Regresaron río abajo y Jim señaló el comienzo del camino a través de los pantanos. Los árboles que lo bordeaban eran más altos que el bosque que los rodeaba. Abandonaron el río y se dirigieron hacia el sendero. Casi de inmediato los caballos se hundieron en el negro fango de los pantanosos manglares. Se vieron obligados a desmontar y llevarlos de la brida hasta que llegaron al borde de terreno más firme. Incluso allí había traicioneros pozos de fango escondidos debajo de una capa de limo verde con muy mal aspecto. La maleza se hacía tan espesa a medida que avanzaban que los caballos no podían abrirse paso. Los retorcidos troncos de los antiguos árboles de milkwood formaban apretadas filas como guerreros con armadura y sus ramas colgaban y se enredaban con los arbustos de amatimgoo cuyas largas y duras espinas podían atravesar el cuero de las botas y producir profundas y dolorosas heridas.

Se vieron forzados a moverse a lo largo de los senderos de animales que serpenteaban entrecruzándose en medio de aquella jungla, que no eran más que estrechos túneles en la vegetación formados por búfalos y rinocerontes.

Los espinosos techos eran tan bajos que otra vez debieron desmontar y llevar a los caballos de la brida. Y aun así tenían que agacharse y las espinas rallaban las monturas vacías dejando marcas en el cuero. Los mosquitos y los jejenes se alzaban en negras nubes que envolvían sus transpirados rostros, metiéndose en narices y orejas.

—Cuando Kadem y Koots trazaron sus planes de batalla, ninguno de ellos había intentado abrirse camino en este lugar. —Tom se quitó el sombrero y enjugó su rostro y su brillante cabeza.

—Podemos hacerle pagar en moneda fuerte cada metro —dijo Jim. Hasta ese momento había permanecido en silencio desde que abandonaron la playa—. Aquí todo será trabajo casero, hecho a mano. Arcos y lanzas tendrán ventaja sobre mosquetes y cañones.

—¿Arcos y lanzas? —preguntó Dorian, mostrando un súbito interés— ¿quién los usará?

—Mi buen amigo y hermano en sangre y guerra, el rey Beshwayo y sus Lívajes sedientos de sangre —dijo Jim con orgullo.

—Cuéntame acerca de él —ordenó Dorian.

—Es una larga historia, tío. Tendrás que esperar hasta que lleguemos al fuerte. Si es que alguna vez encontramos el camino de regreso a casa a través de esta endiablada madeja.

Aquella noche, después de cenar, toda la familia se quedó en el refectorio. Sarah estaba de pie detrás de la silla de Tom con un brazo apoyado sobre el hombro de su marido. Cada tanto friccionaba las picaduras de mosquitos en su calva. Cuando ella lo hacía, él cerraba los ojos entregado a ese silencioso placer. En el otro extremo de la mesa, Dorian estaba sentado con Mansur a un lado y en el otro su narguile.

Verity jamás se había visto a si misma como una criatura doméstica, pero desde su llegada a Fuerte Auspicioso había encontrado una profunda satisfacción en las tareas del hogar y la atención de Mansur. Ella y Louisa, que eran tan diferentes en casi todo, habían simpatizado desde el primer encuentro. En ese momento se movían silenciosamente por la espaciosa habitación, levantando los platos de la cena, sirviendo incontables tazas de café a sus hombres, o yendo a sentarse cerca de ellos para escuchar lo que hablaban, cada tanto aportando sus propias opiniones a la conversación. Louisa tenía bastante qué hacer con el amo George. Aquél era el momento del día que todos más disfrutaban.

—Cuéntame acerca de Beshwayo —le ordenó Dorian a Jim y se rió.

—¡Ah! No te habías olvidado. —Levantó a su hijo del suelo y lo colocó cómodamente en sus rodillas—. Ya has hecho bastante lío para un día, muchacho. Y ahora voy a contar un cuento —dijo.

—¡Cuento! —exclamó George, y se calmó de inmediato. Apoyó sus dorados rulos sobre el hombro de Jim y se metió el pulgar en la boca.

—Después de que tú y Mansur zarparon en el Revenge y el Sprite, Louisa y yo cargamos nuestras carretas y partimos hacia la selva en busca de elefantes y a tratar de ponernos en contacto con las tribus para poder abrir el tráfico comercial con ellas.

—Jim cuenta las cosas como si yo hubiera ido por mi propia voluntad —protestó Louisa.

—Vamos, Puercoespín, sé honesta. Padeces la enfermedad de los andariegos tanto como yo. —Jim sonrió—. Pero permíteme continuar. Yo sabía que había muchos grupos guerreros nguni que venían del norte con sus rebaños.

—¿Cómo te enteraste de eso? —preguntó Dorian.

—Me lo dijo Inkunzi, y luego envié a Bakkat a buscar señales, lejos hacia el norte.

—A Bakkat lo conozco bien, por supuesto. ¿Pero Inkunzi? Apenas si recuerdo ese nombre.

