los trajes que yo usaba cuando iba al restaurante, confeccionados por mi padre o por mi primo italiano en París, y como éramos de la misma talla, con frecuencia decía que si yo me moría primero, le gustaría heredar mi armario.
Semanas después de que Nicola se marchara de Elaine’s, yo iba en un avión rumbo a California para retomar mi trabajo en lo que se convertiría en La mujer de tu prójimo. Pero durante las visitas que hice regularmente a Nueva York, seguí viendo a Elaine Kaufman (su nuevo jefe de camareros era otro italiano que había conocido durante sus días en el Village, en Portofino, Elio Guaitolini) y también seguí en contacto con Nicola Spagnolo, cuyo restaurante —Nicola’s, ubicado en el número 146 Este calle 84— estaba, en opinión de Elaine, irritantemente cerca de Elaine’s, ubicado al norte de la calle 88. Ella también alegaba, a través de su abogado, que Nicola estaba tratando de robarle sus clientes.
Afortunadamente para él, no había evidencia alguna —lo cual constituyó un factor importante en su exitosa defensa— de que Nicola les hubiese hecho ningún tipo de oferta a los clientes de Elaine’s; no les había enviado circulares por correo, ni los había llamado por teléfono ni les había informado de ninguna manera de que estaba abriendo un restaurante propio. Lo que sí hizo, sin embargo, aunque eso era difícil de penalizar, fue decorar las paredes de Nicola’s con fotografías enmarcadas en las que aparecían varios de los escritores y personalidades de la cultura que había conocido en Elaine’s, y mucha de esta gente se sintió atraída hacia él, como polillas a la luz, pero nunca en forma tan numerosa en el día a día, ni con tanta regularidad en los meses o años que siguieron, como para que representara una amenaza para la continua popularidad y prosperidad del negocio de Elaine Kaufman. Si ella llegó a perder algún cliente, lo reemplazó con otros a los que les ofrecía mesas en la parte delantera y aperitivos gratuitos y, más aún, pronto quedó claro que los dos restaurantes funcionaban de manera distinta y no dependían del mismo tipo de clientela leal.
El restaurante de Elaine Kaufman siguió siendo lo que siempre había sido: un lugar informal de encuentro para el final de la noche, que reflejaba la personalidad de su autoritaria dueña. Ella era la Madre de la Noche y alimentaba las necesidades tanto psicológicas como gastronómicas del llamado «Quality Lit set»[6] y los afectados personajes que solían acompañarlos. Como a ella le gustaba fumar, sus propios cigarrillos y los de otra gente, estaba permitido fumar en las mesas delanteras de Elaine’s, incluso puros; si alguien tenía problemas con eso era enviado a una de las mesas más cerca del fondo, o a un salón adyacente que por lo general estaba reservado para fiestas privadas y al que llamaban «Siberia».
El restaurante de Nicola Spagnolo, por otra parte, ostentaba avisos de prohibido fumar y su clientela se componía de un grupo de gente exitosa a la que le gustaba acostarse relativamente más temprano, que incluía, más que en Elaine’s, a representantes de Wall Street, de cadenas de televisión, de agencias de publicidad, de revistas de moda y del campo de la cirugía estética y —hasta que se convirtieron en objetivo de los ecologistas y los defensores de los animales que recorrían las aceras armados con aerosoles— a los principales peleteros de la ciudad y sus modelos de pasarela. Los escritores eran tratados por Nicola con la misma cordialidad y respeto con que los recibían en Elaine’s, pero como ni él ni sus camareros solían leer nada más sofisticado que el Daily Racing Form[7] y los tabloides locales, su capacidad para ampliar su círculo de clientes literarios era limitada.
Desde el comienzo, la carrera de Nicola como propietario fue muy productiva económicamente. Se había casado por segunda vez y ahora tenía un hijo. Conoció a su segunda esposa, una rubia pequeña y de ojos almendrados llamada Linda, al principio de los sesenta, cuando ella y sus compañeros de trabajo en una firma que manejaba inversiones bancarias cenaban frecuentemente en Portofino. Después de su divorcio de la tejana, Nicola se casó con Linda en 1968, y, después de que naciera su hijo, Linda dejó su empleo para tener más tiempo para ocuparse de su vida familiar y ayudar a su marido con el manejo financiero de Nicola’s y las inversiones externas que estaba haciendo con su parte de las ganancias. La pareja ocupaba un cómodo apartamento ubicado en una torre moderna que estaba en una calle bien conservada, a poca distancia hacia el este del restaurante. Como resultado de su constante buena suerte a lo largo de los setenta y los ochenta, su hijo creció en condiciones similares a las de los otros niños privilegiados de la zona. Cuando era un bebé, era idolatrado por los porteros. Durante su adolescencia, asistió a escuelas privadas en el Upper East Side de Manhattan. Después de que su padre comprara una casa cerca de Palm Beach, próxima a las que ocupaban algunos de los empresarios y ejecutivos que frecuentaban Nicola’s, el chico se acostumbró a pasar las vacaciones de invierno en la playa.
