Al amanecer, el Sprite entró en la bahía por el canal. Lo seguían todos los dhows y transportes omaníes capturados, empujados por el Arcturus y el Revenge. Las naves de guerra anclaron y de inmediato apuntaron sus cañones al fuerte. Los tres largos cañones de nueve libras en las alturas del farallón y las cañoneras capturadas de los barcos del propio Zayn ya estaban disparando. Todas esas armas combinadas hacían fuego de desgaste contra el fuerte.

Apenas el Revenge dejó caer el ancla, Mansur fue a tierra. Dorian lo esperaba en la playa para darle la bienvenida y corrió cuando vio la cabeza de su hijo envuelta con vendajes. Lo abrazó y le preguntó con ansiedad:

—Estás herido. ¿Es grave?

—Un rasguño en el globo del ojo —minimizó Mansur con un encogimiento de hombros—. Ya está casi curado. Pero Kadem, que fue quien me inflingió la herida, está muerto.

—¿Cómo murió? —quiso saber Dorian, manteniéndolo a la distancia de un brazo y mirándolo fijo a la cara.

—Por el cuchillo. De la misma manera en que mató a mi madre.

—¿Lo mataste?

—Así es, padre. Lo maté y no tuvo una muerte fácil. Mi madre ha sido vengada.

—No, hijo mío. Todavía queda otro. Zayn al-Din resiste en el fuerte.

—¿Estamos seguros de que está allí? ¿Lo has visto con tus propios ojos? —Ambos miraron hacia la costa, a las destrozadas empalizadas de la construcción. Podían distinguir las cabezas de unos pocos valientes defensores detrás de los parapetos. De todas maneras, Zayn al-Din no tenía artillería y la mayoría de sus hombres estaban acurrucados detrás de las murallas. Los estampidos de sus mosquetes eran una débil respuesta al estruendo de los cañones.

—Si, Mansur. Lo he visto. No abandonaré este lugar hasta que él también haya pagado completamente su deuda y vaya a reunirse con su favorito Kadem ibn Abubaker en el infierno.

Ambos percibieron un nuevo sonido, débil al principio, pero haciéndose cada vez más fuerte a cada instante. A poco más de quinientos metros por la costa de la bahía una densa columna de hombres al trote iba saliendo de la selva. Corrían en una precisa formación militar. Como la espuma sobre la cresta de una oscura ola, sus tocados de plumas danzaban al ritmo de su paso. La primera luz del sol relumbraba en sus assegais, y en sus torsos aceitados. Marchaban cantando. Era un profundo canto de guerra que helaba la sangre y resonaba por encima de la selva. Un único jinete cabalgaba a la cabeza de la columna principal. Iba montado en un oscuro garañón cuya larga crin y su también larga cola flameaban hacia atrás, al viento del medio galope.

—Jim montando a Fuego. —Mansur se rió—. Gracias a Dios está bien. —Una pequeña figura corría junto a uno de los estribos de Jim, y junto al otro un hombre de dimensiones gigantescas.

—Bakkat y Beshwayo —identificó Dorian. Mansur corrió para encontrarse con Jim, quien abandonó la silla de un salto y lo envolvió en un abrazo de oso.

—¿Qué es ese trapo que llevas, primito? ¿Es alguna nueva moda que has descubierto? No te queda nada bien, créeme. —Luego se volvió hacia Dorian con su brazo todavía en el hombro de Mansur.

—Tío Dorry, ¿dónde está mi padre? —Su expresión de alegría se transformó en una de temor—. ¿No está muerto o herido, no? Por favor, quiero saberlo.

—No, Jim, muchacho. Respira tranquilo. Nuestro Tom es impermeable a las balas y al acero. Apenas terminó con su trabajo aquí, fue a ocuparse de las mujeres y del pequeño George.

Dorian sabía que si les decía toda la verdad acerca de la intervención de Guy, él no podría cumplir la promesa que le había hecho a Tom de mantener a los muchachos con él. Si se enteraban, correrían de inmediato a defender a sus mujeres. Rápidamente dejó de lado su mentira.

—¿Qué me dices de tu parte en la batalla?

—Ha terminado, tío Dorry. Herminius Koots, que era el comandante del enemigo, está muerto. Yo mismo me ocupé de ello. Los hombres de Beshwayo han limpiado la selva sin dejar enemigo alguno. La persecución llevó todo el día de ayer y buena parte de la noche. Persiguieron a algunos turcos a lo largo de una legua de playa, arriba y por las colinas antes de alcanzarlos.

—¿Dónde están los prisioneros? —preguntó Dorian.

—Beshwayo no conoce el significado de esa palabra, y me ha sido imposible enseñárselo. —Jim se rió. Pero Dorian no rió con él. Podía imaginar la carnicería que se había desarrollado en la selva, y su conciencia lo molestaba. Aquellos omaníes que habían perecido bajo las assegai eran sus propios súbditos. No podía alegrarse de su muerte. Su furia contra Zayn alDin se inflamó todavía más. Aquella era más sangre por la que tendría que rendir cuentas.

Jim no advirtió la expresión de su tío. Estaba todavía exultante y dominado por el salvaje entusiasmo de la batalla, intoxicado con el sabor de la victoria.

—Míralo ahora. —Señaló el lugar donde Beshwayo ya hacía desfilar a sus impis delante de las murallas del fuerte.

Los cañones habían abierto una brecha en ellas y el enorme rey negro se paseaba entre las filas apuntando con su assegai hacia la abertura y arengando a sus guerreros:

—Hijos míos, algunos de vosotros todavía no os habéis ganado el derecho a casarse. ¿No os he dado suficientes oportunidades? ¿Fuisteis lentos? ¿Tuvisteis poca suerte? —Hizo una pausa y les lanzó una fiera mirada—. ¿O tuvisteis miedo? ¿Os orinasteis en vuestras propias piernas cuando visteis la fiesta que os había preparado?

Sus impis gritaron negando enojados.

—Estamos todavía sedientos. Tenemos hambre todavía.

—Danos de comer y de beber otra vez, Gran Toro Negro.

—Somos tus fieles perros de caza. Entremos, gran rey. ¡Corramos a ellos! —suplicaban.

—Antes de que Beshwayo haga pasar a un solo impí por la brecha —le dijo Jim a Dorian—, debes ordenar a las baterías que cesen el fuego para no poner en peligro a sus hombres.

Dorian envió a sus mensajeros con esa orden para los jefes de artilleros en cada cañón. Una después de otra las baterías fueron cesando el fuego. El mensaje tardó más en llegar a los tres cañones en las alturas del farallón, pero finalmente un tenso y pesado silencio se apoderó de la bahía.

El único movimiento era el ondular de los tocados de plumas de los hombres de Beshwayo. Los defensores árabes en los parapetos observaban aquella formación, estacionada de manera tan amenazante ante las murallas, y su esporádico fuego de mosquetes también fue silenciándose. Esperaban descorazonados por la implacable muerte.

Hasta que, abruptamente, una trompeta hecha con un cuerno de carnero resonó desde las murallas del fuerte. Las filas de guerreros negros se pusieron inquietas. Dorian dirigió su catalejo para ver la bandera que flameaba en el parapeto.

—¿Rendición? —Jim sonrió—. Beshwayo no comprende esa palabra tampoco. Una bandera blanca no salvará ni a un solo hombre dentro de esas murallas.

—No es una rendición. —Dorian cerró su catalejo—. Conozco al hombre que porta esa bandera. Se llama Rahmad. Es uno de los almirantes omaníes, un buen marino y un hombre valiente. No pudo elegir al amo al que sirve. No se rendiría cobardemente. Quiere parlamentar.

Jim sacudió la cabeza con impaciencia.

—No puedo mantener quieto a Beshwayo por mucho tiempo. ¿De qué hay que hablar?

—Eso es lo que trataré de averiguar —explicó Dorian.

—¡Por Dios, tío! No puedes confiar en Zayn al-Din. Podría ser una trampa.

—Jim tiene razón, padre —intervino Mansur—. No te pongas en manos de Zayn.

—Si hablar con Rahmad significa que hay alguna remota posibilidad de que pueda yo acabar con este baño de sangre ya mismo y salvar las vidas de los infelices que han quedado atrapados dentro de las murallas, entonces tengo que hablar con él.

