Iban bien esparcidos e incluso desde arriba sólo podía percibirse algún breve reflejo de oscura piel untada con aceite, o el fugaz brillo del acero desnudo a medida que se acercaban silenciosamente a cada flanco de las columnas omaníes que avanzaban.

Un destacamento de turcos con sus cascos de bronce en forma de bola pasó casi directamente debajo de la higuera en la que estaban instalados, pero iban tan concentrados en encontrar su camino a través de la densa maleza que ni se les ocurrió mirar hacia arriba. De pronto se oyó un revuelo de gruñidos, ramas que se rompen y salpicaduras de barro. Un pequeño rebaño de búfalos, perturbado en su baño de fango, salió corriendo del pantano. Aquella masa sólida de negros cuerpos recubiertos de barro y curvos cuernos relucientes se alejó con ruido de trueno al abrirse camino en la selva. Se oyó un grito y Jim pudo ver el cuerpo de uno de los árabes que era lanzado muy alto después de ser corneado por la vieja búfala que conducía el rebaño. Luego los animales desaparecieron.

Unos pocos compañeros rodearon el cuerpo destrozado, pero los capitanes les lanzaron gritos furiosos. Lo dejaron allí donde había caído y continuaron su camino. Para ese entonces, los pelotones que iban a la cabeza la habían desaparecido en la jungla, mientras los grupos de retaguardia apenas si comenzaban a abandonar la playa abierta para comenzar a internarse en el pantano.

Una vez inmersos en la densa maleza les resultaba imposible ver más allá del hombre que los precedía, y se seguían unos a otros ciegamente. Muchos iban cayendo en pozos de fango dentro del pantano, y perdían el sentido de la orientación, salvo el de la dirección general que llevaban ya que se veían forzados a rodear las matas más densas de arbustos espinosos. Nubes de insectos salían de los charcos verdes como algas que hervían en el intenso calor. Los turcos sudaban dentro de sus mallas metálicas. Los cascos de bronce reflejaban los rayos de luz. Los oficiales tenían que alzar sus voces para mantener el contacto con sus pelotones y todo intento de sigilo fue abandonado.

Por otra parte, éste era el tipo de terreno en el que Beshwayo mejor se movía para cazar y para pelear. Eran invisibles a las columnas de hombres de Koots. Los seguían como su propia sombra a cada uno de los flancos. Los indunas jamás pronunciaron una voz de orden. Para guiar a sus impis; para matar sólo usaban cantos de pájaros o el croar de sapos arborícolas, que sonaban tan naturales que era difícil imaginar que fueran producidos por una garganta humana.

Beshwayo escuchaba atentamente esos sonidos. Inclinaba su enorme cabeza afeitada primero a un lado, luego a otro, y así sabía lo que le estaban diciendo como si se tratara del lenguaje común.

—Ha llegado el momento, Somoya —dijo finalmente. Echó la cabeza hacia atrás y llenó sus pulmones. Su torso como un barril se hinchó, para luego contraerse con la fuerza con que emitió el agudo y melodioso grito del águila pescadora. Casi de inmediato, desde muy lejos y desde muy cerca, ese grito fue repetido desde una docena de lugares en la espesa jungla que se extendía por debajo de donde estaban sentados. Sus indunas respondían así a la orden del Rey de atacar.

—¡Vamos, Somoya! —dijo Beshwayo con suavidad—. Si no nos movemos con rapidez, perderemos la función. —Cuando Jim llegó al suelo, descubrió que Bakkat estaba acuclillado junto al tronco de la higuera.

Saludó a Jim con una chispeante sonrisa.

—Oí el grito del águila pescadora. De modo que tenemos trabajo para hacer, Somoya. —Le alcanzó el talabarte. Jim lo abrochó en su cintura y luego metió el par de pistolas de doble caño en las presillas de cuero.

Como una sombra oscura, Beshwayo ya había desaparecido en un denso cañaveral. Jim se volvió a Bakkat.

—Koots está acá. Conduce a la brigada enemiga —le dijo—. Encuéntralo para mí Bakkat.

—Estará a la cabeza de sus tropas —replicó el bosquimano—. Debemos dar toda la vuelta alrededor de la batalla principal para no quedar atrapados en ella, como un elefante macho en arenas movedizas.

De pronto la jungla alrededor de ellos resonó con el fragor de hombres luchando: sordos estampidos de pistolas y mosquetes, el tronar de los assegai y los kerrie que golpeaban sobre escudos de cuero crudo, salvajes chapoteos en los pantanos, crujidos de ramas que se quebraban en la maleza con el movimiento de hombres que atacaban. Luego el cántico de guerra de los guerreros de Beshwayo fue contestado por los gritos desafiantes en árabe y en turco.

Bakkat salió corriendo, evitando los ruidos de la batalla, haciendo un rodeo por el lado del río para adelantarse a las brigadas omaníes. Jim forzaba su carrera para mantenerse a la par. Una o dos veces lo perdió de vista en los lugares más densos de la jungla, pero Bakkat silbaba suavemente para guiarlo.

Llegaron al lugar en donde el terreno se hacía seco al otro lado del pantano. Bakkat encontró un estrecho sendero de animales y corrió por él. Después de unos cientos de pasos se detuvo otra vez, y ambos se quedaron inmóviles escuchando. Jim respiraba agitado como un perro, y su camisa estaba oscura por el sudor, pegada al cuerpo como una segunda piel. La batalla se produjo sin previo aviso, directamente a la garganta de Jim. Éste tocó la hoja, lo suficiente como para desviarla, haciendo que la punta hiriera su hombro. En el momento en que Koots estaba en su máxima extensión, Jim dio una estocada contra el acero del otro, con lo que la punta llegó a destino. Sintió el golpe, la tela se rasgó y la piel se abrió hasta que llegó al límite del hueso. Koots saltó hacia atrás.

—¡Lielde tot Got! —Su sonrisa fue reemplazada por una expresión de sorpresa. La sangre fresca se extendía sobre la parte de adelante de su camisa—. El cachorro se ha convertido en perro.

La sorpresa dejó paso a la furia y se lanzó contra Jim, otra vez. Sus hojas de acero chocaron y resonaron cuando trató de hacer retroceder a su enemigo, como para ganar tiempo y poder reafirmarse. Pero Jim se hizo firme en su lugar y lo mantuvo a raya en el fango blando. El barro aprisionaba las botas de Koots y obstaculizaba cada paso que quería dar.

—¡Ahí voy, Somoya! —gritó Beshwayo, mientras atravesaba el estrecho paso del pantano.

—No te saco yo la comida de la boca —respondió Jim, también gritando—. Déjame este bocado.

El Rey se detuvo y alzó una mano para detener también a sus hombres, que pululaban detrás de él ansiosos.

—Somoya tiene hambre —dijo—. Dejémoslo comer en paz. —Y lanzó una carcajada.

Koots dio un paso hacia atrás, con la intención de obligar a Jim a avanzar y meterse en el fango. Jim sonrió ante sus pálidos ojos y, con un despectivo movimiento de cabeza, rechazó la invitación. El holandés se movió en círculo hacia la izquierda y apenas Jim se volvió para seguir sus movimientos, giró hacia el otro lado, pero se movía con lentitud en el barro. Jim lo alcanzó otra vez, hiriéndolo en un costado. Los hombres de Beshwayo lanzaron rugidos de aprobación.

—Sangras con la profusión propia del cerdo que eres —se burló Jim. La sangre se deslizaba por la pierna de Koots y chorreaba sobre el fango. Se miró el lugar afectado y su expresión fue sombría. Ambas heridas eran superficiales y no graves, pero juntas lo debilitarían con rapidez. Jim se lanzó sobre él.

Cuando el holandés saltó hacia atrás, sintió la debilidad de sus piernas, sabía que debía intentar una resolución rápida. Miró al hombre que lo enfrentaba, y por una vez en su vida, sintió un asomo de miedo. No era éste el jovencito al que había perseguido por medio continente africano. Éste era un hombre, alto y de anchos hombros, forjado como el acero en el horno de la vida.

Koots reunió todo su coraje y todas las fuerzas que le quedaban para lanzarse contra Jim, tratando de hacerlo retroceder a pura fuerza y con su peso. Jim se preparó para recibir el ataque. Parecía que sólo una evanescente barrera de metal en movimiento los separaba. El ruido de las hojas al tocarse aumentó hasta un aterrador crescendo. Los guerreros de Beshwayo estaban fascinados por esta nueva forma de combate. Reconocían la habilidad y la fuerza que exigía, y alentaban con cánticos, golpeando sus assegais contra los escudos, en un estado de excitación que los hacía bailar y contonearse.

