Al amanecer del día siguiente las baterías enemigas comenzaron a bombardear la muralla sur desde sus profundamente ubicados y bien fortificados emplazamientos. Al contar el resplandor y las columnas de humo de pólvora que se producían a cada disparo, Dorian y Mansur pudieron determinar que había once cañones de enorme calibre. Los proyectiles de piedra que disparaban debían de pesar más de cincuenta kilos cada uno. Era posible seguir a simple vista el vuelo de los enormes proyectiles. Mansur calculó el ritmo de fuego. Necesitaban casi veinte minutos para que cada cañón fuera limpiado, cargado, cebado y luego empujado a la tronera, reubicado y disparado. Una vez que los cañones enemigos ubicaban el blanco, las enormes balas se estrellaban contra el punto elegido con perturbadora precisión. Una tras otra golpeaban a poca distancia de su predecesora. Un solo proyectil podía romper un bloque en la muralla, y el segundo, al dar en el mismo lugar, terminaba de desalojarlo por completo. Si daba en una viga de madera, que los defensores usaban para reparar las secciones más débiles, Las deshacía en miles de astillas del tamaño de mondadientes. Al anochecer del primer día, ya habían abierto dos brechas en las murallas. Apenas oscureció, los grupos de albañiles a las órdenes de Mansur corrieron a ocuparse de las reparaciones.
Con el amanecer comenzó otra vez el bombardeo. Para el mediodía las reparaciones habían sido destruidas y las balas de piedra continuaban agrandando esas mismas brechas. Los artilleros de Dorian arrastraron la mitad de sus cañones desde el lado del puerto para reforzar las baterías de la parte sur, y constantemente devolvían el fuego. Sin embargo, los cañones de Zayn estaban bien ubicados en sus emplazamientos, con anchas elevaciones de cestones llenos de arena para protegerlos. Sólo podían verse las abiertas bocas de bronce, y éstas constituían blancos demasiado pequeños como para alcanzarlos a esa distancia. Cuando los proyectiles de los defensores golpeaban en los cestones, estos bultos de arena retenida por caña tejida absorbían completamente el impacto sin producir efecto alguno.
De todas maneras, al promediar la tarde, lograron el primer impacto directo. Una de sus balas de diez kilos dio directamente en la boca de un cañón ubicado en el extremo izquierdo. El bronce vibró como si fuera una campana de iglesia y aún con tanto peso metálico fue lanzado hacia atrás de la cureña, aplastando a su dotación de hombres y convirtiéndolos en picadillo.
El cañón propiamente dicho saltó por los aires. En las murallas de la ciudad los artilleros gritaron hasta perder la voz y redoblaron sus esfuerzos. Pero llegado el anochecer no habían logrado dar en otro blanco con esa precisión y las brechas en las murallas eran cada vez más anchas.
Apenas se puso la luna, bin-Shibam y Mansur encabezaron una salida hacia las líneas enemigas. Llevaban veinte hombres cada uno y se deslizaron hacia los emplazamientos de las baterías. Aún cuando los turcos esperaban el ataque, el grupo de Mansur casi logró llegar hasta el muro del emplazamiento antes de ser descubierto por uno de los centinelas que disparó de inmediato su mosquete. La bala pasó silbando junto a la cabeza de Mansur, quien gritó a sus hombres:
—¡Seguidme!
Cuando se introdujo por la tronera, saltó sobre el cañón de la enorme pieza y corrió por encima, clavó un puñal en la garganta del hombre que le había disparado. Éste dejó caer el arma que estaba tratando de volver a cargar y se aferró a la hoja desnuda con las dos manos. Cuando Mansur retiró el puñal, el acero se deslizó por entre sus dedos cortándole músculos y tendones hasta llegar al hueso. Mansur saltó por encima de aquel cuerpo tembloroso para lanzarse sobre los artilleros turcos, todavía medio dormidos y tratando de desembarazarse de sus mantas. Mató a otro e hirió a un tercero antes de que huyeran corriendo y lanzando gritos de terror en medio de la noche. Sus hombres lo siguieron para unirse al ataque. Mientras los otros estaban ocupados, Mansur metió la punta de una de las púas de hierro que llevaba en su bolso en el oído del cañón y otro de sus hombres la clavó a fondo con una docena de fuertes golpes de maza.
Luego corrieron por la trinchera de comunicación hasta el siguiente emplazamiento. Allí los artilleros estaban totalmente despiertos, esperándolos con lanzas y hachas de guerra. A los pocos segundos, atacantes y defensores se habían convertido en una masa de lucha y gritos. Mansur se dio cuenta de que no podrían llegar hasta el segundo cañón. Más hombres llegaban desde atrás por la trinchera de comunicación para repelerlos.
—¡Regresemos! —gritó Mansur y todos saltaron sobre la pared frontal, en el preciso momento en que Istaph y otros mozos de cuadra llegaban con los caballos. Galoparon de regreso a través de las puertas de la ciudad con bin-Shibam siguiéndolos de cerca.
Una vez dentro descubrieron que habían perdido cinco hombres y traían una docena de heridos. A la luz del amanecer vieron que los turcos habían desnudado los cuerpos de los caídos para desplegarlos en la pared frontal del emplazamiento. Entre ambos, Mansur y bin-Shibam habían logrado inutilizar apenas dos de los cañones, y los ocho restantes abrieron fuego otra vez. En pocas horas las balas de piedra habían vuelto a destruir las reparaciones realizadas durante la noche. A mitad de la tarde un único disparo afortunado derribó seis metros de muralla convirtiéndola en una montaña de escombros y restos de mampostería. Al inspeccionar el daño desde lo alto del minarete, Dorian calculó:
—Como máximo dentro de una semana Zayn estará listo para lanzar su ataque.
