Al amanecer el Califa salió a caballo con sus huéspedes y toda su comitiva para hacer volar a los halcones. Obtuvieron tres presas antes de que hiciera demasiado calor y se vieron obligados a regresar al refugio de las tiendas.
Durante el calor del mediodía sir Guy habló ante el consejo y les explicó de qué manera él podía salvar a Omán del tirano y de las garras de los turcos y del Gran Mogol.
—Debéis poneros bajo la protección del Monarca inglés y de su Compañía.
Los jeques del desierto escucharon y discutieron entre ellos. Eran hombres libres y orgullosos. Hasta que Mustaphá Zindara habló por todos ellos.
—Hemos expulsado al chacal de nuestro redil. ¿Debemos ahora permitir que el leopardo ocupe su lugar? Si este Monarca inglés nos quiere como súbditos, ¿vendrá a nosotros para que podamos verlo cabalgar y manejar la lanza? ¿Nos conducirá a la batalla como ha hecho al-Salil?
—El Rey inglés sostendrá su escudo sobre vosotros para protegeros de vuestros enemigos. —Sir Guy evitaba una respuesta directa.
—¿Y cuál es el precio en oro de esa protección? —quiso saber Mustaphá Zindara.
Al-Salil vio que el humor de Mustaphá adquiría la misma ascendente temperatura del calor fuera de la tienda. Al-Salil miró a Verity y le dijo cortésmente:
Solicito la indulgencia de vuestro padre. Tenemos que discutir todo lo que él nos ha dicho, debo explicarle a mi gente lo que eso significa y debo calmar sus temores. —Se dirigió a sus consejeros—. El calor ya ha pasado y los monteros han encontrado muchas piezas en los terrenos altos del otro lado del río. Seguiremos hablando mañana.
Mansur descubrió que Verity lo evitaba permanentemente. Ni siquiera miraba en dirección a él. Cada vez que él se le acercaba, ella dedicaba toda su atención al padre o al Califa. Vio que ella miraba a Dorian de otra manera desde que se había enterado de que era su tío. Observaba su rostro y lo miraba a los ojos cuando él le dirigía la palabra. Ella seguía cada gesto suyo con la mayor atención, pero no dirigía ni una sola mirada en dirección a Mansur. Durante la cacería de la tarde no permitió que él la separara del lado de su padre, y cabalgó siempre cerca de sir Guy. Al final Mansur se vio obligado a contenerse hasta la comida de la noche. No tenía hambre y le pareció interminable. Sólo una vez sus ojos se cruzaron con los de Verity y, con un movimiento de la cabeza, le hizo una silenciosa pregunta. Ella arqueó una ceja enigmáticamente y no le dio respuesta alguna.
Cuando finalmente el Califa dio por terminada la reunión, Mansur corrió aliviado a su propia tienda. Esperó hasta que todo estuviera en silencio pues sabía que aún cuando acudiera a la cita, Verity no daría un paso antes de eso. Aquella noche estuvo cargada de sensaciones de inquietud en el campamento, con hombres que iban de un lado a otro, gritos y cantos. Fue sólo bastante después de la medianoche que Mansur pudo abandonar su tienda para dirigirse al templo. Istaph lo esperaba junto a la entrada de piedra.
—¿Está todo bien? —preguntó Mansur.
Istaph se acercó y susurró:
—Hay otros afuera esta noche.
—¿Quiénes son?
—Dos hombres llegaron del desierto mientras el Califa y sus huéspedes estaban cenando. Se escondieron entre los caballos atados. Cuando el efendi inglés y su hija se retiraron, la muchacha no fue a su propia tienda como izo anoche. En cambio siguió a su padre a la tienda de éste. Luego los dos extraños se acercaron silenciosamente a ellos.
—¿Se movían con malas intenciones? —quiso saber Mansur, aterrorizado. ¿Acaso Verity iba a correr la misma suerte que su madre para caer abatida por el arma del asesino?
—De ninguna manera —se apresuró el otro a tranquilizarlo—. Oí que la efendi los saludaba cuando entraron y allí siguen todavía.
—¿Estás seguro de que nunca antes de esta noche has visto a esos hombres?
—Son extraños. No los conozco.
—¿Cómo están vestidos?
—Ambos llevan ropas árabes, pero sólo uno es de Omán.
—¿Qué aspecto tiene el otro?
Istaph se encogió de hombros.
—Lo vi sólo por un momento. No es posible decir mucho de alguien con sólo verle la cara, pero era un ferengi.
—¿Un europeo? —exclamó Mansur, sorprendido—. ¿Estás seguro?
Istaph se encogió de hombros otra vez.
—Seguro no estoy, pero eso me pareció a mí.
—¿Están todavía en la tienda del cónsul? ¿La mujer está con ellos? —siguió preguntando Mansur.
Pude oír voces.
—Estaban todos allí cuando vine para encontrarme contigo aquí.
—Ven conmigo, pero que nadie nos vea —dijo decididamente Mansur.
—Hay guardias sólo en el perímetro exterior del campamento —replicó Istaph.
—Sabemos dónde están. Podemos evitarlos. —Mansur se dio vuelta y se marchó silenciosamente por la estrecha calle, el mismo camino por donde había venido. Simuló dirigirse a su propia tienda, pero se lanzó detrás de una pila de antiguos escombros y esperó allí hasta que estuvo seguro de que no lo habían visto ni seguido. Luego él y Istaph se deslizaron en silencio hacia la parte de atrás de la tienda de sir Guy. Había luz adentro y Mansur reconoció la voz de Verity. Le estaba hablando a su padre, obviamente traduciendo.
—Dice que el resto llegará en una semana.
—¡Una semana! —La voz de sir Guy era más potente—. Tendrían que haber estado listos a principios del mes.
—Padre, baja la voz. Te oirán en todo el campamento.
Durante un rato sus voces se hundieron en un suave murmullo y hablaban con disimulada urgencia. Luego otra voz habló en árabe. Aunque fue tan baja y apagada que no pudo entender las palabras, Mansur supo que la había oído antes, pero no podía precisar dónde ni cuándo.
En un susurro apenas audible Verity traducía para sir Guy, y la voz de este se alzó otra vez abruptamente.
—No debe siquiera pensar en ello ahora. Dile que eso puede dañar todos nuestros planes. Sus preocupaciones privadas deben esperar para después. Tiene que frenar sus instintos belicosos hasta que el asunto principal haya sido resuelto.
Mansur se esforzó por oír, pero sólo pudo recoger fragmentos de lo que siguió. En un momento, sir Guy dijo:
—Debemos meter a todo el cardumen en nuestra red. No podemos permitir que alguno de esos peces se nos escape.
Luego, abruptamente, Mansur oyó que los desconocidos se despedían.
Una vez más la conocida voz árabe estimuló su memoria. Esta vez susurró las palabras formales de despedida.
