Por la mañana Jim ordenó que la carreta fuera llevada bien lejos de la formación para que Louisa no pudiera oír a Rashood en la rueda. Lo ataron a los radios, pero el prisionero se dio por vencido antes de que Jim hubiera ordenado una sola vuelta.
—Piedad, efendi. ¡Basta, Somoya! Te diré todo lo que quieras saber, pero sácame de esta maldita rueda.
—Permanecerás en la rueda hasta que hayas respondido a todas mis preguntas directamente y con la verdad. Si vacilas o mientes, la rueda girará. Este personaje, Kadem, ¿cuándo asesinó a la princesa? ¿Dónde ocurrió esto? ¿Qué ocurrió con mi tío? ¿Se ha recuperado? ¿Dónde está mi familia ahora?
Rashood respondió a cada una de las preguntas como si en ello le fuera la vida, lo que era exacto, pensó Jim sombríamente.
Una vez que hubo escuchado toda la historia acerca de cómo su familia había abandonado Buena Esperanza en dos goletas, para luego dirigirse al norte después de abandonar la Laguna de los Elefantes, la tristeza de Jim por Yasmini fue atenuada por el alivio y la perspectiva de una inminente reunión.
—Ahora sé que encontraremos a mis padres en la bahía Natividad, y a mi tío Dorian y a Mansur con ellos. Cuento en mi corazón los días que faltan para reencontrarnos. Debemos continuar nuestro viaje mañana con las primeras luces.
Acosado por el vehemente deseo de llegar a la bahía Natividad, las esperanzas y nostalgias de Jim se adelantaban a la lenta marcha de las carretas y el ganado que pastaba. Quería abandonar la caravana para cabalgar sobre la costa de inmediato. Le pidió a Louisa que lo acompañara, pero la recuperación de Zama de su herida de bala era lenta. Louisa insistió en que él todavía necesitaba de sus cuidados, por lo que no podía abandonarlo.
—Tú ve adelante —le dijo. Aunque estaba seguro de que ella de verdad no quería que se separaran, y que esperaba que él se negara, se sintió profundamente tentado de tomarle la palabra. Pero entonces recordó que Koots, Oudeman y el árabe asesino, Kadem, estaban todavía libres y podían presentarse de nuevo. No podía dejar sola a Louisa. Todas las mañanas él y Bakkat se adelantaban a la caravana cabalgando para explorar la ruta y se aseguraba de estar de regreso al atardecer para estar con ella.
Salieron por el otro extremo de la estrecha garganta hacia un territorio rico en pasturas y suaves colinas alternadas con verdes bosques. Cada día Bakkat encontraba señales de rebaños de elefantes, pero ninguna era lo suficientemente fresca como para seguirla, hasta la mañana del quinto día después de haber abandonado la garganta. Como de costumbre cabalgaba adelante de Jim, abriendo camino y buscando señales, cuando súbitamente hizo girar a Cuervo y lo frenó. Jim se acercó hasta ponerse a su lado.
—¿Qué pasa?
Bakkat señaló sin decir palabra la tierra húmeda y las profundas huellas en ella. Jim sintió que el pulso se le aceleraba con el entusiasmo.
—¡Elefantes!
—Tres machos grandes —confirmó Bakkat—, y son huellas muy frescas. Pasaron por aquí al amanecer del día de hoy, no hace mucho. —Jim sintió que su apuro por llegar a la bahía Natividad cedía mientras miraba las huellas.
—Son muy grandes.
—Uno es el rey de los elefantes —explicó Bakkat—. Tal vez es tan grande como la primera gran bestia que tú atrapaste.
—No deben de estar demasiado lejos de nosotros —sugirió Jim esperanzado. Habían existido muchas cacerías exitosas desde la batalla con los impis de Manatasee en la orilla del río. Cada vez que se cruzaban con los grandes machos portadores de marfil, Jim aumentaba sus conocimientos y experiencia acerca de sus hábitos. Para ese entonces había perfeccionado sus habilidades como cazador, y al hacerlo se había hecho adicto a los peligros y a la fascinación de perseguir a esta muy noble presa.
—¿Cuánto tiempo nos llevará alcanzarlos? —quiso saber Jim.
—Se van alimentando mientras avanzan, moviéndose muy lentamente —Bakkat señaló las ramas rotas de un árbol con las que los machos se habían alimentado—, y se dirigen a la costa, siguiendo nuestro mismo camino. No necesitamos desviarnos para seguirlos. —El guía escupió pensativamente y levantó la mirada al cielo. Alzó la mano derecha y comparó sus dedos abiertos en abanico contra el ángulo del sol—. Si los dioses de la caza son benévolos, podríamos alcanzarlos antes del mediodía, y podríamos regresar a las carretas al anochecer. —Por esos días Bakkat mostraba la misma resistencia que Jim a pasar la noche lejos de las carretas, y de los dorados brazos de Letee.
