Verity esperó hasta que los golpeteos y otros ruidos en la bodega cesaron abruptamente y comenzó a oír los crujidos de las maderas al ir quedando sueltas. Entonces dejó a un lado el Ramayana y subió a cubierta. Caminó hasta la escotilla abierta. Llegó justo a tiempo para ver el primer cofre que era sacado con toda reverencia de su bien buscado escondite debajo de la cubierta inferior. Era tan pesado que para levantarlo se requirió la fuerza sumada de Mansur y cinco vigorosos marineros. Cuando uno de los carpinteros aflojó la tapa, el agua de mar salió a través de las juntas, pues el cofre había estado sumergido desde que la nave había chocado con los cuernos del Engañador.
Se produjeron exclamaciones de sorpresa y admiración cuando Mansur levantó la tapa. Precisamente desde arriba, Verity pudo ver el exuberante brillo del oro puro antes de que los hombres se amontonaran sobre él y le impidieran seguir viéndolo. Luego miró la espalda desnuda de Mansur.
Sus músculos brillaban aceitados por el sudor, y cuando se agachó para tomar una de las barras de brillante amarillo, alcanzó a ver el mechón de pelo cobrizo en su axila.
La vista del oro no la había conmovido en absoluto, a diferencia de lo ocurrido cuando vio el cuerpo de él. Tuvo aquella extraña y peculiar sensación de ardor en el vientre y el pubis. En un intento por aliviarla, regresó a su libro. Lo cual no fue de gran ayuda. La tibia y agradable sensación se hacía cada vez más fuerte.
Te has convertido en una desvergonzada y lasciva mujer, Verity Courtney susurró pudorosa, pero su pícara sonrisa desmentía el tono de Litocensura.
Mansur y Dorian sacaron quince cofres de oro de la sentina del Arcturus. Cuando los pesaron descubrieron que, tal como había dicho Verity, cada uno contenía el equivalente a cien mil rupias en piezas del precioso metal.
—Mi padre es un hombre prolijo y quisquilloso —explicó Verity—. Originariamente el oro le fue entregado por las tesorerías de Omán y Constantinopla en una gran variedad de monedas de diferentes fechas, imperios y denominaciones, en barras, en cuentas y cadenas de todo tipo. Mi padre hizo fundir todo para convertirlo en barras de diez libras de peso, con su propio escudo como sello y la pureza comprobada también inscrita allí.
—Esto constituye una enorme fortuna —murmuró Dorian, mientras los quince cofres eran bajados a la bodega del Revenge, donde estarían directamente a su cargo—. Mi hermano era un hombre rico.
—No te sientas triste por él —intervino Verity—. Sigue siendo un hombre rico. Esto es apenas una pequeña parte de su riqueza. Tiene mucho más que esto en las cajas fuertes del consulado en Bombay. Aquello está custodiado por mi hermano Chnistopher, quien lo valora incluso más que mi padre.
—Te doy mi palabra, Verity, de que aquello que no sea usado en la lucha para liberar a Muscat de la funesta esclavitud impuesta por Zayn será devuelto al tesoro de Muscat, de donde la mayor parte de esto fue robado. Será usado en beneficio de mi pueblo.
—Confío en tu palabra, tío, pero la verdad es que me repugna pues he sido parte de esa transacción llevada a cabo por un hombre que valora la riqueza más que al ser humano.
Una vez sacado el oro, el Arcturus fue remolcado hacia la playa y carenado. Luego el trabajo se realizó rápidamente, pues ya habían adquirido mucha experiencia con las reparaciones realizadas en el Revenge. Esta vez también contaban con la experiencia del capitán Cornish. Este amaba a su nave como si se tratara de una bella amante y su ayuda y consejo fueron generosos. Dorian fue confiando cada vez más en él, aunque técnica y jurídicamente era un prisionero de guerra.
A su manera áspera y bucólica el Rojo Cornish era un ardiente admirador de Verity. Aprovechó la primera oportunidad que tuvo de quedarse a solas con ella. Esto ocurrió mientras ella estaba sentada en las negras arenas de la playa, dibujando la escena de los marineros moviéndose alrededor del casco carenado del Arcturus. Los dibujos que formaban los cabos y cuerdas que se distribuían sobre el elegante casco le hacían pensar en una telaraña, y le atraía el contraste de las limpias y desbastadas maderas contra las negras y dentadas rocas.
—¿Puedo disponer de unos minutos de vuestro tiempo, mi señora Verity? —Cornish estaba de pie ante ella y se había quitado el sombrero de tres picos y lo apoyaba sobre el pecho. Ella levantó la vista del caballete y sonrió mientras dejaba a un costado sus pinceles.
—¡Capitán Cornish! Qué agradable sorpresa. Creí que os habíais olvidado de mí completamente.
Cornish adquirió un imposible color escarlata.
—He venido a pedir un favor.
—No tenéis más que pedir, capitán, y yo haré todo lo que pueda.
—Mi señora, en este momento estoy sin empleo, ya que mi nave ha sido capturada por el califa al-Salil, quien, tengo entendido, es inglés y está emparentado con vos.
—Es todo muy complicado, estoy de acuerdo, pero efectivamente Al-Salil es mi tío.
—El ha expresado la intención de enviarme de regreso a Bombay o a Muscat. He perdido el barco de vuestro padre, que estaba a cargo mío —Cornish continuó obstinadamente—, y, dicho sea con humildad, vuestro padre no es un hombre que perdone con facilidad. Me hará directamente responsable.
—En efecto, me temo que así será.
—No querría tener que explicarle a él la pérdida del barco. —Seguramente ello sería perjudicial para que vos continuéis con buena salud.
—Mi señora Verity, vos me conocéis desde que erais una niña. ¿Podríais encontrar algún motivo que sirva de recomendación ante vuestro tío, el Califa, para seguir trabajando como capitán del Arcturus? Creo que sabéis que, dadas las circunstancias, seré leal a mi nuevo patrón. Además, me producirá el más grande de los placeres pensar que nuestra larga amistad no habrá de terminar aquí.
Efectivamente, se conocían desde hacía muchos años. Cornish era un buen marino y un leal servidor. Ella también sentía un particular afecto por él ya que en muchas ocasiones se había mostrado como un firme, aunque discreto aliado. Cada vez que le había sido posible, la había protegido de la perversa maldad de su padre.
Veré qué se puede hacer, capitán Cornish.
—Sois muy amable —murmuró toscamente. Volvió a ponerse el tricornio y se despidió de ella para alejarse dando largas zancadas por la suelta arena dura.
Dorian no tuvo que pensar demasiado acerca de ese pedido. En cuanto el Arcturus estuvo listo y flotando cerca de la playa, Cornish retomó el mando de la nave. Sólo diez de sus marineros se negaron a seguirlo. Cuando la pequeña flotilla zarpó de la isla Sawda, se dirigió hacia el sudoeste entre las tibias y benignas aguas de la corriente de Mozambique la cual, en los vientos del Monzón, los llevó rápidamente hacia el sur, siguiendo la Costa de la Fiebre.
