Fiel a las órdenes de Dorian, una vez que el Sprite y el Revenge entraron en el canal de Mozambique, las naves se separaron. Kumrah navegó por La costa occidental de la isla de Madagascar, y Batula lo hizo a lo largo de la costa oriental del continente africano. Se detuvieron en todas las aldeas de pescadores que encontraron en la ruta. Negociaron con los jefes de aquellos poblados, y a cambio de cuentas de colores, rollos de cable de cobre y otros elementos como líneas de pesca, cuerdas y clavos de bronce, lograron formar una abigarrada flotilla de falúas y dhows de pesca con flotadores.

En el momento en que se encontraron otra vez en un lugar acordado frente al extremo norte de la larga isla, parecían grandes patos seguido por una persa fila de patitos. Muchas de estas embarcaciones eran viejas y decrépitas y no eran pocas las que sólo podían mantenerse a flote achicando constantemente el agua.

Batula y Kumrah las ubicaron como una delgada cortina entre la isla y el continente; luego llevaron sus propios barcos bien al sur desde donde solo podían mantener contacto visual entre ellos. De esta manera esperaban impedir la deserción de alguna de las frágiles embarcaciones y también Poder recibir sus señales en el momento en que el convoy de dhows de guerra de Zayn apareciera en el horizonte septentrional, sin verse obligados a revelar su propia presencia. Esperaba que si los vigías de Zayn descubrían a una o dos de aquellas pequeñas embarcaciones no las considerarían como algo más que inocentes barcos de pesca, tan abundantes en aquellas aguas costeras.

Las semanas pasaron lentamente para una actividad tan poco estimulante. Los problemas eran constantes en aquellas naves vigías. No estaban preparadas para pasar tan largos períodos en el mar. Las tripulaciones se amotinaban contra los riesgos, la incomodidad y el aburrimiento, o sus barcos comenzaban a desarmarse, o las aguas agitadas del kaskazi las empujaban a puerto. Aquella cortina se iba haciendo tan peligrosamente delgada que en medio de una tormenta o en la oscuridad, hasta una flota tan grande como la de Zayn podía pasar por los huecos sin que nadie se diera cuenta.

Batula había ubicado a Tasuz en la posición más adecuada, a la vista de la baja línea azul del continente africano. Supuso que Zayn iba a mantenerse muy cerca de las instalaciones comerciales omaníes que durante siglos habían sido ubicadas convenientemente en cada desembocadura de río bahía y laguna protegida a lo largo de esa costa. En esas bases Zayn podría reabastecer sus barcos con agua dulce y otras provisiones.

Molesto, Batula pasó aquellos largos y aburridos días. Con las primeras luces de cada amanecer trepaba al palo mayor del Revenge y miraba a través de la oscuridad que desaparecía para descubrir la falúa de Tasuz.

Nunca quedó decepcionado. Aun con las peores inclemencias del tiempo, cuando todos los otros pequeños barcos se veían obligados a buscar refugio, Tasuz mantenía obstinadamente su posición. Aunque su nave parecía a veces estar sepultada por las grises y enormes olas de la corriente de Mozambique, su sucia vela latina siempre reaparecía en la oscuridad.

Aquella mañana el viento se había convertido en un agradable céfiro.

Un banco de bruma marina cubría el horizonte y la corriente se había estabilizado en largas olas que venían del norte. Batula miró ansiosamente buscando la falúa, pero no estaba preparado para ver lo que vio cuando la fantasmal silueta de la vela latina apareció entre la bruma a menos de una milla directamente adelante.

—¡Ha izado el color azul! —exclamó nerviosamente. El largo gallardete azul en su palo mayor flameaba como una serpiente en movimiento al ser impulsado por la suave brisa. Era el color azul cielo de al-Salil—. Es la señal. Tasuz ha descubierto la flota enemiga acercándose.

De inmediato se dio cuenta del peligro. La neblina del mar se dispersaría tan pronto saliera el sol, y sería un día de sol brillante con una visibilidad que se extendería hasta el horizonte. No podía estar seguro de a cuánta distancia detrás de la falúa estaba la flota enemiga.

Bajó por los obenques con tanta rapidez que la cuerda lastimó las palmas de sus manos y cuando sus pies tocaron la cubierta, gritó las órdenes para hacer girar la nave y poner proa al sur. Tasuz lo siguió en la estela, pero rápidamente la velocidad de la falúa achicó la distancia. En menos de una hora los dos barcos navegaban juntos. Tasuz pudo gritar su informe para que Batula lo oyera.

—Son por lo menos cinco grandes barcos que vienen directamente por el canal. Puede haber más detrás de ellos. No puedo asegurarlo, pero creo haber visto más allá los palos de otras velas apenas sobre el horizonte.

—¿Cuándo las viste por última vez? —gritó Batula.

—Con las últimas luces de ayer a la noche.

—¿Te gritaron algo o trataron de interceptarte?

—No se fijaron en mí. Creo que me tomaron por un comerciante costero o por un pescador. No alteré el curso hasta que la oscuridad me protegió de ellos.

Tasuz era un buen hombre. Sin despertar las sospechas del enemigo, había podido escurrírseles para avisar a las dos naves de mayor tamaño.

—La neblina está comenzando a levantarse, efendi —gritó el vigía a los que estaban en cubierta, y Batula vio cómo efectivamente se desvanecía. Tomó su catalejo y trepó otra vez por el palo mayor. Apenas se había instalado allí antes de que la neblina terminara de desaparecer como una traslúcida cortina que se corre para dejar paso al brillante sol de la mañana. Rápidamente recorrió el horizonte con el catalejo. Más allá de la falúa el canal parecía desierto, una enorme y azul superficie de agua. Madagascar estaba fuera de la vista, hacia el este. África era una sombra azul etérea en el oeste, y destacándose sobre ella, pudo descubrir las gavias del Sprite que ocupaba su posición. Eran las dos únicas naves a la vista.

—Nos alejamos bastante del enemigo durante la noche. —Su corazón saltó aliviado. Luego volvió sus ojos al norte otra vez con más atención y estudió la definida línea del horizonte.

—¡Ah! —gruñó, y luego agregó—: ¡Ah, sí! —Vio un resplandor de diminutas manchas blancas como alas de una gaviota por un momento, pero luego desapareció. Las naves que encabezaban el avance de la flota de Zayn. Estaban allí, los cascos todavía invisibles, mostrando apenas los extremos superiores de las velas.

Gritó otra vez a la falúa.