—Permíteme que te lo recuerde, tío. Inkunzi era el jefe de pastores de la reina Manatasee. Cuando capturé los ganados de la Reina, él prefirió unirse a mí antes que apartarse de sus amados animales.

—¡Por supuesto! ¡Cómo pude haberme olvidado de ello, Jim, muchacho! Una maravillosa historia.

—Inkunzi y Bakkat nos guiaron tierra adentro para encontrar a las otras tribus nguni alborotadas. Algunas eran hostiles y peligrosas como nidos de cobras venenosas o madrigueras de leones comedores de hombres. Tuvimos unos cuantos enfrentamientos con ellos, te lo aseguro. Luego nos encontramos con Beshwayo.

—¿Dónde lo encontraste?

—A unas doscientas leguas al noroeste de aquí —explicó Jim—. Él venía conduciendo a su tribu con todo el ganado por el acantilado. Nuestro encuentro fue muy propicio. Acababa de encontrarme con tres enormes elefantes machos. Yo no sabía que Beshwayo nos estaba espiando desde una colina cercana. Jamás antes había visto a un hombre a caballo o un mosquete. Para mí había sido una muy afortunada cacería. Pude llevar a los elefantes fuera de la espesura hacia los prados abiertos. Allí, los derribé uno tras otro, mientras Bakkat cargaba las armas y me las alcanzaba. Me las arreglé para matar a los tres en un galope de tres kilómetros montado en Fuego. Desde su lugar de observación, Beshwayo lo vio todo. Después me dijo que su intención había sido atacar las carretas y matarnos a todos, pero después de haber visto el modo en que yo disparaba y galopaba, decidió no hacerlo. Es un perfecto bribón este rey Beshwayo.

—Este hombre es un monstruo aterrador —lo corrigió Louisa—. Esa es la razón por la que él y Jim se llevan tan bien.

—No es verdad. —Jim chasqueó la lengua—. No fui yo quien lo conquistó. Fue Louisa. Nunca antes había visto un pelo como el de ella, ni nada que se pareciera a este cachorro que ella acababa de dar a luz. Beshwayo ama al ganado y a los hijos. —Ambos miraron con afecto al niño que tenía en sus brazos. George no había podido continuar en actividad. La acogedora tibieza del cuerpo de su padre sumada al sonido de su voz era siempre para él un poderoso somnífero y se había quedado profundamente dormido—. Para entonces yo ya había aprendido a hablar bastante bien el lenguaje de los nguni gracias a Inkunzi, por lo que podía conversar con Beshwayo. Una vez que hubo cambiado sus belicosas intenciones y ordenó a sus guerreros no atacar las carretas, instalé su corral cerca de nosotros y zampamos juntos durante varias semanas. Yo le mostré las delicias de las cuentas de vidrio, de los espejos y las habituales baratijas del comercio. Le encantaron todas esas cosas, pero tenía miedo de nuestros caballos. Por más que lo intenté, nunca logré que montara uno. Beshwayo no conoce el miedo, salvo cuando se trata de participar en alguna actividad ecuestre. Sin embargo, estaba fascinado por el poder de la pólvora, y me pedía que se lo demostrara en cada oportunidad que se presentaba, como si necesitara ser convencido, una vez más, después de haber observado la cacería de elefantes.

Louisa trató de tomar a George de los brazos de su padre para llevarlo a la cama, pero apenas lo tocó, se despertó completamente y lanzó un chillido de protesta. Fueron necesarios varios minutos y los reaseguros de toda la familia para tranquilizarlo hasta el punto en que Jim pudiera continuar su relato.

—A medida que nos fuimos conociendo mejor, Beshwayo me contó que mantenía algunas diferencias con otra tribu nguni llamada amahin. Estos constituían un astuto e inescrupuloso montón de bribones que habían cometido el imperdonable pecado de robar varios cientos de cabezas del ganado de Beshwayo. A este pecado se agregaba el hecho de que al hacerlo habían matado a una docena o más de sus muchachos pastores, de los cuales dos eran hijos suyos. El Rey no había tenido todavía la posibilidad de vengar a sus hijos y de recuperar su ganado, ya que los amahin se habían refugiado en una inexpugnable fortaleza natural, que la erosión milenaria había tallado en la pared misma del acantilado. Beshwayo me ofreció doscientas cabezas de ganado de primera calidad si lo ayudaba a asaltar la fortaleza de los amahin. Yo le dije que como ya lo consideraba un amigo, estaría encantado de pelear junto a él sin retribución alguna.

—Sin retribución alguna, salvo el derecho de exclusividad de comerciar con su tribu —Louisa sonrió ligeramente—, y el derecho de obtener marfil cazando elefantes en todos los dominios del Rey, además de un tratado de alianza a perpetuidad.

