No soy, y nunca he sido, amante del fútbol. Probablemente esto se debe en parte a mi edad y al hecho de que cuando era un jovencito en la costa sur de Nueva Jersey, hace medio siglo, ese deporte era prácticamente desconocido para los norteamericanos, excepto para aquellos que habían nacido en el extranjero. Y aunque mi padre había nacido en el extranjero —era un distinguido pero discreto sastre venido de un pueblito calabrés del sur de Italia, que se convirtió en ciudadano de Estados Unidos a mediados de los años veinte—, las referencias sobre el fútbol que me pasó estaban asociadas a sus conflictos de infancia con ese deporte y a su deseo de jugar al fútbol en las tardes con sus compañeros de escuela en un patio italiano y no limitarse a verlos jugar mientras cosía sentado junto a la ventana trasera de un taller en donde trabajaba de aprendiz; sin embargo, él, mi padre, sabía incluso en esa época, como no dejaba de recordármelo, que esos jóvenes jugadores (entre los que se encontraban sus hermanos y primos menos juiciosos) estaban perdiendo su tiempo y desperdiciando su futuro mientras daban patadas al balón de aquí para allá, cuando deberían estar aprendiendo un oficio valioso y pensando en el alto precio de conseguir un billete en busca de la prosperidad en Estados Unidos. Pero no, continuaba advirtiéndome mi padre con su incansable retahíla: de cualquier modo ellos siguieron jugando al fútbol todas las tardes en el patio tal y como después continuaron haciendo tras la alambrada del campo de prisioneros de guerra de los Aliados en el norte de África, campo al cual fueron enviados (los que no murieron asesinados o quedaron inválidos después de un combate) después de su rendición en 1942 como miembros de la infantería del ejército derrotado de Mussolini. A veces le enviaban cartas a mi padre en las que describían su cautiverio. Un día, cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, mi padre puso el correo a un lado y me dijo, con un tono que prefiero creer que expresaba antes tristeza que sarcasmo: «¡Aún siguen jugando al fútbol!».
La final del Mundial de fútbol femenino que se jugó entre el equipo de China y el de Estados Unidos el 10 de julio de 1999 en Pasadena, California, ante 90.185 espectadores en el Rose Bowl (la mayor asistencia a una competición deportiva femenina en la historia), estaba programada para ser transmitida por televisión a casi doscientos millones de personas en todo el mundo. La transmisión en vivo, que comenzaría ese sábado en California a las 12.30, sería vista en Nueva York a las 3.30 de la tarde y en China a las 4.30 de la mañana del domingo. No tenía pensado ver el partido. Ese sábado en particular ya había acordado un partido de dobles por la tarde en el Central Park de Nueva York, con unos cuantos viejos amigos que compartían mis equívocos recuerdos sobre lo bien que jugábamos al tenis.
Antes de salir para el Central Park, pensé en sintonizar el partido de béisbol que comenzaba a la 1.15 y en el que se enfrentaban los Mets de Nueva York contra mis bien amados Yankees. Haciendo caso omiso del insistente, si bien a veces vacilante, consejo de mi padre ya fallecido, y a quien tanta falta le hizo un poco de diversión, los Yankees se habían ganado mi corazón convirtiéndome para siempre en su esclavo y seguidor desde febrero de 1944, cuando, a causa del racionamiento de gasolina producido por la guerra y el efecto que esto tuvo sobre el tema de viajar, el equipo cambió su lugar tradicional de entrenamiento durante la primavera, de Saint Petersburg, Florida, a un estadio más bien deteriorado y de barandas oxidadas que tenía un clima menos cálido, pero una ubicación más central y por tanto más cercana al aeropuerto de Atlantic City, no muy lejos de mi escuela, a una distancia que nos permitía escaparnos de vez en cuando. Desde entonces, a lo largo de la guerra y luego de la paz, extendiéndose durante un periodo que abarca las carreras de Joe DiMaggio y Mickey Mantle hasta el estrellato hacia finales del siglo de recién llegados como el shortstop Derek Jeter y el lanzador de relevo Mariano Rivera, me he deleitado con los triunfos de los Yankees de Nueva York y he lamentado sus derrotas y, la tarde de ese sábado de julio de 1999, contaba con ellos para distraerme de varias semanas de trabajo no muy efusivo sobre mi máquina de escribir.
Decidí que necesitaba relajarme, dejar mi libro a un lado por un rato, y acepté con gusto la sugerencia que me había hecho mi mujer unos días antes, de pasar ese fin de semana tranquilamente en Nueva York. Nuestras dos hijas y sus novios iban a ir a la casa de verano sobre la playa de Jersey, que compramos cerca de la de mis padres hace treinta años, tras el nacimiento de nuestra segunda hija; el sábado por la noche mi madre, por entonces de noventa y dos años pero todavía rebosante de vida, esperaba llevar a cenar a sus nietas con sus novios al casino Taj Mahal, que da sobre el paseo marítimo de Atlantic City y en cuyo vestíbulo le gustaba tomar el postre y el café, mientras metía monedas en las máquinas tragaperras.
Durante el mes anterior, mi adorada esposa y yo habíamos celebrado nuestro aniversario número cuarenta y espero no parecer poco romántico si sugiero que esta relación tan larga ha durado gracias, en parte, al hecho de que hemos vivido y trabajado por separado con cierta regularidad: yo, como investigador y escritor de obras de no ficción, a menudo estoy de viaje, y ella, como editora, ha tenido el buen cuidado de evitar a través de los años trabajar con empresas con las cuales yo tengo relaciones contractuales. Así, cuando estamos juntos bajo el mismo techo, compartiendo lo que me gustaría tomarme la libertad de llamar una coexistencia armoniosa y feliz —que comenzó a mediados de los años cincuenta durante un noviazgo que nació en un apartamento sin agua caliente ubicado en Greenwich Village y que luego se mudó a la parte norte de la ciudad y creció con el nacimiento de nuestras hijas, en una casa de piedra rojiza de la que todavía somos dueños y en la que vivimos los dos (dos personas mayores llenas de vida y decididas a no morirse en un crucero)—, debo admitir que con frecuencia aprovecho la presencia en casa de mi esposa, como profesional de la literatura que es, para solicitar su opinión no sólo sobre lo que estoy pensando escribir sino también sobre lo que he escrito; y aunque su respuestas ocasionalmente difieren de las que más tarde expresa mi editor en propiedad, me siento antes afortunado que agobiado cuando dispongo de opiniones distintas entre las cuales elegir, pues eso me parece a todas luces preferible a la falta de ayuda y consejo editorial de la que tanto se quejan muchos de mis amigos escritores. Con todo, a los escritores que deploran su vida de abandono y soledad, déjenme decirles esto: cuando el trabajo no va bien, tener una esposa editora puede ser todavía más desmoralizante, en particular durante los fines de semana y las noches que pasamos en casa, cuando ella se encuentra leyendo con avidez las palabras de otra gente, acostada en nuestra cama matrimonial, bajo una crujiente capa de manuscritos que cubre nuestro elegante cobertor o, peor aún, penetra entre las sábanas, las cuales empezará a sacudir a su debido tiempo para recuperar páginas y ordenarlas perfectamente sobre su mesita de noche, antes de apagar la luz y, posiblemente, soñar con el momento en que tales páginas se transformen en un libro hermosamente editado y aclamado por la crítica.
