Mientras veía a George Orwell como una especie de Dante describiendo un purgatorio de ollas y sartenes en su libro Sin blanca en París y Londres, me veía a mí mismo escribiendo un Decamerón de los comedores, deleitándome con los cuentos de los clientes, los restaurateurs y su personal y mezclando de alguna manera ese material en una narración coherente. Al principio no recurrí a Elaine Kaufman ni a Nicola Spagnolo en busca de entrevistas, pues preferí esperar hasta tener una mejor idea de lo que estaba haciendo, pero sí comencé a llevar un diario de restaurantes en los setenta, un diario en el que anotaba lo que observaba y oía durante mis visitas nocturnas a Elaine’s y otros restaurantes, y continué esta práctica de manera intermitente durante los siguientes treinta años. De hecho, el tema sobre el que estaba escribiendo durante el verano de 1999, cuando vi el partido del Mundial de fútbol femenino entre China y Estados Unidos, era precisamente el del mundo de los restaurantes. Las cincuenta y cuatro páginas y media escritas a máquina que había completado hasta ese momento —y que estaban apiladas sobre mi escritorio mientras tomaba un descanso del trabajo pasando una tarde de sábado delante de la televisión y cambiando de canales, tarde durante la cual vi por casualidad el triste momento de Liu Ying en el Rose Bowl— eran páginas que había reescrito muchas veces en el pasado y que habían sido destiladas de otras doscientas páginas que había escrito y había tirado a la basura.
A menudo me sumerjo al mismo tiempo en dos o tres temas que no tienen relación, y paso de uno a otro cuando siento que estoy empantanado y creo que es mejor dejar a un lado lo que estoy haciendo y retomarlo en algún momento del futuro. En 1974 comencé a describir muchas escenas y situaciones de las que había sido testigo en distintos restaurantes, pero todo el conjunto parecía demasiado fragmentado y difuso. Así que concentré mi atención en otro tema que tenía en consideración y finalmente, en 1979, logré llevarlo hasta el final. Fue La mujer de tu prójimo, uno de los cuatro libros que comencé y completé entre 1965 y 1999; pero durante este periodo también comencé otros libros que no terminé. Mi curiosidad me lleva en distintas direcciones, pero hasta que no invierto gran cantidad de tiempo —meses, años—, no tengo certeza de que el tema elegido sea capaz de mantener mi interés. Algunas veces arrojo a la basura varios borradores de lo que he escrito, mientras que otras los conservo, los archivo, los vuelvo a leer uno o dos años después, los reescribo y tal vez vuelvo a archivarlos, o decido que después de todo no valen la pena, así que los rompo y me deshago de ellos para siempre.
Con frecuencia, escribir es como conducir un camión por la noche sin luces, perderse en medio de la carretera y pasar una década en una zanja. Era mucho más sencillo cuando trabajaba como periodista. En mis días de juventud, ejercía bajo las órdenes de un editor que me pedía que escribiera una historia determinada, contaba con un tiempo límite para completarla y, ya fuera que estuviera totalmente satisfecho con el resultado o no, tenía que entregársela al editor antes de la fecha límite, éste se la pasaba al corrector, después de lo cual se iba a impresión, y ése era el final del asunto hasta que aparecía en la siguiente edición del Times. Al día siguiente, el proceso se repetía.
