En realidad, después de que perdí las esperanzas de que Time Warner cubriera los gastos de mi potencialmente infructuosa búsqueda en China, dejé pasar casi tres meses antes de meterme la mano en el bolsillo para pagar el viaje, el cual decidí no comentar con nadie, ni siquiera con mi esposa, hasta el día de partir (martes 12 de octubre de 1999).
No es que estuviera eludiendo la reacción de mi esposa. Dudo que, después de cuarenta años de familiaridad marital con mis distintos impulsos y veleidades aventureras, ella pudiera pensar que me había vuelto loco. Más bien era yo mismo quien tenía reparos acerca de mis motivos. ¿Realmente creía que se trataba de una historia en la que valía la pena involucrarme? ¿O tal vez sólo estaba buscando en Liu Ying una especie de musa, una figura atractiva en medio de un espejismo, que inspiraría mis vagabundeos por China continental, mientras evadía las obligaciones profesionales más apremiantes que me esperaban en casa, sobre mi escritorio, donde estaba luchando con un libro? Me decía que, cuando un escritor tiene un bache creativo en su trabajo, por lo general puede ser muy creativo a la hora de encontrar maneras de escapar de él.
Así que a finales de julio, después de que Time Warner rechazara gentilmente mi idea, decidí tratar de olvidarme de Liu Ying y someterme al horario de trabajo que siempre trato de seguir cuando estoy escribiendo un libro en mi casa de Nueva York o en la de Nueva Jersey, una inmensa casa de playa victoriana adaptada también para el invierno, a la cual voy con frecuencia, con o sin mi esposa, cuando visito a mi madre, que vive cerca y que, a su avanzada edad, ya no quiere conducir su propio coche por las noches cuando sale a un restaurante o al casino, aunque no por ello se le han quitado las ganas de salir. Así que voy y le sirvo de conductor y acompañante.
Cuando estoy escribiendo, todas las mañanas, alrededor de las ocho, ya estoy en mi escritorio, con una bandeja de muffins y un termo lleno de café caliente al lado, y trabajo durante cerca de cuatro horas; después salgo a comer algo rápido de almuerzo en una cafetería y rápidamente juego tal vez uno o dos sets de tenis. Hacia las cuatro de la tarde estoy de regreso en mi escritorio, para revisar, descartar o completar lo que escribí por la mañana. A las ocho de la noche comienzo a contemplar la relajante y deliciosa posibilidad de tomarme un dry martini antes de la cena.
Cuando estoy en casa, ya sea en Nueva Jersey o Nueva York, trabajo en una habitación sencilla, detrás de un escritorio en forma de U compuesto de tres mesas pegadas en ángulo recto, y me siento en una silla giratoria de respaldo duro, que tiene apoyabrazos y meditas, y, cuando me muevo, las rueditas (ya sea en Nueva Jersey o en Nueva York) producen exactamente el mismo ruido. En los dos sitios, las paredes del cuarto de trabajo —o, mejor, las paredes que quedan a los lados y al frente del escritorio— están cubiertas por láminas aislantes de poliestireno, que tienen tres metros de largo por sesenta centímetros de ancho y una pulgada de espesor; en mi opinión, estas láminas de poliestireno sirven mucho mejor como tablón que esas láminas de corcho con marco de madera que por lo general venden en los almacenes. Cada lámina cuesta alrededor de tres o cuatro dólares —lo cual es mucho más económico que una lámina de corcho de las mismas dimensiones, que cuesta alrededor de veinte o treinta dólares, o más—, y aparte de ser lo suficientemente liviana como para poder fijarla a la pared con cinta adhesiva y tal vez un par de chinchetas, una lámina de poliestireno es más blanda que el corcho y más fácil de penetrar con los alfileres que uso cuando pego notas con instrucciones o para acordarme de algo o, en esas raras ocasiones en que el trabajo está fluyendo, las múltiples páginas del manuscrito, llenas de una prosa en limpio, que cuelgan sobre mi cabeza como una cuerda de ropa blanca recién lavada que revolotea ligeramente a causa del aire producido por un ventilador lejano.
La mayor parte de los útiles de escritorio y máquinas con las que trabajo en Nueva Jersey y Nueva York son parejas idénticas; cada vez que veo cosas que me gustan y necesito, y también cuando pienso en el día en que esas cosas sean consideradas obsoletas o dejen de fabricarlas, invariablemente compro dos de cada una: una para cada casa; así que hoy día tengo parejas de ordenadores, impresoras, máquinas de escribir, fotocopiadoras, cubos de basura, sacapuntas y bolígrafos iguales, así como de otros elementos de uso regular, como afeitadoras eléctricas, raquetas de tenis, batas, camisas y pares de zapatos. Al ser de naturaleza impetuosa, alguien que a menudo se desvía de los planes de viaje previamente fijados y cuya tendencia a llenar de más la maleta se ve compensada por la falta de pasión por cargar equipaje, me consuelo pensando que, al menos cuando viajo entre Nueva Jersey y Nueva York, sólo tengo que llevar las llaves de la casa. Pero como rara vez me deshago de algo, excepto de las páginas que escribo, vivo rodeado en estas casas de cosas que ya no se fabrican ni se venden y que, en algunos casos, no sirven, como una lámpara de escritorio con el interruptor oxidado que tengo en Nueva Jersey.
