—Fuerte Auspicioso —les explicó Mansur y señaló hacia los edificios recién erigidos a la orilla del río—. Tu madre eligió el nombre. Ella quería llamarlo Fuerte Buen Auspicio, pero el tío Tom le dijo que parecía un trabalenguas y que todos sabíamos que no era un mal augurio, de cualquier manera que se lo mirara. De modo que quedó ese nombre, Fuerte Auspicioso.
A medida que se fueron acercando pudieron divisar la empalizada de estacas con puntas hacia arriba que encerraba el terreno alto sobre el que se levantaba el fuerte. La tierra estaba todavía removida alrededor de los emplazamientos de los cañones que cubrían todas las vías de acercamiento a las fortificaciones.
—Nuestros padres han tomado todas las precauciones contra cualquier ataque de Keyser o de otros enemigos. Hemos llevado a tierra la mayor parte de los cañones de las naves —explicó Mansur.
Por encima de la empalizada que los protegía se veían los techos de los edificios.
—Hay pabellones para los sirvientes y cada una de nuestras familias tiene su propia residencia. —Mansur las iba señalando a medida que trotaban colina abajo—. Aquéllos son los establos. Allá está el gran depósito, donde están los almacenes y las oficinas.
Todos los techos brillaban ya que la paja recién cortada no había sido todavía curtida por la lluvia y el sol.
—Mi padre tiene delirios de Nerón. —Jim chasqueó la lengua—. Ha hecho levantar una ciudad, no un puesto de intercambio comercial.
—Tía Sarah hizo poco por disuadirlo —agregó Mansur—. En realidad se puede decir que ella fue una cómplice activa. —Se quitó el sombrero y lo movió por sobre su cabeza—. ¡Y allí está ella precisamente! —Una figura de matrona había aparecido en la entrada del fuerte y miraba fijamente hacia el pequeño grupo de jinetes que se acercaba. Apenas Jim saludó también, la mujer arrojó toda dignidad al viento y bajó corriendo por el sendero como una chiquilla que sale de la escuela.
—¡Jim! ¡Oh, Jim, muchacho! —Sus gritos de alegría se repitieron en el eco que devolvía el acantilado del farallón. Jim lanzó a Fuego en un enloquecido galope para encontrarse con ella. Saltó de la montura cuando el garañón estaba todavía en plena carrera y rodeó a su madre con los brazos.
Cuando oyeron el ruido de los cascos de Fuego, Dorian y Tom Courtney salieron corriendo por el portalón del fuerte. Mansur y Louisa se mantuvieron a distancia para dejar que el primer frenesí del reencuentro se apaciguara.
A las carretas y al ganado les llevó otros cinco días llegar a Fuerte Auspicioso. La familia en pleno estaba reunida sobre el corredor para tiradores en lo alto de la empalizada. La manada de caballos de reserva abría la marcha y Tom y Dorian aplaudieron y gritaron cuando pasaron galopando.
—Será magnífico tener un caballo entre mis piernas otra vez —exclamó Tom, exultante—. Sentía que me faltaba la mitad de mí mismo al no tener una buena montura. Ahora podemos recorrer estas tierras y reclamarlas como propias.
Luego miraron en asombrado silencio las oscuras masas de ganado que bajaban por las colinas en dirección a ellos. Cuando Inkunzi y sus pastores nguni comenzaron a descargar el marfil en el terreno abierto frente al portalón del fuerte, Tom bajó por la escalera del corredor y se paseó por entre las altas pilas de colmillos maravillándose ante la cantidad y ante el tamaño de algunos de ellos. Luego regresó y miró con severidad a Jim.
—¡Por el amor de todo lo que es sagrado, muchacho! ¿Es que careces del sentido de la moderación? ¿No se te ocurrió pensar en dónde íbamos a almacenar todo esto? Tendremos que construir otro depósito, y el único culpable serás tú. —La expresión de Tom cambió y se rió de su propio ingenio para luego envolver a su hijo con un abrazo de oso—. Después de semejante botín, no tendremos otra opción que declararte socio a partes iguales en la compañía.
Durante los meses siguientes, hubo trabajo para todos, y mucho más para planificar y organizar. El principal trabajo en el fuerte estaba terminado, incluyendo la ampliación del depósito para almacenar el abundante marfil capturado. Sarah por fin pudo llevar sus muebles a tierra firme. Colocó el clavicordio en la sala, la cual iba a servir de comedor y sala de estar para ambas familias. Esa noche ella tocó las melodías favoritas, mientras los demás cantaban. El desafinado Tom compensaba con volumen lo que le faltaba en armonía, hasta que Sarah, discretamente lo distrajo pidiéndole que diera vuelta las páginas de su libro de música.
Debido a la falta de forraje, un número tan grande de animales no podía ser mantenido en las cercanías del fuerte. Jim los separó en siete rebaños de menor tamaño y le ordenó a Inkunzi que los trasladara a los campos cercanos, hasta una distancia de veinte leguas de Fuerte Auspicioso, a cualquier lugar donde pudiera encontrar pastos y agua. Los pastores nguni construyeron sus aldeas cerca de los nuevos campos de pastoreo.
—Se convertirán en un buen escudo protector alrededor del fuerte —le señaló Jim a su padre y a su tío—, y nos informarán con tiempo suficiente, la aparición de cualquier enemigo antes de que se acerque a veinte leguas.
—Luego agregó, como si no lo hubiera pensado antes: —Claro que tendré que ir a inspeccionar esos rebaños cada tanto.
—Lo cual te dará una buena excusa para escapar e irte a cazar elefantes. —Tom sacudió la cabeza con gesto de sabiduría—. Tu dedicación a los intereses de la compañía es conmovedora, muchacho.
Sin embargo, después de unas pocas de esas expediciones, los elefantes reaccionaron a las atenciones de Jim abandonando el país y desapareciendo en las inmensidades del interior profundo.
Al mes de haber llegado a Fuerte Auspicioso, Jim y Louisa se dirigieron a Sarah que estaba en su cocina. Después de una larga y emocionante conversación que dejó a las dos mujeres en un mar de lágrimas de alegría, Sarah fue en busca de Tom inmediatamente.
—Por todos los cielos, Sarah, no sé qué decir —dijo Tom y ella sabía que aquélla era su más poderosa expresión de asombro—. No hay posibilidad de error, ¿verdad?
—Louisa está segura. Las mujeres rara vez nos equivocamos en esos asuntos —replicó Sarah.
—Necesitaremos a alguien que formalice el lazo de la boda, para que todo quede prolijo y legal. —La expresión de Tom era de preocupación.
—Bueno, tú eres un capitán de barco —señaló agudamente ella—, de modo que estás investido de ese poder.
Cuanto más lo pensaba, más lo atraía la idea de tener un nieto. —Bueno, parece que Louisa ha pasado las pruebas bastante bien— concedió, con una convincente demostración de indiferencia.
Sarah colocó sus puños en jarras, lo cual era una señal de que se acercaba una tormenta.
—Si eso fue dicho como una broma, Thomas Courtney, fue bastante desafortunada. En lo que a ti, a mí y a cualquier otro en el mundo respecta Louisa Leuven será una novia virginal —dijo.
Él cedió terreno rápidamente.
—Estoy convencido de ello, y me pelearé con cualquier hombre que diga lo contrario. Como tú y yo bien sabemos, los nacimientos prematuros son frecuentes en ambas ramas de nuestra familia. Además, Louisa es una muchacha bien parecida y prometedora. Me atrevo a afirmar que Jim tendría que recorrer muchos caminos para encontrar alguna mejor.
—¿Eso quiere decir que lo harás? —inquirió Sarah—. Sospecho que no tendré mucha paz hasta que lo haga.
—Por esta vez, tus sospechas son correctas —aceptó ella, y él la alzó y la besó ruidosamente en ambas mejillas.
Tom los casó en el alcázar del Sprite. No había espacio a bordo para todos, de modo que los demás presenciaron la ceremonia desde los cordajes del Revenge o desde las alturas de la empalizada del fuerte. Jim y Louisa pronunciaron sus votos y luego firmaron el cuaderno de bitácora de la nave. Cuando Jim llevó a la novia a tierra, Mansur y sus hombres dispararon un saludo de veintiún cañonazos desde el fuerte, lo cual hizo que los guerreros nguni se desbandaran en estado de confusión, y provocó en la pequeña Letee un ataque de histeria que duró hasta que Bakkat logró asegurarle que el cielo no estaba cayéndoseles encima.
—Bien —dijo Tom, satisfecho—. Esto les alcanzará hasta que puedan encontrar un sacerdote que haga el trabajo como corresponde. —Y se quitó su tricornio de capitán y cambió las funciones de sacerdote por las de cantinero al destapar un barril de aguardiente del Cabo.
Smallboy había matado un buey y lo asaron entero en un asador, en la playa debajo del fuerte. Los festejos continuaron hasta que se acabó la carne y el barril de aguardiente quedó finalmente seco.
Jim y Louisa comenzaron a trabajar en la construcción de su propia residencia privada dentro de las murallas del fuerte. Con tantas manos deseosas de ayudar en la tarea, en menos de una semana pudieron abandonar la carreta que durante tanto tiempo había constituido su hogar. Se trasladaron a una nueva vivienda con techo de paja y sólidas paredes de adobe secado al sol.
Luego volvieron a ocuparse de asuntos menos gratos. Rashood fue sacado engrillado de la celda del fuerte, que originariamente había sido construida como bodega de vinos. Dorian y Mansur eran, según las leyes del islam, jueces y verdugos: lo llevaron al bosque lejos de la vista y del oído de los del fuerte. Estuvieron ausentes sólo por unas pocas horas, pero cuando regresaron traían una seria sombría expresión en sus rostros y Rashood ya no estaba con ellos.
Al día siguiente, Tom convocó a una sesión del consejo de familia. Por primera vez Louisa Courtney asistía a ella en su calidad de nueva adquisición del clan. Como el mayor de todos, Tom explicó cuáles eran las decisiones que debían tomar.
—Gracias a Jim y a Louisa estamos abarrotados con grandes cantidades de marfil. Los mejores mercados siguen siendo Zanzíbar, las factorías en las islas de Coromandel o en Bombay, en el reino del gran mogol. Zanzíbar está en manos del califa Zayn al-Din, de modo que ese puerto está cerrado para nosotros. Yo permaneceré aquí en Fuerte Auspicioso para ocuparme de los asuntos de la compañía, y necesitaré a Jim para que me ayude. Dorian llevará las naves al norte, cargadas con todo el marfil que puedan transportar, aunque dudo de que eso sea más de una cuarta parte del total que tenemos almacenado. Cuando todo eso haya sido vendido, él tiene asuntos todavía más importantes que atender en Muscat. —Miró a su hermano menor.
Le pediré a Dorian que nos lo explique a todos nosotros.
Dorian se quitó la boquilla de marfil del narguile de entre los dientes, que todavía eran blancos, parejos y sin ausencias. Miró alrededor siguiendo el círculo de los amados rostros.
—Sabemos que Zayn al-Din fue derrocado por una junta revolucionaria en Muscat. Tanto Batula como Kumrah han podido obtener cierta confirmación de eso en su último viaje a Omán. Kadem ibn Abubaker —las hermosas facciones de Dorian se ensombrecieron al pronunciar el nombre del asesino de Yasmini—, alegó traerme una invitación de la junta para ocupar el lugar de Zayn al-Din en el Trono del Elefante y conducir la batalla contra él. No sabemos si la junta de verdad está tratando de encontrarme, o si eso fue solamente una mentira más para tratar de conducirme a las garras de Zayn. De cualquier manera, me negué por respeto a Yasmini, pero al intentar protegerla la condené a la muerte.
La voz de Dorian tembló y Tom interrumpió bruscamente.
—Eres demasiado duro contigo mismo, hermano. Nadie, por astuto que fuera, podría haber previsto esas consecuencias.
—Sin embargo Yasmini murió por órdenes de Zayn y por las ensangrentadas manos de Kadem. No hay manera más segura, para que yo pueda vengar su muerte, que ir a Omán y jugar mi suerte junto a los revolucionarios de Muscat.
Mansur se alzó de su banco en un extremo de la larga mesa y fue a pararse junto al hombro de Dorian.
—Si tú lo permites, iré contigo, padre, para ocupar mi lugar como tu mano derecha.
—No sólo te lo permito. Te lo agradeceré con todo mi corazón.
—Eso está decidido, entonces —dijo Tom lleno de energía—. Jim y su mujer se quedarán aquí para ayudarnos a Sarah y a mí, de modo que no estaremos escasos de manos y podremos arreglarnos sin Mansur. ¿Cuándo piensas zarpar, hermano?
—Los alisios dejarán paso al monzón en seis semanas. Los vientos deberían estabilizarse para fin del mes que viene —replicó Dorian—. Eso nos dará tiempo para terminar los preparativos.
—Quitaremos los cañones restantes de las naves para que haya más espacio para el marfil —agregó Tom—. Con ellos, además, podremos reforzar nuestras defensas aquí. Nunca estaremos seguros de que Keyser no nos haya descubierto. Además, están esos impis nguni que merodean por todas partes. Jim derrotó al grupo a las órdenes de Manatasee, pero sabemos por informaciones de los fugitivos que han llegado hasta nosotros, que hay otros grupos igualmente salvajes moviéndose como locos por ahí. Una vez que hayas vendido el marfil podrás comprar cañones nuevos en la India. Existen hábiles armeros en el Punjab. He visto sus trabajos y hacen excelentes cañones de nueve libras. Justo el peso y la longitud de cañón adecuados para nuestros cascos.
Después de sacar los cañones de las goletas, y además de la pólvora y Las municiones, los llevaron a tierra en las chalupas, para ser arrastrados colina arriba por yuntas de bueyes e instalarlos en terraplenes alrededor del fuerte.
—Bien, con esto estaremos tranquilos. —Tom miró las nuevas defensas con aire de satisfacción—. Van a necesitar un ejército con máquinas de asedio para vencernos. Creo que estamos a salvo de las tribus merodeadoras y hasta de cualquier fuerza que Keyser pueda decidir enviar contra nosotros una vez que se entere de donde estamos.