—En ese caso, debo ir contigo —dijo Jim.

—Yo también. —Mansur dio un paso y se puso al lado de su padre.

La expresión de Dorian se suavizó y puso una mano en el hombro de cada uno de los jóvenes.

—Ambos deben quedarse aquí. Necesitaré alguien que me vengue, si las cosas salen mal. —Bajó sus manos y aflojó su talabarte. Le alcanzó la espada a Mansur—. Guárdame esto. —Luego miró a Jim—: ¿Puedes mantener bajo control a tu amigo Beshwayo y a sus perros de caza aunque sea por un poco más de tiempo?

—Apúrate tío. La paciencia no es una virtud por la cual Beshwayo sea conocido. No sé por cuánto tiempo podré contenerlo. —Jim fue con Dorian hasta donde estaba el rey negro, frente a sus impis y le habló sin vueltas. Finalmente, Beshwayo gruñó renuente y Jim le dijo a Dorian—: Beshwayo acepta esperar hasta que tú regreses.

Dorian caminó por entre las filas de los impis de Beshwayo. Éstos le abrieron paso, pues aquellos guerreros reconocían en él la calidad de la nobleza. El paso de Dorian era mesurado y solemne mientras se dirigía a las murallas hasta que se detuvo a la distancia de un fácil tiro de pistola. Miró hacia la figura que se asomaba en el parapeto.

—¡Habla, Rahmad! —ordenó.

—¿Me recuerdas? —El hombre se mostró sorprendido.

—Te conozco muy bien. No habría confiado en ti de otra manera. Tú eres un hombre de honor.

—¡Majestad! —Rahmad hizo una profunda reverencia—. Poderoso Califa.

—Si te diriges a mí de esa manera, ¿por qué luchas contra mí?

El almirante omaní pareció por un momento estar sobrecogido por la vergüenza. Luego alzó la cabeza.

—Hablo no sólo por mí sino por todos los hombres dentro de estas murallas.

Dorian alzó su mano para hacerlo callar.

—Esto es extraño, Rahmad. ¿Hablas en nombre de los hombres? ¿No hablas en nombre de Zayn al-Din? Explícame esto.

—Poderoso al-Salil, Zayn al-Din es… —El hombre pareció buscar las palabras adecuadas—. Le hemos pedido a Zayn al-Din que nos demuestre a nosotros y al mundo que él y no tú es el verdadero califa de Omán.

—¿Y de qué manera puede él demostrarlo?

—De la manera tradicional, cuando dos hombres quieren ejercer un derecho semejante para ocupar el trono. Le hemos pedido a Zayn al-Din que se enfrente a ti para probar que su derecho es el justo, a la vista de Dios y ante toda esta formación, mano a mano en un combate singular.

—¿Propones un duelo entre nosotros?

—Hemos hecho un juramento de fidelidad a Zayn al-Din. No podemos entregarte su persona. Estamos obligados a defenderlo con nuestra propia vida. Sin embargo, si él fuera derrotado en un duelo tradicional, seríamos liberados de ese compromiso. Con toda alegría, entonces, nos convertiríamos en tus súbditos.

Dorian comprendía el dilema de esos hombres. Tenían a Zayn al-Din prisionero, pero no podían ejecutarlo ni entregarlo. Debía matar él mismo a Zayn al-Din en combate singular. La alternativa sería dejar que Beshwayo asesinara a Rahmad y a todos los omaníes.

—¿Por qué debería yo correr semejante peligro? Tú y Zayn al-Din están en mi poder. —Dorian señaló a las filas de Beshwayo—. ¿Por qué no habría yo de enviarlos para que los masacraran a todos ustedes allí adentro en este mismo momento?

—Un hombre inferior haría eso. Sé que tú no lo harás pues eres el hijo del sultán Abd Muhammad al-Malik. No mancillarás nuestro honor ni el tuyo.

—Lo que dices es verdad, Rahmad. Es mi destino unificar el reino de Omán, no dividirlo más profundamente. Debo aceptar ese destino con honor. Lucharé con Zayn al-Din por el califato.

Los ancianos y los jefes omaníes marcaron con ceniza blanca el espacio donde se realizaría el duelo sobre el bien apisonado suelo bajo las murallas del fuerte. Era un círculo de veinte pasos de diámetro.

Todos los árabes que habían luchado junto a Zayn al-Din para luego quedar atrapados dentro del fuerte se alineaban sobre los parapetos. Las fuerzas de Dorian, incluyendo las tripulaciones de los dhows capturados que le habían declarado su lealtad, se agrupaban en el lado del círculo que daba a la bahía, frente a las fuerzas opositoras sobre las murallas del fuerte.

Jim le había explicado las reglas y el objetivo del duelo a Beshwayo, quien se mostraba fascinado. Ya no estaba enojado por verse privado del derecho a atacar el fuerte y eliminar a los defensores. Para él, este enfrentamiento de gladiadores era una atracción aun mayor.

—Es una buena manera de resolver una disputa, Somoya. Es algo propio de un guerrero. La adoptaré como costumbre para el futuro.

Todo el ejército de Beshwayo se sentó en el suelo, formando filas detrás de las legiones de Dorian. El elevado parapeto y el desnivel del terreno les permitía a todos los presentes tener una clara visión del lugar de la lucha.

Dorian, acompañado por Jim y Mansur, estaban al frente de aquella formación, delante de los portalones cerrados del fuerte. Llevaba puesta una sencilla túnica blanca y tenía los pies descalzos. De acuerdo con las reglas del combate, estaba desarmado.

Se oyó otro llamado del cuerno de carnero y los portones del fuerte se abrieron. Cuatro hombres salieron y avanzaron colina abajo. Llevaban puesta una media armadura: cascos de bronce y una cota de malla y espinilleras para proteger la parte inferior de las piernas. Eran hombres enormes de fría mirada y rostros brutales, los verdugos de la corte omaní. La tortura y la muerte eran su vocación. Se apostaron en cuatro puntos equidistantes del círculo y quedaron allí parados y apoyados en las empuñaduras de sus espadas desenvainadas.

Hubo una pausa y luego se oyó otro llamado de trompeta. Una segunda procesión descendió por el terreno inclinado. Estaba encabezada por el Mullah Khaliq. Detrás seguían Rahmad y otros jefes tribales. Luego, con una escolta de cinco hombres armados, la alta figura de Zayn al-Din renqueaba detrás de ellos. Se detuvieron en el otro extremo del círculo, frente a Dorian.

Rahmad avanzó hacia el centro.

—En nombre del Único Dios y de su Verdadero Profeta estamos reunidos aquí en este día para decidir el destino de nuestro país. ¡Al-Salil! —Hizo una reverencia hacia Dorian—. Y Zayn al-Din. —Se dio vuelta y volvió a inclinarse—. En este día uno de vosotros morirá y el otro ascenderá al Trono del Elefante de Omán.

Extendió sus manos y los dos jefes que lo flanqueaban le alcanzaron un par de cimitarras. Rahmad clavó la punta de una de esas armas en la tierra precisamente por el lado de adentro de la línea de ceniza que marcaba el círculo y la dejó allí varada. Luego cruzó el círculo y colocó la otra cimitarra exactamente en el punto opuesto.

—Sólo a uno de vosotros se le permitirá salir de este círculo con vida. Los cuatro árbitros —señaló a los verdugos en sus lugares—, tienen el estricto deber de matar de inmediato a cualquiera de vosotros dos que sea empujado o arrojado fuera de la línea de cenizas. —Tocó la línea con la punta de su sandalia—. Ahora, el Mullah Khaliq dirigirá las oraciones implorando la guía de Dios en estos asuntos.

La voz del hombre santo perforó el silencio mientras encomendaba a los combatientes a Dios y a su destino. Dorian y Zayn se miraron a través del círculo. Sus rostros no expresaban nada, pero sus ojos ardían de odio y de furia. El mullah terminó la plegaria:

—¡En nombre de Dios, que comience!

—¡En nombre de Dios, preparaos! —gritó Rahmad.