Aunque mis máquinas de escribir manuales marca Olivetti, compradas durante los años cincuenta, están llenas de golpes y un poco desajustadas, después de haber martillado más de un millón de palabras a través de kilómetros y kilómetros de cinta envuelta en un carrete (también he fijado varias letras sueltas a sus brazos, con trozos de hilo dental), todavía sigo usándolas a veces, gracias al atractivo estético de sus fuentes tipográficas, cuya configuración clásica se impone sobre todas y cada una de las palabras. Pero los teclados Olivetti se caracterizan por ser duros, cosa que encuentro fatigosa después de más de una hora de escribir. Así que a fines de los setenta, motivado por un caso leve de artritis digital, compré un par de máquinas eléctricas IBM, que ofrecían más velocidad y suavidad; también venían equipadas con una serie de esferas de caracteres intercambiables, que me brindaban la oportunidad de perder el tiempo jugueteando con mis frases y oraciones, mientras volvía a escribirlas en letras de distintos estilos que yo creía que a menudo reflejaban mis cambiantes estados de ánimo, desde la serenidad de la «Script» hasta la firmeza de la «Boldface».
En 1988, influenciado por amigos escritores que afirmaban que es más fácil escribir cuando se usa un procesador de palabras, adquirí a través de mi editor, a un precio reducido dos Macintosh 512K y me matriculé en algunos cursos introductorios sobre la nueva tecnología que ofrecían varios jóvenes universitarios que hacían visitas a domicilio y al parecer no tenían ambiciones profesionales al respecto.
En pocos meses, sin embargo, mi vista parecía estar flaqueando (ya no podía leer los promedios de bateo del béisbol que aparecían en las páginas deportivas en una letra especialmente pequeña) y, aunque inicialmente le atribuí esta dolencia a mi avanzada edad, también comencé a culpar de ella a las horas que pasaba frente a la parpadeante luz de las pantallas de los Macintosh 512K. Además, estas pantallas eran bastante pequeñas, con un área de visión de quince centímetros por diecinueve, no mucho más grandes que una postal. Como persistían las dificultades al leer mis propias palabras en la pantalla, aun después de aclimatarme a mi primer par de gafas graduadas, decidí cambiar mis 512K por los Macs de pantalla grande que aparecían anunciados ampliamente en los periódicos. Pero los encargados de la tienda de informática a los que consulté dijeron que no podían darme nada por mis 512K. Estas máquinas no tenían ya ningún valor, me dijo un hombre, que agregó que los usuarios habían comenzado a considerarlos obsoletos desde hacía cerca de dos años y que no creía que quedara todavía gente que los usara.
Molesto conmigo mismo por la inconsciencia y la torpeza de haberme lanzado a la era de los ordenadores con un equipo anticuado, que hacía sólo unos meses pensaba que había tenido la suerte de comprarle a un precio excepcional al, sin duda, turbio distribuidor de mi editor, me negué tercamente a invertir en equipos nuevos, a menos que recibiera alguna compensación económica por mis supuestamente inservibles 512K. Así que, durante la mayor parte de los tres años siguientes, el par de ordenadores permaneció intacto sobre mis escritorios de Nueva Jersey y Nueva York, acumulando polvo.
Sin embargo, también me preocupaba mi resistencia a actualizarme. Con frecuencia me veía como una especie de representante del ludismo[4], un reaccionario anticuado y estancado, y este sentimiento se hacía más evidente cuando estaba en compañía de otros escritores que hablaban con excesivo entusiasmo de los sofisticados ordenadores que acababan de adquirir y que prácticamente estaban escribiendo los libros por ellos; incluso mi esposa, con quien supuestamente compartía la clásica creencia en el valor duradero de la labor literaria que se desarrolla lentamente y con paciencia, estaba ahora deslumbrada con la velocidad y la sencilla eficiencia de la última tecnología con que contaba su oficina, y a la que ella se había entregado con la devoción y la alegría que a menudo se asocia con las conversiones religiosas que ocurren en una etapa avanzada de la vida.
La empresa también le dio equipos e impresoras extra para que los usara en casa por las noches y los fines de semana, lo cual hizo necesario que instaláramos en cada casa una línea telefónica adicional. Cada vez que viajaba a nivel nacional o al exterior —a convenciones de ventas en Florida o Arizona en invierno, o a las ferias del libro europeas en otoño—, incluía en su equipaje de mano un delgado y estilizado ordenador portátil, cuya pantalla, según me di cuenta la primera vez que lo vi, era considerablemente más grande que la de mis Macintosh 512K. Pero el portátil que usaba para los viajes, así como el equipo que le había dado la empresa y llenaba ahora sus estudios de Nueva York y Nueva Jersey, eran demasiado complicados y sofisticados para pedírselos prestados, pues no habían sido fabricados por Macintosh y, en todo caso, estaban más allá de mi paciencia y las limitadas habilidades técnicas que había logrado aprender después de leer y releer el manual que mantenía al lado de mi escritorio, Macs for Dummies.
