Los Yankees que yo miraba jugar contra los Mets por televisión esa tarde de julio de 1999 no jugaban como los campeones mundiales que habían sido el año anterior, cuando el equipo ganó ciento catorce partidos y aplastó a los San Diego Padres en la Serie Mundial. Ese sábado en particular, mientras los Yankees aventajaban a los Mets 6 a 4 al final de la séptima entrada, un lanzador de relevo de los Yankees llamado Ramiro Mendoza le regaló un doble al jugador Rickey Henderson de los Mets y luego, después de una base por bolas a John Olerud, el catcher de los Mets, Mike Piazza, bateó una bola por encima de la pared del jardín izquierdo del Shea Stadium y de repente los Yankees se vieron perdiendo 7 a 6. Mientras yo negaba con la cabeza, el televisor resonaba con las ovaciones de los seguidores de los Mets y la pantalla mostraba la imagen del corpulento Piazza recorriendo las bases con los puños apretados.
Como si eso fuera poco, mi teléfono empezó a sonar. Con la esperanza de que mi esposa, que estaba arriba, interrumpiera su lectura para contestar, lo dejé insistir un rato. Finalmente contesté. Era mi compañero de tenis, que se suponía que vendría a recogerme en un taxi para ir a nuestro partido de dobles en el Central Park, pero que ahora me decía que quedaba cancelado: se había lastimado el tobillo derecho hacía unas horas al caerse en la Avenida Lexington mientras hacía un recado con su esposa, dijo, y agregó que me había llamado dos o tres veces para decírmelo, pero que mi teléfono siempre estaba ocupado. (Más tarde me enteré de que mi esposa había estado hablando largamente y con mucho entusiasmo desde la extensión que había en la habitación con un agente literario de Connecticut que representaba al autor con cuyo manuscrito habíamos dormido la noche anterior.)
Quedé decepcionado por lo del tenis, pues tenía la ilusión de hacer un poco de ejercicio y practicar mi servido lanzando la bola un poco más alto. El lento juego entre los Yankees y los Mets, en el que se habían marcado múltiples carreras, ya llevaba casi cuatro horas, sin atisbo de descanso entre los lanzadores de reserva de ninguno de los dos equipos. Los tres jugadores de los Mets que habían trabajado en la octava y novena entradas habían puesto hombres en las bases, mientras que los Yankees habían sumado dos carreras para recuperar el liderazgo, 8 a 7, que fue el marcador que se mantuvo cuando los Mets llegaron a batear, al final de la novena entrada. Uno de los locutores dijo que el cuarto lanzador de la tarde por parte de los Yankees sería Mariano Rivera. Él era, tal vez, el mejor relevista en béisbol y yo estaba seguro de que pronto estaría confundiendo a los bateadores de los Mets con su velocidad y probablemente aseguraría la victoria.
Mientras Rivera caminaba hacia el montículo para hacer sus lanzamientos de calentamiento y la televisión inundaba a la audiencia con anuncios, cambié de canal con impaciencia, para ver qué tal iban los equipos de fútbol femenino de China y Estados Unidos en el Rose Bowl y cómo le estaba yendo a Mia Hamm, la atractiva estrella de Estados Unidos, en su intento por estar a la altura de la histeria de los medios de comunicación, que prácticamente equiparaban sus cualidades atléticas con las de Michael Jordan. Aunque hasta ese momento, como ya sugerí, no sentía más atracción por el fútbol femenino que por el tiddlywinks, recientemente había leído en la sección deportiva unos cuantos artículos sobre Hamm y sus compañeras de equipo; en la televisión, en un anuncio de Gatorade que repetían con frecuencia, ella aparecía ganando a Michael Jordan en varias actividades deportivas bajo techo y al aire libre, todas ellas acompañadas por el sonsonete «Cualquier cosa que tú hagas, yo la puedo hacer mejor»[2].
Adicionalmente, esta final del Mundial entre China y Estados Unidos se estaba presentando subliminalmente no sólo como el desenlace del Mundial de fútbol femenino sino como una confrontación directa entre las hijas de dos naciones rivales, que en ese momento estaban enfrentadas por una serie de reclamaciones gubernamentales. Con frecuencia ocurre que los atletas terminan reclutados involuntariamente para defender los intereses militares y políticos de sus países y que son llamados a transformar la atmósfera de los campos deportivos en la de un campo de batalla y a ayudar a hacerle propaganda a una causa ganando, y eso era particularmente cierto ese verano con respecto a las jovencitas que formaban parte del equipo de fútbol de China.
A comienzos de mayo, un avión de guerra americano bombardeó la embajada china en Belgrado mientras participaba en la ofensiva de la OTAN contra los serbios en Yugoslavia, lo cual dejó numerosos heridos, tres muertos y veintiocho millones de dólares en daños y pérdidas materiales. Aunque el gobierno de Estados Unidos afirmó que el ataque fue un accidente, un objetivo involuntario seleccionado en un mapa desactualizado, los chinos reaccionaron de inmediato movidos por la incredulidad y atacaron la embajada de Estados Unidos en Pekín con piedras y cócteles molotov, lo cual causó un incendio y más de dos millones de dólares en daños. Desde antes de eso y hasta ese día, las dos naciones se habían venido cruzando acusaciones y contraacusaciones acerca de temas como espionaje, violaciones a los derechos humanos, infracciones a la propiedad intelectual, imperialismo, intransigencia, desconocimiento de la verdad tal como cada gobierno la veía, y en ambas partes reinaba una animosidad matizada por lo que el otro creía que era hipocresía: un dedo acusador que se levantaba desde el Oeste señalaba la causa de los espiritualistas de Falun Gong y el Dalái Lama y las amenazas comunistas contra la seguridad de Taiwán; mientras que desde Pekín se levantaba un dedo acusador que señalaba al gobierno de Estados Unidos por la destrucción de la secta de los Branch Davidians, por la larga historia de prejuicios y opresión contra las minorías, comenzando con los indígenas de Norteamérica, y por el prolongado embargo sobre Cuba, que hada sufrir al pueblo de la isla.
Lo que todo esto significaba para el equipo femenino de China era más presión para que derrotaran a las norteamericanas durante su visita a Estados Unidos o, tal vez, incluso la anulación de su oportunidad de competir en Estados Unidos si los directivos del Partido chino decidían suspender su viaje a modo de gesto político que mostrara su animadversión. Con seguridad esto no era lo que querían los patrocinadores norteamericanos del Mundial de fútbol femenino de 1999. Este evento tenía lugar cada cuatro años en distintos países —era como las Olimpiadas, pero nunca coincidían en el mismo año— y en 1999 el país anfitrión era Estados Unidos. Habían invitado a equipos que representaban a dieciséis países, elegidos de entre más de sesenta naciones con programas bien organizados, y los dieciséis invitados habían demostrado previamente su superioridad al avanzar a lo largo de varias rondas de clasificación en sus respectivas regiones. En Estados Unidos estarían inmersos durante tres semanas en un torneo que se componía de treinta y dos partidos a disputar en distintos estadios de Estados Unidos, tanto en la Costa Este como en el Medio Oeste y el Oeste; por ejemplo, en el estadio de los Giants en las Meadowlands de Nueva Jersey, en el Soldier Field de Chicago, en el Spartan Stadium de San José. De estos partidos saldrían los dos equipos con mejores resultados, los cuales tendrían el derecho a enfrentarse mutuamente por el título en el Rose Bowl de Pasadena.