Jim y Mansur quitaron la túnica por encima de la cabeza de Dorian. Éste llevaba sólo un blanco taparrabo debajo de ella. Donde el sol no lo había tocado, su piel era suave y blanca como una jarra de crema. Al mismo tiempo, sus escoltas ayudaron a Zayn al-Din a quitarse la túnica. También él llevaba sólo un taparrabo y su piel tenía el color del marfil viejo. Dorian sabía que Zayn era dos años mayor que él. Ambos tenían poco más de cuarenta años y los efectos de la edad comenzaban a evidenciarse en sus cuerpos. Había mechones canosos en sus cabezas y barbas. Alrededor de la cintura se juntaba algún exceso de carnes. Sin embargo, sus extremidades eran delgadas y duras, y sus movimientos elásticos cuando entraron en el círculo. Y el impedimento en el andar de uno de ellos parecía más siniestro que defectuoso. Tenían casi la misma altura, pero Zayn era un hombre más pesado, de huesos más grandes y más ancho de hombros. Desde la infancia ambos habían sido entrenados a la manera de los guerreros, pero sólo se habían enfrentado el uno al otro una sola vez antes de ese día. Aunque en aquella ocasión ambos eran niños. Tanto ellos como el mundo que los rodeaba habían cambiado.

Se colocaron a una distancia de sólo un brazo el uno del otro. Ninguno dijo nada, pero se evaluaron mutuamente con cuidado. Rahmad se colocó entre ellos. Llevaba un trozo de cuerda de seda, liviana como una telaraña y fuerte como el acero. La había medido con cuidado para cortarla precisamente cinco pasos más corta que el diámetro del círculo.

Rahmad se acercó primero a Zayn. Aunque sabía perfectamente que era zurdo, le preguntó formalmente:

—¿Qué mano?

Sin dignarse a dar respuesta, Zayn estiró la mano derecha. Rahmad ató un extremo de la cuerda alrededor de la muñeca. Era marinero y aquel nudo no se ajustaría ni se aflojaría. Se dirigió a Dorian con el otro extremo de la cuerda. Éste le dio su mano izquierda y la ató con el mismo tipo de nudo. Los dos combatientes estaban unidos. Sólo la muerte de uno de ellos los separaría.

—¡Mirad vuestras espadas! —les ordenó Rahmad, y ambos miraron hacia atrás, a la cimitarra que estaba a sus espaldas, en el perímetro del círculo. La cuerda de seda era demasiado corta como para permitir que ambos simultáneamente alcanzaran sus armas.

—El sonido del cuerno de carnero indicará el comienzo de este combate, pero sólo la muerte le pondrá fin —proclamó Rahmad. Él y los cuatro verdugos abandonaron el círculo. Un terrible silencio descendió sobre el lugar. Hasta la brisa pareció detenerse y las gaviotas acallaron sus graznidos chillones. Rahmad miró al trompetero sobre el parapeto y alzó la mano. El trompetero llevó el cuerno curvo a sus labios. Rahmad dejó caer su mano y el sonido que se oyó rebotó en forma de eco por los peñascos del farallón. Una potente oleada de sonido cubrió el círculo cuando todos los presentes gritaron al unísono.

Ninguno de los combatientes se movió. Se miraban el uno al otro, inmóviles, estirando hacia atrás la cuerda, manteniéndola tensa, calculando su fuerza, evaluando el peso y la fuerza del otro, tal como un pescador siente una presa pesada al morder el pez el anzuelo. Ninguno podía llegar a la cimitarra sin obligar al otro a ceder terreno. Tiraban en silencio. Sorpresivamente Dorian saltó hacia adelante y su oponente retrocedió de manera brusca cuando la cuerda se aflojó, pero luego giró y corrió en busca de su espada. Con gesto sombrío Dorian advirtió la leve torpeza cuando el otro volvió sobre su lado lisiado. Corrió tras él y recogió la cuerda floja dos veces la medida de un brazo. Se ubicó en el centro del círculo y acortó la medida de la cuerda entre ellos casi a la mitad. Desde esa posición dominaba el círculo, pero había sacrificado un precioso terreno a cambio. Zayn estiró la mano en busca del pomo de la cimitarra. Dorian dio una vuelta de cuerda a su muñeca y afirmó los pies. Ancló la cuerda y Zayn se frenó con tanta fuerza en el otro extremo que lo hizo girar sobre su lado defectuoso. Por un momento perdió el equilibrio y Dorian lo hizo retroceder para ganar otro largo de brazo de la cuerda.

Abruptamente Dorian cambió el ángulo desde el que tiraba. Se convirtió en el punto alrededor del cual Zayn se movía. Como la piedra en un extremo de la honda, Dorian usó el ímpetu para lanzar a su contrincante hacia la línea de ceniza blanca, directamente a los verdugos que esperaban con la espada desenvainada. Pareció que iba a ser lanzado fuera del círculo, pero Zayn logró apoyar su pierna sana y detuvo el efecto de honda. Se balanceó sobre la línea y levantó un poco de ceniza por el aire, pero consiguió detenerse antes de salir fuera del círculo. El verdugo permaneció detrás de él con la hoja levantada para dar el golpe. En ese momento la cuerda estaba floja y Dorian había perdido su punto de apoyo. Se lanzó adelante con la intención de chocar contra el hombro de Zayn y empujarlo ese último metro que le faltaba para salir del círculo. El otro lo vio acercarse, trabó las piernas y colocó el hombro en posición para recibir el impacto.

Entraron en contacto con tal fuerza que todos los huesos de sus cuerpos crujieron. Permanecieron inmóviles como si estuvieran esculpidos en mármol, en máxima tensión y gruñendo. Dorian tenía la base de su mano derecha debajo de la mejilla del otro y le empujaba la cabeza hacia atrás. Lentamente la columna vertebral de Zayn se fue arqueando sobre la línea y el verdugo se adelantó un paso para estar junto a él cuando la pasara. Zayn aspiró con fuerza y apeló a los últimos vestigios de fuerza que le quedaban. Su cara pareció oscurecerse e hincharse con el esfuerzo, pero lentamente su espalda se enderezó. Con un empujón hizo retroceder un paso a Dorian.

El ruido era ensordecedor. Mil voces se unían y los guerreros de Beshwayo bailaban y golpeaban sus escudos como si fueran tambores. Un huracán sonoro atravesó el círculo. Zayn usó a su favor su mayor peso y gradualmente fue colocando el hombro por debajo de la axila de Dorian hasta que súbitamente lo empujó hacia arriba. Quitó el peso de las piernas del otro combatiente y lo obligó a perder tracción y agarre. Las desnudas plantas de sus pies patinaron sobre el polvo y fue empujado hacia atrás un metro y luego otro. Dorian reunió todas sus fuerzas para oponerlas al empuje de Zayn. De pronto, éste saltó hacia atrás. Dorian trastabilló hacia adelante y perdió el equilibrio. Veloz como un lagarto sobre su pie defectuoso, Zayn se dirigió directamente a donde su espada estaba clavada en el suelo.

Dorian trató de recoger la cuerda suelta para detenerlo otra vez, pero antes de que pudiera tensarla, el otro ya había llegado a su arma y la sostenía con fuerza por el pomo. Dorian lo hizo retroceder de un tirón y a la vez Zayn retrocedió con ganas, corriendo contra el otro con la punta de la hoja apuntando a la garganta de Dorian. Éste se agachó y giraron uno en torno del otro. Continuaban unidos por aquel cordón umbilical de cuerda.

Zayn reía en silencio, pero era una risa sin alegría. Simuló lanzarse contra su enemigo, obligándolo a retroceder, y apenas la cuerda se aflojó lo suficiente para la maniobra corrió hacia el lugar donde estaba todavía la cimitarra de Dorian, en el otro lado del círculo. Antes de que éste pudiera tensar la cuerda, Zayn había sacado del suelo la segunda arma. Entonces se dio vuelta para enfrentar a Dorian con una espada en cada mano.

El silencio dominó a la multitud mientras todos seguían con asombrada fascinación los movimientos de Zayn que acechaba a Dorian en el círculo, mientras los verdugos los seguían como si fueran sus sombras, a la espera de que dieran un paso fuera del círculo de cenizas. Al observar atentamente, Dorian vio que aunque su oponente usaba preferentemente la mano izquierda, era casi igualmente hábil con la derecha. Como si quisiera demostrarlo, Zayn lanzó una estocada con la diestra a la cabeza de Dorian. Cuando éste quiso escapar del golpe, el otro lanzó un corte con la izquierda y esta vez Dorian no pudo esquivarlo. Aunque torció su cuerpo a un costado, la punta alcanzó a rozar sus costillas y la concurrencia gritó al ver que manaba sangre.