No podía durar mucho más. Los pálidos ojos de Koots estaban cubiertos por el brillo de la desesperación. El sudor diluía la sangre que le seguía corriendo por el costado. Sintió la debilidad en sus muñecas y en la flexibilidad de sus músculos cuando trató de empujar aún más a Jim. Éste bloqueó su siguiente y desesperada estocada en lo alto, en la línea natural de ataque, y trabó las hojas frente a sus ojos. Se miraron uno al otro a través de la cruz de plata formada por el trepidante acero. Conformaban un grupo estatuario que parecía tallado en mármol. Los hombres de Beshwayo percibieron el gran dramatismo del momento y enmudecieron.

Ambos combatientes sabían que cualquiera que tratara de separarse se exponía a la estocada fatal. Hasta que Jim sintió que Koots se apartaba. Éste movió sus pies y, con un movimiento de ambos hombros, trató de empujar a Jim hacia atrás para separarlo. Pero Jim estaba alerta y en el momento en que Koots lo soltó, se lanzó con su arma adelante como una culebra al ataque.

Los ojos del holandés se abrieron desmesuradamente, pero carecían de color y ya no veían. Sus dedos se aflojaron y dejó caer la espada en el barro.

Jim permaneció con la muñeca trabada y la punta de su propio acero clavado profundamente en el pecho de su enemigo. Sintió que el pomo de su espada latía delicadamente en su mano, y por un instante pensó que se trataba de su propio pulso. Luego se dio cuenta de que su espada había atravesado el corazón de Koots y era el bombeo de la vital sangre del oponente lo que él sentía, transmitido por la hoja.

La expresión de Koots era de intriga. Abrió la boca para hablar, luego la cerró. Lentamente sus rodillas se doblaron y, mientras iba cayendo, Jim dejó que se deslizara para liberarlo del acero. Cayó con la cara en el fango, y los hombres de Beshwayo rugieron como una manada de leones al matar.

Unas semanas antes, las tres naves, el Revenge, el Sprite y el Arcturus, habían zarpado de la bahía Natividad con la marea del amanecer. Dejaron a Tasuz en su pequeña falúa para que pudiera vigilar el farallón a la espera de la flota de Zayn mientras ellos se alejaban para preparar una emboscada sin ser vistos desde la costa, más allá del horizonte oriental. Los interminables días que siguieron fueron de una constante monotonía e incertidumbre, patrullando de un lado a otro a lo largo del borde de la plataforma continental, a la espera de que Tasuz les indicara el momento de entrar en batalla.

El Rojo Cornish, en el Arcturus, hacía sus mediciones astronómicas todos los días al mediodía, pero los instintos de Kumrah en el Sprite y de Batula en el Revenge eran casi tan precisos como los instrumentos de navegación de aquél para mantenerlos en sus posiciones.

En el Arcturus Mansur pasaba casi todo el tiempo en la cofa mayor, observando el horizonte con su catalejo hasta que su ojo derecho se ponía rojo por el esfuerzo y por el reflejo del sol en el agua. Todas las noches, después de comer temprano con Cornish, se dirigía al camarote de Verity. Se sentaba hasta tarde frente a su mesa de trabajo. Ella le había dado la llave de los cajones cuando se separaron en la playa de la bahía Natividad.

—Nadie ha leído jamás mis diarios. Los he escrito en árabe, para que ni mi padre ni mi madre pudieran descifrarlos. Como ves, amor mío, nunca confié demasiado en ninguno de ellos. —Se rió al decir esto—. Quiero que tú seas la primera persona que los lea. A través de ellos podrás compartir mi vida así como mis pensamientos más íntimos y mis secretos.

—Siento que no merezco que me concedas semejante honor. —La voz de él tembló al decir esto.

—No se trata de honor, sino de amor —replicó ella—. De ahora en adelante, jamás tendré secretos para ti.

Mansur descubrió que los diarios cubrían los últimos diez años de su vida, desde que había cumplido nueve. Eran un monumental registro de las emociones de una muchacha joven, mientras se abría paso para convertirse en mujer. Se quedaba allí todas las noches hasta tarde, y a la luz de la lámpara de aceite compartió sus deseos y su asombro ante la vida, sus frustraciones infantiles y sus pequeños triunfos. Había explosiones de alegría y tras de tanta intensidad que el corazón de él se dolía por ella. Había pasajes oscuros y enigmáticos cuando evaluaba la relación con sus padres. Él sintió que su piel se erizaba cuando ella, temerosa, sugería lo impronunciable al escribir acerca de su padre. No ahorraba ella detalles al describir los castigos a los que él la había sometido, y la mano del joven temblaba de furia cuando daba vuelta las perfumadas páginas. Había otros pasajes que lo asombraban con sus brillantes revelaciones. Siempre lo sorprendía su más airado y fresco uso de las palabras. En ocasiones ella lo hacía reír con ganas, y a veces su visión se nublaba con lágrimas.

Las últimas páginas del penúltimo volumen cubrían el periodo desde su primer encuentro en la cubierta del Arcturus, en el puerto de Muscat, hasta su separación en el camino de regreso de Isakanderbad. En un pasaje escribía acerca de él: "Aunque él todavía no lo sabe, ya es dueño de parte de mí. A partir de este momento nuestros pasos quedarán marcados unos junto a los del otro en las arenas del tiempo."

Cuando finalmente ella había agotado las emociones de él con sus palabras, él apagaba la lámpara y se echaba, obnubilado por el agotamiento emocional, en la litera de ella. La rica fragancia de su pelo todavía podía percibirse en la almohada y las sábanas tenían el perfume de la piel de ella. Durante la noche se despertaba y la buscaba, y cuando se daba cuenta de que ella no estaba allí, el dolor lo hacía gemir. Luego odiaba a su propio padre por no permitirle que permaneciera con él, y enviarla en las carretas con Sarah, Louisa y el pequeño George hacia las colinas desiertas del territorio interior.

Aunque hubiera dormido muy poco, siempre estaba en la cubierta del Arcturus cuando sonaban ocho campanadas en la guardia de media, y antes de que aparecieran los primeros colores del amanecer, él ya estaba en la cofa mayor, vigilando y a la espera.

Por ser la nave más poderosa, pero también la más lenta, el Arcturus ocupaba la posición de barlovento, y Mansur tenía el más agudo par de ojos a bordo. Fue él quien descubrió la minúscula manchita de la vela de la falúa cuando comenzó a aparecer sobre el horizonte. En el momento en que estuvieron seguros de su identidad, el Rojo Cornish hizo virar el Arcturus para llegar rápidamente a interceptarla.

Tasuz respondió a los gritos de ellos:

—Zayn al-Din está acá, con veinticinco grandes dhows.

Luego dio la vuelta y condujo a la escuadra de regreso a la costa africana, que en ese momento apenas si asomaba por el horizonte azul oscuro y amenazadora como si fuera algún monstruo de las profundidades. También esta vez fue Mansur quien descubrió primero las formas de la flotilla enemiga anclada frente a la boca del río Umgeni. Sus velas estaban recogidas y sus oscuros cascos se confundían con el fondo de colinas y selvas.

—Han fondeado exactamente donde tu padre esperaba que lo hicieran.

—Cornish los estudió con cuidado mientras se acercaban velozmente a ellos. —Ya están enviando sus botes a la playa. El ataque ha comenzado.

Con rapidez achicaron la distancia y pareció que el enemigo estaba tan ocupado con el desembarco que había descuidado la vigilancia que deberían haber mantenido hacia el mar abierto detrás de ellos.

—Esos son los cinco dhows de guerra de la escolta. —Mansur los señaló—. Los otros son los transportes.

—Tenemos la ventaja del barlovento. —Cornish sonrió y su rostro se encendió con satisfacción—. El mismo viento que sopla a favor nuestro es el que los mantiene fijos a la costa de sotavento. Si levaran anclas, encallarían casi de inmediato. Tenemos a Kadem ibn Abubaker a nuestra merced. ¿Cómo debemos proceder, Alteza? —Cornish miró a Mansur. Dorian le había entregado el comando general de la escuadra a su hijo. Eso era lo que dictaba el rango real de Mansur. Los capitanes árabes no habrían comprendido ni aceptado ningún otro puesto para él.

—Mi instinto me dice que vaya directamente a los dhows de guerra mientras los tenemos a nuestra merced. Si podemos destruirlos, los transportes caerán en nuestras manos como fruta madura. ¿No lo creéis así, capitán Cornish?

—Con todo mi corazón, Alteza. —Cornish demostró su agradecimiento por el tacto de Mansur tocando el borde de su sombrero.

—Entonces, si os parece, acerquémonos a los otros barcos para transmitirles esa orden. Elegiré un barco enemigo para cada uno de los nuestros. Nosotros, con el Arcturus, enfrentaremos al más grande de todos. —Mansur señaló al dhow en el centro de la fila de barcos fondeados—, pues es casi seguro que ése es el que comanda Kadem ibn Abubaker. Lo abordaré de inmediato y lo capturaré mientras vos seguís para hacer lo mismo con la fila siguiente.

