4.

Mañana tras mañana, a finales del verano de 1999, resistiendo todavía la tentación de viajar a China, comencé, lápiz en mano, a escribir en una libreta amarilla —o, mejor, a imprimir sobre el papel— una palabra tras otra, hasta que terminaba lo que esperaba fuera una oración comprensible y un pequeño salto hacia la terminación de mi libro. Llevaba enfrascado en este libro cerca de cuatro años. Aun teniendo en cuenta el proceso sistemáticamente lento y riguroso mediante el cual siempre había producido mis textos —un verdadero método de la Edad de Piedra que lamentablemente descubrí que era el modo que me resultaba más natural—, no podía sentirme contento con el insignificante número de páginas que había producido entre 1995 y 1999. Durante este periodo había acumulado exactamente cincuenta y cuatro páginas y media, escritas a máquina. Inicialmente todas las palabras habían sido escritas a mano, tal como expliqué, y varias habían sido borradas y reemplazadas muchas veces por otras palabras, hasta que pensaba que había terminado una oración o que una oración había terminado conmigo. Siempre sigo dándole vueltas a una frase hasta que llego a la conclusión de que carezco de la voluntad o la habilidad para mejorarla, y entonces paso a la siguiente oración y luego a la siguiente. Al final —eso puede tomar días, una semana entera— reúno suficientes frases escritas a mano como para formar un párrafo y suficientes párrafos como para llenar tres o cuatro páginas de la libreta amarilla. Ahí es cuando por lo general hago a un lado el lápiz y me paso al teclado de mi Olivetti, o de la IBM, o del Macintosh IIci, y comienzo a transcribir lo que he escrito a mano.

Si escribo las frases a doble espacio y reduzco los márgenes al máximo, puedo meter cerca de quinientas palabras en cada hoja de papel blanco Racerase, que mide 30 centímetros de alto por 21,5 de ancho. Luego saco la página del rodillo de la máquina de escribir o de la impresora del ordenador y la leo con cuidado. Si encuentro algún error tipográfico o una frase o palabra que quiero modificar, rehago la página; mientras lo hago, a menudo se me ocurren nuevas ideas que creo que deben aparecer en esta página. He ahí por qué (aunque no completamente el porqué) me ha tomado tanto tiempo reunir cincuenta y cuatro páginas y media en limpio y escritas a máquina.

También está el asunto de la investigación. Por lo menos la mitad del tiempo que le he dedicado a este libro, así como a los anteriores, se ha ido en la consecución y recolección de información que he conseguido en bibliotecas, archivos, edificios gubernamentales en los que guardan registros públicos y que he obtenido a través de distintas personas a las que he buscado y entrevistado. Creo en la necesidad del contacto directo porque, además del diálogo, me interesa hacerme una idea visual de los rasgos y gestos del entrevistado, así como tener la oportunidad de describir la atmósfera del lugar en que acontece la reunión. Sin embargo, cualquier percepción o dato valioso que obtengo de esta manera termina costándome con frecuencia considerables sumas de dinero en transporte y gastos de hotel, y en invitaciones a quienes constituyen mis fuentes, y, a menudo, lo que se dice y se ve durante esas entrevistas termina sin contribuir para nada al progreso del libro. Si le aplicaran una tarifa por hora al trabajo de conseguir datos concretos, me pagarían en centavos, no en dólares. Y no lo digo en tono de queja, ya que si lo más importante fuera tener un alto ingreso por hora, hace mucho tiempo que me habría convertido en un abogado especializado en divorcios en Beverly Hills o en un psicoanalista freudiano con consultorio en la Quinta Avenida. No obstante, es pertinente reconocer que, durante mis cuarenta años de carrera como investigador, he invertido mucho dinero en perder el tiempo.

He pasado semanas enteras negociando entrevistas con personas reticentes que, cuando por fin hablaban conmigo, no revelaban nada informativo. He viajado cientos y miles de kilómetros siguiendo pistas que, al final, no me llevaban a ninguna parte. El ochenta por ciento de la información que consigo a través de la gente termina en el cubo de la basura. No obstante, no podría haber descubierto el veinte por ciento que me resulta útil si no me hubiese abierto camino a través del otro ochenta por ciento que, en el análisis final, resulta inservible. En todo caso, a medida que me hacía más viejo —y ésta era una preocupación constante durante el verano de 1999— temía que me hubiese vuelto tan selectivo, tan cauteloso y melindroso en la manera de trabajar, que no alcanzaría a ver el final de este libro.