En todo caso, ese fin de semana que decidimos (que ella decidió) quedamos en Nueva York, mientras mi mujer estaba arriba editando los capítulos de un manuscrito con el que habíamos dormido el viernes, yo estaba abajo, mirando el partido de los Yankees y los Mets (los Yankees habían sacado una rápida ventaja de 2 a 0 gracias a un home run de Paul O’Neill en la primera entrada, después de que Bernie Williams llegara a primera base). Entre una carrera y otra, yo pensaba en mi próximo partido de tenis y me recordaba una y otra vez que debía lanzar la pelota más alto al sacar y aprovechar toda oportunidad de acercarme a la red.
Conocí el tenis gracias a mi profesor de gimnasia durante el penúltimo año de secundaria y, aunque nuestra escuela no tenía por entonces un equipo de tenis eliminar, jugaba todo lo que podía durante el descanso del almuerzo porque lo hacía mucho mejor que mis desgarbados y torpes compañeros de clase, a quienes escogía por contrincantes y que a su vez eran mis subalternos en el periódico estudiantil. El hecho de que nunca alcanzara notoriedad cuando participé en el equipo de la escuela de un deporte importante (fútbol americano, baloncesto, béisbol o atletismo) no me molestaba porque los equipos de nuestra escuela eran mediocres en esos deportes. Además, como cronista (y posible crítico) de los jugadores (por entonces, además de trabajar para el periódico de la escuela, ya escribía sobre deportes y comentaba las actividades escolares de manera extracurricular como corresponsal académico para el semanario de mi pueblo y el diario de Atlantic City), de repente comencé a disfrutar de la dudosa distinción de ser considerado periodista, de ver que mi carácter inmaduro y mi identidad se robustecían, si es que no se engrandecían, por cuenta de los artículos que aparecían respaldados con mi firma y una pequeña fotografía mía en la parte superior de mi columna en la página escolar del semanario del pueblo, por no mencionar los múltiples privilegios de los cuales ahora podía gozar, tales como viajar a los partidos que tenían lugar en otra ciudad en el autobús del equipo, en un asiento reservado detrás del entrenador, o viajar un poco más tarde en un hermoso Buick compacto con biseles cromados que conducía la atractiva esposa del director deportivo.
A pesar de lo malos que por lo general eran los jugadores, ya fueran vacilantes con el balón si jugaban al fútbol americano o eliminados tras tres strikes si jugaban al béisbol, jamás los humillé en letra de molde. Invariablemente, encontraba siempre maneras de describir con delicadeza cada derrota del equipo, cada ineptitud individual. Parecía como si, al escribir, poseyera una precoz habilidad para la retórica y la circunlocución, aun antes de que pudiera deletrear correctamente cualquiera de esas dos palabras. Mi aproximación al periodismo, durante mis años de secundaria, estuvo fuertemente influenciada por un florido novelista llamado Frank Yerby, un negro nacido en Georgia que más tarde se estableció en España y escribió de manera prolífica sobre mujeres llenas de joyas y faldas de crinolina de tal exuberancia erótica que, si no fuera por el estilo fantasioso de la prosa de Yerby —que de alguna manera conturbaba lo que de otro modo para mí hubiera sido asombrosamente obsceno—, sus libros habrían sido censurados a lo largo y ancho de Estados Unidos y a mí me habría sido negada la oportunidad de pedirle de manera tímida a la directora de la biblioteca pública del pueblo todos y cada uno de ellos; es más, no habría entonces tratado de emular el estilo paliativo de Yerby en mis propios intentos por ocultar y encubrir los errores y la ineptitud de los atletas de mi escuela en mis artículos de periódico.
Aunque mis reportajes evasivos y llenos de rodeos bien pueden atribuirse al deseo de mantener buenas relaciones con los atletas y así animarlos a seguir participando en entrevistas, creo que los asuntos prácticos tienen que ver menos con eso que con mi propia identificación juvenil con el fracaso y el hecho de que, a excepción de mi habilidad para escribir textos que suavizaban la dura realidad, yo tampoco podía hacer nada de manera extraordinariamente buena. Las calificaciones que me dieron los maestros, tanto en la escuela elemental como en secundaria, siempre me ubicaron entre los menos buenos de la clase: de la mitad para abajo. Junto con la Química y las Matemáticas, mi peor materia era el Inglés. En 1949 fui rechazado por las dos docenas de universidades a las que me presenté en Nueva Jersey y en los Estados vecinos de Pensilvania y Nueva York. El hecho de que fuese aceptado para hacer mi primer año de carrera en la Universidad de Alabama fue por completo resultado de la solicitud que mi padre le hizo a un generoso médico de Birmingham que trabajaba en nuestro pueblo y que siempre usaba unos trajes soberbiamente diseñados y cortados por mi padre, y de la respectiva solicitud que este médico hizo en mi nombre a un amigo de toda la vida que había sido su compañero de escuela y en ese momento trabajaba como jefe de admisiones de la Universidad de Alabama.
Mis mayores logros durante los cuatro años que pasé en la Universidad de Alabama fueron ser nombrado editor deportivo del semanario de la universidad y la popularidad que obtuve a través de una columna que escribía bajo el título de «Sports Gay-zing[1]», en la cual, a través de la permanente mezcla de humor, consideración y un punto de vista velado, pude dar la mejor versión de tal vez las peores demostraciones atléticas en la orgullosa historia de la universidad. Incluso el equipo de fútbol americano de Alabama, acostumbrado desde tiempo atrás a justificar su reputación nacional como una de las diez potencias de siempre, atravesó, cuando yo era estudiante, por algunos de los días más aciagos desde la Guerra Civil. Mientras que la gloria regresó al campo de fútbol americano después de 1958, con la llegada del ahora legendario entrenador Paul «Bear» Bryant, en mi época el desempeño futbolístico fue, con frecuencia, la causa de varios fines de semana de duelo en todo el estado y de varios rituales celebrados los sábados por la noche en el centro del campus, en los cuales se realizaba la quema de un monigote del entrenador de entonces, un tipo de Nueva Inglaterra conocido como Harold «Red» Drew, por parte de una ruidosa multitud de muchachos pertenecientes a las distintas fraternidades y acompañados de sus novias, las cuales provenían de clubes femeninos en los que las chicas que acababan de entrar como miembros se pasaban la tarde cosiendo muñecos de tamaño natural en tela de costal, con ojos gigantes y una cara gorda y llena de coloretes, que se suponía que replicaban los rasgos del entrenador.