Aquella noche doscientos hombres de las tribus awamir y dahm ensillaron sus caballos y salieron al galope de la ciudad. Al día siguiente, como era costumbre, el almuecín lanzó su estridente llamado a los fieles desde el minarete de la principal mezquita de la ciudad. Ambos bandos respondieron. Los enormes cañones dejaron de disparar, los turcos se quitaron sus redondos cascos y se arrodillaron entre los bosquecillos de palmeras, mientras en los parapetos, los defensores hacían lo mismo. Antes de unirse a la acción, Dorian sonrió irónicamente ante la idea de que ambos bandos estaban orando al mismo Dios pidiéndole la victoria.
En esta ocasión hubo un nuevo elemento en el ritual. Después de las plegarias, los heraldos de Zayn cabalgaron alrededor de las murallas lanzando gritos de advertencia a los defensores.
—Escuchad las palabras del verdadero Califa: "Aquellos de vosotros te deseen abandonar esta ciudad condenada pueden hacerlo sin impedimento alguno. Les concedo a ellos el perdón por su traición. Pueden llevar consigo su caballo y sus armas y regresar a sus tiendas y a sus mujeres. El hombre que me traiga la cabeza del incestuoso usurpador al-Salil será recompensado con cien mil rupias de oro".
Los defensores se burlaron de ellos. De todos modos, aquella noche otros guerreros atravesaron cabalgando las puertas de la ciudad. Antes de marcharse, dos de los jeques menores se acercaron a despedirse de Dorian.
—No somos traidores ni cobardes —le dijeron—, pero ésta no es una guerra para un hombre. En el desierto te acompañaremos hasta la muerte. Te amamos como amábamos a tu padre, pero no estamos dispuestos a morir aquí como perros enjaulados.
—Id con mi bendición —los despidió Dorian—, y que siempre encontréis el favor a la vista de Dios. Sabed que regresaré otra vez a vosotros.
—Te esperaremos, al-Salil.
Al día siguiente, a la hora de las oraciones, cuando los cañones quedaron en silencio, los heraldos dieron vuelta a las murallas otra vez.
—El verdadero Califa Zayn al-Din ha declarado el saqueo de la ciudad. Todo hombre o mujer que sea hallado dentro de las murallas cuando el Califa haga su ingreso, será condenado a morir por tortura.
Esta vez sólo unas pocas voces respondieron con burlas. Aquella noche casi la mitad de los defensores abandonó la ciudad. Los turcos estaban en fila a los costados del camino mientras pasaban y no hicieron esfuerzo alguno para detenerlos.
Caroline Courtney observaba intrigada el rostro de su hija.
—Estás distraída, mi querida. ¿Qué es lo que te preocupa tanto? Aparte de un deslucido saludo, Verity no había hablado con su madre desde que había subido a la cubierta del Arcturus después de abandonar el enorme camarote de su padre. La reunión con el comandante militar del Califa, Kadem ibn Abubaker, había durado casi toda la mañana. En ese momento Verity estaba sobre un costado de la nave y observaba la rápida falúa que llevaba al general de regreso a tierra. Había traducido el informe de Abubaker para su padre y la transmisión de las órdenes del Califa de reforzar el bloqueo a la bahía para impedir que los barcos enemigos escaparan cuando la ciudad fuera recuperada de manos del usurpador.
Suspiró y se volvió hacia su madre.
—El sitio está entrando en sus etapas finales, madre —respondió debidamente. Nunca había existido cercanía entre ellas. Caroline era una mujer nerviosa, histérica. Dominada por su marido, le había quedado poco tiempo o energía para desempeñar el papel de madre. Como un niño, parecía incapaz de concentrarse en un solo asunto por demasiado tiempo, y su mente saltaba de un tema a otro como una mariposa en un jardín en primavera.
—Me sentiré tan aliviada cuando este desagradable asunto haya terminado y tu padre se haya ocupado adecuadamente de este truhán de al-Salil. Entonces podremos considerar terminado este horrible asunto para regresar a casa.
Para Caroline, el hogar era el consulado en Delhi. Detrás de las murallas de piedra, en los muy cuidados jardines y los frescos patios con burbujeantes fuentes, se sentía segura y protegida del mundo cruel y extraño que era Oriente. Se rascó la garganta y gimió levemente. Había una irritación rojiza en su piel blanca. El aire tropical húmedo y el encierro en el pequeño camarote habían agravado otra vez sus sarpullidos producidos por el calor.
—¿Quieres que te ayude con alguna loción refrescante? —ofreció Verity. Se preguntaba cómo se las arreglaba su madre con tanta facilidad para hacerla sentir culpable. Se acercó hasta donde Caroline yacía en una amplia hamaca que el capitán Cornish había hecho preparar para ella en un rincón del alcázar. Una lona la protegía del sol, pero permitía que el aire fresco de los vientos alisios corriera sobre su cuerpo regordete y húmedo.
Verity se arrodilló junto a ella y echó el líquido blanco sobre la inflamada y molesta irritación. Caroline movió una mano lánguidamente. Sus anillos de brillantes se hundían hondo en sus carnes pastosas y blanquecinas. La delgada sirvienta india de piel oscura, vestida con un bellísimo sari de seda, estaba arrodillada en el lado opuesto de la hamaca, frente a Verity, y le ofreció un plato con golosinas. Tomó un cubo gelatinoso recubierto de azúcar. Cuando la sirvienta comenzó a ponerse de pie, Caroline la detuvo con un perentorio chasquido de dedos y eligió dos más de aquellas gelatinas con sabor a flores y se las echó en la boca. Masticó con no disimulado placer y la fina cubierta de azúcar empolvó sus labios.
—¿Qué crees que ocurrirá con al-Salil y su hijo Mansur si son capturados por Kadem Ibn Abubaker? —preguntó Verity sin énfasis alguno.