"Lo conozco"; pensó Mansur. Estaba seguro de ello, pero seguía sin Poder precisar su identidad. El segundo desconocido habló por primera vez. Istaph tenía razón. Aquél era un europeo hablando árabe con un gutural acento alemán u holandés. No podía recordar haberlo oído antes. Lo ignoró y trató de concentrarse en cambio en lo que decían el árabe y sir Guy. Se Produjo un silencio y se dio cuenta de que los desconocidos habían abandonado el pabellón de sir Guy tan silenciosamente como habían llegado.
Saltó del lugar donde había estado agazapado y corrió hacia una esquina de la tienda. Luego tuvo que retroceder pues a menos de diez pasos sir Guy y Verity permanecían parados en la entrada hablando en voz baja y mirando en la dirección por donde se habían retirado los visitantes. Si Mansur e Istaph hubieran tratado de seguirlos, sir Guy los habría detenido. Padre e hija permanecieron en la entrada durante algunos minutos más antes de regresar al interior. Para ese entonces los desconocidos visitantes se habían desvanecido entre los pabellones del campamento levantados unos cerca de otros.
Mansur se dirigió a Istaph, que lo seguía de cerca.
—No podemos permitir que escapen. Busca por el borde más lejano del campamento, el que baja hacia el río, y trata de ver si escaparon por allí. Yo me ocuparé del perímetro norte.
Se lanzó a la carrera. Algo en la voz del desconocido lo llenaba de malos presentimientos. "Tengo que descubrir quién es este árabe"; pensó.
Cuando llegó a las ruinas de los últimos edificios vio a dos de los guardias nocturnos parados juntos en las sombras proyectadas por los muros.
Se apoyaban en sus jezails y hablaban en voz baja.
—¿Pasaron por acá dos hombres? —les preguntó.
Los hombres reconocieron su voz y corrieron hacia él.
—No, Alteza, nadie ha pasado por acá. —Daban la sensación de estar bien despiertos y alertas, de modo que Mansur tuvo que creerles.
—¿Damos la alarma? —preguntó uno de ellos.
—No —replicó Mansur—. No es nada. Volved a vuestros puestos.
Los desconocidos debieron de haberse dirigido hacia el río. Corrió de regreso a través del campamento que estaba a oscuras y, a la luz de la luna, vio a Istaph que se dirigía hacia él por el camino. Se apuró para reunirse con él y le gritó desde lejos:
—¿Los encontraste?
—Por aquí, Alteza. —Su voz sonaba áspera por el esfuerzo. Corrieron juntos colina abajo, hasta que Istaph salió del sendero y llevó a Mansur hacia un grupo de arbustos espinosos.
—Tienen camellos —dijo casi sin aliento.
Mientras decía eso, dos jinetes salieron de un grupo de árboles. Mansur se alzó respirando con dificultad, siguiéndolos con la vista mientras se alejaban en diagonal por la colina debajo de él. Pasaron a una distancia no mayor que el alcance de un tiro de pistola desde donde él estaba. Montaban dos hermosos y veloces camellos y llevaban abultadas alforjas y reservas de agua como para una travesía por el desierto. Formaban imágenes fantasmales en la plateada luz de la luna, alejándose en un misterioso silencio hacia el desierto abierto.
Desesperado Mansur les gritó.
—¡Alto! ¡En nombre del Califa ordeno que se detengan!
Ambos jinetes se volvieron con rapidez en sus sillas al oír su voz. Lo miraron fijamente. Mansur reconoció a ambos. Hacía muchos años que no veía al hombre con facciones europeas, a quien Istaph había llamado ferengi. Pero fue el árabe quien atrajo su atención. Había dejado la capucha de su capa caída sobre los hombros y, por un fugaz momento, los oblicuos rayos de la luna dieron de lleno en su rostro, él y Mansur se miraron a los ojos durante un instante, luego el árabe se inclinó sobre el cogote de su camello y, con la larga fusta que llevaba en la mano, lo impulsó a correr con sus largos y elegantes pasos que cruzaron el terreno a una velocidad sorprendente. Su capa oscura flameaba detrás de sí mientras se alejaba veloz valle abajo, con su compañero ferengi detrás, tratando de alcanzarlo.
Conmocionado por el reconocimiento y la incredulidad, Mansur sintió que sus piernas se paralizaban. Se irguió para mirar al que escapaba. Negros pensamientos se apoderaron de su cabeza y parecían aturdir sus sentidos como lo harían las alas de buitres en movimiento. Finalmente logró dominarse. "Debo regresar con mi padre y avisarle lo que está ocurriendo".
Pero esperó mientras los camellos se bamboleaban a la distancia, deslizándose como mariposas nocturnas a la luz de la luna. Luego desaparecieron.
Mansur corrió sin detenerse. Tuvo que esperar un momento a la sombra de las murallas para recobrar el aliento. Luego continuó con rapidez moviéndose entre las tiendas, pero en silencio para no provocar alarma. Había dos centinelas en la puerta del Califa, pero ante una palabra en voz baja de Mansur, envainaron sus armas y se movieron para dejarle paso. Se dirigió a la cámara interior del pabellón. Una sola lámpara de aceite ardía en un trípode de metal brindando una suave luz.
—¡Padre! —lo llamó.
Dorian se sentó en el lecho. Llevaba sólo un taparrabo que dejaba ver su cuerpo delgado y musculoso, como el de un atleta, a la luz de la lámpara.
—¿Quién es? —preguntó.
—Mansur.
—¿Qué te ocurre a esta hora? —Dorian había advertido la urgencia en su tono de voz.
—Dos extraños estuvieron en el campamento, esta noche. Visitaron a Sir Guy.
—¿Quiénes eran?
Los reconocí a ambos. Uno era el capitán Koots de la guarnición de Buena Esperanza, el hombre que persiguió a Jim por la selva.
—¿Aquí, en Omán? —Dorian terminó de despertarse—. No es posible.
¿Estás seguro?
—Estoy todavía más seguro acerca del otro hombre. Tengo su cara grabada en mi mente y la tendré hasta el día en que me muera.
—¡Dime quién es! —ordenó Dorian.
—Era el asesino, Kadem ibn Abubaker, el cerdo que asesinó a mi madre.
—¿Dónde están ahora? —La voz de Dorian era áspera.
—Escaparon al desierto antes de que pudiera enfrentarlos. —La bruñida cicatriz rojiza dejada por el cuchillo en el pecho de Dorian brilló a la luz de la lámpara cuando estiró el brazo para buscar su túnica.
—Iban montados en camellos de carrera —replicó Mansur—. Nosotros no tenemos ninguno, y se dirigían hacia las dunas. Jamás podríamos alcanzarlos en la arena.
—De todas maneras debemos intentarlo. —Dorian alzó la voz y llamó a los guardias.
El amanecer era un brillo color limón y color naranja en el este del cielo antes de que bin-Shibam reuniera un grupo punitivo con algunos de sus guerreros del desierto. Ya estaban todos montados y listos para partir. Salieron del campamento por el camino que conducía hacia donde Mansur había visto desaparecer a los fugitivos. El suelo, cocido por el sol, era duro como piedra, por lo que no había huellas del paso de los camellos, pero no tenían tiempo como para que los expertos monteros revisaran cada centímetro del terreno en busca de señales.