Mis cincuenta y cuatro páginas y media no representaban ni la décima parte de la extensión de cualquiera de los cuatro manuscritos que había completado desde que me dediqué por completo a escribir libros, a mediados de los años sesenta. El manuscrito más reciente tenía más de setecientas páginas y me llevó más de diez años la investigación —gran parte de la cual fue hecha en Italia— y redacción del mismo. Fue editado y convertido en libro, con el título Unto the Sons [A los hijos], en 1992 y contaba la historia de la decadencia, a mediados del siglo XIX, del antiguo Reino de Nápoles, en el sur de Italia, y la posterior salida de gente como mi padre, que, a los diecisiete años, abandonó su casa y a sus paisanos aficionados al fútbol para encontrar trabajo como sastre en Estados Unidos.

En 1980 terminé un manuscrito de cerca de seiscientas cincuenta páginas que trataba sobre la definición contemporánea de la moral sexual en Estados Unidos y cómo y por qué esta definición era tan radicalmente distinta de los estándares de mediados del siglo XX que se invocaban durante mi juventud. Me llevó nueve años hacer la investigación y redacción de ese libro, el cual debe su inspiración a mis épocas de monaguillo en la playa de Nueva Jersey y a los sermones dominicales del sacerdote de mi parroquia, que clamaban por la censura de novelas y películas que él creía que representaban una amenaza para la estabilidad de la vida familiar en nuestra congregación. Una de las novelas que nos dijeron en muchas ocasiones que no debíamos leer era Forever Amber, de Kathleen Winsor. Después de leerla, pensé que despertaba muchos menos ardores que la candente ficción de mi escritor favorito, Frank Yerby, cuyo nombre no aparecía en los sermones. Probablemente nuestro sacerdote no había oído hablar de él hasta que yo torpemente mencioné mi familiaridad con sus obras durante una confesión, y así fue como las novelas del señor Yerby terminaron después en la lista de libros prohibidos de nuestra parroquia, condición que, sin duda, le atrajo nuevos lectores.

En 1971, después de seis años de investigación esporádica y una labor de redacción que a menudo fue interrumpida durante muchos meses, debido a razones que se escapaban de mi control (mis fuentes estaban siendo asesinadas), entregué un manuscrito de 575 páginas sobre la familia Bonanno, los mafiosos que fueron expulsados de Nueva York a finales de los sesenta por facciones rivales de la Mafia y se vieron obligados a trasladarse a la Costa Oeste y Arizona. Antes de su dispersión, me hice amigo del hijo mayor del líder del clan Bonanno, Bill Bonanno, y fue a través de él que poco a poco fui teniendo acceso a su padre y a otros representantes de esa forma de vida solitaria y, a veces, aterradora. Bill Bonanno y yo éramos contemporáneos, había nacido en Estados Unidos y había ido a la universidad, y sus antecedentes étnicos y tradiciones familiares eran similares a los míos. Lo que nos separaba era la profesión de su padre y el deseo de Bill Bonanno de ser parte de ella. Bill Bonanno pasaría gran parte de la segunda mitad de su vida en prisión. Fue su esposa quien, educada en un convento, me sugirió el título irónico que elegí para mi libro: Honrarás a tu padre.

La discontinuidad que caracterizó mis relaciones de trabajo con Bill Bonanno y sus secuaces mientras ellos seguían absortos en el bajo mundo, el hecho de que desconociera su paradero hasta que de pronto alguno de ellos aparecía en las noticias tras ser asesinado en una emboscada, implicaron que, durante los sesenta, tuviera mucho tiempo libre para pensar en escribir sobre otros temas. El que más me atraía era la saga, que ya completaba un siglo, de The New York Times y las relaciones interpersonales de la gente que había hecho contribuciones significativas a su historia. No tengo dudas de que mi interés en este tema, e incluso gran parte de la investigación que inspiró mi manuscrito de 698 páginas —publicado en 1969 bajo el título The Kingdom and the Power [El reino y el poder]—, ocupaban un lugar prioritario en mi mente desde al menos cinco años antes de entrar por primera vez al edificio del Times en calidad de asistente, en el verano de 1953, tras graduarme en la Universidad de Alabama.