—Tal vez debí referirme a una pequeña retribución, en lugar de decir que no recibí ninguna —admitió Jim—, pero no nos perdamos en detalles. Llevé a Smallboy y a Muntu, y al resto de mis compañeros y cabalgamos con Beshwayo hasta la madriguera de los amahin. Descubrí que se trataba de un macizo rocoso separado del cordón principal y protegido por todos lados por rectos acantilados. La única vía de acercamiento era a través de un puente de roca tan estrecho que sólo permitía pasar a cuatro hombres por vez. Además, estaba dominado desde arriba por los amahin, instalados en un terreno más alto en el otro lado, desde donde podían arrojar rocas, piedras y flechas envenenadas sobre cualquier atacante que tratara de forzar el paso. Unos cien hombres de Beshwayo ya habían perecido al intentarlo, alcanzados por las flechas envenenadas o con los cráneos aplastados por las rocas. Encontré un lugar en la ladera del acantilado principal desde donde mis compañeros podrían disparar contra los defensores. Los amahin resultaron ser unos guerreros formidables. Nuestras balas de mosquete sirvieron para aplacar un poco su ardor, pero no les impidieron acabar con los atacantes apenas éstos se aventuraban a cruzar el expuesto puente.

—Estoy seguro de que a esa altura imaginaste una solución para lo insoluble, siendo el genio militar que eres. —Mansur se rió, y Jim le devolvió la sonrisa.

—No tanto, primito. Yo estaba al límite de mis recursos, de modo que hice lo que naturalmente todos hacemos en estos casos. ¡Envié a buscar a mi mujer! —Las tres mujeres aplaudieron aquella frase de sabiduría con tanta alegría que George se despertó sobresaltado otra vez y sumó su voz al griterío. Louisa lo alzó, lo ayudó a encontrar el pulgar y el niño volvió a sumirse en el sueño.

—Jamás había oído hablar del testudo romano hasta que Louisa me lo explicó. Ella lo había leído en Livio. Aunque muchos de los hombres de Beshwayo llevaban escudos de cuero crudo, su uso era visto con desprecio por el Rey pues lo consideraba algo poco varonil. Cada guerrero lucha como un individuo y no como parte de una formación y en el momento de mayor peligro se espera de él que abandone su escudo y se arroje sin protección alguna sobre el enemigo, confiando en la fiereza de su ataque y en su temible aspecto para sacar a su enemigo del campo y lograr salir ileso. Beshwayo se sintió asombrado, en un primer momento, ante nuestra sugerencia de una táctica tan cobarde. En su visión, sólo las mujeres se escondían detrás de los escudos. Pero estaba desesperado por vengar a sus hijos y por recuperar su ganado robado. Sus hombres aprendieron rápidamente a superponer sus escudos sosteniéndolos sobre las cabezas para formar aquel caparazón de tortuga como protección. Mis hombres mantuvieron un fuego constante sobre los amahin y bajo su testudo los impis de Beshwayo se lanzaron a cruzar el puente. Apenas lograron afirmarse en el otro lado, galopamos con nuestros caballos, disparando desde la montura. Los amahin jamás habían visto antes un caballo, por lo que tampoco tenían experiencia de enfrentarse a la caballería, pero para entonces ya habían conocido el poder de nuestras armas de fuego. Se quebraron ante nuestra primera carga. Aquellos amahin que no saltaron por el acantilado voluntariamente fueron ayudados a hacerlo por los guerreros de Beshwayo.

—Les encantará saber que las mujeres amahin no saltaron. Se quedaron con sus hijos y la mayoría encontró marido entre los hombres de Beshwayo apenas terminó la batalla —les aseguró Louisa a Sarah y a Verity.

—Sensatas criaturas —comentó Sarah y acarició la cabeza de Tom—. Yo habría hecho lo mismo.

Tom le hizo un guiño a Jim.

—No le prestes atención a tu madre. Ella tiene un buen corazón. La única pena es que no tiene nada que ver con su lengua. Continúa con la historia, muchacho. Yo ya la conozco, pero vale la pena.

—Fue un día exitoso para todos los que participaron —resumió Jim—, salvo para los guerreros amahin. Aparte de los animales que los amahin habían matado para sus festines, recuperamos el resto del rebaño robado y el rey quedó encantado. Él y yo compartimos cerveza de mijo del mismo recipiente, pero sólo después de haberla diluido con nuestras propias sangres mezcladas. Ahora somos hermanos de la sangre guerrera. Mis enemigos son sus enemigos.

—Después de oír este relato no me cabe la menor duda de que debería dejar en tus manos y las de tu hermano de sangre guerrera, Beshwayo, la defensa de los pantanos entre nosotros y el río Umgeni —le dijo Dorian—. Y que Dios ayude a Herminius Koots cuando trate de abrirse camino.

—Apenas las carretas estén listas partiré para encontrarme con Beshwayo y solicitar su ayuda y la de sus lanceros —aceptó Jim.

—Supongo, esposo mío, que no pensarás dejarme aquí mientras te internas en el azul del horizonte una vez más —comentó Louisa con toda dulzura.

—¿Cómo puedes conocerme tan poco? Además, en el campamento de Beshwayo sería recibido con extrema frialdad si no te llevo a ti o a George.