Con Mansur a la cabeza siguieron la dirección que Kadem había tomado para adentrarse en el desierto. A las dos horas de cabalgata vieron las dunas que se extendían delante de ellos con fluidas y fantásticas formas. Las laderas por donde las arenas descendían en cascada despedían reflejos azules, púrpura y amatista con las primeras luces del día. Las crestas eran afiladas y sinuosas como el lomo de una iguana gigantesca.
En ese terreno encontraron las huellas de dos camellos convertidas en profundos recipientes en medio de la fluida arena por donde habían trepado la primera duna para desaparecer detrás de la cresta. Trataron de seguirlas, pero los caballos se hundían hasta más arriba de los corvejones con cada paso que daban y, al final, incluso Dorian tuvo que admitir que habían sido derrotados.
—¡Suficiente, bin-Shibam! —le dijo al viejo y canoso guerrero—. No podemos seguir. Espérame aquí.
Dorian no permitió que nadie lo acompañara, ni siquiera Mansur, a subir la ladera de la siguiente duna. Su agotado caballo debía arrancar las patas de la arena a cada paso y llegó a la cresta con un enorme esfuerzo. Desmontó. Desde el valle de arena, Mansur observaba a su padre. Era una figura alta, delgada, que miraba fijamente hacia el desierto mientras la brisa de la mañana temprano inflaba su túnica detrás de él. Estuvo allí un largo rato, y luego se arrodilló para orar. Mansur sabía que estaba orando por Yasmini, y su propio dolor por la pérdida de su madre se apoderó de él hasta casi ahogarlo.
—Finalmente Dorian volvió a montar y bajó la duna con su garañón deslizándose en la arena suelta, sobre las patas de atrás encogidas y las delanteras estiradas. No dijo una sola palabra cuando pasó junto a ellos y siguió su marcha con el mentón hundido en el pecho. Lo siguieron y él los condujo de regreso a Isakanderbad.
Dorian desmontó cerca de donde estaban atados los demás caballos y los mozos de cuadra se hicieron cargo de su garañón. Se dirigió a la tienda de sir Guy con Mansur unos pasos detrás de él. Su intención era enfrentarse a su medio hermano y descubrir su verdadera identidad, arrojarle a la cara los antiguos recuerdos de su perversa conducta respecto de Tom, Sarah y él mismo cuando era niño, y exigirle una explicación total de la nocturna y clandestina presencia de Kadem ibn Abubaker en el campamento.
Antes de llegar a la tienda se dio cuenta de que las cosas habían cambiado durante su ausencia. Un grupo de extraños se había reunido a la entrada. Todos vestían uniformes de marineros y estaban fuertemente armados. A la cabeza estaba el capitán William Cornish del Arcturus. Dorian estaban tan enojado que casi le grita en inglés. Con esfuerzo impidió que su cólera explotara, pero se mantuvo peligrosamente en ebullición cerca de la superficie.
Mansur lo seguía de cerca cuando entró violentamente en la tienda. Sir Guy y Verity estaban parados en el centro de la cámara. Vestían ropa de montar y mantenían una seria conversación. Ambos levantaron la vista, Sorprendidos por el precipitado ingreso de aquellas dos figuras de rostro adusto.
—Pregúntales qué desean —le dijo Guy a su hija—. Hazles saber que su conducta es insultante.
—Mi padre os da la bienvenida. Espera que no ocurra nada serio. —Verity estaba pálida y parecía perturbada.
Dorian hizo un rápido y superficial gesto de salutación para luego mirar a su alrededor en la tienda. Las servidoras estaban empacando las últimas de las posesiones de sir Guy.
—¿Nos abandonáis?
—Mi padre ha recibido informes de gravísima importancia. Debe regresar al Arcturus y zarpar de inmediato. Me pide que presente sus más sinceras disculpas. Trató de informaros acerca de este cambio de planes, pero le fue informado que vos y vuestro hijo habíais abandonado Isakanderbad.
—Salimos a perseguir bandidos —explicó Dorian—, pero lamentamos profundamente que vuestro honorable padre deba partir antes de que llegáramos a un acuerdo.
—Mi padre también se siente mal por ello. Solicita que aceptéis su agradecimiento por la generosidad y hospitalidad que le habéis brindado. —Antes de que nos abandone agradeceré la ayuda de vuestro padre.
Nos hemos enterado de que anoche entraron en el campamento peligrosos bandidos. Dos hombres, un árabe, el otro europeo, tal vez holandés. ¿Habló vuestro padre con ellos? Se me ha informado que fueron vistos abandonando esta tienda durante la noche.
Sir Guy sonrió ante la pregunta, pero la sonrisa estaba sólo en sus labios ya que sus ojos eran fríos.
—Mi padre desea asegurar que los dos hombres que vinieron anoche al campamento no eran bandidos —dijo Verity—. Eran los mensajeros que le trajeron la información que exigió este cambio de planes. Estuvieron con él apenas durante unos minutos.
—Vuestro padre, ¿conoce bien a estos hombres? —insistió Dorian. La respuesta de sir Guy no dejó traslucir malicia alguna.
—Mi padre jamás los había visto antes.
—¿Cómo se llaman estos hombres?
—No dieron sus nombres, y mi padre tampoco lo preguntó. Sus nombres carecen de interés e importancia. Eran meros mensajeros.
Mansur miraba fijamente el rostro de Verity mientras respondía a estas preguntas. Su expresión era tranquila, pero había una tensión latente en su voz y sombras en sus ojos como si negros pensamientos estuvieran al acecho en su mente. Evitaba mirar a Mansur. Él percibía que ella estaba mintiendo, tal vez en nombre de su padre, tal vez por decisión propia.
—¿Puedo preguntar a Su Excelencia la naturaleza del mensaje que le trajeron?
Sir Guy sacudió la cabeza con pesar. Luego sacó de un bolsillo interior un pergamino con un pesado escudo real donde podía leerse "Honi soit qui mal y pense" y dos sellos en lacre rojo.
—Su Excelencia lamenta que se trate de un documento oficial, protegido. Cualquier potencia extranjera que intentara apoderarse de él estaría cometiendo un acto de guerra.
—Por favor, aseguradle a Su Excelencia que nadie está pensando en un acto de guerra.
Dorian no se atrevió a seguir presionando.
Lamento mucho la súbita partida de Su Excelencia. Le deseo un viaje seguro y un pronto regreso a Omán. Espero que me permita cabalgar junto a él durante el primer kilómetro de su viaje.
—Mi padre se sentirá sumamente honrado.
Os dejaré ahora para que terminéis con los últimos preparativos. Esperaré con una guardia de honor en el perímetro del campamento.
Ambos hombres se inclinaron en un saludo mutuo y el Califa se retiró. Cuando abandonaron la tienda, Verity lanzó una única y angustiada mirada a Mansur. Él supo, finalmente, que ella estaba desesperada por hablar con él.