Algunas semanas más tarde le hicieron señas a un dhow comercial que se dirigía hacia el este. Cuando Dorian intercambió información con su capitán, éste le contó que estaba en una expedición comercial rumbo a los distantes puertos de Catay. Se mostró encantado de agregar a su propia tripulación a los diez marineros del Arcturus que se habían negado a seguir a su capitán. Dorian a su vez también estaba complacido al saber que tal vez pasarían años antes de que el informe de esos marineros se filtrara de Muscat al consulado inglés en Bombay.
Luego desplegaron todas las velas que el monzón permitía y se dirigieron al sur, a través del canal entre la larga isla de Madagascar y el continente africano. Lentamente, la salvaje e inexplorada costa se iba desplegando a la derecha, hasta que finalmente descubrieron el gran promontorio, la de lomo de ballena que custodiaba la bahía Natividad, para luego ingresar por la estrecha entrada.
Era mediodía, pero no había señales de presencia humana en el fuerte: no salía humo de las chimeneas, ni había ropa lavada flameando en los tendederos, así como tampoco se veían niños jugando en la playa. Dorian estaba preocupado por el bienestar de su familia. Hacía casi tres años que se habían separado y muchas cosas podían haber ocurrido en ese tiempo. Los enemigos no eran pocos, y en su ausencia el fuerte podría haber sido conquistado por seres humanos, por el hambre o por las enfermedades. Dorian disparó un cañón mientras se deslizaban hacia la playa y se sintió aliviado al ver una súbita explosión de actividad alrededor del fuerte. Una fila de cabezas se asomó sobre el parapeto, los grandes portalones se abrieron de par en par y una heterogénea multitud de sirvientes y niños salió corriendo. Dorian alzó su catalejo y lo apuntó hacia ellos. Su corazón saltó de alegría cuando vio la figura enorme, casi de oso, de su hermano Tom que salía dando zancadas en dirección al sendero que conducía a la playa, agitando el sombrero por encima de la cabeza. No había llegado al borde del agua cuando Sarah salió detrás de él, corriendo a través de la puerta. Cuando lo alcanzó, lo tomó del brazo. Sus felices gritos de bienvenida volaban sobre la superficie del agua y llegaban hasta los barcos mientras anclaban.
—Otra vez tenías razón —le dijo Verity a Mansur—. Si ésa es mi tía Sara, ya me gusta su imponente belleza.
—¿Podemos confiar en este hombre? —quiso saber Zayn al-Din, haciendo oír su aguda voz afeminada.
—Majestad, éste es uno de mis mejores capitanes. Garantizo su fidelidad con mi propia vida —replicó el muri Kadem Abubaker. Zayn le había concedido el título de muri, Gran Almirante, después de la toma de Muscat.
—Pues tal vez tengas que hacerlo. —Zayn se acarició la barba mientras estudiaba al hombre del que estaban hablando. Estaba postrado ante el trono, con la frente apoyada contra el suelo de piedra. Zayn hizo un gesto con su huesudo dedo índice.
Kadem tradujo de inmediato.
—Levanta tu cabeza para que el Califa vea tu cara —le dijo al capitán, el hombre se sentó sobre los talones. De todas maneras mantuvo los ojos bajos pues no se atrevía a mirar directamente a Zayn al-Din a los ojos.
Éste estudió su cara meticulosamente. El hombre era todavía suficientemente joven como para tener el vigor y los bríos de un guerrero, y a la vez suficientemente viejo como para haberlos controlado con la experiencia Y el buen juicio.
—¿Cómo te llamas? —Laleh, Majestad.
—Muy bien, Laleh —Zayn hizo un gesto con la cabeza—, oigamos tu informe.
—Habla —ordenó Kadem.
—Majestad, siguiendo las órdenes del muri Kadem, hace seis meses navegué hacia el sur, a lo largo del continente africano, hasta que llegué a la bahía conocida por los portugueses como Natividad. Fui enviado por el muri para confirmar si, tal como nuestros espías nos habían dicho, aquél era el escondite de al-Salil, el traidor y enemigo del Califa y del pueblo de Omán. En todo momento tuve extremo cuidado para que mi dhow no fuera visto desde la costa. Durante el día navegaba por debajo del horizonte. Sólo al caer la noche me aproximé a la entrada de la bahía. Si eso place a Vuestra Majestad. —Laleh se posternó otra vez con la frente apoyada en el suelo.
Los hombres sentados sobre almohadones frente al trono escuchaban atentamente. Sir Guy Courtney estaba cerca del Califa. A pesar de la pérdida de su nave, y de la enorme fortuna en oro que ella contenía, su poder e influencia no se habían visto afectados. Seguía siendo el emisario elegido por la Compañía Inglesa de las Indias Orientales y por el rey Jorge de Inglaterra.
Sir Guy había encontrado a un nuevo intérprete para reemplazar a Verity, un escriba empleado desde hacía mucho en el cuartel general en Bombay de la Compañía. Era un tipo larguirucho y medio calvo, con la piel picada de viruela, que se llamaba Peter Peters. Aunque su conocimiento de una media docena de idiomas era excelente, sir Guy no podía confiar en él como había confiado en su hija.
En un nivel inferior estaba sentado el pachá Herminius Koots. Él también había sido ascendido después de recuperar la ciudad de manos de alSalil. Koots se había convertido al islam pues sabía muy bien que sin Alá y su Profeta, jamás podría haber sido acogido por el favor del Califa. En ese momento era el comandante supremo del ejército de su amo. Los tres, Kadem, Koots y sir Guy, tenían urgentes razones políticas y personales para estar presentes en ese consejo de guerra.
Zayn al-Din hizo un gesto de impaciencia y el muri Kadem apremió al capitán Laleh con el dedo de su pie.
—Continúa, en nombre del Califa.
—Que Alá siempre le sonría, y lo llene de buena fortuna —recitó Laleh, y se sentó otra vez—. Durante la noche bajé a tierra y me escondí en un lugar secreto en el acantilado, arriba de la bahía. Hice que mi barco se alejara para que no fuera visto por los seguidores de al-Salil. Desde ese lugar pude observar el refugio fortificado del enemigo, si eso place a Vuestra majestad.
—¡Continúa! —Esta vez Kadem no esperó que el Califa dijera nada y dio un puntapié en las costillas a Laleh.
Éste abrió sobresaltado la boca y continuó.
—Vi tres barcos anclados en la bahía. Uno de ellos era la alta nave robada al efendi inglés. —Laleh volvió la cabeza para señalar al cónsul, y sir Guy frunció el ceño, con gesto sombrío, al recordar su pérdida—. Las otras naves eran aquellas en las que al-Salil huyó después de su derrota a manos del ilustre califa Zayn al-Din, bienamado del Profeta. —Laleh se postró otra vez y esta vez Kadem le propinó un fuerte golpe con su sandalia claveteada.