—Tasuz, ve en busca del Sprite a toda velocidad y llámalo. Dispara un cañonazo para atraer su atención… —Se interrumpió y miró en dirección a la lejana goleta—. ¡No! No es necesario que vayas. Kumrah ya se ha dado cuenta de lo que queremos hacer. Está aumentando la velocidad para unirse a nosotros.

Tal vez Kumrah ya había visto las velas del enemigo en el norte o quizá había sido alertado por la inusual conducta del Revenge. Cualquiera que fuera la razón, había dado la vuelta y se dirigía hacia el sur con todas las velas desplegadas.

Durante el resto de aquel día el viento kaskazi aumentó su fuerza hasta que, una vez más, sopló con su habitual vigor y las naves volaron en dirección a la bahía Natividad. Para mediodía ya era imposible seguir viendo los barcos de Zayn en el vacío océano que iban dejando atrás. Cuando la tarde llegaba a su fin, Kumrah había maniobrado para seguir un curso convergente y las dos goletas se encontraron ya muy cerca una de otra, pero en la falúa, Tasuz iba adelante y casi se había perdido de vista.

Batula observaba cómo su vela latina se hacía cada vez más pequeña hasta que finalmente desapareció en la penumbra. Se inclinó una vez más sobre la carta e hizo sus cálculos.

—Con este viento Tasuz debería llegar a bahía Natividad en siete días más. A nosotros nos llevará diez y Zayn estará unos tres o cuatro días detrás. Podremos avisarle a al-Salil con suficiente anticipación.

Zayn al-Din estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un lecho de almohadones y alfombras de oración de seda, apilados a sotavento en la cubierta de su nave capitana bajo una lona que lo protegía del sol, del viento y de la espuma que salpicaba hacia atrás cada vez que el Suti hundía la proa en las verdes olas. El nombre de la nave capitana se refería al misticismo central del pensamiento islámico. Era una nave de fuerza, la más formidable en toda la flota omaní. Rahmad, el capitán que la comandaba, había sido seleccionado por el mismo Califa para esta expedición.

Rahmad se postró.

—Majestad, el lomo de ballena que custodia la bahía en la que se levanta la ciudadela del traidor está a la vista.

Zayn hizo un gesto de satisfacción con la cabeza y lo despidió, para luego volverse a sir Guy Courtney, quien estaba sentado frente a él.

—Si Rahmad nos ha traído directamente a nuestro destino sin haber visto la tierra, ha hecho un buen trabajo. Veamos si de verdad es así. —Ambos se pusieron de pie y cruzaron a la barandilla de barlovento. El capitán y Laleh se inclinaron respetuosamente cuando se acercaron.

—¿Qué dices de ese lugar? —le preguntó Zayn a Laleh—. ¿Es la misma bahía en la que descubriste las naves de al-Salil?

—Oh, Grandioso, sí, es la misma. Ésta es efectivamente la guarida de al-Salil. Desde la altura, en aquel mismo promontorio miré hacia la bahía que estaba abajo y donde él ha levantado su fuerte y fondea sus naves.

Con una profunda reverencia, Rahmad le alcanzó a Zayn su catalejo de bronce. Zayn al-Din se balanceó con agilidad para compensar el movimiento del barco. En los últimos meses su capacidad para mantener el equilibrio había mejorado considerablemente. Alzó sus anteojos y estudió la distante costa. Luego cerró el catalejo con un rápido golpe y sonrió.

—Podemos estar seguros de que nuestra llegada produce miedo en el corazón de vuestro traidor hermano y también hermano mío. No nos hemos visto obligados a dar media vuelta y huir al acercarnos a la costa. No e hemos dado señal alguna de nuestra presencia y nos apareceremos de improviso ante él, con todos nuestros hombres y todas nuestras fuerzas. En ese momento su corazón debe saber que finalmente el justo castigo ha llegado a él.

—No ha tenido tiempo como para esconder su botín producto del robo —coincidió alegremente sir Guy—. Sus naves deben de estar todavía ancladas en la bahía y este viento las mantendrá allí inmovilizadas hasta que ataquemos.

—Lo que el efendi inglés dice es correcto. El viento viene del este y es fuerte, poderoso Califa. —Rahmad miró hacia la enorme vela—. Con él en 15 horas llegaremos directamente. Podremos atravesar la entrada a la laguna antes del mediodía.

—¿Dónde está el río Umgeni en cuya desembocadura la fuerza principal del pachá Koots debe desembarcar?

—Majestad, no es posible verla a esta distancia. Está en aquella dirección, un poco al norte de la entrada de la bahía. —Abruptamente, el capitán se interrumpió y su expresión cambió—. ¡Allá hay un barco! —señaló.

Zain necesitó unos momentos para descubrir el punto de lona sobre el fondo de tierra.

—¿Qué nave es ésa?

—No estoy seguro. Una falúa, tal vez. Es pequeña, pero ese tipo de barco es veloz con este viento. ¡Miren! Está saliendo y se dirige al mar.

—¿No puedes enviar una de nuestras naves y capturarla? —preguntó Zayn.

Rahmad se mostró dubitativo.

—Majestad, no tenemos ninguna nave en la flota suficientemente veloz como para una persecución directa. Tiene una ventaja de varias millas. Estará más allá del horizonte en una hora.

Zayn pensó un momento y sacudió la cabeza.

—No puede hacernos daño alguno. Los vigías en el farallón seguramente han dado la alarma al enemigo y la falúa no significa amenaza alguna siquiera para el más pequeño de nuestros barcos. Déjala ir.

Zayn se volvió y miró hacia sus propias naves.

—Haz la señal al muri Kadem ibn Abubaker —ordenó.

Zayn había organizado la flota en dos divisiones. El había tomado personalmente el mando de la primera. Ésta comprendía los cinco dhows de guerra más grandes, todos armados con pesadas baterías de cañones.

En cada oportunidad que se presentaba desde que habían abandonado Omán, Kadem ibn Abubaker y Koots habían acudido a bordo del Suti para asistir a los consejos de guerra. Zayn había podido ajustar sus planes para tomar en cuenta cada nuevo detalle de inteligencia que había reunido en cada puerto que tocaban en el largo viaje. En ese momento, en la víspera de la batalla, Zayn no necesitaba llamar a sus comandantes para una nueva reunión. Cada hombre sabía muy bien y hasta el más mínimo detalle lo que Zayn esperaba de él. Como la mayoría de los buenos planes, éste era sencillo.