Sir Guy y Verity, escoltados por el capitán Cornish y sus marineros armados, cabalgaron hasta donde Dorian y Mansur esperaban junto a la ruta del este para acompañarlos. Dorian había logrado dominar su cólera por completo. Se pusieron en marcha todos juntos. Aunque Mansur quedó junto a ella, Verity se mantuvo cerca de su padre, traduciendo la cortés pero superficial conversación entre éste y Dorian. Al llegar a las primeras alturas, el viento que venía del mar sopló sobre sus caras, fresco y energizante. Como si tratara de ajustarlo, Verity aflojó el chal que sostenía su alto sombrero. Pareció que éste se le escapaba de las manos y la brisa se lo sacó de la cabeza. Rodó colina abajo, girando sobre el ala como si fuera una rueda.
Mansur hizo girar su caballo y corrió tras él. Se agachó desde la montura y levantó el sombrero sin bajar la velocidad de su garañón. Regresó y se lo entregó a Verity cuando ella trotó hacia él. Le agradeció con un gesto, y mientras ella volvía a ponérselo usó el chal para cubrirse la cara por un momento. Había logrado que ambos quedaran separados del resto del grupo por lo menos unos cien pasos.
—Tenemos sólo un instante antes de que mi padre sospeche nada. No viniste anoche —le dijo ella—. Te estuve esperando.
—No pude ir —replicó él, y cuando se disponía a dar explicaciones mas extensas, ella lo interrumpió bruscamente.
—Te dejé una carta debajo del pedestal de la diosa.
—¡Verity! —la llamó sir Guy con un grito—. ¡Ven aquí, hija! Te necesito Como Intérprete.
Con el sombrero otra vez firme en su cabeza, con el ala inclinada en un coqueto ángulo, Verity espoleó a su yegua que avanzó al trote hasta ponerse junto al caballo de su padre. No volvió a mirar directamente a Mansur, ni siquiera cuando, después de un intercambio de cortesías, los dos grupos de jinetes se separaron. Sir Guy se dirigió a Muscat mientras el Califa y su séquito regresaban a Isakanderbad.
A la impiadosa luz del mediodía, la expresión de la diosa era melancólica y su belleza mostraba las marcas del paso de los milenios. Con una última mirada por el templo para asegurarse que nadie lo observara, Mansur se arrodilló ante ella. La arena empujada por el viento se amontonaba bajo el pedestal. Alguien había ordenado cinco trocitos de mármol blanco en forma de flecha. Señalaba hacia un punto donde la arena había sido recientemente movida y luego cuidadosamente alisada.
Retiró la arena. Allí apareció una pequeña grieta entre el mármol del pedestal de la estatua y las losas del suelo. Cuando inclinó la cara hasta el nivel del piso, vio que una hoja de pergamino había sido empujada hasta el fondo de la grieta. Debió usar la daga para poder sacarla. Desdobló la hoja y vio que ambas caras estaban cubiertas con una elegante y femenina escritura. Volvió a doblar el pergamino, lo escondió en la manga y regresó rápidamente a su tienda. Se metió en la cámara interior. Abrió la carta sobre su lecho y se inclinó sobre ella. No había salutaciones de apertura.
Espero que estés allí esta noche. Si no es así, te dejaré esta carta. Oí la alarma hace un rato y a los jinetes que partían, supongo que has ido con ellos. Sospecho que estás persiguiendo a los dos hombres que vinieron a ver a mi padre esta noche. Son generales del ejército de Zayn al-Din. Uno se llama Kadem ibn Abubaker. El otro es un holandés renegado cuyo nombre ignoro. Están al mando de la infantería turca que encabezará el ataque a Muscat. La información que le trajeron a mi padre dice que, en este mismo momento, la flota y los transportes que llevan a los ejércitos de Zayn ya no están en los fondeaderos de Zanzíbar. Zarparon hace dos semanas y ya están anclados frente a la isla Boomi. Mi padre y yo regresaremos a bordo del Arcturus de inmediato para no quedar atrapados en la ciudad cuando ataquen los turcos. El propósito de mi padre es unirse a la flota de Zayn, para estar presente cuando éste entre en la ciudad.
Mansur sintió que el corazón se le helaba por el miedo. La isla Booniñ estaba a no más de diez millas náuticas de la entrada al puerto de Muscat.
El enemigo había avanzado secretamente sobre ellos, y la ciudad estaba bajo una grave amenaza.
El mismo Zayn va en la nave capitana. Cuenta con cincuenta grandes dhows y siete mil soldados turcos a bordo. El plan es desembarcar en la península y marchar sobre la ciudad por el lado de tierra para sorprender las defensas y evitar las baterías de cañones con murallas sobre el mar. Cuando leas esto, tal vez ya hayan comenzado el ataque. Zayn tiene otros cincuenta dhows llenos de soldados y munición de guerra que se sumarán luego. Estarán en Muscat dentro de la próxima semana.
Quedó tan sorprendido que apenas si logró dominarse para terminar de leer la carta antes de correr a avisar a su padre.
Es con profunda tristeza y sentimiento de culpa que debo decirte que la oferta de mi padre de asistencia a la junta fue una treta para entretenerlos y mantener a los jeques del desierto en Muscat hasta que Zayn pudiera caer sobre ellos y capturarlos a todos juntos. No obtendrán misericordia alguna de él, como tampoco tú ni tu padre. Recién me enteré de todo esto hace una hora. Yo de verdad creía que el ofrecimiento de la protección británica brindado por mi padre era auténtico. Me avergüenza lo que le hizo a sus hermanos, Tom y Dorian, todos estos años. Tampoco sabía yo nada de esto, nada hasta que tú me lo dijiste. Siempre he sabido que era un hombre ambicioso, pero no tenía idea de la verdadera dimensión de su crueldad. Ojalá tuviera yo alguna manera de compensar por todo esto.
—La tienes, Verity. Oh, sí, vaya si la tienes —murmuró Mansur mientras continuaba la lectura.
Hay algo más que me duele tener que contar. Anoche me enteré de que Kadem ibn Abubaker es el villano que asesinó a tu madre, la princesa Yasmini. Alardeó del odioso hecho. Esta misma noche quería matar a tu padre y también a ti. Mi padre se lo impidió, no por compasión, sino para que el plan urdido con Zayn al-Din para recuperar la ciudad no se viera amenazado. Si mi padre no lo hubiera detenido, te juro por mi esperanza de salvación que yo habría encontrado la manera de avisarte. No sabes lo profunda que es mi repugnancia por los hechos cometidos por mi padre.
En una breve hora he llegado a odiarlo. Y le temo aún más. Por favor, perdóname, Mansur, por el daño que te hemos hecho.
—No es tuya la culpa —susurró, y dio vuelta la hoja de pergamino. Leyó las últimas líneas.
Anoche me preguntaste si sentía que existía algo entre tú y yo. No podía responderte entonces, pero silo hago ahora. En efecto, lo siento así.