El Sprite y el Revenge navegaban algo más adelante, reduciendo un poco sus velas como para no adelantarse demasiado al Arcturus. Mansur les gritó y señaló cuál de los dhows era el blanco de cada uno. En cuanto comprendieron lo que se esperaba de ellos, avanzaron rápidamente, cargando contra la fila de barcos anclados.

Por fin el enemigo los vio acercarse y la confusión se extendió a gran velocidad por toda la flota. Tres de los transportes estaban ocupados con el desembarco de los caballos que llevaban. Los estaban izando fuera de las bodegas con eslingas que los sostenían por la panza para luego bajarlos por el costado. Al tocar el agua, los soltaban para que nadaran sin ayuda alguna. Los marineros que los esperaban en los botes pequeños, los guiaban hasta donde rompían las olas para abrirse camino hasta la playa lo mejor que pudieran. Ya había en el agua más de un centenar de animales enfermos y exhaustos que luchaban por mantenerse a flote.

Cuando los capitanes de las naves que transportaban los caballos vieron los grandes barcos que se dirigían hacia ellos con los cañones listos, se llenaron de pánico. Con unos pocos golpes de hacha cortaron los cabos de las anclas y trataron de escapar. Dos de los barcos chocaron y en la confusión fueron llevados hasta donde rompía el alto y blanco oleaje. Las olas batían con fuerza sobre las cubiertas de las naves que seguían sin lograr separarse. Una de ellas zozobró y al darse vuelta arrastró a la otra. Uno o dos de los otros barcos de transporte de tropa lograron cortar los cabos de anclaje e izar las velas. Fue una maniobra difícil, pero lograron apartarse de la costa a sotavento para dirigirse a mar abierto.

—Están desarmados y no representan peligro alguno para nosotros —le dijo Mansur a Cornish—. Dejemos que se vayan. Podremos perseguirlos luego. Primero tenemos que ocuparnos de los dhows de guerra. —El joven dejó al capitán y se dirigió a proa para hacerse cargo del mando del grupo de abordaje. Los cinco dhows de guerra se mantuvieron anclados en sus posiciones. Eran demasiado grandes y torpes como para arriesgarse a la peligrosa maniobra de tratar de escapar de la costa a sotavento ante la presencia de tan poderoso enemigo. No tenían otra opción más que permanecer en su sitio y luchar.

El Arcturus se fue rápida y directamente hacia el de mayor tamaño. Mansur estaba parado en la proa y observaba con cuidado la cubierta del otro barco a medida que la distancia que los separaba se achicaba.

—¡Ahí está! —gritó de pronto, y señaló con la espada—. Sabía que lo encontraría aquí.

Las naves estaban tan cerca que Kadem pudo oír su voz y lo miró fijamente. La tensión de puro odio que se produjo entre ellos fue casi tangible.

—Una andanada, capitán Cornish —Mansur miró atrás, hacia el alcázar—, y lanzaremos el abordaje sobre la proa en medio del humo. —Cornish hizo una señal de haber comprendido y maniobró la nave para acercarla.

La dirección del viento mantenía al dhow de Kadem con la proa apuntando al mar abierto y la popa mirando a la playa. Aunque la tripulación Omaní corrió a los cañones en un gesto desafiante, no pudieron disparar. Cornish se atravesó frente a la proa del dhow de Kadem para dispararle a quemarropa. La altura del Arcturus desde la superficie del agua era mayor que la del dhow por lo que sus cañones podían dispararle desde arriba. Cornish había cargado con metralla y estalló la andanada. Un espeso banco de humo gris salió de los cañones con trozos de tacos ardientes y oscureció la cubierta del dhow. El viento lo despejó y reveló una escena de la máxima devastación. Las maderas de la cubierta estaban destrozadas como si por allí hubieran pasado las garras de un monstruoso gato. Los artilleros yacían apilados en sangrientos montones sobre sus armas sin haber disparado. Los destrozados imbornales estaban rojos, tanta era la sangre que fluía.

Mansur buscó a Kadem en aquella carnicería. Con leve gesto de sobresalto e incredulidad vio que estaba todavía allí, ileso y de pie, tratando de reunir a los aturdidos sobrevivientes de aquella terrible explosión de balas de hierro. Con habilidad Cornish hizo que los cascos de ambas naves se besaran, luego los mantuvo unidos con un delicado juego de timón. Mansur condujo a sus hombres en una rápida carga de abordaje y Cornish jugó con la rueda y se separó. Dejó a Mansur y a sus hombres para que se ocuparan del dhow y él navegó siguiendo la fila de naves ancladas para atacar al siguiente barco de guerra antes de que pudiera escapar hacia mar abierto. Tuvo un respiro de unos pocos minutos para mirar alrededor y ver cómo les iba a los otros dos barcos.

Después de golpearlos con implacables andanadas a corta distancia, las tripulaciones del Revenge y del Sprite habían comenzado el abordaje de sus blancos elegidos. Otros tres transportes de tropa habían quedado a la deriva para ser alcanzados por el oleaje que los hizo zozobrar. Algunos de los otros seguían todavía anclados. Cornish contó seis más que habían esquivado a los atacantes y se deslizaban desesperadamente hacia el mar abierto. Luego miró atrás por encima de la popa y pudo ver la dura lucha que se desarrollaba en la cubierta del dhow anclado de Kadem. Le pareció ver a Mansur en la primera línea de la batalla, pero todo era tan fluido y confuso que no podía estar seguro. "El príncipe bien podría haberme dejado lanzar algunas dosis más de metralla antes de lanzarse al abordaje", pensó, y agregó para sí con admiración: "pero es un valiente de pura sangre. Kadem in Abubaker asesinó a su madre. El honor no le permite otro curso de acción que ir a buscarlo, hombre a hombre".

El Arcturus se acercaba rápidamente al siguiente dhow de guerra en la flotilla, y Cornish le dedicó toda su atención.

—La misma medicina, muchachos —ordenó a sus artilleros—. Una buena porción de metralla y luego al abordaje.

Aunque la metralla había matado o herido a la mitad de los hombres en la cubierta de la nave de Kadem ibn Abubaker, en el momento en que el grupo de Mansur comenzó el abordaje desde el Arcturus, Kadem gritó la orden y el resto de su tripulación comenzó a aparecer por las escotillas desde las cubiertas inferiores para lanzarse a la lucha.

Numéricamente, atacantes y defensores estaban casi igualados. Estaban tan amontonados que apenas si había espacio para mover la espada o atacar con la lanza. Avanzaban y retrocedían, resbalando sobre las maderas ensangrentadas, gritándose y acuchillándose mutuamente.

Mansur buscó a Kadem en medio de ese amontonamiento, pero casi de inmediato se vio enfrentado a tres hombres. Vinieron a él corriendo. Mansur hirió a uno en la parte baja del pecho, hundiéndole la hoja por debajo de las costillas. Oyó el siseo del aire que escapaba del pulmón perforado del hombre antes de caer al suelo. Luego apenas si tuvo tiempo de recuperar su espada ensangrentada para volver a ponerse en guardia antes de que los otros dos se lanzaran sobre él.

Uno de ellos era un tipo flaco y fuerte cuyos largos brazos parecían trenzados con tensos músculos. Su pecho desnudo estaba tatuado con una sura del Corán. Mansur lo reconoció. Había luchado junto a él en las murallas de Muscat. Hizo una finta para luego atacar con un corte desde arriba dirigido a la cabeza. Mansur lo bloqueó y le trabó la espada. Lo hizo girar como un escudo para rechazar a su compañero, que trataba de intervenir.

—¡Así es, Zaufar! No podías esperar el regreso de al-Salil, tu verdadero califa —le gritó Mansur en la cara—. La última vez que te vi te salvé la vida. Esta vez, te la quitaré.

Zaufar saltó hacia atrás, consternado.

—Príncipe Mansur, ¿eres tú? —a manera de respuesta, Mansur se quitó el turbante y sacudió su pelo dorado cobrizo.

—Es el príncipe —gritó el hombre. Sus camaradas se detuvieron y retrocedieron. Miraban fijo a Mansur.

—Es el hijo de al-Salil —gritó uno de ellos—. ¡Entréguense a él!

—¡Es el engendro del traidor! ¡Mátenlo! —rugió un bribón de enorme panza, y se abrió paso a la fuerza a través de sus propias filas. Zaufar se volvió y lanzó una estocada a su enorme barriga. En un momento el enemigo quedó dividido en dos grupos antagónicos. Los hombres de Mansur avanzaron corriendo para aprovecharse de la confusión.