La primera división de Zayn navegaría directamente a la bahía Natividad para caer sobre los barcos enemigos que encontrara anclados allí. Con su superioridad en cantidad de hombres y en poder de fuego más la ventaja de la sorpresa, podrían atacarlos a corta distancia y vencerlos rápidamente. Entonces todos sus cañones apuntarían hacia el fuerte. Mientras tanto, Kadem desembarcaría su infantería en la boca del río y Koots la conduciría rápidamente en un rodeo que le permitiría atacar al fuerte por atrás. Apenas Koots lanzara su ataque, sir Guy conduciría un segundo grupo de desembarco desde las naves ancladas en la bahía para brindarle apoyo. Él mismo se había ofrecido para esa tarea pues era su deseo estar allí cuando los atacantes entraran en la sala del tesoro debajo del fuerte donde sus quince cofres con barras de oro estaban depositadas. Quería proteger su propiedad contra el saqueo.

Había sólo una posible falla en este plan. ¿Estarían las naves rebeldes en la bahía? Zayn no se había precipitado a sacar conclusiones rápidas. Había reunido toda la información con sus espías en todos los puertos y fondeaderos del océano Índico, incluyendo Ceilán y el Mar Rojo. Nadie había podido informar haber visto los barcos de al-Salil durante los muchos meses pasados después de la captura del Arcturus. Parecían haberse desvanecido sin dejar rastro.

—No pueden haber escapado a tantos ojos —razonaba Zayn—. Están escondidos y sólo hay un lugar donde pueden hacerlo. —Quería creerlo, pero la duda lo aguijoneaba como una pulga debajo de la camisa. Quería estar absolutamente seguro—. Que venga el sagrado mullah. Le pediremos que ore para que seamos guiados. Luego le pediré a Kadem ibn Abubaker que dé la señal. —El mullah Kihaliq era un santo de toda santidad y todo poder. Sus oraciones habían protegido a Zayn a lo largo de los años, y su fe había iluminado el camino a la victoria en algunas de sus horas más oscuras.

—No podrán escapársenos —se regodeó—. Aun cuando nos descubrieran ahora, ya sería demasiado tarde.

—Nada deseo más que volver a ver al Arcturus. —Sir Guy dirigió ansiosamente su mirada hacia adelante. Verity podría todavía estar a bordo. La imaginó echada sobre su litera en el camarote ricamente decorado, con su pelo largo cayendo sobre los hombros y sus blancos y suaves pechos.

—¿Puedo dar la orden de ocupar los puestos de combate, oh, Califa?, preguntó respetuosamente Rahmad.

—¡Hazlo! —asintió Zayn con un gesto—. Saca los cañones. El enemigo ya debe de habernos visto. Estarán esperándonos en sus naves y en los parapetos del fuerte.

Con sus enormes cañones cargados y las dotaciones de artilleros listos tras de cada cañón, el Suti encabezó la fila de naves de guerra llevando hacia el centro del canal. Laleh dirigía la nave pues era el único a bordo que conocía bien ese canal. Estaba de pie junto al timonel en la rueda, atento a los gritos del hombre en proa que informaba las mediciones de profundidad. El farallón se alzaba a la izquierda, y a la derecha se extendían la selva y los manglares del litoral. Laleh calculó el lugar de la curva en el canal y trasmitió las órdenes al timonel.

El Suti vació las velas para volverlas a llenar con un sordo trueno y dio la vuelta a la punta del farallón. Pero la velocidad de navegación apenas si disminuyó. Zayn miraba fijo adelante. Parecía olfatear el aire como un perro De caza pisándole los talones a su presa. Ante ellos se abría la amplitud de aguas interiores de la bahía. Lentamente la mirada bélica de Zayn se desvaneció y fue reemplazada por una expresión de incredulidad. La visión que el ángel le había mostrado a Kadem no podía ser falsa.

—¡Se fueron! —murmuró sir Guy.

Las aguas de la bahía estaban vacías. No había ni siquiera un bote de pesca fondeado en toda esa enorme extensión de agua. El silencio era ominoso.

La fila de cinco barcos continuó avanzando hacia las murallas del fuerte sobre las que las bocas de los cañones los miraban inexpresivas a más de un kilómetro de distancia. Zayn luchó contra la sensación de malos presagios que amenazaba con debilitarlo. El ángel le había mostrado una visión a Kadem, pero los barcos se habían ido. Cerró los ojos y oró en voz alta:

—Óyeme, tú, el más sagrado de todo lo sagrado. Te ruego, grandioso Gabriel, respóndeme. —Tanto sir Guy como Rahmad lo miraban sin comprender—. ¿Dónde están las naves?

—¡En la bahía! —Oyó que la voz reverberaba en su cabeza, pero había en ella un tono irónico, burlón—. Las naves que arderán ya están en la bahía.

Zayn miró atrás y vio que el quinto y último de sus dhows de guerra entraba en las aguas de la bahía por el profundo canal.

—Tú no eres Gabriel —explotó Zayn—. Eres el shaitan Iblis, el Caído. Nos has mentido. —El capitán lo miraba asombrado—. Nos mostraste nuestra propia flota —gritó Zayn—. Nos has llevado a una trampa. Tú no eres Gabriel. Eres el Ángel Negro.

—No, gran Califa —protestó Rahmad—. Soy el más leal de todos tus súbditos. Jamás pensaría en conducirte a una trampa.

Zayn lo miró fijamente. La consternación del capitán era tan graciosa que el Califa no pudo evitar lanzar una carcajada, pero fue un sonido amargo.

—No tú, pobre tonto. Hablo con otro más astuto que tú.

Un único disparo de cañón retumbó por encima de las aguas de la bahía y obligó a Zayn a volver su atención al presente. Humo de pólvora se alzó por encima del parapeto del fuerte y la bala golpeó en el agua y rebotó a lo largo de la superficie de la bahía. Hasta que se estrelló en el casco del Suti. Tremendos gritos de dolor se elevaron desde las cubiertas inferiores.

—Suelten anclas. Pongan las naves en formación y abran fuego contra el enemigo —ordenó Zayn. Tuvo una sensación de alivio. Al fin la batalla había comenzado.

A medida que cada uno de los dhows de guerra iba anclando y recogía las velas, daba vuelta contra el viento para dejar sus baterías de estribor apuntando al fuerte. Uno tras otro comenzaron el bombardeo y los pesados proyectiles de piedra alzaban lluvias de polvo y tierra suelta en el glacis, o se estrellaban en las murallas de troncos. Las maderas temblaban y se astillaban con cada enorme impacto.

—Se me ha hecho creer que se trataba de una fortaleza inexpugnable —sir Guy observaba los efectos del bombardeo con oscura satisfacción—, pero esas murallas serán destruidas antes de que caiga la noche. Peters, dile al Califa que debo reunir al grupo de asalto de inmediato para ir a tierra apenas se abra una brecha en el fuerte.