Mansur apretó el brazo de Jim con tal fuerza que sus uñas lastimaron su piel.

—Está herido. Debemos detenerlos.

—No, primito —dijo Jim suavemente—. No podemos intervenir.

Ambos combatientes en el círculo seguían dando vueltas, como si la cuerda que los unía fuera un radio de la rueda. Dorian todavía tenía entre sus manos la parte floja de la cuerda.

Zayn temblaba de emoción ante la cercana posibilidad de matar, la voz tensa, los ojos ardiendo oscuramente.

—Sangra, cerdo, y cuando hayas perdido la última gota, cortaré tu cadáver en cincuenta partes y enviaré cada trozo a los más alejados rincones de mi imperio para que todos sepan cuál es el castigo por traición.

Dorian no contestó. Sostenía su extremo de la cuerda apenas con los dedos de la mano derecha. Con total concentración observó los ojos de Zayn a la espera de la señal de que iba a volver a atacar. Zayn amagó un movimiento con su pierna defectuosa para luego saltar hacia adelante con el lado bueno. Eso fue exactamente lo que Dorian había anticipado. Hizo saltar la onda de la cuerda y luego, con un movimiento corto de su muñeca, lanzó el lazo hacia adelante como un latigazo. La cuerda de seda golpeó a Zayn en el ojo derecho con tal fuerza que los vasos sanguíneos reventaron, la pupila y la córnea se hicieron trizas y en un instante el globo del ojo quedó transformado en un frágil saco rosado de gelatina.

Zayn lanzó un chillido, agudo y destemplado, como el de una niña. Dejó caer ambas espadas y se cubrió el ojo herido con las manos. Quedó ciego y tembloroso en medio del círculo. Dorian se inclinó para recoger una de las cimitarras. Al enderezarse otra vez, con la gracia de un bailarín, metió la punta en el vientre de Zayn.

El chillido se interrumpió en sus labios. Una mano siguió sobre el ojo, pero con la otra tanteó hacia abajo y encontró la herida abierta en sus entrañas de la que manaba sangre, gases intestinales y materia descompuesta.

Se hundió hacia adelante para caer de rodillas e inclinó la cabeza. El cuello estaba estirado hacia adelante. Dorian alzó muy alto la cimitarra y la dejó caer. El aire silbó, suave como el llamado de una paloma de montaña, al pasar junto al acero. Éste encontró un espacio entre las vértebras y siguió cortando. La cabeza de Zayn se separó de sus hombros y golpeó sobre la tierra endurecida. El tronco siguió arrodillado por un momento, con las cortadas arterias todavía bombeando. Luego cayó hacia adelante.

Dorian se inclinó, tomó un manojo de pelo con franjas canosas y luego alzó muy alto la cabeza cortada. Los ojos estaban muy abiertos e iban de un lado a otro con mirada cruzada.

—De esta manera la princesa Yasmini ha sido vengada. De esta manera reclamo para mí el Trono del Elefante de Omán —gritó Dorian triunfante.

Mil voces se unieron para gritar:

—¡Salve, al-Salil! ¡Salve, Califa!

Los impis de Beshwayo saltaron sobre sus pies y, conducidos por el mismo rey, lanzaron su propio saludo real:

—¡Bayete, Inkhosi! ¡Bayete!

Dorian bajó la cabeza y se bamboleó debilitado por la herida. La sangre seguía corriendo por el costado y podría haber caído, si no hubiera sido por Mansur y Jim que corrieron adentro del círculo para sostenerlo por ambos lados. Sostenido a medias, lo llevaron al fuerte. Las habitaciones habían sido despojadas de todo el mobiliario, pero llevaron a Dorian a su dormitorio y lo pusieron en el suelo desnudo. Mansur ordenó a Rahmad que llamara al cirujano personal de Zayn al-Din, que esperaba en la puerta el momento de ser requerido. Entró de inmediato.

Mientras el médico limpiaba la herida y la cosía con hilo de tripa de gato, Dorian habló con voz débil a Mansur y a Jim:

—Tom me hizo dar mi palabra de que no les diría a ustedes nada hasta que la lucha hubiera terminado. Ahora estoy liberado de esa promesa. Apenas los nuestros abandonaron la defensa del fuerte, nuestro hermano Guy desembarcó con un grupo de hombres armados. Tomaron el fuerte.

Cuando Guy descubrió que habíamos vaciado el tesoro, salió y subió al parapeto desde donde vio las huellas de las carretas. Seguramente imaginó que habíamos enviado el oro a otra parte. Para ese momento, Zayn ya había hecho desembarcar sus caballos y ya estaban en la playa. Guy se apoderó de esas monturas para él y para sus veinte hombres y partió siguiendo las huellas de las carretas.

Los dos jóvenes lo miraron estupefactos. Fue Jim quien pudo hablar primero.

—¡Las mujeres! ¡El pequeño Georgie!

—Apenas nos dimos cuenta de lo que estaba ocurriendo, Tom llamó a Smallboy y a sus mosqueteros y partieron tras Guy.

—¡Dios mío! —gimió Mansur—. Eso fue ayer. No tenemos modo de saber qué es lo que ha ocurrido desde entonces. ¿Por qué no nos dijiste nada antes?

—Ya sabes por qué, pero ahora estoy liberado de la promesa que le hice a Tom.

Al volverse hacia Mansur, la voz de Jim se quebró al pensar en su familia: Sarah, Louisa, Georgie.

—¿Estás conmigo, primito?

—¿Me permites ir, padre?

—Por supuesto, hijo mío, y que todas mis bendiciones te acompañen —replicó Dorian.

Mansur se puso de pie de un salto.

—¡Estoy contigo, primito! —Corrieron a la puerta.

Jim le ordenó a Bakkat:

—Ensilla a Fuego. Partimos de inmediato.

Además de estar a una distancia segura de la costa, la garganta era un lugar encantador. Sarah lo había escogido para acampar precisamente por eso. El río bajaba de las montañas en una serie de saltos y cascadas. Las lagunas debajo de cada caída eran claras y apacibles, llenas de peces amarillos. Altos árboles daban sombra al lugar donde habían formado el círculo de carretas. Brillantes frutos en el frondoso techo atraían a los pájaros y a los monos vervet.

Aunque Tom había tratado de convencer a Sarah para que escondiera la mayor parte de su mobiliario y otras posesiones a unos pocos kilómetros del fuerte, en el mismo lugar donde ocultaba parte del marfil, ella había insistido en cargar todos sus verdaderos tesoros en las carretas. No consideraba que los cofres con barras de oro que Tom había agregado a su cargamento tuvieran alguna importancia especial. Cuando llegaron al lugar elegido para acampar, ni siquiera se molestó en hacerlos descargar. Cuando Louisa y Verity delicadamente cuestionaron la prudencia de semejante decisión, Sarah se rió.

—Esfuerzo inútil. Tendremos que cargarlas otra vez cuando llegue el momento de regresar a casa.

Por otra parte, Sarah no ahorró esfuerzos por brindar al campamento De todas las comodidades del hogar. La principal de ellas era una excelente cocina y refectorio con paredes de barro. El techo era una obra maestra del arte de techar con paja. El piso estaba recubierto con arcilla y bosta de vaca. El clavicordio de Sarah ocupaba un lugar de honor en el centro de la habitación y todas las noches se reunían alrededor de él para cantar mientras ella tocaba.

Durante el día pasaban el tiempo junto al lago y observaban a George que nadaba como un pececito y lo aplaudían cuando saltaba desde la orilla elevada con el mayor ruido y salpicadura que podía producir. Pintaban y cosían. Louisa le daba lecciones de equitación a George, trepado en el lomo de Fiel como una pulga. Verity trabajaba en sus traducciones del Corán y el Ramayana. Sarah llevaba al niño a juntar flores silvestres con ella. De regreso al campamento, hacía dibujos de las plantas y escribía notas descriptivas para agregar a su colección. Verity había llevado una caja con sus libros favoritos, sacados de su camarote en el Arcturus, y leía en voz alta a las otras mujeres. Se maravillaban con Seasons de James Thomson y reían juntas como colegialas con Rage on Rage.