Aun antes de que comenzaran los partidos, la mayoría de los periodistas deportivos y los aficionados al fútbol femenino coincidían en que, en general, los dos mejores equipos de la competición eran los de China y Estados Unidos; y aunque los promotores del torneo celebraban en privado la tensión política que existía entre los dos países, pues pensaban que era un factor que podía contribuir a aumentar el rating de la transmisión por televisión y la venta de entradas en los ocho estadios elegidos como sedes de los partidos, había mucho nerviosismo ante la idea de que los chinos no se presentaran. Esto presagiaba no sólo la disminución de las ganancias y el interés de los medios, sino el hecho de perder la oportunidad de destacar el talento superior de las mujeres asiáticas, que estaban ávidas de competir y que, al mismo tiempo, compartían las aspiraciones de los promotores de llevar el fútbol femenino a un nivel más alto y aumentar sus posibilidades de comercialización global. A través de intensas rivalidades, todos buscaban conseguir más apoyo financiero de los gobiernos y la industria (en especial de las empresas que manufacturaban productos para mujeres) y también atraer la atención de un mayor número de aficionadas que se involucraran emocionalmente (incluidas las llamadas soccer moms[3] y las escolares) y se identificaran con este deporte y lo apoyaran como una celebración de la agilidad, la resistencia, la fuerza y la energía femeninas.
Después de algunos días de incertidumbre, a comienzos de junio las chinas obtuvieron el permiso de sus líderes en Pekín para seguir con sus planes de viaje a Estados Unidos. Y, tal como se esperaba, triunfaron sobre todos los equipos con los cuales jugaron, derrotando sucesivamente a las mujeres de Suecia, Ghana, Australia, Rusia y Noruega, partidos en los que se presentaron ante inmensas multitudes en Portland, Oregón y San José, en las Meadowlands de Nueva Jersey y en Foxboro, Massachusetts. Entretanto, las norteamericanas también salieron invictas, después de vencer a Dinamarca, Nigeria, Corea del Norte, Alemania y Brasil.
Y así los promotores obtuvieron finalmente lo que querían, que era lo más parecido a convertir el Mundial de fútbol en una especie de confrontación de la Guerra Fría con un poco de sex appeal, una batalla entre grupos de jóvenes atletas con buen físico y con el pelo a lo pajecito, o corto o recogido en una cola de caballo, vestidas con pantalón corto y camisetas numeradas y con bonitas piernas. Los uniformes del equipo de Estados Unidos eran blancos con rayas rojas y las jugadoras calzaban zapatillas de cuero negro que ostentaban el logotipo de Nike y que, tal como rápidamente tendría oportunidad de ver en la pantalla de televisión cada vez que una norteamericana era tumbada mientras luchaba por el balón, tenían tacos rojos. Las chinas vestían uniformes rojos con adornos en blanco y, al igual que las norteamericanas, llevaban en el lado izquierdo de la camiseta el emblema nacional y, en el derecho, el logotipo del fabricante del uniforme, que, en el caso de China, era Adidas.
Gracias a las políticas comerciales de Deng Xiaoping, que se convirtió en el líder del Partido en 1978 (dos años después de la muerte de Mao) y proclamó: «Enriquecerse es glorioso», desde hacía muchos años se distribuían y fabricaban en China muchos productos de conocidas marcas de Occidente. Sin embargo, en 1999, cuando esta nación de mil trescientos millones de personas estaba a punto de celebrar el medio siglo de vida bajo el régimen comunista —que fue inaugurado por la entrada triunfante de Mao a la plaza de Tiananmen en octubre de 1949—, China estaba lejos de ser rica; había leído en una revista que, en 1999, China todavía era más pobre que cualquier otro país no comunista del oriente asiático y que si uno viajaba una hora desde cualquier pueblo chino sentía que entraba a una escena rural que podría pasar por «medieval». No obstante, la prensa de Occidente afirmaba que las principales ciudades de China se estaban convirtiendo rápidamente en imponentes templos de la modernidad, con rascacielos coronados con pagodas, con hoteles de cinco estrellas y con centros comerciales que ofrecían tiendas de los diseñadores más famosos del mundo, máquinas de capuchino, lo último en programas para ordenador y discos compactos y las mayores franquicias de restaurantes de comida rápida.
Sólo en Pekín había ahora seis Pizza Hut, treinta y tres Kentucky Fried Chicken (en las calles de la capital había más imágenes del Coronel Sanders que del presidente Mao) y cincuenta y siete McDonald’s. Ahora era posible subir a la Gran Muralla China en un ascensor como el de las pistas de esquí y bajar por toboganes; recorrer el Palacio Imperial guiado por la voz grabada de Roger Moore; caminar por los parques acompañado de los sonidos de intérpretes de erhu, el llamado violín chino de dos cuerdas, y de equipos de sonido que resonaban con la música de los Back Street Boys, y desplazarse a través de las congestionadas calles de la ciudad, que hierven con enjambres de ciclistas, limusinas de matrículas diplomáticas con bandereas en los guardabarros, conductores de rickshaws a pedal y cualquiera de la media docena de caros deportivos italianos que fueron vendidos el año anterior en el concesionario que abrió recientemente Ferrari en Pekín.
«Sin contradicciones, nada existiría», escribió Mao. Pero lo que yo creía estar viendo mientras seguía observando por televisión la final de fútbol femenino desde el Rose Bowl —a las jugadoras chinas corriendo de un lado a otro del terreno de juego, presionando y estrellándose contra las norteamericanas, quienes, a su vez, también las presionaban y empujaban— no cabía en la categoría de contradicción maoísta sino que más bien era una visión contrastada y actualizada de esa clase de mujeres chinas que Mao imaginó alguna vez sosteniendo la mitad del cielo. Estas modernas chinas trotamundos y calzadas con zapatillas, que terminaron finalistas en el Mundial de 1999, eran, en algunos casos, las nietas o bisnietas de mujeres que solían caminar con dificultad por su tierra natal sobre pies vendados y, por lo tanto, deformados. Estas jugadoras de fútbol eran, en un sentido histórico, parte de una larga marcha que aún continuaba, un gran salto hacia adelante para entrar en el siglo XXI, donde serían las futuras madres de una superpotencia floreciente y técnicamente avanzada, cuyos competitivos genes podrían ser el epítome de la energía y la decisión con las cuales las nuevas generaciones de chinos tal vez se enfrentarían con los norteamericanos para borrarse mutuamente del mapa.
Aunque hasta ahora el marcador seguía a cero y las reglas y estrategias de este deporte me confundían, en el Rose Bowl había algo lo suficientemente atractivo como para demorar mis deseos de cambiar de canal y volver con los Yankees. Algo había atraído mi curiosidad. Sentado frente a la pantalla del televisor, observando a las jugadoras en acción, sin entender plenamente la complejidad de sus movimientos, no dejaba de preguntarme qué era lo que no estaba viendo y que a su vez despertaba entre el público constantes ovaciones de aprobación o suspiros de lamento. Lo que yo podía ver, o creía poder ver, aumentando a lo largo del césped del estadio bañado por el sol, era el sudor que empapaba los uniformes rojos y blancos de estas mujeres que perseguían el balón y se arremolinaban enérgicamente alrededor de él, entrelazándose con frecuencia por las extremidades y a veces incluso por las colas de caballo. Con sus pies enfundados en suave cuero, las jóvenes masajeaban el balón blanco y lo movían en una dirección y después en otra, y algunas veces lo perdían frente a una oponente que, a menudo, lo perdía con la misma rapidez; en baloncesto eso se llama turnover, y cada vez que le sucede a un jugador del equipo local puede esperar una ola de abucheos o burlas de parte del público. Pero aquí, en el Rose Bowl, donde aparentemente las expectativas de destreza no se aplicaban a atletas que hacían avanzar el balón con sus pies, no se oía ningún signo de desaprobación por parte de los espectadores.