—La defensa del traidor es patéticamente inadecuada. —Zayn debía gritar por encima de las explosiones y el rugir de los cañones—. Sólo veo dos cañones devolviendo nuestro fuego.

—¡Allá! —gritó sir Guy—. Uno de sus cañones ha sido alcanzado.

—Ambos hombres dirigieron sus anteojos hacia el enorme agujero abierto en el parapeto de troncos de árboles. Podía ver que la cureña estaba volcada y el cuerpo destrozado de un artillero enemigo colgaba de las maderas astilladas como un trozo de res en el gancho de la carnicería.

—¡Por el dulce nombre de Alá! —gritó Rahmad—. Están abandonando el fuerte. Se van. Huyen para salvar la vida.

Los portalones del fuerte se abrieron pesadamente para dejar salir a la multitud que corría asustada. Se perdieron en la jungla, dejando los portones abiertos y los parapetos abandonados. Los cañones enemigos quedaron en silencio cuando el último artillero abandonó su puesto.

—¡De inmediato! —Zayn se volvió a sir Guy—. Llevad vuestro batallón a tierra y apoderaos del fuerte.

La capitulación del enemigo los había tomado por sorpresa. Zayn había esperado que opusieran una resistencia más fiera. Un valioso tiempo se perdió mientras se lanzaban los botes y el grupo de asalto se apresuraba desordenadamente a bajar a ellos.

Sir Guy estaba de pie, impaciente, en la parte de arriba de la planchada, dándole órdenes al destacamento de hombres que había elegido para llevarlos con él. Se trataba de hombres duros. Los había visto trabajar y eran como una jauría de perros de caza. A lo que había que agregar que muchos de ellos comprendían y hasta hablaban un poco de inglés.

—¡Vamos, sin perder más tiempo! El enemigo está huyendo libremente de nosotros. Con cada minuto que pasa menos botín queda.

Eso sí que lo comprendían, y para aquellos que no sabían inglés, Peters lo repetía en árabe. En algún lugar, Peters había encontrado una espada y una pistola que colgaban de un cinturón alrededor de su delgada cintura, y le colgaban tanto, que la punta de la vaina se arrastraba sobre las maderas de la cubierta, y su chaqueta se había deformado. Era una figura ridícula.

El bombardeo continuó sin pausa, y las grandes balas de piedra se estrellaban implacables sobre las ya dañadas murallas. Los últimos defensores, huían hacia la selva y el edificio quedó abandonado. Pero finalmente todos los botes fueron cargados y Sir Guy y Peters bajaron al más grande.

—¡Adelante! —gritó Sir Guy—. Directo a la playa. —Estaba desesperado quería llegar a su tesoro, a sus cofres con oro. En cuanto los botes llegaron a mitad de camino, los barcos dejaron de disparar por temor a herirlos a ellos. Un pesado silencio cayó sobre la bahía mientras los pequeños botes seguían camino hacia la playa. La chalupa de Sir Guy fue la primera en alcanzarla.

Apenas la proa tocó la arena, saltó y vadeó la distancia a tierra seca.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Conmigo! —Con la información obtenida de Omar, el prisionero capturado por Laleh, había podido confeccionar un mapa detallado del interior del fuerte. Sabía precisamente a dónde estaba buscando.

Tan pronto atravesaron los portones abiertos, envió a algunos hombres hacia los parapetos para asegurarse el dominio de las murallas, y a otros a revisar el edificio para controlar que no hubiera quedado enemigo alguno en el interior. Luego se dirigió apresuradamente hacia el polvorín. Los defensores podrían haber encendido una mecha de tiempo para hacerlo volar. Cuatro de los hombres que estaban con él llevaban barras de hierro e hicieron saltar los goznes. El polvorín estaba vacío. Esto debió de haberle servido de advertencia a Sir Guy, pero en ese momento sólo podía pensar en el oro. Corrió al edificio principal. La escalera que descendía hacia las habitaciones fortificadas estaba escondida detrás de los hogares con fuego en las cocinas. Había sido hábilmente construida y aunque sabía que estaba allí, le llevó algún tiempo encontrarla. Luego abrió la puerta de un puntapié y descendió por la escalera de caracol. Una reja de hierro en el techo abovedado dejaba entrar un poco de luz y se detuvo sorprendido al pie de la escalera. La larga y baja habitación ante él estaba llena hasta el techo con marfil prolijamente ordenado.

—¡Que el demonio me lleve, pero Koots tenía razón! Hay toneladas de este material acá. Si abandonaron esta fortuna en marfil, ¿habrán dejado también mi oro?

Omar había explicado de qué manera Tom Courtney había usado el marfil para ocultar la puerta de entrada al cuarto interior del tesoro. Pero Sir Guy no iba a correr ciegamente hacia adelante. Antes de avanzar esperó a que alguno de sus capitanes bajara por el hueco de la escalera y le diera el informe. El hombre apenas si podía respirar por el esfuerzo y por el estado de excitación que lo dominaba, pero no había sangre en sus ropas ni en la hoja de su arma.

—Pregúntale si hemos asegurado la posesión del fuerte —ordenó Guy, pero el hombre sabía bastante inglés como para comprender lo que su amo decía.

—¡Se fueron todos, efendi! ¡Nada! ¡Ni hombre ni perro dentro de las murallas!

—¡Bien! —asintió Guy con un gesto—. Que vengan ahora veinte hombres a este lugar para apartar el marfil de la derecha de esta cámara.

Los más grandes colmillos eran los que se habían usado para ocultar la entrada a la cámara interior del tesoro y se necesitaron casi dos horas de duro trabajo para dejar ver la pequeña puerta de hierro. Una hora más requirió abrirla.

Cuando la puerta salió de su marco y se estrelló contra el suelo en medio de una densa nube de polvo, Guy dio un paso adelante y espió dentro de la habitación. Cuando el polvo volvió a asentarse, el interior quedó completamente a la vista. La amarga decepción lo atravesó como una puñalada cuando vio que la habitación estaba vacía.

En realidad, no estaba del todo vacía. Sobre la pared del fondo habían clavado un pliego de pergamino. La escritura revelaba una mano firme y dura, que él reconoció de inmediato, aún después de casi dos décadas. Guy arrancó la hoja y la recorrió rápidamente. Su rostro se oscureció y se retorció con furia.

RECIBO DE MERCADERÍAS

Yo, el abajo firmante, con agradecimiento confirmo la total recepción de las siguientes mercancías entregadas por sir Guy Courtney:

Quince cofres llenos de barras de oro de primera calidad.