Laleh se enderezó súbitamente y su voz se convirtió en un jadeo debido al dolor en las costillas golpeadas.
—Hacia el atardecer vi un pequeño barco pesquero que abandonaba el lugar y anclaba en el arrecife fuera de la boca de la bahía. Cuando la oscuridad cayó, los tres hombres de ese bote comenzaron a pescar con faroles encendidos. Cuando regresé a mi dhow envié a un grupo de mis marineros a capturarlos. Uno de aquellos hombres murió al resistirse, pero los otros dos fueron capturados. Remolqué al pesquero unas cuantas leguas lejos de la costa antes de llenarlo con piedras de lastre y echarlo a pique. Lo ice así para que al-Salil creyera que había sido tragado por el mar durante la noche y los hombres se habían ahogado.
—¿Dónde están los prisioneros? —quiso saber Zayn al-Din—. Tráiganles ante mí.
El muri Kadem golpeó las manos y ambos prisioneros fueron introducidos por los guardias. Estaban vestidos sólo con mugrientos taparrabos y sus enflaquecidos cuerpos tenían las marcas de duros golpes. Uno de ellos había perdido un ojo. El hueco negro y en carne viva estaba descubierto, salvo por el azul metálico de las moscas que revoloteaban sobre él. Ambos arrastraban los pies bajo el peso de los grilletes de hierro que los encadenaban.
Los guardias los arrojaron al suelo sobre las losas al pie del trono.
—Inclinaos ante el favorito del Profeta, el gobernante de Omán y de todas las islas del océano Índico, el califa Zayn al-Din. —Los prisioneros se retorcieron y gimieron pronunciando palabras de fidelidad y cumplimiento del deber.
—Majestad, éstos son los hombres que capturé —dijo Laleh—. Lamentablemente el tuerto bribón ha perdido la razón, pero el otro, que se llama Omar, está hecho de material más duro y podrá responder a cualquier pregunta que vos dispongáis que se le haga. —Laleh desenganchó de su cinturón un largo látigo de cuero de hipopótamo y lo desenrolló. Apenas sacó el látigo, el prisionero loco comenzó a balbucear y a babearse aterrorizado.
—Sé que ambos hombres eran marineros a bordo de la nave comandada por al-Salil. Estuvieron a su servicio durante muchos años y conocen mucho de los asuntos de ese traidor.
—¿Dónde está al-Salil? —preguntó Zayn al-Din. Laleh hizo chasquear el látigo y al tuerto idiota el terror lo hizo defecar sobre sus propias piernas. Zayn volvió la cara con desagrado y ordenó a los guardias—: Lleváoslo y matadlo. —Sin detener sus chillidos, lo retiraron de la sala del trono y el Califa volcó toda su atención a Omar, a quien le repitió la pregunta—: ¿Dónde está al-Salil?
—Majestad, la última vez que lo vi estaba en la bahía Natividad, en el fuerte que ellos llaman Auspicioso. Con él estaba su hijo, su hermano mayor y sus mujeres.
—¿Cuáles son sus intenciones? ¿Cuánto tiempo permanecerán allí? —Majestad, yo soy sólo un humilde marinero. Al-Salil no habla de esas cosas conmigo.
—¿Estuviste con al-Salil cuando la nave llamada Arcturus fue capturada? ¿Viste los cofres de oro que formaban parte de su cargamento?
—Majestad, estuve con al-Salil cuando llevé arteramente al Arcturus hacia las rocas conocidas como el Engañador. Yo fui uno de los que sacaron los cofres de oro de la bodega para trasladarlos a bordo del Revenge.
—¿El Revenge? —preguntó Zayn.
Omar explicó rápidamente.
—Así se llama la nave capitana de al-Salil.
—¿Dónde están ahora esos cofres con oro?
—Majestad, esos cofres fueron llevados de inmediato a tierra apenas los barcos anclaron en la bahía Natividad. Otra vez yo estuve entre quienes los descargaron. Los pusimos en un cuarto fortificado debajo de los cimientos del fuerte.
—¿Cuántos hombres hay con al-Salil? ¿Cuántos de ellos son combatientes entrenados para el uso de la espada y el mosquete? ¿Cuántos cañones tiene al-Salil? ¿Son sólo esos tres barcos de los que has hablado o el traidor cuenta con otros? —Con su vocecita chillona, Zayn interrogó a Omar pacientemente, con frecuencia repitiendo las preguntas. Cuando Omar tartamudeaba o vacilaba, Laleh dejaba caer el látigo que se retorcía para luego resonar sobre sus costillas. Cuando Zayn volvió a sentarse e hizo gestos de satisfacción con la cabeza, la sangre goteaba de las heridas recién abiertas que se entrecruzaban en la espalda del marinero.
Zayn trasladó su atención desde el prisionero hacia los hombres sentados en almohadones de seda en un nivel más bajo del trono. Estudió sus rostros y una astuta sonrisa crispó sus labios. Parecían un círculo de hienas observando a un enorme león de melena negra mientras come, a la espera de que sacie su hambre para correr a recoger los restos.
—Puede ser que tal vez yo haya olvidado hacerle a este infeliz algunas preguntas cuyas respuestas podrían ser importantes para nuestras deliberaciones. —Transformó esa declaración en pregunta y miró a sir Guy.
Peters tradujo y sir Guy hizo una ligera reverencia antes de responder.
—Las preguntas de Vuestra Majestad han demostrado su profunda capacidad de percepción y comprensión. Sin embargo hay algunos pequeños temas de inteligencia, asuntos personales, de los cuales esta despreciable criatura podría llegar a tener algún conocimiento. ¿Con vuestra graciosa autorización? —Hizo una nueva reverencia.
Zayn hizo un gesto con la mano indicándole que continuara. Peters se volvió a Omar y le hizo la primera pregunta. Fue una tarea laboriosa, pero lentamente sir Guy extrajo de él todos los detalles del tesoro y del cuarto fortificado donde estaba guardado. Finalmente estuvo seguro de que todo el oro perdido estaba en Fuerte Auspicioso y que nada había sido escondido en algún otro lugar. Lo único que entonces lo preocupaba, era cómo recuperar el tesoro sin tener que entregar sumas exageradas a sus aliados quienes estaban sentados junto a él, ante el trono de Zayn al-Din. Encontraría solución a ese problema más adelante. Por el momento lo dejó de lado, para preguntar a Omar minuciosamente acerca de la identidad de cada uno de los efendis dentro de las murallas de Fuerte Auspicioso. Con la pronunciación de Omar, esos nombres eran apenas inteligibles, pero pudo entender lo suficiente como para estar seguro de que Tom y Sarah Courtney estaban con Dorian y Mansur.
Los años habían hecho poco para disminuir el amargo odio que sentía por su hermano mellizo. Recordaba vívidamente la adoración de adolescente que él había sentido por Caroline, y su desolación cuando vio a Tom haciendo el amor con ella a medianoche, en el pañol de la pólvora del viejo Seraphín. Por supuesto, al final él se había casado con ella, pero llegaba a sus manos como las sobras de Tom, y con el bastardo de su hermano en el vientre. Había tratado de eliminar su odio por Tom con los sutiles tormentos a los que había sometido a Caroline a lo largo de los años de matrimonio Y aunque el tiempo había quitado el ardor de ese sentimiento, el odio persistía, duro y frío como la obsidiana de un volcán extinguido.