Algunas mañanas Louisa dejaba al niño al cuidado de Sarah y de Intepe, la niñera, mientras ella y Verity salían a cabalgar. Éste era un arreglo que le venía muy bien a George. La abuela Sarah era una inagotable fuente de bizcochos, dulces y otras delicias. Ella era también una cautivadora narradora de cuentos. La gentil Intepe estaba en las redes del niño y obedecía sus imperiosas instrucciones sin vacilar. Era ya la mujer de Zama y le había dado un robusto hijo. Todavía amamantaba al bebé, pero su hijo mayor era el compañero ideal de George. Zama les había hecho a cada uno un arco en miniatura y un palo afilado para usar como lanza. Pasaban buena parte de su tiempo cazando alrededor del perímetro del campamento. Hasta el momento sólo habían conseguido una presa. Un ratón de campo había cometido el error de meterse debajo de los pies de George y, en el esfuerzo por evitarlo, el niño le había pisado la cabeza. Cocinaron el pequeño cuerpo en las llamas de una enorme fogata que hicieron rápidamente y devoraron la carne chamuscada y ennegrecida con deleite.

Aquellos parecían días idílicos, pero no era así. Una oscura sombra se cernía sobre el campamento. Aun en medio de las risas, las mujeres caían súbitamente en el silencio y miraban hacia atrás, hacia las huellas de las carretas que conducían a la costa. Cuando mencionaban los nombres de los amados varones, cosa que hacían con frecuencia, sus ojos se entristecían. Por la noche se despertaban sobresaltadas ante el menor relincho de alguno de los caballos, o por el ruido de cascos en la oscuridad. Se llamaban de una carreta a la otra:

—¿Oísteis algo, madre?

—Eso fue uno de nuestros caballos, Louisa. Duérmete ahora. Jim regresará pronto.

—¿Estás bien, Verity?

—Tan bien como tú, pero extraño a Mansur tanto como tú extrañas a Jim.

—No os preocupéis, muchachas —las calmaba Sarah—. Ellos son Courtney y los Courtney son duros. Pronto regresarán.

Cada cuatro o cinco días un jinete llegaba de Fuerte Auspicioso con una saca de cuero colgando del hombro. En ella venían las cartas de ellos. Aquél era el mejor momento de sus vidas. Cada una de las mujeres tomaba la carta dirigida a ella y corría a su propia carreta para leerla a solas. Mucho más tarde salían, emocionadas y sonrientes, plenas de fugaz entusiasmo para hablar de las noticias recibidas. Luego comenzaba otra vez la larga y solitaria espera hasta que el mensajero llegaba otra vez.

El abuelo de Intepe, Tegwane, era el vigía nocturno. A su edad dormía poco y se tomaba su tarea muy en serio. Rondaba sin cesar por entre las carretas sobre sus piernas flacas como de cigüeña, con la lanza al hombro. Zama era el jefe del campamento. Tenía ocho hombres a sus órdenes, incluidos los conductores de carretas y los armados askari. Izeze, la pulga, se estaba convirtiendo en un robusto muchacho y en un mosquetero de excelente puntería. Él era el sargento de la guardia.

Por órdenes de Jim, Inkunzi había llevado todos los rebaños de ganado desde la costa a las colinas donde estarían a salvo de cualquier incursión de la fuerza expedicionaria de Zayn al-Din. Él y sus pastores nguni estarían cerca en caso de que se produjera una emergencia.

Después de veintiocho días en el campamento junto al río, las mujeres deberían haberse sentido seguras, pero no era así. La premonición de algún mal se cernía sobre ellas.

Aquella noche en particular, Louisa no había podido dormir. Colgó una manta sobre la cuna de George para protegerlo de la luz, mientras ella, echada sobre su cama y apoyada en sus almohadas, leía a Henry Fielding a la luz de la lámpara de aceite. Hasta que súbitamente dejó el libro de lado y se acercó veloz a la abertura trasera de la carreta. Abrió las cortinas y prestó atención hasta que estuvo segura. Luego gritó:

—Jinete que se acerca. Debe de ser el correo.

Las lámparas en las otras carretas brillaron cuando las mechas fueron subidas y las tres mujeres salieron de sus lugares para reunirse frente a la cocina. Hablaban nerviosas mientras Zama y Tegwane agregaban leños al fuego y una columna de chispas se elevaba al cielo. Sarah fue la primera en ponerse nerviosa.

—Hay más de un caballo. —Inclinó la cabeza para escuchar mejor.

—¿Creéis que sean los hombres? —preguntó Louisa con ansiedad.

—No lo sé.

—Tal vez deberíamos tomar precauciones —sugirió Verity—. No tenemos que suponer que por el hecho de venir a caballo y acercarse sin disimulo son amistosos.

—Verity tiene razón. ¡Louisa, toma a Georgie! ¡Todos los demás a la cocina! Nos encerraremos allí hasta que sepamos quiénes son los que vienen.

Louisa recogió las faldas de su camisón y corrió a su carreta, con su largo cabello pálido flameando detrás de ella. Intepe llegó corriendo desde su choza con sus hijos, y Sarah y Verity los llevaron a la cocina. Sarah tomó un mosquete del soporte y se quedó en la puerta.

—¡Apúrate Louisa! —gritó con urgencia. El ruido de los cascos se hacía cada vez más fuerte y desde la oscuridad de la noche surgió un numeroso grupo de jinetes. Cargaron sobre el campamento y frenaron. Los caballos dieron vueltas de un lado a otro, derribando cubos de agua y sillas, levantando una niebla de polvo a la luz del fuego.

—¿Quiénes sois? —gritó con fuerza Sarah, todavía de pie en el vano de la puerta—. ¿Qué queréis de nosotros?

El jefe del grupo se acercó a ella y empujó su sombrero hacia atrás para que ella pudiera ver que se trataba de un hombre blanco.

—Baja el arma, mujer. Saca a tu gente y tráela aquí. Ahora el que manda soy yo.

Verity se acercó a Sarah.

—Es mi padre —le dijo por lo bajo—. Guy Courtney.

—Verity, hija desleal. Ven aquí. Tienes mucho para explicar.

—Déjala tranquila, Guy Courtney. Verity está bajo mi protección.

Guy rió amargamente al reconocerla.

—Sarah Beatty, mi amada cuñada. Hace muchos años que no nos vemos.

—No lo suficiente, para mi gusto —replicó Sarah con gesto ceñudo—. Y debes saber que ya no soy Beatty, sino la señora de Tom Courtney. Ahora vete y déjanos tranquilas.

—No deberías sentirte orgullosa de estar casada con ese bribón oscuro y depravado, Sarah. De todas maneras, no puedo marcharme tan pronto. Tienes en tu poder cosas que me han sido robadas. Mi oro y mi hija. He venido a recuperar ambas cosas.

—Deberás matarme antes de poner tus manos sobre cualquiera de ellas.

—Te aseguro que tal cosa no me costaría demasiado. —Se rió otra vez, miró a Peters—. Diles a los hombres que revisen las carretas.

—¡Alto! —Sarah levantó el mosquete.

—¡Dispara! —la invitó Guy—. Pero te juro que será lo último que hagas en tu vida.

Mientras Sarah vacilaba, los hombres de Guy desmontaban y corrían hacia las carretas. Se oyó un grito y Peters le dijo a Guy:

—Han encontrado los cofres de oro.

Luego se oyó un grito y dos de los árabes sacaron a la rastra a Louisa de su carreta. Tenía a George en sus brazos y se debatía fieramente con sus captores.

—¡Suéltenme! ¡No toquen a mi bebé!

—¿Quién es este mocosuelo? —Guy se inclinó y tomó al niño de un brazo y lo arrancó de las manos de Louisa. Miró a Sarah por encima de la fogata—. ¿Sabes algo de este pequeño bastardo?

Verity tironeó subrepticiamente la parte de atrás del camisón de Sarah y susurró ansiosa:

—Que no se entere de lo que ese niño significa para vos. Lo usará sin piedad.