Firmado en nombre de la Compañía de Comercio de los Hermanos Courtney, en la bahía Natividad este 15 de noviembre del año 1738, por Thomas Courtney, caballero.

Guy hizo un bollo en el puño con la hoja y lo arrojó contra la pared.

—Que Dios haga que tu alma de ladrón se pudra, Tom Courtney —exclamó temblando de furia—. ¿Cómo te atreves a burlarte de mí? Descubrirás que el interés que te cobraré estará mucho más allá de cualquier broma.

Corrió escaleras arriba hecho una tromba y trepó hasta el parapeto que daba a la bahía.

La flotilla de dhows todavía seguía allí anclada. Vio que estaban desembarcando los caballos, levantándolos desde las bodegas, balanceándolos hacia el costado y bajándolos en el agua para liberarlos y dejarlos que nadaran hacia la playa. Un buen número de ellos estaba ya en la costa, y los mozos de cuadra se ocupaban de ellos.

Vio que Zayn al-Din estaba de pie junto a la barandilla del Suti. Guy sabía que debía regresar a bordo para informarle, pero primero tenía que controlar su furia y su frustración.

—Ni el Arcturus, ni Verity y, lo que es peor, ni siquiera el oro. ¿Dónde has escondido mi oro, Tom Courtney, degenerado hijo de mala madre? ¿No fue suficiente poseer el vientre de mi esposa y endosarme a tu propio bastardo? ¿Por qué ahora me robas lo que es legítimamente mío?

Miró hacia abajo desde el parapeto y sus ojos siguieron la huella de las carretas que corrían por los portones abiertos del fuerte e inmediatamente se bifurcaban. Una huella se dirigía a la playa. La otra iba tierra adentro. Serpenteaba a través de manchones de selva densa y pantanos y, dando vueltas y vueltas seguía colina arriba hasta perderse por la cima.

—¡Carretas! —murmuró Guy—. Has necesitado carretas para llevarte mis cofres de oro. —Se dirigió a Peters—. Diles a esos hombres que me sigan. —Los condujo a la carrera a través de los portalones del fuerte hasta el lugar donde se había establecido el lugar de desembarco y donde estaban los caballos. Los mozos de cuadra comenzaban a descargar de los botes las sillas y los demás elementos necesarios para montar.

—Diles que necesitaré veinte caballos —le dijo a Peters—, y yo elegiré a los hombres que quiero que vengan conmigo. —Se movió con rapidez entre ellos y le dio una palmada en el hombro a cada uno que iba eligiendo. Estaban fuertemente armados y llevaban carga extra de pólvora—. Diles que recojan las sillas de montar en los botes.

Cuando el jefe de caballerizos se dio cuenta de que sir Guy tenía intención de llevarse los mejores caballos, protestó a los gritos en su cara. Guy trató de empujarlo para apartarlo, gritándole en inglés, pero el hombre lo tomó de un brazo y lo sacudió con violencia, todavía protestando.

—No tengo tiempo para discusiones —dijo Guy, sacó su pistola del cinturón y la amartilló. Le puso la boca de la pistola en la cara sorprendida del caballerizo y le disparó en la boca abierta. El hombre cayó. Guy pasó por encima del cuerpo que todavía se movía y corrió hasta el caballo que uno de sus hombres sostenía ya ensillado para él.

—¡A montar! —ordenó. Peters y veinte árabes lo imitaron. Los condujo lejos de la playa, siguiendo las huellas de las carretas que se dirigían a las colinas y tierra adentro—. ¡Escúchame, Tom Courtney —dijo—, y escúchame bien! Allá voy a recuperar mi oro robado. Nada de lo que tú o cualquier otro pueda hacer me detendrá.

Desde el alcázar del Suti, Zayn al-Din observaba expectante mientras sir Guy conducía a sus hombres hacia el fuerte abandonado. No había ruidos de lucha y tampoco se veía a los fugitivos que habían escapado. Esperó impaciente un informe de sir Guy acerca de lo que estaba ocurriendo detrás de las murallas. Después de una hora tuvo que enviar a un hombre a tierra para averiguar qué ocurría. Éste regresó con un mensaje:

—Poderoso Califa, el efendi inglés descubrió que el fuerte había sido despojado de todo su mobiliario y de sus depósitos, salvo una gran cantidad de marfil. Hay una puerta escondida en los sótanos debajo del edificio. Sus hombres están tratando de abrirla forzándola, pero es de hierro y es muy fuerte.

Pasó una hora durante la cual Zayn ordenó que los caballos fueran enviados a tierra. Luego, súbitamente, sir Guy apareció en el parapeto del fuerte. El Califa se dio cuenta de inmediato que no había tenido éxito. Luego, de manera abrupta, el cónsul pareció llenarse de energía. Salió corriendo del fuerte seguido por la mayor parte de sus hombres. Zayn esperaba que regresara para darle su informe y quedó intrigado cuando no fue así, sino que los hombres de sir Guy comenzaron a ensillar casi todos los caballos. Se produjo una refriega en la playa y se oyó un disparo de pistola. Zayn vio un cuerpo tendido sobre la arena. Para su sorpresa, el efendi inglés y la mayoría de sus hombres montaron y se alejaron trotando de la playa para seguir la huella de las carretas.

—¡Detenedlos! —le ordenó a Rahmad—. Que vaya de inmediato un mensajero a tierra y ordene a esos hombres que regresen.

Rahmad le gritó a su contramaestre, pero antes de que pudiera darle instrucciones a su hombre la deserción de sir Guy se volvió irrelevante.

Un disparo de cañón los sorprendió a todos. Los ecos se multiplicaron por los acantilados del farallón. Zayn se dio vuelta de un salto y miró por encima de las aguas de la bahía, hacia donde todavía era posible ver el humo En el aire. Un cañón escondido les había disparado desde una masa densa de vegetación que cubría la ladera del acantilado. No pudo ver el arma, aunque buscó a través de las lentes de su catalejo. Estaba muy hábilmente escondida, probablemente en algún sitio profundo excavado en la ladera.

Luego, súbitamente, su visión a través de las lentes fue momentáneamente oscurecida por un gran chorro de agua que saltó directamente delante de él. Bajó el catalejo para ver que una bala de cañón había caído cerca De uno de los costados del Suti, ya anclado. Mientras miraba, un extraño fenómeno se produjo delante de sus ojos. En el centro de las ondas de agua que se expandían, donde se había hundido el proyectil enemigo, el agua poco profunda comenzó a temblar y a hervir, como un recipiente al fuego y el vapor se alzó en una densa nube desde la superficie. Durante un largo momento Zayn no supo qué pensar para explicarlo. Luego, en un terrible instante, se dio cuenta.