Luego sus preguntas apuntaron a Mansur Courtney y Verity. Ella era el otro gran amor de su vida, pero era un amor retorcido, oscuro. Deseaba poseerla de todos los modos posibles, incluso de aquellos que iban más allá de la ley y la naturaleza. Su voz y su belleza mitigaban un profundo apetito del alma. Pero jamás había conocido arrobamiento semejante al que sentía cuando hacía chasquear el látigo sobre la carne dulce y suave de ella para ver crecer en su perfecta piel los cardenales morados. Su amor por ella había sido feroz y absorbente. Mansur Courtney le había quitado el máximo objeto de su deseo.
—¿Qué me puedes decir de la mujer ferengi que fue capturada por al-Salil durante la batalla con mi barco? —La voz de sir Guy tembló debido al dolor que la pregunta le producía.
—¿Acaso el efendi se refiere a su propia hija? —preguntó Omar, con inocencia casi infantil. Sir Guy no logró articular una respuesta, pero hizo un abrupto gesto de afirmación—. Se ha convertido en la mujer del hijo de al-Salil, Mansur —explicó—. Comparten el dormitorio y pasan juntos mucho tiempo, riéndose y hablando entre ellos. —Vaciló antes de atreverse a relatar un asunto tan poco delicado, pero luego continuó—: La trata como a una igual, aunque sea una mujer. Le permite que camine delante de él y que lo interrumpa cuando él está hablando, además él la acaricia y la abraza a la vista de todos. Aunque él es musulmán, se comporta como un infiel.
El estómago de sir Guy se retorció por el ácido del ultraje y la furia.
Pensó en el cuerpo de Verity, tan pálido y perfecto. Perdió el control sobre su imaginación. Le fue imposible cerrar su mente a las vívidas imágenes que lo asaltaban, los sucios y obscenos actos que Verity y Mansur realizaban juntos. Tembló disgustado y con una perversa excitación que atenazaba dolorosamente su entrepierna. "Cuando la capture la azotaré hasta que la blanca piel cuelgue en tiras de su cuerpo"; se prometió. "En cuanto al cerdo que la ha pervertido, lo haré pedir a gritos la misericordia de la muerte".
Las imágenes que lo asaltaban eran tan vívidas que temió que los hombres que lo rodeaban pudieran sentirlas con tanta fuerza como las sentía él. No podía tolerar más.
—He terminado con este pedazo de excremento, Majestad. —Se frotó las manos en el bol de agua tibia perfumada con pétalos de flores que tenía a su lado, como si quisiera liberarse de tan repulsivo contacto.
Zayn al-Din miró al pachá Koots.
—¿Hay algo que te interese preguntarle al prisionero?
—Si Vuestra Graciosa Majestad lo permite. —Hizo una reverencia. En un primer momento las preguntas que tenía para hacerle a Omar eran las que podían preocupar a un soldado. Quiso saber cuántos marineros habían estado a bordo de las tres naves y cuántos había en el fuerte. Preguntó también el grado de lealtad de éstos y el estado de preparación para la lucha. Lo interrogó acerca del armamento, de la ubicación de los cañones así como los de campaña que habían capturado de las bodegas del Arcturus; también acerca de la cantidad de pólvora y de mosquetes que tenía al-Salil en su polvorín.
Luego sus preguntas fueron diferentes.
—Al que tú llamas Klebe, el Halcón, y cuyo nombre ferengi es Tom, ¿dices que lo conoces?
—Sí, lo conozco muy bien —replicó Omar.
—Él tiene un hijo.
—También a él lo conozco. Lo llamamos Somoya, pues es como una tormenta de viento —explicó el prisionero.
—¿Dónde está? —inquirió Koots. Su expresión era pétrea, aunque detrás de aquella máscara su furia ardía fulgurante.
—Se dice en el fuerte que partió a un viaje al interior del país.
—¿En busca de marfil? —quiso saber Koots.
—Dicen que Somoya es un gran cazador. Tiene una gran cantidad de marfil acumulada en el fuerte.
—¿Has visto ese depósito con tus propios ojos?
—He visto los cinco espaciosos depósitos del fuerte llenos hasta el techo, tan abundante es el marfil.
Koots asintió con un gesto de satisfacción.
—Eso es todo lo que quiero saber en este momento, pero habrá muchas preguntas más tarde.
Kadem hizo una reverencia a su tío.
—Majestad, solicito que este prisionero sea puesto a mi cargo y bajo mi custodia personal.
—Lleváoslo. Asegúrate de que no muera, por lo menos no por ahora.
Solo hasta que deje de sernos útil.
Los guardias alzaron a Omar para ponerlo de pie y lo arrastraron hasta atravesar las enormes puertas de bronce. Zayn al-Din miró a Laleh, quien se había alejado subrepticiamente tratando de desaparecer entre las sombras en la parte de atrás del salón del trono.
—Has hecho un buen trabajo. Ahora ve y prepara tu barco para zarpar. Necesitaré tus servicios como guía para llevar nuestra flota hasta la bahía Natividad.
Laleh se retiró caminando hacia atrás, haciendo reverencias y dando muestras de obediencia con cada paso que lo acercaba a la puerta.
Cuando los guardias y los demás hombres de menor rango se hubieron retirado, el silencio dominó al consejo. Los tres esperaban que Zayn pronunciara las siguientes palabras. Éste parecía estar hundido en una profunda ensoñación, como la de un fumador de hachís. Pero finalmente se despertó y miró a Kadem ibn Abubaker.
—Tú estás obligado por un juramento de sangre a vengar la muerte de tu padre causada por al-Salil.
Kadem hizo una profunda reverencia.
—Ese juramento es para mí más importante que mi propia vida.
—Tu alma ha sido profanada por el hermano de al-Salil, Tom Courtney. Te envolvió en la piel de un cerdo y amenazó con enterrarte vivo con uno de esos obscenos animales en la misma tumba.
Kadem apretó los dientes al recordarlo. No lograba admitir que había sido manchado y humillado. Cayó de rodillas.
—Te imploro, oh, mi Califa y hermano de mi padre, que me permitas buscar satisfacción a esas terribles ofensas perpetradas en mi contra por esos diabólicos hermanos.
Zayn, pensativo, hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza y se dirigió a sir Guy.
—Cónsul general, vuestra hija ha sido secuestrada por el hijo de Al-Salil. Vuestra espléndida nave os ha sido robada por esos piratas y con él el gran cargamento de oro.
—Todo eso es verdad, Majestad.
El Califa se dirigió finalmente al pachá Herminius Koots.
—Tú has sufrido la humillación y tu honor ha sido mancillado por esa familia.