En los cuarenta, durante los años de la posguerra, mi padre le hacía los trajes a un escritor de pelo blanco y antiguo editor de la página editorial del Times llamado Garet Garrett, quien, aunque conservaba un apartamento en Nueva York, en esa época se había dedicado por completo a escribir libros en una casa más remota que tenía sobre el río Tuckahoe, en el sur de Nueva Jersey, a unos cuantos kilómetros tierra adentro de Ocean City, la ciudad turística de nuestra isla. Creo que el señor Garrett se hizo cliente de mi padre durante el invierno de 1948. En esa época yo tenía dieciséis años y, aparte de ayudar en la tienda después de la escuela, trabajaba activamente para el periódico estudiantil y, por lo general al anochecer de cada jueves, le entregaba al editor del semanario de nuestro pueblo uno o dos artículos sobre deportes y otras actividades escolares. Me habría gustado que mi padre le hubiese mencionado eso al señor Garrett; pero como no lo hizo y se suponía que yo no hablaba con los clientes, mi relación con el antiguo hombre del Times se limitaba a observarlo desde el balcón de la oficina que daba sobre el frente de la tienda. Algunas veces, cuando lograba inventarme una tarea que tenía que hacer en el primer piso, detrás de uno de los mostradores, podía escuchar disimuladamente lo que decían.

Garet Garrett era un hombre de baja estatura, delgado y locuaz, tenía una voz fuerte y, a pesar de que probablemente ya se estaba acercando a los setenta, no aparentaba ningún signo de debilidad física. Caminaba de manera vigorosa y, cuando saludaba a mi padre, que siempre dejaba lo que estuviera haciendo para recibir a Garrett en la puerta, lo hacía del mismo modo. Yo veía a muchos hombres elegantes en la tienda de mi padre, pero ninguno poseía el garbo del señor Garrett, quien me recordaba a esos ciudadanos del continente europeo cuyas fotografías aparecían con frecuencia en Esquire, una revista que nos enviaba de regalo el fabricante de telas de Filadelfia que le vendía mercancía a mi padre. Garrett llegaba por lo general a la tienda con el sombrero de fieltro ladeado con elegancia sobre la ceja derecha y algunas veces llevaba un bastón de marfil que se mecía a su lado, sostenido casualmente con la mano izquierda, la muñeca circundada por la correa de cuero unida a la empuñadura de plata del bastón. Después de que se quitaba la chaqueta para probarse algo que mi padre le estaba confeccionando, yo podía ver los gemelos que brillaban en los puños de su camisa y los tirantes de cuero bordados que pasaban por encima de sus estrechos hombros y el hecho de que sus pantalones tuvieran tres pliegues a cada lado de la cremallera. Cuando se subía a una banqueta para que mi padre le midiera las botas de los pantalones y el torso, en tanto que yo trataba de parecer ocupado mientras me inclinaba hacia delante desde el mostrador, lo escuchaba hablar de manera sofisticada sobre cosas de las que yo sabía poco; no obstante, él personificaba para mí el esplendor metropolitano al cual esperaba escaparme algún día.