—¡Disparo al rojo vivo! ¡Esos comedores de cerdos están disparando proyectiles recalentados!

Dirigió su catalejo hacia la ladera de la colina donde todavía había restos de humo. En el momento en que la buscaba, vio una temblorosa columna de aire caliente que se alzaba al cielo, como un espejismo del desierto.

I había humo visible. Él sabía qué significaba eso.

—¡Hornos de carbón! —exclamó—. Rahmad, tenemos que llevar nuestros barcos a mar abierto de inmediato. Estamos en una terrible trampa. Toda la flotilla estará en llamas en menos de una hora si no abandonamos la bahía de inmediato.

En una nave de madera el fuego es el riesgo más aterrador. Rahmad gritó sus órdenes, pero antes de que pudieran terminar de alzar el ancla a bordo otro proyectil de hierro al rojo vivo cayó hacia ellos desde las alturas del acantilado. Dejó detrás de si una estela de chispas que siseaban sin cesar y golpeó al último de los dhows de la fila de naves ancladas. Atravesó la cubierta principal hasta llegar a lo más hondo del casco, lanzando a su paso astillas de hierro al rojo vivo que se hundieron profundamente en el seco maderamen. Casi de inmediato comenzaron a quemarse sin producir llamas. Hasta que las alcanzaba el aire. Con milagrosa rapidez docenas de focos de incendio ardieron en el casco y se extendieron rápidamente.

A bordo del Suti todo era caos y desorden. Algunos hombres corrían a las bombas y al cabrestante del ancla, otros trepaban velozmente para largar las velas. El ancla se liberó del fondo arenoso, Rahmad largó la vela latina y la nave giró lentamente para dirigirse hacia la salida de la bahía. Luego un grito llegó desde el vigía en el palo mayor del Suti. Era un grito salvaje e incoherente.

—¡A refugiarse! ¡En nombre de Alá! Cuidado, es la maldición de shaitan. Zayn miró hacia arriba y su voz se hizo más aguda con la furia cuando gritó.

—¿Qué es lo que has visto? Haz con claridad tu informe, imbécil. —Pero el hombre seguía farfullando y señalando a proa, hacia la salida de la bahía, por donde pasaba el canal.

Todos los que estaban en cubierta siguieron la dirección de aquel brazo estirado. En ellos nació un rugido de terror supersticioso.

—¡Un monstruo marino! ¡La gran serpiente de las profundidades que devora naves y hombres! —gritó una voz, y los hombres cayeron de rodillas para orar, o sencillamente se quedaron mirando en mudo terror a la serpenteante criatura que se desenrollaba desde un lado del canal. Su enorme cuerpo parecía ondularse en innumerables jorobas al nadar a través de las aguas para alcanzar la otra orilla.

—¡Nos va a matar! —chilló Rahmad aterrorizado—. ¡Disparen! ¡A matar! ¡Abran fuego!

Los artilleros corrieron a sus lugares y los cañones rugieron en cada uno de los barcos del escuadrón. El humo y las llamas se movían como cortinados al viento. Altas columnas de agua de mar se alzaron como una selva alrededor del monstruo que nadaba. En semejante tormenta de balas, algunos de los proyectiles dieron en el blanco. Pudieron oír con claridad el crujido de los impactos. Pero la criatura siguió nadando sin dar muestras de haber sido dañada. La cabeza llegó a la otra costa, pero el largo cuerpo de La serpiente se estiraba de una orilla a la otra del canal y se movía y giraba sobre si al ritmo y empuje de la corriente. Los proyectiles de cañón caían a su alrededor como una lluvia de balas. Algunos saltaban sobre la superficie del agua y rebotaban hasta perderse en el mar.

Zayn fue el primero en recomponerse. Corrió hasta la barandilla más cercana y miró el objeto a través de las lentes de su catalejo. Luego chilló con su aguda y penetrante voz.

—¡Alto el fuego! ¡Detengan esta locura!

El bombardeo cesó.

Rahmad corrió para quedar al lado de su Califa.

—¿Qué es, Majestad?

—El enemigo ha colocado una barrera en la boca de la bahía. Estamos atrapados como pescados encurtidos en un frasco.

Mientras hablaba, otro disparo de proyectil recalentado se acercó llovido desde la altura en la ladera del acantilado, dejando atrás una estela de chispas que se multiplicaban y estallaban en el aire. Se hundió en el agua A sólo unos pocos metros de la popa. Zayn miró alrededor. La primera nave alcanzada ardía furiosamente. Incluso mientras él observaba, su gran vela latina se incendió y las llamas la devoraron con rapidez. La lona cayó sobre la cubierta atrapando a algunos hombres que chillaban bajo su peso, incinerándolos como a insectos en la llama de una lámpara de aceite. Sin empuje de la vela, el barco comenzó a bajar la velocidad y a moverse sin rumbo dentro de la bahía hasta que chocó con la playa y escoró con una fuerte inclinación sobre un costado. Los miembros sobrevivientes de la tripulación saltaron y chapoteando se arrastraron hasta la arena seca.

Luego otro disparo de proyectil recalentado, cayó en picada sobre él. Describiendo una humeante parábola. Pasó apenas a unos pocos metros del palo mayor, para luego seguir volando hasta estrellarse contra otro dhow de guerra que navegaba junto a ellos. Casi al mismo tiempo su cubierta se partió y al abrirse, grandes llamaradas salieron a través de las maderas. La tripulación ya estaba trabajando en las bombas, pero los chorros de agua que lanzaban contra el fuego no surtían efecto alguno. Las llamas saltaban más alto.

—Acércate a esa nave. Quiero hablar con el capitán —ordenó Zayn. El Suti viró y cuando se pusieron junto al barco que se incendiaba, Zayn le gritó al capitán—: Tu nave ha sido alcanzada y está condenada. Debes usarla para abrir una ruta de escape para las otras naves de la escuadra. Rompe la barrera del enemigo. ¡Ábrenos paso!

—¡A la orden, Majestad!

El capitán corrió a la rueda y empujó a un lado al timonel. Mientras las otras tres naves recogían sus velas y lo dejaban pasar, avanzó para ponerse delante de todos y apuntó directamente a la fila de enormes troncos unidos por una gruesa cuerda que cerraba la salida del canal. Humo y llamas dejaban una estela detrás del casco que ardía.