—No tengo ninguna duda de que será algo totalmente detestable —replicó la madre sin el menor interés—. El Califa hace cosas bestiales a sus enemigos, como hacerlos pisotear por elefantes o colocarlos en la boca de un cañón para ser disparados. —Tuvo un ligero temblor y estiró el brazo para tomar el vaso de refresco de miel que la sirvienta le ofrecía—. Realmente no quiero hablar del tema. —Bebió y su semblante se iluminó—. Si este asunto está terminado para fin de mes, entonces podremos estar de regreso en Delhi para tu cumpleaños. Pienso dar un baile en tu honor. Todo soltero elegible en la Compañía asistirá. Ya es hora de que encontremos un marido para ti, mi querida. Cuando yo tenía tu edad, ya estaba casada desde hacía cuatro años y tenía dos hijos.
Súbitamente Verity se sintió enojada con aquella insípida y fatua mujer, más de lo que nunca se había sentido antes. Siempre había tratado a su madre con hastiada deferencia, disculpándole su glotonería y otras debilidades. No fue hasta su encuentro con Mansur que comprendió la profundidad del sometimiento de su madre a su padre, de la culpa que la había puesto bajo el poder de él. Pero en ese momento se sintió ultrajada por su lamida e inconsciente complacencia. Su enojo explotó antes de que pudiera contenerlo.
—Sí, madre —le dijo amargamente—. Y el primero de esos dos hijos era el bastardo de Tom Courtney. —No había terminado de decir esas palabras y ya deseaba no haberlas pronunciado.
Caroline la miró fijo con sus enormes ojos acuosos.
—¡Oh, pequeña perversa, perversa! ¡Jamás has sentido amor por mí! —lloriqueó y una mezcla de sorbete y gelatina dulce a medio masticar goteó sobre la parte de adelante de su blusa de encaje. Todo el sentido de la deferencia en Verity se desvaneció—. ¿Recuerdas a Tom Courtney, madre? —preguntó—. ¿Qué clase de engaños pergeñaron ustedes dos cuando ibas a la India en la nave del abuelo, el Seraphín?
—Tú jamás… ¿Quién te lo dijo? ¿De qué te has enterado? ¡Nada de eso es verdad! —Caroline balbuceaba histéricamente.
—¿Y qué me dices de Dorian Courtney? ¿Recuerdas cómo fue que tú y mi padre dejaron que se pudriera como esclavo cuando era niño? ¿Por qué mi padre le mintió al tío Tom? ¿Por qué le dijeron que Dorian había muerto a causa de la fiebre? También a mime dijo la misma mentira. Y hasta me mostraste una tumba en la isla Lamu donde me aseguraste que estaba el niño enterrado.
—¡Basta! —Caroline se puso las manos sobre las orejas—. No escucharé todas esas inmundicias.
—¿Son inmundicias, madre, lo son? —preguntó fríamente Verity—. Entonces, ¿quién crees que es este al-Salil a quien quieres ver pisoteado por los elefantes o destrozado por la bala de un cañón? ¿No sabías que él es Dorian Courtney?
Caroline la miró fijo, su cara blanca como crema de leche y la inflamada irritación más evidente por el contraste.
—¡Mentiras! —susurró—. Todas terribles y perversas mentiras.
—Además, madre, el hijo de al-Salil es mi primo, Mansur Courtney. ¿Quieres un marido para mí? No busques más. Si alguna vez Mansur me hace el honor de pedirme que me case con él, no dudaré un instante. Correré a su lado.
Caroline dejó escapar un chillido ahogado y cayó de la hamaca al suelo de cubierta. La sirvienta y dos de los oficiales de la nave corrieron para ayudarla a levantarse. Apenas estuvo de pie, se liberó de ellos bruscamente, con su gordura temblando debajo de la blusa de encaje y el vestido salpicado de perlas, y se lanzó hacia abajo por la escalerilla que conducía al gran camarote.
Sir Guy oyó sus chillidos angustiados y corrió hacia el pasillo en mangas de camisa. Tomó a su mujer por el brazo y la arrastró hacia el camarote.
Verity esperó a solas junto a la barandilla el castigo que sin duda llegaría de inmediato. Miró más allá de la flota de dhows de guerra que llevaban a cabo el bloqueo, hacia la entrada a la bahía de Muscat, hacia las distantes torres y minaretes de la ciudad.
Revisó mentalmente una y otra vez las terribles noticias que Kadem ibn’Abubaker le había traído a su padre, y que ella había traducido. Muscat caería en manos de Zayn al-Din antes de que terminara el mes. Mansur estaba en el más terrible peligro y no había nada que ella pudiera hacer para ayudarlo. El miedo y la frustración la habían llevado a la torpe indiscreción que acababa de perpetrar ante su madre.
—¡Por favor, Dios mío! —susurró—. No permitas que nada malo le ocurra a Mansur.
Antes de transcurrida una hora, el ayudante de su padre se acercó a ella para convocarla.
En el camarote, su madre estaba sentada en un sillón debajo de las ventanas de popa. Sostenía un húmedo y arrugado pañuelo con el que se secó los ojos y se sonó la nariz ruidosamente.
El padre estaba de pie en el medio del camarote. Seguía en mangas de camisa. Su expresión era dura y severa.
—¿Qué envenenadas mentiras has estado diciéndole a tu madre? —inquirió.
—Nada de mentiras, padre —replicó ella desafiante. Sabía cuáles iban a ser las consecuencias de provocarlo de esa manera, pero se sentía en un estado de temerario abandono.
—Dímelas a mí —ordenó sir Guy. En tono suave, mesurado, le contó todo lo que Mansur le había contado. Al final él se quedó callado. Se dirigió hacia las ventanas de popa y miró hacia afuera, hacia las suaves ondulaciones del mar azul. No miró a su mujer. El silencio creció. Verity sabía que ese silencio era uno de sus trucos para intimidarla y obligarla a bajar sus defensas y su resistencia ante él.
—Me ocultaste esto —dijo finalmente—. ¿Por qué no me lo dijiste apenas te enteraste? Eso es una obligación que tienes para conmigo, hija.
—Entonces, ¿no niegas nada de eso, padre? —quiso saber ella.