Aunque Drew nunca se nos quejó de esto a mí ni a ningún miembro de mi equipo periodístico, yo comencé a sentir mucha pena por él y en nuestra sección deportiva siempre trataba de darle un giro positivo a su carrera en descenso. En una de mis columnas hice énfasis en el valor que había demostrado mientras servía al país como oficial naval durante la Primera Guerra Mundial, resaltando una ocasión en la cual saltó desde un dirigible que estaba a más de seiscientos metros de altura sobre el golfo de México. Ese salto, ocurrido en 1917, cuando Drew era subteniente, lo consagró como el primer paracaidista en la historia naval, o al menos eso fue lo que escribí después de encontrar la información en un amarillento recorte de periódico que estaba pegado a un viejo cuaderno de recuerdos que me prestó la esposa del entrenador. También ilustré el artículo con una vieja fotografía de la Primera Guerra Mundial, que mostraba a un subteniente Drew esbelto pero corpulento, frente a un avión de combate de la Marina en la base del Canal de Panamá, vestido con pantalones hasta la rodilla, botas altas y una gorra de oficial decorada con una insignia y provista de una visera que protegía sus ojos del sol, pero sin esconder una discreta sonrisa que yo esperaba que mis lectores interpretaran como la marca de un modesto y valiente guerrero, pensando, de manera ingenua, que eso instigaría el patriotismo de los jóvenes estudiantes y extinguiría unas cuantas de esas antorchas nocturnas que levantaban para insultar al entrenador Drew y a veces también a su venerable asistente, Henry «Hank» Crisp, especializado en dirigir la débil línea de defensa de Alabama.
En otro intento fútil de mi parte por distraer la atención de los seguidores de actuaciones tan desastrosas como las que regularmente hicieron en temporadas como la de 1951, por ejemplo, cuando el equipo perdió seis de once partidos, dramaticé la tragedia con palabras sacadas, en parte, de Shakespeare:
Ser o no ser: ¡he ahí la cuestión! ¿Acaso Drew o Crisp deben padecer la adversidad y los dardos de un bloqueo inmisericorde, o más bien alzarse en armas contra una multitud de escritores deportivos y, haciéndoles frente, acabar con ellos?
Ganar […] perder […] ser derrotados, aplastados, superados y consumidos por el presuntuoso de Villanova […]
Ah, dormir, porque en ese sueño de la muerte soñamos con nuestros contrincantes que arrasaron para luego huir, pelota de cuero bajo el brazo, por encima y por debajo de los muros de la Universidad de Alabama […]
Una vez que me gradué, en 1953, abandoné a Red Drew a su suerte. Un año después leí que había renunciado, después de que su equipo alcanzara la marca de cuatro victorias, cinco derrotas y dos empates, que hubiera podido considerarse sobresaliente si se compara con los logros de su sucesor, J. B. «Ears» Whitworth, quien perdió en 1955 diez partidos sin haber ganado siquiera uno. Durante esos dos años no volví a la universidad para presenciar ninguno de tales encuentros, pues fui asignado durante buena parte del tiempo a una unidad blindada en Kentucky para cumplir con mi servicio militar y luego emplazado con esa misma unidad en Alemania hasta que terminé el servicio en junio de 1956, cuando pude aceptar un trabajo como reportero en la sección deportiva de The New York Times. En realidad ya había trabajado brevemente para el Times como asistente, durante el verano y el otoño de 1953, antes de entrar en el ejército, gracias a la recomendación de un compañero de clases y amigo de Alabama, cuyo tío de Mississippi, el periodista y editor Turner Catledge, había sido nombrado gerente editorial del Times en 1951. El señor Catledge arregló las cosas para que me contrataran por primera vez, después de verme en su oficina y tras hojear algunos de mis recortes; ahora bien, durante el tiempo que estuve en el ejército, como podrán imaginar, no fui para nada negligente en aquello de mantener el contacto.
Fue él quien después me propuso trabajar en la sección deportiva, no sin antes dejarme saber que no le gustaba para nada la tendencia de dicha sección a cubrir los deportes del mismo modo serio y pesado con el que por entonces el Times cubría todo lo demás; por alguna razón en particular, decidió que la sección deportiva debía reformarse y señaló que el estilo allí podía ser más divertido, original y (teniendo en cuenta que el Times no publicaba historietas) entretenido. Y aunque no dijo nada que desaprobara claramente la labor del editor de deportes, un hombre mayor, corpulento y de mejillas rosadas, famoso en la oficina por sus largos almuerzos en Longchamps, de alguna manera tuve la impresión de que el futuro profesional del editor de deportes no era más promisorio que el de Red Drew.
A pesar de ser un joven y ambicioso periodista deportivo, seguí leyendo y recibiendo la influencia principalmente de escritores de ficción, aunque mis gustos ya no cuadraban del todo con la literatura erótica que había encendido mis hormonas en la secundaria. En Alabama había leído novelas y cuentos de William Faulkner, Thomas Wolfe y otros escritores del sur que me había recomendado el sobrino de Turner Catledge, quien poseía tal sensibilidad poética que me había jurado con anterioridad que nunca haría lo que yo después iba a hacer con tanto entusiasmo, a saber, sacarles provecho a las conexiones de su tío en el periodismo.
Cada día que pasaba en el edificio del Times tomaba nota de los escritores cuyos nombres veía en las tapas de los libros que llevaban bajo el brazo mis compañeros mayores cuando iban en el ascensor y, a veces, oía a hurtadillas las discusiones que se suscitaban alrededor de tales libros mientras almorzaba en la cafetería. Como ahora leía los suplementos literarios y estaba suscrito a The New Yorker por primera vez, me empezaba a dar cuenta de que incluso unos cuantos escritores de ficción famosos habían escrito ocasionalmente acerca de eventos deportivos y atletas en sus novelas y relatos cortos. Mientras leía ejemplos de tales textos, no dejaba de recordarme todo el tiempo que lo que estaba leyendo había sido imaginado; después de todo, tal esfuerzo era lo que recibía el nombre de «ficción». Sin embargo, después de terminar, por ejemplo, un cuento de John O’Hara en el cual se describe de manera precisa y elegante el esotérico juego del jeu de paume (tenis antiguo), y que se desarrolla dentro de los muros del New York Racquet & Tennis Club, con sus peculiares ángulos interiores —un local que yo había visitado muchas veces y con el que estaba familiarizado—, no parecía importar en este caso si O’Hara estaba escribiendo «ficción» o no; en la medida en que él había entretejido en su historia los hechos y detalles acerca del club y el juego, había cumplido con los exigentes estándares de precisión que pregonaban diariamente los editores del departamento de deportes del Times.