—En efecto, he sufrido todas esas calamidades.
—En cuanto a mí, la lista de agravios que he recibido de al-Salil se remonta a mi infancia —continuó Zayn al-Din—. Es demasiado larga como para recitarla aquí, y además me resulta muy doloroso hacerlo. Tenemos un objetivo común, y ése es la eliminación de aquel nido de reptiles venenosos y comedores de cerdo. Sabemos que han acumulado una considerable cantidad de marfil y de oro. Que sea ése el único condimento que estimule nuestra sed de venganza. —Hizo una nueva pausa y miró uno por uno a sus generales—. ¿Cuánto tiempo se necesita para diseñar un plan de batalla? —les preguntó.
—Poderoso Califa, ante quien todos los enemigos son reducidos a polvo y cenizas, el pachá Koots y yo no dormiremos ni comeremos hasta que podamos trazar el plan de batalla para tu aprobación —prometió Kadem. Zayn sonrió.
—No aceptaría nada menos de ti. Nos reuniremos aquí mañana después de las oraciones del atardecer para conocer el plan.
—Estaremos listos para ti a esa hora —le aseguró Kadem.
El consejo de guerra continuó a la luz de quinientas lámparas, cuyas mechas flotaban en aceites perfumados para ahuyentar las nubes de mosquitos que, apenas el sol tocaba el horizonte, se alzaban de los pantanos y sumideros fuera de las murallas de la ciudad.
Peter Peters se ubicó en el lugar acostumbrado, detrás de sir Guy Courtney, mientras se abrían paso a través del laberinto de pasillos hacia el harén real, en la parte de atrás del enorme y extenso palacio. Las paredes olían a podrido, a hongos y a doscientos años de descuido. Las ratas escapaban por delante de los guardias con antorchas que escoltaban al Califa hasta su dormitorio, y los pasos de esa custodia personal retumbaban huecamente como ecos que recorrían las cúpulas y los cavernosos recesos de las paredes.
El Califa mantenía un monólogo con su aguda voz, y Peters traducía sus palabras casi en el mismo momento en que salían de su boca. Cuando el Califa hacía una pausa, Peters traducía la respuesta de sir Guy con la misma velocidad. Finalmente llegaron a las puertas del harén donde un grupo de eunucos armados esperaban para hacerse cargo de los deberes de la escolta, ya que ningún hombre completo, salvo el Califa, podía pasar más allá de ese punto.
El aroma del incienso llegaba flotando desde atrás de las particiones de marfil y se mezclaba con los perfumes de lujuriosa y joven feminidad. Al escuchar con atención, Peters imaginó que oía el susurro de pequeños pies desnudos sobre las losas del suelo y el ruido de risitas femeninas infantiles resonando como pequeñas campanitas de oro. Su fatiga se disipó cuando las garras felinas de la lujuria se apoderaron de su masculinidad. El Califa odia irse a sus placeres y Peters no lo envidiaba. Esa noche el visir del palacio le había prometido algo especial.
—Es una hija de los saar, la más feroz de todas las tribus de Omán. Aunque sólo ha conocido quince primaveras, es una muchacha particularmente dotada. Es una criatura del desierto, una gacela con pechos pubescentes y largas piernas delgadas. Tiene el rostro de una niña y los movimientos de una cortesana. Se deleita con los trucos y las maravillas del amor. Abrirá para ti sus tres pasajes al goce. —El visir rió tontamente. Era parte de sus tareas conocer hasta el último de los detalles personales de cada habitante del palacio. Él conocía muy bien en qué dirección iban los gustos de Peters—. Aun por el prohibido pasaje inferior ella te recibirá gozosa. Te tratará como el gran señor que de verdad eres, efendi. —Sabía que a aquel insignificante y pequeño escriba le encantaba ser tratado con ese título.
Cuando finalmente sir Guy lo dejó ir, Peters se dirigió rápidamente a sus habitaciones. En Bombay vivía en tres pequeñas habitaciones infestadas de cucarachas detrás del conjunto de edificios de la Compañía.
La única compañía femenina que podía permitirse con su miserable salario era la que proporcionaban las mujeres de la noche vestidas con sus saris baratos y chillones y ajorcas de bronce, con los labios y las encías manchadas de rojo sangre como heridas de espada gracias a las nueces de betel, oliendo a cardamomo, ajo, curry y el olor de sus propios genitales sin lavar.
Pero allí, en el palacio de Muscat, era tratado con honores. Los hombres lo llamaban efendi. Tenía dos esclavas para su servicio doméstico que estaban allí para satisfacer sus más mínimos caprichos. Sus habitaciones eran suntuosas, y las muchachas que el visir le enviaba para que le hicieran compañía eran jóvenes, dulces y complacientes. Siempre había disponible una nueva en cuanto él se cansaba de la anterior.
Al llegar a sus aposentos Peters sintió que el frío de la decepción le corría por la espalda: la habitación estaba vacía. Pero luego percibió el olor de ella, como el perfume de un huerto de cítricos en flor. Él estaba en el centro de la habitación y buscó con la mirada, esperando que ella se mostrara. Durante un momento nada se movió y no se oyó sonido alguno aparte del susurro de las hojas del árbol de tamarindo que estaba en la terraza por debajo de los balcones. Delicadamente, Peters recitó una estrofa del poeta persa:
—"Su pecho brilla como los campos de nieve del monte Tabora, sus nalgas son brillantes y redondas como lunas nacientes. El oscuro ojo que anida entre ellas mira implacable hacia las profundidades de mi alma".
Las cortinas que ocultaban el balcón se movieron y la muchacha dejó escapar una risita divertida. Era un sonido infantil, y él supo incluso antes de poner su mirada sobre ella que el visir no había exagerado su edad. Cuando salió de atrás de los cortinados, la luz de la luna atravesó la delicada tela de su túnica y destacó la silueta de su cuerpo, semejante a un gallardete movido por el viento. Se acercó y se frotó contra él como si fuera una gata. Cuando él acarició su pequeño y redondo trasero por encima de la delicada tela, ella ronroneó.
—¿Cómo te llamas, mi bella niña?
—Me llamo Nazeen, efendi. —El visir le había dado precisas instrucciones en cuanto a los gustos especiales de Peters y sus habilidades sobrepasaban en mucho lo que podía esperarse de una niña de tan tierna edad. Muchas veces durante el resto de aquella larga noche ella lo hizo gritar y balar como un ternero destetado.
Al amanecer Nazeen se acurrucó sobre las piernas de él, sentado en el Centro del colchón de plumón de ganso. Eligió uno de los nísperos maduros que había en una fuente de plata junto a la cama y lo partió en dos con sus pequeños y blancos dientes. Escupió la brillante semilla color marrón y puso el resto de la dulce fruta entre los labios de Peters.
—Me hiciste esperar demasiado anoche antes de venir a mí. Pensé que mi corazón iba a romperse —protestó ella.
—Estuve con el Califa y sus generales hasta pasada la medianoche. No podía él resistirse a la necesidad de impresionarla.