—Ah, mi querida hija se alía a los enemigos de su padre. Deberías avergonzarte, niña. —Los ojos de él se dirigieron al rostro de Sarah. Se dio cuenta de que la mujer se había quedado helada y pálida. Sonrió fríamente—. ¿No es pariente tuyo, Sarah? ¿No lo reclamas? Entonces deshagámonos de él.

Se inclinó sobre la silla y dejó a George colgando sobre las llamas de la fogata. El niño sintió el calor en sus piernas desnudas y chilló de dolor. Louisa gritó con la misma intensidad. Verity intervino, también gritando:

—No, papito, por favor, déjalo tranquilo.

—No, Guy, no. —La reacción de Sarah fue la más fuerte de todas. Corrió hacia adelante—. Es mi nieto. Por favor, no le hagas daño. Haremos lo que digas, pero deja tranquilo a Georgie.

—Eso es mucho más razonable. —Guy apartó al niño de la proximidad de las llamas.

—Dámelo, Guy. —Sarah estiró ambos brazos hacia él—. Por favor, Guy.

—¡Por favor, Guy! —repitió él burlonamente—. Eso es mucho más civilizado. Pero me temo que debo retener al joven George conmigo para estar seguro de que no cambiarás de opinión. Ahora quiero que todos tus sirvientes arrojen sus armas y salgan de dondequiera que se estén escondiendo con las manos en la cabeza. Ordénales que lo hagan.

—¡Zama! ¡Tegwane! ¡Izeze! Todos. Haced lo que él dice —ordenó Sarah. Todos ellos salieron renuentes y arrastrando los pies de entre las carretas y los árboles cercanos. Los hombres de Guy les quitaron los mosquetes, les ataron las manos a la espalda y se los llevaron.

—Ahora, Sarah, tú, Verity y esta otra mujer —señaló a Louisa— regresad a la cabaña. Recordad, tengo a este hermoso tipejo conmigo. —Pellizcó la mejilla de George con las uñas hasta que la delicada piel se rompió y el niño gritó de dolor. Las mujeres se debatieron entre los brazos de los hombres que las sujetaban, pero fueron arrastradas dentro de la cocina. La puerta se cerró de un golpe, y dos de los hombres de Guy quedaron de guardia.

Guy saltó de la silla y arrojó las riendas a uno de sus hombres. Arrastró a George consigo y cuando el niño se resistió, se inclinó sobre él y lo sacudió hasta que sus dientes castañetearon y perdió el aliento, de modo que ya no pudo seguir gritando.

—Cierra la boca, pequeño cerdo, o yo mismo te la cerraré. —Se enderezó y llamó a Peters—. Diles que descarguen los cofres con el oro. Quiero controlar personalmente el contenido.

Los hombres de Guy necesitaron más tiempo del que éste esperaba para sacar los cofres de las carretas y destornillar las tapas, pero cuando al fin se paró junto a ellos y vio las brillantes barras amarillas su rostro adquirió una expresión profundamente religiosa.

—Está todo aquí —murmuró como en un sueño—, hasta el último gramo. —Luego salió de su ensoñación—. Ahora sólo queda llevarlo y ponerlo a salvo en los barcos. Necesitaremos por lo menos dos de esas carretas. —Puso a George debajo del brazo y se dirigió dando grandes zancadas hacia donde los sirvientes se amontonaban custodiados por hombres armados—. ¿Quiénes son los conductores de carretas? —Los separó del grupo—. Id con mis hombres y traed vuestros bueyes. Atadlos a esas dos carretas. Trabajad rápido. Si tratáis de escapar, los guardias dispararán a matar.

Apenas la puerta de la cocina se cerró detrás de ellas, Sarah se volvió a las muchachas. Verity estaba pálida, pero tranquila. Louisa temblaba y sollozaba en silencio.

—Verity, quédate junto a la puerta y avísanos si alguien trata de abrirla. —Rodeó a Louisa con un abrazo—. Vamos, querida. Tienes que ser valiente. Así no vas a poder ayudar a George.

Louisa enderezó los hombros y sorbió sus lágrimas.

—Dime qué debo hacer.

—Ayudarme. —Sara atravesó la habitación y se acercó al armario que estaba contra un muro lateral. Revolvió en el último cajón y sacó una caja azul de cuero. La abrió. Dentro de ella, en sus nichos tapizados en terciopelo, reposaban dos pistolas de duelo—. Tom me enseñó a disparar con ellas. —Le alcanzó una a Louisa—. Ayúdame a cargarlas.

Cuando tuvo algo específico de qué ocuparse, Louisa se compuso rápidamente y cargó el arma con mano ágil y segura. Sarah la había visto cuando practicaba y sabía que Jim la había convertido en una excelente tiradora.

—Escóndela en tu corpiño —ordenó Sarah y metió la otra pistola en la parte delantera de su ropa de dormir. Volvió a la puerta y prestó atención. ¿Pudiste oír algo?

—Los dos guardias árabes están hablando —respondió Verity en un susurro—. ¿Qué están diciendo?

—Hubo lucha en la bahía. Están muy preocupados. Mientras se dirigían hacia acá pudieron oír los ruidos de la batalla detrás de ellos, fuego graneado de cañones y varias explosiones que ellos creen que fueron las naves de Zayn al-Din al volar. Hablaban de desertar y abandonar a mi padre para escapar a la costa. No quieren quedar abandonados aquí si Zayn es derrotado.

—Entonces no todo está perdido. Tom y Dorian siguen luchando.

—Eso es lo que parece —acordó Verity.

—Sigue escuchando, Verity. Voy a probar con esa ventana.

Sarah la dejó junto a la puerta y colocó una silla debajo de la única ventana abierta en lo alto. Mientras Louisa la sostenía, trepó. Levantó un borde de la piel de kudu que la cubría y espió hacia afuera.

—¿Puedes ver a George? —La voz de Louisa tembló.

—Si. Guy lo tiene. Parece asustado, pero no demasiado dolorido.

—Mi pobre bebé —sollozó Louisa.

—Vamos, no empecemos con eso otra vez —la conminó Sarah. Para mantener ocupadas las cabezas de ambas muchachas, comenzó a relatar todo lo que veía que estaba ocurriendo afuera—. Están descargando los cofres de oro de las carretas y levantan las tapas. Guy está controlando todo. Describió cómo, una vez que los cofres fueron cerrados y vueltos a cargar en las carretas, los conductores llevaron las yuntas de bueyes y, bajo el escrutinio de los secuaces de Guy, los uncieron a las carretas.

—Están listos para partir —dijo Sarah aliviada—. Guy tiene todo lo que venía a buscar. Seguro que nos devolverá a George ahora y nos dejará en paz.

—No creo que haga eso, tía —contradijo renuente Verity—. Creo que nosotras somos su pasaporte para regresar a la costa. Por lo que pude oír que decían los guardias, nuestros hombres están todavía luchando. Mi padre sabe que mientras nos tenga a nosotras, las mujeres, y a Georgie como rehenes, los nuestros no podrán atacarlo.

A los pocos minutos se demostró que tenía razón. Se oyeron ruidos de pasos junto a la puerta y ésta se abrió violentamente. Entraron cinco árabes en tropel y uno se dirigió ásperamente a Verity. Ella tradujo para las demás:

—Dice que debemos vestirnos rápidamente y abrigarnos. Tenemos que estar listas para partir de inmediato.

Fueron conducidas a sus carretas y los guardias permanecieron allí mientras se ponían los pesados abrigos sobre sus camisones y apresuradamente colocaban algunas cosas necesarias en una valija. Luego las tres fueron llevadas afuera donde las esperaban caballos ensillados. Las dos carretas que llevaban el oro estaban formadas una detrás de otra, apuntando hacia las huellas para deshacer el camino. Guy estaba a la cabeza de sus hombres.

—Déjame llevar a George con nosotras —imploró Sarah.