Sin el peso de los cañones, las goletas ancladas se movían ligeramente dejando ver buena parte del revestimiento de cobre del casco.
—Ya les pondremos el lastre para que recuperen la línea —prometió Dorian, y ordenó que comenzaran a cargar el marfil y a llenar los toneles de agua.
Desde el asesinato de Yasmini, Dorian solía caer en súbitos pozos de profunda melancolía. Se lo veía prematuramente envejecido por la tristeza. El color dorado rojizo del pelo y la barba mostraban franjas de plata pura que antes no existían y la frente se enriquecía con nuevas y profundas líneas. Pero en ese momento, con un objetivo definido en su mente y con Mansur a su lado, parecía rejuvenecido, una vez más lleno de energía y voluntad.
Comenzaron a cargar el marfil en las goletas y también a organizar pertrechos y provisiones, además de llenar los toneles de agua para el viaje que les esperaba. Los barriles de encurtidos fueron provistos con carne de los rebaños capturados. De ese modo los cascos de las naves volvieron a estabilizar su línea de flotación. Dorian y sus capitanes, Batula y Kumrah, se preocupaban por el equilibrio de las naves para lograr mayor velocidad y maniobrabilidad.
—Hasta que tengamos nuevos cañones para defendernos, tendremos que depender de la velocidad para huir de cualquier enemigo que encontremos. A pesar de las mejores intenciones y esfuerzos de mi padre y de mi hermano Tom, hace veinte años, todavía hay piratas en actividad en el Océano Índico.
—Debes mantenerte lejos de la costa africana. Allí es donde han establecido sus nidos —recomendó Tom—, y con el monzón en tus velas podrás ganarle a cualquier dhow pirata.
Estaban todos tan ocupados —las mujeres poniendo en orden sus nuevos hogares, Tom y Jim atendiendo el ganado y los caballos, Dorian y Mansur preparando las naves—, que los días pasaban volando.
—Parece mentira que ya hayan pasado seis semanas —le decía Jim a Mansur, parados ambos en la playa y observando las dos pequeñas goletas.
Las vergas estaban listas y las tripulaciones embarcadas. Todo estaba dispuesto como para aprovechar la marea de la mañana.
—Vaya tiempos que vivimos, apenas nos volvemos a ver y ya tenemos que despedirnos otra vez —coincidió Mansur.
—Tengo la sensación de que esta vez será por más que un corto tiempo, primito —dijo Jim con tristeza—. Creo que la aventura y una nueva vida te esperan más allá del azul horizonte.
—A ti también, Jim. Tienes a tu mujer y pronto tendrás un hijo, además, ya has hecho de esta tierra tu hogar. Yo estoy solo y todavía busco la patria de mi corazón.
—No importa cuántas leguas de agua o tierra nos separen, siempre te sentiré cerca de mi espíritu —agregó Jim.
Mansur no ignoraba el gran esfuerzo que le había costado a Jim hacer aquella manifestación de sus sentimientos. Tomó a su primo y lo abrazó con fuerza. Jim también lo abrazó con la misma intensidad.
Las dos goletas zarparon al amanecer con la marea, y toda la familia estaba a bordo de la Revenge cuando pasaron la boca de la bahía. Una milla mar adentro Dorian puso la nave al pairo y Tom, Sarah, Jim y Louisa bajaron a la chalupa desde donde observaron a las dos naves seguir su viaje y hacerse cada vez más pequeñas con la distancia. Finalmente desaparecieron sobre el horizonte y Jim dirigió la chalupa de regreso a la bahía.
El fuerte parecía extrañamente vacío sin Dorian y sin Mansur, se extrañaban sus maravillosas voces en los cantos de las reuniones familiares alrededor del clavicordio de Sarah, por las noches.
El viaje por el Océano Índico fue rápido y casi sin incidentes. Con Mansur al mando del Sprite y Dorian del Revenge, ambas goletas navegaron cerca una de otra y el monzón fue generoso con ellos. Dieron un gran rodeo para evitar la isla de Ceilán, recordando las amenazas de Keyser de comunicarse con el gobernador holandés en Trincomalee para ponerlo al tanto de lo sucedido en la colonia de Buena Esperanza. Continuaron su viaje hacia la costa de Coromandel, en la costa oriental al sur de la India, para llegar a ella antes del cambio de estación. Visitaron las factorías comerciales de sus competidores franceses, ingleses y portugueses sin revelar su verdadera identidad. Tanto Dorian como Mansur habían adoptado ropajes árabes y en público sólo hablaban esa lengua. En cada puerto Dorian evaluaba con precisión la demanda de marfil y tuvo que controlarse para no inundar el mercado. Les fue mucho mejor de lo que él y Tom habían calculado. Con los cofres de la nave cargados con rupias de plata y mohures de oro, y todavía un cuarto del marfil sin vender, viraron hacia el sur para rodear el extremo meridional de la India, navegando a través del estrecho de Palk entre Ceilán y el continente. Luego se dirigieron hacia el norte, una vez más a lo largo de la costa occidental, hasta que llegaron a los territorios del gran mogol. En ese país vendieron el resto del marfil, precisamente en Bombay, donde la Compañía Inglesa de las Indias Orientales tenía su cuartel general, y también en los otros mercados de los puertos occidentales del decadente imperio mogol.
El otrora poderoso imperio, el más rico y más glorioso que jamás hubiera florecido en ese gran continente, estaba ya en decadencia y desintegración mientras emperadores menores como Babur y Akbar luchaban por imponerse. A pesar de los desórdenes políticos, la nueva influencia persa en la corte de Delhi contribuía a un clima favorable para el comercio. Los persas eran comerciantes hasta la médula de los huesos y los precios del marfil eran superiores a lo que habían recibido en las factorías de la costa de Coromandel.
Dorian podía ya volver a armar las dos goletas y llenar sus depósitos vacíos con pólvora y municiones, para convertir aquellas naves mercantes en navíos de guerra. Se dirigieron al norte y anclaron en las rutas de Hydeabad, a través de las cuales pasaba el río Indo hacia el mar de Arabia. Dorian y Mansur bajaron a tierra con un grupo armado a las órdenes de Batula. Alquilaron un carro en el mercado principal y contrataron a un intérprete árabe que los condujera a una de las áreas más alejadas de la extendida y activa ciudad. La fundición de hierro de uno de los más famosos fabricantes de cañones en todo Punjab y la cuenca del Indo —lo cual significaba toda India—, estaba ubicada en aquella chata y extensa llanura aluvial. Su propietario era un sikh de aspecto imperial, el pandit Singh.
Durante las siguientes semanas Dorian y Mansur eligieron en aquellos depósitos una batería de cañones. Doce para cada nave. Eran todos largos, con el alma de cuatro pulgadas y caño de más de tres metros que disparaba balas de hierro de nueve libras de peso. Con un alma tan estrecha en relación con el largo del cañón, era un arma precisa y de gran alcance.
Dorian midió la longitud y el diámetro del alma de los cañones para asegurarse de que todos pudieran usar la misma medida de bolas de hierro, así como para estar seguro de que no había fallas en el moldeado. Después, para gran indignación del pandit Singh, que lo consideró una ofensa a su habilidad como artesano, Dorian insistió en que todos los cañones elegidos fueran disparados para estar seguro de que no había falla alguna en el metal. Dos caños reventaron a la primera descarga. Pero el pandit Singh explicó que eso nada tenía que ver con su trabajo, sino que era indudablemente el resultado de la maligna influencia de un goppa, la más perniciosa variedad de shaitan.
Las cureñas para los cañones fueron construidas por carpinteros locales siguiendo los diseños del mismo Dorian. Luego, montados cada uno en su soporte, los cañones fueron arrastrados por yuntas de bueyes hacia el puerto y finalmente transportados hacia las naves en grandes lanchones. El pandit Singh fundió varios cientos de rondas de bolas de hierro para ser disparadas por los nuevos cañones, así como gran cantidad de metralla y balas encadenadas. También pudo proveerles una buena cantidad de pólvora, que él personalmente garantizaba como de la mejor calidad. Dorian abrió y tomó muestras de cada barril y rechazó más de la mitad antes de enviar el resto a bordo de las goletas.
Luego dirigió su atención a la apariencia de su flotilla, que en aquellos mares era un asunto casi tan importante como el del armamento. Envió a Mansur a tierra, a los souks de Hyderabad, para comprar a buen precio rollos de lona de la mejor calidad, color verde y rojo vino. Los marineros dedicados a la confección de velas se ocuparon de hacer un nuevo y resplandeciente conjunto para reemplazar a las ya desteñidas velas desgastadas por los vientos. Los sastres de los souks fueron también puestos a trabajar. Debían proveer a las tripulaciones de las goletas con pantalones de algodón de amplias perneras y chaquetas que hicieran juego con las nuevas velas. Los resultados fueron impresionantes.
Al estar tan cerca de Omán, Hyderabad era un hervidero de rumores políticos y militares. A la vez que regateaban con los comerciantes, Dorian y Mansur bebían café con ellos y escuchaban todos los chismes. Dorian se enteró de que la junta revolucionaria todavía estaba en el poder en Muscat, pero que el califa Zayn al-Din había consolidado su posición en Lamu y Zanzíbar, así como en el resto de los puertos del imperio de Omán. Varias veces oyó decir que Zayn estaba planeando un ataque a Muscat para derrocar a la junta y recuperar su trono perdido. Para ello contaba con la ayuda de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales y de la Sublime Puerta en Constantinopla, sede del Imperio Turco Otomano.
Dorian pudo también enterarse de la identidad de los nuevos gobernantes de Muscat. Se trataba de un consejo de diez miembros, y Dorian reconoció la mayoría de los nombres. Se trataba de hombres con quienes había compartido el pan y la sal, e incluso habían cabalgado juntos a la batalla hacía muchos años. Su ánimo se sintió gratificado cuando finalmente todo estuvo listo para zarpar.
Aun después de haber iniciado el viaje no puso proa a Muscat de inmediato, que estaba a menos de setecientas millas al Oeste por el Trópico de Cáncer, en el golfo de Omán. En lugar de esto, fue de un lado a otro fuera del alcance de la vista desde tierra y entrenó a las tripulaciones de ambas naves en el manejo de los nuevos cañones. Dorian no ahorró gastos de pólvora ni de munición para el duro entrenamiento, hasta que sus hombres llegaron a ser tan rápidos y experimentados como los artilleros de una fragata de la Marina Real Británica.
Fue un espectáculo impresionante cuando la flotilla entró por fin en el puerto de Muscat, las flamantes velas en los sobrejuanetes y la tripulación sobre las vergas con sus uniformes nuevos. Las goletas hacían flamear el azul cobalto de las armas de Omán en los palos mayores. Dorian ordenó arriar las velas altas y los nuevos cañones dispararon su saludo al palacio y la fortaleza. A los artilleros les encantaba el ruido de su propio fuego. Una vez que comenzaron, los honores continuaron con entusiasmo hasta que, al final, para hacer que dejaran de desperdiciar pólvora y municiones, fueron sometidos con una severa distribución de latigazos.
Todo esto produjo un gran revuelo en tierra. A través de su catalejo, Dorian observaba el movimiento de mensajeros a lo largo de la costa, y a los artilleros correr a ocupar sus puestos en las baterías sobre los parapetos de la fortaleza. Sabía que pasaría un largo rato mientras la junta decidía cómo reaccionar ante el arribo de esta extraña flotilla de naves de guerra, de modo que se acomodó para esperar.
Mansur echó al agua la balandra y él mismo remó hasta reunirse con su padre. Ambos se mantuvieron de pie junto a la barandilla y se dedicaron a observar a las demás naves ancladas en el puerto interior. En particular, estudiaron una nave de tres palos elegante y bien provista, con la bandera inglesa y el gallardete del cónsul general de Su Majestad Británica en el palo mayor. Al principio, supuso que tan espléndida embarcación debía ser propiedad de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, pero la desteñida bandera indicaba que era una nave de propiedad privada, como la suya.
—Un rico propietario. Ese juguete debe de haber costado cinco mil libras como mínimo. —Leyó el nombre en la proa—: Arcturus. Por supuesto no podríamos encontrar aquí en Muscat una nave de la Compañía ya que ésta se ha aliado abiertamente con Zayn al-Din en Zanzíbar —le señaló a su hijo.
Los oficiales de chaqueta azul en la cubierta del Arcturus apuntaban sus catalejos hacia ellos con igual interés. En su mayor parte parecían ser negros o árabes ya que eran de piel oscura y casi todos tenían barba. Dorian identificó al capitán por su sombrero de tres picos y por los alamares dorados en las mangas. Él era la excepción, un europeo de rostro rubicundo y bien afeitado. Mansur dirigió su catalejo desde el alcázar hacia la proa y lo detuvo sorprendido.
—Llevan mujeres blancas a bordo.
Dos damas se paseaban por el puente, acompañadas por un caballero elegantemente vestido, con levita y estirado alzacuello blanco. Se cubría la cabeza con un alto sombrero negro y en su mano llevaba un bastón con cabeza de oro con el que subrayaba lo que iba diciendo a su femenina compañía.
—Ahí tienes al rico propietario —observó Mansur—, vestido como un petimetre y muy satisfecho de sí.
—¿Todo eso puedes descubrir a esta distancia? —preguntó Dorian con una sonrisa, y estudió al hombre detalladamente. Por supuesto era sumamente improbable que lo hubiera visto antes; sin embargo, algo en él evocaba la perturbadora sensación de haberlo conocido antes.
Mansur dejó escapar una risita burlona.