Garrett se había vinculado al consejo editorial del Times durante la Primera Guerra Mundial y tenía una cercana relación de trabajo con Adolph Ochs, el propietario del Times y patriarca de la familia que, hasta el día de hoy, mantiene el control accionario del diario. Garrett parecía disfrutar recordando sus días en el Times y los comités editoriales a los que solía asistir diariamente en presencia de Adolph Ochs, y no había otro sastre en Estados Unidos al que le interesara más saber sobre Ochs y su periódico que a mi padre. Siendo un inmigrante recién llegado en los años veinte, leía cuidadosamente el Times todos los días y, con la ayuda de un diccionario que mantenía a mano, aumentaba su vocabulario, al tiempo que aprendía sobre las cosas que más les importaban a los norteamericanos. Cuando los ejércitos aliados invadieron el sur de Italia, en el verano de 1943, mi padre confió en la cobertura informativa del Times sobre las acciones militares para hacerse una idea de en qué medida estaba segura su madre viuda, que vivía con parientes y amigos en un campamento instalado en las planicies cercanas a su pueblo en la montaña, lo cual era lo más lejos que se podían ir para huir del fuego cruzado entre los soldados que combatían en las tierras altas. Los alemanes, y lo que quedaba del poco disciplinado ejército de Mussolini, todavía intentaban defender la región. Pero, según lo que mi padre podía conjeturar tras estudiar los mapas del campo de batalla que incluía el Times, con esas flechas que indicaban la dirección de los movimientos, los Aliados siempre estaban avanzando. Iban acabando con sus adversarios no sólo en tierra sino por aire y desde las naves que se acercaban a las playas y bombardeaban los puertos y colinas ocupados por los alemanes. A medida que las flechas de los mapas del Times se aproximaban cada día más y más al área donde estaba el lugar de nacimiento de mi padre, el hombre se mostraba más y más vacilante al recoger el periódico por la mañana. Sólo cuando las flechas pasaron más allá de su pueblo, llamado Maida, y se dirigieron hacia el norte, hacia Nápoles —sin que hubiese informes de víctimas civiles en su pueblo—, recuperó la compostura.

Pero meses después, cuando el Times publicó en primera página la fotografía de un monasterio que se había quemado después del estallido de una bomba, ubicado en la cima de una colina, al noroeste de Nápoles, llamado la abadía de Montecasino, se le aguaron los ojos. Esa abadía había sido un centro académico regido por los monjes benedictinos desde el siglo VI. Mi padre la había conocido cuando tenía catorce años, época en la que contempló la idea de convertirse en monje, a pesar de que su mentor espiritual en aquella época, y después a lo largo de toda su vida, fue un monje que no tenía ninguna relación con los benedictinos. El patrono de mi padre era un franciscano, un místico barbado y de hábito marrón del siglo XV, que más tarde fue canonizado como san Francisco de Paola. Dicho monje pasó algún tiempo en la aldea de mi padre y sus alrededores, meditando y levitando, curando a los paralíticos y, a veces, resucitando a los muertos, o al menos eso era lo que decían algunos testigos. Frente al lugar de nacimiento de mi padre, san Francisco de Paola construyó un santuario que ha perdurado hasta el siglo XXI como símbolo de la creencia católica en la omnipresente posibilidad de los milagros.

Mi padre rezaba diariamente frente a un retrato de san Francisco de Paola que colgaba de la pared, arrodillado en un reclinatorio que había en la sala. En el hueco de la escalera de la casa había una estatua del mismo san Francisco llevando un báculo; la estatua medía un metro con veinte y proyectaba una expresión facial que parecía oscilar entre la agonía y el éxtasis, dependiendo, me parecía a mí, de la rapidez con la que soplara la brisa marina por entre las rendijas del marco de nuestra puerta y la fuerza con que azotara el pabilo de las veladoras, que irradiaban reflejos oscilantes desde la base de la estatua hacia arriba, más allá de los pies calzados con sandalias del santo y el manto raído, hasta alcanzar la mirada vacía de sus ojos entornados, bajo la capucha que ensombrecía esa cara de barba rala. En todos mis días de católico practicante, nunca he visto una estatua o un retrato de santo más macabros que esa de san Francisco.

Lo que mi padre debía de ver era una belleza beatífica que estaba más allá de mi alcance. La creencia de mi padre en la enorme importancia que tenía la vida monástica también debe de haber influenciado sus emociones y llenado sus ojos de lágrimas el día que el Times publicó la foto de la destrucción de la abadía de Montecasino. Los norteamericanos justificaron el ataque aéreo diciendo que tenían informes de inteligencia según los cuales las tropas alemanas estaban usando la abadía como fortaleza. Estos informes resultaron falsos. Entretanto, los aviones de Estados Unidos arrojaron seiscientas toneladas de bombas sobre la abadía y sus terrenos. Fue la primera vez que los Aliados atacaron deliberadamente un sitio religioso.

Aunque los dueños del Times eran judíos, mi padre creía que era el único periódico importante de Estados Unidos que valía la pena que leyeran los católicos comprometidos. El Times cubría al Vaticano de manera extensa y respetuosa, como un Estado autónomo. Cuando el Papa enviaba un mensaje eclesiástico, el periódico imprimía todas y cada una de sus palabras.