—Alguna vez, hace mucho tiempo, me hiciste pasar por tonto, Sarah Beatty. Eso no volverá a ocurrir. Retendré a tu nieto con firmeza en mi mano. —Sacó una daga de la vaina en su cintura y puso la hoja en la garganta del niño. Éste estaba demasiado aterrado como para gritar—. No debes dudar ni un segundo de que soy capaz de abrirle la garganta sin la menor vacilación si me das un motivo. Si nos topamos con Tom o con Dorian o con cualquiera de sus viles crías en el camino les dirás eso. Ahora, sujeta tu lengua.

Montaron los caballos que Zama, Izeze y Tegwane sostenían para ellas. Cuando Louisa se sentó en el lomo de Fiel se inclinó y le susurró a Zama:

—¿Dónde están Intepe y sus niños?

—Los envié a la selva —respondió en voz baja—. Nadie trató de detenerlos.

—Gracias a Dios, por lo menos por eso.

Guy dio la orden de ponerse en marcha, y Peters la repitió en voz muy alta. Los látigos para los bueyes resonaron y las carretas comenzaron a moverse. Guy encabezaba el convoy, con George cargado en una extraña posición sobre su cadera. La escolta de árabes obligaba a las mujeres a ir muy cerca detrás de él. Las amontonaron tanto que sus rodillas se tocaban. Los ruidos de las ruedas y del entrechocar de los elementos que llevaban las carretas disimularon la voz de Sarah cuando, en un susurro, les habló a las muchachas.

—¿Tienes lista la pistola, Louisa?

—Si, madre. Tengo mi mano sobre ella.

—Bien. Entonces esto es lo que debemos hacer. —Siguió hablando en voz baja y las dos mujeres más jóvenes susurraron su asentimiento—. Esperar mis órdenes —les advirtió Sarah—. Nuestra única opción es tomarlos por sorpresa. Debemos actuar en conjunto para tener alguna posibilidad de éxito.

El grupo de jinetes y carretas continuó colina abajo en dirección al llano. Los caballos eran contenidos para adaptarse al paso lento de los bueyes. Después de un rato nadie hablaba. Atacantes y prisioneros cabalgaban en un silencio letárgico, que pronto se convirtió en somnolencia. Hacía ya rato que George, agotado, se había sumido en el sueño. Su cabeza se balanceaba sobre el hombro de Guy. Cada vez que Sarah lo miraba, su corazón se estrujaba de miedo.

Cada tanto, estiraba su brazo para tocar a alguna de las muchachas para mantenerlas despiertas y alertas. Había venido estudiando los caballos que sus guardianes árabes usaban. Estaban flacos y en malas condiciones, sospechó que habían soportado un largo y debilitante viaje en barcos pequeños. No podrían competir con las monturas que ella y las muchachas tenían. De sus tres caballos, Fiel era el más veloz. Louisa constituía un peso ligero para transportar y ella con su caballo podrían adelantarse a cualquiera de los otros, aún cuando llevara consigo a George.

La cabeza del árabe que viajaba junto a Sarah caía sobre su pecho. Comenzó a deslizarse a un lado de la silla. Ella se dio cuenta de que el hombre se había quedado dormido. Antes de caerse del lomo de su caballo, la cabeza del árabe se levantó al despertarse sobresaltado.

"Están todos exhaustos", se dijo Sarah a si misma. "No han descansado desde que abandonaron la costa. Sus caballos no están en mejores condiciones. Ha llegado casi el momento de que nosotras nos separemos de ellos y huyamos".

A la luz de la luna reconoció esa parte del camino. Se estaban acercando a un vado sobre uno de los tributarios del río principal. En el viaje de salida desde el Fuerte Auspicioso, Zama y sus hombres habían pasado días cavando en las orillas. Era un cruce estrecho y profundo que las carretas sólo podían atravesar con dificultad. Ella sabía que no tendrían otro lugar mejor para actuar y alejarse. Calculó que quedaba todavía una hora más de oscuridad para cubrir su huida, y para ese momento, ella esperaba que estarían lejos de los debilitados y exhaustos caballos de sus perseguidores.

Estiró con disimulo el brazo para tocar a cada una de las muchachas. Les apretó la mano y las sacudió ligeramente para que se mantuvieran alertas. Acercaron con suavidad sus caballos y juntas se pusieron a distancia de contacto con las ancas del caballo de Guy.

Sarah metió la mano debajo de su abrigo y sacó la pistola de duelo. Usó los pliegues de su abrigo de piel de oveja para apagar el ruido de la pistola al ser amartillada. El gatillo del arma fue puesto en posición sin hacer ruido y no se atrevió a amartillarla totalmente hasta el momento de disparar. Cincuenta metros más adelante vio la abertura en la orilla del río que aparecía en medio de la oscuridad, y el camino que bajaba hacia ese lugar. Esperó a que Guy frenara su caballo para estudiar el atajo que conducía al vado.

Antes de que Guy pudiera decir nada, Sarah deliberadamente lo chocó con su caballo. Las muchachas a cada lado de ella empujaron hacia adelante y por un momento se produjo una confusión en la que los caballos chocaron unos contra otros, moviéndose de un lado a otro.

—Mantened vuestros malditos caballos bajo control —exclamó Guy con enojo.

Entonces otra voz rugió desde la oscuridad del atajo adelante.

—¡Quietos donde estáis! Tengo cincuenta mosquetes cargados con metralla apuntándolos.

—¡Tom! —exclamó Sarah alborozada—. ¡Es Tom! —Por supuesto. Él había oído las carretas a más de un kilómetro de distancia y había elegido el cruce del río para emboscarlos.

—¡Tom Courtney! —gritó Guy al responder—. Tengo a tu nieto y mi daga está sobre su garganta. Mis hombres tienen a tu mujer, Sarah, y a las demás mujeres de tu familia. Apártate y déjanos pasar si quieres tenerlos a todos con vida.

Para reforzar la amenaza sacó a George del hombro y lo alzó con ambos brazos.

—Ése es tu abuelo, muchacho. Háblale. Dile que estás a salvo. —Pinchó el brazo del niño con la daga. Desde atrás del hombro de Guy, Sarah vio que la sangre comenzaba a salir sobre la blanca piel, negra y reluciente a la luz de la luna.

—¡Abuelo! —chilló George con toda la fuerza de sus pulmones—. Este horrible hombre me está lastimando.

—¡Por Dios, Guy! Si le tocas un solo pelo de la cabeza a ese niño te mataré con mis propias manos —la voz de Tom rugió con enojo y frustración.

—Escucha cómo chilla este cerdito —gritó Guy como respuesta y volvió a pinchar a George—. Arrojad las armas y adelantaos, o te enviaré las entrañas de tu nieto en una bandeja de plata.

Sarah sacó la pistola de abajo de su abrigo y terminó de amartillar. Estiró el brazo y puso la boca del arma en la espalda de Guy, a la altura de los riñones. Disparó y el ruido fue apagado por la ropa y la carne de Guy. Su espalda se arqueó por el dolor cuando la bala chocó contra una vértebra. Perdió las fuerzas y George cayó desde sus manos todavía alzadas.

—¡Ahora, Louisa! —gritó Sarah.

Pero Louisa no necesitó oír la orden. Se inclinó desde su montura y atrapó a George en el aire. Lo apretó contra su pecho y clavó los talones en las costillas de Fiel.

—¡Vamos, vamos! —le gritó a la yegua—. ¡Corre, Fiel, corre!

El animal saltó hacia adelante. Uno de los árabes estiró un brazo para detenerla, pero Louisa disparó la segunda pistola directamente a su cara barbuda, y cayó desde la silla hacia atrás. Verity hizo girar a su caballo por detrás de Fiel para escudar a George y a su madre de cualquier disparo de mosquete que pudieran hacer los hombres de Guy. La maniobra apenas si llegó a tiempo. Uno de los árabes, más alerta que sus compañeros, tomó su arma y la larga llama de la descarga atravesó la oscuridad. Sarah oyó el ruido de la bala al chocar contra la carne. El caballo de Verity cayó debajo de ellas y la muchacha fue arrojada por sobre la cabeza del animal.

Sarah avanzó espoleando a su caballo precisamente en el momento que Guy se inclinaba hacia atrás para caer blandamente de la montura justo delante de ella. El caballo de Sarah trató de saltar sobre él, pero la herradura metálica de uno de sus cascos golpeó a Guy en la sien y se pudo oír el crujido del frágil hueso como si fuera de hielo. El animal recuperó el equilibrio y ella lo condujo hacia donde Verity trataba de ponerse de pie.