—¿No ves acaso que se pavonea como un pingüino al que le han metido una vela encendida por atrás? Estoy seguro de que la rechoncha dama que se desliza junto a él cubierta de perifollos y volados es la esposa. Forman una espléndida pareja… —Mansur se interrumpió abruptamente. Dorian bajó su catalejo y lo miró. Los ojos del muchacho se entrecerraban y sus mejillas doradas por el sol súbitamente adquirieron un color bronce oscuro. Dorian rara vez había visto a su hijo ruborizarse, pero eso era precisamente lo que le estaba ocurriendo en ese momento. Levantó su anteojo y estudió a la segunda mujer, que era obviamente la causa del cambio de humor de su hijo. "Más una niña que una mujer", pensó, "aunque bastante alta. Cintura como la de un reloj de arena, pero claro, seguramente puede comprarse los costosos corsés franceses. Porte gracioso y andar flexible". Luego dijo en voz alta:
—¿Y qué me dices de la otra?
—¿Cuál? —Mansur simuló indiferencia.
—La flacucha con el vestido color repollo.
—No es flacucha y el color es esmeralda —replicó Mansur furioso, pero de inmediato quedó envuelto en cierto estado de confusión al darse cuenta de que había sido atrapado—. Bueno, no es que me preocupe demasiado.
El hombre de alto sombrero pareció ofenderse ante tales apreciaciones ya que miró directamente hacia ellos por encima del agua, luego tomó del brazo a su regordeta acompañante y la condujo hacia el otro lado, a la barandilla de estribor del Arcturus. La muchacha vestida de verde vaciló, giró la cabeza hacia atrás, y los miró.
Mansur la observó con avidez. El sombrero de paja de ala ancha debió haber protegido su cutis del sol tropical. Pero aun así, había adquirido un color rosa suave como piel de durazno. Aunque estaba demasiado lejos como para distinguir detalles, pudo advertir que sus facciones eran equilibradas y finamente proporcionadas. Su pelo castaño claro estaba recogido con una redecilla sobre los hombros. Era espeso y lustroso. Tenía la frente ancha y profunda, y su expresión era inteligente y serena. El joven se sintió extrañamente falto de aliento y deseó haber podido distinguir el color de sus ojos.
Pero en ese momento ella movió la cabeza con impaciencia y recogió con gracia su falda verde. Siguió los pasos de la pareja mayor hacia el otro lado de la cubierta y fuera de la vista de Mansur.
El joven bajó el catalejo, sintiéndose extrañamente abandonado.
—Bueno —dijo Dorian—, el espectáculo ha terminado. Voy abajo. Llámame si se produce alguna novedad.
Pasó una hora, y luego otra, antes de que Mansur gritara a través del tragaluz del camarote de popa.
—¡Bote saliendo del muelle del palacio!
Se trataba de una pequeña falúa con vela latina y una tripulación de marineros, con un pasajero en el espacio abierto de popa. Éste vestía ropajes blancos como la nieve y turbante. De la cintura colgaba una cimitarra con vaina de oro. Cuando se fueron acercando, Dorian pudo distinguir el brillo del enorme rubí en su turbante. Era un personaje importante.
La falúa se colocó borda con borda y uno de sus marineros se aferró a Las cadenas del Revenge. Después de un breve intervalo el visitante subió por la portezuela de babor. Probablemente el hombre era un poco mayor que Dorian. Tenía las facciones agudas y duras de una de las tribus del desierto y la mirada abierta, directa, de quien está habituado a mirar horizontes lejanos. Atravesó la cubierta dirigiéndose a Dorian con pasos largos y flexibles.
—La paz sea contigo, bin-Shibam. —Dorian se dirigió a él sin formalidades, como un camarada de armas puede saludar a otro—. Han pasado muchos años desde que estuviste a mi lado en el paso de Bright Gazelle para impedir los movimientos del enemigo.
El esbelto guerrero se detuvo a medio andar y miró a Dorian en estado de total asombro.
—Veo que Dios te ha favorecido. Sigues tan fuerte como cuando eras joven. ¿Todavía usas la lanza contra el tirano y el patricida? —continuó el litrión.
El guerrero lanzó un grito y avanzó casi corriendo para luego arrojarse a los pies de Dorian.
—¡Al-Salil! Auténtico príncipe de la casa del califa Abd Muhammad al-Malik. Dios ha escuchado nuestras fervientes plegarias. La profecía de Mullah al-Allama se ha cumplido. Has regresado a tu pueblo en el momento de su mayor dolor, cuando más te necesita.
Dorian ayudó a ponerse de pie a bin-Shibam y lo abrazó.
—¿Qué es lo que un viejo halcón del desierto como tú hace en el antro de pecado que es esta ciudad? —Lo sostuvo a un brazo de distancia—. Estás vestido como un pachá. Tú, que fuiste alguna vez un jeque luchador de los saar, la más fiera de las tribus de Omán.
—Mi corazón suspira por los espacios del desierto, al-Salil, y por sentir mi cuerpo sobre un camello a la carrera —confesó bin-Shibam—, pero en lugar de ello, mi tiempo transcurre en este lugar, en interminables debates, cuando debería estar cabalgando en libertad, con mi larga lanza en la mano.
—Vamos, viejo amigo. —Dorian lo condujo hacia su camarote—. Vamos a donde podamos hablar con libertad.
Una vez en el camarote se reclinaron sobre las alfombras y un sirviente les trajo unas tacitas de bronce con café muy azucarado.
—Para mi tristeza y molestia, soy ahora parte del consejo de guerra de la junta. Somos diez, elegidos uno por cada una de las diez tribus de Omán. Desde que derrocamos al monstruo asesino de Zayn al-Din del Trono del Elefante, he estado acá sentado en Muscat, hablando hasta que me duelan las mandíbulas y me crezca la barriga.
—Dime sobre qué tratan esas conversaciones —pidió Dorian, y durante las siguientes horas bin-Shibam confirmó casi todo lo que él ya sabía.
Le contó que Zayn al-Din había asesinado a todos los herederos y descendientes del padre adoptivo de Dorian, el califa al-Malik. Relató también muchas de sus otras inconcebibles atrocidades y le informó acerca de los sufrimientos que había impuesto a su pueblo.
—En el nombre de Dios, las tribus se levantaron contra su tiranía. Enfrentamos a sus protegidos en batalla y los vencimos. Zayn al-Din huyó de la ciudad y se refugió en la Costa de la Fiebre. Tendríamos que haber proseguido con nuestra campaña contra él hasta el final, pero fuimos divididos por la controversia acerca de quién debería conducirnos. No había quedado vivo ningún heredero del verdadero califa. —En ese punto, bin-Shibam se inclinó hacia Dorian—. Dios nos perdone, al-Salil, pero ignorábamos dónde te hallabas. Fue recién en estos últimos años que comenzaron a oírse rumores de que estabas con vida. Enviamos mensajeros a todos los puertos del Océano Índico para buscarte.
—He oído estos pedidos, aunque lejanos y poco claros, pero he venido a unirme a esta causa.
—Que la benevolencia de Dios sea contigo, pues hemos vivido gravosas circunstancias. Cada una de las diez tribus quiere que su propio jeque asuma el califato. Zayn escapó con la mayor parte de la flota de modo que no pudimos perseguirlo hasta Zanzíbar. Mientras nosotros hablábamos, nos hacíamos cada vez más débiles y Zayn al-Din, más fuerte. Al ver que vacilábamos, sus protegidos, a los que habíamos dispersado, se reunieron otra vez y regresaron con él. Conquistó los puertos del continente africano y aniquiló a quienes allí se habían puesto de nuestro lado.
—El primer principio de la guerra dice que uno nunca debe darle al enemigo la ventaja de recuperar sus fuerzas —le recordó Dorian.
—Es como tú dices al-Salil. Además, Zayn ha agregado a su causa a poderosos aliados. —Bin-Shibam se puso de pie y atravesó la cámara hasta la portilla. Descorrió la cortina—. Hay uno de ellos que ha venido a nosotros en toda su arrogancia. Se presenta como un mediador para la paz, pero la verdad es que trae un ultimátum y una amenaza mortal. —Señaló al Arcturus, anclado en el puerto interior.
—Dime, ¿quién está a bordo de esa nave? Veo que lleva el gallardete un cónsul general.
—Es el representante del monarca inglés, su cónsul general para Oriente, uno de los hombres más poderosos en estos mares. Supuestamente viene a mediar entre nosotros y Zayn al-Din, pero conocemos bien a este personaje por su reputación. Así como algunos mercaderes comercian con alfombras, éste comercia con naciones, ejércitos y toda clase de armas de guerra. Se mueve en secreto y con la misma facilidad tanto en los cónclaves de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales como en la corte del Gran Mogol en Delhi, en las entrañas de la Sublime Puerta o en el gabinete del emperador en Pekín. Su fortuna iguala a la de cualquiera de ellos. La amasó haciendo negocios con el poder, la guerra y vidas humanas. —Bin-Shibam extendió expresivamente sus manos—. ¿Cómo podemos nosotros, guerreros de las arenas, negociar con alguien semejante?
—¿Conoces sus términos? ¿Sabes qué mensajes trae?
—No nos hemos encontrado todavía. Hemos prometido hacerlo el primer día de Ramadán. Pero tenemos miedo. Sabemos que recibiremos la peor parte en cualquier trato que hagamos con él. —Volvió a arrodillarse ante Dorian—. Tal vez en nuestros corazones estábamos esperando que tú vinieras a nosotros y nos condujeras en la batalla como hiciste tantas veces antes. Permíteme regresar al consejo para decirles quién eres y por qué estás aquí.
—Ve, viejo amigo. Diles que al-Salil desea dirigirse al consejo.
Bin-Shibam regresó después de caída la noche. Apenas ingresó en el camarote se postró ante Dorian.
—Podría haber venido antes, pero el consejo no desea que el cónsul inglés te vea bajar a tierra. Se me encomendó que te transmitiera su más profundo respeto y, en memoria de tu padre, expresan su lealtad a tu familia.
En este momento te esperan en la sala del trono del palacio. Te ruego, ven conmigo y te llevaré a ellos. Ellos te informarán más para tu beneficio y para beneficio de todos nosotros.
Dorian dejó a Mansur al mando de la flotilla. Se echó un manto de pelo de camello sobre la cabeza y los hombros y bajó con bin-Shibam a la falúa. Para aproximarse al muelle del palacio pasaron antes junto al anclado Arcturus. El capitán estaba en cubierta. Dorian vio su rostro a la luz de la bitácora de la brújula. Estaba dando órdenes al oficial de guardia. El suyo era un pastoso acento del oeste de Inglaterra, pero sonó extraño a los oídos de Dorian. "Estoy regresando a los lazos y lealtades de mi infancia", pensó, y luego su mente se orientó hacia otras cosas. "Qué pena que Yasmini no pueda estar conmigo ahora para compartir este regreso al hogar."
Los guardias los estaban esperando cuando desembarcaron en el muelle de piedra. Condujeron a Dorian y atravesaron un pesado portón de hierro enrejado para luego ascender por una escalera circular e internarse en un laberinto de estrechos corredores. Los bloques de piedra de los muros estaban iluminados por antorchas que se consumían en soportes adosados a la pared. El lugar olía a moho y a roedores. Finalmente llegaron a una puerta fuertemente protegida por barras. Los escoltas golpearon con las empuñaduras de sus lanzas, y cuando aquélla se abrió continuaron la marcha por corredores más anchos y de altos techos abovedados. Los pisos estaban cubiertos por esteras y las paredes con tapicerías de seda y de fina lana. Llegaron a otra puerta custodiada por centinelas armados que cruzaron las lanzas para impedirles el paso.
—¿Quién desea ser admitido ante el Consejo de la Guerra de Omán?
—El príncipe al-Salil ibn al-Malik.
Los guardias dejaron libre el paso e hicieron una profunda reverencia.
—Pasad, Alteza. El Consejo espera vuestra llegada.
Las puertas se abrieron lentamente, con crujidos de goznes y Dorian ingresó en el salón. Estaba iluminado por cientos de pequeñas luminarias de cerámica cuyos pabilos flotaban en aceite perfumado. Pero la luz que brindaban no era suficiente para despejar las sombras que envolvían los rincones más alejados y dejaba el alto techo en la oscuridad.
Los hombres vestidos con túnicas estaban sentados en círculo sobre almohadones junto a una mesa baja. El mantel estaba bordado con hilos de plata pura que seguían los diseños geométricos propios del arte religioso islámico. Los hombres se pusieron de pie cuando Dorian estuvo ante ellos.
Uno, que era obviamente el mayor y el personaje más importante del consejo, se adelantó. Su barba era blanca y brillante; su paso, pausado y venerable, propio de la edad. Lo miró a la cara.
—Las bendiciones de Dios lleguen a ti, Mustaphá Zindara —lo saludó Dorian—, consejero de confianza de mi padre.
—Es él. En nombre de Dios, es realmente él —exclamó el anciano. Cayó con el rostro al suelo y besó el borde de la túnica del recién llegado. Dorian lo ayudó a ponerse de pie y lo abrazó.
Uno a uno, los demás fueron adelantándose y él saludó a casi todos por su nombre, preguntándoles por sus familias y recordándoles las travesías por el desierto que habían compartido, las batallas en las que habían peleado juntos como hermanos de armas.
Luego cada uno tomó una lámpara. Lo rodearon y lo condujeron a lo largo del gran salón. Al acercarse al extremo más alejado, algo alto y enorme brilló con reflejos perlados a la luz de las lámparas. Dorian sabía lo que era pues la última vez que había visto a su padre éste había estado sentado en él.
Hicieron ascender los escalones a Dorian y lo ubicaron sobre las pieles de tigre y los almohadones de seda bordada con hilos de plata y oro que se amontonaban para cubrir la parte alta de la plataforma de aquella elevada estructura. Había sido construida y tallada hacía trescientos años con ciento cincuenta enormes colmillos de elefante. Era el Trono del Elefante del califato de Omán.
Durante las semanas siguientes, desde antes del amanecer hasta pasada la medianoche, Dorian estuvo sentado con sus consejeros y ministros.
Le informaron sobre todos los aspectos de los asuntos del reino, desde el estado de ánimo del pueblo y las tribus del desierto, hasta el estado de los cofres del tesoro y de la flota y la situación del ejército. No le ocultaron que el comercio estaba prácticamente paralizado y le explicaron los dilemas diplomáticos y políticos que debía enfrentar.