Bakkat se adentró en las colinas para llamar a Inkunzi. El jefe de pastores y sus ayudantes vagaban libremente con sus rebaños, y nadie habría podido encontrarlo con la rapidez con que lo había hecho el pequeño bosquimano. Mientras tanto, Smallboy engrasó los cubos de las ruedas de las carretas y se ocupó de las yuntas de bueyes. A los cinco días Inkunzi se hacía presente en el fuerte con dos docenas de guerreros nguni y ya estaban listos para partir.

El resto de la familia estaba en la empalizada observando la fila de carretas que se dirigían a las colinas. Louisa y Jim, montados en Fiel y en Fuego, iban a la cabeza. George viajaba colgado en la eslinga de cuero para el viaje, en la espalda de su padre. Saludó con su mano regordeta.

—¡Adiós, abuelo! ¡Adiós, abuela! ¡Adiós tío Dowy! ¡Adiós Manie y Verity! —gritaba y sus rulos se balanceaban y brillaban siguiendo el ritmo del paso lento de Fuego—. No llores, abuela. Georgie regresará pronto.

—Ya oíste a tu nieto —dijo Tom ásperamente—. ¡Deja de gimotear, mujer!

—Yo no estoy gimoteando —replicó rápidamente Sarah—. Un insecto se me metió en el ojo. Eso es todo.

Bin-Shibam había advertido a Dorian en su informe que la intención de Zayn era zarpar de Muscat tan pronto como los vientos kusi del sudeste dieran toda la vuelta a la brújula para convertirse en el kaskazi, soplando sin cesar desde el nordeste para llevar a su flota por la costa. El momento de ese cambio estaba a pocas semanas. Sin embargo, había señales que preocupaban. Las gaviotas de cabeza negra ya habían arribado en densas bandadas para asentarse en colonias de anidamiento en las alturas de los acantilados Ellas eran los heraldos de un cambio temprano en la estación. Hasta donde Dorian podía saber, la flota de Zayn podría estar ya navegando.

Dorian y Mansur mandaron llamar a los capitanes de sus barcos. Estudiaron juntos las cartas de navegación. Aunque Tasuz era analfabeto podía entender perfectamente las formas de las islas y de la costa del continente, así como los símbolos y las flechas que indicaban los vientos y las corrientes, pues éstos eran los elementos que habían guiado su existencia.

—Al principio, cuando el enemigo salga de Omán, va a mantenerse bien alejado de la costa, para poder aprovechar el viento kaskazi y el flujo principal de la corriente de Mozambique —dijo Dorian con seguridad—. Se necesitaría una enorme flota para poder encontrarlos en esa gran extensión de agua. —Extendió su mano sobre la carta—. El único lugar en el que podréis descubrirlos es aquí. —Movió su mano hacia el sur, a la isla en forma de pescado de Madagascar—. La flota de Zayn se verá forzada a navegar por el estrecho del canal entre el continente y la isla, como los granos en un reloj de arena. Vosotros deberéis custodiar el estrecho. Vuestras tres naves pueden cubrir el pasaje interior, pues semejante reunión de dhows de guerra cubrirá muchas millas. También tendréis que conseguir la ayuda de los pescadores locales para vigilar.

—Y cuando descubramos la flota, ¿debemos atacarla? —preguntó Batula y Dorian se rió.

—Sé que disfrutarías con eso, viejo shaitan, pero debes mantener tus naves bien por debajo del horizonte y fuera de la vista del enemigo en todo momento. No debes permitir que Zayn sepa que su avance ha sido descubierto. Apenas avistéis su flota, interrumpid todo contacto y regresad a la mayor velocidad que los vientos y las corrientes lo permitan.

—¿Y qué ocurre con el Arcturus? —quiso saber el Rojo Cornish, con una expresión de irritación—. ¿Debo actuar también como perro guardián?

—No os he olvidado, capitán Cornish. El Arcturus es la nave más Poderosa, pero no es tan veloz como el Sprite y el Revenge, ni siquiera como la pequeña falúa de Tasuz. Quiero que permanezcáis en la bahía Natividad y podéis estar seguro de que cuando llegue el momento tendré mucho trabajo para esa nave. —Cornish se mostró convenientemente apaciguado, y Dorian continuó—: Ahora, quiero revisar los planes para enfrentar al enemigo apenas esté a la vista sobre el horizonte. —Pasaron el resto de aquel día y buena parte de la noche en cónclave, considerando todas las posibilidades imaginables.

—Nuestra flota es tan pequeña y la del enemigo tan numerosa, que nuestro éxito dependerá de que cada barco trabaje de acuerdo con los demás. Por la noche usaré señales luminosas y durante el día, humo y cohetes chinos. He preparado la lista de los códigos para las señales que usaremos, con copias para Batula y Kumrah, escritas en árabe por la señora Verity.

Al amanecer, las tres naves pequeñas, el Sprite, el Revenge y la falúa de Tasuz, aprovecharon la marea baja y el viento terral para salir de la bahía, dejando atrás sólo al Arcturus anclado bajo los cañones del fuerte.