—¡Al-Salil! —gritaron, y algunos de los miembros de la tripulación del dhow repitieron el grito, mientras otros respondían con otros gritos desafiantes:

—¡Zayn al-Din!

Al haber tantos hombres de Kadem que cambiaban de bando, aquellos que todavía permanecían leales a él eran superados en número y fueron obligados a abandonar la cubierta superior. Mansur condujo el ataque. Tenía la cara y las ropas manchadas con la sangre de sus víctimas. Sus ojos eran feroces. Buscó a Kadem entre aquella chusma. A medida que ganaba terreno, más hombres del enemigo lo reconocían. Arrojaban sus armas y postrándose, gritaban:

—¡Misericordia en nombre de al-Salil!

Por fin, Kadem ibn Abubaker apareció solo en la barandilla de popa del dhow. Miró fijamente a Mansur.

—He venido en busca de venganza —le gritó éste—. He venido a castigar tu alma llena de maldad con el acero. —Siguió avanzando y los hombres que se interponían entre ambos jefes retrocedieron abriendo paso—. Ven, Kadem ibn Abubaker, enfréntame ahora.

Kadem tomó impulso desde atrás y se lanzó, cimitarra en alto, sobre la cabeza de Mansur. La hoja curva, manchada con la sangre de sus víctimas, atravesó el aire con un aterrador zumbido. Mansur se agachó para esquivarlo y fue a dar con su cuerpo contra la base del palo mayor con un sordo ruido.

—Ahora no, cachorrito. Primero debo matar al perro que es tu padre, solo entonces tendré tiempo para ocuparme de ti.

Antes de que Mansur se diera cuenta de lo que el otro se proponía, Kadem se quitó la túnica por la cabeza y la arrojó a la cubierta. Llevaba sólo un taparrabo sujeto a la cintura. Su torso era delgado y firme. Debajo del brazo se veía la rosada cicatriz que había dejado la espada de Mansur en el muelle del puerto de Muscat. Se lanzó al agua y desapareció bajo la superficie para luego reaparecer y nadar enérgicamente hacia la playa.

Mansur atravesó a la carrera la cubierta hasta llegar a la popa al mismo tiempo que iba quitándose su propia ropa. Dejó caer la espada, pero puso la daga curva, todavía dentro de la vaina de oro y plata, en la parte de atrás de su taparrabo donde no se interpondría con los movimientos para nadar. La ató allí para asegurarla. Luego, casi sin haberse detenido, se arrojó de cabeza por encima de la barandilla. Tanto Mansur como Jim habían aprendido a nadar en las turbulentas aguas de la corriente Benguela que bate las costas de Buena Esperanza. Cuando eran apenas unos muchachos y entre ambos habían mantenido las cocinas de High Weald, bien provistas con percebes y cigalas, que obtenían no con redes u otros instrumentos, sino que buceaban para buscarlas en las profundas aguas del arrecife. Al cabo de muchas horas pasadas en las heladas aguas corrían carreras para ver quién llegaba primero a la costa con sus sacos rebosantes de pesca a cuestas.

Mansur salió a la superficie y, con un movimiento de cabeza, se quitó de la cara la melena mojada. Vio a Kadem cincuenta metros delante de él. Sabía por experiencia que, aún cuando fueran excelentes marinos, eran pocos los árabes que aprendían a nadar, de modo que se sorprendió por la velocidad con que Kadem se deslizaba por el agua. Mansur se lanzó tras él moviéndose con un enérgico ritmo de brazadas por sobre la cabeza.

Oía los gritos de aliento de sus hombres en el dhow, pero los ignoró para poner todo su corazón, todos sus tendones y músculos en su esfuerzo.

Cada doce brazadas echaba una mirada adelante y veía que poco a poco se acercaba a Kadem.

A medida que ambos se acercaban a la playa, las olas comenzaban a elevarse. Kadem llegó primero a la línea de rompiente. Las arremolinadas aguas blancas se apoderaron de él para hundirlo y luego sacarlo otra vez a la superficie. Salió tosiendo y desorientado. Luego, en lugar de nadar con la corriente, lo hizo contra ella.

Al mirar atrás, Mansur vio que las olas alzaban sus crestas contra el azul del cielo. Dejó de nadar y flotó en el agua, moviéndose con suavidad e impulsándose con las manos. Observó la primera ola que se alzó sobre él y luego dejó que pasara por debajo de él. Al levantarlo, le permitió ver a Kadem a sólo treinta metros más adelante. La ola siguió su avance y dejó a Mansur flotando en el agua más baja antes de que la siguiente ola se le acercara más alta y más poderosa.

—"La primera, un chorrito; la segunda, una fuente; la tercera, te bañará como un torrente en la montaña" —Casi podía oír a Jim recitándole el verso burlón tal como él mismo se lo había recitado a su primo cuando jugaban entre las olas—. "¡Espera la tercera ola!"

Mansur dejó que la segunda ola lo levantara todavía más alto que la anterior. Desde arriba vio a Kadem rodando al ser revolcado por la primera ola. Sus piernas primero y sus manos después salían a la superficie por entre la espuma del oleaje. La ola siguió su movimiento y lo dejó luchando en la estela. Mansur miró atrás y vio que la tercera ola se le acercaba amenazadora. Su arco era digno del portal del cielo, con su vibrante cresta color verde traslúcido.

Se dio vuelta para seguirla y nadar otra vez, pataleando con fuerza y empujándose con ambas manos para aumentar su impulso. La ola lo alcanzó y él se vio atrapado en la mitad de su alta pared frontal, avanzando a gran velocidad con la cabeza y la mitad superior del cuerpo libres.

Kadem seguía todavía luchando torpemente en la rompiente y Mansur se dirigió a él con brazos y piernas, cruzando por la parte delantera de la ola. Al último momento, Kadem lo vio y sus ojos se abrieron desorbitados por el asombro. Mansur llenó sus pulmones con aire y se lanzó contra el otro. Trabó brazos y piernas alrededor del cuerpo de Kadem, mientras ambos eran tragados por la ola y llevados muy por debajo de la superficie.

Mansur sintió que sus tímpanos crujían por la presión y el dolor era como el que podría producir una aguja que le atravesara el cráneo. No aflojó su toma sobre Kadem, tragó exageradamente y los tímpanos hicieron el ruido de una pequeña explosión y la presión fue liberada. Fueron empujados todavía más abajo y tocó el fondo con un pie. En todo momento siguió apretando el pecho de Kadem como la espiral de una pitón.

Se hundieron hasta el fondo y rodaron juntos sobre el suelo arenoso. Mansur abrió los ojos y miró arriba. La visión era borrosa y la superficie parecía tan remota como las estrellas. Reunió todas sus fuerzas y apretó otra vez. Sintió que las costillas de Kadem crujían y se doblaban dentro del círculo de sus brazos. Hasta que súbitamente el dolor hizo que Kadem abriera la boca, y se produjo una explosión de aire que salía por su garganta.

"¡Ahógate, cerdo!", pensó Mansur, mientras miraba las burbujas plateadas de aire expulsado que subían velozmente a la superficie. Pero debió haber estado preparado para las reacciones extremas de un animal que agoniza. De alguna manera, Kadem logró apoyar ambos pies en el fondo arenoso, y empujó con toda la fuerza de sus piernas. Todavía trabados ambos cuerpos, fueron impulsados hacia arriba, y la velocidad de su ascenso aumentaba a medida que se acercaban a la superficie.

Salieron y Kadem llenó de aire sus pulmones. Esto le dio nuevas fuerzas, y se retorció entre los brazos de Mansur y trató de alcanzarlo en la cara con sus dedos en forma de gancho. Sus uñas eran afiladas como agujas; lograron arañar a Mansur en la frente y en las mejillas al buscar sus ojos.

Mansur sintió que la poderosa punta de un dedo hacía fuerza en un costado de su párpado cerrado para deslizarse muy adentro de la cuenca del ojo. El dolor fue más allá de toda descripción cuando la uña tocó el globo ocular y Kadem comenzó a presionar para arrancarlo del cráneo de Mansur. Éste lo soltó y apartó violentamente la cabeza precisamente antes de que el ojo saltara de su lugar. Quedó medio ciego por la sangre que manaba de la herida. Vació sus pulmones en un grito de dolor. Con renovada fuerza Kadem se alzó por encima de Mansur. Trabó un brazo alrededor de la garganta de éste estrangulándolo y empujándolo hacia abajo. Pateaba y lanzaba las rodillas hacia la parte inferior del cuerpo de Mansur, asfixiándolo con el peso y manteniéndole la cabeza por debajo de la superficie. Los pulmones de Mansur estaban vacíos y la necesidad de respirar era tan poderosa como la voluntad de vivir. El brazo de Kadem era una banda alrededor del cuello. Sabía que desperdiciaría sus últimas fuerzas si continuaba esa lucha cuerpo a cuerpo.