El libro que debía terminar en los noventa, según el contrato que había firmado, pero que hasta ahora no le había entregado a mi paciente y ansioso editor, era la continuación de Unto the Sons. Este último libro se centraba en mis padres y mis ancestros italianos; se suponía que la continuación sería mi historia, un relato autobiográfico de mi vida de semiinmigrante tal como había transcurrido en Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX. Comencé dicho libro en 1992, escribí y volví a escribir el comienzo docenas de veces, pero nunca llegué muy lejos. Lo que me bloqueaba, creo, era la imprecisión de mi voz narrativa y el hecho de que no sabía dónde ubicar mi historia. No sabía cuál era mi historia. Nunca había pensado mucho acerca de quién era yo. Siempre me había definido a través del trabajo, que siempre giraba en torno a otra gente. Así que cuando me enfrenté a la segunda parte de Unto the Sons y comencé a buscar un lugar en el cual ubicarme, tuve dudas. Eso no había representado ningún problema en mis libros anteriores. El escenario principal de Unto the Sons fue la tienda de mis padres. El escenario principal de La mujer de tu prójimo fue una mansión situada sobre una colina de Los Ángeles, propiedad de una pareja nudista, John y Barbara Williamson, la cual compartían con su extensa familia de eroticistas. El telón de fondo de Honrarás a tu padre fue la casa ubicada a las afueras de San Francisco en la que vivía Bill Bonanno con su esposa, sus hijos y sus guardaespaldas. El edificio de catorce pisos del Times fue el punto central de El reino y el poder. Las columnas y vigas de acero del puente Verrazano-Narrows de Nueva York, que todavía no se había conectado cuando yo comencé mi investigación allí, en 1962, proporcionaron los cimientos de mi historia acerca de los ágiles trabajadores siderúrgicos que usaban cascos duros y que describí en The Bridge [El puente]. Mi primer libro, New York: A Serendipiter’s Journey [Nueva York, una jornada de hallazgos casuales], publicado en 1961, se concentraba en los barrios de gente anónima que habitaba en las sombras de una ciudad de rascacielos.
Desde mis días como reportero escolar y a lo largo de mis diez años de carrera como miembro del equipo de redacción del Times, siempre me habían dicho que, en periodismo, nosotros no formábamos parte de la historia. Dónde estuviéramos, quiénes fuéramos y lo que pensáramos no tenía ninguna relevancia en lo que escribíamos. En la crónica de Orwell, él era el personaje principal, el narrador en primera persona que controlaba todo con su voz de mando, su relato de primera mano acerca de cómo era ser Orwell cuando trabajaba en una cocina francesa, con camareros deshonestos que eran al mismo tiempo siervos de corbatín y hampones; con sudorosos chefs a los que se les escurrían las gotas de sudor por debajo de sus gorros blancos para ir a caer en ollas llenas de salsa de carne y sopa; con itinerantes clanes de lavadores de platos y limpiadores de latón a los que buscaban las autoridades de sus aldeas y pueblos de origen en África, Asia o Arabia para interrogarlos.
A diferencia de Orwell, yo no podía escribir como alguien que ve el mundo culinario «desde dentro», a menos que cumpliera mi antigua fantasía de convertirme en dueño o socio de un restaurante. Un antiguo colega del Times, Sidney Zion, quien, según creo, disfrutaba de ir a restaurantes tanto como yo, se convirtió en propietario del restaurante Broadway Joes, en el Theater District de Manhattan, durante un par de años, pero creo que la experiencia resultó muy poco afortunada y, hasta donde sé, nunca escribió sobre eso. Cada vez que yo iba a cenar a Broadway Joes, él me saludaba amablemente en la puerta, me escoltaba hasta una buena mesa y me presentaba a su clientela del negocio del espectáculo, que incluía algunas veces a Frank Sinatra. Pero creo que al poco tiempo Sidney se aburrió de dirigir un restaurante. Estaba obligado a quedarse en el mismo sitio casi todas las noches. Tenía que prestarle atención al negocio, vigilar constantemente a los ayudantes de cocina y su tendencia al robo, y a los taberneros que, si no, terminarían ofreciéndoles demasiadas copas gratis a sus amigos. Si yo fuera dueño de un restaurante, supongo que tendría un destino muy parecido al de Zion. No podría salir a deambular por las noches, no tendría la opción de cenar cada semana en distintos restaurantes. Estaría confinado en un solo lugar. Sería lo más parecido a quedarme en casa.
