En atención a las deficiencias de mi madre en la cocina, a menudo mi padre nos llevaba por las noches al comedor de un pequeño hotel de nuestra comunidad, o a un hostal de la playa al otro lado de la bahía, o a uno de sus restaurantes italianos favoritos en Atlantic City, donde por lo general nos saludaban, nos servían y nos alimentaban de una forma que hacía concluir el día de manera agradable.
Vestida con un caro traje sastre o un vestido de los que no había podido vender en la temporada pasada, mi madre disfrutaba de que la vieran en restaurantes, pues los consideraba una extensión de su sala de exhibición y una oportunidad de hacer de modelo para sí misma. El atractivo que tenían los restaurantes para mi hermana menor y para mí se veía aumentado por el hecho de que allí no se esperaba, como sí sucedía en casa, que después de comer recogiéramos la mesa y ayudáramos a lavar los platos. Y en el caso de mi padre, pienso que el hecho de ir a restaurantes satisfacía una necesidad de su naturaleza que nunca se había podido llenar adecuadamente en casa, con independencia de la calidad de la cocina de mi madre.
En los restaurantes él se convertía en otra persona, menos distante, menos tensa, más amable y comunicativa de lo que era en nuestro apartamento o mientras trabajaba detrás de la boutique de mi madre en el taller de costura, donde pasaba el día alargando o acortando vestidos o confeccionando un traje para uno de los cada vez más escasos caballeros que valoraban su talento y estaban dispuestos a pagar los altos costes de mandarse hacer un traje a medida. A veces mi padre cosía en silencio durante horas enteras, mientras escuchaba música clásica en la radio o en el tocadiscos, aparentemente ajeno a todo lo que lo rodeaba; pero cuando cenábamos en Atlantic City, o en un restaurante italiano más grande algunos fines de semana en Filadelfia, mi padre enseguida empezaba a hablar con alegría en italiano, mientras saludaba y abrazaba a los propietarios y los camareros, que, en algunos casos, venían de la misma parte de Italia que él. Y aunque esa lengua era totalmente desconocida para mí, y lo sigue siendo, yo percibía de inmediato el efecto liberador que tenía sobre mi padre y la manera en que le agregaba color a su actitud y luz a su expresión, y cuando nos sentábamos a cenar —nuestra mesa por lo general estaba cerca de la barra, donde el propietario se sentaba en una banqueta, mientras tomaba vino y brindaba cuando llegaba cada uno de nuestros platos—, mi padre seguía hablando animadamente e incluso intercambiaba bromas en su lengua materna con sus compatriotas, mientras gesticulaba libremente con las manos y los brazos, de una manera en que yo nunca lo había visto hablar en casa.
En ese periodo de mi vida yo tuve dos padres: uno en casa y otro en los restaurantes. Y sólo con el último me sentía feliz como hijo. Durante mis años de secundaria, en especial en aquellos momentos en que me encontraba más perdido como estudiante, me veía entrando algún día en el negocio de la hostelería como dueño de un restaurante italiano que llamaría la atención de hombres como mi padre y les brindaría un poco de alegría a sus vidas, y en el cual yo sobresaldría como una figura elegante y sofisticada, en medio de una multitud festiva, vestido con un esmoquin blanco como Humphrey Bogart en Casa-blanca, y tendría mi propio pianista y les brindaría un trago a mis amigos y disfrutaría del privilegio de coquetear con las lindas camareras.
Por lo que podía leer en las columnas de prensa de Walter Winchell y Leonard Lyons, ser propietario de un restaurante exitoso era una forma fácil y agradable de obtener reconocimiento y prosperidad, una oportunidad de convertirse en celebridad de las celebridades, tal como Toots Shor lo era para los héroes del deporte nacional, y Vincent Sardi para las estrellas más importantes de Broadway, y los administradores del Club 21 lo eran para los magnates de negocios del país y sus jóvenes esposas.