—No tengo nada que negar o afirmar ante ti. No soy yo quien está siendo juzgado, sino tú.
Silencio otra vez. Hacía calor en el camarote, y faltaba el aire. La nave se balanceaba hasta el mareo sobre las suaves y lentas ondulaciones de la corriente. Le faltaba el aire y sentía náuseas, pero estaba decidida a no demostrarlo.
Sir Guy habló otra vez.
—Le has dado a tu madre un tremendo disgusto con esas historias absurdas. —Caroline sollozó dramáticamente y volvió a sonarse la nariz—. Un paquebote rápido llegó esta mañana desde Bombay. La voy a enviar de regreso al consulado.
—Yo no iré con ella —dijo Verity inexpresivamente.
—No —coincidió sir Guy—. Te quedarás acá. Será un buen ejemplo para ti presenciar la ejecución de los rebeldes por los que has revelado un tan poco saludable interés. —Permaneció en silencio otra vez durante un rato mientras calculaba hasta dónde llegaba el conocimiento que ella tenía de sus asuntos. Ese conocimiento era tan amplio que podría resultar letal si ella decidía usarlo en contra de él. No se atrevía a dejarla escapar de su directo control.
—Padre, esos rebeldes son tu propio hermano —dijo Verity rompiendo el silencio—, y su hijo.
Sir Guy no dio muestras de reacción alguna. En lugar de ello continuó tranquilamente.
—Por lo que tu madre me dice, parece que has estado prostituyéndote con el árabe más joven. ¿Has olvidado que eres una dama inglesa?
—Te insultas a ti mismo con esas acusaciones.
—Me insultas a mí y a toda tu familia con tu conducta irresponsable. Sólo por eso debes ser castigada.
Él se dirigió a su escritorio y tomó la fusta de montar de hueso de ballena que allí reposaba. Se volvió hacia ella.
—¡Desnúdate! —le ordenó. Ella permaneció inmóvil con su rostro sin expresión alguna.
—Haz lo que tu padre te ordena —intervino Caroline—, descarada mujerzuela. —Había dejado de llorar y el tono de su voz era vengativo y maliciosamente satisfecho.
—Desnúdate de inmediato —repitió Guy—, o tendré que llamar a dos marineros para que lo hagan.
Verity llevó las manos a la garganta y desató la cinta que mantenía cerrada su blusa. Cuando finalmente estuvo desnuda delante de ellos levantó el mentón con gesto desafiante, sacudió el pelo y dejó que colgara hacia adelante por sobre sus hombros cubriéndole sus turgentes y jóvenes pechos así como sus partes pudendas.
—Acuéstate boca abajo en el sofá —ordenó el padre.
Ella caminó con paso firme. Se acostó sobre el tapizado de cuero verde abotonado. Las líneas de su cuerpo eran suaves y delicadas como las de un mármol de Miguel Ángel. "No debo llorar", se dijo a sí misma, pero sus músculos se contrajeron instintivamente cuando el látigo siseó en el aire y le atravesó las nalgas. "No le voy a dar ese gusto", se prometió y cerró los ojos cuando el siguiente golpe le cruzó los muslos. Picó como la mordedura de un escorpión. Se mordió el labio hasta que la sangre, metálica y salada, se deslizó hacia su boca.
Finalmente sir Guy se apartó, con la respiración agitada y entrecortada por el esfuerzo.
—Puedes vestirte, mujerzuela desvergonzada —dijo casi sin aliento.
Ella se sentó lentamente y trató de ignorar el fuego que le consumía la espalda y las piernas. La parte delantera de los calzones de su padre estaba al mismo nivel que sus ojos y sonrió con frío desprecio al descubrir la inflada evidencia de su excitación.
Él se dio vuelta rápidamente y arrojó la fusta sobre el escritorio.
—Me has mentido y has sido desleal conmigo. Ya no puedo confiar más en ti. Te encerraré en tu camarote hasta el momento en que decida qué castigo adicional será el adecuado —le advirtió.
Dorian y Mansur estaban con los jeques en el balcón del minarete y observaban las plumas y la parte de arriba de los cascos redondos de bronce de las tropas de asalto turcas que comenzaban a verse por encima de los parapetos al acercarse por las trincheras de aproximación. A medida que se juntaban al pie de las murallas, las pesadas baterías de Zayn al-Din duplicaron su ritmo de fuego. Habían cambiado las municiones. En lugar de las balas de piedra, barrían los parapetos y las brechas con innumerables piedras del tamaño de un puño y trozos de hierro fundido. Los cañones hicieron silencio y los trompeteros turcos llamaron a la carga; los timbales marcaban un ritmo urgente.
Una masa de turcos gritando brotó de los extremos de las trincheras.
Al correr para cubrir los últimos metros antes de llegar a las brechas, los cañones de los defensores en los parapetos disparaban sin cesar sobre ellos y los arqueros enviaban andanadas de flechas.
Los primeros atacantes cruzaron el terreno abierto antes de que los artilleros pudieran recargar. Dejaban muertos y heridos desparramados en el campo, sobre la tierra removida por los disparos, pero oleada tras oleada de soldados corrían, avanzando para cubrir los lugares de los caídos.
Trepaban por encima de los escombros y de los bloques de piedra destrozados para lanzarse a través de las brechas abiertas. Apenas las atravesaban se encontraban en un laberinto de estrechas callejuelas y callejones sin salida. Dorian había ordenado que se construyeran barricadas en cada uno de ellos. Los turcos tenían que tomarlas por asalto, gritando y cargando contra los disparos de mosquetes a corta distancia. Apenas trepaban el obstáculo, los defensores retrocedían corriendo hasta la siguiente línea de defensa y los turcos se veían forzados a atacar otra vez. Era un trabajo agotador y cruento, pero poco a poco las debilitadas fuerzas de Mansur y de bin-Shibam iban siendo empujadas hacia el zoco principal. Los turcos pudieron sobrepasar el flanco de los defensores hasta llegar a la puerta principal de la ciudad. Kadem y Koots, a la cabeza de dos mil turcos, esperaban afuera y en el momento en que los grandes portalones comenzaron a abrirse se lanzaron hacia el interior.