Si alguna vez volvemos a encontrarnos, espero que me creas cuando digo que jamás tuve la intención de causarte daño alguno.
Tu cariñosa prima,
Verity Courtney.
Hicieron correr a los caballos sin piedad, yendo a todo galope de regreso a Muscat. Ya iban demasiado retrasados. Cuando las torres y minaretes de la ciudad estuvieron a la vista oyeron el disparo del cañón y vieron el oscuro humo de la batalla que teñía el cielo por encima del puerto.
Con Dorian, al-Salíl, a la cabeza de sus soldados, llevaron a los exhaustos caballos a través de los bosquecillos de palmeras hasta que comenzaron a oír los disparos de mosquetes, los gritos y chillidos debajo de las murallas de la ciudad. Y se lanzaron adelante. Los caminos que recorrían estaban llenos de mujeres, niños y ancianos que abandonaban la ciudad. Salieron de la senda y continuaron por los sembrados mientras los ruidos de la batalla aumentaban. Finalmente pudieron divisar los brillos de las lanzas, de las cimitarras y de los cascos de bronce de los turcos que avanzaban hacia las puertas de la ciudad.
Con un último esfuerzo los caballos galoparon en compacta columna para alcanzar aquellos portones. Los turcos corrieron por el bosquecillo de palmeras para cortarles el paso. Los portalones comenzaban a cerrarse.
—¡Las puertas se cerrarán antes de que lleguemos a ellas! —le gritó Mansur a su padre.
Dorian se arrancó el turbante.
—¡Mostrémosles quiénes somos! —gritó a su vez. Mansur se quitó también el turbante y ambos cabalgaron con sus cabelleras rojas al viento como estandartes.
Se oyó un grito que venía desde los parapetos.
—¡Al-Salil! ¡Es el Califa!
Los portones comenzaron a abrirse otra vez lentamente mientras los hombres movían las manijas de los malacates.
Los turcos se dieron cuenta de que no iban a poder cortarles el paso yendo a pie. Pero su caballería no había llegado todavía; recién llegaría con la segunda flota. Se detuvieron y prepararon sus arcos cortos, con las puntas curvadas hacia atrás. La primera andanada de flechas se elevó oscura contra el azul del cielo y siseó como un nudo de serpientes mientras caía sobre los caballos a la carrera. Uno de ellos fue alcanzado y cayó como si hubiera pisado una trampa. Mansur regresó, sacó a Istaph de la silla mientras el animal caía, lo cargó sobre las ancas de su garañón y continuó corriendo. Las grandes puertas comenzaron a cerrarse nuevamente en el momento mismo en que el Califa las atravesó. Mansur les gritó a los hombres que manejaban los malacates mientras corría en medio de la tormenta de flechas turcas. No parecieron oírle e inexorablemente las puertas siguieron cerrándose ante sus ojos.
Entonces, súbitamente, Dorian regresó a la abertura y detuvo a su caballo entre las puertas de caoba, que crujieron hasta detenerse. Mansur logró pasar por una abertura apenas unos centímetros más ancha de lo necesario. Las maderas se cerraron de golpe en el momento mismo en que los atacantes turcos llegaban a ella. Los defensores dispararon contra sus mosquetes y sus flechas desde arriba, desde los parapetos. Los atacantes retrocedieron hasta los bosquecillos de palmeras.
Dorian galopó de inmediato a través de las estrechas callejuelas hacia la mezquita y subió la escalera de caracol hasta el balcón más alto del más alto de los minaretes. Por un lado tenía la vista panorámica del puerto y la península, por el otro podían verse los campos cultivados y los palmares. Previamente, él mismo había diseñado un sistema de señales con banderas para comunicarse con los artilleros en los parapetos y con sus dos barcos en la bahía para poder así coordinar sus acciones.
Desde aquella altura podía divisar con el catalejo el bosque de mástiles de la flota de Zayn al-Din que se veía por encima del terreno alto de la península. Bajó el catalejo y se volvió hacia Mansur.
—Nuestras naves siguen estando a salvo —señaló al Sprite y al Revenge que se hallaban anclados—, pero apenas Zayn traiga sus dhows de guerra alrededor de la península y entre en la bahía quedarán expuestos y vulnerables. Debemos acercarlos para ponerlos bajo la protección de la batería en la muralla que da al mar.
—¿Cuánto tiempo podemos resistir, padre? —Mansur bajó la voz y habló en inglés para que bin-Shibam y Mustaphá Zindara, que los habían seguido, no pudieran entender.
—No hemos tenido tiempo de terminar los trabajos en la muralla sur —replicó Dorian—. No tardarán mucho en descubrir nuestros puntos débiles.
—Con seguridad ya los conocen. La ciudad está llena de espías suyos. ¡Mira! —Mansur señaló a los cadáveres que colgaban en la muralla exterior Como ropa tendida—. Aunque Mustaphá Zindara se está ocupando de tantos como le es posible, no cabe duda de que se le han escapado uno o dos. Dorian inspeccionó las brechas en las defensas, apresuradamente reparadas con vigas de madera y cestones llenos de arena. Pero aquellos arreglos eran temporarios y no podrían resistir un ataque a fondo con tropas experimentadas. Alzó su catalejo y recorrió con la mirada los bosquecillos de palmeras hacia el sur de la ciudad. De pronto se puso tenso y le alcanzó el anteojo a Mansur.
—Ya están preparando el primer ataque. —Podían distinguir los reflejos de rayos de sol sobre los cascos y las puntas de las lanzas de las tropas turcas, que se estaban reuniendo protegidas por los bosquecillos—. Mansur, quiero que vayas a bordo del Sprite y te hagas cargo de nuestras dos naves. Tráelas tan cerca de la costa como sea seguro. Quiero que tus cañones cubran los accesos a la muralla sur.
Más tarde, Dorian vio cómo su hijo era llevado en una chalupa hacia el Sprite. Casi tan pronto como puso un pie a bordo, ambas naves giraron sobre sí mientras recogían las anclas. Con las velas altas hinchadas se internaron en la bahía, Mansur en el Sprite y detrás, Batula en el Revenge.
En la ligera brisa apenas si podían maniobrar con el timón. Se deslizaban por el agua brillante y sobre los cascos se proyectaban manchas verde turquesa producidas por los reflejos de los rayos de sol que venían de la blanca arena del fondo de la laguna. Luego Dorian miró hacia el sur y vio la primera oleada del asalto turco que cubría los campos abiertos y avanzaba hacia las murallas. Ordenó que izaran una bandera roja sobre el pináculo del minarete. Ésa era la señal convenida para indicar al escuadrón que el ataque era inminente. Cuando vio que Mansur reconocía la señal, le hizo señas en dirección al sur. Mansur respondió dándose por enterado y siguió navegando.
Luego las naves giraron una tras otra precisamente debajo de la muralla del puerto. Dorian vio cómo las troneras se abrían y asomaban las bocas de los cañones, como colmillos de un monstruo gruñón. La esbelta silueta de Mansur se paseaba por la cubierta de batería. Cada tanto se detenía para hablar con la tripulación mientras se iban reuniendo tensamente junto a las cureñas de los cañones.