Por otra parte, me había impresionado la capacidad de O’Hara para hacerme sentir como si yo estuviera ahí, en el Racquet & Tennis Club, observando el juego desde una de las gradas que dan sobre la cancha; y también estuve ahí, en un campo de fútbol americano, animando a un halfback que, con sorprendente movimiento de caderas, se abre paso hacia un touchdown en el relato de Irwin Shaw «The Eighty-Yard Run»; y también estuve ahí, en un campo de golf cubierto de nieve, temblando de frío junto a un caddy que suspiraba de amor en «Winter Dreams» de F. Scott Fitzgerald; y ahí, en el comedor de la pista de carreras de un hipódromo, sentado junto a un preparador que levanta la cabeza de su plato y, al notar que está a punto de sentarse con él un amigo jockey —un jinete mayor y malhumorado que está atravesando por un periodo de dificultades para controlar su peso—, dice en voz baja, de manera que el jockey no lo oiga (aunque sus palabras se citan en un aparte de «The Ballad of the Sad Café», de Carson McCullers, que yo había leído en The New Yorker): «Si se come una chuleta de cordero, una hora después se le verá moldeada en el estómago».
Yo quería usar frases como ésa en mis artículos deportivos, pero también sabía que no podía inventármelas. Yo era un periodista, no un escritor de ficción. No obstante, si lograba acercarme lo suficiente a algunos de esos atletas que estaba conociendo ahora en Nueva York y conseguía convencerlos para que confiaran en mí y me hicieran confidencias, tal como habían hecho muchos de los jugadores que había conocido en la secundaria y la universidad —cuando solía lamentarme con ellos y animarlos después de cada derrota; yo era como el Doctor Amor de los vestuarios—, quizá me sería posible escribir historias llenas de información precisa pero al mismo tiempo personalmente reveladoras acerca de atletas importantes que aparecerían con sus nombres verdaderos, y publicar luego esas historias en el rígido New York Times que el señor Catledge estaba tratando de volver más suelto en el área en la que yo trabajaba. Así, sin falsificar los hechos, mi enfoque periodístico se acercaría al de la ficción y abundaría en detalles íntimos, descripciones del entorno y diálogos, al mismo tiempo que estaría marcado por una íntima identificación con mis personajes y sus conflictos.
De tal manera que la tarde que me encontré sentado en el fondo de la sección deportiva entrevistando a un glamoroso visitante llamado Frank Gifford, el halfback estrella de los Giants de Nueva York, estaba pensando en «The Eighty-Yard Run»; y en otra ocasión, mientras estaba en el estadio de los Yankees tratando de comunicarme con el poco glamoroso Roger Maris, el rey de los home-runs del equipo dirigido por el querido Mickey Mantle, sentí tanta empatía como la que siempre siento hacia quienes terminan siendo considerados como los segundos mejores; y después de hacerme amigo de un joven prometedor pugilista de nombre José Torres, acorté mis frases a lo Hemingway y escribí:
A sus veintidós años, el campeón tiene unos tristes ojos negros. Varias cicatrices pequeñas y de borde irregular en la cara y una nariz chata que ha sido golpeada muchas veces por anónimos aficionados que ya ha olvidado.
Ha tenido seis peleas profesionales como peso medio. Nadie lo ha vencido. En el armario de la habitación amueblada que alquila por once dólares a la semana en el número 340 de la calle Unión, en Brooklyn, tiene ocho trajes, una docena de camisas de seda y catorce pares de zapatos. También tiene una novia llamada Ramona. Los dos nacieron en Puerto Rico.
Cada semana Ramona, que también tiene veintidós años, y su madre vienen a limpiar la habitación del boxeador. La madre se queja de que siempre está sucia, que nunca recoge los calcetines y tiene demasiados zapatos. El boxeador dice que pronto se casará con Ramona y se mudará a Manhattan, cerca del Gimnasio Stillman’s, lejos de la madre.
Aunque el béisbol, tal como lo jugaban los Yankees, seguirá dominando mis emociones de hincha, el boxeo profesional —tal y como lo personifican aquellos boxeadores que inevitablemente terminan decepcionados, que con frecuencia se olvidan en la derrota y que con la misma frecuencia contemplan la posibilidad de un regreso triunfal— fue el campo que más traté de ennoblecer en las páginas deportivas del Times, empeño al que se unieron uno o dos novelistas cercanos que eran habituales del ring de boxeo. Tuve la fortuna de que, a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, las filas de los pesos pesados incluyeran a un campeón notoriamente sincero y elocuente de nombre Floyd Patterson, a quien llegué a conocer tan bien que con frecuencia pensaba en él como si fuera mi propiedad literaria. Escribí más de treinta artículos sobre Patterson durante los nueve años que pasé como reportero del Times (de 1956 hasta 1965), y aunque dejé la sección de deportes en 1958 para acceder al material más variado de las noticias generales, siempre seguí ofreciéndome como voluntario para cubrir eventos deportivos, en particular si se trataba de un encuentro de la Serie Mundial que involucrara a los Yankees, o una pelea de pesos pesados en la que Patterson fuera uno de los contendientes.
Algunos de los días en que tenía peleas, yo solía pasar una hora o más conversando con él al final de la tarde, al pie de su cama en una suite de hotel, rodeado de sus entrenadores y sparrings, quienes por lo general jugaban a las cartas en la mesa del comedor o dormían una siesta en uno de los sofás. Más tarde, a medida que se aproximaba la hora del enfrentamiento, cuando me deslizaba en la limusina que los llevaría a él y a sus invitados especiales a la arena, yo podía sentir cómo aumentaba mi sudoración, mientras imaginaba el castigo que podrían recibir el cuerpo y la cara de este hombre cordial y de buenas maneras, que iba sentado en silencio en la parte de atrás, mirando hacia la acera con aparente indiferencia, vestido con un traje de corte conservador y una discreta corbata de seda, sin que hubiese ningún rasgo que lo distinguiera de cualquier ejecutivo negro que trabajara para IBM. Yo no dejaba de pensar en que pronto él estaría semidesnudo en el ring, y en otras cosas que pueden parecer simplistas y melodramáticamente banales, excepto en momentos como éste, cuando temía por ese hombre que estaba a sólo unas pocas horas de poder quedar seriamente herido, golpeado e inconsciente, porque en realidad no era un hombre sanguinario ni tenía el suficiente talento y porque además era muy liviano para ser un peso pesado; le hacían falta tal vez unos diez kilos y tenía un alcance mucho menor que el de sus principales contrincantes: el amenazante Sonny Liston y el arrogante Muhammad Ali, tan seguro de sí, dos boxeadores que efectivamente terminarían por aniquilarlo más tarde.
