5.

A lo largo de la secundaria y durante la mayor parte de mi infancia, mis padres vivieron con nosotros en un apartamento encima de la tienda. Las conversaciones que tenían mi madre y mi padre en el segundo piso por lo general estaban relacionadas con cosas que sucedían en el primer piso, y los timbres del teléfono y de la puerta se oían simultáneamente arriba y abajo. Los espejos que sobraron de la tienda, y que mi padre instaló en el apartamento, multiplicaban todo lo que veíamos, lo cual, más que reflejar un sentido de intimidad y calor de hogar, terminaba por destruirlo.

Aunque el apartamento tenía una buena cocina y un comedor aledaño, no recuerdo haberme sentado nunca a disfrutar de una comida casera, agradable y satisfactoria. Esto no sólo se debía a las llamadas telefónicas de los clientes, que estaban interrumpiendo constantemente, sino al hecho de que mis ocupados padres rara vez hacían el esfuerzo de ir a comprar alimentos, ni siquiera cuando tenían tiempo para hacerlo, durante los fines de semana. Mi madre era una de las pocas mujeres de origen italiano de su generación a la que no le gustaba estar en la cocina.

Era una mujer de negocios, una persona emprendedora, cuyas mejores clientas eran sus mejores amigas y las atendía en su boutique (al tiempo que me mandaba a comprarles refrescos, té o helados a la tienda de la esquina) como si estuviera atendiendo a unas invitadas en su casa de verdad. Allí sostenía conversaciones privadas con ellas y se ganaba su confianza de una manera que tarde o temprano terminaba inclinándolas a comprar la mayor parte de los vestidos que ella les recomendaba. La mercancía que vendía mi madre estaba dirigida a satisfacer la demanda de mujeres respetables de talla grande y abundantes medios económicos. Eran esposas de pastores, de banqueros, jugadoras de bridge, chismosas. Eran las señoras de guantes blancos que, en verano, evitaban la playa y el paseo marítimo para gastar gran cantidad de tiempo y dinero en la avenida principal, en lugares como la tienda de mis padres, donde, entre el zumbido de los ventiladores y las cuidadosas atenciones de mi madre, se probaban ropa en los vestidores mientras discutían su vida privada y los sucesos y desgracias de sus amigas y vecinas.

La tienda era una especie de talk show en el que la conversación fluía gracias a la simpatía de mi madre y sus oportunas preguntas; y aunque yo era apenas más alto que los mostradores detrás de los cuales solía esconderme a escuchar, ahí empecé a aprender muchas de las cosas que me serían útiles años después, cuando comencé a entrevistar a gente para mis artículos y libros. Aprendí a no interrumpir nunca a la gente cuando tiene dificultades para hablar de lo que le pasa, porque durante esos momentos de duda e inseguridad (tal como me enseñó la habilidad de mi paciente madre para escuchar) la gente suele revelar muchas cosas. Aquello de lo que tenían dudas al hablar decía mucho sobre ellos. Sus pausas, sus evasivas, los súbitos cambios de tema eran seguros indicadores de aquello que los avergonzaba o los irritaba, o de lo que consideraban demasiado privado o que sería imprudente revelar. Sin embargo, más tarde oía a mucha gente hablando abiertamente con mi madre acerca de lo que antes habían evitado mencionar, una reacción que, según creo, tenía menos que ver con la naturaleza inquisitiva de mi madre, o con sus oportunas y sagaces preguntas, que con la aceptación gradual por parte de estas personas de que mi madre era una persona en la que podían confiar totalmente. Las mejores clientas de mi madre eran mujeres que necesitaban comunicarse, más que comprar vestidos nuevos.

La mayor parte de ellas provenía de familias privilegiadas de Filadelfia, de ascendencia anglosajona y germana, y por lo general eran altas y grandes, de una manera que tipificó Eleanor Roosevelt. Sus rostros bronceados, curtidos y atractivos empezaban a verse un tanto más oscuros principalmente como resultado de su devoción por la jardinería, actividad que, según le contaban a mi madre, era su pasatiempo favorito durante el verano. Cuando una de estas mujeres llegaba a la tienda, mi madre pedía que no le pasaran llamadas telefónicas y encargaba a mi padre o a uno de los empleados que tomara nota de los mensajes, y aunque había una o dos que abusaban de su paciencia y se quedaban horas y horas, a mí me interesaba la mayor parte de lo que oía y veía ahí. De hecho, en las décadas que han transcurrido desde que me fui de casa, tiempo durante el cual he conservado un recuerdo claro de los años de juventud que pasé escuchando conversaciones ajenas y las voces de las mujeres que les daban expresión, me parece que muchos de los temas sociales y políticos sobre los que se ha discutido en Estados Unidos desde entonces —el papel de la religión en la alcoba, la igualdad racial, los derechos de las mujeres, los adulterios de los funcionarios públicos, la conveniencia de las películas y publicaciones que contienen sexo y violencia— yo los oí debatir en el negocio de mi madre durante mis años de educación elemental y secundaria, en la década de los cuarenta.