Beshwayo había trasladado su campamento unos setenta y cinco kilómetros río abajo, pero Bakkat no tuvo dificultad alguna en conducirlos directamente a él, pues todos los senderos y todas las huellas de ganado se abrían en abanico como una telaraña, con el rey Beshwayo, la araña real, en el centro. Las fértiles y ondulantes praderas a través de las cuales viajaban estaban abundantemente pobladas por sus rebaños.

Regimientos enteros de guerreros del Rey custodiaban el ganado. Muchos habían peleado con Jim contra los amahin. Todos sabían que su Rey lo había convertido en hermano de sangre y sus saludos eran entusiastas. Cada uno de esos indunas destacó cincuenta hombres para unirse a la escolta que conducía las carretas hacia el campamento real. Los jóvenes de piernas más rápidas se adelantaron a la carrera para avisar al Rey del inminente arribo.

De esta manera, la comitiva de Jim incluía varios cientos de hombres cuando atravesó la última loma y miró hacia el valle rodeado de colinas donde se alzaba el nuevo asentamiento del Rey. Estaba dispuesto en un amplio círculo, dividido internamente en anillos dentro de anillos como si fuera un blanco de arquería. Jim calculó que hasta Fuego necesitaría alrededor de media hora para recorrer al galope el círculo exterior.

Una estacada elevada rodeaba la aldea y en el centro mismo había un vasto corral en el que la totalidad del rebaño real podía ser alojado. A Beshwayo le gustaba vivir cerca de sus animales. Además, como le había explicado a Jim, ese corral interior servía también como trampa cazamoscas. Los insectos ponían sus huevos en la bosta fresca del ganado y allí eran aplastados bajo las pezuñas de los inquietos animales, por lo que no podían incubar.

Los círculos exteriores del poblado albergaban a las cabañas estilo colmena muy cerca unas de otras que servían de residencia a la corte de Beshwayo. La guardia personal del Rey vivía en cabañas más pequeñas. Las residencias más grandes, de las numerosas esposas del rey, se levantaban dentro de un espacio cerrado por ramas de arbustos espinosos entretejidos. En un espacio cerrado más pequeño, había cincuenta elaboradas estructuras que albergaban a los indunas, consejeros y principales capitanes de Beshwayo, y sus familias.

Todas estas construcciones eran empequeñecidas por el palacio del Rey. No podría, por más que quisiera forzarse el lenguaje, llamárselo una cabaña. Era tan alto como una iglesia campestre de Inglaterra. No parecía posible que varas y cañas pudieran haber sido los materiales de esa construcción sin que se hubiera derrumbado. Cada una de las cañas usadas para levantar el palacio había sido seleccionada por los maestros techadores. Era una semiesfera perfecta.

—¡Parece un huevo de rocho! —exclamó Louisa—. Mira cómo refleja la luz del sol.

—¿Qué es un rocho, mamá? —quiso saber George, desde la eslinga en la espalda de su padre—. ¿No es eso lo mismo que una roca? —Había adquirido de su abuelo el hábito de preguntar en forma negativa, y no había manera de hacerlo cambiar a pesar de la insistencia de su madre.

—No. El rocho es un pájaro enorme y fabuloso —explicó Louisa.

—¿Puedo tener uno para mí? ¿Sí?

—Pregúntale a tu padre. —Le sonrió a Jim con dulzura.

Este frunció la cara.

—Gracias, Puercoespín. Se me acabó la paz por lo menos durante un mes.

Para distraer a George tocó a Fuego con los talones y trotó cuesta abajo por la última colina. Los guerreros que los escoltaban estallaron en el canto a todo pulmón de un himno de alabanza a su Rey. Sus voces eran profundas y melodiosas, y hacían hervir la sangre con su magnificencia.

La larga columna de hombres, caballos y carretas serpenteaba al descender por las doradas praderas mientras los guerreros marchaban al mismo paso. Sus tocados se movían y se balanceaban todos a la vez; cada regimiento tenía su propio tótem: la garza, el buitre, el águila y la lechuza, y todos llevaban las plumas de su clan. Colgadas del antebrazo llevaban las colas de vaca, un honor otorgado por el mismo Beshwayo después de matar a un enemigo en combate. Los escudos eran iguales en cada grupo, algunos eran moteados, otros, negros y en otros grupos eran rojos, mientras unos pocos de los regimientos de élite llevaban escudos de blanco puro. Golpeaban esos escudos con sus assegais a medida que se acercaban a la aldea atravesando el terreno usado para las ceremonias. En el otro extremo de esta amplia extensión esperaba la imponente figura de Beshwayo, sentado en un banco de ébano tallado. Estaba totalmente desnudo, desplegando ante todo el mundo la prueba de que las dimensiones de su Virilidad eran superiores a la de todos sus súbditos. Su piel estaba untada con grasa vacuna y brillaba al sol como un rayo. Los capitanes de sus regimientos formaban detrás de él, y también sus indunas coronados con los anillos que indicaban su autoridad sobre sus cabezas rapadas, y con ellos sus esposas y los brujos.