—¿El Califa en persona? —Lo miró asombrada. Sus ojos eran enormes y oscuros—. ¿Te dirigió la palabra?
—Por supuesto.
—Debes de ser un gran señor en tu propio país. ¿Qué quería de ti el Califa?
—Quería conocer mi opinión y consejo en asuntos sumamente secretos de máxima importancia. —Ella se retorció entre las piernas desnudas de él y soltó una risita divertida cuando sintió que él se endurecía e hinchaba debajo de ella. Se puso de rodillas y colocó ambas manos atrás. Abrió sus hermosas nalgas morenas y luego volvió a hundirse entre las piernas de él.
—Adoro los secretos —susurró la muchacha, y metió su lengua rosada muy adentro de la oreja de él.
Nazeen pasó cinco noches más con Peters, y cuando no estaban haciendo otras cosas, hablaron mucho, o más precisamente, Peters hablaba y la muchacha escuchaba.
A la quinta mañana cuando el visir fue a buscarla, mientras todavía estaba oscuro, le aseguró a Peters:
—Volverá a ti esta noche —y se la llevó de la mano hacia una puerta lateral del palacio, donde un anciano de la tribu saar esperaba, arrodillado pacientemente junto a un igualmente viejo camello. El visir envolvió a Nazeen en un chal de pelo de camello oscuro y la subió a la destartalada montura.
Las puertas de la ciudad se abrían al salir el sol y de inmediato se produjo el habitual ir y venir de la gente del desierto que llegaba para vender sus productos, y de aquellos que se iban hacia el vasto desierto: peregrinos pequeños funcionarios, comerciantes y viajeros. Entre los que salían, iba también el viejo camello con sus dos jinetes. Nada en ellos podía provocar interés o envidia. Nazeen parecía el nieto del anciano. No era posible dilucidar el sexo de la criatura bajo las amplias túnicas que la cubrían de pies a cabeza. Se alejaron trotando por entre los huertos de palmeras y ninguno de los guardias en las puertas de la ciudad se molestó en prestarles atención cuando pasaron por allí.
Un poco antes del mediodía los viajeros descubrieron a un pastor de cabras en cuclillas sobre un risco de las desiertas colinas. Su rebaño, de una docena de animales manchados, estaba desparramado entre las rocas debajo de él, mordisqueando las ramitas secas de los arbustos de barrilla. El pastor de cabras estaba tocando una breve melodía triste en su caramillo. El viejo jinete detuvo al camello, lo azuzó con la varilla en el cogote hasta que el animal siseó, lanzó un bramido de protesta y se arrodilló sobre la arena. Nazeen se deslizó de la montura y corrió ligeramente hacia el rocoso risco, dejando caer sobre la espalda la capucha de su capa mientras se acercaba al pastor de cabras.
La niña se postró ante él y le besó el ruedo de la túnica.
—Poderoso jeque bin-Shibam, padre de toda mi tribu, que Alá endulce cada día de tu vida con el perfume de la flor del jazmín.
—¡Nazeen! Siéntate, niña. Aun aquí en el desierto puede haber ojos observándonos.
—Mi señor, tengo mucho para contarte —parloteó Nazeen. Sus oscuros ojos brillaban por el entusiasmo—. Zayn va a enviar no menos de quince dhows de guerra.
—Respira hondo, Nazeen, luego habla lentamente sin olvidar nada, ni siquiera una palabra de lo que el ferengi Peters te ha dicho.
A medida que ella hablaba, el rostro de bin-Shibam se oscureció por la preocupación. La pequeña Nazeen tenía una memoria extraordinaria y había aprendido a extraer hasta el más mínimo detalle de Peters. En ese momento ella podía repetir sin esfuerzo el número de hombres y los nombres de los capitanes de los dhows cuyas naves los transportarían hacia el sur.
Le dio la fecha exacta y el nivel de la marea en que la flota tenía dispuesto zarpar, así como la fecha en que esperaban llegar a la bahía Natividad. Cuando terminó, el sol estaba a mitad de su camino descendente en el cielo. Pero bin-Shibam tenía una última pregunta para hacerle.
—Dime, Nazeen, ¿ha anunciado Zayn al-Din el nombre de quien comandará la expedición? ¿Será Kadem ibn Abubaker o el ferengi Koots?
—Gran jeque, será Kadem ibn Abubaker quien comandará las naves, y el ferengi Koots estará al frente de los guerreros que vayan a tierra. Pero Zayn al-Din en persona irá con la flota y asumirá el comando supremo.
—¿Estás segura, niña? —insistió. Parecía un gran golpe de buena suerte.
—Muy segura. Él se lo dijo a su consejo de guerra y éstas son las palabras exactas que me repitió Peters: "Mi trono jamás estará seguro mientras al-Salil viva. Quiero estar allí el día de su muerte para lavar mis manos en la sangre de su corazón. Sólo entonces creeré que está muerto"~.
—Tal como me dijo tu madre, Nazeen, vales tanto como una docena de guerreros en la lucha contra el tirano.
Nazeen sacudió la cabeza tímidamente.
—¿Cómo está mi madre, gran jeque?
—Está muy bien cuidada, tal como prometí. Me pidió que te dijera lo mucho que te ama y lo orgullosa que está de ti por lo que estás haciendo.
Los oscuros ojos de Nazeen brillaron de alegría.
—Dile a mi madre que rezo por ella todos los días. —La madre de Nazeen era ciega pues las moscas habían puesto sus huevos debajo de los párpados de la mujer y las larvas se metieron en el globo de sus ojos. Sin Nazeen, habría sido abandonada hacía mucho tiempo, pues la vida en el desierto es muy dura. En ese momento, sin embargo, vivía bajo la protección personal del jeque bin-Shibam.
El jeque observó a la muchacha cuando regresaba colina abajo para montar detrás del camellero. Partieron nuevamente en dirección a la ciudad. Cuando todo terminara, cuando al-Salil estuviera una vez más sentado en el Trono del Elefante, encontraría un buen marido para ella. Si eso era lo que ella deseaba.
Bin-Shibam sonrió y sacudió la cabeza. Tenía la sensación de que ella era una de esas mujeres nacidas con un talento y un apetito naturales por vocación. Muy en el fondo de sí, él sabía que ella nunca abandonaría las emociones de la vida en la ciudad por la austera y ordenada vida de la tribu. No era una mujer que se sometiera fácilmente al dominio de un marido.
—Esta pequeña podría ocuparse de cien hombres. Tal vez lo mejor que podría hacer por ella es sencillamente hacerme cargo de su madre ciega, dejando que ella se labre su propio destino. Vete en paz, pequeña Nazeen, y sé feliz —susurró mientras veía la distante silueta del camello que desaparecía en la bruma rojiza del día que se terminaba. Luego silbó y después de un momento el verdadero pastor de ovejas salió de su escondite en las rocas. Se arrodilló ante bin-Shibam y besó sus pies calzados con sandalias. Bin-Shibam se quitó la gastada túnica y se la devolvió.