Aparte de mi padre, en nuestra parroquia sólo había otro suscriptor del Times: nuestro pastor de origen irlandés. Aunque había visto señales de la actitud dogmática de este último hacia algunos feligreses italianos (en especial aquellos que le enviaban garrafas de vino hecho en casa en lugar de dinero en respuesta a su recaudación de fondos), él y mi padre se trataban con suma cordialidad y tenían opiniones similares acerca de los principales asuntos políticos y sociales de la época, entre ellos, la necesidad de proteger a los miembros de la iglesia del comportamiento pecaminoso que podía surgir como resultado de la distribución de películas indecentes y libros como los que yo escondía por esos días debajo de la cama.

Durante uno de sus sermones, nuestro pastor elogió al Times por publicar artículos y editoriales que llamaban la atención sobre la campaña nacional contra la pornografía que estaba liderando la Legión Católica por la Decencia. Las palabras de aprobación que mi padre le transmitió al sacerdote después de la misa me confirmaron el vínculo que existía entre ellos dos por ser suscriptores del Times, adeptos de este periódico aparentemente temeroso de Dios y ciertamente de nobles principios —fiel reflejo de lo que más tarde me di cuenta no eran más que la sensibilidad burguesa y la mojigatería sexual del espíritu guía del Times, el señor Adolph Ochs en persona—, que evitaba las tiras cómicas y publicaba todos los días cientos de miles de palabras y muchas imágenes de las cuales se había suprimido cualquier rastro de lascivia o blasfemia y atenuado el menor asomo de vulgaridad, del mismo modo que los genitales de los caballos de carreras y perros de exhibición se difuminaban con aerógrafo de las fotografías destinadas a la sección de deportes.

Las referencias al señor Ochs en las conversaciones de Garet Garrett con mi padre me dieron la idea de escribir un ensayo para la escuela sobre el propietario del Times, que murió en 1935. Me hubiera gustado entrevistar a Garrett acerca de su antiguo jefe, pero mi padre se opuso, temiendo tal vez que mi intromisión le hiciera perder un cliente. Sin embargo, yo había conservado algunas notas de lo que había oído y más tarde encontré información sobre Ochs en la biblioteca de nuestro pueblo, que en aquella época estaba ubicada en un ala del edificio de mi escuela, la Ocean City High School, en la fachada de la cual aparecía, encima de la entrada y con letras ornamentadas, las siglas de mi colegio: OCHS.

Aunque llevaba dos años y medio asistiendo a clases en ese edificio, nunca me había detenido a mirar las letras que había arriba, hasta que comencé a trabajar en mi ensayo, y, de hecho, tampoco había oído hablar nunca acerca de Adolph Ochs, hasta que ese nombre penetró en mi conciencia gracias a Garrett, en la tienda de mi padre. Pero ahora el edificio de mi escuela parecía haberse elevado en mi mente de repente, de una manera majestuosa y mágica a la vez, y mientras me sentaba en la biblioteca a reunir información sobre el señor Ochs, en biografías y enciclopedias, yo creía que estaba predestinado a escribir sobre este hombre al que, en mi ensayo de cinco páginas, llamaría «The Titan of The Times» [El Titán del Times]. Veinte años después, en 1969, pensaría que aquel esfuerzo que hice en secundaria fue la génesis de mi manuscrito de 698 páginas sobre Ochs y su dinastía. Fue editado y publicado por una compañía que se especializaba en imprimir y distribuir biblias. Los editores estaban complacidos con la idea de que yo titulara el libro The Kingdom and the Power porque, aparte del interés que pudiera despertar entre el público general, los editores creían que se podrían vender muchos ejemplares adicionales del libro a lectores de temas espirituales que creyeran por error que el libro contenía un mensaje religioso. El libro encabezó la lista de éxitos de librerías en Estados Unidos en 1970. Sin embargo, la primera vez que escribí sobre Ochs y el Times en mi ensayo de la escuela, mi maestra de Inglés me puso una nota de menos B.

Yo sé por qué me iba mal como estudiante en materias como Química y Matemáticas, clases que me parecían aburridas y enredadas, pero el hecho de recibir calificaciones mediocres en Inglés me molestaba mucho porque yo sí prestaba atención en clase y estaba interesado en el tema; y, para acabar de empeorar las cosas, el hecho de que no pudiera sobresalir en Inglés reforzaba el argumento de mi padre de que mis verdaderos talentos quizá cristalizarían algún día en mis capacidades como sastre.