No obstante, yo tenía un contrato para escribir un libro. Firmé el contrato para la segunda parte de Unto the Sons en 1992 y también acepté en ese momento un anticipo de seis dígitos de parte de la editorial, suma de dinero que se suponía que debía cubrir mis gastos operativos durante el periodo de tres años que yo juzgué suficiente para hacer la investigación, escribir y finalmente entregarle a mi editor un manuscrito que fuera digno de ser publicado y que debía convertirse, ésa era la esperanza, en un éxito de ventas. A finales de 1995, tras no haberle entregado ni una palabra a mi editor —aunque periódicamente le aseguraba, por medio de cartas y faxes, que estaba avanzando—, técnicamente yo había incumplido el contrato. La editorial habría podido demandarme y exigirme que devolviera el anticipo, pero nunca me dijeron nada, ni siquiera cuando mi retraso continuó a lo largo de 1996 y se extendió luego a 1997. Creo que lo que me salvó de que me pusieran una demanda fue que la editorial sabía que yo había tardado cuatro o cinco años en entregar Unto the Sons y La mujer de tu prójimo, dos libros que se convirtieron en best sellers. En todo caso, no me pidieron que devolviera el anticipo, lo cual agradecí mucho porque, para finales de 1997, ya me había gastado hasta el último dólar de ese dinero. Aunque no puedo decir que me hubiese quedado en la calle de ninguna manera, pues podía recurrir a los ahorros que tenía de mis anteriores trabajos, sabía que no podía seguir indefinidamente con mi método de saltar de un tema a otro. Tenía que tomar una decisión, me dije, y oí otra vez la voz imperiosa de mi fallecido padre. Debía dedicarme a un tema y terminarlo, agotarlo por completo, o de otra manera pasaría el resto de la vida patinando en una zanja, sin que las ruedas pudieran agarrar.
Con esa motivación en mente, decidí (aunque provisionalmente) que la continuación del libro se desarrollaría en un restaurante. Así que busqué en mi archivador de metal y saqué una gruesa carpeta largamente olvidada que tenía el rótulo «Restaurantes: proyecto en proceso». Esta carpeta contenía más de noventa páginas, escritas a máquina a espacio sencillo, de notas que había comenzado a acumular en los setenta y que había ido alimentando esporádicamente a lo largo de los ochenta y los noventa. Mis notas describían mucho de lo que había visto y oído durante mis peregrinaciones nocturnas por restaurantes; el relato de entrevistas que había tenido con varios dueños de restaurante y sus empleados, y los muchos comienzos fallidos y párrafos incompletos que representaban el capítulo inicial de lo que yo había definido con tanta vaguedad como «proyecto en proceso» sobre la industria de los restaurantes. En la carpeta también había fotocopias de textos de otra gente sobre los restaurantes: copias de muchas páginas del libro de Orwell y de otro libro que yo admiraba, Dining at the Pavilion, de Joseph Wechsberg, una biografía publicada en 1962 de Henri Soulé, el francés dueño del establecimiento de comida tal vez más famoso de Nueva York, localizado en el primer piso de la Ritz Tower, en Park Avenue con la calle 57. Con un resaltador amarillo fluorescente, había subrayado algunos de los comentarios de Wechsberg:
[…] el jefe de camareros debe ser un sutil negociador, capaz de manejar no sólo el resentimiento de los camareros hacia los clientes arrogantes, sino el resentimiento mucho más arraigado de los cocineros hacia los camareros, un resentimiento basado en la percepción que tienen los cocineros de que ellos hacen todo el trabajo y son los camareros los que reciben todas las propinas […] el gran restaurateur debe ser un showman, un hombre de negocios y un artista. Al igual que un gran director de orquesta, necesita contar tanto con un público de primera calidad como con una orquesta de primera calidad. Para ser capaz de encantar a su público, debe tener pleno control de su orquesta. El restaurateur experimentado organiza a su equipo de cocina y al personal de su comedor de la misma manera en que un director organiza las distintas secciones de su orquesta, tratando de conseguir a los mejores expertos que puede pagar […]
Wechsberg no sólo celebraba el talento culinario y la habilidad para los negocios de Soulé, sino su capacidad organizativa, que le permitía mantener los estándares, aunque tenía que dividir su tiempo entre Le Pavilion y un segundo restaurante que tenía y dirigía a unas pocas calles de allí. La Cote Basque, en la calle 55 Oeste; y, durante los meses del verano, Soulé iba con frecuencia a Long Island, a supervisar su tercer restaurante, el Hedges. Wechsberg hacía énfasis en que Soulé lograba atraer a una clientela inmensa y leal adondequiera que él estuviera, sin necesidad de gastar ni un solo dólar en publicidad; lo que atraía a montones de comensales a su órbita era estrictamente una campaña boca a boca.