Rápidamente se dio cuenta del calamitoso estado a que había sido reducida su causa. Lo que quedaba de la flota que había hecho de Omán una gran potencia naval había zarpado con Zayn al-Din hacia la Costa de la Fiebre. Muchas tribus se habían desilusionado debido a las interminables postergaciones del consejo, y la mayoría de sus escuadrones había desaparecido como la bruma en la firmeza del desierto. El tesoro estaba casi vacío ya que Zayn lo había saqueado antes de huir.
Dorian escuchaba, y luego impartía sus órdenes. Éstas eran concretas y directas. Todo parecía muy habitual y sabido, como si jamás hubiera dejado de estar al mando. Su reputación como genio político y militar se multiplicaba por diez al ser repetida por las calles y los zocos de la ciudad. Su aspecto era hermoso y noble. Tenía el aire del que manda. Su estilo seguro y lleno de confianza era contagioso. Congeló lo que quedaba del tesoro y emitió billetes respaldados en su propia autoridad para pagar gastos que se debían desde hacía mucho tiempo. Se hizo cargo de los graneros, racionó la provisión de alimentos y preparó a la ciudad para el sitio.
Envió mensajes por camellos rápidos a los jeques de las tribus del desierto y se internó en las arenas para encontrarse con ellos cuando ellos decidieron presentarse a jurarle fidelidad. Los envió de regreso al interior para convocar a sus guerreros para la batalla.
Inspirados en su ejemplo, sus capitanes militares se lanzaron con renovado vigor a preparar la defensa de la ciudad. Se deshizo de aquellos que eran claramente incompetentes para reemplazarlos con hombres que él sabía por experiencia propia que eran confiables.
Cuando inspeccionaba las defensas y ordenaba las inmediatas reparaciones, la gente del pueblo lo seguía alegremente. Alzaban a sus hijos para que pudieran ver aunque más no fuera un instante al legendario al-Salil y muchos se apretujaban para tocar sus ropajes a su paso.
Tres veces envió mensajes al Arcturus, apelando a la comprensión del cónsul general, ofreciendo la excusa de que como acababa de ser elevado al califato no había tenido tiempo de ponerse al tanto de todos los asuntos de Estado. Trataba de posponer la inevitable entrevista lo más que pudiera. Cada día que pudiera demorarla fortalecía su propia situación.
Finalmente, un bote del Arcturus llegó al muelle del palacio, con una carta del cónsul general inglés. Estaba escrita en una fluida y hermosa caligrafía árabe, y Mansur creyó reconocer en ella el toque femenino, creyó saber de quién era la mano que la había escrito. Estaba dirigida no al califa sino al Presidente del Provisional Consejo Revolucionario de Omán. Deliberadamente no daba señales de reconocer la existencia de Dorian ni tampoco de aceptar el valor de su título, califa al-Salil ibn al-Malik, aunque para ese entonces el cónsul inglés, a través de sus espías, ciertamente debía estar bien enterado de todo lo que estaba aconteciendo.
El tono de la carta era brusco, sin la menor intención de preservar el lenguaje diplomático. El cónsul general de Su Majestad Británica en Oriente lamentaba que el consejo no hubiera podido concederle una audiencia.
Pero otros asuntos importantes requerían la presencia del cónsul general " por lo que éste debía zarpar de Muscat para dirigirse a Zanzíbar en un futuro inmediato, no pudiendo precisar cuándo estaría en condiciones de regresar a Muscat.
Dorian no se sintió afectado por la velada amenaza que la carta contenía, pero quedó casi sin habla cuando leyó la firma que la cerraba. Sin decir nada le alcanzó la carta a Mansur y le señaló el nombre y la firma que había sido escrita en inglés.
—Tiene el mismo apellido que nosotros. —Mansur estaba intrigado.
—Sir Guy Courtney.
—El mismo, es cierto —el rostro de Dorian estaba todavía pálido y tenso por la sorpresa—, y también la misma sangre. En el momento en que puse mis ojos sobre él pensé que reconocía algo en su persona. Se trata del hermano mellizo de tu tío Tom y medio hermano mío. Lo cual lo convierte en otro tío tuyo.
—Jamás oí mencionar su nombre antes de hoy —protestó Mansur—, y no entiendo nada.
—Hay muy buenas razones para que no hayas oído jamás el nombre de Guy Courtney. Oscuros hechos y negra sangre corren en el fondo.
—¿No podría saber ahora de qué se trata? —inquirió Mansur.
Dorian quedó en silencio durante un rato antes de lanzar un suspiro.
—Se trata de una triste y lamentable historia de traición y engaño, de celos y amargo odio.
—Cuéntame, padre —insistió serenamente el más joven.
Dorian asintió con un gesto.
—Sí. Debo hacerlo, aunque no me proporciona placer alguno revivir aquellos terribles sucesos. Corresponde que tú los conozcas. —Estiró el brazo en busca de la serenidad que le brindaba el narguile y no volvió a hablar hasta que el fuego brilló en su recipiente y el humo azul burbujeó en el agua perfumada del frasco de cristal.
—Hace más de treinta años que Tom, Guy y yo, los tres hermanos, zarpamos de Plymouth con destino a Buena Esperanza. Navegábamos con tu abuelo Hal en el viejo Serafín. Yo era un niño de apenas diez años, pero Tom y Guy eran ya casi hombres adultos. Había otra familia a bordo. Los estábamos llevando hasta Bombay donde el señor Beatty iba a hacerse cargo de un alto puesto en la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. Con él viajaban sus tres hijas. La mayor era Caroline, de dieciséis años y hermosa como un animal salvaje.
—¿No estarás hablando de la regordeta dama que vimos en la cubierta del Arcturus anclado en el puerto? —exclamó Mansur.
—Eso parece. —Dorian asintió con un gesto—. Te aseguro que alguna vez fue una mujer encantadora. El tiempo lo cambia todo.
—Perdóname, padre, no debí haberte interrumpido. Estabas por decirme algo sobre las otras hijas.
—La menor era Sarah, y era dulce y adorable.
—¿Sarah? —Mansur miró intrigado.
—Sé lo que estás pensando y tu suposición es correcta. Sí, ella ahora es tu tía Sarah, pero aguarda, ya llegaremos a eso… si me permites alguna posibilidad de decir algo. —Mansur se mostró arrepentido, y Dorian continuó—: No se había alejado mucho el Serafín del puerto de Plymouth que Guy ya se había enamorado locamente de Caroline. Ella, por otra parte, solo tenía ojos para Tom. Y tu tío Tom, como corresponde a un personaje como él, le correspondió. Disparó al delicado blanco, aumentó el fuego en la joven, le hizo temblar la estructura y finalmente colocó un enorme budín de frutas para que se cocinara en el pequeño hornito de ella.
Mansur sonrió, a pesar de la seriedad del tema.
—Me sorprende que mi propio padre esté familiarizado con términos tan vulgares.
—Perdóname por herir tus delicados sentimientos… pero continuemos. Guy se puso furioso al ver el trato que su hermano le había brindado al objeto de su amor y devoción, y lo desafió a un duelo. Aun en aquellos días de juventud, Tom era un excelente espadachín, no así Guy. Tom no quería matar a su hermano, pero por otra parte tampoco quería saber nada con el budin de frutas que Caroline estaba cocinando. Para él todo aquello no había sido más que un momento de diversión. Yo era apenas un niño por ese entonces, y no entendía muy bien lo que estaba ocurriendo, pero todavía puedo recordar la tormenta que se desató y dividió a la familia. Nuestro padre prohibió el duelo, afortunadamente para Guy.
Mansur podía ver que Dorian estaba sufriendo con esos recuerdos, aunque trataba de cubrir su congoja con un aire displicente. Se mantuvo en silencio, respetando los sentimientos de su padre.
Después de un momento Dorian continuó:
—Al final Guy se separó de nosotros. Cuando llegamos a Buena Esperanza, se casó con Caroline y con ella aceptó al bastardo de Tom como propio. Luego nos abandonó y se fue con la familia Beatty a la India. Nunca más volví a verlo hasta ahora, cuando los descubrimos a él y a Caroline a bordo del Arcturus.
Quedó otra vez en silencio, pensativo y envuelto en las nubes azules del humo del tabaco.
—Eso no fue el final de la historia. En Bombay, con el apoyo de su suegro, Guy ascendió rápidamente al rango de cónsul. Cuando fui raptado a los doce años y caí en manos de los traficantes de esclavos, Tom acudió a Guy pidiéndole ayuda para encontrarme y rescatarme. Pero Guy se negó y trató de hacer que arrestaran a Tom por asesinato y otros crímenes que no había cometido. Tom logró escapar, pero no sin antes haber conquistado a Sarah para huir con ella. Esto sólo sirvió para alimentar las llamas del odio en Guy. Sir Guy Courtney, el cónsul general de Su Majestad Británica en Oriente, es un hombre que sabe odiar. Puede ser mi hermano, pero sólo de nombre. En realidad es un duro enemigo y el aliado de Zayn al-Din. Y ahora necesito tu ayuda para preparar una carta para él.
Se tomaron un gran trabajo para redactarla. Estaba escrita en estilo árabe, llena de floridos cumplidos y protestas de buena voluntad. Continuaba con una profusión de disculpas por cualquier ofensa no voluntaria que se le pudiera haber infligido. Expresaba el mayor de los respetos por el poder y la dignidad de su cargo. Finalmente le rogaba al cónsul general que acudiera a una audiencia con el califa en la fecha y el momento que más conviniera al cónsul, pero preferiblemente lo antes posible.
—Iría yo mismo al Arcturus pero, por supuesto eso no sería diplomáticamente correcto. Tú deberás entregar el mensaje. De ninguna manera debes permitirle siquiera que sospeche que somos parientes de sangre, ni tampoco que hablas inglés. Quiero que evalúes su estado de ánimo y sus intenciones. Pregúntale si podemos proveerle agua, carne o algunos otros alimentos frescos. Ofrécele a él y a su tripulación la libertad y hospitalidad de la ciudad. Si bajan a tierra nuestros espías podrán extraerles información y datos de gran utilidad. Debemos tratar de demorarlos lo más que se pueda, hasta que estemos listos para enfrentar a Zayn al-Din.
Mansur se vistió cuidadosamente para la visita, lo hizo en el estilo que correspondía al hijo mayor del califa de Omán. Llevaba el turbante verde de los creyentes, adornado con una esmeralda, una de las pocas gemas de importancia que habían quedado en el tesoro del palacio después de los saqueos de Zayn al-Din. Sobre su blanca túnica, el chaleco era de piel de camello oscura bordada con hilos de oro. Las sandalias, el cinturón y la vaina de la espada tenían adornos de filigranas labradas por los mejores orfebres de la ciudad.
Cuando Mansur subió la escalerilla que lo conducía a la cubierta del Arcturus con su roja barba brillando a la luz del sol, ofrecía una imagen tan magnífica que el capitán y sus oficiales quedaron con la boca abierta. Les tomó un minuto recuperarse.
—Recibid mis saludos, señor. Soy William Cornish, capitán de esta nave. —El árabe del capitán inglés era bastante deficiente y con un fuerte acento—. ¿Puedo preguntar con quién tengo el honor de hablar? —Su enorme rostro colorado, que le había valido el sobrenombre de "El Rojo" Cornish en la flota de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, brilló a la luz del sol.
—Soy el príncipe Mansur ibn al-Salil al-Malik —replicó el visitante, en elegante árabe, a la vez que tocaba su corazón y sus labios a la manera de saludo—. Vengo como emisario de mi padre, el califa al-Salil ibn al-Malik. Tengo el honor de traer conmigo un mensaje para Su Excelencia el Cónsul general de Su Majestad Británica.
El Rojo Cornish se mostró incómodo. Pudo entender lo que Mansur decía con cierta dificultad, y había recibido estrictas recomendaciones de no reconocer ningún título de realeza que esos rebeldes de Omán pudieran querer legitimar.
—Por favor, disponed que vuestros acompañantes permanezcan en la embarcación —le dijo. Mansur los despidió con un gesto y Cornish continuó—: Seguidme por aquí, señor. —Condujo a Mansur hasta donde se había dispuesto una vela sobre la sección media de la cubierta superior como una protección contra el sol.
Sir Guy Courtney estaba sentado en un cómodo sillón cubierto con piel de leopardo. Su sombrero de tres picos reposaba en una mesa junto a él y tenía la espada entre las rodillas. No hizo esfuerzo alguno por abandonar su sillón cuando Mansur se acercó. Llevaba una chaqueta color rojo vino de fino velarte con sólidos botones de oro y un alto alzacuello. Los zapatos eran de punta cuadrada con hebillas de plata. Sus blancas calzas de seda blanca le llegaban a la rodilla y estaban sujetas por ligas que hacían juego exactamente con el color de su chaqueta. Los calzones apretados eran también blancos, con una bragueta que hacía alardes de masculinidad. Llevaba las cintas y las estrellas de la Orden de la Jarretera y de algunas condecoraciones orientales.
Mansur hizo el educado gesto de salutación.
—Me honra vuestra condescendencia, Excelencia.
Guy Courtney sacudió la cabeza con irritación. Mansur reconoció de inmediato que se trataba del mellizo de Tom y por lo tanto debía de tener poco menos de cincuenta años, pero parecía más joven. Aunque el pelo comenzaba a escasear y retrocedía, su cuerpo era delgado y no tenía barriga. Pero había bolsas oscuras debajo de sus ojos y uno de sus dientes delanteros estaba descolorido. Su expresión era áspera y poco amistosa.
—Mi hija traducirá —dijo en inglés, y señaló a la muchacha que estaba de pie detrás de su silla. Mansur simuló no entender. Había estado absolutamente consciente de la presencia de ella desde el momento mismo en que había puesto un pie en la nave, pero sólo en ese momento la miró directamente a los ojos por primera vez.
Tenía que hacer grandes esfuerzos para mantener su rostro sin expresión alguna. Lo primero que advirtió fue que los ojos de ella eran grandes y verdes, vivaces y curiosos. El blanco era perfecto y las pestañas largas y densamente curvas.