—Nada has visto y nada has oído —le dijo.
—Soy sordo, ciego y mudo —aceptó el pastor de cabras. Bin-Shibam le dio una moneda y el hombre sollozó agradecido.
Bin-Shibam cruzó el risco y descendió hasta donde había dejado su propio camello con las rodillas atadas. Montó, volvió la cabeza hacia el sur y cabalgó durante la noche y el día siguiente sin pausa. Comió un puñado de dátiles y bebió del saco de cuero que colgaba detrás de su montura la espesa leche de camello cuajada. Y también oró durante la marcha.
Al atardecer pudo percibir el olor salado del mar. Todavía sin detenerse siguió toda la noche. Al amanecer, el océano se extendía ante él como un bonito escudo de plata. Desde las colinas vio la veloz falúa anclada frente a la playa. El capitán, Tasuz, era un hombre que había demostrado su valor muchas veces. Envió un bote pequeño hacia la costa para conducir a bordo a bin-Shibam.
El jeque había llevado consigo los elementos para escribir. Se sentó con las piernas cruzadas en la cubierta con un rollo ante sí y escribió todo lo que Nazeen había podido contarle. Terminaba con las siguientes palabras: "Majestad, que Dios os conceda la victoria y la gloria. Esperaré con todas las tribus para daros la bienvenida cuando regreséis a nosotros". Cuando hubo terminado, el día se acercaba también a su fin. Le entregó el rollo a Tasuz.
—Entrega esto sólo en las manos del califa al-Salil. Darás tu vida antes que entregar este rollo a otra persona —ordenó. Tasuz no sabía ni leer ni escribir, de modo que el informe estaba en buenas manos. Ya le habían sido dadas las precisas instrucciones para navegar hasta la bahía Natividad. Como muchos analfabetos, tenía una memoria infalible. No olvidaba un solo detalle.
—Ve con Dios, y que Él llene tus velas con su sagrado soplo —Bin-Shibam se despidió de él.
—Que Dios esté contigo y los ángeles extiendan sus alas sobre ti, gran jeque —replicó Tasuz.
Ciento tres días más tarde Tasuz pudo distinguir el alto farallón en forma de lomo de ballena que sus instrucciones de navegación describían, y mientras maniobraba para entrar en la laguna reconoció los tres altos barcos que había visto por última vez anclados en el puerto de Muscat.
Toda la familia Courtney se había reunido en el refectorio, la sala central en el edificio principal de Fuerte Auspicioso, donde pasaba buena parte del tiempo que tenía libre. A Sarah le había llevado cuatro años hacer que el lugar adquiriera aquel clima de hogareña calidez. El piso y todos los muebles habían sido cariñosamente elaborados por los carpinteros, con maderas autóctonas, stinkwood, tambootie y blackwood, de magnífica veta y lustrados con cera de abejas hasta adquirir un cálido lustre. Las mujeres habían bordado los almohadones y los habían rellenado con la más sedosa fibra del algodón silvestre. Las paredes estaban decoradas con pinturas enmarcadas, la mayor parte de ellas realizadas por Sarah y Louisa, aunque Verity, durante su corta estancia en el fuerte, había contribuido bastante al enriquecimiento de aquella pinacoteca. El clavicordio de Sarah ocupaba un lugar de honor sobre la pared principal, y desde que Dorian y Mansur habían regresado, el coro familiar estaba en plena actividad una vez más. Aquella noche no había cantos. Estaban preocupados por asuntos mucho más abrumadores. Sentados en un profundo silencio escuchaban la traducción al inglés que Verity hacía del largo y detallado informe de bin-Shibam allá en el norte, que Tasuz les había traído. Sólo un miembro de la familia no se sentía demasiado atraído por semejante lectura.
George Courtney tenía ya casi tres años, y era un niño movedizo y conversador, que no albergaba duda alguna acerca de sus necesidades y deseos, no tenía temor alguno de hacerlos conocer con claridad. Caminaba alrededor de la mesa con sus nalgas regordetas al aire debajo de la túnica como única vestimenta. Por delante, su pene sin circuncidar se meneaba como un pequeño gusano blanco. Estaba acostumbrado a acaparar la atención de todo el mundo, desde el más joven de los sirvientes negros hasta aquel ser casi divino que era el abuelo Tom.
—¡Verity! —Tironeó imperiosamente las faldas de Verity. Todavía tenía dificultades en la pronunciación de su nombre—. ¡Háblame a mi también!
Verity vaciló. George no era fácil de calmar. Interrumpió la lectura de aquellas listas de hombres, naves y armas, y miró hacia abajo, al niño. Éste tenía el pelo dorado de la madre y los ojos verdes del padre. Su aspecto era tan angelical que le conmovió el corazón y despertó en ella instintos tan profundamente instalados que no hacía mucho se había dado cuenta de que los tenía.
—Más tarde te contaré un cuento —le ofreció.
—¡No! ¡Ahora! —replicó George.
—No seas molesto —intervino Jim.
—George, mi bebé, venga con su mamá —dijo Louisa.
El niño ignoró a sus padres.
—¡Ahora, Verity, ahora! —insistió, con su voz cada vez más fuerte. Sarah metió la mano en un bolsillo de su delantal y sacó un trozo de torta dulce y seca. Se lo mostró por debajo de la mesa. Por un momento, George perdió todo interés en Verity, se puso en cuatro patas y corrió gateando a toda velocidad por entre los pies de todos para apoderarse del soborno que le ofrecía la mano de la abuela.
—Siempre has manejado maravillosamente a los niños, Sarah Courtney. —Tom le sonrió—. Siempre malcriándolos, ¿no es cierto?
—Adquirí esa habilidad tratando contigo —respondió ella acremente—. Tú eres el bebé más grande de todos.
—¿Pueden dejar de reñir por un momento? Son mucho peor que George —intervino Dorian—. Hay un imperio en juego, nuestras vidas corren peligro y ambos siguen jugando a los abuelos embobados.
Verity levantó la voz y retomó la lectura donde la había dejado y todos se pusieron serios otra vez. Finalmente leyó el saludo final de bin-Shibam.
Califa:
"Majestad, que Dios os conceda la victoria y la gloria. Esperaré con las tribus para daros la bienvenida cuando regreséis a nosotros."
Tom rompió el silencio.
—¿Podemos confiar en este tipo? ¿Cómo es que sabe tanto?
—Sí, hermano, podemos confiar en él —replicó Dorian—. No sé cómo consiguió esta información, sólo sé que si bin-Shibam lo dice, entonces debe de ser verdad.
—En ese caso, no podemos permanecer aquí para ser atacados por una todopoderosa flota de dhows de guerra llenos de soldados omaníes endurecidos en combate. Tendremos que irnos a otra parte.
—Ni lo pienses, Tom Courtney —reaccionó Sarah—. He pasado toda mi vida de casada yendo de un lado a otro. Éste es mi hogar, y este individuo Zayn al-Din no me va a sacar de acá. Yo me quedo.