Desde lo alto del minarete Dorian vio que ingresaban como una inundación de agua por las estrechas calles. Le aliviaba recordar que en los últimos meses había podido hacer salir de la ciudad a la mayoría de las mujeres y los niños para enviarlos al desierto, evitando así que se convirtieran en corderos en manos de todos esos lobos. Tan pronto como los portones se abrieron, ordenó que se izara la bandera que era la señal convenida con el Sprite y el Revenge. Se volvió a sus consejeros y capitanes.
—Todo ha terminado —les dijo—. Agradezco vuestro coraje y vuestra lealtad' Quedáis en libertad de tomar a vuestros hombres y escapar, si podéis. Lucharemos otra vez más adelante. —Uno a uno se acercaron para abrazarlo.
Bin-Shibam estaba cubierto de polvo y ennegrecido por el humo. Tenía la túnica manchada con la sangre seca de una docena de heridas en su carne. Todo se mezclaba con la sangre de los turcos que él mismo había matado.
—Esperaremos a que regreses —le dijo.
—Tú sabes dónde puedes hallarme. Envíame un mensaje cuando todo esté listo. Regresaré a mi pueblo de inmediato —replicó Dorian—, si Dios asilo quiere. Dios sea loado.
—Dios es grande —respondió el otro.
Los caballos estaban esperando en los callejones cercanos a la pequeña puerta norte de la ciudad. Cuando se abrió, Mustaphá Zindara, bin-Shibam y el resto del consejo cabalgaron a la cabeza de sus hombres. Se abrieron paso entre los atacantes que se lanzaban contra ellos para interceptarlos, luego se alejaron galopando a través de los bosquecillos de palmeras y campos irrigados. Dorian los observó desde el minarete. Oyó pasos sobre la escalera de mármol y se dio vuelta con la espada en la mano. Por un instante apenas si reconoció a su propio hijo cubierto de tizne y polvo.
—Vamos, padre —dijo Mansur—, debemos darnos prisa.
Juntos corrieron escaleras abajo hacia la mezquita, donde Istaph y diez hombres los esperaban.
—Por acá. —Un imán apareció entre las sombras gesticulando. Corrieron detrás de él, y éste los condujo a través de un laberinto de pasillos hasta que llegaron a una portezuela de hierro. Le quitó la traba y Mansur la abrió de un golpe con el pie.
—Que la bendición de Dios os acompañe —le dijo Dorian al imán.
—Id con la bendición del Señor —replicó éste—, y pueda Él traeros pronto de regreso a Omán.
Atravesaron a la carrera la puerta y se encontraron en una oscura callejuela tan estrecha que los balcones con celosías de los pisos superiores de los abandonados edificios casi se tocaban con los del lado opuesto.
—¡Por acá, Majestad! —Istaph había nacido en la ciudad y aquellos callejones habían sido el lugar de sus juegos en la infancia. Corrieron detrás de él hasta que salieron súbitamente a la luz del sol otra vez. Delante de ellos se extendían las aguas abiertas del puerto y la chalupa del Sprite los esperaba en la bahía para sacarlos de allí. Mansur gritó e hizo señas con la mano a Kumrah que estaba en el timón. Los jinetes se reunieron y la chalupa se acercó a ellos.
En ese momento se produjo un violento estrépito detrás de ellos. Una multitud de atacantes turcos y omaníes salían por la boca de una de aquellas callejuelas que daba al muelle. Cargaron contra ellos, con las primeras filas erizadas con largas picas y armas de brillante filo. Dorian echó una mirada por sobre el hombro y vio que la chalupa estaba todavía a un tiro de pistola sobre las verdes aguas.
—¡No se dispersen! —gritó, y formaron un apretado círculo en el inicio de la escalera de desembarco, codo con codo, mirando hacia afuera.
—¡Al-Salil! —gritó el árabe que dirigía el ataque. Era alto y delgado, y se movía como un leopardo. Su largo pelo lacio flameaba detrás de su cabeza y la barba se enrulaba hasta llegarle al pecho.
—¡Al-Salil! —gritó otra vez—. He venido por ti. —Dorian reconoció la mirada fiera y fanática.
—Kadem. —Mansur lo reconoció en ese mismo momento, y su voz resonó con la fuerza del odio.
—¡También he venido por ti, cachorro bastardo de perro e incestuosa perra en celo! —siguió gritando Kadem.
—Primero tendrás que vértelas conmigo. —Dorian se adelantó un paso y Kadem se arrojó sobre él. Sus aceros chocaron cuando Dorian bloqueó el golpe dirigido a su cabeza, y luego devolvió una estocada de contragolpe a la garganta de Kadem. Los aceros chocaron ruidosamente. Era la primera vez que cruzaban sus espadas, pero Dorian se dio cuenta de inmediato que Kadem era un oponente peligroso. Su brazo derecho era veloz y fuerte y su mano izquierda sostenía una daga curva, lista para atacar a la primera oportunidad.
—¡Tú asesinaste a mi esposa! —rugió Dorian, al atacar otra vez.
—Doy gracias por haber podido cumplir con ese deber. Debí haberte matado a ti también —replicó Kadem—, por la memoria de mi padre.
Mansur peleaba a la derecha de Dorian e Istaph a la izquierda, cuidándole los flancos, pero con cuidado de no entorpecer los movimientos de su brazo armado. Poco a poco cedían terreno, retirándose hacia los escalones de desembarco, mientras los atacantes seguían presionando.
Dorian oyó el ruido de los remos de la chalupa cuando chocaron contra el muro de piedras debajo de ellos. Kumrah gritó:
—¡Vamos, al-Salil!