La muralla sur y sus accesos estaban todavía escondidos por el ángulo de los altos bastiones de piedra, pero mientras el Sprite alistaba sus armas y las apuntaba hacia la playa, la vista se abrió ante los ojos de Mansur.
Los turcos se agrupaban para transportar las largas escalas de asedio. Algunos miraban hacia el otro lado de la estrecha franja de agua mientras las dos hermosas y pequeñas naves emergían por detrás de las murallas de la ciudadela. La infantería turca jamás había visto el efecto de un disparo de cañón naval de nueve libras. Algunos incluso saludaron con la mano y Mansur ordenó a su tripulación que respondiera a esos saludos para apaciguar sus miedos. Todo ocurrió como en un sueño. Mansur tuvo tiempo de caminar por la cubierta y preparar cada cañón con sus propias manos, haciendo descender los tornillos de elevación. Le resultó difícil convencer a algunos de sus hombres de que el poder del cañón no mejoraba cuando los tornillos estaban en elevación máxima. Se fueron acercando poco a poco a la playa y Mansur escuchaba con una oreja al encargado de los sondeos, quien con sus cadenas, iba gritando sus mediciones.
—Por la marca, cinco.
—Bastante cerca —murmuró Mansur, y luego se dirigió a Kumrah—. Súbela un punto.
El Sprite se estabilizó en el nuevo curso paralelo a la costa.
—Les ofreceremos ahora un bocado de lo mejor del señor pandit Singh —murmuró, sin bajar los anteojos. Los cañones del Sprite comenzaron a inclinarse hacia la proa. Continuó esperando. Mansur sabía que la primera andanada era la que mayor daño produciría. Después de ella, el enemigo iba a desparramarse en busca de refugio.
Estaban tan cerca que a través de sus anteojos podía ver los eslabones de la cota de malla de los turcos más cercanos y cada una de las plumas en adornados cascos de los oficiales.
Bajó el catalejo y retrocedió hasta la batería. Los cañones estaban cargados y cada una de las dotaciones lo miraba a la espera de su orden. Alzó la chalina de seda escarlata en la mano derecha y la mantuvo en alto. —¡Fuego!— gritó, y la dejó caer.
Kadem Ibn Abubaker y Herminius Koots, aquella inesperada pareja, elevados sobre una eminencia rocosa, miraban a través del campo abierto hacia los bastiones del sur de la ciudad. Estaban rodeados por su estado mayor y entre aquellos hombres estaban los oficiales turcos cuya autoridad habían usurpado cuando Zayn al-Din los había ascendido.
Observaban las tropas de asalto que avanzaban en tres columnas de doscientos hombres cada una. Llevaban escalas de asalto y ajustados a los hombros pequeños escudos redondos de bronce para protegerse de los proyectiles que lloverían sobre ellos desde lo alto de las murallas tan pronto como estuvieran a tiro. Detrás de ellos, no lejos, las numerosas columnas seguidas por batallones listos para avanzar aprovechando cualquier hueco que se produjera en los parapetos.
—Vale la pena arriesgar las vidas de unos cuantos cientos de hombres frente a la posibilidad de una entrada rápida en la ciudad —dijo Koots.
—Podemos permitirnos esa pérdida —estuvo de acuerdo Kadem—. El resto de la flota llegará en pocos días con otros diez mil hombres. Si fallamos hoy, podemos comenzar el sitio formal mañana mismo.
—Debes hacer que tu reverenciado tío, el Califa, traiga sus naves de guerra a este lugar para comenzar el bloqueo a la bahía y al puerto.
—Él dará la orden tan pronto como conozca el resultado de este primer asalto —le aseguró Kadem al holandés—. Debes tener fe, general. Mi tío es un comandante experimentado. Ha estado en guerra con sus enemigos desde el día en que ascendió al Trono del Elefante. La traidora revolución de estos puercos comedores de carne de cerdo que vemos ante nosotros —señaló las líneas de defensa sobre las murallas de la ciudad—, ha sido la única derrota que jamás ha sufrido, gracias a las traiciones y deslealtades dentro de su propia Corte. Eso no volverá a ocurrir.
—El Califa es un gran hombre. Nunca dije otra cosa —se apresuró Koots a asegurarle—. Colgaremos a esos traidores de sus propias entrañas en las murallas de la ciudad.
—Con el favor de Dios, gracias sean dadas al Señor —recitó Kadem.
El primer tenue lazo entre ellos había sido templado hasta convertirse en eslabones de hierro a lo largo de dos años de estar juntos. Ese terrible viaje, al que se vieron obligados después de la derrota a manos de Jim Courtney en aquel desastroso ataque nocturno, había sido tan duro que alguien de menor templanza no podría haberlo sobrellevado. Enfrentaron dolencias y hambre a lo largo de miles de leguas de tierra salvaje. Sus caballos sucumbieron al agotamiento y la enfermedad, o fueron muertos por las tribus hostiles. Cubrieron las últimas etapas a pie, a través de pantanos y manglares antes de volver a encontrar la costa. Allí se encontraron con un pueblito de pescadores. Lo atacaron de noche y mataron a todos los hombres y niños de inmediato, pero las cinco mujeres y las tres niñas fueron muertas sólo después de que Koots y Oudeman hubieran satisfecho su contenida lujuria en ellas. Kadem ibn Abubaker se mantuvo apartado de esa orgía. Estuvo orando en la playa mientras las mujeres gritaban y lloraban hasta lanzar el último quejido al ser degolladas por sus verdugos.
Se habían embarcado en los botes pesqueros capturados, que no eran más que viejas y deterioradas canoas con flotadores. Después de otro arduo viaje, llegaron finalmente al puerto de Lamu, para postrarse ante Zayn alDin en la sala del trono de su palacio.
El Califa brindó una cálida bienvenida a su sobrino. Había creído que estaba muerto y se sintió encantado con la noticia de que Yasmini había sido ejecutada. Tal como Kadem había prometido, el Califa miró favorablemente a su nuevo compañero y escuchó con atención la descripción de sus crueles talentos guerreros.
Para probarlo, envió a Koots con una pequeña fuerza para someter a los restantes focos rebeldes que todavía quedaban en el continente africano. Esperaba que fracasara, como habían fracasado todos los demás antes que él. Sin embargo, para no desmentir su reputación, en dos meses llevó a todos los cabecillas encadenados a Lamu. Allí, con sus propias manos y en la real presencia de Zayn, los destripó vivos. Como premio, el Califa le entregó cincuenta mil rupias de oro del botín, y una selección de las esclavas capturadas. También lo ascendió a general y lo puso al frente de cuatro batallones del ejército que estaba reuniendo para atacar Muscat.
—El Califa está viniendo hacia nosotros. Apenas llegue, puedes ordenar que comience el ataque. —Kadem se volvió y se dirigió a la litera que ocho esclavos transportaban colina arriba. Estaba protegida del sol por un baldaquín color oro y azul, y cuando la apoyaron en el suelo, Zayn al-Din se apeó.