—Mujer, ¿es que no vas a escuchar razones ni siquiera una vez en tu vida?
—Detesto tener que tomar partido con semejante furor doméstico —Dorian se sacó la pipa de la boca y les sonrió afectuosamente—, pero Sarah tiene razón. Jamás podremos correr lo suficiente como para escapar de la ira de Zayn y de los hombres que lo acompañan. Su enemistad abarcará océanos y continentes.
Tom frunció el ceño sombríamente y tironeó una de sus grandes orejas. Luego suspiró.
—Tal vez tengas razón, Dorry. El odio que profesan por esta familia se remonta a mucho tiempo atrás. Tarde o temprano deberemos detenernos y enfrentarlos.
—Jamás volveremos a tener una oportunidad como ésta que se nos presenta ahora —continuó Dorian—. Bin-Shibam nos ha dado el plan de batalla completo. Zayn vendrá a luchar contra nosotros en nuestro propio terreno. Cuando haga desembarcar su ejército estará al final de un viaje de dos mil leguas. Sólo dispondrá de aquellos caballos que hayan sobrevivido a los rigores del traslado. Nosotros, por otra parte, estaremos preparados, con nuestros hombres descansados, armados y bien montados. —Dorian puso la mano sobre el hombro de su hermano—. Créeme, Tom, ésta es nuestra mejor oportunidad y probablemente la única que tendremos.
—Tú piensas como un guerrero —concedió Tom—, mientras que yo pienso como un mercader. Dejo el mando en tus manos. El resto de nosotros, Jim y Louisa, Mansur y Verity, seguiremos tus órdenes. Me gustaría decir lo mismo de mi querida esposa, pero obedecer órdenes nunca ha sido una de sus virtudes.
—Muy bien, Tom, acepto la misión. Tenemos muy poco tiempo para hacer nuestros planes —dijo Dorian— y necesitaré aprovechar cada minuto que nos quede. Mi primera tarea será inspeccionar el terreno para elegir aquellas áreas en que podamos ser más fuertes y evitar aquellas en que estemos débiles.
Tom asintió con un gesto. Le gustaba la forma en que Dorian, tan rápidamente, había tomado las riendas.
—Vamos, hermano. Continúa. Te estamos escuchando.
Dorian habló entre bocanadas de humo de tabaco.
—Sabemos por bin-Shibam que cuando Zayn traiga sus barcos a la bahía y bombardee el fuerte, eso no será más que una distracción. La fuerza principal al mando de Koots desembarcará en la costa y marchará por tierra para rodearnos e impedir que nos retiremos hacia el interior. Lo que tenemos que hacer, primero, es descubrir el lugar en el que, posiblemente desembarque Koots; luego inspeccionaremos la ruta que se verá obligado a tomar para llegar al fuerte.
Al día siguiente Dorian y Tom fueron a bordo del Revenge y navegaron hacia el norte a lo largo de la costa. Estaban juntos de pie junto a la mesa de mapas, estudiando la línea de la costa a medida que la recorrían, reflexionando lo que recordaban de todas las características importantes.
—Koots deberá tratar de desembarcar lo más cerca del fuerte que le sea posible. Cada kilómetro que se vea obligado a recorrer a pie multiplicará sus dificultades por diez —susurró Dorian.
Aquélla era una costa peligrosa y traicionera. Las escarpadas e inclinadas playas y los rocosos salientes de la costa estaban expuestos a un gran oleaje y abiertos a súbitos y fuertes vientos. La bahía Natividad era casi el único puerto seguro en ciento cincuenta kilómetros de costa. El otro posible lugar de desembarco estaba en la desembocadura de un enorme río, que echaba sus aguas al mar a unos pocos kilómetros al norte de la bahía Natividad. Las tribus locales llamaban a este río Umgeni. Los grandes dhows de guerra no podrían maniobrar en las aguas bajas de la entrada, pero botes más pequeños las franquearían con facilidad.
—Aquí es donde desembarcará Koots —le dijo Dorian a Tom sin dudar—. En sus chalupas podrá enviar quinientos hombres río arriba, en pocas horas.
Tom asintió con un gesto.
—Sin embargo, una vez que los tenga en tierra, deberán emprender una marcha de muchos kilómetros a través de terreno irregular para poder llegar al fuerte.
—Lo mejor que podemos hacer es descubrir hasta qué punto es irregular ese terreno —propuso Dorian y dio la vuelta con el Revenge para navegar de regreso hacia el sur, manteniéndose lo más cerca de la costa que la marea y los vientos le permitieran. Estaban en la barandilla de estribor y estudiaban la costa con sus catalejos.
Había una continua extensión de playa a todo lo largo de la costa, y sus arenas color azúcar morena eran golpeadas por un oleaje implacable.
—Si se deciden por la playa, cargando con sus armamentos, armaduras y provisiones, no les va a ir demasiado bien marchando sobre las profundas arenas —opinó Tom—. Además, serían vulnerables durante toda la marcha a las andanadas de los cañones de nuestros barcos.
—A lo que hay que agregar que, si lo que quiere es sorprendernos, Koots jamás enviaría a sus hombres por las playas abiertas. Sabe que nosotros descubriríamos de inmediato una fuerza tan grande. Tendrá que desviarse tierra adentro —decidió Dorian—. Dime, hermano, la vegetación por encima de la playa parece impenetrable. ¿Lo es realmente?
—Es espesa, pero no impenetrable —informó Tom—. También hay áreas pantanosas y cenagosas. El monte esta lleno de búfalos y rinocerontes, y los pantanos están llenos de cocodrilos. Pero hay senderos de animales por un borde de terreno ligeramente más alto que corre paralelo a la costa, a unos doscientos metros de la playa. Permanece seco y firme en cualquier estación del año y con cualquier marea.
—Entonces tenemos que ir a tierra y recorrer con cuidado el terreno para marcar ese sendero —dijo Dorian, y condujeron la nave hacia la bahía. A la mañana siguiente, acompañados por Mansur y Jim, cabalgaron a lo largo de la playa hasta llegar a la boca del río Umgeni.
—No fue difícil. —Mansur miró su reloj de bolsillo—. Recorrimos esta distancia en menos de tres horas.
—Seguro que sí, pero el enemigo marchará a pie, no a caballo —señaló Jim—, además, lo tendremos a buena distancia de metralla desde los barcos.
—En efecto —reconoció Dorian—. Tom y yo estamos de acuerdo en pensar que se moverán por el interior. Y lo que ahora haremos es explorar esa ruta.
Avanzaron río arriba por la ribera sur del Umgeni a lo largo de un kilómetro y medio más o menos hasta que se adentraba en las colinas y las orillas se hacían empinadas y cada vez más altas, lo cual dificultaba el avance del pequeño grupo.
—No, no creo que se internen tanto tierra adentro. Tratarán de alcanzar el fuerte lo más velozmente que puedan. Tienen que acortar el camino atravesando los pantanos del litoral —calculó Dorian.