Buscó con su mano en la parte de atrás y sacó la daga de su vaina. Con su mano izquierda tanteó por debajo del borde de las costillas de Kadem en busca del punto letal. Con lo que le quedaba de fuerzas metió la daga en la hendidura debajo del esternón. El herrero que había hecho aquel cuchillo había curvado el acero para facilitar precisamente ese tipo de destripamiento, y el filo era tan agudo que ni siquiera los tensos músculos abdominales de Kadem podían ofrecer alguna resistencia. El acero se clavó en toda su extensión, hasta que Mansur sintió que el pomo golpeaba contra la última costilla del otro. Luego empujó hacia abajo el filo de la navaja y, como si se tratara de un saco, abrió el vientre de Kadem desde las costillas hasta el hueso de la pelvis.

Con una gigantesca convulsión de todo su cuerpo Kadem soltó el cuello de su enemigo y se apartó, rodando hasta quedar de espaldas. Se movió torpemente sobre la superficie y con ambas manos trató de volver a su sitio las entrañas, empujándolas por la abertura de la herida. Como cabos azules y escurridizos, los intestinos seguían saliendo y desenrollándose hasta que se enredaron en sus piernas mientras trataba de patalear para mantenerse a flote. Su rostro apuntaba al cielo y su boca se abría en un silencioso grito de furia y desesperación.

Mansur miró a su alrededor buscándolo, pero su ojo herido le proporcionaba una visión borrosa y la imagen de Kadem se le aparecía fragmentada, como los múltiples reflejos de un espejo quebrado. El dolor le llenaba el cráneo dejándole la sensación de que estaba a punto de estallar. Con miedo de no saber lo que pudiera hallar, se tocó la cara. Inmenso fue su alivio cuando descubrió que el ojo estaba todavía en su lugar, y no colgando sobre la mejilla.

Otra ola rompió sobre su cabeza y cuando volvió a la superficie había perdido de vista a Kadem. En cambio vio algo aun más horrible. Las bocas de aquellos ríos africanos que arrojaban sus aguas con desperdicios en el mar eran el natural territorio de alimentación del tiburón de Zambeze. Mansur lo conocía muy bien y de inmediato reconoció la filosa aleta dorsal que se deslizaba hacia él, atraído por el olor de la sangre y de los intestinos rotos. La siguiente ola elevó muy alto a la bestia y, por un momento, Mansur vio su forma claramente delineada en el marco de agua verde. Parecía mirarlo con un implacable ojo oscuro. Había una especie de belleza obscena en las duras y esculpidas líneas de su cuerpo y en su pulido cuero cobrizo. La cola y las aletas tenían forma de grandes hojas de cuchillo y la boca parecía congelada en una mueca cruel y calculadora.

Con un rápido movimiento de la cola, pasó veloz junto a Mansur, rozándolo apenas en las piernas. Luego desapareció. Su ausencia era todavía más aterradora que su presencia. Sabía que estaba dando vueltas debajo de él. Era el preludio a un ataque. Había hablado con algunos de los pocos sobrevivientes de encuentros con estos feroces animales. A todos o bien les faltaba algún miembro o presentaban alguna otra horrible mutilación, y todos contaban lo mismo:

—Primero te tocan, y luego te atacan.

Mansur giró para quedar boca abajo, haciendo caso omiso del dolor en la cuenca del ojo. La suerte quiso que otra ola rompiera sobre él y pudo nadar con ella hasta que sintió que lo levantaba, llevándolo en brazos como si fuera un niño para empujarlo rápidamente hacia la playa. Sintió la arena bajo sus pies y trastabillando subió el desnivel mientras sucesivas olas rompían sobre él.

Llevaba una mano cerrada protegiendo el ojo herido, gruñendo por el dolor, y apenas estuvo por encima de la línea de la marea alta, se dejó caer sobre las rodillas. Arrancó un trozo de tela de su taparrabo y lo envolvió en la cabeza, atándolo con fuerza sobre el ojo para tratar de aliviar el dolor.

Sólo entonces miró hacia las agitadas aguas. Unos cincuenta metros mar adentro, vio que algo pálido salía a la superficie y se dio cuenta de que se trataba de un brazo. Había una turbulencia debajo de él, un movimiento violento y pesado en las descoloridas aguas. El brazo desapareció como arrastrado hacia abajo.

Tambaleándose, Mansur se puso de pie y vio que ya había dos tiburones alimentándose con el cuerpo de Kadem. Peleaban por él como un par de perros harían por un hueso. Mientras tironeaban de él, se impulsaban con sus colas que golpeaban en el agua poco profunda. Hasta que al fin, una ola de mayor tamaño arrojó a la playa el trozo de maltratada carne que era todo lo que quedaba de Kadem Abubaker, y allí quedó. Los tiburones rondaron por el borde del oleaje durante un rato para luego sumergirse y desaparecer otra vez. Mansur bajó para observar los restos de su enemigo. Grandes trozos de carne en forma de media luna habían sido arrancados de su cuerpo con los dientes. El agua del mar había lavado la sangre, de modo que el lugar donde habían estado las entrañas era un limpio hueco rosado, y los restos de intestinos se veían pálidos y lustrosos. Aún muerto, sus ojos estaban fijos en una maligna mirada, y su boca era una mueca de odio.

—He cumplido con mi deber —susurró Mansur—. Tal vez ahora la sombra de mi madre pueda encontrar la paz. —Empujó el mutilado cuerpo con el pie—. En cuanto a ti, Kadem Ibn Abubaker, la mitad de tu cuerpo está en la panza de la bestia. Jamás encontrarás la paz. Que tu sufrimiento dure por toda la eternidad.

Se dio vuelta y miró al mar. La batalla estaba casi terminada. Habían capturado tres de los dhows de guerra y el estandarte azul de al-Salil flameaba en cada uno de los palos mayores. Los restos de otro se mezclaban con los de los barcos de transporte, que seguían siendo golpeados y destrozados por el oleaje. El Arcturus perseguía el restante dhow de guerra en el mar, y sus cañones se prepararon para el ataque cuando lo alcanzaron. El Revenge perseguía a los barcos de transporte que huían, pero éstos se habían desparramado sobre una amplia extensión del océano.

Entonces vio al Sprite que daba vueltas frente a la desembocadura del río y le hizo señas. Sabía que el bueno y fiel Kumrah lo estaría buscando y que a pesar de la distancia reconocería el color de su pelo. Casi de inmediato se confirmaron sus sospechas cuando vio que el Sprite bajaba un bote y lo enviaba sobre las olas para buscarlo. Su visión era todavía borrosa, pero creyó reconocer al mismo Kumrah en la proa.

Dejó entonces de mirar el bote que se acercaba para dirigir su mirada atrás, para recorrer la extensa playa. Desparramados sobre las arenas, a lo largo de más de un kilómetro y medio junto al agua podían verse los cuerpos de hombres y caballos ahogados, provenientes de los dhows destruidos. Algunos hombres del enemigo habían sobrevivido. Algunos estaban sentados solos en el suelo, otros se habían reunido en pequeños y desconsolados grupos sobre la playa, pero era obvio que no quedaba en ellos deseo alguno de lucha. Algunos caballos sueltos daban vueltas en las cercanías de donde comenzaba la selva.

Había perdido la daga en el agua. Se sentía tremendamente vulnerable, medio ciego, desnudo y desarmado. Trató de ignorar el dolor en su ojo y corrió hacia uno de los cadáveres más cercanos. Todavía llevaba una corta túnica y el arma seguía sujeta a la cintura. Mansur desvistió esos restos patéticos y se puso la túnica por la cabeza. Luego sacó la cimitarra de su vaina y probó la hoja. Estaba hecha de un fino acero de Damasco. Para probar el filo afeitó unos pocos pelos de su muñeca antes de deslizar el arma otra vez en su vaina. Recién entonces se dio cuenta de un distante murmullo de voces. Estas provenían de la profundidad de la vegetación por más allá de la playa.

"¡Esto no ha terminado!", razonó. Precisamente en ese momento un grupo desordenado de hombres salió súbitamente a la carrera de la jungla. Estaban a casi doscientos cincuenta metros playa arriba, entre él y la boca del río, y vio que se trataba de un mezclado grupo de árabes y turcos. Estaban siendo empujados hacia el agua por un grupo de guerreros de Beshwayo. Las afiladas lanzas relumbraron, para luego ser clavadas en la carne de seres vivientes y los gritos de triunfo de los guerreros se mezclaban con los quejidos y desesperados aullidos del enemigo.

—¡Ngi dhla! ¡He comido!