Jim frenó e hizo un disparo al aire con su mosquete. A Beshwayo le encantaba que lo saludaran así, y dejó escapar una carcajada como el mugido de un toro.

—¡Ya te veo, Somoya, hermano! —gritó, y su voz se oyó a trescientos metros en aquella plaza de ceremonias.

—¡Ya te veo a ti, gran toro negro! —gritó Jim a manera de respuesta, y lanzó a Fuego al galope. Louisa hizo que Fiel se pusiera a la par de él. Beshwayo aplaudió deleitado al ver correr a los caballos. En la eslinga, en la espalda de su padre, George pateaba y se retorcía entusiasmado con intención de liberarse.

—¡Beshie! —gritó—. ¡Mi Beshie!

—Será mejor que lo bajes —le gritó Louisa aiim—, antes de que lo haga solo y se lastime.

Jim hizo que su garañón frenara haciendo patinar sus patas traseras, alzó al niño sacándolo de la eslinga con una mano y se agachó sobre la montura para bajarlo hasta el suelo. George partió a la carrera directamente hacia el Gran Toro de la Tierra y Gran Trueno en el Cielo.

El rey Beshwayo se acercó para encontrarlo a mitad de camino, lo alzó y lo lanzó al aire. Louisa respiró hondo y cerró los ojos temblando, pero George chilló de alegría mientras el Rey lo atrapaba antes de que cayera al suelo para sentarlo firmemente sobre sus brillantes y musculosos hombros.

Esa noche, Beshwayo hizo matar cincuenta gordos bueyes y comieron y bebieron espumosa cerveza en enormes recipientes de barro. Jim y Beshwayo alardearon y rieron mientras se contaban sorprendentes historias de sus propias hazañas y aventuras.

—¡Manatasee! —sugirió Beshwayo a Jim—. Cuéntame otra vez cómo fue que la mataste. Cuéntame cómo fue que su cabeza voló por el aire como un pájaro. —Acompañó el pedido con un exagerado y amplio movimiento de sus brazos.

Louisa había oído la misma historia tantas veces, ya que era la favorita de Beshwayo, que aprovechó la excusa de sus deberes maternales para abandonar la presencia real. Llevó a George, protestando y medio dormido, a su cuna en la carreta.

Beshwayo escuchó el relato de Jim sobre la batalla con mucho más placer que la primera vez.

—Ojalá hubiera conocido a esa poderosa vaca negra —dijo una vez terminado el cuento—. Le hubiera puesto un buen hijo en las entrañas. ¿Te imaginas el poderoso guerrero que hubiera sido, con semejante padre y semejante madre?

—Entonces te habrías visto forzado a vivir con Manatasee, la fiera leona.

—No, Somoya. Después de haberme dado mi hijo, le habría hecho volar la cabeza mucho más alto en el cielo de lo que tú hiciste. —Lanzó una sonora carcajada y puso un jarro de cerveza en las manos de Jim.

Cuando finalmente Jim fue a acostarse, Louisa tuvo que ayudarlo a trepar el último obstáculo. Se desplomó sobre el colchón y ella tuvo que quitarle las botas. A la mañana siguiente fueron necesarios dos jarros de café muy fuerte antes de que Jim anunciara lleno de dudas que, si ella lo cuidaba bien, tal vez podría sobrevivir hasta el día siguiente.

—Eso espero, querido esposo, porque estoy segura de que recuerdas que hoy mismo el Rey te ha invitado a asistir al Festival de las Primeras Flores —le dijo ella y Jim gruñó.

—Beshwayo bebió el doble que yo de esa bebida infernal. ¿No te parece que podría tener el buen sentido de cancelar el festival?

—No —dijo Louisa con una sonrisa angelical—. No creo que lo haga pues aquí vienen los indunas para escoltarnos.

Éstos condujeron a Louisa y a Jim otra vez al campo de ceremonias. El espacio abierto estaba cubierto con densas filas de jóvenes guerreros vestidos con sus mejores plumas y tiras de cuero de animales a modo de tonelete. Estaban sentados sobre sus escudos, en silencio e inmóviles como estatuas esculpidas en antracita. Junto a la entrada a la enorme aldea, había dos sitiales tallados para Jim y Louisa junto al lugar vacío del Rey. Detrás de él, las esposas del Rey estaban sentadas en el suelo, en doble fila. Muchas de ellas eran jóvenes y hermosas, y casi todas estaban en alguna etapa de la preñez, desde una ligera hinchazón del vientre, hasta el pleno desarrollo, con los pechos henchidos y abundantes y los ombligos salientes. Intercambiaron sonrisas cómplices con Louisa, y observaban las travesuras de George, el de cabeza dorada, con sus ojos oscuros llenos de la fortaleza de sus sentimientos maternales.

Louisa suspiró y se inclinó hacia Jim en su sitial.

—¿No te parece que una mujer adquiere una particular belleza cuando está por tener un bebé? —le preguntó ingenuamente.

Jim gruñó.

—Eliges los momentos más extraños para volverte sutilmente sugestiva —susurró él—. ¿No crees que un George es más de lo que el mundo puede tolerar?