En 1980, cuando cumplió cincuenta y tres años y celebró el sexto año como propietario de Nicola’s, Nicola Spagnolo ya tenía el pelo casi totalmente blanco y su esbelta figura se había engrosado un par de centímetros en la cintura, pero todavía conservaba una apariencia y una energía juveniles y la convicción de que no tenía ninguna preocupación en el mundo. Su implacable optimismo y esa actitud despreocupada inquietaban a veces a Linda, aunque ésas eran precisamente las cualidades de él que la habían atraído durante el noviazgo, pues ella creía que la temeridad y el exceso de optimismo eran una parte positiva de la naturaleza de Nicola. ¿De qué otra forma podría haber abandonado el barco y aterrizar de pie? Pero lo que en el pasado parecía muy romántico era menos atractivo ahora que ella había renunciado a su trabajo para dedicarse exclusivamente a su vida marital y a mantener un costoso estilo de vida, que dependía por completo de los ingresos importantes pero inciertos de su marido. El hecho de que su restaurante fuera por buen camino resultaba reconfortante, pero no era algo que se pudiera dar por seguro para siempre. En sus recorridos por la ciudad, Linda había notado que unos cuantos restaurantes que habían sido muy exitosos en el pasado —tan populares que una multitud de gente solía hacer fila pacientemente cada noche durante media hora o más para obtener una mesa— quebraban de repente y sin ninguna explicación. Linda le recordaba esto a su marido con frecuencia, cada vez que él regresaba a casa quejándose —como hizo con regularidad durante el octavo y noveno año de dirigir Nicola’s— de que se estaba empezando a sentir aburrido con la rutina de cada noche y que necesitaba un desafío nuevo y más grande. Nicola también le admitía a su esposa, aunque con cierta renuencia, que tenía desacuerdos frecuentes con algunos de sus socios. Los desacuerdos estaban relacionados con asuntos relativamente menores, le aseguraba Nicola a Linda, y todos eran un poco culpables. Nicola se los atribuía a la irritabilidad de la crisis de la edad adulta por la que estaban atravesando todos los hombres involucrados, incluido él mismo, aunque recordaba que, cuando era joven, también había sentido algo parecido después de pasar demasiado tiempo en alta mar, trabajando en cruceros. El hecho de estar confinado en un solo sitio durante largos periodos solía enervarlos a él y a todos los que lo rodeaban, recordaba Nicola, lo cual introducía una cierta tensión e impaciencia en conversaciones que, de otra manera, habrían sido intercambios de ideas casuales y amistosos. Esos sentimientos de irritación habían aparecido ahora en su restaurante, decía Nicola, lo cual hacía que sus relaciones con los socios fueran espinosas y tensas, y él se sentía listo para retirarse. Las ventajas económicas no podían compensar el hecho de que llevara casi diez años haciendo básicamente lo mismo, en el mismo sitio, enfrente de la misma gente, casi todas las noches. La solución no era trabajar menos horas, ni tomarse vacaciones más largas, dos de las soluciones que Linda sugirió; lo que él necesitaba ahora, insistía Nicola, era un cambio permanente. Diez años era su límite en cualquier sitio. Había estado diez años en Elaine’s. Y ya estaba llegando al décimo año en Nicola’s. Además, según le contó a Linda antes de informar a sus socios de Nicola s, acababa de encontrar un local vacío en el que pensaba que su espíritu y su entusiasmo podrían revivir al empezar con un nuevo restaurante, con menos socios esta vez, en el cual el objetivo final sería tener éxito en ese local en particular, donde ya habían fracasado otros dos restaurantes.
El espacio en alquiler consistía en los dos pisos inferiores y el sótano de un viejo edificio de ladrillo, destinado al uso comercial, que tenía cinco pisos y estaba situado en una calle residencial poco transitada cerca de la calle 60 Este, a unas veinte manzanas de Nicola’s, en dirección al centro. Como la sociedad que estaba dejando seguiría siendo la propietaria del nombre Nicola’s —y seguiría manejando el restaurante bajo ese nombre al comenzar el siglo XXI, todavía en el número 146 Este de la calle 84—, Nicola Spagnolo decidió que bautizaría su local con el nombre Gnolo, inspirado en las últimas cinco letras de su apellido. El nuevo restaurante sería más grande que el Nicola’s. Además del comedor principal, que estaría al nivel de la calle, y el amplio sótano que los propietarios del anterior restaurante habían usado para poner sus refrigeradores, la cava de vinos y la parte de la cocina donde se cortan y preparan los alimentos, tenía una escalera que llevaba al segundo piso, el cual había sido reservado por los dos restaurantes anteriores —Le Premier, que alquiló el lugar de septiembre de 1977 hasta diciembre de 1978, y el Bistro Pascal, que funcionó de febrero de 1979 hasta julio de 1983— para fiestas privadas, eventos sociales o corporativos y como un segundo comedor para esas raras ocasiones en que el piso de abajo estaba copado.