Mansur se dio cuenta del nuevo peligro que lo enfrentaba. Los hombres de Beshwayo estaban en un estado de locura asesina. Nadie iba a reconocerlo a él como amigo. No era más que otra cara blanca y barbada y lo acuchillarían con la misma alegría con que mataban a cualquiera de los omaníes.

La arena húmeda sobre el borde del agua estaba dura y compacta. Corrió sobre ella hacia la boca del río. Los sobrevivientes árabes de la batalla se dieron cuenta de que estaban siendo empujados hacia el agua y giraron para enfrentar en un último y amargo esfuerzo a los hombres de BeshwayO. Había sólo una estrecha franja de terreno detrás de ellos, y Mansur corrió por ahí, aunque el dolor de su ojo lo hacía gemir a cada paso. No estaba lejos de su objetivo y el bote del Sprite atravesaba el oleaje para entrar en aguas calmas. Llegaría a la playa antes que él.

Entonces se oyó un grito a sus espaldas y miró hacia atrás. Tres de los guerreros negros lo habían descubierto. Habían dejado a los rodeados árabes para sus camaradas y corrían tras él, lanzando gruñidos de entusiasmo, como perros de caza al seguir el rastro de la liebre.

Desde adelante venían gritos de aliento:

—¡Aquí estamos, Alteza! ¡Corre, en el nombre de Dios! Reconoció la voz y vio a Kumrah en la proa del bote.

Mansur corrió, pero la ordalía vivida entre las olas y el dolor en el ojo lo habían debilitado. Ya podía oír el golpeteo de los pies desnudos sobre la ría mojada muy cerca detrás de si. Casi podía sentir el filo del acero en sus carnes mientras una assegai entraba por entre los omóplatos.

El bote estaba treinta pasos más adelante, pero bien podría haber estado a treinta leguas. Podía oír el ronco aliento de uno de los hombres casi sobre sus espaldas. Tenía que darse vuelta y enfrentarlo para defenderse. Sacó la cimitarra de la vaina y dio media vuelta.

El guerrero que iba adelante estaba tan cerca que ya había echado su brazo hacia atrás para tomar impulso y lanzar desde abajo el golpe mortal con su assegai. Pero cuando Mansur se puso a la defensiva, detuvo el impulso y llamó sin gritar a sus compañeros:

—¡Los cuernos del toro!

Ésta era su táctica favorita. Se desplegaron a cada lado y en un instante Mansur quedó rodeado. En cualquier dirección que eligiera, siempre dejaría la espalda expuesta a una larga lanza. Sabía que ése era el fin, pero se dirigió hacia el hombre que tenía adelante. Antes de que pudiera cruzar el acero con él, oyó a Kumrah que gritaba detrás de él:

—¡Abajo, Alteza! —Mansur no vaciló y se aplastó contra la arena.

Su adversario estaba parado sobre él y alzó su assegai.

—¡Ngai dhla! —gritó.

Los hombres de Beshwayo todavía no habían descubierto los efectos de disparos de mosquete a corta distancia. Antes de que el guerrero pudiera dar su golpe, una andanada de fuego de mosquetes pasó por encima de donde estaba Mansur. Una bala hirió al guerrero en el codo y su brazo se quebró como un brote tierno. La assegai cayó de su mano y retrocedió herido otra bala lo golpeó en el pecho. Mansur giró con rapidez para enfrentar a los otros dos guerreros, pero uno estaba de rodillas, sujetándose el vientre y el otro estaba boca arriba, pataleando convulsivamente, con la mitad de la cabeza destrozada por un disparo.

—¡Vamos, príncipe Mansur! —gritó Kumrah a través del velo de humo de pólvora que envolvía el bote. La brisa lo diluyó y Mansur vio que todos los hombres de la tripulación habían disparado la andanada que lo había salvado. Con esfuerzo se puso de pie y trastabilló hasta el bote. En el momento en que el peligro mortal había pasado, carecía de las fuerzas necesarias para subir por la borda, pero numerosas y fuertes manos estaban allí para ayudarlo.

Tom y Dorian permanecían arrodillados uno junto a otro en el lugar donde estaban los cañones y apoyaban sus catalejos sobre el parapeto. Estudiaban las naves que formaban la escuadra de Zayn, ancladas en grupo debajo de las murallas del fuerte en el otro lado de la bahía, a las que estaban bombardeando.

Dorian había colocado los largos cañones de nueve libras con gran cuidado. Desde aquella altura podían poner cualquier lugar de la bahía bajo fuego. Una vez que atravesaba la entrada, ninguna nave estaba a salvo de ellos. Había sido una tarea digna de Hércules trasladar los cañones hasta aquel nido de águilas. Los costados del farallón eran demasiado altos y empinados, y los cañones demasiado pesados, para subirlos directamente desde la costa.

Tom había abierto un sendero a través de la densa selva siguiendo la ascendente cresta del risco y, usándola como una rampa, había arrastrado los cañones con yuntas de bueyes hasta colocarlos directamente arriba del lugar elegido. Luego, con un grueso cabo de ancla, los bajó hasta el oculto emplazamiento. Una vez que los cañones estuvieron ubicados, los apuntaron a blancos seleccionados a lo largo de la costa de la bahía. Sus primeros disparos habían volado lejos para estrellarse en la jungla que se extendía más adentro.

Una vez que estuvieron satisfechos con la posición de los cañones, construyeron los hornos de carbón a cincuenta pasos del polvorín para reducir los riesgos de que alguna chispa volara de uno a otro lugar. Revistieron el horno con arcilla del río. Hicieron los fuelles con cincuenta cueros curtidos de bueyes, sellando las costuras con brea. Una multitud de cocineros, peones y todo tipo de mano de obra operaban las manijas para impulsar el aire dentro del horno. Una vez que alcanzó su fuego máximo, resultaba imposible mirar directamente hacia el blanco resplandor del interior, de modo que Dorian había ahumado un trozo de vidrio con la llama de una lámpara de aceite. Al mirar a través de él, podía calcular cuándo el proyectil estaba suficientemente caliente. Luego sacaban del horno cada una de las balas de cañón con pinzas de largas manijas. Quienes realizaban este trabajo llevaban gruesos mitones y mandiles de cuero para protegerse del calor. Colocaban cada proyectil al rojo vivo en un recipiente especialmente preparado, con largas asas. Éstos eran transportados por dos hombres hasta el cañón, que esperaba con su caño colocado en su máxima elevación.

Una vez que la bala era colocada por la boca, no pasaba mucho tiempo antes de que quemara la paja húmeda para encender espontáneamente la carga de pólvora detrás de ella. Una descarga prematura mientras el caño estuviera apuntando al cielo lo arrancaría de su soporte, destrozando el emplazamiento del cañón y matando o hiriendo gravemente a los artilleros.

Esto dejaba apenas unos instantes para apuntar el arma a su blanco y dispararla. Luego todo este peligroso y lento proceso tenía que ser repetido. Después de unos pocos disparos, el caño se recalentaba y podía llegar al punto de reventar. El retroceso sería monstruoso. Debía ser enfriado con esponjas por fuera y con baldes de agua de mar echada por la boca siseando antes de atreverse a poner en el cañón una nueva carga de pólvora.

Durante las semanas previas, mientras esperaban el arribo de la flota de Zayn al-Din, Dorian había instruido y entrenado a los artilleros en el manejo de los proyectiles al rojo vivo. Se habían encontrado con todas esas complicaciones ellos mismos y habían aprendido con la dura experiencia propia, que llegó a su máxima expresión con la explosión de uno de los cañones. Dos hombres habían muerto por los fragmentos que volaron del caño de bronce. A partir de entonces, el resto de los artilleros había adquirido un profundo respeto por las brillantes balas de cañón, y ninguno de ellos se mostraba ansioso por disparar, en combate, las otras tres armas.

El sobrestante llegaba desde el horno para informar a Dorian con expresión de miedo y asombro:

—Ya tenemos doce proyectiles listos, poderoso Califa.

—Buen trabajo, Farmat, pero no estoy todavía en condiciones de abrir fuego. Mantén los hornos calientes. —Él y Tom regresaron para continuar con su vigilancia sobre la acción que se desarrollaba debajo de ellos. El bombardeo que efectuaban los barcos de Zayn cubría la totalidad de la bahía y los bordes de la selva con humo, pero a través de él vieron que los defensores abandonaban el fuerte y salían corriendo por los portones abiertos.

—¡Bien! —dijo Dorian con satisfacción—. Han cumplido con las órdenes impartidas. —Sus instrucciones habían sido hacer una defensa simbólica del fuerte sólo para atraer a la flota de Zayn a ingresar completamente en la bahía.

—Espero que hayan recordado clavar los cañones en los parapetos antes de abandonarlos —gruñó Tom—. No me atrae la idea de que los vuelvan contra nosotros.