Sin embargo, en 1992, cerca de cuatro años después de haber comprado los 512K —los cuales, a propósito, volví a empacar hace poco en sus cajas originales para guardarlos debajo de mi escritorio—, finalmente invertí en un par de ordenadores modernos, del modelo Macintosh lid. Una de las cosas que motivó esta compra, hasta cierto punto, fue el sustancioso cheque de royalties que recibí esa semana desde Tokio, enviado por un editor japonés que, a comienzos de los ochenta, decidió traducir un libro mío acerca de las prácticas sexuales de los norteamericanos, el cual predijo que se convertiría en un eterno éxito de ventas en su país porque hacía que los japoneses se sintieran moralmente superiores. La primera vez que vi el Macintosh IIci estaba comprando pelotas de tenis en un centro comercial de Nueva Jersey. Lo exhibían en la vitrina de una tienda de informática, junto a un cartel con una frase elogiosa de un escritor ganador de un Premio Pulitzer que yo conocía. El administrador de la tienda me permitió sentarme frente al modelo que tenían expuesto y escribir durante un rato, y lo que me gustó del Macintosh IIci fue, claro, su pantalla grande (el doble de la de los 512K) y también el hecho de que ofrecía una variedad de fuentes tan abundante como los sabores de los helados Baskin-Robbins.
Así que dispuse que llevaran un Macintosh IIci a cada una de mis residencias, sin que, hasta el momento en que los pusieron en su lugar, me diera cuenta de que los ordenadores dominaban mis escritorios con su extendido volumen, que ocupaban todo el espacio, lo cual me obligó a reorganizar las otras cosas que antes me rodeaban (la Olivetti, la IBM, la fotocopiadora Canon, las pilas de papel Racerase, las filas de vasos de plástico que contenían clips, gomas elásticas, grapas y alfileres), con el fin de acomodar las múltiples partes que componían los nuevos equipos: el disco duro, encerrado en una pesada caja metálica gris, cuya parte superior era plana y recordaba un portaaviones; una impresora cuya parte posterior bajaba sesgada y el teclado con su cordón de espiral, ambos conectados al disco duro; el ratón con su larga cola, que iba unido al teclado; los listones de fieltro verde que servían para levantar las muñecas e iban en la parte frontal del teclado y la suave almohadilla para apoyar el ratón, cuyos ángulos buscaban proteger al usuario de distintas dolencias del carpo. La parte más importante de los ordenadores, la cual puse en el centro de mis mesas en U, era una caja metálica beige y jorobada, y tenía en la parte frontal una pantalla de vidrio de forma rectangular que a mi modo de ver reflejaba mi buena adaptación a todo lo que era contemporáneo y técnicamente avanzado en Norteamérica.
Pero la verdad es que, una vez pasó la novedad de ser el dueño de estos nuevos equipos, cosa que sucedió en el transcurso de un mes, tal vez los usé menos de lo que lo hicieron mis hijas y sus compañeros, que ocasionalmente venían a cenar a Nueva York y pasaban fines de semana en la casa de la playa de Jersey. No estoy diciendo que haya abandonado completamente este modelo, como sí abandoné los 512K, porque con cierta regularidad recurro a ellos (así como a la IBM y la Olivetti) para usarlos como simples máquinas de escribir, aunque no los utilice realmente como instrumentos de mi trabajo como escritor. Me sigue gustando jugar con las múltiples fuentes del Macintosh mientras escribo, en letras de distintos tamaños y estilos, mi correspondencia personal, mensajes de fax, listas de compras, etiquetas para marcar carpetas, notas con instrucciones para mensajeros y esbozos de escenas y situaciones que pueden aparecer en un futuro capítulo de mi libro. Ser dueño de un par de Macintosh también me permitió almacenar gran parte de mi material de investigación en uno o dos disquetes, tan delgados como una galleta de jengibre, que podía cargar fácilmente en el bolsillo delantero de la chaqueta mientras viajaba entre Nueva York y Nueva Jersey.
No obstante, en 1998, después de que un amigo de mis hijas que sabía mucho sobre ordenadores me dijera que mi Macintosh lid ya era una antigüedad sin ningún valor y agregara que Macintosh acababa de presentar el maravilloso iMac —que era superior en todos los sentidos a todo lo que se conseguía actualmente en el mercado—, mi reacción a la información de este joven fue de absoluta indiferencia. Yo ya había comprado mi último ordenador. Pensé que la nueva tecnología envejecía tan rápidamente que siempre estaba al borde de convertirse en una mera contradicción de términos… y recordé, una vez más, que el asunto no me interesaba. Me había reconciliado con la idea de aceptar lo que había experimentado a lo largo de toda mi vida laboral: que si realmente era capaz de escribir algo bueno, lo más probable es que lo hiciera a mano, en un bloc a rayas de páginas amarillas y con un lápiz.