«Elaine Kaufman tampoco gasta en publicidad», garabateé en el margen de la fotocopia del libro de Wechsberg. Más tarde anoté que, en el caso de Elaine, el boca a boca que había impulsado su carrera era todavía más sobresaliente porque su restaurante estaba ubicado en un barrio de clase obrera del Upper East Side, que resultaba bastante poco conveniente para casi todos sus clientes habituales —la mayor parte de los cuales tenía que recorrer al menos diez o veinte calles para llegar allí— y, además, los críticos de restaurantes de los medios de comunicación habían hecho comentarios más bien negativos acerca de la calidad de la comida de su restaurante y la presentaban como la decana de la dispepsia de Nueva York.
En mi opinión, lo que más les molestaba a estos críticos era el poco poder que tenían sobre ella para influenciar su negocio con sus comentarios. Elaine era una persona a prueba de críticas, era tan admirada y apreciada por su clientela nocturna habitual —para quienes era como una madre judía y un firme apoyo— que lo que los demás pensaran acerca de ella o de su chef no tenía ninguna importancia. Yo mismo nunca tuve problemas con la comida en Elaine’s, y aunque admito que, viniendo de mí, esa apreciación no tiene mucho peso, estaba seguro de que en la atmósfera de Elaine’s podía encontrar un hogar acogedor para mi segunda parte. Aunque no tenía una historia específica en mente, ciertamente no una en la que yo apareciera como el personaje central, el restaurante ofrecía varias personalidades interesantes que podía explotar, un ecléctico grupo de intelectuales y pseudointelectuales, actrices y activistas; y además estaba la dueña misma, Elaine Kaufman, y su atractivo, aunque a veces quisquilloso, mayordomo, Nicola Spagnolo.
Yo los veía como una pareja singular: la voluminosa Elaine, ciento ocho kilos de afabilidad y ansiedad, envuelta en batolas de exquisita seda de casi cien dólares el metro, y el esbelto y moreno Nicola, moviéndose ágilmente por el comedor, con varias bandejas en la mano, haciendo equilibrio con la elegancia de un bailarín de ballet. Los dos trabajaban bien juntos, aunque a menudo reñían a lo largo de la noche, mientras trataban de bajar la voz para no sobrepasar el nivel de la conversación de sus clientes. Si al escribir mi segunda parte usaba la narración en tercera persona, como había hecho en mis otros libros, creía que podría canalizar mucho de lo que quería decir acerca del mundo de los restaurantes —y sobre mi lugar dentro de él como devoto y voluntario escritor de la casa— a través de mi caracterización de estos dos individuos, con quienes me podía identificar y a los que conocía lo suficientemente bien como para describirlos desde el interior, presentándolos como mis narradores, mis sustitutos de lo que sería mi historia, proyectada a través de ellos y otras personas que podría añadir después.
En cierta forma, Elaine me recordaba a mi madre. Elaine sólo pensaba en el negocio y, sin embargo, solía escuchar a sus clientes con mucha paciencia y atención. El restaurante era su razón de ser, pero si ella no estaba ahí para dirigirlo, sin duda estaría condenado al fracaso. Elaine había crecido en medio de una familia convencional de Queens y desde temprana edad decidió que quería cruzar el puente hacia Manhattan. El hecho de ser una ávida lectora, que pasaba las tardes después de salir de la escuela en la biblioteca y gozaba conociendo a distinguidos autores a través de los libros que habían escrito, no la preparó para ninguna carrera en particular ni le despertó ninguna vocación propia, así que buscó contentarse temporalmente con la admiración que sentía por la gente talentosa, mientras pagaba el alquiler para poder vivir dentro del vibrante vórtice de Manhattan con lo que ganaba haciendo oficios menores mediante contratos de pocos meses, hasta que encontrara algo que esperaba que la satisficiera plenamente.