El presidente Clinton apareció de repente en la pantalla de mi televisión, sonriendo y saludando desde las sombras de su palco cerrado. Había muchos asiáticos entre el público, tal vez en gran parte residentes del sur de California. En el área destinada a la prensa había cientos de periodistas norteamericanos y extranjeros, con sus ordenadores portátiles y sus cámaras apuntando hacia las idas y venidas y el elaborado movimiento de pies que se vivía en el campo, en medio del espectáculo de ese sábado por la tarde que, en ese mismo momento, era observado por cien millones de personas en China, antes del amanecer del domingo.
Yo seguía esperando a que alguien anotara un gol, con la esperanza de que fuera pronto. Estaba decepcionado al ver que Mia Hamm, la única jugadora cuyo nombre y rostro reconocía, no estaba haciendo gala de sus habilidades jordanescas cuando tenía el control del balón. No se distinguía para nada del resto de las jugadoras. Fuera lo que fuera lo que estaban haciendo, ella no lo hacía mejor.
Decidí echarle un vistazo al partido de los Yankees, pensando que tal vez ya se habría acabado y que Mariano Rivera probablemente habría aniquilado a los Mets al final de la novena entrada para preservar la ventaja de 8 a 7 y sellar otra victoria de los Yankees.
Pero la primera imagen que vi del Shea Stadium fue la expresión de frustración de la cara de Mariano Rivera. No había podido controlar sus lanzamientos y había hecho que Rickey Henderson, de los Mets, obtuviera una base por bolas; y luego, Edgardo Alfonzo, de los Mets, le dio a una de las rectas de 150 kilómetros por hora de Rivera y la mandó al centro del campo, lo que le permitió avanzar hasta segunda base, y pasó a Henderson a tercera. Mientras yo me ponía de pie y seguía observando, al igual que la mayor parte de los cincuenta mil aficionados que había en el estadio, aunque éstos aplaudían y gritaban para que siguiera la recuperación de los Mets, Rivera le dio deliberadamente a Mike Piazza la base por bolas. Así, las bases quedaron llenas. Ya había habido dos outs y entregarle intencionalmente una base por bolas a un bateador extraordinario como Piazza era un movimiento estratégico previsiblemente inteligente. La última vez que Piazza bateó, dos entradas antes, frente al lanzador de relevo intermedio, Ramiro Mendoza, conectó un home run que propició tres carreras. Lo único que Rivera tenía que hacer ahora era inducir al siguiente bateador a hacer un out y así este largo partido terminaría.
Los Mets enviaron a un bateador emergente llamado Matt Franco. Yo nunca lo había oído nombrar, pero por lo general no sigo los partidos de los Mets. Quienquiera que fuese, pensé, seguramente no era tan amenazante como Piazza. Franco avanzó hasta el plato y, con el bate sobre el hombro, tomó posición, listo para batear. Rivera lo fulminó con la mirada desde el montículo. Luego respiró profundamente, se acomodó para lanzar y tiró una de sus famosas rectas, que se suponía que se veía como una aspirina cuando pasaba volando frente a los ojos del bateador para un strike seguro. Pero Franco vio la bola con claridad y la bateó perfectamente, lanzándola por fuera del jardín derecho, más allá del alcance del jardinero de los Yankees, y, de repente, Henderson y Alfonzo conectaron dos carreras y ahora los Mets eran los ganadores con un marcador 9 a 8. Mientras que los fanáticos de los Mets brincaban y gritaban celebrando, y Franco era abrazado por sus compañeros, Mariano Rivera caminó lentamente hacia el banquillo de los Yankees, con la cabeza gacha.
Intenté buscar alivio yendo hasta la cocina a por una lata de cerveza. Hasta ahora, para mí, toda la tarde había sido un absoluto desastre: no había habido tenis ni buenos lanzamientos de los Yankees y no tenía nada que hacer hasta la cena (si es que mi esposa decidía salir de su estudio), excepto volver a sintonizar el partido de fútbol femenino. No sabía cuántos minutos llevaban jugando, pero el marcador seguía a cero, mientras que los ruidosos aficionados continuaban agitando banderas y dando la impresión de que estaban entusiasmados por lo que veían en el campo. Este juego, al que mi padre extranjero solía referirse como una «pérdida de tiempo», parecía estar echando a perder lo que quedaba de mi tarde y sin embargo yo seguía observando y esperando a que pasara algo que me pareciera satisfactorio o definitivo. El hecho de que esta competición femenina hubiese atraído a tantos espectadores y que fuera transmitida por la televisión nacional definitivamente ya era un punto de interés. Es posible que el fútbol sea el deporte más popular del mundo, que haya contado en el pasado con la participación de reconocidos millonarios como Pelé y Maradona y que a veces aparezca personificado por chusmas de apasionados fanáticos que empiezan a armar alborotos en las graderías y luego corren enloquecidos por las calles de las ciudades en las cuales sus adorados equipos se enfrentaron a un odiado rival, pero los muchos millones de extranjeros que vinieron a Estados Unidos y se asentaron durante los siglos XIX y XX no lograron que este deporte se asimilara con ellos en la cultura imperante norteamericana. Habían dejado el fútbol en sus antiguos países, tal como lo hizo mi padre, abandonándolo en manos de parientes masculinos que, como de alguna manera sugería mi padre, eran vagos de pueblo y candidatos a prisioneros de guerra.
Sin embargo, ahí, en el Rose Bowl, un grupo de mujeres jóvenes y extranjeras —en el sentido de que estaban involucradas las jugadoras chinas, pero también en el sentido de que las norteamericanas que había allí resultaban extranjeras, en cuanto al estilo y la manera de ser, para muchos hombres de mi generación y, ciertamente, para los inmigrantes de la época de mi padre— estaba promocionando exitosamente ante los norteamericanos, a través de la televisión nacional, ese deporte básicamente extranjero.
Como estoy a punto de dar la impresión de que, de alguna manera, sé mucho acerca de estas mujeres y este deporte sobre el cual he afirmado que no conozco ni me interesa, debo explicar que, además de los artículos de prensa y revistas que había leído últimamente sobre el Mundial, también había recibido abundante información sobre el fútbol a través del correo normal y el correo electrónico gracias a una de esas llamadas soccer moms que debía de estar llegando a los cuarenta y había asistido a un seminario sobre escritura que me habían invitado a dirigir en una universidad que no estaba lejos de mi casa, durante la primavera anterior. Esta mujer aspiraba a terminar un libro titulado Confessions of a Soccer Mom y, aunque en este punto de su vida sus habilidades literarias no estaban mucho más desarrolladas que el talento para el canto del fallecido Patrick Shields, la mujer rebosaba de confianza en sí misma y me recomendó que le pasara a mi esposa su texto todavía en borrador.