Mucho después de que se desvanecieran mis fantasías de ser propietario de un restaurante y yo decidiera, en cambio, adoptar la vida de un escritor que usa los restaurantes para escapar de la soledad que sin duda debió de compartir mi padre cuando estaba cosiendo, me convertí en un cliente nocturno habitual no sólo de lugares del vecindario sino de establecimientos tan famosos como el Club 21, donde rápidamente me acostumbré a los apretones de mano y las palmaditas en el brazo de los propietarios cada vez que yo entraba en lo que con toda seguridad es uno de los grandes centros de reunión de Nueva York» donde a uno lo tratan con gran efusividad y calidez. Aquí el cliente habitual es recibido no sólo por quien le da la bienvenida a la entrada, sino por toda una fila de cortesanos que en otra época podrían haber servido al Rey Sol en Versalles y que forman una especie de calle de honor y le hacen venias. Aunque al comienzo pensé que el pasillo del 21 estaba lleno de gente zalamera y aduladora, luego se me ocurrió que este restaurante llevaba más de sesenta años de prosperidad precisamente porque no subestimaba las inseguridades de sus principales clientes. De hecho, los administradores del 21 probablemente sabían muy bien que la mayor parte de esa clientela que contaba con amplios gastos de representación entendía que nunca estaban lejos del momento en el que tendrían que despedirse de su puesto como gerentes de alguna corporación, aunque con un buen cheque, y que, cuando eso ocurriera, inmediatamente perderían su mesa privilegiada contra la pared occidental del comedor; pero hasta el momento en que eso pasara, ellos y los aduladores que los esperaban en la puerta se prestarían apoyo mutuo con esos apretones de manos y esos abrazos que unían a los administradores del restaurante con los administradores del poder y la riqueza de la nación.
De manera que, en el 21, vi a gran escala lo que ya había adivinado siendo niño en Nueva Jersey: que los restaurantes eran lugares de reconocimiento, saludo y reafirmación. Y yo me entregaba a lo que ellos tenían que ofrecer, y que para mí no era lo que aparecía en la carta sino, más bien, las imágenes y los sonidos del entorno, que me hacían olvidarme de mí mismo y le agregaban a mi personalidad un cierto toque mágico que me elevaba a niveles de sensibilidad y reconocimiento que aún experimento a menudo cuando asisto al teatro.
De hecho, en los mejores restaurantes la iluminación a menudo es obra de técnicos en escenografía de Broadway, que ven los comedores como si fueran escenarios y manipulan el ambiente de la velada con una iluminación que resalte el carácter de la clientela, que es, a su vez, lo más importante para la imagen y la estabilidad financiera del restaurante. Si el restaurante es lo que uno de esos técnicos me describió como un lugar «de alto voltaje», un sitio de moda para parejas jóvenes y lo que él llamó «gente guapa», entonces la iluminación debe ser brillante e intensa «porque todo el mundo quiere ver quién está ahí». En los restaurantes más tranquilos y elegantes, dirigidos a gente rica y mayor, la luz que cae sobre los manteles y se refleja en las caras de los comensales debe ser bastante suave e íntima, dijo, pero no muy reveladora de los detalles físicos. «Todo el mundo debe verse más joven», explicó, y luego agregó que, para lograr ese efecto, con frecuencia se usa una luz con un matiz rosado, al igual que lo hacen los empresarios de pompas fúnebres sobre los féretros, para mostrar la mejor cara del muerto. En restaurantes y clubes dirigidos principalmente a una clientela homosexual, siguió explicando, por lo general la iluminación es escasa e indirecta, «teniendo en cuenta que mucha de la gente que está en el sitio prefiere disfrutar de una cierta privacidad. Ellos quieren ver el salón y tal vez pasearse un poco, pero sin que parezca demasiado obvio».
Ya sea por la influencia de la iluminación, o por el licor que uno siempre consume, o por esa sensación añadida de liberación y alegría que se apodera de gente como yo después de que dejo mi escritorio y me uno a un grupo animado y agradable, compuesto principalmente de desconocidos que se congregan en salones ideales para mirarse a los ojos y suponer cosas que tienen poco que ver con la realidad, he llegado a considerar los restaurantes como extensiones del proscenio, centros donde se pueden hacer grandes entradas y grandes salidas, vitrinas en las que se muestran escenas cuidadosamente dibujadas o esbozos improvisados, emplazamientos para desarrollar misteriosas tramas y hacer oscuras transacciones, lugares de encuentros románticos y citas ilícitas y potenciales masacres del mundo del hampa y espectáculos burlescos como el que vi una noche en un restaurante de Manhattan, cuando un hombre de unos cincuenta años, que estaba sentado en la barra, se acercó a la mesa de la estrella del cine Anthony Quinn y procedió a ejecutar con maestría los pasos y movimientos del baile que hacía el actor en Zorba el griego, una imitación que provocó los aplausos de todo el salón, pero sólo produjo en Quinn miradas de desaprobación que llevaron al jefe de camareros a expulsar a la calle al bailarín rival de la estrella.