—Podría ser una niña —señaló Louisa.

—¿Se parecerá a ti? —A pesar del brillo del sol, él abrió los ojos un poco más.

—Tal vez.

—Eso requiere alguna consideración —concedió él, pero en ese momento resonó desde adentro de las murallas de la aldea una estruendosa fanfarria de trompetas de cuernos de Kudu y el batir de tambores. De inmediato, los guerreros saltaron para ponerse de pie y sus voces resonaron haciendo eco sobre las colinas al gritar el saludo al Rey:

—¡Bayete! ¡Bayete!

Los músicos del rey salieron por las puertas de la ciudad, una fila tras otra, moviéndose y balanceándose, haciendo bailar sus tocados como en una danza de cortejo de garzas coronadas, golpeando el suelo con los pies hasta que el polvo cubrió sus piernas hasta las rodillas. Luego se detuvieron a mitad de un paso y el único movimiento fue el balanceo de las plumas de sus tocados.

El rey Beshwayo salió caminando por las puertas. Llevaba un sencillo tonelete de colas de vacas blancas, y cascabeles de guerra en sus tobillos y muñecas. Tenía la cabeza afeitada y la piel había sido pulida con una mezcla de grasa y arcilla ocre rojizo. Su paso era solemne. Relucía como un dios mientras caminaba.

Llegó a su lugar y miró a sus súbditos con tan fiera expresión que todos se inclinaron ante su mirada. Luego, súbitamente, arrojó al aire la lanza que llevaba consigo. Impulsada por sus enormes hombros ésta alcanzó una altura increíble. Alcanzó su punto máximo para luego, en una elegante parábola, caer y clavar su brillante punta en la tierra cocida por el sol de la plaza de ceremonias.

Todo seguía en silencio. Nadie, ni hombre ni mujer, se movía. Hasta que una sola voz rompió esa tensa calma. Con suavidad y dulzura se elevó desde el lecho del río en el otro extremo del campo donde se realizaba el festival. Un suspiro escapó de las gargantas de todos los guerreros allí reunidos y sus plumas danzaron cuando sus cabezas se volvieron hacia el lugar de donde provenía el sonido.

Una fila de jóvenes muchachas comenzó a trepar lentamente desde la orilla del río. Cada una de ellas llevaba las manos apoyadas en las caderas de la que iba delante, siguiendo sus movimientos con precisión espectacular. Vestían faldas muy cortas de hierbas entrelazadas y coronas de flores silvestres. Los pechos desnudos brillaban por el aceite con que habían sido untados. Continuaron serpenteando mientras seguían saliendo del lecho del río hasta que pareció que no se trataba de individuos sino de una sola criatura sinuosa.

—Éstas son las primeras flores de la tribu —dijo Louisa suavemente—. Todas ellas han visto su luna por primera vez y ahora están listas para el matrimonio.

La joven que encabezaba la fila de bailarinas llegó al final del primer verso de la canción, y todas las demás llegaron juntas con el coro. Sus voces se elevaban a gran altura, luego bajaban y se desvanecían, para alzarse otra vez, dolorosamente puras, abriéndose camino en los corazones de quienes escuchaban. La línea de mujeres bailarinas se detuvo ante las filas de los jóvenes guerreros. Éstos se volvieron para quedar frente a ellas y la canción fue otra. El ritmo se volvió tan urgente como el acto de amor, las voces se hicieron sugerentes y sensuales.

—¿Están bien afiladas vuestras lanzas? —les preguntaban a los guerreros—. ¿Son suficientemente largas las astas? ¿Pueden penetrar profundamente? ¿Podéis atravesar un corazón? ¿Manará la sangre cuando quitéis la hoja de la herida?

Entonces comenzaron a bailar otra vez, al principio balanceándose como hierbas altas movidas por el viento, luego echando hacia atrás las cabezas y mostrando los blancos dientes al reírse y fuego en los ojos. Ofrecieron a los jóvenes sus pechos, sosteniéndolos con cada mano. Luego retrocedieron y comenzaron a girar hasta que sus faldas volaron a la altura de la cintura. Nada las cubría debajo y como habían depilado cuidadosamente las partes pudendas, las desnudas hendiduras quedaban claramente delineadas. Luego se apartaron de los hombres y se inclinaron hasta que sus frentes tocaron sus rodillas meneando y haciendo girar sus caderas.

Los guerreros bailaban al mismo tiempo que las muchachas, dejándose llevar por una tormenta de lujuria. Golpearon la tierra con los pies hasta que el suelo tembló con cada golpe. Movían los hombros. Los ojos giraban en sus órbitas y la espuma brotaba de sus contorsionados labios. Movían las caderas hacia arriba como perros apareándose, y sus sexos hinchados sobresalían rígidos por entre las tiras de cuero que formaban sus toneletes.

Súbitamente Beshwayo saltó alto desde su sitial y aterrizó sobre sus piernas tan derechas y poderosas como troncos de árboles de dura madera.

—¡Basta! —rugió.