Entre los inconvenientes que asocio con mi participación en seminarios y las clases que a veces dicto en distintos programas universitarios de escritura, tanto de pregrado como de postgrado, está el de conocer a estudiantes y otra gente que tienen una idea para escribir un libro o un manuscrito para entregarle a mi esposa y que me ven a mí como una especie de mensajero que puede llevar el fruto de sus esfuerzos hasta la oficina de ella, de manera expedita y personal. En efecto, lo he hecho algunas veces, llevar un pesado sobre o paquete dirigido a mi esposa desde un salón de clases hasta sus manos, pero como los resultados rara vez han sido satisfactorios para ninguna de las partes, en lo posible ahora trato de no involucrarme, aunque con frecuencia no es tan sencillo, cuando se está frente a gente con tanta energía y decisión como las de esta soccer mom de los suburbios del norte de Nueva Jersey. Aunque mi esposa o uno de sus colegas por fin leyó y rechazó cortésmente lo que esta mujer le había entregado por sus propios medios a la recepcionista de la oficina, y a pesar de que yo, a mi vez, también decliné gentilmente la oportunidad que ella me ofreció de servirle como ghostwriter o incluso como coautor de su libro, ella siguió mandándome una enorme cantidad de material sobre el fútbol femenino, el cual había sido recogido por ella misma mientras asistía a los partidos y averiguaba las opiniones de los expertos que rodeaban el campo, o mientras estaba en casa, comunicándose a través de Internet con aficionadas al fútbol femenino de todo el mundo, entre las cuales había muchas soccer moms chinas.
Según me contó esta mujer, una china típica no cuenta con los recursos para comprarse una camioneta deportiva —en tanto que ella tenía dos camionetas: la que usaba y una que había abandonado su ex marido porque tenía un eje roto—, de manera que en China las jovencitas a las que sus madres llevaban a los entrenamientos viajaban en la parte trasera de una bicicleta. Si alguna de estas chicas daba muestras de un talento excepcional en el terreno de juego, decía mi informante, la niña era prácticamente arrancada de la espalda de su madre por uno de los cazatalentos del régimen, quien la matricularía como estudiante de tiempo completo y durante años en una academia especial, donde recibiría una educación insuficiente en todo lo que no fuera el desarrollo de esas habilidades físicas que podrían hacer que se clasificara finalmente como una de las deportistas que irían a los Juegos Olímpicos, como parte del equipo de fútbol, o de gimnasia, o de voleibol, o de natación o de cualquier deporte que fuera capaz de practicar con tanta perfección en un escenario mundial que sus entrenadores y los burócratas del Partido no tuvieran miedo de tener que pasar vergüenza.
Aunque cinco de las veintidós jugadoras del equipo nacional chino de 1999 eran casadas, ninguna podía tener hijos si deseaba seguir siendo parte del equipo. Con unos ingresos medios de cerca de 5.000 dólares al año y la imposibilidad de conseguir en China financiación para cubrir el alto coste de bienes como, por ejemplo, un automóvil, sólo cuatro miembros del equipo poseían y conducían un coche (tres de ellas tenían maridos que trabajaban y compartían los gastos y la otra era la hija soltera de una exitosa familia de Shanghái). La mayoría de sus compañeras de equipo ni siquiera tenía carné de conducir ni le veía el sentido a tomar clases de conducción para obtener uno. Ninguna de las mujeres del equipo tenía educación universitaria. La única que había pasado por las aulas de una universidad era la capitana del equipo, Sun Wen, que abandonó los estudios a comienzos del primer año. El hecho de beber, fumar o ir a bailar a una discoteca por la noche —una rutina corriente entre algunos futbolistas hombres después de los entrenamientos o los partidos— habría causado la expulsión de la jugadora que adoptara ese comportamiento, si tal conducta hubiese llegado a oídos del severo entrenador del equipo, Ma Yuanan, que se consideraba permisivo por aceptar que una de las diminutas futbolistas que mantenía recluidas, y que estaba casada, recibiera una visita matrimonial en la habitación del dormitorio, un sábado por la noche.
Las mujeres del equipo de Estados Unidos, por otro lado, tenían libertad para disfrutar de interludios nocturnos con sus maridos o admiradores de cualquier sexo. Dos de las cinco jugadoras del equipo norteamericano que estaban casadas tenían niños (una tenía dos) y cuando estaban de gira con el equipo, el presupuesto de la organización cubría los costes de los billetes y los gastos de las niñeras que las acompañaban. Todas las jugadoras norteamericanas tenían estudios universitarios o estaban en el proceso de obtenerlos. Todas poseían y conducían un coche y, con el salario y las bonificaciones que recibían por ser parte del equipo, más las que recibirían por partido como participantes de la recién creada Liga Nacional de Fútbol, estas mujeres entrarían pronto en las filas de los atletas profesionales que recibían salarios de seis dígitos. Con excepción de la portera, que era negra, todas las participantes norteamericanas eran mujeres blancas que, en general, tenían el cabello rubio y eran lo suficientemente fotogénicas para ser buscadas por los realizadores de anuncios de los principales productos del mercado y ser el modelo perfecto para los pósteres que les gustaba coleccionar a las colegialas de los barrios residenciales de las periferias. Las jugadoras norteamericanas también tendían a ser más grandes y altas y al menos igual de rápidas que las chinas —podía verlo con mis propios ojos mientras observaba el juego del Rose Bowl por televisión— y también me parecía que los cuerpos de las norteamericanas tenían más curvas y eran más plenamente femeninos que los de las chinas. Estas últimas tendían a tener caderas más estrechas y cuerpos como de niño y, con una o dos excepciones, también tenían pechos más pequeños que los de las norteamericanas. De hecho, no había visto mujeres con pechos muy grandes en ninguno de los dos equipos. Tal vez había algunas entre las suplentes, pero, como las cámaras de la televisión no estaban ahí para satisfacer las ideas sensuales que podrían alegrarme la tarde, cualquier mujer así dotada existía fuera de mi rango de visión.
Sin embargo, según lo que había leído sobre el equipo norteamericano, ninguna de estas mujeres era especialmente mojigata. Una de las jugadoras titulares aparentemente vivía tan orgullosa de su cuerpo como para posar en bikini para un número sobre trajes de baño de Sports Illustrated. Otra de las titulares fue fotografiada en cuclillas para la revista Gear, totalmente desnuda y sosteniendo un balón de fútbol frente al pecho. No me puedo imaginar al entrenador chino permitiéndoles esas libertades a sus jugadoras, incluso si estuvieran dispuestas a ello, pero eso no es más que una conjetura por mi parte, los pensamientos de un viejo que, a falta de otra cosa mejor que hacer en ese preciso momento, estaba observando cómo un grupo de atletas sudorosas y de pies rápidos se perseguían mutuamente por el campo, mientras se las imaginaba por un momento retozando en tanga en medio de un bosque tropical en el canal Playboy.
El partido estaba a punto de llegar al final y el marcador seguía a cero. El tiempo reglamentario de juego de un partido de fútbol son noventa minutos, dos partes de cuarenta y cinco, y hasta ahora todos los tiros dirigidos a la portería habían sido desviados o interceptados por la guardameta del equipo contrario. Las norteamericanas hadan más tiros que las chinas y parecían chutar el balón con más fuerza y más lejos, para cubrir más terreno, mientras corrían por el campo antes de adoptar sus formaciones ofensivas o defensivas. Pero las chinas me impresionaron por su capacidad de trabajo en equipo y de anticipar el lugar donde caería el balón antes de que llegara. Parecían poder predecir adonde irían a parar los pases y el balón y, al igual que el otrora estrella del rebote, el jugador de baloncesto Dennis Rodman —un verdadero genio de la geometría en la manera en que podía predecir y anticiparse a las proyecciones de los tiros erráticos que se estrellaban contra el tablero y la cesta—, las chinas siempre llegaban un segundo antes al lugar donde recogerían el balón después del pase de una compañera, o donde podrían interceptar un intento de pase entre dos oponentes. Las chinas minimizaban las ocasiones en que perdían el balón avanzando a través de pases cortos y también conservaban el balón en su poder valiéndose del amago, manteniendo el balón entre los pies, mientras fingían que iban a pasarlo. En lugar de esto, le pasaban el pie por encima, bailaban alrededor de él, danzaban una giga, una rumba y luego movían la cadera y la cabeza sólo lo suficiente para mantener a los rivales a distancia y abrirse el suficiente espacio para lanzar un tiro rápido hacia una compañera que salía corriendo como una bala en dirección a la malla contraria.