—¡Ahí voy, Verity! —gritó Sarah, y estiró un brazo hacia ella. Verity enganchó el suyo en el que le ofrecía Sarah cuando el caballo pasó junto a ella. Ninguna de ellas tenía la fuerza suficiente como para hacer que Verity quedara montada, pero se las arregló para colgarse desesperadamente de las crines con la mano libre mientras seguían a Fiel hacia el vado del río.

—¡Tom! —gritó Sarah—. Somos nosotras. ¡No dispares!

El resto de la guardia de árabes había reaccionado y galopaba en apretado grupo detrás de Sarah. Hasta que de pronto una descarga cerrada de mosquetes salió desde el borde de la orilla donde Smallboy y el resto de los hombres de Tom estaban apostados. Tres caballos cayeron al mismo tiempo y los demás árabes frenaron para volver grupas al enemigo Corrieron a buscar la protección de las carretas y se amontonaron detrás de ellas.

Tom saltó desde la orilla y, cuando Sarah frenó, las tomó a ella y a Verity arrastrándolas hacia él. Las llevó a lugar seguro detrás de la orilla.

—¡Louisa! —dijo Sarah jadeando—. ¡Alcanza a Louisa y George!

—Nadie puede alcanzar a Fiel cuando se lanza a la carrera. Pero están a salvo por allí, siempre y cuando tengamos a los árabes atrapados aquí. —Tom abrazó a Sarah—. Por Dios, qué feliz me hace verte, mujer.

Sarah lo apartó de un empujón.

—Ya habrá tiempo para esas tonterías más tarde, Tom Courtney. Todavía tienes trabajo que hacer.

—¡Tienes razón!

Tom corrió de regreso a la parte superior de la costa y gritó hacia la oscuridad de las carretas detrás de las cuales los árabes se habían refugiado.

—¡Guy! ¿Me oyes?

—Está muerto, Tom —lo interrumpió Sarah—. Lo maté yo.

—Entonces te me adelantaste —dijo Tom sombríamente—. Esperaba hacerlo yo mismo. —Se dio cuenta de que Verity estaba detrás de él—. Discúlpame, mi querida. Era tu padre.

—Si hubiera tenido una pistola en mi mano, lo habría hecho yo misma —replicó Verity con calma—. Lo que me hizo a lo largo de todos estos años es imposible de contar, pero cuando comenzó a torturar a Georgie… No, tío Tom. Se merecía eso y mucho más.

—Eres una chica valiente, Verity. —La abrazó espontáneamente—. Nosotros los Courtney estamos hechos de cuero duro —replicó ella, y también lo abrazó. Tom rió entre dientes y se apartó de ella.

—Bueno, si te parece, háblales a esos oscuros guardianes que están detrás de las carretas. Te lo agradeceré mucho. Diles que no les haremos daño y podrán regresar libremente a la costa, siempre y cuando abandonen las carretas. Diles que tengo cien hombres conmigo, lo cual es una mentira. Si no se rinden atacaremos y eliminaremos hasta el último hombre.

Verity transmitió el mensaje en árabe. Se produjo una demora mientras discutían lo que ella había dicho. Podía oír sus acaloradas voces y logró entender algunas palabras. Algunos aseguraban que el efendi estaba muerto, y que no había razón para quedarse allí. Otros hablaban sobre la cantidad de oro y de lo que Zayn al-Din haría cuando se enterara de que lo había perdido. Una fuerte voz les recordó los ruidos de batallas que habían oído cuando se alejaban de la bahía.

—Tal vez Zayn al-Din también esté muerto —concluyó el que estaba hablando.

_ El cuerpo de Guy Courtney yacía todavía donde había caído y la luz del amanecer aumentaba de modo que Verity pudo ver el rostro muerto de su padre. A pesar de sus valientes palabras, tuvo que apartar la mirada. Finalmente uno de los árabes gritó la respuesta:

—Permitidnos partir en paz y bajaremos las armas y entregaremos las carretas.

Jim y Mansur forzaron al máximo a sus monturas, cabalgando toda la noche. Llevaban consigo caballos de refresco y cuando los suyos se cansaban, cambiaban rápidamente las sillas de montar y continuaban. Avanzaron casi todo el tiempo en silencio, encerrados en sus propios pensamientos, que eran más negros que la misma noche. Cuando hablaban, lo hacían casi exclusivamente en monosílabos o en brevísimas frases, y con los ojos siempre fijos adelante.

—Menos de diez kilómetros hasta el campamento en la garganta —dijo Jim, mientras subían por una escarpada pendiente. Con la primera luz de la mañana reconoció el árbol que se destacaba en el horizonte—. Estaremos allí en una hora.

—¡Si Dios quiere! —replicó Mansur. Cabalgaron hasta la cima y miraron hacia adelante. Vieron el río que serpenteaba debajo de ellos, pero luego los primeros rayos del sol tocaron la parte de abajo de las nubes e iluminaron el día con dramática rapidez. Ambos vieron el polvo en el mismo momento.

—¡Jinete que se acerca al galope! —exclamó Jim.

—Sólo un mensajero corre de esa manera —dijo Mansur en voz baja—. Esperemos que se trate de noticias favorables.

Ambos tomaron sus catalejos y por un momento quedaron sin habla al descubrir al jinete en las lentes.

—¡Fiel! —gritó Jim.

—¡En el nombre de Dios! Es Louisa quien la monta. Mira cómo brilla su pelo con la luz del sol —confirmó Mansur—. Lleva algo en sus brazos.

Georgie.

Jim no esperó más. Soltó el caballo de refresco que llevaba y le gritó a Fuego:

—¡Corre, mi amigo! Corre con todo tu corazón.

Mansur no pudo mantener el ritmo cuando se lanzaron cabalgando por El sendero.

George los vio acercarse y se revolvió y retorció en los brazos de su madre como si fuera un pez.

—¡Papá! —gritó—. ¡Papá!

Jim saltó del lomo de Fuego en el mismo momento en que el animal pasaba para detenerse. Bajó a los dos de la silla de Fiel y los abrazó, apretando con fuerza a Louisa y a George contra su pecho.

Mansur se acercó al galope.

—¿Dónde está Verity? ¿Está a salvo?

—En el vado del río con las carretas. Tom y Sarah están con ella.

—Dios te bendiga, Louisa. —Mansur espoleó a su caballo y dejó a Louisa y a Jim derramando lágrimas de felicidad, uno en brazos del otro, mientras George tironeaba con ambas manos la barba de su padre.

Cavaron una tumba para Guy Courtney junto a la ruta de las carretas y envolvieron su cuerpo con una manta antes de bajarlo a ella.

—Era un vil bastardo —murmuró Tom en el oído de Sarah—. Merecía ser dejado para las hienas, pero era mi hermano.

—Y mi cuñado por dos partes… y yo fui quien lo mató. Eso pesará sobre mi conciencia por el resto de mi vida.

—Que no te pese tanto, pues no tienes culpa alguna —dijo Tom y ambos miraron al otro lado de la tumba abierta, donde estaban Verity y Mansur, tomados de la mano.

—Estamos haciendo lo correcto, Thomas —concluyó Sarah.

—No lo siento así —gruñó él—. Terminemos y regresemos a Fuerte Auspicioso. Dorian está herido y aunque ahora sea rey, necesita que estemos con él.

Dejaron que Zama y Muntu cerraran la tumba y la cubrieran con rocas para evitar que las hienas cavaran y la abrieran de nuevo. Mansur y Verity los siguieron colina abajo hasta donde Smallboy tenía ya las dos carretas con el oro uncidas. Los dos jóvenes iban tomados de la mano, pero aunque el rostro de ella estaba pálido, sus ojos estaban secos.

Jim y Louisa esperaban en las carretas. Ambos se habían negado a asistir al funeral.

—No después de lo que les hizo a Louisa y a Georgie. —Jim había fruncido el ceño cuando Tom había sugerido que asistieran. En ese momento miró inquisitivamente a su padre, y éste asintió con un gesto.

—Todo ha terminado.

Montaron y volvieron las cabezas de sus caballos hacia la costa, hacia Fuerte Auspicioso.