Hizo trabajos varios: empleada de un guardarropa, vendedora de una tienda de libros usados y promotora de cosméticos en la farmacia del Hotel Astor en el distrito de Times Square. Trabajó en la sección de filatelia de los grandes almacenes Gimbel’s, en Herald Square, y como camarera en un restaurante de la parte norte, en la calle 116, y uno del centro, en la calle 10. Mientras trabajaba como camarera en Portofino, en la calle Thompson y Bleecker, en el Village, se enamoró del dueño, un caballero genovés llamado Alfredo Viazzi, quien, años antes, cuando era camarero de un lujoso crucero, cultivó sus elegantes modales con el fin de impresionar a las viudas más atractivas que viajaban solas en primera clase. Elaine y Alfredo Viazzi vivían juntos encima del restaurante, en el quinto piso de un edificio sin ascensor, entre cuyos inquilinos había un matón de la Mafia llamado Vincent «The Chin» Gigante y su madre, con quien Vincent siempre se portaba como un individuo obediente y sumiso. El romance de Elaine con Alfredo terminó amargamente cuando él entabló relaciones con una actriz de teatro, y esto fue lo que la impulsó a mudarse a la parte norte de la ciudad en 1963, donde, con la ayuda económica de un socio al que más tarde le compraría su parte, adquirió la ruinosa taberna austro-húngara que posteriormente rebautizaría como Elaine’s.
Además de sus amigos del centro, entre los clientes de la parte norte de la ciudad que ayudaron a consolidar Elaine’s estaban el editor y escritor Nelson Aldrich y el poeta Frederick Seidel, quienes estaban conectados editorialmente con la revista literaria The Paris Review, una publicación trimestral hecha en Nueva York que había sido fundada una década antes en la Rive Gauche de París por George Plimpton, Peter Matthiessen y otros escritores norteamericanos jóvenes que vivían en el extranjero. Entre los colaboradores y promotores de la revista que residían también en París en esa época estaban los novelistas William Styron, Terry Southern y John Phillips Marquand, quien fuera el primer amante de una hermosa debutante que, a comienzos de los cincuenta, visitaba con frecuencia la ciudad: Jackie Bouvier, la futura esposa de John F. Kennedy y Aristóteles Onassis. Durante los ochenta, Marquand me dijo un día que, cuando él y Jackie hicieron el amor por primera vez en un pequeño hotel de la Rive Gauche, ella lo había mirado a los ojos y le había preguntado sorprendida, con esa vocecita susurrante que tenía: «¿Eso es todo?».
La deferencia y el respeto que Elaine Kaufman mostraba hacia los poetas y escritores en su restaurante —por no mencionar los licores que les ofrecía después de la cena y el hecho de que decorase las paredes con fotografías de sus caras y las cubiertas de sus libros, suponiendo acertadamente que ellos no tendrían ninguna objeción en cenar y beber en un lugar donde estaban rodeados de imágenes de sí mismos— ayudaron a consolidar Elaine’s como una taberna de gente culta en medio de un distrito de clase baja, en la cual la sofisticada clientela ni siquiera parpadearía si una noche vieran a Elaine escoltando hasta una mesa al Dalái Lama, acompañada de un ghostwriter y un representante de la agencia William Morris. Con frecuencia cerraba sus puertas poco antes del amanecer, mientras esperaba con paciencia a que unos cuantos de sus clientes habituales terminaran su juego de backgammon o una partida de naipes en una de las mesas del fondo. Elaine rara vez jugaba a las cartas o apostaba en eventos deportivos, pero en cambio le encantaba invertir en bolsa, aprovechando los sabios consejos que recibía de uno de los pocos ejecutivos de Wall Street que formaban parte de su círculo de amigos. En 1968, cinco años después de abrir Elaine’s, ya había ganado suficiente dinero gracias al negocio y las inversiones en la bolsa y pudo comprar el edificio de cuatro pisos en donde funcionaba su restaurante.