Los oficiales en la cubierta del Suti celebraron a los gritos el choque y la pesada barrera de troncos comenzó a hundirse. El dhow se inclinó con violencia hacia adelante. El mastelero se quebró y su vela cayó flameando y bailando como un globo sobre la cubierta. Se había detenido bruscamente en el agua, pero aunque sus velas y aparejos estaban en un desorden total, volvió lentamente a recuperar su posición de equilibrio. Luego la fila de pesados troncos que formaban la barrera volvió a la superficie. Estaba intacta. Había resistido el choque del dhow. La nave giró sin rumbo. Ya no tenía timón para maniobrar. No respondía al timonel.

—Está mortalmente dañado por debajo de la línea de flotación —dijo Rahmad con voz suave—. ¿Veis? Ya se está hundiendo por la proa. La barrera lo ha destripado limpiamente. Las llamas devorarán el casco hasta la línea de flotación.

La tripulación de la nave condenada había logrado echar al agua dos de sus botes. Se metieron en ellos y remaron hacia la costa. Zayn miró atrás, al resto de su escuadra. Otra de sus naves estaba en llamas. Se dirigía a la costa y se estrelló contra la arena con todas sus velas y cordajes ardiendo como en una pira funeraria. Luego otro dhow fue alcanzado y una columna de humo negro se alzó al cielo por encima de él. El incendio hizo que la mayor parte de la tripulación se lanzara hacia la proa. Unos pocos fueron atrapados por el humo y cayeron sobre cubierta donde el fuego los barrió.

El resto saltó por un costado. Los que pudieron nadar se dirigieron hacia la playa, pero los demás se ahogaron casi de inmediato.

Hubo un griterío de miedo entre los oficiales que se amontonaban alrededor de Zayn y todos miraban hacia las alturas del acantilado. Otro proyectil al rojo vivo voló chisporroteando en un arco meteórico hacia ellos. Este no podía fallar.

El eco del trueno del cañón rebotó desde el acantilado hasta el alto farallón, y voló sobre las aguas hacia donde Kadem ibn Abubaker estaba al pairo a una milla de la boca del río Umgeni.

—El Califa ha comenzado su ataque al fuerte. ¡Bien! Ahora debes desembarcar tus batallones —le dijo Kadem a Koots, y luego se volvió para gritar una orden al piloto—: Pon el barco a navegar de bolina. —Obedientemente el dhow giró con el empuje de la enorme vela latina, y se dirigieron hacia la playa. El resto del convoy los siguió.

Los transportes arrastraban sus botes, ya llenos de hombres armados. Otros estaban en las cubiertas de los barcos a la espera de su turno para embarcarse en los botes cuando regresaran vacíos de la playa. Navegaron hacia la mancha marrón amarillento que salía de la boca del río y ensuciaba el mar azul a lo largo de varias millas sobre la costa. Tanto Kadem como Koots estudiaban la playa con sus catalejos a medida que se acercaban.

—¡No hay nadie! —gruñó Koots.

—No hay razón para que sea de otra manera —le dijo Kadem—. No encontrarás oposición alguna hasta que llegues al fuerte. Según Laleh, los cañones enemigos están todos apuntados para disparar sobre la bahía para cubrir el canal de la entrada. No están preparados para enfrentar ningún ataque por el lado del continente.

—Una rápida carrera mientras el enemigo está ocupado con los dhows que atacan y estaremos saltando las murallas y ya dentro del fuerte.

—¡Inshallah! —estuvo de acuerdo Kadem—. Pero debes moverte con rapidez. Mi tío, el Califa, ya está peleando. Debes conducir a tus hombres con firmeza para rodear el fuerte antes de que ninguno de los defensores pueda escapar con el botín.

La tripulación recogió las velas y el ancla cayó por un costado. A unos doscientos metros más allá de la primera línea de rompientes, el dhow se estabilizó tranquilamente para subir y bajar con las largas olas que iban hacia la playa.

—Y ahora, mi viejo camarada de armas, ha llegado el momento de separarnos —dijo Kadem—, pero siempre recuerda lo que me has prometido, si es que eres tan afortunado como para capturar a al-Salil o a su cachorro.

—Sí, lo recordaré muy bien. —Koots sonrió como una cobra—. Los quieres para ti. Te juro, si está en mi poder, que te los entregaré a ti. Para mí solo quiero a Jim Courtney y a su hermosa ramera.

—¡Ve con Dios! —dijo Kadem, y observó a Koots que bajaba al bote lleno para dirigirse a la costa. Un enjambre de pequeñas embarcaciones lo siguió. Cuando se acercaban a la boca del río, las olas los llevaron por encima de la barrera de arena que la protegía. Apenas estuvieron dentro de aquellas aguas protegidas, los botes se dirigieron a la orilla. De cada uno saltaron veinte hombres que quedaron con el agua a la cintura y vadearon hasta la tierra seca, con sus armas y equipos levantados por encima de sus cabezas.

Formaron con sus respectivos pelotones por encima de la línea de la marea alta y se sentaron en el suelo, en pacientes filas. Los botes vacíos regresaron a las naves fondeadas, conducidos por remeros que los llevaron por encima de la línea de olas en la boca del río. Tan pronto como se pusieron a la par de los transportes, el siguiente grupo de soldados bajó apresuradamente a ellos desde la cubierta superior. A medida que los botes iban y venían, cada vez más hombres se amontonaban en tierra, cubriendo poco a poco toda la superficie de la playa, pero todavía ninguno se aventuraba a meterse en la espesa jungla que había más allá.

Kadem observaba con su catalejo y comenzó a preocuparse. "¿Qué está haciendo Koots?", se preguntó. "Cada minuto ahora cuenta, el enemigo se estará reorganizando. Está desperdiciando sus oportunidades". Luego volvió la cabeza y escuchó. El distante ruido del bombardeo había cesado y solo había silencio en la dirección de la bahía. ¿Qué había ocurrido con el ataque del Califa? Seguramente no podía haber tomado el fuerte con tanta rapidez. Miró otra vez a los hombres en la playa. "En cuanto a Koots", pensó Kadem, "será mejor que se mueva rápido. No puede permitirse perder más tiempo".

Desde que había desembarcado, Koots pudo formarse una mejor idea del tipo de terreno que tenía por delante, y estaba desagradablemente sorprendido. Había enviado grupos de exploradores a la espesura para encontrar el mejor camino, pero todavía no habían regresado. En ese momento esperaba con ansiedad al borde de la selva, golpeando con el puño la palma de su otra mano en estado de frustración. Al igual que Kadem, sabía lo peligroso que era permitir que el impulso del ataque se disipara, pero por otra parte no se atrevía a lanzarse a lo desconocido.