En cierto momento de los últimos minutos, las chinas tuvieron la oportunidad de romper el empate. Después de que las norteamericanas dejaran que el balón se saliera del campo cerca de su área, la jugadora china que realizó el saque de esquina lanzó el balón con un ángulo que lo hizo girar hacia dentro a través del aire y luego seguir en dirección a las dos compañeras que estaban listas a rematarlo o cabecearlo para anotar un gol. Pero antes de que pudieran alcanzarlo, la guardameta norteamericana saltó hacia delante con el puño cerrado para mandar lejos el balón y no sólo golpeó la pelota sino también la cabeza de una compañera, con tanta fuerza que la muchacha cayó al suelo. Después de que la norteamericana quedara inconsciente durante unos segundos, la ayudaron a ponerse de pie, pero como no fue capaz de mantener el equilibrio, la sacaron del terreno de juego y nunca pudo volver a entrar al partido. Sin embargo, la que la reemplazó encajó bastante bien y el encuentro continuó sin que se presentaran más oportunidades de gol para ninguno de los dos equipos hasta que el tiempo expiró.
Después de un breve descanso, durante el cual los dos equipos de once jugadoras se amontonaron separadamente junto a la línea de banda, mientras bebían agua y hablaban con sus entrenadores, los árbitros las llamaron de nuevo al terreno de juego para otros quince minutos de tiempo suplementario que, desde ese momento en adelante, extenderían y avivarían aún más las expectativas de los espectadores y su nivel de ruido, sentados en el borde de sus sillas, observando el constante combate pie a pie que recorría de un lado a otro ese campo de hierba que medía 106 por 65,8 metros, rodeado de carteles publicitarios de grandes compañías —Coca-Cola, MasterCard, Fuji Film, Bud Light— y que hacía un rato había sido sobrevolado por cuatro veloces aviones de guerra F-18, que tal vez estaban tratando de comunicarle a cualquier espía chino que hubiese entre el público, o a sus jefes en Pekín, que esos aviones eran parte de la respuesta del Tío Sam a la posible agresión militar por parte de China sobre el área costera de Taiwán.
En esa época, el pueblo de Taiwán estaba completando medio siglo de separación de la China continental, tras convertirse en una nación autónoma bajo el gobierno del generalísimo Chiang Kai-shek, después de que éste fuese derrotado militarmente por las fuerzas de Mao y se escapara a la isla, en 1949. Chiang Kai-shek llegó a Taiwán con lo que quedaba de su pisoteado ejército del Kuomintang, cerca de un millón de refugiados de la China continental y todas sus reservas de oro, y enseguida estableció allí una pequeña pero firme base contra el comunismo, mientras seguía viéndose a sí mismo como el líder legítimo de la China continental, de la cual fue expulsado de manera tan violenta. Cuando murió, en 1975, Chiang Kai-shek dejó un pueblo más seguro a través del apoyo de Estados Unidos y con una calidad de vida más alta que la de sus homólogos del continente, pero ni él ni sus sucesores políticos pudieron restaurar su noción de grandeza y las mujeres taiwanesas que jugaban en el equipo de fútbol de la isla en 1999 estaban un poco por debajo de las chinas que ahora competían en cl Rose Bowl. No sólo las taiwanesas sino codos los equipos de Asia —las japonesas, las coreanas del norte y del sur, las tailandesas y el resto— eran inferiores a las futbolistas chinas y así lo habían sido desde hacía cerca de una década.
Aunque ahora las chinas eran puestas a prueba al otro lado del mundo por esta fuerza más corpulenta de Estados Unidos, rodeadas por una multitud de aficionados cubiertos por la bandera de Estados Unidos y adolescentes que lanzaban confeti desde las graderías y tenían la cara pintada de rojo, blanco y azul; un sol inclemente que minaba la energía y un calor de cuarenta grados, bajo un cielo marcado aún por las estelas de los aviones, en un estadio que rebosaba de patriotismo. Sin embargo, las chinas les aguantaron el ritmo a las norteamericanas durante el tiempo suplementario y casi ganan el encuentro en el minuto diez, cuando una jugadora cabeceó el balón por encima de la portera norteamericana, y si no es por una espectacular intervención cerca de la línea de gol por parte de una defensa que dio un salto enorme, el balón habría entrado a la malla.
Después de que ninguno de los equipos protagonizara ningún otro ataque serio durante los cinco minutos restantes, y tampoco durante los segundos quince minutos de tiempo suplementario —la fatiga estaba bajando el ritmo de muchas de las jugadoras, en especial de aquellas que habían jugado todo el tiempo de este agotador y sofocante partido que ya llevaba dos horas de duración—, los árbitros ordenaron que el resultado se resolviera mediante penaltis, una situación en la cual cinco jugadoras de cada equipo son seleccionadas por sus entrenadores para lanzar por turnos el balón, que se coloca a una distancia de once metros frente a la portería protegida por el portero del equipo contrario.
La suerte siempre está del lado de los que tiran, pues es muy difícil que un portero que está solo pueda reaccionar con la suficiente rapidez para bloquear un lanzamiento fuerte y tirado desde una distancia tan corta, contra un arco que tiene 2,40 metros de alto por 7,30 de ancho (prácticamente el tamaño de un garaje para dos automóviles). Sin embargo, anotar el gol no es una cosa automática, a veces hay tiros fallidos, debido a una combinación de factores que puede incluir el nerviosismo o la falta de cuidado del jugador que lanza, o las habilidades acrobáticas o las buenas predicciones del guardameta.
El ganador del Mundial se definiría ahora mientras la mayoría de las jugadoras observaban desde fuera del terreno cómo las cinco compañeras seleccionadas se alternaban con las cinco oponentes y aparecían individualmente en el extremo occidental del campo, ponían el balón sobre una marca blanca pintada en el césped, enfrente de la portería, y luego, después de dar varios pasos hacia atrás, y de que el árbitro pitara, corrían hacia el balón y lo chutaban esperando que eludiera las manos extendidas y el cuerpo en movimiento de la guardameta rival y aterrizara en algún lugar dentro de la red. Si las cinco jugadoras de un equipo tenían éxito, lo cual produciría un empate a 5, los entrenadores de cada equipo llamarían entonces a una sexta jugadora para que lanzara un tiro, y si éstas también marcaban gol, seguirían llamando a otro par de competidoras y luego a otro y a otro, si fuese necesario, hasta que una de las dos fallara el tiro porque lo mandara desviado o porque la portera lo bloqueara. Este partido decisivo no podía terminar en empate. Los lanzamientos continuarían indefinidamente hasta que hubiese un ganador y un perdedor. Para la jugadora que terminara fallando el penalti sería terriblemente desmoralizante y doloroso el hecho de saber que ella sola sería la responsable de la derrota de todo su equipo, pero inevitablemente ése sería el destino de una de las mujeres que jugaban esa tarde en el Rose Bowl.