Ya no era el niño regordete a quien Dorian había dado una paliza en el harén de la isla Lamu y cuyo pie había sido lesionado en la lucha para proteger a Yasmini de los tormentos que Zayn le infligía. Todavía renqueaba, pero el aspecto de muñeco regordete había desaparecido hacía mucho tiempo. Una vida de intrigas y de conflictos constantes había endurecido sus facciones a la par que había agudizado su ingenio. Sus ojos eran inquietos e inquisitivos y sus maneras autoritarias. Si no fuera por las líneas crueles de su boca y la dura astucia que reflejaban sus oscuros ojos, podría ser considerado hermoso. Kadem y Koots se postraron ante él. Al principio el holandés había considerado abominable esa forma de respeto, pero, al igual que la vestimenta oriental que había adoptado, se convirtió en parte de su nueva existencia.
Zayn hizo un gesto para que los dos generales se pusieran de pie. Lo siguieron hasta la cresta de la colina y observaron el terreno abierto sobre el que la fuerza de asalto se desplegaba. El Califa estudió la distribución de la tropa con ojo experto. Luego hizo un gesto de asentimiento.
—¡Proceded!
Su voz era aguda, casi femenina. Al oírla por primera vez, Koots había sentido desprecio por Zayn a causa de ello, pero la voz era lo único femenino en él. Había engendrado ciento veintitrés hijos, de los cuales sólo dieciséis eran niñas. Había matado a miles de enemigos, muchos de ellos con Su propia espada.
—Un cohete rojo. —Koots hizo un gesto a su edecán. Rápidamente la Orden fue transmitida colina abajo por la ladera posterior hasta llegar a los encargados de las señales. Los cohetes brillaron como un rubí al ascender hacia el cielo sin nubes dejando atrás una larga cola de humo plateado. Desde el pie de la colina les llegó un lejano clamor y los numerosos soldados se lanzaron hacia las murallas. Un esclavo estaba frente a Zayn. Éste apoyaba su largo catalejo de bronce sobre el hombro de aquel hombre al que usaba como soporte viviente.
Las primeras filas de soldados turcos habían llegado al foso debajo de las murallas cuando de pronto apareció el Sprite por detrás de los bastiones de madera. No muy lejos lo seguía el Revenge. Zayn y sus oficiales dirigieron sus anteojos hacia los dos barcos.
—Esas son las naves en las que el traidor al-Salil arribó a Muscat —exclamó Kadem—. Nuestros espías nos avisaron de su presencia.
Zayn no dijo nada, pero sus facciones se alteraron ante la mención de ese nombre. Sintió una punzada de dolor en su pie lisiado y el ácido sabor del odio se elevó en la parte de atrás de la garganta.
—Los cañones están apuntando. —Koots observaba con su anteojo.
—Están apuntando en enfilada a nuestros batallones. Envía a un jinete a prevenirlos —le gritó a su edecán.
—No tenemos caballos —le recordó el hombre.
—¡Ve tú mismo! —Koots lo tomó por el hombro y lo empujó colina abajo—. Corre, perro inservible, o haré que te aten a la boca de un cañón para ser disparado. —Su árabe se hacía cada vez más fluido día a día. El hombre corrió ladera abajo lanzando gritos, moviendo sus brazos señalando a la pequeña escuadra de naves de guerra. Sin embargo, los turcos se habían lanzado con todas sus fuerzas al ataque y ninguno miraba hacia atrás.
—¿Señal de retirada? —sugirió Kadem, pero todos sabían que era demasiado tarde para eso. Observaban en silencio. Súbitamente, el primero de los barcos quedó envuelto en una nube de blanco humo de pólvora. Se inclinó ligeramente hacia el lado donde estaban sus largos cañones negros, luego recuperó el nivel, pero el casco quedó desdibujado por la nube que ascendía. Sólo sus mástiles se veían en lo alto. El ruido de trueno de la explosión llegó a sus oídos apenas unos segundos después de la descarga, para luego alejarse en una serie de ecos cada vez más débiles entre las colinas más alejadas.
Los vigías en lo alto de las elevaciones dirigieron sus catalejos hacia la densa multitud humana en la llanura de abajo. El estrago producido impresionó incluso a aquellos viejos soldados, acostumbrados a la carnicería de un campo de batalla. La metralla se expandía de manera que cada explosión abría una brecha de veinte pasos de ancho entre los nutridos batallones. Como la hoja de una guadaña en un campo de trigo maduro, no dejaba a nadie en pie a su paso. Las cotas de malla y las armaduras de bronce, ofrecían la misma protección que un frágil pliego de pergamino. Varias cabezas barbadas y todavía con sus redondos cascos puestos volaron por los aires. Muchos torsos, con brazos y piernas arrancados, se amontonaban unos sobre otros. Los gritos de los moribundos y de los heridos llegaban con claridad hasta los hombres en lo alto de las colinas.
El Sprite maniobró con el timón y se dirigió hacia las aguas abiertas de la bahía. El Revenge navegaba serenamente en su lugar. En la costa, los sobrevivientes permanecían en estado de sorpresa y confusión, incapaces de evaluar la dimensión del desastre que abarcaba todas las filas. Mientras el Revenge nivelaba su cañón hacia ellos, los quejidos de los heridos eran ahogados por los gritos de desesperación de los sobrevivientes. Pocos tuvieron la presencia de ánimo como para arrojarse al suelo aplastándose contra la tierra. Abandonaban las escalas de asedio, daban la espalda a la amenaza de los cañones y corrían.
El Revenge disparó su andanada sobre ellos. Su tiro barrió el terreno. Maniobró con el timón y siguió a su nave hermana hacia aguas abiertas.
El Sprite completó el cambio de banda atravesando el viento y apuntó con la batería de babor a los turcos que huían. Mientras tanto la batería de estribor recargaba con sacos de lona llenos de metralla y los artilleros estaban listos para actuar cuando les llegara el turno.
Como bailarines siguiendo los pasos de un elegante y formal minué, las dos naves realizaron una serie de elaboradas figuras en forma de ocho. Cada vez que sus cañones disparaban se producía otro trueno con su nube de humo y la metralla atravesaba la estrecha franja de agua abierta.
Una vez que el Sprite terminó su segunda pasada, Mansur cerró su catalejo y le dijo a Kumrah:
—Ya no queda nada más contra lo cual disparar. Recoge los cañones, y saca la nave de la bahía.
Ambos barcos navegaron tranquilamente de regreso al fondeadero bajo la protección de los cañones instalados en los parapetos de las murallas de la ciudad.
Zayn y sus dos generales observaban el campo. Los cadáveres cubrían el terreno con una capa gruesa como las hojas de otoño.
—¿Cuántos? —preguntó el Califa, con su aguda y aflautada voz.
—No más de trescientos —arriesgó Kadem.