Yo era su único hijo. El principal candidato a heredar su negocio, a seguir en ese oficio que había sido practicado con orgullo por algunos antepasados de su familia desde los tiempos de Napoleón en el sur de Italia. Así, en tanto que mis actividades como periodista escolar seguían absorbiendo la mayor parte de mi tiempo libre y mis resultados académicos durante el penúltimo año de secundaria cayeron más abajo del nivel exigido por el rector para obtener su recomendación de cara a ser considerado como candidato a la universidad, mi padre comenzó a insistir más en que me sentara unas cuantas horas a la semana en su taller, a practicar bajo su orientación rudimentos acerca de cómo cortar y pegar las botas de un par de pantalones, cómo hacer ojales y cómo hilvanar el forro de una chaqueta. Al menos el oficio de sastre era «algo a lo que podría recurrir eventualmente», me decía. También trataba de razonar conmigo mientras me repetía una oferta que, según debo admitir, tenía cierto atractivo en mis peores momentos de inseguridad.

«¿Acaso no te gustaría vivir en París después de terminar la secundaria?», me preguntaba. Lo único que tenía que hacer, yo lo sabía, era ir a vivir al cuarto de huéspedes del apartamento en París de un viejo primo italiano de mi padre que, después de dejar su pueblo para irse a trabajar a París como sastre en 1911, ahora era dueño de una próspera tienda en la calle de la Paix, donde yo podría trabajar como aprendiz. También me habían dicho que entre la clientela de este primo estaban el general Charles de Gaulle, varios directores y actores de cine franceses y otras personas prominentes que mi padre esperaba que me convencieran de que la profesión de sastre tenía su aspecto glamoroso. Pero después de observar a mi padre trabajando, yo sabía que el oficio de sastre era tedioso, laborioso y muy exigente físicamente, y que a menudo le producía dolores en los músculos de la espalda y los dedos. El hacía cada traje puntada a puntada, sin usar máquina de coser, porque quería sentir la aguja en sus dedos mientras penetraba en una pieza de seda o lana y se movía a la velocidad de un gusano a lo largo de la costura de un hombro o una manga. Si algo que hacía se desviaba de su definición de lo perfecto, lo desbarataba enseguida y volvía a hacerlo. Tenía la esperanza de que las prendas que creaba produjeran la ilusión de no tener costuras, de alcanzar una expresión artística con la aguja y el hilo. A pesar de lo mucho que admiraba sus aspiraciones, nunca me sentí tentado a convertirme en sastre; sin embargo, cada vez que mi padre aludía a mi posible estancia en París como aprendiz —cosa que hizo más de una vez después de que el esfuerzo y las semanas de trabajo que invertí en mi ensayo escolar me valieran sólo un menos B—, siempre lo escuchaba con respeto.