Después de definir a cara o cruz quién comenzaría, las chinas ganaron y fueron las primeras en enviar una jugadora al campo. Se trataba de una morena de cara redonda y cola de caballo, que llevaba el número cinco y parecía ser un poco más alta y corpulenta que el resto de sus compañeras, que por lo general eran bajitas y menudas. Sin embargo, su apariencia no era tan imponente como la de la fornida portera norteamericana, una negra de cerca de setenta kilos que estaba parada frente a ella, observándola, aunque la china le prestó poca atención mientras ponía lentamente el balón en el suelo con las dos manos y lo situaba sobre el punto blanco marcado a once metros de la portería. Se decía que esta muchacha era la lanzadora de penaltis más fiable de China, lo cual explicaba que el entrenador la hubiese elegido antes que a las demás, con la esperanza de que ella le diera un buen arranque al equipo. También tenía todavía toda su energía, dado que no había jugado durante mucho tiempo bajo el calor de hoy, pues había entrado en el partido para reemplazar a otra compañera al final de la segunda parte de la prórroga. Después de oír el pito del árbitro, se abalanzó sobre el balón y lo chutó con tanta rapidez y seguridad que la guardameta norteamericana sólo pudo verlo volar por encima de su hombro derecho para clavarse en la escuadra izquierda de la portería. Mientras que las compañeras de la jugadora que acababa de lanzar y los entrenadores aplaudían fuera del campo, China ganaba 1 a 0.
La primera norteamericana en lanzar fue la capitana del equipo, que llevaba el número cuatro, una mujer alta y delgada, de pelo castaño, que tenía delicados rasgos faciales y la reputación de ser una defensora ruda e infatigable. Pero también probaría en esta ocasión ser una estupenda lanzadora, pues atacó el balón sin vacilar y lo mandó en un tiro bajo y fuerte que, tras superar a la portera china, fue a clavarse en el lado del arco opuesto a aquel donde había quedado el balón tirado por la jugadora china. Llena de júbilo, después de ver cómo el balón golpeaba contra la red, la norteamericana elevó su puño en el aire y luego regresó trotando al límite del campo, mientras la mayor parte del público presente en el estadio se ponía de pie para ovacionarla y sus compañeras se acercaban a abrazarla. El marcador estaba ahora 1 a 1.
La segunda jugadora china era una morena delgada que llevaba el número quince. Había entrado en el partido como suplente y no era una jugadora estrella del equipo, excepto en momentos como éste. Era una excelente lanzadora de penaltis. Algunas de sus compañeras la consideraban tan capaz como la primera jugadora que tiró, la infalible número cinco. Yo había leído que entre las chinas —y entre las americanas y en otros equipos también—había algunas buenas jugadoras que sufrían de pánico escénico cuando se enfrentaban a un penalti. Se sentían más cómodas corriendo y chutando cuando estaban rodeadas de agresivas rivales que cuando estaban solas, detrás de una bola quieta, puesta sobre el césped, que tenían que lanzar desde una distancia de once metros hacia un inmenso arco protegido por un solo defensor, en un enfrentamiento uno a uno que era escrutado por cada aficionado presente en el estadio y tal vez por millones de espectadores a través de la televisión. Había jugadoras que prácticamente les suplicaban a sus entrenadores que no las eligieran para lanzar un penalti, lo cual las podría someter a una humillación terrible si la portera detenía su lanzamiento o, peor aún, ellas no metían el balón en la portería.
Pero la segunda jugadora de China, la supuestamente imperturbable número quince, era famosa dentro del equipo por ser una joven más bien narcisista, a la que le gustaba recibir toda la atención que podía, y que se concentraba mucho cuando tenía todos los ojos sobre ella; así, después de impulsarse y golpear la bola limpiamente hacia la izquierda, se detuvo un momento para observar con aparente satisfacción cómo el balón se deslizaba más allá de los dedos de la portera e iba a estrellarse contra la malla, despertando la sonrisa de su entrenador y sus compañeras, aunque no del público predominantemente pronorteamericano que llenaba las gradas. Luego dio media vuelta y regresó trotando al límite del campo, con un paso tranquilo que sugería, en mi opinión, no sólo una gran seguridad en sí misma sino un ligero interés en el hecho de ser observada. Así, China había recuperado la ventaja e iba 2 a 1.
La segunda futbolista de Estados Unidos también era conocida por mantener la compostura bajo presión y, aunque no era famosa por su egocentrismo, se manejaba bien cuando estaba en el centro de la acción. Era una californiana de treinta y un años, que llevaba el número catorce y había sido la líder del equipo norteamericano durante casi una década, a lo largo de la cual sólo se había retirado del deporte de manera intermitente para tener a sus dos hijos y recuperarse de una fractura de la pierna izquierda que sufrió mientras competía en 1995. Aunque su fuerte era la defensa —fue ella la que impidió que las chinas anotaran un gol durante la primera parte de la prórroga, al saltar dentro de la malla para desviar un tiro que pasó volando por encima de la guardameta norteamericana—, también era formidable en el ataque y fue la que marcó el tercer gol de su equipo cuando ganaron 3 a 2 a Alemania, durante la ronda de cuartos de final de este Mundial de fútbol. Ahora, como lanzadora de un penalti, se aproximó lentamente al balón pero con estudiada calma e intención de engañar; congeló a la portera china en una posición fija, cerca del centro del arco, y la bola entró volando a la malla varios metros más allá de la mano izquierda que la portera tenía levantada. Así, el marcador era nuevamente un empate a 2.
La tercera jugadora en lanzar para China era una mujer de veinticinco años, nativa de Pekín, que tenía el pelo negro muy corto, una figura estilizada y llevaba el número trece. Hacía seis años que era miembro del equipo nacional, y jugadora titular hada dos, tiempo durante el cual se había desarrollado hasta convertirse en tan buena atacante como sólida defensora. Su versatilidad y diligencia significaban que, excepto cuando estaba lesionada, no era reemplazada en el partido si el marcador estaba apretado, así que esta tarde en el Rose Bowl esta mujer había estado activa durante todos y cada uno de los minutos de esta larga y agotadora prueba de voluntad y tenacidad.
Mientras la muchacha se preparaba para tirar el penalti —el locutor la presentó como Liu Ying, uno de los pocos nombres chinos que yo podía pronunciar—, la inmensa y robusta portera norteamericana, Briana Scurry, la observaba situada a once metros de ella, con las rodillas flexionadas en una posición desafiante. Briana Scurry había jugado en la liga juvenil de fútbol americano de su pueblo de Minneapolis y más tarde, en secundaria, fue fondista y jugadora de baloncesto y también destacó en el fútbol, gracias al cual ganó una beca para la Universidad de Massachusetts. A partir de 1994 alcanzó todas las distinciones, aparte de la de ser la única negra en la alineación titular del equipo nacional de fútbol de Estados Unidos. Una vez se describió a sí misma ante un periodista como «una mosca en leche». En un artículo de The New York Times publicado unas cuantas semanas después de este partido, Briana Scurry recordaba que cuando la tercera jugadora china, la mencionada Liu Ying, se colocó detrás del balón, «Su lenguaje corporal no mostraba mucha seguridad. No parecía que quisiera lanzar. Yo la miré y dije: “Ésta es la mía”».