Pero incluso después de que lo hacían, dejándolo con los ojos hinchados, ocultos tras gafas oscuras, y las costillas tan doloridas que hacía una mueca de dolor cada vez que respiraba, Patterson me permitía ir hasta su casa para hacerle una entrevista tras el enfrentamiento, en la cual me contestaba preguntas que tal vez no le hubiera hecho de haber habido otros periodistas en el cuarto. En 1964, después de que Liston lo noqueara en el primer asalto y después de que un editor del Times me dijera que el periódico ya estaba saturado de mis historias sobre Patterson, pasé un fin de semana con él para hacer un artículo para Esquire, en el cual, entre otras cosas, me describió qué se sentía cuando uno quedaba noqueado.
«Quedar tendido en la lona no es una sensación desagradable», me dijo. «En realidad es una sensación agradable. No es doloroso, sólo se siente un intenso aturdimiento. Uno no ve ángeles ni estrellitas; es como estar flotando en una placentera nube. Después de que Liston me golpeara en Nevada, sentí, durante cuatro o cinco segundos, que todo el público en el coliseo realmente estaba a mi lado en la lona, que me rodeaban como una familia, y uno siente cariño por toda esa gente en el coliseo después de que te han noqueado. Uno siente que todo el mundo lo quiere. Y uno quisiera abrazar y besar a todo el mundo, hombres y mujeres; después del combate con Liston alguien me dijo que de hecho yo le había mandado un beso a la multitud desde el ring. No lo recuerdo. Pero supongo que es cierto porque eso es lo que uno siente durante los cuatro o cinco segundos que siguen al knockout […]»
«Pero luego», añadió, mientras se paseaba por la habitación, «esa sensación agradable te abandona. Uno se da cuenta de dónde está y qué está haciendo ahí y qué es lo que acaba de sucederle. Y lo que sigue es un dolor, un dolor confuso, no es un dolor físico, es un dolor mezclado con rabia; es un dolor por lo que la gente va a pensar; es un dolor de vergüenza por lo incompetentes que fuimos […] y lo único que quieres es que aparezca una puerta en medio de la lona, una puerta que se abra hacia arriba y lo deposite a uno en el vestuario, en lugar de tener que salir del ring y tener que enfrentarse a esa gente. Lo peor de perder es tener que salir del ring caminando y enfrentarse a esa gente […]»
Aunque él nunca se lamentó de haber sido tal vez demasiado franco conmigo en el largo y revelador artículo que apareció en Esquire —de hecho, años después escribí un texto más corto con él en la misma revista y seguimos viéndonos en eventos sociales hasta que nos fuimos acercando a la vejez y él comenzó a perder la memoria y ya no siempre podía recordar mi nombre—, siempre me he arrepentido de que los editores le pusieran al artículo el título de «El perdedor».
Si bien es cierto que Patterson nunca fue un rival de la talla de Liston o Ali, y que probablemente haya sufrido más knockouts que cualquier otro boxeador de peso pesado en la historia —en 1939, cuando perdió su título contra el sueco Ingeniar Johansson, cayó siete veces a la lona en la misma pelea—, es igual de cierto que Patterson fue el boxeador de peso pesado líder en levantarse de la lona. Ya se estaba poniendo de pie después de que Johansson lo tumbara por última vez en 1939, pero el juez suspendió la pelea. En la pelea de revancha, un año más tarde, Patterson noqueó a Johansson y se convirtió en el primer hombre en recuperar el título de los pesos pesados; y más tarde contuvo a Johansson en su tercera y última pelea. Así que en lugar de pensar en Floyd Patterson como en un «perdedor», lo considero un ejemplo de perseverancia, un hombre que nunca renunció y siempre trató de levantarse, incluso en momentos de decepción y derrota.
No mucho tiempo después de que Patterson se retirara del ring, los Yankees también se hicieron famosos por sus derrotas, después de caer del primer lugar de la Liga Americana en 1964 al sexto en 1965, al décimo en 1966 y al noveno en 1967. El dueño de los Yankees era la CBS, que se había convertido en el socio mayoritario en 1964, pero nunca supe si el hecho de que fueran propiedad de la cadena tenía algo que ver con los sorprendentes pobres resultados del equipo. Por esa época yo estaba con frecuencia fuera de Nueva York y rara vez iba a ver los partidos en el estadio de los Yankees. Después de dejar el Times en 1965 para trabajar a destajo para distintas revistas y escribir libros, pasé gran parte de mi tiempo, entre mediados de los sesenta y comienzos de los setenta, viviendo en hoteles y apartamentos en varias partes de California: en Beverly Hills, para hacer una semblanza de Frank Sinatra durante sus años otoñales; en San Francisco, para escribir sobre Joe DiMaggio, que tenía en esa época cincuenta y un años y todavía se lamentaba por Marilyn Monroe, y que también se preguntaba qué les estaba pasando a los Yankees del momento; en San José, donde completé la investigación para un libro sobre los Bonanno, la familia de mañosos exiliados que fue expulsada de Nueva York por sus rivales en la mafia a finales de los años sesenta, después de perder la «Guerra de los Banana» (llamada así por el apodo con que se conocía a la familia); y en Topanga Canyon, cerca de Malibú, en el condado de Los Ángeles, adonde fui con frecuencia desde 1971 hasta 1973 con el fin de entrevistar a docenas de librepensadores nudistas y parejas que practicaban el amor libre en una comuna llamada Sandstone, lugar que con frecuencia usé como guarida mientras investigaba y escribía un libro que esbozaba las tendencias históricas y sociales que, según creo, hicieron que el Estados Unidos de los años setenta fuera mucho más permisivo y menos puritano que en los días de mi juventud, recién terminada la guerra, la época anterior a Playboy, cuando mi confesada admiración por las novelas de Frank Yerby impulsó al sacerdote de mi parroquia a predecir, tal vez con razón, que yo estaba predestinado a la degeneración y a pasar varios años de castigo en el purgatorio después de muerto.
Una noche, cuando estaba viviendo en Topanga Canyon, fui hasta Beverly Hills para cenar con un amigo escritor que conocía de Nueva York y que ahora estaba haciendo una fortuna en Hollywood trabajando en guiones que, hasta donde sé, nunca se convirtieron en películas. Mi amigo era un hincha de los Yankees y, cuando estábamos terminando de cenar, me presentó a uno de los administradores del restaurante, devoto de los Red Sox, un hombre de origen irlandés, encantador y sociable, que debía de estar en sus treinta, medía metro noventa y cinco, vestido con un traje de corte perfecto, con chaqueta cruzada y corbatín, llamado Patrick Shields. Después de sentarse un rato en nuestra mesa e invitarnos a un licor. Shields aprovechó la oportunidad para brindar por la ininterrumpida decadencia de los Yankees.