El bombardeo se fue terminando y vieron que los botes llenos de tropas de asalto se alejaban de los dhows de guerra para dirigirse a la playa a ocupar el abandonado fuerte. Tanto Tom como Dorian reconocieron a Guy Courtney en la proa del bote que encabezaba el desembarco.

—¡El honorable cónsul general de Su Majestad Británica en persona! —exclamó Dorian—. El perfume del rastro del oro fue demasiado fuerte para él como para ignorarlo. Ha venido él mismo a retirarlo.

—¡Mi adorado hermano mellizo! —coincidió Tom—. Mi corazón se regocija al volver a verlo después de todos estos años.

—No le llevará demasiado tiempo descubrir que la alacena está vacía —dijo Dorian—, de modo que ya es tiempo de cerrarles la puerta a sus espaldas. —Llamó al mensajero que esperaba impaciente ese momento en la parte de atrás del reducto. Era uno de los huérfanos de Sarah y corrió con una amplia sonrisa y temblando por la emoción de ser útil—. Busca a Smallboy y dile que ha llegado el momento de cerrar la puerta. —Casi no había terminado de pronunciar estas palabras cuando el muchacho ya había saltado el muro y corría por el empinado sendero. Dorian debió gritarle la última indicación—: ¡No dejes que te vean!

Smallboy y Muntu esperaban con las yuntas de bueyes ya enganchadas al grueso cabo de ancla. Éste cruzaba la entrada a la bahía hasta el montón de pesados troncos en la orilla opuesta. Al cable sin tensar le habían colocado pesos muertos para que permaneciera en el fondo del canal a la espera de ser tensado y llevado a la superficie. Los dhows de guerra ya habían pasado por encima de él sin darse cuenta de su presencia por debajo de la quilla.

La barrera estaba hecha con setenta pesados troncos. Muchos habían sido cortados el año anterior y dejados estacionar en los terrenos de los aserraderos detrás del fuerte, listos para ser convertidos en tablones. Aun con toda esa reserva, les habían faltado veinte troncos para cerrar el canal.

Jim y Mansur habían llevado consigo a todos los hombres disponibles a la selva para cortar más árboles gigantes, y las yuntas de bueyes de Smallboy los habían arrastrado hasta la playa. Allí los habían unido a lo largo con el cabo de ancla que habían tomado del sollado del Arcturus. El cabo tenía más de veinticinco centímetros de diámetro y su resistencia era de más de treinta toneladas. Los troncos, algunos de ellos de más de cincuenta centímetros de grosor y de unos doce metros de largo, fueron atados a lo largo de esa enorme soga de cáñamo como las perlas de un collar. Con ellos se haría una barricada que Tom y Dorian calculaban que podría resistir el embate de incluso el más pesado de los dhows de Zayn. La pesada fila de troncos destrozaría el fondo de cualquier nave antes de que pudiera atravesarlo.

Apenas la flota de Zayn fue avistada desde la cima del farallón, Smallboy y Muntu acoyundaron las yuntas de bueyes y las condujeron hasta la costa sur de la entrada del canal. Mantuvieron a los animales uncidos y ocultos en la densa vegetación y vieron pasar a los cinco dhows a tiro de pistola de donde ellos estaban. Cuando el muchacho mensajero llegó corriendo desde el emplazamiento de los cañones con las órdenes de Dorian, estaba tan sin aliento y emocionado por la misión que apenas si podía hablar. Smallboy se vio obligado a tomarlo por los hombros y sacudirlo.

—¡El amo Klebe dice que cierres la entrada! —chilló el muchacho. Smallboy hizo sonar su largo látigo y las yuntas de bueyes comenzaron a moverse y a avanzar arrastrando el extremo del cabo de la barrera. A medida que ascendía tensándose, éste apareció en la superficie del canal y los bueyes debieron inclinarse sobre los atalajes. La fila de troncos respondió al tirón. Se deslizaron desde la otra orilla donde habían sido apilados y serpentearon a través del canal. La punta de la barrera llegó al lado norte del canal y Smallboy la encadenó fuertemente al tronco de un enorme tamboo que era un árbol de madera dura. La boca de la bahía quedó así fuertemente cerrada.

Tom y Dorian habían visto que Guy llevó a su grupo en tierra a la carrera a través de las puertas del fuerte capturado para luego desaparecer. Luego volvieron sus catalejos hacia la entrada de la bahía y vieron que el enorme cabo surgía en la superficie de las aguas del canal mientras los bueyes tiraban.

—Podemos cargar nuestro primer cañón —les dijo Dorian a sus artilleros que obedecieron sin dar muestras de mucho entusiasmo. El jefe del grupo transmitió la orden al sobrestante a cargo del horno. Pescar el primer proyectil para sacarlo del horno fue una tarea lenta, y mientras esperaban Tom seguía vigilando al enemigo.

Súbitamente llamó a Dorian.

—Guy ha vuelto al parapeto del fuerte. Debe de haber descubierto la pistola que le dejé en el tesoro. —Chasqueó con fuerza la lengua—. Aún a esta distancia puedo ver que está a punto de reventar de rabia. —Luego su expresión cambió—. ¿Y ahora que se propone ese cerdo? Regresa a la playa. Está ensillando los caballos que ya han sido desembarcados. Se está produciendo una pelea. ¡Dios mío! No vas a creer esto, Dorry. Guy le disparó a uno de sus propios hombres. —El distante estampido del disparo de la pistola pudo ser oído a esas alturas y Dorian abandonó el cañón para acercarse a Tom.

—Montó.

—Se lleva por lo menos a veinte hombres con él.

—¿Adónde demonios piensa ir?

Vieron al grupo de jinetes, con Guy a la cabeza, que tomaba el camino de las carretas. Ambos, Tom y Dorian, se dieron cuenta al mismo tiempo.

—Descubrió las huellas de las carretas.

—Va en busca de las carretas y del oro.

—¡Las mujeres y el pequeño George! Están todos con las carretas. Si Guy los alcanza… —Tom se interrumpió. La idea era demasiado dolorosa como para ser expresada. Luego continuó amargamente—: La culpa es mía. Debí haber considerado esta posibilidad. Guy no se rinde fácilmente.

—Las carretas llevan una ventaja de varios días. Deben estar a muchas leguas de distancia en este momento.

—Sólo treinta kilómetros —aclaró Tom con tono amargo—. Les dije que llegaran hasta la garganta del río y allí acamparan en círculo.

—Es más mi culpa que tuya —reaccionó Dorian—. La seguridad de las mujeres debió haber sido mi primera preocupación. ¡Estúpido de mí!

—Debo ir tras ellos. —Tom se puso de pie de un salto—. Debo evitar que caigan en las garras de Guy.

—Iré contigo. —Dorian se había puesto de pie junto a él.

—¡No, no! —Tom lo empujó hacia atrás—. La batalla está en tus manos. Sin ti, todo está perdido. No puedes abandonar tu puesto de comando.

Y esto también vale para Jim y para Mansur. No deben venir corriendo detrás de mí. Puedo ocuparme del hermano Guy sin su ayuda. Debes mantener a los muchachos aquí contigo hasta que la tarea haya sido terminada. Dame tu palabra de que así lo harás, Dorry.

—Muy bien. Pero debes llevarte a Smallboy y a los mosqueteros contigo. Cuando llegues a ellos, su trabajo con la barrera estará listo. —Le dio una palmada en el hombro—. Corre como sabes hacerlo, y que Dios te acompañe en todo momento. —Tom saltó sobre el terraplén del emplazamiento del cañón y corrió hacia donde los caballos estaban atados.

Mientras Tom se alejaba al galope por la senda, dos hombres del horno llegaron trastabillando. Llevaban, sujetándolo de sus largas asas, el recipiente en el que habían colocado la bala de cañón al rojo vivo, como si fuera una manzana madura. Dorian sólo pudo dedicar una rápida mirada más a su hermano mayor, y luego se apresuró a supervisar a los artilleros cuando comenzaban la peligrosa tarea de colocar el proyectil en la boca del cañón. Cuando rodó por el alma pulida, dos artilleros la empujaron contra la paja húmeda que siseó y chirrió. Nubecillas de vapor escaparon por la boca cuando bajaron el caño.

Dorian se ocupó personalmente de los tornillos de elevación ya que no confiaba en nadie más para ese ajuste de precisión. Otros dos hombres con barras de hierro hicieron palanca para empujar el caño, moviéndolo según las instrucciones de Dorian:

—¡Izquierda!, ¡un pelo más a la izquierda! —Luego, seguro de que el más grande de los dhows del enemigo estaba exactamente en la mira, gritó— ¡Apartarse! —y tomó la cuerda para disparar. Los artilleros obedecieron su orden con presteza. Dorian tiró de la cuerda y el inmenso cañón saltó como un animal salvaje lanzándose contra las barras de su jaula.