El artículo del Times también decía que, durante este momento crucial, Briana Scurry decidió tratar de limitar la eficacia de Liu Ying por medio de un movimiento no permitido y dar un par de pasos hacia el frente de la portería, incluso antes de que el pie de Liu Ying hubiese tocado el balón, lo cual reduciría el ángulo del tiro. Ésa era una treta de guardameta a la que Briana Scurry y las porteras de otros equipos recurrían ocasionalmente, con la esperanza de que eso compensara parte de la desventaja de estar en una situación que los porteros a menudo comparaban con la ruleta rusa. Algunas veces el pitido de un árbitro señalaba el movimiento no autorizado del guardameta y le permitía al jugador un segundo tiro, si el balón no había entrado en la portería. Otras veces, los árbitros no alcanzaban a verlo, o no estaban lo suficientemente seguros como para afirmar con certeza que se trataba de una falta; con frecuencia era muy difícil determinar si realmente un arquero se había adelantado una fracción de segundo antes de que el pie del jugador tocara el balón. En lo que respecta a Briana Scurry en el Rose Bowl, a algunos reporteros y otros espectadores les pareció que se había adelantado antes de tiempo durante el tiro de la primera lanzadora china, la número cinco, pero no hubo ningún pitido y la número cinco hizo su tiro de todas maneras.
Pero la tercera jugadora china designada para lanzar, Liu Ying, tuvo menos suerte. El movimiento de sus pies pareció un poco dubitativo mientras se aproximaba al balón. Tal vez se distrajo con el movimiento de Scurry, si es que esta última se movió antes de tiempo. Después de todo, no había habido ningún pitido. No obstante, Scurry sintió de manera instintiva o adivinó correctamente que la pelota se iría hacia su izquierda y, al mismo tiempo que ésta salió volando después de ser disparada por el pie derecho de Liu Ying, Scurry ya estaba saltando para agarrarla y su cuerpo estirado se elevó por el aire paralelo al suelo, con los dos brazos totalmente extendidos y los dedos de sus manos enguantadas estirados y rígidos, hasta que la fuerza del balón los dobló hacia atrás, antes de que su trayectoria fuese desviada y saliera botando por la línea de fondo y fuera de peligro.
Después de caer pesadamente sobre el césped —mis tarde diría que mientras yacía allí, muriéndose del dolor, tuvo miedo de haberse astillado la cadera y desgarrado un músculo del vientre—, Scurry se sintió inmediatamente animada por el aplauso que la rodeó y la visión del confeti que le arrojaban y el entusiasmo de sus compañeras de equipo, que saltaban y se abrazaban cerca del banquillo. Así que se puso de pie y levantó varias veces los brazos, mientras la capitana del equipo norteamericano elevó un dedo índice por encima de su amplia frente, señalando tal vez que su equipo estaba ahora solo en la cima.
Si ésa era la intención de la capitana, fue un gesto prematuro. El partido aún no había terminado. Sin embargo, era cierto que si todas las otras jugadoras designadas para lanzar (las tres americanas y las dos chinas) tenían éxito, el marcador final seguiría favoreciendo a las norteamericanas 5 a 4, y el trofeo del Mundial sería propiedad de Estados Unidos.
Al final eso fue lo que sucedió. Las últimas dos chinas que tiraron —la número siete y la número nueve— lo hicieron con una puntería precisa y el balón pasó más allá del alcance de Scurry, el primero hacia la derecha del arco y el segundo hacia la izquierda. Pero el trío de norteamericanas —entre las cuales estaba Mia Hamm, que lanzó en cuarto lugar— tampoco erró su tiro. La norteamericana que hizo el quinto tiro, el lanzamiento definitivo, fue la número seis, Brandi Chastain, una californiana rubia de cola de caballo, con una figura musculosa, bronceada y elegantemente delineada, aquella que la revista Gear había fotografiado desnuda («Oigan, yo me parto la espalda trabajando para tener este cuerpo. Claro que estoy orgullosa de él», fue su respuesta a los medios). Después de lanzar su tiro ganador hacia la izquierda de la portera china —que no alcanzó a atraparlo a pesar de su estirada—, Chastain se quitó la camiseta y cayó de rodillas frente al arco. Vestida sólo con un sostén deportivo negro, cerró los puños en una actitud de triunfo, y ésa sería la foto de la portada del siguiente número de Newsweek, bajo el titular «¡El imperio de las chicas!».
Me quedé de pie frente al televisor sin sentir la menor euforia, al tiempo que el victorioso equipo norteamericano lo celebraba en el terreno de juego, y observé, cuando el ojo de la cámara se acercó a la multitud de norteamericanos que llenaban el estadio, cómo gozaban y sonreían con las caras patrióticamente pintadas y sus sombreros y pitos de fiesta, abrazándose y besándose: era como un preludio del Año Nuevo en pleno verano, todo bajo la vigilancia de un globo gigante, el dirigible de Goodyear. Pero en ese instante mis pensamientos estaban concentrados en una persona que había desaparecido de la pantalla, la joven china, Liu Ying, que había fallado el tiro.
Me la imaginé en ese momento, sentada en el vestuario, con la cara empapada en lágrimas. Nada en la vida de esta jovencita de veinticinco años podría haberla preparado para lo que debía de estar sintiendo, porque en la historia de China nunca había habido una sola persona que pasara semejante vergüenza frente a tanta gente, entre otros los cien millones de personas que debían de estar viéndola en su tierra natal. ¿Estaría rodeada en este momento por un grupo de compañeras que le ofrecían consuelo en el vestuario? ¿O estaría sentada sola, después de haber sido reprendida por su entrenador? ¿Sería culpa del entrenador por seleccionarla para lanzar, cuando debería haber sabido que ella estaba demasiado cansada físicamente y distraída mentalmente para pasar esa prueba? ¿Acaso los burócratas que dirigían los organismos deportivos del Partido decidirían reemplazar pronto al entrenador? Si él conservaba su empleo, y Liu Ying no era expulsada del equipo nacional, ¿volvería a escogerla el entrenador en el futuro para lanzar un penalti en un partido importante?
Me hacía tales preguntas como si fuera otra vez un reportero deportivo con acceso a los vestuarios, y si lo fuera, ella sería mi historia, ella, que probablemente no dormiría esta noche y a quien perseguiría para siempre el recuerdo de ese lamentable momento bajo el sol, mientras que gran parte del mundo estaba observando. ¿O acaso estaba armando un melodrama a partir de la sensibilidad de esta joven atleta? Se supone que un atleta exitoso deber contar entre sus fortalezas con la capacidad de superar sus propios fallos y errores, sin apegarse a su recuerdo ni obsesionarse con ellos, ser capaz simplemente de olvidarlos y —para citar esa horrible expresión de los años noventa— seguir adelante. Sin embargo, me parecía que la equivocación de Liu Ying al lanzar ese penalti era un hecho muy significativo y conmovedor, que superaba en muchos sentidos el fallido intento de Mariano Rivera de salvar el partido para los Yankees, e incluso la dolorosa humillación que le infligió una vez Muhammad Ali a Floyd Patterson y que recuerdo haber visto hace varias décadas.
Perder el título del Mundial de fútbol de 1999 frente a las norteamericanas, en un momento en el que China hervía de tensión política y sentimientos de rivalidad y resentimiento hacia Estados Unidos, le daba a este partido un significado que de otra manera no habría tenido y además despertaba en el pueblo chino unas expectativas y una pasión nacionalista que quedarían muy insatisfechas con el resultado. No podía pensar en un viaje de avión más largo e incómodo que el que debería transportar a esta jugadora y a sus compañeras desde Los Ángeles hasta Pekín. ¿Con cuánto entusiasmo recibirían a esta chica en particular en China, su tierra natal, donde es sabido que la mayoría de los padres no se sienten muy entusiasmados con el nacimiento de una niña? ¿Qué le diría su familia? ¿Qué le diría yo, si fuera mi hija? ¿Cuál sería la reacción de la gente que vivía en su vecindario y de los hombres que dirigían los organismos del régimen encargados de los deportes?