Mansur le sacó los ojos de encima y se dirigió nuevamente a sir Guy.
—Disculpad mi ignorancia, pero no hablo inglés —se disculpó—. No sé lo que Vuestra Excelencia acaba de decir.
La muchacha habló en un hermoso árabe clásico, haciendo música de sus palabras.
—Mi padre no habla árabe. Con vuestra indulgencia yo haré la traducción.
Mansur se inclinó otra vez.
—Mis felicitaciones, mi señora. Vuestro dominio de nuestra lengua es perfecto. Soy el príncipe Mansur ibn al-Salil al-Malik y he venido como mensajero de mi padre, el califa.
—Yo soy Verity Courtney, la hija del cónsul general. Mi padre os da la bienvenida a bordo del Arcturus.
—Nos sentimos honrados por la presencia del emisario de tan poderoso monarca y de tan ilustre país. —Durante un rato más intercambiaron cumplidos y expresiones de estima y respeto, pero Verity Courtney se las ingenió para no reconocer en él títulos reales ni los correspondientes honores. Ella lo estaba evaluando con tanto cuidado como él la evaluaba a ella.
La muchacha era mucho más hermosa que lo que él había visto a través de las lentes de su catalejo. Su cutis estaba ligeramente dorado por el sol, pero por lo demás era perfectamente inglés, y sus facciones eran definidas y con personalidad, sin ser muy marcadas ni ásperas. Su cuello era largo y lleno de gracia, con la cabeza perfectamente equilibrada sobre él. Cuando sonrió educadamente, su boca se mostró generosa y de labios bien formados.
Sus dos dientes superiores estaban ligeramente torcidos, pero esa imperfección resultaba cautivante y atractiva.
Mansur le preguntó si necesitaban algo que él pudiera proveer. Sir Guy le dijo a Verity:
—Estamos escasos de agua, pero no se lo digas.
Ella transmitió el requerimiento.
—Un barco siempre necesita agua, efendi. No es una necesidad urgente, pero mi padre se sentirá muy agradecido por vuestra generosidad. —Luego le transmitió a su padre la respuesta de Mansur.
—El príncipe dice que nos enviará de inmediato a los aguateros.
—No lo llames príncipe. Es un sucio e insignificante rebelde, y Zayn alimentará con él a los tiburones. La mitad del agua que nos envíe será seguramente orina de camello.
Verity ni siquiera pestañeó ante las palabras elegidas por su padre. Obviamente estaba acostumbrada a tales despliegues verbales. Se dirigió a Mansur.
—Por supuesto, efendi, se trata de agua dulce y potable. No nos enviéis orina de camello, ¿no? —preguntó no en árabe, sino en inglés. La maniobra fue tan bien realizada, su tono tan imperturbable y sus ojos verdes tan inocentes que Mansur podría haber caído en la trampa, si no hubiera estado preparado para ello. De todas maneras, se sintió tan sorprendido por aquellas palabras en los labios de una dama que apenas si logró mantener su expresión educada pero neutral. Inclinó la cabeza ligeramente, a la espera de una explicación de lo que no había entendido—. Mi padre os está agradecido por vuestra generosidad. —Volvió a hablar en árabe, una vez realizada esa prueba acerca de las habilidades lingüísticas de su interlocutor.
—Sois mis honorables huéspedes —replicó Mansur.
—No habla inglés —le dijo Verity a su padre.
—Trata de ver qué quiere esta plaga. Son un montón de escurridizas anguilas, estos locos. —No hacía mucho que un secretario de la casa central había inventado esta sigla de la frase Ostentoso Caballero Oriental, y como término ligeramente despectivo había sido adoptado en toda la Compañía.
—Mi padre pregunta por la salud de vuestro padre. —Verity evitaba usar la palabra prohibida, "califa"
—El Califa ha sido bendecido con la fortaleza y el vigor de diez hombres comunes. —Mansur enfatizó el título de su padre. Disfrutaba mucho de esta batalla de ingenios—. Es una virtud que corre en la sangre real de Omán.
—¿Qué dice? —inquirió sir Guy.
—Está tratando de hacerme reconocer que su padre es el nuevo gobernante. —Verity sonrió y asintió con un gesto.
—Dale la respuesta adecuada.
—Mi padre espera que vuestro padre llegue a disfrutar cien veranos más con tan robusta salud y a la luz del favor divino, que su conciencia siempre lo guíe por el sendero de la lealtad y la honorabilidad.
—El Califa, mi padre, desea que vuestro padre disfrute de cien fuertes y nobles hijos, y que todas sus hijas crezcan para llegar a ser tan hermosas y tan inteligentes como la que ahora tengo delante de mi. —Fueron palabras poco sutiles y al borde de la insolencia, pero dado que él era un príncipe podía tomarse tales libertades. Pudo advertir la rápida sombra de molestia que atravesó las profundidades de sus ojos verdes. "Ajá", pensó, sin la menor sonrisa de triunfo. "La primera sangre es mía."
Pero la respuesta de ella fue rápida y precisa.
—Que todos los hijos varones de vuestro padre sean bendecidos con el don de las buenas maneras y muestren respeto y cortesía a todas las mujeres —replicó—, aun cuando ello no sea parte de su propia naturaleza.
—¿Qué están diciendo? —quiso saber sir Guy.
—Se interesa por tu salud.
—Averigua cuándo su descomedido padre va a recibirme. Adviértele que no estoy dispuesto a soportar más tonterías de esta gente.
—Mi padre pregunta cuándo podrá presentar sus saludos y respetos a vuestro ilustre padre.
—El Califa estará complacido cuando ello ocurra. Y ésa será también una buena oportunidad para que él se entere de los motivos por los que la hija del cónsul general habla la lengua del Profeta con tanta delicadeza y fluidez.
Verity casi sonríe. Era un hombre tan hermoso. Hasta sus insultos eran deslumbrantes, y sus modales eran tan atractivos que, a pesar de sí misma, no podía realmente sentirse ofendida. La simple respuesta a su indirecta pregunta era que desde su infancia en la isla de Zanzíbar, donde su padre había estado destinado un tiempo, ella había quedado fascinada por todo lo que fuera oriental. Así fue como aprendió a amar la lengua árabe con su poético y expresivo vocabulario. Sin embargo, ésa era la primera vez que se sentía siquiera vagamente atraída por un hombre oriental.
—Si vuestro honorable padre nos recibe a mi padre y a mí, estaré encantada de responder a cualquier pregunta que él haga personalmente, en lugar de enviar mis respuestas por medio de uno de sus hijos.
Mansur se inclinó para conceder que ella había ganado ese asalto. No sonrió, pero sus ojos brillaban cuando sacó la carta de su manga y se la entregó a ella.
—Léemela —ordenó sir Guy, y Verity la tradujo al inglés, escuchó la respuesta de su padre y luego se volvió hacia Mansur. No hizo ningún intento más por demostrar modestia femenina, sino que lo miró directamente a los ojos.
—El cónsul general desea que todos los miembros del consejo estén presentes en esa reunión —le informó ella.
—El Califa estará encantado y honrado de acceder a ese requerimiento. Él valora las opiniones de sus consejeros.
—¿Cuánto tiempo se necesitará para organizar esa reunión? —inquirió Verity.
Mansur pensó un momento.
—Tres días. El Califa se sentirá también muy honrado si aceptáis acompañarlo a una expedición al desierto para lanzar sus halcones contra las avutardas.
Verity se volvió hacia sir Guy.
—El jefe rebelde quiere que lo acompañes a cazar con halcones en el desierto. No sé si tal cosa ofrece seguridad para ti.
—Este tipo estaría loco si intentara ejercer alguna violencia contra mí. —Sir Guy sacudió la cabeza—. Lo que está buscando es una oportunidad de hablar privadamente conmigo para conseguir mi apoyo. Puedes estar segura de que el palacio es una colmena de intrigas y un nido de espías. En el desierto me podría enterar de cosas a través de él que me pueden resultar sumamente útiles. Dile que lo acompañaremos.
Mansur escuchó la más refinada versión de la respuesta dada por ella como si no hubiera entendido una sola palabra de lo que sir Guy había dicho. Luego se tocó los labios.
—Me ocuparé personalmente para que todo esté de acuerdo con tan importante ocasión. Enviaré una barcaza para recoger vuestro equipaje mañana por la mañana. Será enviado al lugar del campamento de caza a la espera de vuestro arribo.
—Tal cosa resulta aceptable. —Verity transmitió el consentimiento de sir Guy.
—Nos sentimos honrados. Ansío que llegue el día en que pueda yo Posar mis ojos sobre vuestro rostro otra vez —murmuró él—, como el ciervo cansado de correr, ansía las aguas frescas. —Retrocedió con un elegante gesto de despedida.
—Te has ruborizado. —Sir Guy dio muestras de una cierta preocupación por su hija—. Debe de ser el calor. Tu madre está también totalmente agotada.
—Estoy perfectamente bien. Te agradezco la preocupación, padre —respondió Verity Courtney con delicadeza. Ella, que se enorgullecía del control que ejercía sobre sus nervios, aun en las circunstancias más difíciles, encontraba que sus emociones se volvían confusas.
Cuando el príncipe regresó a la barcaza real, ella no quiso mirar cuando se alejaba. Sin embargo, no podía dejar a su padre solo, parado junto a la barandilla del barco.
Mansur la miró tan súbitamente que ella no pudo apartar la vista sin parecer culpable. Mantuvo su mirada de manera desafiante, pero cuando la vela de la falúa recogió la brisa y se hinchó, éste se interpuso como una pantalla y los dejó sin contacto entre ellos.
Verity se encontró enojada y sin aliento, pero al mismo tiempo extrañamente regocijada. "No soy ninguna tonta hurí oriental sin cerebro, no soy un juguete para que él se entretenga. Soy una dama inglesa y seré tratada como tal", decidió en silencio. Luego se volvió hacia su padre y respiró hondo para serenarse antes de hablar.
—Tal vez debería quedarme con mamá mientras tú vas a parlamentar con los rebeldes. Ella de verdad no se siente bien. El capitán Cornish puede servirte de traductor —dijo. No quería que aquellos juguetones ojos verdes y aquella enigmática sonrisa se burlaran de ella otra vez.
—No seas tonta, hija. Cornish no sabe ni preguntar la hora en que vive. Te necesito a ti. Vendrás conmigo y eso es todo.
Verity se sintió molesta y a la vez complacida por la insistencia de su padre. "Por lo menos tendré una nueva oportunidad de cruzar armas con este lindo principito. Esta vez nos encargaremos de mostrar quién tiene la lengua más rápida", pensó.
Antes del amanecer de la tercera mañana la barcaza del califa condujo a los invitados hacia el muelle del palacio, donde Mansur esperaba con un gran acompañamiento de guardias armados y montados y sus correspondientes criados para recibirlos. Después de otra prolongada sesión de intercambio de cumplidos, condujo a sir Guy hacia un garañón árabe de brillante pelo negro. Luego los mozos de cuadra trajeron una yegua marrón para Verity. Parecía un animal manso, aunque tenía las patas y el pecho amplio que daban señales de que se trataba de un animal con velocidad y fortaleza. Verity montó a horcajadas con la gracia y facilidad de una amazona consumada. Cuando salieron por las puertas de la ciudad todavía estaba oscuro, y algunos guías se adelantaron con antorchas para iluminar el camino. Mansur cabalgaba cerca de sir Guy, muy elegante en su ropa inglesa de caza, y Verity a la izquierda de su padre.
Ella vestía ropa de montar que era una curiosa mezcla de estilo inglés y estilo oriental. Su gran sombrero de seda estaba sostenido por un largo chal azul, cuyos extremos libres caían hacia atrás por sobre uno de los hombros. La chaqueta azul le llegaba más abajo de las rodillas, pero la parte de atrás del faldón tenía pliegues que le permitían libertad de movimientos a la vez que preservaban la modestia. Debajo llevaba puesto calzones sueltos de algodón y suaves botas hasta las rodillas. Mansur había elegido para ella una silla de montar enjoyada con perilla y arzón alto. En el muelle lo había saludado con frialdad y apenas si lo había mirado mientras hablaba tranquilamente con su padre. Excluido de aquella conversación, Mansur pudo estudiarla con tranquilidad. Era ella una de esas inglesas poco habituales que florecen en los trópicos. En lugar de marchitarse, transpirar y sucumbir al punzante calor, ella se mostraba fresca y reposada. Incluso llevaba con elegancia aquella ropa, que podría haber parecido fuera de lugar o grotesca en otra persona.
Al principio cabalgaron por los huertos de dátiles y los campos cultivados fuera de las murallas de la ciudad donde, con las primeras luces del amanecer, mujeres cubiertas con velos sacaban agua de los profundos pozos y la llevaban en recipientes perfectamente equilibrados en la cabeza. Las manadas de camellos y de hermosos caballos bebían juntas en los canales de riego. En el borde del desierto se encontraron con campamentos de hombres de las tribus que habían llegado del desierto en respuesta al llamado a las armas del califa. Salían de sus tiendas y lanzaban gritos de lealtad al príncipe y hacían disparos de alegría al aire mientras pasaban.
Pero pronto estuvieron en el verdadero desierto. Cuando se hizo de día entre las dunas, todos quedaron maravillados ante tanta majestuosidad. Las delicadas nubecillas de polvo suspendidas en el aire reflejaban los rayos del sol y parecían encender en llamas el horizonte del este. Aunque Verity cabalgaba con la cabeza echada hacia atrás para observar mejor aquel esplendor celestial, estaba totalmente consciente de que el príncipe la estaba mirando. Su insolencia ya no la molestaba tanto. A pesar de sí misma, comenzaba a encontrar divertido ser objeto de esa atención, si bien estaba decidida a no dejar traslucir la menor señal de estímulo.