Mi madre, Catherine Di Paola, nació en la calle Mulberry de Little Italy en Manhattan, hija de padres que provenían de la aldea de mi padre, en Calabria. Siendo una jovencita se mudó a Brooklyn con su inmensa familia, después de que su padre encontrara trabajo estable como conductor y hombre de confianza de un promotor inmobiliario de la zona. Cuando mi madre tenía veintiún años y trabajaba como dependienta en la sección de vestidos de Abraham & Straus, una tienda que la había contratado después de que se graduara en secundaria, conoció a mi padre en una boda en Brooklyn, a mediados de los veinte, en la cual se casaban una de sus hermanas con un primo de mi padre. En pocos años ella y mi padre se casaron y se fueron a vivir a Ocean City, en lo que fue el inicio de una relación que duró más de sesenta años y que combinó su amor y compatibilidad con el interés común por usar y vender ropa fina y su capacidad de copar mutuamente sus vidas de una manera que preferiría llamar misteriosamente romántica, aunque cuando era joven la encontraba inquietante y difícil de entender.

Realmente es posible tener padres que están demasiado enamorados y cuyas necesidades esenciales encuentran una satisfacción tan completa en el otro que nadie más es indispensable para su bienestar, ni siquiera sus propios hijos. A pesar de ser católicos, mis padres tuvieron sólo dos hijos: mi hermana menor y yo, y los dos crecimos pensando que éramos unos intrusos en la relación de nuestros padres y que nuestra función principal era completar la imagen de su plenitud, acompañarlos los domingos a misa, pararnos luego junto a ellos en la acera, sonriendo, mientras nos presentaban a los otros feligreses de la parroquia y, más tarde, caminar con ellos por el paseo marítimo de la cercana Atlantic City, entre la multitud de gente vestida con informalidad y los fotógrafos ambulantes que por lo general nos confundían (gracias a nuestra ropa fina y la formalidad de toda la familia) con una familia de dirigentes extranjeros de visita, lo cual era, según creo, precisamente la impresión que mis padres querían transmitir. Después de que mi madre dejó Brooklyn y mi padre cortó definitivamente sus lazos con Italia, los dos reconstruyeron su vida juntos en un lugar donde la atmósfera social difería enormemente de todo lo que habían conocido (una isla dirigida por prohibicionistas protestantes que desaprobaban hasta la venta de un vaso de vino) y, sin embargo, allí mis padres tuvieron la libertad de asociarse con norteamericanos puros, sin estar rodeados de masas de inmigrantes que podrían confirmar el terrible estereotipo que identificaba a comienzos de los años veinte a sus coterráneos, es decir, el de obreros cerrados y gregarios, que olían a ajo y tenían esposas que se vestían de negro y montones de hijos agresivos que delinquían en la escuela y estaban destinados a prosperar solamente en el reino del crimen organizado.

Esta isla fue el punto de partida de mis padres para desligarse de todo recuerdo de la isla Ellis, un punto medio antes de insertarse definitivamente, y allí caminaban con cuidado cogidos de la mano durante los fines de semana y eran inseparables durante la semana en su tienda y después en nuestra casa, que era una especie de apéndice de la tienda. Al comienzo compraron una cabaña blanca junto al mar, en la parte norte de la isla, pero después de que yo naciera, en 1932 —tras cuatro años de casados—, mi madre no quería estar tan lejos de la tienda en los ratos en que me estaba cuidando, así que animó a mi padre a trasladar el negocio a un local que tuviera un piso superior. Él lo hizo casi de inmediato y alquiló, durante unos pocos años, un local comercial de dos pisos en la calle principal, hasta que pudo comprarse un edificio grande de ladrillo que había dos puertas más allá y que había sido la sede del segundo semanario del pueblo, una empresa que recientemente había quebrado, razón por la cual mi padre pudo adquirir el edificio en excelentes condiciones, durante los años de la Gran Depresión.