Todos pudieron seguir el vuelo de la bala que chisporroteaba a medida que trazaba su arco por sobre las aguas de la bahía, para luego dirigirse al Dhow anclado. Disonantes vítores se alzaron ante la imagen del proyectil dirigiéndose a su blanco. Pero luego, esos gritos se convirtieron en un gruñido de decepción cuando un fuerte chorro de agua surgió como una fuente no lejos del casco del dhow.

—¡Hay que mojar bien el cañón! —ordenó Dorian—. Ya hemos visto qué ocurrirá si no lo hacen.

Abandonó el emplazamiento casi en cuatro patas, para luego correr hacia el segundo cañón. La segunda bala ya estaba siendo trasladada desde el horno y la dotación de artilleros lo estaba esperando. Antes de que pudieran cargar y apuntar el cañón, las cinco naves habían levado anclas y atravesaban la bahía para alcanzar el canal. Dorian observó por encima de la mira. Había marcado los ángulos de elevación con pintura blanca sobre el equilibrador y los hombres sobre las palancas de hierro movieron el largo caño a su lugar. Disparó.

Esta vez se produjo un verdadero rugido de triunfo que salió de la garganta de cada hombre en la colina cuando, aún desde esa distancia, pudieron ver la lluvia de brillantes chispas que producía el impacto de la bala en el casco de uno de los dhows y el proyectil atravesaba la madera. Dorian corrió hasta el tercer cañón dejando que las dotaciones de los anteriores se ocuparan de mojarlos. Para el momento en que habían vuelto a cargar, el Dhow alcanzado ardía como una fogata de la noche de San Juan.

—¡Están tratando de atravesar la barrera! —gritó uno de los hombres, cuando vieron que el barco en llamas maniobraba en dirección a la entrada del canal y, sin bajar la velocidad, se lanzó contra la fila de troncos fuertes. Volvieron a oírse los vítores cuando chocó contra la barrera y el palo mayor se cayó. El fuego se extendió por todas partes. Los tripulantes se arrojaban al agua por los costados.

Dorian estaba bañado de sudor mientras se ocupaba de los cañones, cargando y apuntando. Aún cuando cada dotación les arrojaba baldes de agua, el metal seguía crujiendo como una sartén, y con cada disparo que se producía, los cañones saltaban con mayor violencia sobre sus cureñas. Sin embargo, en la siguiente hora dispararon otras veinte balas, y cuatro dhows estaban en llamas. El barco que había chocado contra la barrera, se había incendiado hasta la línea de flotación; otro derivaba sin rumbo fijo, después de que su tripulación, remando en los botes para dirigirse a la costa, lo abandonara. Dos más habían encallado en la playa y sus tripulaciones también los habían abandonado, dejándolos arder mientras escapaban hacia la selva, sabiendo muy bien que la santabárbara estaba repleta de barriles de pólvora negra. Sólo el más grande de los dhows había escapado, hasta ese momento, al fuego que Dorian le había dirigido. Pero estaba encerrado en la bahía, y lo único que podía hacer era moverse de un lado a otro sobre el agua.

—No te me vas a escabullir eternamente —murmuró Dorian. Mientras la siguiente bala era trasladada desde el horno, escupió sobre ella para atraer la buena suerte. La gota de saliva golpeó el metal recalentado y desapareció en un pequeño estallido de vapor y en ese mismo momento una gigantesca onda expansiva de aire caliente sopló por sobre la colina. Golpeó dolorosamente en los tímpanos y todos los hombres dirigieron sus miradas hacia abajo, hacia la bahía, en estado de estupefacción.

El dhow a la deriva había volado al encenderse la pólvora de su santabárbara. Una alta columna de humo en forma de hongo subió al cielo hasta que se hizo más alta que la colina. Luego, como si fuera una respuesta, uno de los dhows encallados en la playa explotó con una fuerza mayor todavía. La explosión resonó a través de la bahía e hizo levantar espumosas olas en la superficie del agua. Atravesó la selva más allá de la playa, aplastando a los árboles más pequeños, rompiendo las ramas de los más grandes, levantando una tormenta de polvo, hojas y gajos. Quienes la observaban quedaron mudos ante la dimensión del daño que había ocasionado. No lanzaron esta vez gritos de victoria sino que quedaron inmóviles con la boca abierta.

—Queda una nave más. —Dorian quebró aquel estado de fascinación—. Allí está, hermosa como una novia el día de su boda. —Señaló abajo, hacia el enorme dhow que en ese momento viraba y retomaba su camino hacia la playa debajo del fuerte.

Los encargados de transportar la bala, la levantaron, humeante y crujiente, para hacerla rodar por la boca del cañón. Antes de llegar a hacerlo, otro grito salió de la garganta de varios hombres.

—La está echando a pique. Loado sea Dios y sus ángeles, el enemigo ya ha tenido suficiente.

El capitán del último dhow había visto el destino del resto de su escuadra. No hizo esfuerzo alguno de virar por avante una vez más sino que apuntó directamente a la playa inclinada. A último momento el dhow recogió sus velas y encalló con tal fuerza que todos oyeron el ruido de las maderas del casco al quebrarse. Escoró pesadamente y quedó inmóvil. En un instante había dejado de ser un elegante objeto para pasar a ser un mero casco roto. La tripulación salió de allí en tropel para dejarlo abandonado junto al agua.

—¡Basta! —gritó Dorian a sus hombres—. Ya no necesitamos eso. —Con evidente alivio, dejaron caer al suelo la bala al rojo vivo. Dorian llenó un cucharón en uno de los recipientes de agua para beber y lo derramó sobre su cabeza, luego se secó la cara empapada con la curva del brazo.

—¡Mirad! —gritó el sobrestante del horno y señaló hacia abajo. De inmediato se produjeron exclamaciones de nerviosismo entre los artilleros cuando reconocieron la esbelta figura ataviada con vestiduras blancas, como una nube que salía del dhow encallado y, con su característica renquera, condujo a sus hombres por la playa, hacia el fuerte.

—¡Zayn al-Din! —gritaron.

—¡Muerte y condena eterna al tirano!

—Gloria y poder a al-Salil.

—Dios nos ha dado la victoria. Dios es grande.

—No. —Dorian saltó a la parte alta del muro del emplazamiento, donde todos pudieran verlo—. La victoria todavía no es nuestra. Como un chacal herido en su madriguera, Zayn al-Din se ha refugiado en el fuerte.

Vieron salir de la selva a los marineros enemigos que habían escapado de las otras naves, para correr cada vez más rápido hacia donde estaba Zayn al-Din. Entraron en el abandonado fuerte detrás de él.

—Debemos obligarlo a salir —dijo Dorian y saltó del muro. Llamó a los jefes de artilleros a cargo de los cañones y les dio rápidas órdenes—. Ya no hay necesidad de disparos al rojo vivo. Usen solo balas frías, pero mantengan fuego constante sobre las murallas del fuerte. No le den respiro. Yo bajaré a reunir a todos nuestros hombres para sitiar el fuerte. No tienen ni comida ni agua. No dejamos nada en el polvorín y los cañones en los parapetos han sido clavados. Zayn no puede resistir más de uno o dos días.

Un mozo de cuadra ya había ensillado su caballo y Dorian cabalgó cuesta abajo con todos los hombres que no eran necesarios para manejar los cañones siguiéndolo. Aquellos que habían ofrecido una defensa simbólica del fuerte lo estaban esperando al pie de la colina para sumarse a sus filas. Los envió a rodear las construcciones para asegurarse de que ni uno solo de los hombres del enemigo pudiera escapar.

Vio a Muntu que venía por la selva desde la entrada del canal y se adelantó para encontrarlo.

—¿Dónde está Smallboy?

—Tomó diez hombres y se fue con Klebe a buscar las carretas.

—¿Has abierto la barrera para que nuestras naves puedan regresar a la bahía?

—Si, amo. El canal está libre. —Dorian levantó su catalejo y controló la entrada. Vio que Muntu había cortado el cabo y la corriente había empujado la barrera hacia un costado.

—Bien hecho, Muntu. Ahora toma tus bueyes. —Señaló hacia la costa donde el dhow de Zayn había quedado—. Saca los cañones de ese barco y arrástralos para colocarlos en posición de atacar el fuerte. Golpearemos al enemigo por todos lados. Abre una brecha en las murallas de manera que cuando llegue Jim con los impis de Beshwayo puedan entrar al ataque y terminar la tarea.

Al final de la tarde, los cañones capturados en el dhow encallado habían sido arrastrados por los bueyes hasta el sitio adecuado y los primeros disparos hicieron saltar pedazos de tierra dura y madera astillada de las murallas del fuerte. Mantuvieron el bombardeo toda la noche, sin darle descanso al enemigo sitiado.