Nicola Spagnolo comenzó a trabajar para Elaine durante el segundo año de funcionamiento del restaurante, en la primavera de 1964, y fue su jefe de camareros durante los diez años siguientes. Él atendía las mesas de la entrada, donde se dirigía a los clientes habituales por sus nombres y rápidamente sabía tanto como ellos qué les gustaba comer y beber y cómo querían que condimentaran y sirvieran sus platos. Desde que, a los catorce años, abandonó la escuela en su aldea natal, ubicada entre Génova y la frontera con Francia, Nicola siguió los pasos de sus parientes hombres y entró en el campo del servicio en restaurantes, lo cual se convertiría en oficio de toda su vida. Después de comenzar lavando ollas y como aprendiz en un bar y una pastelería locales, encontró trabajo temporal en las cocinas de los hoteles y pensiones de turistas que se extendían a lo largo de las playas desde Niza hasta Marsella, y en el invierno con frecuencia se empleaba como ayudante de cocina de los cruceros. Mientras estaba trabajando como ayudante de cocinero en un barco mercante italiano que estaba anclado en Bayonne, Nueva Jersey, a finales de noviembre de 1956, Nicola decidió abandonar el trabajo. En ese momento tenía casi treinta años y era un soltero despreocupado y sin obligaciones. Así que una noche se escurrió de donde estaba la tripulación, cogió un taxi que lo llevó a Manhattan y tomó luego el metro hasta el Bronx, donde tenía el nombre y la dirección de un compatriota italiano que sabía que lo podía recibir temporalmente, mientras le encontraba trabajo en uno de los muchos restaurantes y hoteles de Nueva York que contrataban a extranjeros ilegales en sus cocinas.
Un año después, sin que hubiese sido detectado todavía por las autoridades de inmigración que habían sido notificadas de su deserción, Spagnolo estaba trabajando en la cocina del Hotel St. Regis, en la calle 55 cerca de la Quinta Avenida, en Manhattan. Aunque todavía no dominaba el inglés, su dominio del francés y el español, además del italiano, significaba que no tenía ningún problema para comunicarse con los distintos extranjeros que trabajaban en el St. Regis y en los otros lugares donde se empleaba en los ratos libres. Como seguía tomando el metro diariamente para ir y venir entre el Bronx y Manhattan, al mismo tiempo que aumentaba su conocimiento de la ciudad a través de sus paseos nocturnos y sus contactos sociales cada vez más numerosos, Nicola se dio cuenta de que era uno de los varios cientos o tal vez miles de fugitivos que trabajaban ilegalmente, «cobrando en negro», en las cocinas de restaurantes u hoteles, así como en las fábricas del Garment District y en los patios de construcción de las cinco localidades de la ciudad y en otros tantos sitios de trabajo que estaban asociados a la inmensa economía subterránea que florecía en Nueva York.
Nicola se alegraba de esta situación y no tenía ningún reparo en formar parte de ella, pues no creía que fuese criminal o deshonesta o injusta con los trabajadores que pertenecían a los sindicatos. Por lo que les había oído a sus amigos del Bronx, el margen de beneficios del negocio de los restaurantes era tan reducido, y los costes operativos y diversos riesgos que implicaba eran tan altos, que si los jefes tuvieran que seguir estrictamente la ley —es decir, contratar solamente a trabajadores con permiso y pagarles de acuerdo con los estándares establecidos por los sindicatos— la mayoría de los restauradores terminarían en la bancarrota.
Lo que también terminaría llevándolos a la bancarrota, a menos de que ejercieran un mejor control del que parecían ejercer los ejecutivos del St. Regis, era el hábito de los empleados de robar la comida, el licor y otras cosas que cogían de la cocina y de todas partes del hotel, de una manera tan desvergonzada y con tanta regularidad que Nicola estaba seguro de que un día el hotel tendría que tomar medidas drásticas y todos los empleados, incluido él, serían despedidos y tal vez hasta procesados en un tribunal. No obstante, el impresionante hurto de comida y suministros, y otros muchos objetos fáciles de transportar, por parte de los empleados continuaba en medio de la impunidad, semana tras semana, mes tras mes; lo que más asombraba a Nicola de todo eso era la manera tan tranquila y abierta en la que los empleados se permitían robar, la poca preocupación que parecía causarles la idea de que los atraparan mientras estaban asaltando la despensa, las alacenas, el refrigerador y la cava de licores. Llegaban incluso a hablar en voz alta entre ellos acerca de lo que planeaban llevarse a casa después del trabajo, sin llamarlo nunca un robo, pues usaban un eufemismo: maletear [valising, en inglés]. Maleta [valise] era la palabra que los trabajadores utilizaban para referirse a sus compañeros, como en «¿Quién es ese maleta nuevo que el chef acaba de contratar?». Y, del mismo modo, se preguntaban unos a otros: «¿Oye, qué te vas a maletear esta noche?».