Delante de ellos apareció un grupo numeroso de jinetes que bajaba de las colinas para reunirse con ellos. Sus caballos estaban enjaezados llamativamente con los colores azul y oro del califato y llevaban halcones encapuchados en las muñecas. Detrás de ellos seguían los músicos, con laúdes, cuernos y los grandes timbales suspendidos a cada lado de las sillas de montar. A éstos los seguían un grupo poco ordenado de mozos de cuadra con caballos de refresco, aguateros y otros sirvientes. Le dieron la bienvenida al cónsul general con gritos y disparos de mosquete y el golpeteo imponente de los timbales, para luego agregarse a la comitiva del príncipe.
Después de varias horas de cabalgar, Mansur los condujo por una amplia y árida llanura en la que un empinado valle se desvanecía en el lecho seco de un río mucho más abajo. Al ir acercándose, Verity se dio cuenta que se trataba de las ruinas de una antigua ciudad que se alzaba sobre el valle, custodiando alguna ruta comercial ya olvidada.
—¿De qué son esas ruinas? —le preguntó Verity a Mansur. Eran ésas las primeras palabras que ella pronunciaba dirigidas específicamente a él aquella mañana.
—Las llamamos Isakanderbad, la Ciudad de Alejandro. El macedonio pasó por acá hace tres mil años. Su ejército construyó esta fortaleza.
Cabalgaron entre murallas y monumentos caídos por donde alguna vez poderosos ejércitos habían celebrado sus triunfos. Pero en ese momento estaban sólo habitados por lagartos y escorpiones.
De todas maneras, una multitud de sirvientes había arribado durante los días precedentes, y en el mismo atrio donde, tal vez, el conquistador había alguna vez ejercido el poder, habían establecido el campamento de caza, un centenar de coloridos pabellones provistos con todos los lujos y comodidades de un palacio real. Había también sirvientes para atender a los huéspedes. El agua perfumada corría desde aguamaniles de oro para que pudieran lavarse y quitarse el polvo de la cabalgata a la vez que se refrescaban.
Luego Mansur los condujo a la más espaciosa de las tiendas. Cuando entraron Verity observó que estaba recubierta con tapicería de seda azul y oro y que el suelo estaba cubierto con preciosas alfombras y almohadones.
El Califa y sus consejeros se pusieron de pie para saludarlos. La habilidad de Verity como traductora fue puesta a prueba en aquel intercambio de cumplidos y buenos deseos. De todas maneras, ella aprovechó la oportunidad para estudiar al Califa, al-Salil.
Al igual que su hijo. Él también tenía la barba roja y era hermoso, aunque las marcas de las preocupaciones y el dolor se hundían destacando sus facciones; los hilos de plata en su barba no habían sido ocultados con tintura de alheña. Había algo más en él que le resultaba imposible desentrañar. Tenía una sensación de extrañeza cuando lo miraba a los ojos. ¿Era sólo que el príncipe Mansur se le parecía mucho? No le parecía que fuera eso. Era algo más. A esta desconcertante impresión de ella se agregaba que algo extraño también estaba ocurriendo entre su padre y al-Salil. Se miraban uno al otro como si no fueran extraños que se encuentran por primera vez. Se había creado una frágil tensión entre ellos. Era como si las tormentas de verano se estuvieran preparando y el aire estuviera pesado con la humedad y la sensación de que un relámpago brillaría en cualquier momento.
Al-Salil condujo al padre de ella al centro de la tienda y lo hizo sentar sobre los almohadones. Él se sentó junto a su huésped. Los sirvientes trajeron sorbetes con sabor a anís en copas de oro y también saborearon dátiles y granadas azucaradas.
Los cortinados de seda mantenían afuera lo peor del calor del desierto y la conversación era cortés. Los cocineros reales sirvieron la comida del mediodía. Dorian le sirvió a sir Guy bocados de enormes bandejas llenas de arroz azafranado, cordero tierno y pescado horneado, luego con un gesto, hizo que llevaran lo que quedaba a su séquito que estaba sentado en filas fuera del pabellón.
Luego la conversación se volvió más seria. Sir Guy le hizo una seña a Verity para que se sentara entre él y al-Salil. Mientras el sol ascendía hacia el cenit y afuera todo el mundo dormitaba en el calor, ellos conversaron en voz baja. Sir Guy le advirtió a al-Salil acerca de la debilidad de la alianza con las tribus del desierto que él estaba forjando.
—Zayn al-Din ha conseguido el apoyo de la Sublime Puerta en Constantinopla. Ya hay veinte mil soldados turcos en Zanzíbar, así como las naves para transportarlos a estas costas apenas termine el monzón.
—¿Y qué va a hacer la Compañía Inglesa? ¿Se pondrá del lado de Zayn? —preguntó al-Salil.
—Ellos todavía no se han comprometido —replicó sir Guy—. Como probablemente sepáis, el gobernador de Bombay espera mi recomendación antes de decidir. —Podría perfectamente haber usado la palabra "orden" en lugar de "recomendación"~ Al-Salil y cada uno de los miembros del consejo no tenían la menor duda de dónde estaba el poder.
Verity estaba tan absorta con su trabajo de intérprete que Mansur pudo estudiarla en detalle otra vez. Por primera vez percibió las extrañas y profundas corrientes que existían entre padre e hija. "¿Será tal vez que ella le tiene miedo?", se preguntó. No podía estar seguro, pero no podía dejar de percibir algo oscuro y perturbador para el espíritu.
Mientras continuaban la conversación durante la calurosa tarde, Dorian escuchó, asintió con gestos y dio la impresión de sentirse impresionado por la lógica de sir Guy. Pero, en realidad, estaba tratando de escuchar las verdades escondidas y los verdaderos significados detrás de las floridas frases que Verity le traducía. Poco a poco comenzaba a entender cómo su medio hermano había alcanzado tanto poder e influencia.
"Es como una serpiente, se retuerce y da vueltas, pero uno siempre es consciente de que el veneno está en él", pensó Dorian. Al final asintió con un gesto y pronunció su respuesta:
—Todo lo que vos decís es verdad. Sólo puedo rogar a Dios que vuestra sabiduría y benévolo interés en los asuntos de Omán nos conduzcan a una justa y duradera solución. Antes de que continuemos, querría asegurar a Vuestra Excelencia la profunda gratitud que siento por vos personalmente y en nombre de mi pueblo. Espero poder demostrar estos cálidos sentimientos de una manera más concreta que con meras palabras. —Vio el brillo de la avaricia en los ojos de su hermano.
—No estoy aquí por las ganancias materiales —replicó sir Guy—, pero en mi país hay un refrán que dice que el trabajador vale lo que gana.
—Es esa una expresión que nosotros en este país entendemos muy bien —dijo Dorian—. Pero ya ha pasado el calor. Mañana por la mañana tendremos tiempo para volver a hablar. Ahora salgamos con los caballos a hacer volar a mis halcones.
La partida de caza con halcones, de unos cien jinetes, abandonó Isakanderbad y cabalgó a lo largo del borde del risco que daba al curso seco de un río, unos treinta metros más abajo. El sol en descenso producía extrañas sombras azules sobre el espléndido caos de muros caídos, peñascos y serpenteantes uadis.
—¿Por qué elegiría Alejandro un lugar tan desolado y salvaje para levantar una ciudad? —se preguntó Verity en voz alta.
—Hace tres mil años había acá un caudaloso río y el suelo del valle debió de haber sido un jardín de exuberante verde —replicó Mansur.
—Es triste pensar que sea tan poco lo que ha quedado de tan magnífica empresa. Él construyó tanto en su vida y todo fue destruido por la generación de hombres menos capaces que lo heredaron.
—Hasta la tumba de Isakander se ha perdido. —Poco a poco Mansur la iba atrayendo a una conversación y lentamente ella bajó la guardia para ir respondiéndole con mejor disposición. Él estaba encantado de encontrar en ella una compañera con quien compartir su amor por la historia, pero a medida que la conversación se profundizaba fue descubriendo que ella era una estudiosa cuyos conocimientos superaban los de él. Mansur se contentó con escucharla en lugar de expresar sus propias opiniones. Disfrutaba con el sonido de la voz de ella y con el uso que ella hacía de la lengua árabe.
Los cazadores habían explorado aquel desierto durante varios días y estaban en condiciones de conducir al Califa a las áreas donde sería más probable encontrar presas. Aquella era una amplia y chata llanura tachonada de grupos de caramillos no muy altos. Se extendía hasta donde llegaba la vista. En aquellos momentos, mientras refrescaba, el aire se hacía dulce y claro como un arroyo de montaña, y Verity se sintió vivaz y vital. Sin embargo, había en ella una cierta inquietud, como si algo extraordinario estuviera por ocurrir, algo que podría cambiar su vida para siempre.
De pronto al-Salil ordenó ir al galope y los cuernos se hicieron oír. Todos los de la partida espolearon sus caballos a la vez, como un escuadrón de caballería. Los cascos resonaron al golpear la arena dura cocida por el sol y el viento cantó al pasar junto a los oídos de Verity. La yegua corría ligeramente guiada por ella, parecía apenas rozar el suelo como una golondrina en vuelo y la amazona reía. Miró a Mansur, que cabalgaba junto a ella, ambos rieron a la vez por la única razón de que eran jóvenes y llenos de alegría de vivir.
Hasta que se oyó un agudo llamado del cuerno. Un murmullo de excitación se alzó del grupo de jinetes. Al frente, más allá de la línea de cazadores, un par de avutardas había abandonado su escondite entre los caramillos asustadas por el ruido de los cascos que se acercaban. Corrían con los cogotes estirados hacia adelante y las cabezas casi pegadas al suelo. Eran aves enormes, de mayor tamaño que un ganso salvaje. Aunque su plumaje era color canela, azul y rojo oscuro, estaba tan bien combinado para fundirse con el color del terreno desierto que parecían etéreas e inmateriales como apariciones.
Al llamado del cuerno, la línea de jinetes se detuvo. Los caballos caracolearon, dieron vueltas y masticaron sus embocaduras, ansiosos por correr otra vez, pero se mantuvieron en sus lugares en la línea mientras al-Salil se adelantaba con un halcón en la muñeca. Era un sacre, el más hermoso de todos los halcones.
En el breve tiempo transcurrido desde que habían llegado a Omán, Dorian había hecho de ese animal su favorito. Era un terzuelo, y como todos los machos de la especie, era un hermoso animal. Tenía tres años, es decir, estaba en la plenitud de sus fuerzas y velocidad. Lo había bautizado Khamseen, como el furioso viento del desierto.
Con la línea de jinetes detenida, las avutardas no habían sentido la necesidad de volar. Habían vuelto a esconderse en la mata de caramillos. Seguramente estaban aplastadas contra el suelo con el cogote estirado. Permanecían tan inmóviles como las piedras del desierto que las rodeaban, invisibles a los ojos de los cazadores gracias a sus colores.
Al-Salil llevó su caballo lentamente hacia la mancha de arbustos donde las habían visto por última vez. La ansiedad crecía en la línea de observadores. Aunque Verity no compartía la pasión del auténtico cetrero, sintió que su aliento se aceleraba y la mano con la que sostenía las riendas temblaba ligeramente. Miró de reojo a Mansur y vio su expresión de arrobamiento. Por primera vez se sintió totalmente a tono con él.
Súbitamente se oyó un áspero y bronco graznido, y desde abajo de las patas delanteras del garañón de al-Salil un enorme cuerpo levantó vuelo. Verity quedó asombrada ante la velocidad y energía de la avutarda para salir volando. El sibilante batir de alas se propagó claramente en el silencio. La envergadura de sus alas alcanzaba una amplitud similar a la de un hombre con los brazos abiertos en cruz, redondeadas en las puntas y profundas al hacer que el animal ascendiera por el aire.
Los observadores comenzaron un suave cántico cuando el Califa quitó el capirote de la maravillosamente salvaje cabeza del terzuelo. Pestañeó con sus ojos amarillos y miró hacia el cielo. Los timbales comenzaron un ritmo lento que retumbó en toda la planicie, excitando por igual al halcón y a los observadores.
—¡Khamseen! ¡Khamseen! —repetían. El terzuelo vio a la avutarda recortada contra el azul intenso y batió contra las pihuelas que lo sujetaban.
Quedó por un momento colgado cabeza abajo, batiendo las alas y tratando de liberarse. El Califa lo levantó, soltó las pihuelas y lo lanzó al aire.
El terzuelo se alzó impulsado por sus rápidas alas afiladas, cada vez más alto y más alto, moviéndose en círculos. Movía la cabeza de un lado al otro mientras observaba la enorme ave en vuelo que se deslizaba sobre la llanura por debajo de él. El sonido de los timbales aceleró el ritmo y los observadores alzaron sus voces:
—¡Khamseen! ¡Khamseen!
El terzuelo alcanzó la máxima altura. Era una minúscula forma sostenida por pequeñas alas contra el azul acerado, alzándose sobre su enorme presa. Entonces, abruptamente, recogió las alas hacia atrás y se lanzó como una jabalina, cayendo a plomo hacia la tierra. Los timbales alcanzaron un frenético crescendo para interrumpirse abruptamente.
En el silencio se pudo oír el viento que pasaba entre las alas y el abatimiento del terzuelo fue tan veloz como para engañar el ojo. Golpeó a la avutarda con un sonido como el del choque de cornamentas de ciervos luchando. La presa pareció explotar en una nube de plumas que se alejaron llevadas por la brisa.
Un grito de triunfo salió de cientos de gargantas. Verity descubrió que respiraba con la boca abierta como si acabara de salir a la superficie después de una profunda zambullida en el mar.
Al-Salil recuperó su halcón, le dio de comer el hígado de la avutarda y lo acarició mientras lo tragaba. Luego pidió otro animal. Con éste en su muñeca, cabalgó hacia sir Guy y la mayoría de sus consejeros. En la pasión por la caza que los dominaba a todos ellos, no había lugar para las discusiones. Ya no necesitaban a Verity para las traducciones, y ella permaneció con Mansur. Sutilmente desaceleró la marcha de su caballo y se puso a la par del príncipe, tan absorbida por la conversación que pareció no darse cuenta que se quedaban cada vez más atrás del grupo del Califa.