Guerreros y vírgenes, todos en aquel campo, se arrojaron al suelo y allí quedaron como muertos, sin el menor movimiento o ruido, aparte del temblor de los tocados de plumas, las faldas de hierbas y la agitada respiración. Beshwayo caminó a lo largo de la fila de muchachas.

—Éstas son mis mejores vaquillas —rugió—. Éste es el tesoro de Beshwayo. —Las recorrió con una mirada llena de fiero orgullo—. Son bellas y fuertes. Todas son ya mujeres. Son mis hijas. De sus cálidas entrañas saldrán mis regimientos de guerreros para conquistar toda la tierra y sus hijos gritarán mi nombre al cielo. A través de ellos mi nombre vivirá por siempre. —Echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un sonido de tan alto volumen desde la caja de resonancia que era su pecho que tronó y rebotó como un eco por las colinas—. ¡Beshwayo!

Ninguna otra persona se movió y los ecos se desvanecieron hasta convertirse en silencio. Luego el Rey se volvió y caminó de regreso a lo largo de las filas de postrados guerreros de sus regimientos.

—¿Quiénes son éstos? —La pregunta fue pronunciada con desprecio—. ¿Son hombres éstos que se arrastran ante mí? —gritó con burlona risa—. ¡No! —se respondió a si mismo—. Los hombres se alzan de pie y llenos de orgullo. Estos son infantes. ¿Son guerreros? —preguntó al cielo y rió ante lo absurdo de la pregunta—. Éstos no son guerreros. Los guerreros han mojado sus lanzas en la sangre de los enemigos del Rey. Pero éstos no son más que niños con mocos en las narices. —Caminó a lo largo de la fila golpeándolos con el pie—. ¡Arriba, niñitos! —gritó. Todos se pusieron de pie de un salto con agilidad de acróbatas, sus jóvenes cuerpos forjados a la perfección por toda una vida de riguroso entrenamiento. Beshwayo sacudió la cabeza con desprecio. Se alejó. Luego, súbitamente, dio un salto y aterrizó con la elegancia de una pantera.

—¡De pie, hijas mías! —gritó, y las muchachas obedecieron y se movieron ante él como un campo de oscuras lilas—. Mirad cómo su belleza opaca la del sol. ¿Puede el Rey permitir que estos terneros sin destetar monten a estas hermosas vaquillas? —las arengó—. No, ya que nada hay entre sus piernas que sirva para algo. Estas magníficas vacas necesitan poderosos toros. Sus vientres ansían la semilla de grandes guerreros.

Caminó por la calle que se había formado entre las filas.

—La vista de estos jóvenes terneros me desagrada tanto que los expulsaré. No volveréis a poner sus ojos sobre mis vaquillas hasta que se hayan convertido en toros. ¡Fuera! —les gritó—. ¡Fuera! Y no regreséis hasta que hayáis mojado vuestras lanzas con la sangre de los enemigos del Rey. ¡Fuera! Y regresad sólo cuando hayáis matado a vuestro hombre y llevéis la cola de vaca en el brazo derecho. —Hizo una pausa y los miró desdeñoso.

—Veros aquí me desagrada. ¡Fuera!

—¡Bayete! —gritaron al unísono, y repitieron el grito—: ¡Bayete! Hemos oído la voz del Trueno Negro del Cielo, y obedeceremos.

En apretada columna se alejaron marchando disciplinadamente, cantando loas a Beshwayo. Como una oscura serpiente, subieron la ladera de la colina y desaparecieron al llegar a la cima. El Rey regresó para ocupar su asiento de madera tallada. Su expresión era severa y terrible, pero sin cambiar el gesto le dijo por lo bajo a Jim:

—¿Los viste, Somoya? Son jóvenes leones y están ávidos de sangre. Éstos son los mejores frutos de cualquier año de circuncisiones en todo mi reinado. Ningún enemigo puede enfrentarlos. —Desde su sitial se dirigió a Louisa—. ¿Los viste, Welanga? ¿Existe acaso alguna virgen en todo mi reino que pueda resistírseles?

—Son unos espléndidos jóvenes —coincidió ella.

—Pero ahora carezco de enemigos para destruir. —La expresión de Beshwayo se hizo todavía más aterradora—. He recorrido el terreno durante días de marcha en cada dirección sin encontrar alimento para mis guerreros.

—Soy tu hermano —dijo Jim—. No puedo permitir que sufras de esa manera. Yo sí tengo un enemigo y como eres mi hermano, compartiré ese enemigo contigo.

Beshwayo lo miró por un buen rato. Luego dejó escapar una carcajada sonora que todos sus indunas y sus embarazadas esposas rieron ruidosamente en servil imitación.

—Muéstrame tu enemigo, Somoya. Como un par de leones de negra melena ante una gacela, tú y yo nos lo devoraremos.

Tres días más tarde, cuando las carretas emprendieron el regreso hacia la costa, Beshwayo iba con ellas, cantando su himno de guerra a la cabeza de sus nuevos regimientos y de sus ya experimentados indunas.