Después de haber estado varias semanas en el St. Regis sin dar muestras de ninguna tendencia al robo, un compañero de trabajo se le acercó a Nicola una noche y le preguntó: «Oye, ¿por qué tú nunca te maleteas nada?». Nicola le explicó que no había nevera en el apartamento de una habitación que tenía alquilado en el Bronx y, como vivía solo y comía en el trabajo, no tenía razones para practicar el maleteo. «Pues será mejor que encuentres una razón», le dijo el hombre, y añadió que, si no, sus compañeros de trabajo podrían pensar que Nicola se portaba de manera irrespetuosa. Así que Nicola se convirtió en un maleta y comenzó a hacer lo que los demás hacían: a menudo venía al trabajo con una bolsa vacía doblada debajo de la camisa, o una bolsa de tela colgada del brazo, dentro de la que después depositaba una selección de hortalizas o unos cuantos filet mignons, o lo que fuera que pensara que podría apreciar la esposa de su casero en el Bronx, un hombre con una gran familia que alimentar y que siempre había sido muy tolerante con los pagos de rentas atrasadas.
Una noche, cuando Nicola se dirigía hacia su casa en el metro, iba junto a él un ayudante de camarero del St. Regis que, sin que Nicola lo supiera, llevaba varios huevos crudos en los bolsillos de la chaqueta y los pantalones. De repente el metro dio una sacudida, luego se oyó un chirrido y finalmente se detuvo. Uno de los pasajeros perdió el equilibrio y se cayó sobre el muchacho, haciendo que todos los huevos se rompieran y un engrudo pegajoso comenzara a escurrirse por las piernas del chico, sobre sus zapatos y luego sobre el suelo, lo cual hizo que Nicola y los otros pasajeros se alejaran de inmediato. Más tarde Nicola se preguntó por qué el chico se habría llenado los bolsillos con algo tan frágil y relativamente poco caro como cuatro o cinco huevos. Sacarse unos cuantos filetes, o una lata de caviar o, en algunas ocasiones, una botella de coñac, tal como él había hecho, era algo que ciertamente valía la pena, pero ¿valía la pena robar menos de media docena de huevos? Unas cuantas noches después, justo antes de que cerraran la cocina del St. Regis, Nicola vio a otro empleado guardándose en el bolsillo del abrigo una cebolla, un diente de ajo y un poco de perejil, y cuando salían, le preguntó: «¿Por qué te tomas la molestia de llevarte eso?». «Mi esposa lo necesita», dijo el hombre. «Pero eso no vale nada», contestó Nicola. «Sí», dijo el hombre, «pero, si no, mi esposa tendría que comprarlo. Un centavo aquí y un centavo allá van sumando unos dólares que no tengo y el hotel nunca se va a dar cuenta».
Los empleados del St. Regis que trabajaban en dependencias distintas a la cocina parecían ser todavía más desvergonzados en el pillaje que los compañeros de trabajo de Nicola. Unos cuantos organizaron una vez la desaparición permanente del hotel de una cantidad de alfombras persas que habían sido retiradas para su limpieza y reparación; en otra ocasión, tres pianos que necesitaban afinación fueron sacados con mucho cuidado por la rampa del hotel hasta un camión que nunca regresaría con ellos. Hubo investigaciones por parte de la administración, pero Nicola nunca vio que una investigación produjera evidencia incriminatoria alguna. Y él creía que los empleados justificaban más o menos sus robos pensando que eran una compensación por los bajos salarios y también una reacción ante la inmensa riqueza y abundancia de privilegios y derroche que veían a su alrededor, personificadas por los huéspedes del hotel.