«La comida lubrica los negocios», escribió James Boswell, pero yo creo que se refería principalmente al almuerzo, pues durante el día la dramaturgia de los restaurantes es más metódica y menos caprichosa que la de la noche; la hora del almuerzo es más sobria, más programada, más conducente a las charlas de negocios y cifras de ventas que la que inspira a esos personajes que se ven por la noche con vestidos y faldas, aunque no se trate siempre de mujeres. Por la noche los restaurantes reflejan más plenamente la variedad de funciones que desempeñan en la vida de la gente, en una época en que millones de norteamericanos de los que viven en las grandes ciudades cenan fuera cuatro noches por semana de media, de acuerdo con la encuesta Zagat, y en la que más y más mujeres, al igual que mi madre pionera, atienden durante el día las necesidades de sus trabajos y esperan que por la noche otro se encargue de la cena.
Para aquellos veteranos del gusto por oír en secreto conversaciones ajenas, los restaurantes son cámaras de resonancia. Aun cuando participo en la conversación que se desarrolla en mi propia mesa, con frecuencia trato de oír lo que dice la gente que está sentada cerca, compartiendo en silencio sus debates y sus discusiones, sus confesiones y sus desagravios, sus bromas y chismorreos, sus intentos de seducción y sus esfuerzos por desligarse de profundas relaciones románticas. Una jovencita llorosa que está sentada en una mesa al lado de la mía en el Café Luxembourg, en la calle 70 Oeste en Manhattan, le está diciendo al hombre de cabello blanco que la acompaña que quiere dejar a su marido, pero su acompañante niega con la cabeza, le pone una mano en el brazo y responde: «Querida, me prometiste que no íbamos a hablar así…». Noches después, alguien sentado detrás de mí en Coco Pazzo, en la calle 74 Este, está diciendo: «Oí que Perelman está buscando vender Revlon», y la persona con la que está cenando dice: «Mentira». A la semana siguiente, en Elio’s, en la Segunda Avenida, me siento cerca de una mesa grande donde la conversación gira en torno al negocio editorial y los precios de la propiedad inmobiliaria en los Hamptons. Y a la noche siguiente, estoy mucho más al norte, en Elaine’s, adonde voy con tanta frecuencia que rara vez oigo u observo algo nuevo.
Conozco a la propietaria, Elaine Kaufman, desde hace más de treinta y cinco años, ya que la conocí a comienzos de los sesenta, poco después de que comprara una taberna austrohúngara que estaba en quiebra en la Segunda Avenida, llamada Gambrino; después de rebautizarla en su honor, gradualmente la fue convirtiendo en un lugar donde se reunían tarde en la noche distintos escritores y otros creadores a los que se desvivía por atender y agradar. Era una ávida lectora de literatura desde sus días de infancia en Queens y, en años posteriores, durante el tiempo libre que le dejaba su trabajo como camarera en Greenwich Village, asistía a recitales de poesía, exhibiciones de arte y teatro de vanguardia. Cuando se mudó a la parte norte de la ciudad para comenzar Elaine’s en 1963, es posible que fuera la única dueña de un restaurante en Nueva York que alguna vez se hubiese terminado de leer un libro.
Aunque la mayor parte de los escritores que ella conocía y frecuentaban su restaurante todavía no eran reconocidos por el gran público, ella los sentaba en las mesas de delante y algunas veces les perdonaba la cuenta si sabía que estaban atravesando dificultades económicas, y decoraba las paredes de su restaurante con fotografías enmarcadas de sus caras y las cubiertas de sus libros. La presencia de escritores de literatura le otorgaba a Elaine’s una atmósfera de intelectualidad que con el tiempo terminó atrayendo a algunos intelectuales reconocidos, además de importantes críticos de libros, editores, dramaturgos y directores de teatro, pintores y mecenas de artistas, políticos y magnates del mundo de los negocios, personalidades de la sociedad, columnistas de chismes, actores de Hollywood y agentes de prensa. Pero sin importar lo prominentes o ricos que pudieran ser estos recién llegados, ni Kaufman ni sus camareros —aunque nunca eran innecesariamente groseros con nadie— permitieron que una estrella de cine malcriada, o un reconocido patán del mundo deportivo, o un poderoso magnate de Wall Street se comportara de manera arrogante o agresiva mientras estaba en el restaurante.