Lo que más recuerdo de vivir en ese espacioso apartamento son los espejos, inmensos espejos —de tres metros por dos con cuarenta— que cubrían las mamparas portátiles que ocultaban las alcobas en la parte trasera, alguna vez ocupadas por los linotipos, y espejos más pequeños, cuyas medidas no eran las adecuadas o se había encontrado que no eran apropiados para la tienda, que fueron fijados a las paredes de arriba en varios lugares, donde reflejaban cada elemento y mueble de los que había en ese amplio salón de techo alto y treinta metros de largo que llamábamos casa, pero que habría podido ser utilizado mejor como estudio de baile. De hecho, mis padres ocasionalmente lo usaban como tal y quizá mi primer atisbo de la armonía y la intimidad de su relación tuvo lugar una noche en que, cuando oyeron un vals que brotaba de su emisora de música clásica favorita de Filadelfia, súbitamente interrumpieron una discusión que sostenían conmigo para levantarse y abrazarse y comenzar luego a bailar alrededor del salón, durante diez o quince minutos, sin volverse a mirarme ni una sola vez para hacerme señas o un guiño, o reconocer de alguna manera que yo estaba ahí, al lado de la mesita, exactamente donde me habían dejado, sentado en una de las sillas de cuero rojo que eran compañeras de las que mi madre usaba en la tienda. Yo tenía entonces once o doce años y, aunque no quisiera intentar revivir e interpretar después de tantos años mis emociones de hace más de medio siglo —aparte de aceptar que nunca en mi vida me sentiría cómodo en una pista de baile, ni aceptaría jamás una invitación a un baile—, sí recuerdo que me sentí miserable en ese momento y que los ojos se me llenaron de lágrimas cuando mis padres se detuvieron para apagar la radio y las luces del salón y, antes de dirigirse juntos a la parte posterior del apartamento» me llamaron y me recordaron que ya hacía rato había pasado mi hora de acostarme, que mi hermana llevaba varias horas dormida y que mañana era día de escuela.

Si no fuera como soy, se podría suponer que yo habría usado para mi propio beneficio esa distancia que sentía con respecto a mis padres, que me habría ido y habría hecho lo que hubiera querido, que habría cultivado mi propia independencia, que habría desaparecido por horas o tal vez me habría escapado de casa —¿se habrían dado cuenta siquiera?— o que, al menos, la historia de mi infancia se habría aventurado mucho más allá de los reflejos paternos del salón de los espejos, de acuerdo con los cuales yo me medía. Pero yo me sentía cautivado por los dos, sentía reverencia por mis padres; ellos eran los protagonistas románticos de mi propia película interior. Mi delgada y elegante madre morena era la sustituta de mi actriz favorita, Gene Tierney, y mi padre perfectamente bien vestido y más bien exótico era un segundo Valentino. También me sentí atrapado por mis padres durante el complejo encierro que prevaleció en nuestra casa durante los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando la patria de mi padre estaba aliada con los nazis y sus hermanos se habían levantado en armas para enfrentarse a la invasión de los Aliados.

Cuando estaban en público, mi madre y mi padre siempre se portaban de manera patriótica, en medio de la comunidad políticamente conservadora en que vivíamos. Al igual que los otros comerciantes de la manzana, mi padre sacaba cada mañana una bandera de Estados Unidos colgada de un asta de tres metros y medio y la ponía en un hueco en la acera, frente a la tienda. También se había unido a un grupo de ciudadanos del pueblo que vigilaban la costa durante las veinticuatro horas del día, para dar la alerta si veían señales de submarinos enemigos, y realizaba esta labor en una época en que gran número de italianos en Estados Unidos fueron declarados extranjeros enemigos y muchos fueron internados en un campo de concentración en Montana. Otros italianos que vivían en comunidades costeras en ocasiones se vieron forzados a mudarse tierra adentro y a entregar a la Guardia Costera cualquier bote pesquero que tuvieran. Uno de los que entregaron su bote y desocuparon temporalmente su casa sobre la costa del norte de California fue el padre siciliano de la estrella del béisbol Joe DiMaggio.