Los escalones estaban resbalosos debido a la acumulación de las verdes algas. Kadem, viendo que su enemigo estaba a punto de escapar de su venganza por segunda vez, saltó hacia adelante furiosamente. Dorian fue empujado otro paso hacia atrás, ya en lo alto de la escalera, y su pie derecho resbaló sobre la pastosa superficie. Cayó sobre su rodilla y se vio obligado a mantener el equilibrio bajando la punta de su arma por un instante. Kadem vio su oportunidad. Se lanzó con todo su peso en el pie derecho para alcanzar el corazón de Dorian.
En el momento en que su padre se inclinó, Mansur previó la reacción de Kadem. Se dio vuelta, listo y en posición. El otro hizo girar su cuerpo hacia adelante y durante un instante su flanco izquierdo quedó desprotegido mientras lanzaba su ataque. Mansur lo golpeó por debajo de su brazo alzado. Puso toda su furia, su odio y el dolor por su madre detrás de aquella estocada. Esperó sentir que la punta del arma se deslizara muy hacia adentro, para sentir la resistencia de la carne con vida abrirse y dejar paso al acero. Pero su brazo armado con la espada se frenó cuando el acero chocó contra los huesos de las costillas de Kadem. La muñeca giró ligeramente cuando la punta se desvió ligeramente. De todas maneras la hoja se deslizó por la parte exterior de las costillas de Kadem hasta alcanzar el omóplato. No tocó órgano vital alguno, pero la fuerza del golpe lo hizo moverse hacia un costado, desviando la estocada dirigida a Dorian. Kadem se echó hacia atrás y Mansur retiró la hoja y atacó otra vez. Pero con un violento esfuerzo Kadem bloqueó este segundo golpe. Dorian pudo volver a ponerse de pie de un salto.
Padre e hijo atacaron juntos a Kadem, ansiosos por matarlo. La sangre manaba de la herida debajo del brazo de Kadem y le caía por el costado. La impresión del golpe y la conciencia de que corría un peligro mortal ante dos hábiles espadachines hizo que su rostro adquiriera un color de melaza sucia.
—¡Efendi! —gritó Kumrah desde la chalupa—. ¡Vamos! Quedaremos atrapados. Más turcos están viniendo. —El enemigo seguía aumentando su número a través de la callejuela y se lanzaba contra ellos.
Al darse cuenta de la situación en que se hallaban, Dorian vaciló y eso fue todo lo que Kadem necesitó para interrumpir la lucha y saltar hacia atrás. En ese mismo momento, dos turcos de piel morena saltaron hacia delante para ocupar su lugar y se lanzaron contra Dorian. Cuando éste los golpeó, su espada rebotó contra la cota de malla que los protegía.
—¡Suficiente! —gruñó Dorian—. ¡Regresemos al bote! —Mansur hizo una finta contra la cara barbuda de uno de los turcos y cuando éste retrocedió, el joven saltó para cubrir a su padre.
—¡Corre! —le gritó y Dorian saltó sobre los escalones. Istaph y los otros ya estaban a bordo y Mansur quedó solo sobre la escalera. Una línea de picas y cimitarras lo obligaban a retroceder. Alcanzó a ver fugazmente que Kadem ibn Abubaker lo miraba desde la última fila de atacantes. La herida no había apagado su odio.
—¡Matadlo! —gritó—. Que ese cerdo canalla no escape.
—¡Mansur! —Oyó que su padre lo llamaba desde la proa de la chalupa. Pero él sabía que si trataba de correr escaleras abajo alguno de los hombres con picas lo atacaría por la espalda desprotegida. Se volvió y saltó por sobre el borde de piedra del muelle. Cayó tres metros y aterrizó con los pies en uno de los bancos de remeros. La dura madera crujió bajo el peso y el muchacho se inclinó hacia adelante. La chalupa se balanceó violentamente y Mansur casi cae por un costado, pero Dorian alcanzó a sostenerlo y devolverle el equilibrio.
Los remeros se movieron todos a la vez y la chalupa se alejó. Dorian miró atrás por sobre la popa y vio que Kadem trastabillaba en el borde del muelle. Había dejado caer la espada y se tomaba la herida debajo del brazo. La sangre se escurría entre sus dedos.
—¡No escaparás a mi venganza! —les gritó—. Tienes la sangre de mi padre en tus manos y en tu conciencia. He jurado matarte ante Alá y te perseguiré hasta las puertas mismas del infierno.
—No entiende cuál es el verdadero significado del odio —susurró Dorian—. Espero poder enseñárselo algún día.
—Comparto tu juramento —dijo Mansur—, pero ahora tenemos que sacar nuestras naves de la bahía y llevarlas a mar abierto, mientras la flota de Zayn trata de detenernos.
Dorian sacudió la cabeza para deshacerse de las debilitantes garras del dolor y del odio. Se volvió para mirar la boca de la bahía. Cuatro de los grandes dhows de guerra estaban anclados a la vista y otros dos se movían sobre el agua.
—¿Alguna señal del Arcturus? —le preguntó a Mansur.
—Nada en estos tres últimos días —informó el joven—, pero podemos estar seguros de que no está lejos, acechando apenas más allá del horizonte. Dorian subió a la cubierta del Revenge y luego le gritó a Mansur en la chalupa.
—Debemos tratar en todo momento de no perdernos de vista, pero seguro que tendremos que pelear. Si llegamos a separarnos, ya sabes dónde nos volveremos a encontrar.
Mansur lo saludó con la mano.
—Isla Sawda, punta norte. Te esperaré allí. —Se interrumpió al oír el ruido sordo de un cañón y miró hacia las murallas de la ciudad por encima del puerto. El humo de la pólvora se hizo visible sobre el parapeto, pero fue rápidamente llevado por el viento. Un momento más tarde un chorro de agua subió de la superficie del mar no lejos del Sprite.
—El enemigo se ha apoderado de las baterías —gritó Dorian—. Debemos zarpar de inmediato.
Otro cañonazo fue disparado antes de que Mansur llegara al Sprite.