El antagonismo entre ellos se evaporaba a medida que avanzaba la conversación y ambos se sentían estimulados con la proximidad del otro. Cuando Verity se reía, era un sonido encantador que deleitaba a Mansur, y sus hermosas y más bien austeras facciones eran elevadas casi hasta el punto de la belleza.
Lentamente se fueron olvidando de la colorida compañía en que se movían y quedaron aislados en medio de la multitud. Un grito distante y el sonido del tambor de guerra los sobresaltó para hacerlos volver a la realidad. Mansur se alzó sobre los estribos y gritó asombrado:
—¡Mirad! ¿Podéis verlos?
Los hombres que los rodeaban estaban gritando y hacían sonar los cuernos. Los timbales resonaban frenéticos.
—¿Qué es? ¿Qué ha ocurrido? —El cambio de humor de él era contagioso y Verity se acercó aún más. Luego vio lo que provocaba aquel alboroto. En la otra ladera del valle un pequeño grupo de cazadores encabezados por al-Salil iba a todo galope. Mientras cazaban avutardas se habían encontrado con presas mucho más peligrosas.
—¡Leones! —gritó Mansur—. ¡Diez por lo menos, tal vez más! Vamos, seguidme. No nos perdamos esta diversión. —Verity empujó a su yegua para mantenerse a la par de él mientras corrían cuesta abajo Por su ladera del valle.
La manada de leones que al-Salil y sus cazadores tenían delante era un conjunto de formas veloces y de color marrón claro que corrían por entre los manchones de caramillos, entrando y saliendo de los profundos uadis que desgarraban el suelo desierto.
El Califa había entregado su halcón a uno de sus monteros y todos habían tomado sus armas largas de los portalanzas. Iban a plena carrera tras la manada de leones y sus gritos apenas si se oían a la distancia. Hasta que se produjo un súbito y terrible rugido de dolor y de furia en el momento en que al-Salil se inclinó sobre su silla y lanceó a una de aquellas veloces formas. Verity vio al león que giraba sobre si empujado por el empuje de la lanza, rodando y gruñendo en una nube de polvo pálido. Al-Salil retiró el arma con un hábil movimiento hacia atrás y cabalgó tras su nueva víctima, dejando al león derribado con sus últimos gruñidos y la sangre de los pulmones chorreándole por las mandíbulas. Los jinetes que iban detrás de él lancearon a la bestia moribunda una y otra vez.
Luego, otro de los cazadores usó bien su lanza, y otro, y todo se convirtió en una salvaje confusión de caballos a la carrera y gatos amarillos en fuga. Los cazadores lanzaban gritos cada vez que lanceaban. Los caballos relinchaban y chillaban, removiéndose debajo de sus jinetes, enloquecidos Por el olor de la sangre de los leones mezclado con los gruñidos de los felinos heridos Los cuernos sonaban, los timbales retumbaban y el polvo lo envolvía todo.
Mansur tomó una lanza del portalanza que cabalgaba detrás de él y galopó hacia su padre. Verity se mantuvo a la par de él, pero la cacería continuó por la cresta de la colina antes de que pudieran unirse a los demás.
Pasaron junto a dos leones muertos, estirados entre los caramillos Sus cuerpos estaban cubiertos de heridas, y los caballos reaccionaron ante el Olor aterrador. Cuando llegaron al borde y pudieron mirar a la distancia, los cazadores se habían desparramado por la llanura. A una distancia de casi Un kilómetro y medio pudieron distinguir la característica figura de al-Salil Con sus blancas vestiduras encabezando la partida, pero ya no había señales de la manada de leones Había desaparecido como humo marrón en la Vastedad del desierto.
—Demasiado tarde —se lamentó Mansur y frenó su montura. Huyeron de nosotros. Sólo cansaríamos a los caballos sin beneficio alguno si tratáramos de perseguirlos.
—¡Alteza! —En su agitación, Verity no pareció darse cuenta de que había usado el título de él—. Pude ver a uno de los leones que se apartaba por aquel borde. —Señaló a la izquierda—. Parecía dirigirse de vuelta al río.
—Vamos, vamos, mi señora. —Mansur hizo dar vuelta a su garañón.
—Mostradme dónde lo visteis.
Lo condujo por el terreno alto y luego hacia un ángulo fuera de la línea del horizonte. A los pocos cientos de metros ya estaban fuera de la vista del resto de la comitiva, con los caballos al paso en el desierto. El nivel de excitación era todavía alto en ambos, y reían juntos sin razón alguna. El sombrero de Verity voló de su cabeza y cuando Mansur se disponía a regresar para recogerlo, ella le gritó:
—¡Dejadlo! Lo encontraremos luego. —Lanzó su chal de seda azul al aire—. Esto marcará el lugar para cuando regresemos.
Mientras seguían la marcha, ella se soltó el pelo con un movimiento de cabeza. Hasta ese momento lo tenía cubierto y recogido con una gruesa red de seda, Mansur quedó asombrado ante el largo de la cabellera que flotaba sobre sus hombros formando una densa nube color marrón como miel oscura, espesa y lustrosa en la suave luz del atardecer. Con el pelo suelto su aspecto cambió totalmente. Pareció haberse convertido en algo salvaje, libre y sin las ligaduras que la sociedad y las convenciones imponen.
Mansur se había quedado ligeramente detrás de ella, pero estaba encantado de seguirla y observarla. Sintió un profundo anhelo muy dentro de sí. "Esta mujer es para mi. Ella es la que he estado esperando, es ella a la que tanto he deseado". Mientras pensaba esto, alcanzó a ver un fugaz movimiento delante del caballo de ella que iba corriendo. Podría haber sido el aleteo de alguno de esos parduscos y pequeños tordos, pero él supo que no era así.
Concentró su atención y la imagen completa le vino a la mente. Era un león. El latigazo de su cola lo había alertado. Estaba agazapado en una hondonada no muy profunda precisamente en el rumbo que seguía Verity.
Estaba aplastado contra el suelo, que era del mismo color marrón pálido que su tersa piel. Tenía las orejas pegadas al cráneo, de modo que parecía una monstruosa serpiente lista para atacar. Sus ojos eran implacablemente dorados. Había una espuma rosada sobre sus finos labios negros y una herida de lanza arriba de la paleta, que se había desviado para perforar el pulmón.
—¡Verity! —gritó Mansur—. Está allí, justo en tu camino. ¡Regresa! ¡Por el amor de Dios, regresa!
Ella miró hacia atrás por encima del hombro, sus ojos verdes enormes por la sorpresa. Él no se dio cuenta de que le había gritado en inglés. Tal vez ella quedó tan sorprendida por ese cambio de idioma que no comprendió lo que decía. No hizo esfuerzo alguno para frenar a su yegua y galopó directamente hacia el león agazapado.
Mansur espoleó a su garañón a la máxima velocidad, pero había quedado demasiado retrasado como para alcanzarla. Al último momento la yegua percibió la presencia del león y desvió su rumbo bruscamente hacia un costado. Verity casi fue despedida de la silla, pero se aferró de la perilla, lo que le impidió salir volando hacia adelante. De todos modos, perdió el asiento y uno de sus pies estaba fuera del estribo. Al ser arrojada sobre el cogote del animal se aferró a él con ambos brazos. La yegua sacudió la cabeza al sentir el olor del león y arrancó las riendas de las manos de Verity. Había perdido el control.
El león atacó a la yegua por el costado. Lanzaba gruñidos que le venían de lo más hondo del pecho y con cada gruñido, aparecía en sus labios la espuma sanguinolenta. La yegua giró para alejarse y Verity fue arrojada hacia un lado, quedando colgada a un costado del animal con un pie atrapado en el estribo. El león saltó hacia adelante con las dos patas delanteras estiradas y las garras totalmente extendidas, con sus grandes ganchos amarillos capaces de desgarrar la piel y los músculos hasta llegar al hueso.
Golpeó a la yegua con tal fuerza que la hizo tambalear y echarse hacia atrás sobre las patas traseras, pero las garras del león se clavaron en sus cuartos traseros. La yegua chilló aterrorizada y dolorida, tirando coces con ambas patas traseras. Verity quedó atrapada entre los dos cuerpos que caían y sus gritos atravesaron los nervios de Mansur. Parecía que estaba mortalmente herida.
El garañón ya iba a todo galope. Mansur enristró la lanza para el ataque y condujo al caballo con los talones, alterando el ángulo de su avance, inclinándose hacia adelante con la brillante punta de lanza moviéndose delante de él como un insecto plateado. El león saltó sobre las ancas de la yegua, aferrándose a ella con las fuerzas de sus impresionantes patas delanteras mientras su víctima se encabritaba y corcoveaba. Rugía con un sonido que era un quejido continuo. Los costados eran una red de músculos tensos y la parrilla que formaban las costillas se destacaba claramente por debajo de la piel. Apuntó la lanza con precisión hacia la tensa articulación de la pata con la paleta. Hirió precisamente donde había apuntado. Introdujo el acero con el impulso del peso del garañón. Fue un movimiento casi sin esfuerzo alguno, sólo el sacudón cuando el metal golpeó el hueso para luego continuar hasta atravesar al león de un lado al otro. La bestia arqueó la columna hacia atrás con mortal desesperación, y el asta de la lanza se quebró como si fuera un junco. La yegua se liberó de las ganchudas garras y escapó a la carrera, con la sangre que le chorreaba desde las heridas hacia los cuartos traseros. Todavía retorciéndose y revolcándose el león rodó entre los arbustos bajos.
Verity había quedado a medias debajo de la yegua, colgando en un costado del cogote, con un pie todavía atrapado en el estribo. Si llegara a soltar sus brazos, caería al suelo y sería arrastrada, con la cabeza rebotando contra las piedras hasta quedar completamente destrozada como si se tratara de una cáscara de huevo. Ya no tenía aliento para desperdiciar en gritos. Se aferraba con todas sus fuerzas a la yegua que se desbocaba.
A pesar de las ensangrentadas heridas en las ancas, el animal corría con fuerza. Estaba enloquecido de terror, los ojos desorbitados hasta mostrar el interior rojizo de los párpados y los hilos plateados de la saliva colgaban de la boca abierta. Verity trató de empujarse hacia la silla, pero sus esfuerzos solo lograban hacer que la yegua corriera a mayor velocidad. En ese estado de terror máximo, el animal parecía reunir nuevas fuerzas.
Mansur dejó caer el trozo de lanza rota y le gritó a su garañón, golpeando con los talones los tensos flancos del animal, azotándolo por delante con El extremo suelto de las riendas, pero no podía alcanzar a la yegua. Corrían de nuevo cuesta abajo por la ladera, y al llegar al fondo, la yegua se dirigió hacia el antiguo lecho del río. Mansur envió a su garañón tras de ella.
Durante casi un kilómetro corrieron sin que la distancia entre ambos caballos se alterara, hasta que las terribles heridas de la yegua comenzaron hacerse sentir. Su paso se fue acortando de manera casi imperceptible y los cascos traseros comenzaron a salirse de la línea de marcha.
—¡Sujétate fuerte, Verity! —gritó Mansur alentándola—. Me estoy acercando. ¡No te sueltes!
Entonces vio el borde del precipicio que se abría directamente delante de la yegua y miró la pared de roca viva que caía a pique hacia el valle del fondo, unos sesenta metros más abajo. Un oscuro sentimiento de desesperación se apoderó de su corazón al imaginar a la amazona y su cabalgadura cayendo por el acantilado para terminar golpeando en las rocas del distante fondo.
Condujo su caballo con toda las fuerzas de sus brazos y piernas y una mera decisión en su corazón. La yegua se debilitaba cada vez más y la distancia entre ellos se achicaba, pero lentamente. Al último momento la yegua vio que la tierra se abría ante ella y trató de desviar su carrera, pero cuando sus cascos delanteros golpearon sobre la tierra suelta del borde, ésta se rompió bajo el peso. Se encabritó y corcoveó presa de un salvaje pánico, para luego caerse hacia atrás.
Mientras la yegua caía al vacío, Mansur se arrojó del lomo de su cabalgadura y al borde del precipicio estiró los brazos y tomó el tobillo de Verity. Casi cae hacia el vacío, pero entonces el estribo se soltó y la pierna de ella quedó libre. De todas maneras, casi fue arrastrado por el peso de la muchacha, quedando boca abajo en el borde, sosteniéndose con todas sus fuerzas.
La yegua cayó al vacío unos quince metros antes de golpear contra un saliente en el acantilado, gritando aterrorizada en la caída.
Verity se balanceó como un péndulo, colgada cabeza abajo, una pierna sostenida por la mano derecha de él. El faldón de su chaqueta le caía sobre la cabeza, pero no se atrevía a moverse, sabiendo que podía poner en peligro el precario sostén de la mano de Mansur aferrada a su tobillo. Podía oír la agitada respiración de él por encima de ella, pero no se atrevió a mirar. Hasta que le llegó el sonido de su voz.
—No te muevas. Trataré de subirte tirando hacia mí. —Su voz sonaba estrangulada por el esfuerzo.
Aun en medio de tan terrible situación ella registró que él seguía hablando en inglés, sin acento y con un tono dulce para sus oídos; era la voz del hogar. "Si tengo que morir, que sea éste el último sonido que oiga", pensó, pero no pudo responderle. Miró hacia abajo, a través de ese espacio que producía vértigo y que terminaba en el lecho del valle, tan abajo de ella. La cabeza le daba vueltas, pero seguía colgada, inmóvil, sintiendo los fuertes dedos de él a través del suave cuero de la bota. Por encima de ella, Mansur gruñó por el esfuerzo y la áspera roca del acantilado le rasguñó la cadera mientras él la arrastraba unos pocos centímetros hacia arriba con toda su fuerza.
Sin mirar, Mansur tentó el terreno hacia atrás con una pierna y encontró una estrecha grieta en la roca. Metió allí la rodilla y el muslo lo más profundo que pudo. Esto le dio un anclaje que le permitió liberar la mano izquierda con la que se había estado sosteniendo precariamente. Se inclinó sobre el borde del precipicio y aferró con las dos manos el tobillo de Verity.