Las cámaras de la televisión se centraron en las norteamericanas, que ahora recibían sus medallas. Eran casi las 6.45 de la tarde. Ya llevaba cerca de cinco horas y media viendo la tele. Estaba inquieto. Mi esposa seguía arriba, leyendo. A puerta cerrada. Hacía un rato me había llamado para pedirme que le bajara el volumen a la tele. También sugirió que cenáramos en un restaurante esa noche, pero no antes de las 8.30. Estaba a punto de apagar, pero de repente me asaltó una duda. Después de los grandes eventos deportivos —un partido de la Serie Mundial, una pelea por el título, un partido de tenis de Wimbledon, la Super Bowl— los periodistas siempre solían invitar a los perdedores a los micrófonos para que ofrecieran su opinión o dieran una explicación acerca del resultado. Tenía la esperanza de oír algo sobre las chinas, en especial sobre Liu Ying. Pero la cadena terminó la retransmisión del Mundial poco después de las 6.45, sin decir ni una palabra sobre ella ni dar ninguna información sobre cómo estaba tomándose la derrota.
¿Por qué me preocupaba tanto por eso? ¿Por qué seguía pensando en ella calladamente durante la cena, mientras escuchaba con indiferencia a mi esposa y a unos cuantos amigos que se sentaron en nuestra mesa en Elaine’s? ¿Por qué me sentí tan decepcionado y molesto a la mañana siguiente, después de revisar varios artículos de periódico acerca del partido, sin encontrar nada de lo que quería saber sobre Liu Ying? Más tarde esa semana, cuando los reportajes centrales de las revistas que se ocuparon del Mundial tampoco incluyeron ni siquiera una breve entrevista con ella, llamé por teléfono a un importante editor que conocía, llamado Norman Pearlstine, que supervisaba la publicación de varias de las revistas de Time Warner —entre ellas, Sports Illustrated, Time y People—, y le pregunté si consideraría la posibilidad de pedir para una de sus revistas una historia que describiera cómo había reaccionado el pueblo chino al regreso de Liu Ying y cómo había respondido ella misma y seguía respondiendo a su experiencia en el Rose Bowl y, finalmente, qué podía significar esto, si significaba algo, respecto a las actitudes y expectativas contemporáneas de las jóvenes, en medio de una China que sufría grandes cambios.
Si soné un poco pomposo por teléfono haciendo el papel de editor al tiempo que hablaba con uno —éste sí— de los editores más astutos y exitosos de Nueva York, en realidad no me importó mucho. Yo tenía sesenta y siete años. Él tenía tal vez cincuenta. A mi avanzada edad, me había acostumbrado a que los jóvenes me complacieran, muchos de ellos animados, sin duda, por el hecho de que seguramente no tendrían que hacerlo durante mucho tiempo más. Así que ese día dejé que Norman Pearlstine me diera gusto y hablé y expuse mi idea sin que él me interrumpiera ni una sola vez, y aunque en ningún momento se comprometió a nada ni se pronunció sobre la propuesta, tampoco expresó ninguna objeción cuando me ofrecí a enviarle un memorando en el que le presentaría mis ideas por escrito.
Le envié un fax enseguida:
Apreciado Norman:
Tal como te lo expresé telefónicamente, creo que el tiro que falló la semana pasada Liu Ying, la jugadora de fútbol china que participó en el Mundial, puede suministrarnos el ángulo para una historia con la que podríamos medir a China y a Estados Unidos de una manera que va más allá del ámbito de las competiciones deportivas.
En The New York Times de hoy hay una foto del presidente Clinton saludando al victorioso equipo femenino norteamericano en la Casa Blanca. ¿Cómo recibieron los dirigentes chinos a estas mujeres cuando regresaron a su tierra? ¿Quién fue a esperarlas al aeropuerto? […] Hay que contar la historia a través de esta mujer, Liu Ying, un recuento paso a paso de qué ha ocurrido con su vida desde el momento en que falló al chutar en el Rose Bowl.
Yo comencé mi carrera como periodista deportivo del Times en los años cincuenta y siempre he creído que los vestuarios de los perdedores son lugares en los que se aprende mucho; y creo que el fallido intento de esas jugadoras chinas, la semana pasada en California, nos puede decir mucho sobre el contraste entre nuestras sociedades.
Me encantaría ayudar de alguna manera, si tú y tus colegas pensáis que puedo hacerlo. Podría colaborar con los corresponsales que están en China mandándoles una entrevista o notas complementarias, o lo que necesiten.
También podría viajar a China continental si piensas que puedo ser de ayuda […] así que, cuando lo hayas pensado, házmelo saber […]
Después de enviar el fax, pensé que debía haber suprimido los dos últimos párrafos. Mi llamada telefónica había sido motivada enteramente (o por lo menos eso era lo que yo me decía) por el deseo de que Pearlstine aceptara mi idea, asumiendo que luego él delegaría en miembros de su organización la labor de desarrollarla y escribirla. En ese sentido, le estaba haciendo un favor. Se me había ocurrido una manera novedosa de aproximarse a una historia, un enfoque que el resto de la prensa aparentemente había pasado por alto, y se la estaba cediendo a él de manera gratuita.
Pero al final del fax insinué de forma poco elegante que yo mismo podía ser el candidato para esa tarea, sugiriendo la idea de que tal vez a Pearlstine le gustaría enviarme hasta el otro lado del mundo (por cuenta de la compañía) para que yo pudiera «colaborar» con sus corresponsales en el desarrollo de la historia que se me había ocurrido. ¡Qué proposición tan estúpida de mi parte! Si los corresponsales que la revista tenía en China necesitaban mi ayuda, entonces no tenían las capacidades suficientes para hacer su trabajo y debían despedirlos. También me sentí muy mortificado por el tono de falsa modestia de mi último párrafo y la obviedad de mi oportunismo al buscar aprovecharme en el plano profesional de mi relación personal con el zar de las revistas en Time Warner. Hacer una sugerencia es una cosa, pero tratar luego de entrometerme para que me dieran la historia, o de reclamar la posesión de una idea después de que había renunciado a ella con esa llamada en la que solicitaba la ayuda de Pearlstine para que se publicara lo que a mí me interesaba, es otra cosa muy distinta.
Luego pensé que tal vez le estaba dando demasiada importancia a esto y probablemente a Pearlstine le había gustado mi propuesta y ya la había enviado con una nota de aprobación a una de sus revistas y pronto me estarían llamando de la agencia de viajes de la editorial para preguntarme cuándo podría viajar a China.
Unos pocos días después recibí una llamada de un alto ejecutivo de Time Warner que me explicó que Norman Pearlstine estaba de viaje, pero que a los editores les había parecido muy interesante mi idea y que me agradecían que hubiese pensado en ellos para proponérsela. Aunque no iban a usarla, el ejecutivo me aseguró que sinceramente deseaban que siguiera mandándoles ideas en el futuro. Le prometí que así lo haría.
Cuando colgué, me sentí muy decepcionado, pero también aliviado. China estaba muy lejos. Yo tenía un libro retrasado en el que debía trabajar. El Mundial de fútbol ya era una noticia vieja. Liu Ying había invadido mis pensamientos durante más de una semana, pero ahora podía agradecerle a la gente de Time Warner que me hiciera aterrizar. ¿Quién querría leer algo acerca de una sencilla futbolista china que no podía lanzar bien? El siglo XXI estaba encima y yo tenía otras cosas en que pensar.
Si así era, ¿por qué terminé poco tiempo después en un avión hacia China (por mi cuenta, sin tener el encargo de ninguna revista y sin saber dónde podría encontrar a Liu Ying en ese inmenso país), pensando en la cita que tendría con ella?