Aunque el disparo fue demasiado corto, Mansur sabía que los artilleros pronto afinarían la puntería.
—¡Remad! —les gritó a sus marineros—. ¡Remad rápido u os veréis obligados a nadar!
La tripulación del Sprite, estimulada por la caída de proyectiles no lejos de ella, tenía el cabo del ancla ya listo y los aparejos balanceándose en el costado para recuperar la chalupa. Mansur saltó a cubierta y ordenó izar el foque para hacer girar la nave y poner proa a la entrada de la bahía. Cuando el Sprite giró a favor del viento Kumrah soltó todas las velas hasta los sobrejuanetes.
El viento del atardecer había comenzado y soplaba de manera constante desde el oeste. Estaban en el mejor punto para la navegación y se dirigieron sin pausa a la boca de la bahía. Cuando alcanzaron al Revenge, éste recogió la vela mayor para permitir que el Sprite se adelantara. La entrada era traicionera y llena de bajos ocultos, pero Kumrah conocía aquellas aguas todavía mejor que Batula, al mando del Revenge. Él los guiaría hacia la salida.
Hasta ese momento Mansur no se había dado cuenta de lo rápido que había pasado aquel día. El sol ya estaba bajo, casi sobre los picos de las montañas detrás de ellos, y la luminosidad era rica y dorada. Las baterías en los parapetos de Muscat seguían lanzando andanadas contra ellos, y un afortunado disparo hizo un limpio agujero en la vela de estay del mastelero de mesana, pero rápidamente se alejaron del alcance de aquellos cañones y pudieron ocuparse de las naves que bloqueaban la entrada.
Dos de los dhows de guerra habían levado anclas, izando sus enormes velas latinas y se acercaban al canal para interceptarlos. Su modo de moverse en el agua era pesado, en comparación con las dos goletas, mucho más pequeñas, y se perdían de vista aun cuando no enfrentaban directamente la constante brisa nocturna. En cambio, las dos goletas con todas las velas desplegadas surcaban velozmente de un extremo al otro las aguas de la bahía.
Mansur recorrió su cubierta con la mirada y vio que sus artilleros estaban todos en sus puestos de combate, aun cuando todavía no habían sacado los cañones, que estaban cargados con balas redondas. Las mechas lentas ardían en sus tubos de arena y los hombres reían y hablaban con entusiasmo. Los días de práctica de artillería y el exitoso ataque a la infantería turca les habían hecho ganar confianza en si mismos. Estaban irritados por la inactividad de las últimas semanas, cuando se habían visto forzados a permanecer anclados, pero en ese momento, en que Mansur y al-Salil estaban otra vez al mando de la flotilla, se sentían ansiosos por luchar.
Kumrah hizo un pequeño ajuste al curso que llevaban. Aunque Mansur confiaba en su juicio, sintió un cierto atisbo de intranquilidad. En esa dirección Kumrah los llevaría hacia el oleaje coronado de blanco debajo de los acantilados que custodiaban la entrada de la bahía.
El dhow de guerra más cercano alteró su curso hacia ellos apenas la corrección de Kumrah se hizo obvia. Comenzaron a converger rápidamente. Mansur alzó su anteojo y estudió al dhow. Estaba lleno de hombres. Se alineaban en la barandilla de barlovento y tenían las armas en las manos.
Ya habían sacado sus cañones por las troneras.
—Está armado con cañones ostra de cañón corto —le explicó Kumrah a Mansur.
—No los conozco.
—No me sorprende. Deben de ser más viejos que tu abuelo. —El capitán se rió—. Y con mucho menos poder.
—Entonces parece que corremos más riesgos de estrellarnos contra el arrecife que de recibir un disparo de esas viejas armas —señaló Mansur sarcásticamente. Seguían todavía en curso directo hacia los acantilados.
—Alteza, debes tener fe en Alá.
—Tengo fe en Alá. Sólo me preocupa el capitán de mi nave.
Kumrah sonrió y mantuvo el curso. El dhow disparó su primera andanada enfilada de sus quince cañones de estribor. El tiro resultó todavía demasiado largo. Mansur pudo precisar un solo proyectil y había caído a menos de medio tiro de mosquete. Sin embargo, les llegó el débil griterío entusiasta de la tripulación del barco enemigo.
El enorme dhow y las dos pequeñas naves seguían convergiendo. Poco a poco, a medida que se acercaban a las blancas rompientes de las aguas, el griterío que venía del dhow se fue apagando y con él el despliegue bélico.
—Has aterrorizado al enemigo como me has aterrorizado a mí —dijo Mansur—. ¿Acaso intentas estrellarnos contra el arrecife, Kumrah?
—He pescado en estas aguas desde que era niño, como hizo mi padre y el padre de mi padre antes de mí —le aseguró el capitán. El arrecife seguía estando directamente adelante y se acercaban con rapidez. El dhow disparó otra andanada, pero era obvio que los artilleros estaban distraídos por la amenaza del coral. Sólo una enorme bala de piedra silbó por sobre el Sprite y cortó un obenque de mesana. Rápidamente Kumrah envió a dos hombres para reemplazarlo.
Luego, sin arriar vela alguna, Kumrah movió el timón para entrar en un estrecho canal en medio del arrecife que Mansur no había logrado ver. Era apenas suficientemente ancho como para aceptar una nave de manga no mayor a la de la goleta. Mientras avanzaban, Mansur observaba con asombrada fascinación por el costado y veía enormes colonias de coral en forma de grandes cabezas de hongo que estaban a menos de dos metros debajo de la revuelta superficie. Cualquiera de ellas podría haber destrozado el casco del Sprite sin dificultad.
Aquello era demasiado para los nervios del capitán del dhow. Mansur pudo verlo en la popa de su nave, gritando y gesticulando salvajemente. La tripulación abandonaba sus puestos junto a los cañones y, acelerada y desordenadamente, recogía la flameante vela latina para hacer que la nave diera una bordada. Con la vela baja tenían que hacer girar la botavara alrededor del mástil para colocarla otra vez en su sitio, sobre babor. Ésta era una delicada operación y mientras se llevaba a cabo, el dhow se bamboleaba impotente.