—Te tengo ahora con las dos manos. —Su voz sonaba áspera por el esfuerzo—. ¡Coraje, muchacha! —Con más energía logró hacerla subir un poco más. Hizo una pausa para tomar aliento—. ¡Y al abordaje! —Mansur dejó escapar la vieja expresión náutica de ataque para darle coraje a ella y también a sí mismo.
Ella quiso gritarle que cerrara la boca, que se abstuviera de pronunciar esas tonterías infantiles y usara toda su energía para levantarla a ella. Sabía que la parte más difícil vendría después, cuando tuviera que arrastrarla hacia atrás por sobre el borde rocoso. Él tiró otra vez y ella ascendió un poco más. Hubo una pausa y ella sintió que él ajustaba y reforzaba su posición, usando las caderas para deslizarse hacia atrás como una culebra, tratando de calzar su otra pierna en la grieta abierta en la roca. Volvió a tirar desde esta posición más firme y ella subió unos centímetros más.
—Dios te bendiga por esto —murmuró ella, suficientemente fuerte como para que él la oyera, y él tiró otra vez, tan fuerte que ella sintió que la pierna podría habérsele dislocado de la cadera.
—Ya casi estamos, Verity —dijo él y tiró, pero esta vez ella no se movió. Un pequeño arbusto había echado raíces en una grieta en la pared de roca. Una de sus ramas se había enganchado en los calzones de ella. Él volvió a tirar, pero no logró moverla. La fuerte y fibrosa rama le impedía todo movimiento.
—No puedo moverte —gruñó Mansur—. Algo te está reteniendo.
—Es una planta enganchada en mi pierna —susurró ella.
—Trata de tomarla con la mano —ordenó él.
—¡Sujétame! —replicó, y dobló el cuerpo por la cintura, estirando una mano hacia arriba. Sintió la rama en la punta de los dedos y realizó un rápido movimiento para poder tomarla.
—¿La tienes? —quiso saber él.
—¡Si! —Pero su agarre era tenue y con una sola mano. Luego el corazón se le heló en el pecho cuando sintió que la bota que él sostenía se deslizaba lentamente de su pie.
—¡La bota se está saliendo! —sollozó Verity.
—Dame la otra mano —pidió él casi sin aliento. Antes de que pudiera legarse ella sintió que una mano de él la soltaba y se estiraba en busca de la otra pierna. El pie de ella se deslizó un poco más saliéndose de la bota de suave cuero.
—¡Tu mano! —imploró Mansur. Sus dedos se movían desesperadamente sobre la pierna de ella en dirección al arbusto que le impedía el ascenso. Ella sintió que la bota se deslizaba por debajo del talón.
—¡La bota se sale! ¡Me voy a caer!
—¡Tu mano! ¡Por el amor de Dios, dame tu mano!
Ella se dobló hacia arriba y sus dedos se entrelazaron. Todavía estaba ferrada al arbusto con la otra mano. Mansur seguía sosteniendo la caña de la bota, pero en ese momento su mano derecha estaba unida a la de ella.
Verity estaba doblada en dos, suspendida de ambos brazos y una pierna. El faldón de la chaqueta cayó de su cara de modo que pudo volver a ver. El rostro de él sobre ella estaba enrojecido e hinchado. Tenía la barba oscurecida por el sudor. Las gotas caían de su barba sobre el rostro de ella. Ninguno de los dos se atrevía a moverse.
—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber ella, pero antes de que él pudiera responder, la situación decidió por ellos. La bota terminó de salírsele del pie. La mitad inferior de su cuerpo cayó con fuerza y giró rápidamente. Había quedado con los brazos estirados hacia arriba y los pies colgando. Aunque aquel movimiento había aflojado un poco sus dedos, seguía sosteniéndose del arbusto con la mano derecha.
Ambos estaban empapados de sudor, lo que les lubricaba la piel. Los dedos de él comenzaron a deslizarse por entre los de ella.
—No puedo sujetarme a ti —dijo Verity ya sin aliento.
—El arbusto —reaccionó él—, no sueltes el arbusto.
Aunque ella sentía como si él le estuviera aplastando los huesos de los dedos, su agarre cedió como un eslabón roto en una cadena y ella cayó hasta que el arbusto en la roca la detuvo. La planta crujió y se dobló por el peso.
—No va a sostenerme —gimió ella.
—No llego hasta allí. —Él trataba de alcanzarla con ambas manos y ella se estiraba con su mano libre, pero no llegaban a tocarse.
—¡Tira hacia arriba! Debes subir un poco para que yo pueda alcanzarte —dijo él haciendo rechinar los dientes. Ella sintió que el frío en su corazón le adormecía los músculos. Supo que todo había terminado. Mansur vio la desesperación en sus ojos, vio que sus dedos aferrados a la planta comenzaban a ceder. Se estaba dejando caer.
Él le gruñó salvajemente, tratando de hacerla reaccionar para que hiciera un último esfuerzo.
—¡Tira, debilucha! ¡Tira, maldita sea tu cobardía!
Los insultos la aguijonearon y la furia le dio fuerza como para un nuevo intento. Pero ella sentía que era inútil. Aún cuando ella pudiera llegar hasta él, las manos sudorosas de ambos no los sostendrían. Trató de alcanzar la rama y encontró un segundo apoyo, pero la planta ya no soportaba más el peso de ella. Crujió y rechinó al quebrarse.
—¡Me caigo! —sollozó la muchacha.
—¡No, maldición, no! —gritó él, pero el arbusto cedió. Ella comenzó a caer, pero súbitamente las dos muñecas quedaron atrapadas por las manos de él. La caída fue detenida con tanta fuerza que las articulaciones de sus brazos parecieron desarmarse.
Mansur había hecho un último esfuerzo. Había sacado las piernas de la grieta donde las tenía acuñadas y se arrojó sobre el borde mismo del precipicio. Con un máximo estiramiento de su cuerpo y sus brazos había logrado sujetarla otra vez. Quedó él colgado cabeza abajo, sostenido sólo por la punta de los pies enganchados en la grieta. Pero tenía que levantarla a ella antes de que se le escurriera por entre los dedos otra vez. Apoyó los codos contra la pared del precipicio y lentamente fue doblando los brazos, subiéndola hasta quedar cara a cara. Tenía el rostro desfigurado por el esfuerzo, por el dolor de los músculos al límite de sus energías y por la sangre que se Juntaba en su cabeza al estar invertida.
—No puedo levantarte más —explicó él casi sin aliento y con los labios de ambos casi tocándose—. Trepa por mi cuerpo. Úsame como escalera.
Verity enganchó uno de sus brazos en el brazo de él, afirmando el doblez de su codo con el doblez del codo de él. Esto le dejó la otra mano libre. Él estiró la mano hacia abajo y la sostuvo del cinturón de cuero y la llevó un poco más hacia arriba. Ella tomó la hebilla del cinturón de él y ambos tiraron juntos. Él estiró su mano un poco más y la tomó por los fondillos de los pantalones. Ella enganchó el otro brazo entre las piernas de él y otra vez tiraron juntos. En ese momento el rostro de ella estaba a la misma altura de la cintura de él y pudo ver por encima del borde del precipicio. Mansur estiró las manos hacia abajo y entrelazó los dedos como para hacer un estribo y que ella apoyara ahí su pie desnudo. Con el impulso que esto le dio, ella pudo arrastrarse y trepar sobre el borde del precipicio.
Se arrastró sobre la roca por un momento y con un rápido movimiento se dio la vuelta.
—¿Puedes retroceder? —dijo ella con un hilo de voz. Él estaba totalmente extendido, sin poder impulsarse hacia atrás y regresar al borde.
Él estaba demasiado tenso como para hablar con coherencia.
—El caballo —susurró—. Cuerda en la silla. Arrástrame con el caballo. Verity miró a su alrededor y vio al garañón a más de trescientos metros trotando en dirección al valle.
—Tu caballo se ha ido.
Mansur estiró la mano hacia atrás y trató de encontrar apoyo para sus dedos en la roca, pero ésta estaba demasiado lisa. Se produjo un ruidito de Ligo que crujía cuando la punta de una de sus botas se movió un poco dentro de la grieta. Se deslizó unos centímetros hacia adelante, sobre el borde del precipicio. Luego su bota se afirmó otra vez. La muchacha quedó congelada por el terror. La punta de los pies era lo único que lo sostenía para que no cayera. Ella lo tomó del tobillo con las dos manos, pero sabía que era inútil. No podía ella esperar tener la fuerza suficiente como para sostener el peso de un hombre de ese tamaño. Trató de afirmarse cuando vio que el pie de él volvía a deslizarse hasta que su agarre en la grieta cedió.
Se deslizó hacia adelante sin nada que lo detuviera y el tobillo escapó de las manos de ella.
Él gritó al caer por encima del borde y ella se arrojó sobre la roca para mirar abajo. Creyó que iba a verlo caer al vacío con su túnica hinchándose por el aire. Pero no pudo creer lo que veía. El ruedo de su blanca túnica se había enredado en una punta de granito en el borde del precipicio. Eso había detenido la caída y estaba colgando como un péndulo precisamente debajo de ella, moviéndose sobre el vacío. Ella estiró una mano para tratar de alcanzarlo.
—¡Dame la mano! —gritó. La muchacha se había debilitado tanto por el esfuerzo para escapar del abismo que la mano le temblaba violentamente.
—¡Jamás podrás sostenerme! —Él la miró sin el menor atisbo de miedo en sus ojos.
Esto la conmovió hasta lo más profundo.
—Déjame intentarlo —suplicó.
—No —replicó él—. Que caiga uno de los dos, no ambos.
—¡Por favor! —susurró ella, y el ruedo de la túnica de él se rasgó un poco más con un violento ruido—. No podría soportar que murieras por mí.
—Pero valió la pena —dijo él con suavidad y ella sintió que el corazón se le oprimía. La muchacha sollozó y miró hacia atrás. Entonces la esperanza renació. Se deslizó hacia atrás para apartarse del borde y se afirmó con fuerza en la grieta de la roca. Se echó hacia atrás sobre los hombros y tomó un doble manojo de su denso pelo castaño, lo echó hacia adelante y lo enroscó hasta formar una cuerda suelta que le llegaba por debajo de la cintura. Luego se echó sobre la roca del borde. Apenas si podía ver más allá de ese borde. La cuerda de su pelo cayó.
—Tómate de mi pelo —gritó. Él giró la cabeza y la miró desde abajo mientras el pelo le rozaba ligeramente la cara.
—¿Tienes suficiente apoyo? ¿Puedes sostenerme?
—Si, estoy acuñada en la grieta de la roca. —Verity trató de dar un tono convincente a su voz, pero en realidad pensaba: "Y si no lo tengo, nos iremos los dos juntos"~ Mansur enrolló el pelo de ella en la muñeca y con un último ruido de tela rota, su túnica cedió. Ella apenas tuvo tiempo de apoyarse antes de que el tirón de todo el peso de él en el pelo la dejara medio atontada. De un tirón su cabeza se fue hacia adelante y su mejilla golpeó en la roca con tanta fuerza que sus dientes crujieron. Quedó inmovilizada. Sintió que las vértebras del cuello se desarticulaban, como si estuviera colgado en el patíbulo.
Mansur colgó del pelo de ella sólo por los segundos que él necesitó para orientarse. Luego trepó, una mano después de la otra, con la rapidez de un marinero veloz subiendo por el obenque principal. Ella gritó involuntariamente. Parecía que su cuero cabelludo le estaba siendo arrancado del cráneo. Pero entonces él pasó sobre ella, encontró un apoyo para su mano en la roca y se impulsó para saltar por sobre el borde del precipicio.
De inmediato giró sobre sí, la tomó en sus brazos y la arrastró hasta que ambos quedaron a salvo. La sostuvo contra su pecho y apoyó su propia cara contra la cabeza de ella, sabiendo el terrible dolor sufrido en el cuero cabelludo. Ella se dejó estar en los brazos de él, sollozando como en un amargo duelo. Él la acunó suavemente como si se tratara de un niño, murmurando palabras incoherentes de consuelo y de gratitud. Después de un rato ella se estiró contra él y Mansur pensó que trataba de escapar a su abrazo. Abrió los brazos para dejarla libre, pero ella tendió sus manos para tomarlo del cuello. Se apretó contra el pecho de él y sus cuerpos parecieron unirse como la cera caliente a través de sus ropas mojadas por el sudor. Los sollozos de ella terminaron y luego, sin apartarse de él, levantó la cara para mirarlo a los ojos.
—Me salvaste la vida —murmuró.
—Y tú salvaste la mía —replicó él. Las lágrimas todavía caían por la cara de ella. Le temblaban los labios. Él la besó y los labios de la muchacha se abrieron sin resistencia alguna. Sus lágrimas tenían el sabor de la sal y la boca olía a hierbas perfumadas. El pelo de ella caía como una tienda cubriéndolos a ambos. Fue un beso largo que terminó recién cuando se vieron obligados a respirar.
—No eres un árabe —susurró ella—. Eres un inglés. —Me has descubierto— confesó. Y volvió a besarla. Cuando se separaron, ella le preguntó:
—Estoy confundida. ¿Quién eres?
—Te lo diré —prometió él—, pero lo haré después. —Buscó los labios de ella una vez más y ella se los ofreció gustosa.
Después de un momento ella le puso las dos manos sobre los hombros y lo empujó delicadamente hacia atrás.
—Por favor, Mansur, debemos terminar con esto. Si no lo hacemos ocurrirá algo que lo estropeará todo antes de que haya comenzado.
—Ya ha comenzado, Verity.
—Sí, lo sé —aceptó ella—. Comenzó cuando puse por primera vez mis ojos en ti en la cubierta del Arcturus.
—Lo sé —repitió Verity y se irguió con rapidez. Con ambas manos devolvió la gloriosa abundancia de su pelo desde el rostro hacia atrás, sobre los hombros.
—Allá vienen. —Señaló hacia atrás, valle arriba, al grupo de jinetes que galopaban hacia ellos.