Una noche, el jefe de camareros de Elaine Kaufman, un italiano de Génova de nombre Nicola Spagnolo, con quien ella había trabajado en el restaurante Portofino, en Greenwich Village, estaba siendo importunado por un destacado corredor de bolsa que, de pie en medio de sus invitados —que estaban sentados a una mesa redonda al fondo del salón y entre los cuales había dos modelos de alta costura y un presentador de uno de los canales locales de televisión—, insistía en pedir que Nicola le llevara la carta de vinos, o la carte du vin, como la llamaba una y otra vez.
«Ya le dije que no tenemos una carte du vin», le dijo Nicola desde el otro lado del salón, pues ya antes le había explicado que la selección de vinos de Elaine’s era demasiado limitada para justificar tener una carta de vinos.
«Ah, estoy seguro de que hay una carte du vin cerca de la barra», dijo el hombre. «Vaya y tráigala.»
Nicola dio media vuelta y caminó hacia la parte delantera del restaurante. Momentos después regresó con un ejemplar del directorio telefónico de Manhattan, que tiene mil quinientas páginas, y después de arrojarlo sobre la mesa frente al corredor de bolsa, dijo: «Aquí tiene su carte du vin». Todos los que estaban sentados a la mesa se rieron, menos el corredor de bolsa. «Ésta es la primera y última vez que vengo a este lugar», dijo.
«Por mí, está bien», respondió Nicola, al tiempo que imaginaba, acertadamente, que cuando el corredor de bolsa pagara más tarde la cuenta, no dejaría propina.
Pocas semanas después de esto, durante el segundo año de Elaine’s, un importante vendedor de obras de arte llevó a algunos amigos y, al tiempo que se sentaba, le pidió a Nicola un vaso de vino rosado. Sin admitir que Elaine Kaufman no había pensado en surtir el bar con vino rosado, dado que hasta ahora ningún cliente lo había pedido, Nicola fue hasta la barra y llenó una copa casi totalmente con vino blanco, le añadió un poco de rojo, revolvió vigorosamente con una cuchara y luego la llevó a la mesa del galerista. Este último levantó la copa y la olió. Mientras que sus acompañantes observaban, comenzó a darle sorbos lentos, cerrando los ojos por un momento. Nicola se quedó en silencio detrás de él, sin saber qué esperar.
«Ah, muy bueno, muy bueno», dijo finalmente el hombre. «¿Qué es?»
«Balaggola», contestó Nicola, echando mano de la primera palabra que se le ocurrió. Era una palabra con la que había crecido en Génova y que servía para referirse a cosas de poca importancia o calidad.
«Ah, sí, Balaggola», repitió el hombre, como si aparentemente lo reconociera y admirara, mientras tomaba otro sorbo.
En distintas ocasiones durante mi larga historia como cliente de Elaine’s, he contemplado la idea de escribir un libro sobre Nicola Spagnolo y Elaine Kaufman y los grupos de figuras literarias y otras personalidades que interactuaban allí cada noche; en los raros momentos en que me sentí intoxicado de optimismo, creí que podría ser capaz de producir una versión neoyorquina de París era una fiesta, de Ernest Hemingway, o Sin blanca en París y Londres, de George Orwell. El libro de Orwell relata sus viajes y oficios cuando era un joven inglés que, además de otras labores degradantes pero esclarecedoras, se ganaba la vida trabajando en la fétida y ardiente cocina de un hotel de París, donde sus compañeros incluían «gordos cocineros de cara roja», «grasientos lavadores de platos» y camareros que robaban comida, como Boris de Rusia y Valenti de Italia. Acerca de Valenti, Orwell escribió:
Al igual que la mayor parte de los camareros, caminaba con distinción y sabía cómo lucir la ropa. Con su chaqué negro y su corbata blanca, la cara limpia y ese cabello marrón brillante, parecía un chico de Eton; sin embargo, trabajaba para ganarse la vida desde que tenía doce años y había ido labrándose su camino literalmente desde lo más bajo. Cruzar la frontera italiana sin pasaporte, y vender castañas con una carretilla en las avenidas del norte, y ser condenado a cincuenta días de prisión en Londres por trabajar sin permiso, y dejarse hacer el amor en un hotel de una vieja rica que le dio un anillo de diamantes y después lo acusó de robarlo eran algunas de sus experiencias. Solía gustarme hablar con él, en los momentos en que no había trabajo, cuando nos sentábamos a fumar […]