Lo vi en el restaurante unas cuantas veces más; y antes de que yo regresara a Nueva York, durante la primavera de 1974, ya habíamos intercambiado números telefónicos y habíamos hecho planes de vernos durante uno de sus viajes a la Costa Este, el cual dijo que trataría de cuadrar de manera que coincidiera con un partido de los Red Sox contra los Yankees en el estadio de estos últimos. La siguiente vez que tuve noticias de Shields, un año más tarde, fue cuando me llamó para informarme de que se había mudado a Nueva York y quería invitarme a conocer un restaurante-discoteca que estaba administrando en el Upper East Side de Manhattan.
El lugar se llamaba Le Club y, según me enteraría tras varias visitas, entre sus miembros había muchos magnates de negocios de Nueva York que no sólo eran fanáticos del deporte sino que a veces también tenían inversiones en uno o más de los equipos locales: podían ser dueños de una parte de los Yankees, los Mets, los Jets, los Giants, los Knicks, los Nets, los Rangers, o poseer porcentajes pequeños de varios de estos equipos. En todo caso, estos personajes llegaban a los eventos deportivos en limusina y por lo general se sentaban en amplios palcos con paredes de vidrio y excelente ubicación que, al tiempo que ofrecían una vista panorámica de todo el campo de juego, aislaban gran parte del ruido y el ambiente que emanaba de las multitudes que llenaban las graderías y de los otros espectadores y atletas abajo. Muchos de estos palcos cerrados tenían sistemas de aire acondicionado y calefacción, venían amueblados con cómodas sillas y contaban con barman, camareros y un bufet que ofrecía una selección de mariscos, carnes y ensaladas, de manera que los magnates y sus amigos, tanto hombres como mujeres, podían asistir a los partidos sin privarse de las comodidades y los privilegios a los que estaban acostumbrados, por no mencionar la posibilidad de hacer allí (como lo hacían muchos de ellos) lo mismo que habrían hecho si se hubiesen quedado en casa: observar el juego por televisión, pues por lo general había dos o más pantallas colgando de las paredes de los palcos.
Una vez terminado el partido —y con frecuencia antes, si no estaba muy interesante—, estos hombres y sus amigos quizá regresaban a Le Club para cenar o tomarse un último trago. Me gustaba ver la manera como Patrick Shields se movía entre ellos, saludándolos y conversando en sus mesas cerca de la pista de baile; lo que más me impresionaba era ver la soltura con la cual se comportaba cuando estaba en presencia de estos individuos millonarios, a veces toscos y caprichosos, que, así como lo habían contratado, también podían asociarse en cualquier momento para despedirlo. Pero, en mi opinión, a Shields eso no parecía importarle y tampoco era especialmente deferente, como suelen ser con frecuencia los maîtres, incluso en los restaurantes más exclusivos de Nueva York. Era como si él supiera algo sobre ellos, algo más que los devaneos extramaritales que la mayoría de los dueños de restaurantes aceptan discretamente como parte del decorado de un comedor de Nueva York. O tal vez la ventaja de Patrick Shields era simplemente el hecho de que podía sentar a esas personas donde quisiera, lo cual ya le daba poder, al menos durante las horas de la noche, cuando creo que la sensibilidad y la estabilidad de la mayor parte de la gente sufre un proceso de alteración que los hace depender más de la adulación de las luces y los espacios que engrandecen el ego y que se encuentran en todos los buenos restaurantes y clubes, así como de la posibilidad de tener las mejores mesas que empleados como Patrick Shields podían reservarles, lo cual constituye una manera de confirmar el estatus que la mayor parte de esta gente da por sentado durante el día.
Hace mucho tiempo que creo que en ciudades tan grandes y fluctuantes como Nueva York, incluso algunos ciudadanos muy importantes pueden sentirse a menudo insignificantes por la noche, debido en parte a que sus oficinas están cerradas, permanecen lejos de sus sistemas de apoyo y la atención de sus subalternos, y a veces los olvidan hasta los conductores de sus limusinas, que aunque los esperan frente a los restaurantes, se quedan dormidos detrás del volante y sólo se despiertan después de unos cuantos golpecitos en la ventana o el parabrisas. De ahí la necesidad de que, por la noche, existan restaurantes que constituyan extensiones del lugar prominente que ocupa esta gente importante durante el día, lo cual se ha convertido en el ingrediente esencial que ha alimentado las exitosas carreras de todas las grandes figuras culinarias: el legendario Henri Soulé, de Le Pavilion; Sirio Maccioni, de Le Cirque; Elaine Kaufman, de Elaine’s, y docenas de jóvenes propietarios de restaurantes y hombres como Patrick Shields, quien, a pesar de no ser propietario, era similar a ellos, en la medida en que era un empresario de la noche.
Shields también era un excelente conversador y, al mismo tiempo que repartía el menú entre sus clientes, de pie, imponente junto a sus mesas, expresaba sus opiniones de manera franca sobre los temas que con frecuencia se discutían: la economía nacional, la política local y los deportes profesionales.
Todas las mañanas, Patrick leía cinco diarios: el Wall Street Journal, el Times y tres tabloides locales, entre ellos Women’s Wear Daily, cuyo editor era socio de Le Club. Al final de la tarde, mientras los camareros preparaban las mesas para la cena, hablaba por teléfono con su corredor de bolsa para discutir algunos de los consejos que había escuchado la noche anterior, al tiempo que pasaba de mesa en mesa. Su apartamento de soltero estaba en un edificio alto del vecindario y lo que colgaba de los ganchos de madera de su armario eran filas de chaquetas perfectamente cortadas y trajes comprados en las tiendas más elegantes de Rodeo Drive y la Avenida Madison, en las dos costas; y estacionado en el garaje estaba su Lincoln Town, con suficiente espacio para sus largas piernas. Entre las atractivas mujeres que lo acompañaban cuando salía por Manhattan las noches que no trabajaba —y que no estaba jugando al backgammon o al bridge en el salón de té de un hotel de Park Avenue con las esposas de unos cuantos millonarios viejos que había conocido en Le Club— estaba su amiga la actriz Jennifer O’Neill, así como otras intérpretes que había conocido en Los Ángeles o le habían presentado desde que se mudó a la Costa Este. El mismo habría servido para trabajar ante las cámaras. Sus estilizados rasgos faciales, con esas apuestas ojeras y esos ojos azules, me recordaban a veces a la estrella del cine Peter O’Toole. Pero es posible que la estatura de Patrick Shields —medía casi dos metros, como ya dije, y su actitud orgullosamente erguida, unida a su cuerpo esbelto, lo hacía parecer incluso más alto— no le hubiera servido en su potencial carrera de actor tanto como creo que le ayudaba para definir su papel como personaje peculiar de Le Club, un hombre que, como tal vez ya he enfatizado en exceso, no podía ser clasificado como un servil adulador.