Aunque Nicola no pensaba cambiar esta disposición, estaba seguro de que podría aprovechar los dos pisos y el sótano que iba a alquilar de manera más productiva de lo que jamás imaginaron los restaurateurs que habían pasado por allí. Durante veinte años, Nicola sólo conoció el éxito, y es un hecho que contribuyó con su trabajo al de Elaine’s desde 1964 hasta 1974, y luego al de Nicola’s desde 1974 hasta 1984. Ahora, en Gnolo, no estaría amarrado a cuatro socios, como era el caso en Nicola’s. En Gnolo sólo tendría dos socios: uno, su abogado, y el otro, un caballero que había conocido mientras atendía su mesa en Elaine’s, el heredero de la joyería Harry Winston de la Quinta Avenida.
Una vez firmó el contrato de alquiler e hizo planes para que el local fuese pintado y redecorado a tiempo para la apertura de Gnolo en el otoño de 1984, me llamó por teléfono para invitarnos a mí y a mi esposa a formar parte del primer grupo de comensales, a mediados de octubre. Acepté encantado, pues tenía mucha ilusión de volver a verlo después de un lapso de varios meses. Desde 1982 y hasta finales del verano de 1984 había vivido principalmente en Italia, haciendo la investigación de lo que se convertiría, siete años después, en Unto the Sons. Durante este periodo, mis visitas a Nueva York fueron frecuentes pero breves y recuerdo haber cenado en el Nicola’s de la calle 84 Este no más de tres o cuatro veces, lo cual fue suficiente para darme cuenta de que los días de Nicola en ese lugar estaban contados. Él me había confesado abiertamente que no estaba bien, que no le agradaba la mayor parte de sus socios y que se sentía deprimido. A mí también me pareció deprimente estar con él, pues eché en falta ese espíritu de vitalidad que siempre había asociado a su personalidad. Así que sentí alivio y mucho gusto cuando me llamó para anunciarme el lanzamiento de Gnolo y oí de nuevo en su voz un tono efervescente.
«¿Cuál es la dirección?», pregunté.
«Queda en la calle 63, entre las avenidas Segunda y Tercera», dijo. «Está más cerca de la Tercera. La dirección es 206 Este calle 63.»
Me quedé perplejo.
«¡Llevo veinticinco años recopilando la historia de ese edificio!», exclamé. «He pensado muchas veces en escribir sobre él.»
«Bueno, pues te llegó la hora», dijo Nicola.
«Lo construyeron como depósito hace cerca de ochenta años», continué. «Solía estar lleno de escritorios viejos, pianos y otras reliquias familiares y abajo había un establo para los caballos que tiraban de las carretas que hacían los transportes. Más adelante se convirtió en un taller de camiones. Luego el lugar fue totalmente reconstruido por dentro y convertido en un edificio de cinco pisos para uso comercial y los pisos superiores se alquilaron como oficinas a una agencia de viajes, un estudio de fotografía y un importador de zapatos, según creo, y ahora también hay un puesto de gitanos donde adivinan la suerte en uno de los pisos. En el primer piso solía haber dos restaurantes a los que iba, pero ya no existe ninguno…»
Nicola se estaba aburriendo con mi charla, o por lo menos eso fue lo que deduje después de que me interrumpiera en este punto.
«Mira, a mí no me importan mucho ni los caballos ni nada de lo demás», dijo. «Lo único que sé es que me voy a mudar ahí el próximo mes y que va a ser grandioso.»
Después de que colgara, busqué en mi archivador y saqué la información que había estado coleccionando sobre ese edificio desde que lo vi por primera vez, a finales de los cincuenta, cuando solía andar por Nueva York conduciendo un deportivo (un Triumph TR-3 modelo 1957) que estacionaba justo frente al número 206 Este de la calle 63. En esa época estaba haciendo la investigación y redacción de lo que sería New York: A Serendipiter’s Journey, libro en el que llamaba la atención sobre muchos edificios viejos de Nueva York y gente anónima que, en mi opinión, caracterizaban la supervivencia y la perseverancia en una ciudad siempre cambiante. Le habría pedido al fotógrafo Marvin Lichtner, que estaba tomando las fotos para Serendipiter’s Joumey, que tomara una de la antigua bodega del número 206 Este de la calle 63, pero infortunadamente llegó la última fecha de entrega que me había fijado la editorial en 1961 sin que hubiera podido reunir suficientes datos históricos sobre el edificio como para incluirlo en el libro.