Orwell describió la cocina en la que trabajaba como «un sofocante e infernal sótano de techo bajito, iluminado por la luz roja del fuego, en el que reinaba un ruido ensordecedor gracias a las maldiciones y el tintineo de ollas y sartenes», y más allá de la puerta doble de la cocina, Orwell veía el comedor; «Allí se sentaban los clientes con todo el esplendor: inmaculados manteles, floreros, espejos y cornisas doradas y querubines pintados»; y cuando un camarero pasaba de la cocina al comedor, Orwell observaba:
Un súbito cambio se lleva a cabo en él. La postura de sus hombros cambia; toda la mugre y la prisa y la irritación lo abandonan en un instante. Se desliza por la alfombra, con el aire solemne de un sacerdote. Recuerdo al ayudante de nuestro jefe de camareros […] se detuvo en la puerta del comedor para dirigirse a un aprendiz que había roto una botella de vino. Sacudiendo el puño sobre la cabeza, gritó […] «No sirves ni para fregar los pisos del burdel del que salió tu madre» […] luego entró al comedor y flotó a través de él con un plato en la mano, elegante como un cisne. Diez segundos después se inclinaba con reverencia delante de un cliente. Y uno no podía dejar de pensar, mientras lo veía hacer venias y sonreír, con esa sonrisa bondadosa de los camareros entrenados, que el cliente se debía de sentir avergonzado por el hecho de que lo atendiera semejante aristócrata […]
Hasta que leí el libro de Orwell, a comienzos de los setenta —fue publicado por primera vez a comienzos de los treinta—, nunca había contemplado la idea de escribir acerca del mundo de los restaurantes, pero después de pensarlo un poco, me convencí de que yo estaba inmejorablemente cualificado para esa tarea. Había sido educado como un cliente de restaurante. Las cartas habían sido la literatura de mi infancia. Podía medir mi vida en cucharaditas. Siendo un joven soltero en Nueva York, y durante mis más de cuarenta años de casado, he cenado fuera, de media, cuatro o cinco veces por semana. Estoy solo todo el día, produciendo textos con la facilidad de un paciente con cálculos renales, así que por la noche prefiero cenar fuera, pues me gusta buscar un poco de diversión —cosa que por lo general encuentro— en cualquiera de la media docena de restaurantes que frecuento, lugares a los que puedo llegar sin reserva incluso en noches de altísimo movimiento y recibir del jefe de camareros (para quien no hay mejor ayuda mnemotécnica que un billete de veinte dólares) una sonrisa de reconocimiento y la siguiente mesa disponible.
Mi esposa me acompaña algunas veces, pero otras prefiere quedarse en casa. Como tiene manuscritos que leer, agradece las tranquilas horas de soledad después del frenesí que vive en la oficina. Aunque le gusta cocinar y no tiene problema en hacer a un lado su lectura cada vez que los dos nos quedamos a comer en casa —en comparación con el talento culinario de mi madre, mi esposa es una chef de cuatro estrellas—, mi respuesta a la comida casera todavía es discordante, pues sin duda la asocio con esas cenas solitarias y obligatorias que tenía que soportar en la cocina de mis padres, encima de la tienda, donde se esperaba que prestara atención a lo que se decía (es decir, a la charla de mis padres sobre la tienda), en las que las llamadas de los clientes hacían sonar el teléfono de manera incesante y al final de las cuales yo debía ayudar a recoger la mesa y participar luego en la tarea de lavar y secar los platos.
A pesar de que nada de esto se aplica a mi matrimonio, probablemente el eco de la tienda impregna mis cenas en casa, y ocasionalmente nos interrumpe la llamada de uno de los autores de mi esposa o de algún colega, y debo admitir que cada vez que mi esposa parece estar especialmente alegre, tengo tendencia a atribuir ese estado de ánimo al hecho de que haya recibido buenas noticias en la oficina, tal vez que el último libro de uno de sus autores será reseñado favorablemente en la primera página de The New York Times Book Review del próximo domingo.