En realidad nunca he visto que la gente muy alta tienda a ser servil. Ese tipo de individuos puede ser tímido o, como veía comportarse ocasionalmente a Patrick Shields, reservado. Pero creo que, debido a su estatura, la gente rara vez los desafía porque las personas de menor estatura —incluso aquellos que puedan ser conocidos en sus trabajos como pequeños Napoleones— tienden a modificar su comportamiento, a volverse menos firmes, cuando están frente a hombres a los que hay que mirar hacia arriba, como le sucedía a Patrick Shields cada noche en Le Club, mientras conversaba casualmente con presidentes de compañías, magnates inmobiliarios, abogados de empresas y otra gente que tal vez era propietaria de una parte de un equipo de baloncesto, pero cuya visión de los tipos altos se limitaba por lo general a lo que alcanzaban a ver desde los lujosos palcos privados o los asientos de platea del Madison Square Garden. Sin embargo, eso era suficiente para que vieran que el hecho de ser alto y tener mayor alcance de brazos proporcionaba, sin duda, algunas ventajas, al mismo tiempo que también sabían lo agresivos que podían ser los hombres altos cuando entraban en acción, como ocurrió, por ejemplo, con Latrell Sprewell, el jugador de los Knicks, cuya aceptación años más tarde por parte de los seguidores locales casi se eclipsa del todo al lado de la notoriedad que adquirió tras estrangular al entrenador del equipo de la Costa Oeste en el cual había jugado previamente.
Desde luego, no estoy insinuando que en la actitud de Patrick Shields hubiese algo amenazante o que indicara una tendencia a la irritación. Sólo sugiero que el hecho de ser muy alto fue, tal vez, uno de los factores que incidió en su capacidad de comportarse al mismo tiempo como un subalterno agradecido pero independiente de los hombres que le pagaban su salario en Le Club. En realidad no estoy seguro de que su estatura, junto con su eficacia general y su afabilidad, haya sido la única causa de esa aparente seguridad que mostraba en Le Club, pero mi impresión era que se sentía muy cómodo con los socios, y es verdad que ellos a veces lo invitaban a cenas y fiestas en sus casas y también le regalaban entradas para los eventos deportivos e incluso pases que le permitían acceder a sus palcos. Uno de los que hacía esto, de algún modo para mi sorpresa, era el propietario de los Yankees de Nueva York, George Steinbrenner.
Patrick Shields nunca ocultó su inquebrantable afecto por los Red Sox después de que se mudó a Nueva York, y entre los miembros de Le Club que eran conscientes de esa particularidad estaba el dueño de los Yankees, quien era conocido en los medios por la indiferencia que sentía hacia la gente que tenía opiniones distintas a la suya. En las caricaturas de los tabloides, Steinbrenner era representado a veces como un anticuado oficial del ejército prusiano, de pecho ancho, mandíbula cuadrada y gesto huraño, cuya cara quedaba oculta parcialmente por un inmenso casco con púas. Pero desde que le compró los Yankees a la CBS, en noviembre de 1973 (después de que el equipo terminara cuarto por tercera vez consecutiva), enseguida puso su considerable fortuna y su insaciable actitud ganadora a disposición de la entidad y se ocupó de mejorarla durante los siguientes ocho años, cuando terminó primero en cinco ocasiones, llegó tres veces a la Serie Mundial y obtuvo dos títulos mundiales.
Entre aquellos que regularmente veían esas temporadas ganadoras desde el palco de Steinbrenner estaba Patrick Shields, quien a menudo demostraba su gratitud por la generosidad de Steinbrenner asistiendo al estadio de los Yankees vestido con uno de sus trajes Armani y una gorra de los Red Sox. Sé que eso es cierto porque con frecuencia yo mismo lo acompañaba, pues mi nombre también fue incluido en la lista de Steinbrenner después de que Shields nos presentara y hablara extensamente sobre mi eterna devoción por los Yankees. A pesar de lo mucho que agradecía los esfuerzos de Shields por cimentar sólidamente lo que se convertiría en mi duradera y cordial amistad con el jefe de los Yankees, también debo decir que, cada vez que entrábamos al lujoso palco del dueño, me preocupaba secretamente por lo que Shields escogía para cubrirse la cabeza. Aunque al comienzo todo el mundo pareció divertirse con la ocurrencia, incluido el propio Steinbrenner, y a pesar de que, con el tiempo, la gente tendía a hacer caso omiso de la gorra —o a aceptarla como se acepta un toque de excentricidad o desaliño en un individuo que, por lo demás, es siempre respetable y está bien vestido—, siempre pensé que, a menos que Patrick Shields (sin importar lo alto que fuera) comenzara a usar pronto una gorra más apropiada para asistir al estadio de los Yankees, los dos terminaríamos inevitablemente en las graderías públicas.