"¿No será mejor sorprenderlos por la playa?", se preguntaba, y miraba a lo largo de la extensión de arena color miel. Luego miró sus propios pies. Estaba hundido en ella hasta los tobillos y el esfuerzo de caminar siquiera unos pasos era enorme. Una marcha semejante cargando pesados equipos personales los dejaría exhaustos, incluso a los más duros de sus hombres.

"Debe de haber pasado ya una hora de la bajamar", calculó. "Pronto la marea comenzará a subir. Inundará la arena y nos obligará a abandonarla para tener que internarnos en la selva".

Mientras vacilaba, uno de los grupos exploradores se abrió paso entre la maleza cerrada como un muro para finalmente salir al descubierto.

—¿Dónde has estado? —le gritó Koots al jefe—. ¿Hay algún camino posible?

—Los primeros trescientos metros son terribles. Hay un profundo pantano directamente adelante. Uno de mis hombres fue atacado por un cocodrilo. Tratamos de salvarlo.

—Idiota. —Con la vaina Koots golpeó al hombre en un costado de la cabeza, y éste cayó de rodillas sobre la arena—. ¿Eso es lo que has estado haciendo todo este tiempo, tratando de salvar a otro inútil bastardo como tú? Debiste haber dejado que el cocodrilo se lo comiera. ¿Encontraste un sendero?

El hombre se puso de pie, tambaleándose un poco y sosteniendo la parte golpeada de su cara.

—No temáis, pachá efendi —murmuró—. Después del pantano hay un sector de terreno seco que lleva al sur. Allí hay un sendero abierto que corre a todo lo largo, pero es estrecho. No caben más de tres hombres codo con codo.

—¿Alguna señal del enemigo?

—Ninguna, gran pachá, pero hay muchos animales salvajes.

—Llévanos hasta el sendero de inmediato, o encontraré un cocodrilo para ti también.

La voz de Beshwayo resonaba con fiereza.

—Si los atacamos ahora, podemos barrer con ellos en una sola carga y tirarlos al mar de donde vinieron.

—No, gran rey, ése no es nuestro propósito. Hay todavía muchos más, aquellos que están desembarcando. Los queremos a todos —dijo Jim, en un momento razonable—. ¿Para qué matar a unos pocos, cuando, si esperamos un poco más, podemos matarlos a todos?

Beshwayo chasqueó la lengua y sacudió la cabeza de modo que los dientes que le había regalado Louisa resonaron como cencerros en sus orejas.

—Tienes razón, Somoya. Tengo muchos guerreros jóvenes que ansían adquirir el derecho a casarse y no quiero negarles ese honor.

Jim y Beshwayo habían esperado en las colinas por encima de la costa desde donde tenían una vista del mar sin interrupciones. Observaron la flotilla de Zayn cuando entraba, después de separarse en dos divisiones. Los barcos más grandes ingresaron en la bahía y el humo de los cañones se elevó en columnas cuando comenzaron a bombardear el fuerte. Parecía que era una señal para la segunda división, la más grande, que había estado esperando en el mar, pues de inmediato comenzó a avanzar directamente hacia la boca del río Umgeni. Jim esperó hasta que anclaran muy cerca de la costa. Los observó lanzar sus botes llenos de hombres y enviarlos hacia la playa.

—Ésa es la carne que te prometí, poderoso león negro —le dijo Jim a Beshwayo.

—Entonces bajemos para el festín, Somoya, pues mi estómago gruñe de hambre.

Los impis de jóvenes guerreros se lanzaron cuesta abajo hacia la tierra plana de la franja del litoral. En silencio, como una manada de panteras, se dirigieron a tomar sus posiciones de avanzada. Jim y Beshwayo corrían a la cabeza del impi principal hacia la posición de observación. Treparon a las ramas más altas de las altas higueras silvestres que habían elegido hacía unos días. Sus serpenteantes y retorcidas raíces aéreas así como las ramas formaban una escalera natural, y los racimos de frutas amarillas y el denso follaje brotaban directamente del tronco para ocultarlos con eficiencia. Desde su lugar de observación, en una de las principales horquetas, podían ver a través del follaje toda la extensión de la playa, al sur de la boca del río. Jim tenía su ojo puesto en el catalejo. Luego exclamó sorprendido:

—Dulce Madre María, aquél no es otro que el mismo Koots, vestido como un magnate musulmán. Pero de cualquier forma que se vista, reconocería a ese perverso mulo en cualquier parte.

Habló en inglés, y Beshwayo frunció el ceño.

—Somoya, no entiendo lo que dices —le recriminó a Jim—. Ahora que te he enseñado a hablar el lenguaje del cielo, no hay razón para que continúes balbuceando como un mono en esa extraña lengua tuya.

—¿Ves a aquel hombre allá en la playa, el que tiene un turbante con una banda brillante y reluciente, el que está más cerca de nosotros? Está hablando con los otros dos. ¡Mira! Acaba de golpear a uno en la cara.

—Ya lo veo —dijo Beshwayo—. No fue un buen golpe, su víctima ya se está poniendo de pie otra vez. ¿Quién es él, Somoya?

—Se llama Koots —respondió Jim sombríamente—, mi peor enemigo.

—Entonces te lo dejaré para ti —prometió Beshwayo.

—¡Ajá! Parece que finalmente tienen todas sus tropas en tierra y que Koots se ha decidido a avanzar.

Aun por encima del ruido de las olas rompiendo en la barrera de arena, podían oír a los capitanes árabes gritando sus órdenes. Las filas de hombres sentados en el suelo se pusieron de pie, levantando sus armas y sus equipos. Pronto se formaron en columnas que comenzaron a avanzar hacia la selva y los pantanos. Jim trató de contarlos, pero no pudo hacerlo con demasiada precisión.

—Son más de doscientos —calculó.

Beshwayo silbó y dos de sus indunas treparon rápidamente hasta donde estaba él. Llevaban en la cabeza el anillo que indicaba su rango, sus recortadas barbas eran grisáceas y sus pechos y brazos desnudos tenían las cicatrices de muchas batallas. El rey les dio una rápida sucesión de órdenes. A cada una de éstas, ellos respondían:

—¡Yehbo, Nkosi Nkulu! ¡Si, gran rey!

—Ya me habéis oído —concluyó Beshwayo—. ¡Ahora obedeced!

El Rey los despidió y los hombres descendieron deslizándose por el tronco de la higuera silvestre y desaparecieron en la maleza. Minutos más tarde, Jim pudo ver los movimientos furtivos entre los arbustos mientras los regimientos de guerreros de su hermano de sangre comenzaban a avanzar.