Aunque es cierto que mi propio comportamiento no está menos influenciado por el trabajo, y que el estado de mi ánimo por la noche está invariablemente relacionado con lo que haya hecho, o no haya hecho, en mi escritorio durante el día, también es cierto que cuando estoy en un restaurante siento como si pudiera distanciarme un poco de mi sentido del deber doméstico. Tengo la opción de cambiar de frecuencia, de escuchar a medias, de deambular mentalmente y observar a mi alrededor el comedor lleno de gente y de ruido, mirando casi simultáneamente un evento deportivo que está teniendo lugar en la televisión que hay encima del bar y a una atractiva rubia que está sentada de lado en un taburete de la barra y a un hombre gordo que está sentado en una mesa cercana, con la boca abierta, a punto de devorar un bocado de pescado, un delgado trozo de lenguado; y de pronto me imagino que el pez revive y se zafa del tenedor y sale meneándose por el suelo y es atrapado por un camarero que lo lleva en una servilleta de vuelta a la cocina, donde veo la imagen del pez nadando hacia atrás en el tiempo, y luego veo al pez, diez días antes, flotando libre en el mar de Labrador, al noroeste de Canadá, y allí el pez tiene el cuerpo plano y el tamaño de una tortilla y dos ojos en el mismo lado de la cabeza, un pez picassiano, que ahora navega con fluidez a lo largo del fondo lodoso del océano en busca de un camarón hasta que, cinco minutos antes de que amanezca, se desliza hacia una red y queda atrapado, confundido, asustado, pero no está solo —cientos de lenguados con ojos picassianos están atrapados allí, dando vueltas, estrellándose unos contra otros, haciendo el esfuerzo de voltearse hacia el lado en el que tienen los ojos y pueden ver, con la esperanza de entender qué es lo que sucede—, y luego los aprietan todos juntos a medida que la inmensa red se levanta chorreando agua y sale del mar y cae a lo largo de un barco pilotado por un pescador francocanadiense flacucho, de barba y aliento a brandy, que pega a su mujer y lleva toda la semana pescando ilegalmente con red en esa zona y que ahora, después de sacar de la red con sus manos enguantadas montones de peces que se retuercen, los arroja dentro de un recipiente lleno de hielo de la parte trasera del barco y enciende el motor para iniciar el viaje de seis horas hasta el depósito que tiene en el muelle un distribuidor de comida marina de Terranova, desde donde el pez volará un día después, metido en un contenedor refrigerado de aluminio, hasta el aeropuerto JFK en Nueva York, donde un grupo de camioneros asociados a la Mafia lo recibirá y lo conducirá al mercado de la calle Fulton, donde se lo entregarán a comerciantes al por mayor, cuyas camionetas estarán estacionadas a la mañana siguiente en doble fila frente a miles de restaurantes de Manhattan, entre ellos Elaine’s, donde el pescado será contado y examinado por el chef napolitano y limpiado por sus ayudantes de cocina hispanoparlantes, y será preparado y ofrecido esa noche como una especialidad de pescado fresco —lenguado a la meunière con almendras, veintinueve dólares—, y eso es lo que ordenó y le fue traído al hombre gordo que yo vi sentado frente a mí con la boca abierta.
Muchas manos, mucha gente de todas panes del mundo, muchos intermediarios, comerciantes, administradores de restaurantes, chefs y sus ayudantes están involucrados en la adquisición, el procesamiento y la presentación de cada trozo de pescado, de cada bocado de carne, de cada judía, de cada zanahoria y cada patata que llega a la carta; y la principal preocupación de los trabajadores de una cocina no es sólo el arte culinario sino despachar sincronizadamente varias docenas de aperitivos, entradas y postres distintos a diferentes mesas, en el momento en que los clientes deben recibirlos. «No es cocinar lo que es tan difícil», escribió Orwell, sino «hacer todo a tiempo», y agregó: «Es por su puntualidad, y no debido a ninguna superioridad técnica, que los cocineros hombres son más apreciados que las mujeres».
Aunque Orwell se refería a los treinta, me parece a mí que poco ha cambiado el asunto en las décadas que siguieron; en su inmensa mayoría, los chefs más respetados y conocidos de los que tengo noticia en Nueva York y otras partes del mundo son hombres. Pero además de la manera de cocinar y la puntualidad, los chefs contemporáneos se interesan por la apariencia de la comida, el diseño de la comida, la manera arquitectónicamente interesante como se puede presentar la comida sobre el plato, una técnica que en la jerga de los practicantes de la nouvelle cuisine de Estados Unidos se llama «plating».