Mientras mi padre compartía mi decepción por la calificación, yo trataba de defenderme. Los estándares de redacción de mi profesora no eran necesariamente relevantes para mi futuro en el periodismo, insistía yo. Mi investigación indicaba que el gran Adolph Ochs había comenzado su carrera sin contar con el estímulo de sus maestros de Inglés; él también era un estudiante normal, cuya inteligencia y talentos sólo vinieron a hacerse visibles en un momento posterior de la vida. Él comenzó en el periodismo barriendo el suelo de un pequeño periódico en Knoxville, Tennessee. También estaba convencido —aunque mis razones se basaban totalmente en la emoción, sin tener ni un ápice de evidencia— de que la manera en que mi maestra de Inglés evaluaba mi trabajo en clase estaba influenciada por factores personales tales como el hecho de que, allá en su fuero interno, ella me odiaba o, al menos, no me aprobaba y por eso me calificaba con tanta severidad. El menos B no era la peor calificación que había obtenido en su clase. Por lo general obtenía G algunas veces D y una vez, después de que me equivocara dos veces al escribir el nombre de Shakespeare en un ensayo sobre Hamlet, una F. La mujer siempre escribía notas explicativas en la primera página de las composiciones de los estudiantes. En las mías me criticaba constantemente por hacer frases «demasiado prolijas» y «tortuosas» y, a veces, subrayaba con tinta roja algunas oraciones y escribía en el margen una sola palabra: Sintaxis. Esta palabra podía aparecer dos o tres veces en una misma página, entre signos de exclamación: ¡Sintaxis! ¡Sintaxis! ¡Sintaxis! Aunque miré en varios diccionarios lo que significaba, nunca estuve totalmente seguro de qué tenía que ver esta palabra con lo que estaba mal en mi redacción y, sin embargo, me sentía renuente a preguntarle. Ella me intimidaba de una manera muy distinta a la sensación que me producía la presencia de otros maestros. Me había cambiado a esta secundaria pública después de pasar ocho años en una escuela dirigida por religiosos y mi reacción inmediata fue la sensación de liberación. Aquí los maestros eran sobre todo protestantes y definitivamente eran menos estrictos y asfixiantemente virtuosos que las monjas que conocía. Sin embargo, en esta clase de Composición en Inglés en particular, yo me sentía aún más inseguro y aislado de lo que me sentí en otros años en la escuela de la parroquia, donde mi principal preocupación era mantener la distancia en el patio con los chicos irlandeses mayores, que a menudo atacaban a los muchachos de origen italiano en el recreo. En aquellos días los italianos constituíamos una pequeña minoría dentro de la minoría más grande de los católicos irlandeses en esta isla de Ocean City, gobernada por protestantes y fundada en 1879 por pastores metodistas. Pero mi maestra en clase de inglés había logrado llevarme a pensar que yo no era más que un extranjero y que el Inglés era mi segunda lengua. Mi posición en el periódico estudiantil y mis artículos firmados en el semanario del pueblo y, a veces, en el diario de Atlantic City —artículos que constituían en ese momento lo único que tenía para mostrar las capacidades que pudiera poseer— nunca generaron una palabra de estímulo de parte de mi maestra, ni ella me los mencionó jamás en privado, antes o después de la clase. No podía creer que nunca los hubiese visto impresos, ni que ella guardara silencio porque considerara que no tenían nada que ver con mi trabajo en su clase. Continuamente me repetía que, independientemente de la mala opinión que pudiera tener del periodismo, o de la poca consideración que le inspiraran esos editores que pensaban que mis artículos eran publicabas, su omisión en esta situación seguramente estaba relacionada con una animadversión personal, aunque más allá de eso no sabía qué pensar. O, mejor, lo que pensaba sólo empeoraba mi frustración y confusión. Creo que, de una extraña manera —extraña para todo el mundo, excepto para el tipo de adolescente que era yo en ese momento y lugar, un muchacho de dieciséis años con acné, que estaba en la cúspide de la ignorancia y el asombro con respecto a las mujeres—, yo estaba enamorado de ella.

Cada tarde me sentaba a esperar ansiosamente a que ella entrara a la clase. Era una rubia delgada y de ojos azules, que daba pasos largos y mantenía la cabeza en alto y que a menudo usaba ajustados trajes sastre de Weed que acentuaban su figura. Apenas pasaba de los veinte y tal vez ésta era la primera vez que daba clase a un grupo de adolescentes, lo cual podría explicar por qué parecía tan tensa y, a veces, tímida, y por qué siempre se apresuraba a afirmar su control sobre los estudiantes, que probablemente sólo tenían cinco o seis años menos que ella. Había llegado a la clase como maestra sustituta, en reemplazo de un viejo y achacoso profesor veterano, cuya extensa popularidad entre los estudiantes se apoyaba en su naturaleza generosa a la hora de calificarlos, pero, para mi desgracia, este caballero con problemas coronarios nunca pudo recuperar la salud ni regresar a la clase de Composición en Inglés. Renunció poco antes del comienzo de mi penúltimo año y, debido a problemas de horario y otros asuntos, los maestros más experimentados que podrían haberlo reemplazado no tenían tanto tiempo ni flexibilidad como esta adorable recién llegada a la planta de profesores, que rápidamente se convertiría en la fuente de mis fantasías románticas y mi sufrimiento.