Sin embargo, el edificio siguió ocupando mis pensamientos, en la medida en que lo veía todos los días cuando iba y venía del garaje donde guardaba mi coche. Así que, en 1964, después de terminar The Bridge —que incluía fotografías de Bruce Davidson en las que aparecían los obreros metalúrgicos en plena acción—, le escribí un memorando a mi editor proponiéndole que hiciéramos una continuación del libro titulada The Building [El edificio], en la cual presentaríamos en palabras e imágenes la historia de este edificio de la calle 63 que había cautivado mi interés y que se erigía (era uno de los argumentos que yo usaba en el memorando con el ánimo de persuadir al editor) como un monumento a la resistencia y la capacidad de adaptación americanas, pues se había mantenido en pie desde los tiempos de las carretas tiradas por caballos, pasando por la era del automóvil, hasta la época de la tecnología de los microchips, sin que se quebrara uno solo de los ladrillos de su fachada de fortaleza. No había nada frágil en su estructura, enfatizaba en mi memorando; había sido sólidamente construido en la era dorada de la construcción en ladrillo en Estados Unidos, y los artesanos de comienzos del siglo XX, que habían comenzado a trabajar en él en 1906, obviamente se habían esmerado en su labor, aun cuando sabían que lo que estaban construyendo sería ocupado por las noches solamente por una docena de ingratos caballos de tiro. La admiración que me causaba la manera en la que los obreros habían cuidado cada detalle de este edificio fue lo que inicialmente llamó mi atención: su estilo renacentista, su fachada en ladrillo marrón claro salpicada de detalles en hierro, sus voladizos y frisos, y sus ventanas en arco coronadas por dovelas y otros detalles del cornisamento que atestiguaban las múltiples horas extra de esfuerzo de que había sido objeto a comienzos de siglo.
En el interior del edificio había un ascensor de carga ubicado contra la pared occidental que cubría desde el último piso hasta el primero, donde se hacía, hasta finales de los cuarenta, la labor de carga y descarga de los enseres de los clientes con la ayuda de cabestrantes movidos por caballos. Los cuatro pisos superiores estaban divididos en cubículos y cada uno albergaba las pertenencias individuales de los clientes. Una vez me permitieron recorrer el interior del edificio, después de presentarme como posible cliente, y lo que vi mientras pasaba de un piso a otro fueron objetos prescindibles que, supuse, debían de tener suficiente valor sentimental, si no real, como para ser preservados y no arrojados a la basura. Había muchos relojes de péndulo, aparadores, armarios y sofás. También había una armadura, una espineta, un óleo de un magistrado de pelo blanco y túnica negra y un magnífico cochecito de ruedas grandes, que albergaba un juego de croquet. Había muchas alfombras enrolladas, esculturas de piedra y mármol, candelabros y un par de trineos de madera de roble finamente tallados (¿Rosebuds?) y algunos baúles todavía marcados con las etiquetas de trasatlánticos que ya no existen.
También se me ocurrió que la bodega servía, al menos en parte, como depósito de lo que había sido deseado y ahora era indeseable. Era el lugar donde una generación más joven había ocultado la evidencia del rechazo que sentía hacia los gustos y los valores que había heredado de sus ancestros. Los pisos de ese edificio eran el último sitio de reposo de aquellos sofás muchas veces tapizados que alguna vez conocieron el contacto familiar, el cariño y el afecto. Ahora era un orfanato de muñecas antiguas. Una galería de arte para los retratos de patriarcas fallecidos, que ya no parecían dignos de ocupar un espacio en las paredes de la familia. Era un banco lleno de recuerdos de tiempos buenos y malos, una bodega que contenía un inventario de cosas redimibles, a través de las cuales se podía rastrear gente que tenía historias que contar, historias que yo podría contar si mi renuente editor decidía apoyar mi propuesta para The Building.
En la carta yo aceptaba que, aunque este lugar carecía del estatus oficial de ser uno de los símbolos de la ciudad y estaba opacado por los modernos rascacielos que reflejaban una economía moderna y pujante, sobresalía en los anales de la terquedad antediluviana; sencillamente se negaba a desintegrarse y desaparecer y yo estaba seguro de que en sus cubículos encontraría la esencia inspiradora de un drama y un patetismo humanos que serían dignos de la atención pública. Recordaba una frase de Muerte de un viajante, de Arthur Miller, en la cual la esposa de Willy Loman —un hombre que ha dejado atrás sus mejores días y al cual sus hijos no respetan— critica a estos hijos y les recuerda que su padre es un ser humano valioso, alguien a quien «hay que prestarle atención». Y ella insiste: «No debemos permitir que caiga en su tumba como un perro viejo. Atención, finalmente hay que prestarle atención a una persona así…».
Este viejo depósito de la calle 63 era para mí como el Willy Loman de los edificios de Nueva York.