Inspirada inicialmente por los cocineros japoneses y desarrollada después en Francia —que es donde van tradicionalmente muchos de los cocineros que se gradúan en las mejores escuelas culinarias de Estados Unidos, a sumergirse en las aguas bautismales de las cocinas de París y Provenza aprobadas por la guía Michelin—, la técnica del «plating» es un vehículo a través del cual los chefs pueden hacer declaraciones visuales, pueden esculpir y poner en escena su comida, de manera que transforman los platos en teatros en miniatura en los que se exhibe una obra de arte completa que se puede comer y que busca apelar al mismo tiempo a la estética y el apetito del cliente, mientras que (de acuerdo con lo que sospecho) también se permite dar rienda suelta a la naturaleza fantasiosa de aquellos chefs cuya infancia estuvo marcada por las admoniciones de sus madres para que no jugaran con la comida en la mesa del comedor familiar.
En efecto, el arte de la presentación tiene todo que ver con jugar con la comida, con divertirse con ella, darle nuevas formas, imaginársela de nuevo, metamorfosearla, hacer torres con ella como si fuera un montón de fichas de arman montar trozos de carne de ternera y aceitunas negras sobre un panecillo que descansa encima de un molde de plata circular lleno de espinacas salteadas; equilibrar los huesos de unas chuletas de cordero sobre un nido de cuscús y un campo de arroz bordeado de trabajadores con gorros hechos de hongos shiitake; hacer la coreografía de un ballet acuático de almejas bebés, dentro de una sopa de berros adornada con una cinta de puerros que recuerda un estanque lleno de lirios; presentar un cóctel de langostinos en forma de galeón español, con arcos hechos con las tenazas, mástiles de palitos de pan y ondeantes velas hechas con patatas fritas. Y la presentación también tiene que ver con promocionar en los mejores restaurantes el estatus superior de los cocineros creativos y su poder para evitar que los camareros manoseen en el comedor sus inventos, como solía suceder en los días en que la comida salía de la cocina en bandejas con tapa para ser puesta al lado de la mesa, junto a una pila de platos vacíos, en un carrito con ruedas que era en realidad el vehículo de los camareros para desplegar sus destrezas y habilidades quirúrgicas en el dominio de la cuchara de servir y el cuchillo y, ocasionalmente, su magia pirotécnica al preparar un steak flambé o unas crêpes suzette.
Sí, adoro el mundo de los restaurantes modernos y respeto todos los restaurantes —los buenos y los no tan buenos— porque los considero establecimientos fundamentalmente sinceros e intrínsecamente democráticos, cuyas cocinas son especies de islas Ellis de oportunidad para miles de trabajadores inmigrantes que, a pesar de hablar al comienzo poco inglés, pueden perfeccionar sus habilidades y escalar posiciones hasta convertirse en los próximos Henri Soulé de Le Pavilion, o Sirio Maccioni de Le Cirque, o en cualquiera de los jóvenes propietarios cuyos nombres aparecen ahora en los toldos a la entrada de los restaurantes, o en las columnas del periódico, al lado de los nombres de aquellas celebridades y personajes de la sociedad cuya presencia puede definir un restaurante como el lugar donde hay que estar, hasta que se cansan de él y el restaurante se cansa de sus egos inflados y las cuentas sin pagar. La esencia de los ingredientes de todo restaurante está basada en la esperanza, la confianza y el optimismo. Existe la esperanza de que a la gente le guste lo que se sirve. Existe la confianza de que esa gente pagará después por la comida. Y existe el optimismo de que la inversión en restaurantes sea no sólo gratificante sino recompensada, pues trae satisfacción tanto a los dueños, los administradores, los cocineros y su clientela, como también a todos los otros involucrados: los camareros y bármanes, los proveedores de la comida, los manteles, las velas y la música, así como a los que recogen las migajas de las mesas después de una cena, que tal vez puedan rozar brevemente los hombros de los magnates y las estrellas de cine y otras personalidades que están sentadas en las mesas contiguas, mientras guardan la esperanza de que se les pegue parte de la suerte y el éxito.