Mis dificultades comenzaron desde el día de su llegada. La clase estaba programada inmediatamente después del almuerzo. Mientras que muchos conversábamos en nuestros asientos, en espera de la llegada del nuevo maestro, otros compañeros estaban asomados a las ventanas abiertas, llamando a los amigos que entraban en ese momento al edificio desde la calle. Era un cálido día de septiembre y la brisa que soplaba desde la playa traía hasta el aula el olor salitroso del mar, lo cual despertaba en nosotros una vaga sensación de verano.

Cuando sonó la campana y todo el mundo se apresuró a sentarse en su sitio, entró nuestra profesora, sonriendo. No dijo nada mientras inspeccionaba el lugar. Llevaba un vestido amarillo de lino, de manga corta, y el cabello rubio recogido atrás, con una cinta de terciopelo azul; tenía la cara y los brazos bronceados y, comparada con las profesoras tan poco atractivas a las que estábamos acostumbrados a ver, ella resplandecía con la incandescencia de una estrella en ciernes en un musical de la MGM. Dos chicos que estaban sentados en la última fila, uno a cada lado de mí, comenzaron a silbar.

Ella se quedó tiesa. Su sonrisa desapareció. Rápidamente se volvió hacia la parte posterior del aula, se puso de puntillas para ver mejor y preguntó con irritación: «¿Quién ha silbado?».

Parecía estar mirándome directamente a mí. Yo me deslicé en mi asiento, con la cabeza gacha, y me puse a examinar mis zapatos, un par de mocasines de cuero que había lustrado la noche anterior. De repente entendí que me había convertido en el principal sospechoso y, si no aclaraba las cosas rápidamente y mis padres llegaban a tener noticia de esta falta de discreción, sería muy incómodo para ellos, en especial para mi padre, mi padre devoto de la Legión Católica por la Decencia, el único italiano en nuestro pueblo que usaba traje y corbata y era respetado hasta por los protestantes. Y sin embargo sabía que no podía delatar a los dos amigos que estaban sentados a mi lado. Uno era el nuevo quarterback del equipo de fútbol americano. El otro era su receptor favorito. Yo siempre me sentaba entre los jugadores titulares, en las últimas filas de la clase, pues ésa era una de las compensaciones que obtenía por ser su cronista y, ocasionalmente, su relaciones públicas.

«¿Quién ha silbado?», repitió la maestra.

Mantuve la vista hacia abajo y no miré a los lados, lo cual podría haber implicado a mis amigos. El resto de la clase, enfrente de nosotros, también permaneció en silencio. Mientras los segundos transcurrían, yo podía oír los pies de la maestra golpeando el suelo con impaciencia, unas cuantas moscas sobrevolando el aula y los crujidos de un pupitre que se mecía bajo el peso de un estudiante nervioso. Pero los dos culpables sentados junto a mí permanecieron perfectamente inmóviles y silenciosos, pues me parecía que no movían ni un músculo y ni siquiera podía oírlos respirar. Me sorprendió que no terminaran levantándose, diciendo la verdad y aceptando las consecuencias. ¿Qué podría haberles hecho la maestra a ellos? El entrenador los habría protegido. La temporada apenas comenzaba y eran indispensables para el ataque aéreo del equipo. Pero los dos simplemente se quedaron sentados y mudos en el aula, como el resto de nosotros, mezclándose con los demás, aparentemente temerosos de la presencia de esta delicada maestra. No muy buen presagio para la temporada deportiva que se acercaba.

«Muy bien, sigamos», dijo ella con un suspiro, aunque parecía seguir con la mirada fija en mí. «Es triste pero evidente que hay alguien entre nosotros que no está dispuesto a asumir su responsabilidad. Pero que esto sea una advertencia para todos ustedes. Si alguna vez llego a atrapar a alguien silbando, será motivo de expulsión inmediata. ¿Está suficientemente claro?»

Hubo gestos de asentimiento y murmullos de acuerdo de mi parte y del resto de estudiantes, entre ellos los jugadores de fútbol.

«Esto es un aula de clase», siguió diciendo la maestra, «y aquí vamos a mantener un comportamiento apropiado…».

Después de más gestos de asentimiento por parte de los estudiantes, avanzó hacia el escritorio que había al frente de la clase se presentó después de sentarse y luego procedió a hacer un esbozo de los temas que cubriríamos en esta asignatura de Composición en Inglés que, en los meses que siguieron, me produciría tan pocas alegrías.