—¡Listos para maniobrar! —Kumrah dio la orden y sus hombres corrieron a los estayes. Miraba fijo hacia adelante, protegiéndose los ojos con una mano, evaluando la situación para maniobrar en el momento justo—. ¡Toda la caña a barlovento! —le gritó al piloto, quien hizo girar la rueda hasta que los radios fueron casi invisibles. El Sprite hizo una pirueta y dio un cerrado giro en el canal. A toda velocidad salieron por el otro extremo para entrar en aguas profundas, y el impotente dhow se bamboleó directamente hacia adelante, con sus velas en desorden y sus cañones sin nadie que los atendiera.
—¡Preparad los cañones de estribor! —Mansur dio la orden y las tapas de las troneras crujieron al abrirse. Pasaron tan cerca de la popa del dhow que Mansur podría haber arrojado sin fallar cualquier objeto sobre la cubierta enemiga.
—¡Disparad!
En rápida sucesión los cañones rugieron y todos los proyectiles dieron en la popa del dhow. Mansur podía ver cómo se destrozaban las maderas y se abrían en nubes de astillas voladoras. Una de éstas, larga como su brazo, se clavó como una flecha en el mástil que estaba detrás de su oreja. A esa distancia todos los proyectiles daban en el blanco y las balas de hierro barrían el dhow de popa a proa. Se oían los gritos de terror y de dolor que lanzaba la tripulación cuando el Sprite se deslizó junto a ella para dirigirse a mar abierto.
Detrás de ellos, siguiéndolos de cerca por el canal en medio del coral, el Revenge se dirigió con viento a favor hacia la nave abatida. Al pasar junto a ella la hizo tambalear tanto que el único mástil del dhow se inclinó hasta caer a un costado.
Mansur miró hacia adelante. El camino estaba libre. No había ningún dhow en posición como para interceptarlos. La maniobra aparentemente suicida de Kumrah había sorprendido a todos.
—¡Guardad los cañones! —ordenó—. Cerrad las troneras y asegurad las poleas.
Miró atrás y vio al Revenge a sólo cien metros de ellos. Mucho más atrás el desmantelado dhow se dirigía hacia el arrecife, empujado por el viento.
Al chocar, se inclinó violentamente. A través del catalejo, Mansur vio que la tripulación abandonaba el barco. Saltaban por la borda y al caer al agua producían un blanco chapoteo para luego nadar hacia la costa. Mansur se preguntó cuántos de ellos sobrevivirían a la corriente de resaca, al pie de los acantilados, y a las cuchillas del coral.
Recogió la vela mayor para permitir que el Revenge los alcanzara para ponerse a la par, suficientemente cerca como para que su padre pudiera hablarle a los gritos con el megáfono:
—¡Dile a Kumrah que jamás vuelva a hacernos esa jugarreta! Nos condujo por las puertas del infierno.
Kumrah hizo una profunda reverencia de penitente, pero Dorian bajó el megáfono y homenajeó su serenidad y sangre fría. Luego alzó otra vez la bocina.
—Oscurecerá en una hora. Encenderé un solo farol a estribor en la popa para que ustedes puedan mantenerse en contacto conmigo. Si llegáramos a separarnos durante la noche, el punto de encuentro será el mismo de siempre, la isla Sawda.
El Revenge se adelantó y el Sprite lo siguió. Varias semanas antes Dorian ya había decidido cuál sería el destino final de aquel viaje. Había sólo un puerto en todo el Océano Índico abierto para ellos. Zayn tenía en su poder toda la Costa de la Fiebre y los puertos de Omán. Los holandeses tenían Ceilán y Batavia. La Compañía Inglesa de las Indias Orientales controlaba toda la costa de la India. Sir Guy haría que se cerraran para ellos los puertos de esa zona. Sólo quedaba el seguro puerto de Fuerte Auspicioso en la bahía Natividad. Allí podrían reunir sus reservas y hacer planes para el futuro. Había marcado la carta y le había dado a Mustaphá Zindara y a bin-Shibam las instrucciones de navegación para llegar a Fuerte Auspicioso. Ellos enviarían un barco a buscarlo apenas hubieran reunido las tribus del desierto y terminado todos los preparativos para su regreso. Necesitarían rupias de oro y fuertes aliados. Dorian no estaba seguro todavía de dónde podría encontrar hombres y dinero, pero ya habría tiempo para pensar en ello más adelante.
Dirigió su atención a las preocupaciones inmediatas, y el curso que indicó fue este-sudeste para salir del golfo de Omán. Una vez que estuvieran en mar abierto se dirigirían directamente a Madagascar para tomar la corriente de Mozambique que los llevaría hacia el sur. Mansur tomó su posición cerca del Revenge y navegaron bajo una puesta de sol de asombrosa belleza. Gigantescas nubes de tormenta en forma de yunque se movían con ruidos de truenos en el horizonte occidental que se iba oscureciendo. El sol que se hundía las vistió de oro rosado y de un resplandeciente azul cobalto.
Pero toda esa belleza no lograba quitar el opresivo peso de melancolía que había caído súbitamente sobre los hombros de Mansur. Abandonaba la tierra y el pueblo a los que rápidamente había aprendido a amar. La promesa de un reino y del Trono del Elefante les había sido quitada de las manos.
Aunque todo aquello no significaba demasiado cuando pensaba en la mujer que había perdido antes de ganarla. Sacó del bolsillo interior de su túnica, la carta que llevaba junto a su corazón y leyó nuevamente sus palabras: anoche me preguntaste si no sentía que algo existía entre tú y yo. No podía responderte entonces, pero silo hago ahora. En efecto, lo siento así".
Le pareció que aquéllas eran las palabras más hermosas que jamás se habían escrito en lengua inglesa.