Aunque, hasta donde sé, el compromiso de mi padre con Estados Unidos nunca fue abiertamente cuestionado en nuestro pueblo, él siempre hablaba en público con el mismo cuidado con que se vestía y se comportaba y esto siguió siendo así incluso después de la guerra. Mi padre nunca habló directamente de la guerra conmigo, y en ese caso me sentí complacido por su indiferencia. Ya había aprendido bastante sobre la guerra en los informativos de los sábados por la tarde y gracias a dos de mis rudos compañeros irlandeses de la escuela de la parroquia. Después de que uno de sus tíos muriera en una acción de guerra como miembro de la infantería norteamericana mientras estaban atacando la zona costera de Anzio, los chicos comenzaron a referirse a mí en el patio de la escuela como «Mussolini» y «bastardo italiano», insultándome en voz lo suficientemente baja como para que las monjas no alcanzaran a oírlos; un día me siguieron a casa y me golpearon detrás de un hotel de verano que estaba desocupado, cortándome la muñeca izquierda con una puntilla larga, que dejó una cicatriz que aún hoy puedo ver.

Recuerdo que atravesé la tienda de mis padres corriendo frenéticamente, goteando sangre en la alfombra y alarmando a mi madre y a sus clientas, y no me detuve hasta que llegué a donde estaba mi padre, en la sala en la que se hacían los arreglos, donde, después de examinarme la muñeca y oír mi relato del incidente, él me consoló mientras me lavaba la herida y la envolvía con tiras de tela de hilvanar. Mi madre llegó poco después, tras dejar a sus clientas para que las atendiera la vendedora que había contratado originalmente como niñera. Aunque la consulta del médico estaba sólo a dos calles, mi madre y mi padre me llevaron en coche y, durante la semana que estuve en recuperación y no fui a la escuela, me otorgaron la atención que normalmente reservaban sólo para ellos. Al mismo tiempo, sin embargo, mi padre no quería oír más quejas de mi parte acerca de mi muñeca ni de los chicos que me habían atacado, y tampoco los acusó en la escuela.

«Olvídate del asunto», decía; «sólo tienes un rasponazo». Y más de una vez enfatizó: «No te portes como una chiquilla».

La solución de mi padre para hacerme sentir mejor fue comparar nuestras infancias de una manera que hacía ver la suya como mucho peor. Me recordaba que en 1914, cuando él tenía mi edad, su propio padre murió súbitamente de una enfermedad respiratoria poco común y para la cual no había tratamiento, dejando a su madre con la responsabilidad de educar a sus cuatro hijos. Durante los años de la posguerra en el sur de Italia los alimentos y el carbón escaseaban todo el tiempo, recordaba mi padre, y añadía que una noche particularmente helada, mientras la nieve cubría las cimas de las montañas cercanas, una manada de lobos hambrientos descendió a la aldea y aterrorizó a la gente y devoró a docenas de gallinas y cerdos, hasta que los mismos lobos fueron aniquilados por los disparos de los molestos y furiosos hombres que se subieron a los balcones y los techos de las casas. En la aldea de Maida, tal como mi padre la describía, no había manera de escapar de la ferocidad de la naturaleza salvaje y la mala suerte. Allí, la gente que vivía en las colinas se refugiaba peligrosamente a la sombra de las montañas, de cuyas alturas caían rocas durante los temblores de tierra, y abajo estaba el área costera, recuperada por los romanos y, por tanto, terreno donde había malaria, pero tal vez los aldeanos supersticiosos también la evitaban a causa de su mítica asociación con el monstruo marino de la región, Caribdis, que se comía a los marineros, además del hecho de ser el punto de entrada de las naves que históricamente habían traído a los piratas y los conquistadores que llegaron al sur de Italia. Mi padre me dijo que, durante la época que vivió en Italia, ninguno de los aldeanos caminaba por la playa ni sabía nadar, sin que tuviera que reconocer lo que yo ya sabía: que él mismo no sabía nadar, y durante los diecisiete años que viví en Ocean City, antes de irme para Alabama, creo que como familia no visitamos la playa en más de seis ocasiones. Nos sentábamos más cerca de las dunas que del agua y, después de alquilar una sombrilla y un par de sillas de lona plegables, marcadas con el nombre del concesionario, mis padres pasaban el tiempo conversando, con el vestido de baño totalmente seco y envueltos en sus batas de tela de toalla, mientras que mi hermana y yo nos arrodillábamos cerca con nuestros cubos y palas de lata, construyendo castillos y tratando de enterrar los dedos tan profundamente como podíamos para llegar al agua lodosa y sentir el suave cosquilleo de los cangrejos de arena corriendo por entre los dedos. Pero si nos atrevíamos a meternos en el agua y pararnos donde las olas se estrellaban contra nuestras rodillas, mi padre se levantaba rápidamente de su silla y venía corriendo hacia nosotros para llevarnos de nuevo hacia la playa.

Y así fue como crecí a orillas del océano Atlántico, imbuido del temor infantil de mi padre al Mediterráneo.