Steinbrenner medía un metro ochenta y cinco centímetros y era, básicamente, más alto que cualquier otra persona de nuestro medio. Y tal y como había demostrado en la manera en que dirigía su equipo —regateando acerca de los detalles en grandes contratos, rotando de manera impulsiva a los directores técnicos (contrató y despidió a Billy Martin no menos de cuatro veces durante un periodo de doce años) e insistiendo en que sus jugadores se cortaran la barba y el pelo al rape, y en que definitivamente evitaran los peinados tipo afro que unos cuantos jardineros negros trataban de embutir bajo sus gorras de los Yankees—, se preocupaba profundamente por muchas cosas que no siempre eran lógicas, razonables o predecibles. Pero esto no explica por qué el famoso jefe tiránico de los Yankees siguió recibiendo durante años en su palco privado del estadio a un adorador de los Red Sox; de hecho, las relaciones entre ellos se convirtieron rápidamente en un cariñoso vínculo fraternal que expresaban abiertamente. Lo que yo supongo es que, en su fuero interno, Steinbrenner respetaba la terca y decidida preferencia de Shields por el equipo de Boston que, a los ojos de Patrick, representaba (no menos que los Celtics o la familia Kennedy, a la que también veneraba) el centro y el alma de la ética del trabajo de los inmigrantes irlandeses y su sufrimiento católico. Uno de los principios que Steinbrenner aprendió de su educación en una escuela militar fue el de la lealtad absoluta en los buenos y los malos tiempos y, aunque él mismo se apartaba a veces de esos principios, por ejemplo en sus tratos con ex jugadores de los Yankees que se convirtieron en directores técnicos —Yogi Berra se negó a dirigirle la palabra durante catorce años porque, después de que le dijeran que su trabajo como director técnico no corría peligro, de pronto fue inexplicablemente despedido por Steinbrenner y se enteró de ello a través de terceros—, el dueño de los Yankees, de todas maneras, era capaz de dejarse conquistar y afectar por manifestaciones de lealtad, cuando las veía en seguidores como Patrick Shields. Probablemente también es cierto que al pasar por alto la fidelidad de Shields a los Red Sox, el propietario de los Yankees podía refutar la imagen que daban de él los medios de ser un jefe autoritario e intolerante. Por otra parte, el vínculo de Steinbrenner con Shields también se puede comparar con el de un misionero que busca reformar a un hereje, pues continuamente le hacía regalos que indicaban tal vez su esperanza de convertir a Shields, tales como un uniforme de los Yankees confeccionado a medida y también pases para las previas de los partidos, que le permitían a Shields acceder al vestuario y al banquillo de los Yankees y pasearse por los alrededores del campo y detrás de la zona de calentamiento de los bateadores, donde tenía la libertad de conversar con los jugadores. Como resultado. Shields se hizo amigo de muchos de ellos, tanto que admitía que los prefería frente a todos los otros jugadores, excepto los de los Red Sox. Al mismo tiempo, Shields presionó a Steinbrenner para que le permitiera demostrar su supuesto talento como tenor irlandés eligiéndolo para cantar el himno nacional de Estados Unidos, una noche antes de un partido en el estadio.
Steinbrenner contestó con lo que pensó que era una idea todavía mejor: alquilaría por una noche (como en efecto lo hizo) el Town Hall, para patrocinar el debut de Patrick Shields como solista. Todas las entradas se repartieron de manera gratuita entre los amigos de Shields de Le Club y otras partes de la ciudad, y uno de los ejecutivos de Steinbrenner, cuya hermana era monja, se encargó de incrementar el público al organizar a montones de estudiantes de una parroquia para que fueran traídos al teatro, en el centro de Manhattan. Antes de comenzar y durante todo el programa, Patrick Shields fue ovacionado con generosas rondas de aplausos que, más que mostrar su talento como cantante, que era apenas pasable, son prueba de la persuasiva respuesta a lo Ciudadano Kane de George Steinbrenner y el resto de su grupo, que ocupaba las primeras filas. Más tarde esa noche en Elaine’s, en la parte norte de Manhattan, unos cuantos de los comensales que habían asistido al concierto lo estaban ridiculizando en voz tan alta que los alcanzó a oír desde el otro lado del salón Elaine Kaufman, la robusta propietaria del restaurante, que también había estado en el Town Hall.
«Ese show de esta noche fue un absoluto desastre», dijo uno de los hombres de la mesa.
«Shields no tiene ni idea de cantar», asintió otro hombre, y agregó: «Steinbrenner quedó como un idiota al dejarse involucrar en esto…».
«¿Tendrían la bondad de callarse, señores?», gritó Elaine Kaufman desde la barra. «Al menos Patrick tiene las agallas de plantarse ahí e intentarlo. Que es mucho más de lo que cualquiera de ustedes ha hecho.»
A la entrada de Elaine’s, colgada de la pared que estaba al frente, había una fotografía enmarcada de Patrick Shields vestido con el uniforme de los Yankees. Por esa época ella y Shields eran amigos íntimos, y a menudo asistían juntos a los partidos y se sentaban en el palco de Steinbrenner, excepto en las ocasiones en que los Red Sox estaban en la ciudad y Shields prefería ver el partido solo, desde un asiento que estaba detrás del banquillo de los Red Sox (según disposiciones de Steinbrenner). Cuando su horario de trabajo lo permitía, Shields volaba a veces hasta Boston para ver a los Red Sox en Fenway Park, pero una gripe le impidió ver el partido decisivo de septiembre de 1978, en el cual los Yankees ganaron a los Red Sox como visitantes, principalmente gracias a que un shortstop de Nueva York llamado Bucky Dent (un bateador con un promedio de 0,243 que, en 1978, sólo había hecho cinco home runs) logró batear un home run durante las últimas entradas de este importante partido, un «pequeño golpe de suerte», como diría Shields mientras veía el encuentro por televisión en Le Club, que sin embargo se elevó por los aires a lo largo de la línea de foul del jardín izquierdo y aterrizó más allá del campo de juego, lo cual terminó por definir el resultado a favor de los Yankees y acabar la temporada para Boston.
«Ay, George», le dijo Shields a Steinbrenner cuando este último regresó de Boston, «¿cómo pudiste hacerme eso? ¡Tienes tantos súper bateadores, todos esos cotizados talentos, y terminas rompiéndome el corazón con Bucky Dent!».
Esos Yankees de 1978 llegarían a jugar en la Serie Mundial y a derrotar a los Dodgers de Los Ángeles, tal como lo habían hecho el año anterior. Pero cuando los dos equipos se volvieran a encontrar en la Serie Mundial de 1981 (los Yankees no pudieron clasificarse en 1979 ni en 1980), los Dodgers se vengarían y ganarían cuatro de seis partidos. Después de eso, los Yankees atravesarían un periodo de varios años de ineptitud y entrenadores de corta duración, mientras Steinbrenner vociferaba de manera delirante, hasta que finalmente el equipo de los Yankees de 1996, dirigido por Joe Torre, logró otro campeonato mundial.
Durante todos esos años seguí yendo al estadio con Elaine Kaufman, pero con frecuencia sin Patrick Shields, quien, a finales de los años ochenta, comenzó a quejarse de su falta de energía y entusiasmo por el juego. Pero lo que no nos dijo era que se estaba muriendo lentamente. Estaba muriéndose a causa de lo que desconocíamos sobre su vida privada, la vida nocturna que llevaba después de que cerraba Le Club a las cuatro de la mañana, recibiendo en su apartamento a los jovencitos con los que compartía su cocaína y su afecto.
La mujer que trabajó como su secretaria y confidente durante toda la vida, y que supo durante más de dos años que Patrick Shields tenía sida, dijo que él parecía sentirse muy feliz con el hecho de haber podido pasar convincentemente por hetero durante tanto tiempo, ante toda la gente con la que se relacionaba en el palco de Steinbrenner y en Le Club y ante las mujeres a las que acompañaba hasta su casa por la noche, antes de que comenzara su vida del amanecer. En su testamento, Patrick Shields le dejó todas sus pertenencias, incluida la gorra de los Red Sox, al último de sus amantes, un joven modelo que había nacido en Puerto Rico y que era conocido en el mundo de la moda y las discotecas de Nueva York como «Romeo».