Al provenir de una familia donde se gastaba poco y no se desperdiciaba nada, Nicola se sentía abrumado cuando veía el enorme despilfarro que se hacía evidente cada vez que él y sus compañeros de trabajo comenzaban a limpiar las mesas del salón de baile después de un banquete y regresaban a la cocina con platos llenos de comida que los invitados habían dejado y varias botellas de champaña a medio tomar y más flores de las que adornarían el funeral de un mafioso y montones de papel crepé decorativo, medio roto y manchado de cera seca, y docenas de pequeños recordatorios de la fiesta que habían sido olvidados e incontables trozos de delicadas galletitas de postre que Nicola probaba y le endulzaban el apetito, al tiempo que reducían los escrúpulos que sentía al salir luego del hotel con unos cuantos pedazos de carne cruda, envueltos en papel aluminio y metidos debajo del sombrero. Adicionalmente, se recordaba que lo que robaba no era para satisfacer su propia avidez, sino para beneficio de la necesitada familia de su casero; una segunda razón por la cual el maleteo le parecía inofensivo a Nicola era su creencia de que el jefe de cocineros del hotel, así como los cabezas de los otros departamentos, eran conscientes de lo que sucedía en sus áreas y pasaban por alto el asunto discretamente, mientras eso no pusiera en riesgo su posición ante sus superiores en la administración.
Claro que había habido unos cuantos incidentes que agotaron la paciencia del chef, por lo general muy afable, bajo cuyas órdenes trabajaba Nicola, y una de esas ocasiones fue el robo de uno de los dos corderos lechales reservados para una cena privada en la suite Louis XV que iba a ofrecer el dueño del hotel, Vincent Astor. Aunque la investigación subsiguiente del chef indicó que nadie de la cocina había sido responsable, la experiencia motivó en él un ataque de escrúpulos poco habitual y, pocos días después de la desaparición del cordero, al despedirse por la noche de uno de sus cocineros —uno al que acababa de ver guardándose un trozo de mantequilla debajo del sombrero—, el chef le dijo: «Espera un minuto, no te vayas todavía. Necesito hablar contigo. Vamos a mi oficina».
La oficina del chef era un cubículo separado por una partición de vidrio, ubicado al lado de una caldera. La oficina estaba muy caliente, pues los ventiladores del techo estaban apagados y la caldera todavía soltaba vapor. El cocinero, que llevaba un pesado sobretodo y un sombrero de fieltro inclinado hacia delante, encima de su cara redonda y morena, se sentó frente al escritorio del chef y esperó. Después de acomodarse también y desabotonarse el cuello de la camisa, el chef abrió un cajón de su escritorio. Sacó unas cuantas hojas de un archivador y las desplegó frente a él. Mientras leía, comenzó a jugar con las gafas de montura de acero que descansaban sobre la nariz de su cara huesuda y roja. Después se las quitó y limpió los cristales empañados de manera lenta y repetida, con una servilleta de lino, sin prestarle atención alguna al cocinero. Después de volverse a poner las lentes, el chef se concentró de nuevo en la lectura.
El cocinero se desabotonó el sobretodo y siguió sentado, esperando con paciencia y sudando copiosamente. Después de leer durante unos cinco minutos, el chef tomó el teléfono que tenía sobre el escritorio y marcó un número. Alguien respondió al otro lado de la línea y, durante los diez minutos siguientes, el chef conversó de manera amistosa con esa persona sobre temas que no tenían que ver con el hotel. A esa altura, el cocinero comenzó a retorcerse en la silla y, llevándose las dos manos al ala del sombrero, tiró hacia abajo para tratar de reducir el río de un líquido grasoso y amarillento que se le escurría por la frente y goteaba desde los lóbulos de las orejas hasta el cuello del abrigo.
El chef charló durante otros tres o cuatro minutos. Después de colgar, miró directamente al cocinero, cuya cara brillaba ahora, cubierta por una gruesa capa de una especie de lava de mantequilla derretida.
«¿Sabes?», dijo el chef, «no tienes buen aspecto. Creo que deberías correr a casa y llamar a un médico».
El cocinero asintió con la cabeza y, después de relajarse, volvió a ajustarse el sombrero y se despidió.