—¡No, no! ¡Menos! —Koots sacudió la cabeza—. Ciento cincuenta, doscientos como máximo.
—Son sólo turcos, y otros cien dhows llenos de ellos llegarán antes de que termine la semana. —Zayn hizo un gesto de asentimiento sin pasión alguna—. Debemos comenzar a cavar las trincheras de acceso y alzar una muralla de cestones llenos de arena a lo largo de la costa de la bahía para proteger a nuestros hombres de las naves.
—¿Vuestra Majestad dará órdenes a la flota para que tome posición de bloqueo a lo largo de la entrada a la bahía? —preguntó respetuosamente Kadem—. Debemos encerrar a esas dos naves de al-Salil y, al mismo tiempo, impedir que lleguen por mar a la ciudad las provisiones de alimentos.
—Las órdenes ya han sido impartidas —replicó Zayn altivamente—. El cónsul inglés colocará su propia nave a la cabeza de la flota. El suyo es el único barco capaz de compararse con los del enemigo por su velocidad. Sir Guy les impedirá atravesar el bloqueo y escapar a mar abierto.
—No debemos permitir que Al-Salil y su bastardo escapen. —Los ojos de Kadem se encendieron con un oscuro e irresistible reflejo al mencionar ese nombre.
—Mi propio odio por él supera el tuyo. Abubaker era mi hermano y al-Salil lo asesinó. Hay también otras cuentas viejas, casi tan fuertes como ésta, que todavía tengo que arreglar con él —le recordó Zayn—. A pesar de este revés, tenemos el nudo alrededor de su cuello. Sólo tenemos que ajustarlo.
Durante las siguientes semanas Dorian observó el desarrollo del sitio desde su puesto de comando en el minarete. La flota enemiga rodeó la península y se desplegó en la entrada a la bahía, justo fuera del alcance de las baterías de las murallas y también de los largos cañones de nueve libras de las dos goletas. Algunos de los más grandes y menos maniobrables dhows estaban anclados sobre la línea de veinte brazas donde el fondo del mar comenzaba a descender. Los barcos más ágiles patrullaban de un lado a otro en las aguas más profundas, listos para detener cualquier barco de provisiones que tratara de ingresar en la bahía, o para interceptar a las dos goletas en caso de que trataran de abrirse paso.
El casco de línea perfecta y los elegantes mástiles inclinados del Arcturus se movían en la distancia. El barco estaba a veces oculto por los acantilados y en otras ocasiones desaparecía por debajo de la línea del horizonte. Cada tanto, Dorian oía el distante rugido de sus cañones cuando atrapaba algún infortunado pequeño barco que trataba de llevar provisiones a Muscat. Luego reaparecía desde un ángulo totalmente inesperado. Mansur y Dorian hablaban de él mientras lo observaban con sus anteojos.
—Se mantiene bien contra el viento cuando navega de bolina, a diferencia de cualquiera de los dhows. Puede desplegar casi el doble de velas que cualquiera de nuestras naves. Tiene dieciocho cañones contra nuestros doce —murmuró Dorian—. Es una hermosa nave.
Mansur se descubrió pensando si Verity estaría a bordo del Arcturus. Luego pensó: "Si sir Guy está allí, entonces ella debe de estar con él. Es su voz.
"Él no puede prescindir de su hija". Pensó en la posibilidad de tener que apuntar sus cañones al Arcturus cuando Verity estuviera parada en cubierta. "Me preocuparé cuando llegue el momento", decidió. Luego respondió a su padre.
—El Sprite y el Revenge pueden apuntar alto. Entre las dos tienen veinticuatro cañones frente a los dieciocho de sir Guy. Tanto Kumrah como Batula conocen estas aguas como si fueran sus amantes. El Rojo Cornish es un bebé de pecho comparado con ellos. —Mansur sonrió con el temerario abandono de la juventud—. Además, nos haremos fuertes aquí. Enviaremos a Zayn y a sus turcos corriendo como perros bastardos con brasas ardiendo atadas a sus colas.
—Ojalá tuviera yo tu confianza. —Dorian dirigió el anteojo tierra adentro y observaron al ejército sitiador que avanzaba lenta pero inexorablemente hacia las murallas.
—Zayn ha hecho esto muchas veces. No cometerá muchos errores. ¿Ves cómo ya están cavando hacia adelante? Esas trincheras y las líneas de cestones con arena protegerán su ataque hasta que lleguen al pie mismo de las murallas. —Día a día daba lecciones a Mansur sobre la antigua ciencia del sitio de ciudades—. Mira hacia allá, están acercando los cañones para colocarlos en los lugares que han preparado. Una vez que comiencen a disparar en serio, destrozarán los puntos débiles de nuestras defensas y destruirán nuestras reparaciones en menos tiempo que el que necesitamos para hacerlas. Cuando hayan abierto las brechas se lanzarán sobre ellas desde los extremos de las trincheras de asalto.
Observaban los cañones a medida que los arrastraban con yuntas de bueyes. Unas semanas antes la flota de Zayn había llegado desde Lamu y habían desembarcado caballos, animales de tiro y el resto de los hombres en el otro lado de la península. Para entonces su caballería patrullaba los bosquecillos de palmeras y los pies de las colinas del interior. El polvo que levantaban esas patrullas era siempre visible.
—¿Qué podemos hacer? —Mansur se mostró menos seguro de los resultados.
—Muy poco —replicó Dorian—. Podemos salir y atacar los trabajos de tierra. Pero eso es lo que ellos esperan que hagamos y sufriríamos enormes pérdidas. Podríamos destrozar algunos pocos cestones, pero ellos podrán reparar cualquier daño que les hagamos en cuestión de horas.
—Te noto desanimado, padre —dijo Mansur, en tono acusador—. No estoy acostumbrado a ello.
—¿Desanimado? —replicó Dorian—. No, no por el resultado final. Pero no debí haber permitido que Zayn nos atrapara en la ciudad. Nuestros hombres no pelean bien detrás de las murallas. Les encanta ser atacantes. Son ellos los que se están desanimando. Mustaphá Zindara y bin-Shibam comienzan a tener dificultades para mantener a sus hombres en posición, hasta quieren salir al desierto abierto y pelear de la manera en que mejor saben hacerlo.
Aquella noche unos cien hombres de bin-Shibam abrieron las puertas de la ciudad y, en apretado grupo, galoparon por entre las líneas turcas y escaparon hacia el desierto. Los guardias apenas si tuvieron tiempo de cerrar los portalones antes de que los atacantes se lanzaran para aprovechar esa oportunidad.
—¿No pudiste haber impedido que se fueran? —quiso saber Mansur a la mañana siguiente.
Bin-Shibam se encogió de hombros ante semejante falta de comprensión, y fue Dorian quien respondió.
—Los saar no aceptan órdenes, Mansur. Siguen al jeque siempre que estén de acuerdo con lo que él les pide. Si no, regresan a sus casas.
—Y ahora que esto ha comenzado, otros más se irán. Los dahm y los vamir también están inquietos —advirtió Mustaphá Zindara.