Jim se debatía. A pesar de su pasión por la caza, su amor y preocupación por Louisa eran más fuertes. Sabía que los caprichos de la cacería eran imprevisibles. Seguir a los machos podría agregar un día o más al viaje hacia la costa. Podrían no regresar a las carretas antes de la caída de la noche. Por otra parte, no había visto señal alguna de Koots y su árabe desde aquel desastroso ataque nocturno. Bakkat había barrido las huellas hacia atrás a lo largo de muchas millas y el terreno estaba libre. No parecía que el peligro pudiera venir de esa dirección. Pero aun así, ¿se atrevería a dejar a Louisa por tanto tiempo?
Deseaba desesperadamente seguir las huellas. En los meses de caza había aprendido a interpretar las huellas de manera tan vívida que podía imaginárselos perfectamente, y sabía que eran unos machos magníficos. Vaciló un momento más mientras Bakkat continuaba pacientemente sentado junto a las enormes marcas ovaladas de las patas almohadilladas y esperaba que él se decidiera.
Entonces Jim pensó en el pequeño ejército de hombres que acompañaba las carretas, listo para proteger a Louisa. Las fuerzas de Koots habían sido derrotadas y diezmadas. Seguramente no regresaría tan pronto. Finalmente se convenció a sí mismo de que el holandés se dirigía a territorio portugués o al territorio de Omán y de que no regresaría para atacarlos otra vez.
—Cada minuto que pierdo vacilando, esos machos se alejan de mí. —Se decidió—. Bakkat, sigue la huella y devora el viento.
Cabalgaron a buena velocidad y achicaron la distancia rápidamente. Las huellas se dirigían directamente hacia las colinas bajas y los bosques, en dirección a la costa. En algunos lugares, los troncos pelados de algunos árboles, de los que los elefantes habían sacado la corteza, brillaban como espejos a unos doscientos metros adelante de ellos y pudieron conducir a Fuego y a Cuervo al galope. Un poco antes del mediodía llegaron a un enorme montón de bosta esponjosa y amarillenta, compuesta en su mayor parte de corteza de árbol a medio digerir. Yacía en un charco de orina que todavía no había sido absorbida por la tierra. La bosta estaba cubierta por una nube de mariposas con alas de maravillosos colores: blanco, naranja y amarillo.
Bakkat desmontó y metió la punta de su pie desnudo en el húmedo montón para medir la temperatura. Las mariposas revolotearon alrededor de él formando una nube.
—La bosta está tibia, como cuando salió de la panza. —Le sonrió a Jim—. Si lo llamaras por su nombre, ese macho está tan cerca que podría oír tu voz.
Apenas Bakkat terminó de decir esto, ambos quedaron congelados y sus cabezas giraron a la vez.
—¡Mmm! —gruñó Jim—. Te oyó hablar.
En el bosque, no mucho más adelante, el elefante barritó otra vez, fuerte y claro como un llamado de corneta. Ágil como un grillo, Bakkat saltó de su montura.
—¿Qué fue lo que los alarmó? —preguntó Jim mientras sacaba su enorme arma alemana de la funda debajo de la rodilla—. ¿Por qué barritó? ¿Acaso nos olfateó?
—Tenemos el viento de frente —replicó Bakkat—. No nos han olido, pero alguien silo ha hecho.
—¡Dulce Madre de Dios! —gritó Jim con sorpresa—. ¡Eso es fuego de mosquetes!
Los pesados ruidos de las armas aumentaron y los ecos fueron devueltos por las colinas circundantes.
—¿Será Koots? —inquirió Jim, para luego responderse a si mismo—. No puede ser. Koots jamás delataría su presencia sabiendo que estamos cerca. Estos son extraños y están atacando a nuestro ganado. —Jim sintió una oleada de furia: aquellos eran sus elefantes y los intrusos no tenían derecho alguno de interferir en su cacería. Sintió un fuerte impulso de correr adelante, pero controló tan peligrosa tentación. No sabía quiénes podían ser esos otros cazadores. A juzgar por la intensidad de los disparos de armas de fuego sabía que había más de uno. Cualquier extraño en terreno salvaje podía constituir una mortal amenaza. Entonces oyeron otro ruido, el crujir de ramas que se rompen y el murmullo de un enorme cuerpo dirigiéndose a ellos a través del espeso monte.
—¡Prepárate, Somoya! —gritó Bakkat con urgencia—. Han espantado a uno de los machos hacia atrás, hacia nosotros. Puede estar herido y ser peligroso.
Jim sólo tuvo tiempo para hacer girar a Fuego y quedar frente al ruido, cuando el verde bosque que tenía delante se abrió súbitamente y un elefante macho se lanzó contra él a toda marcha. En aquel momento de inminente peligro el tiempo pareció detenerse como si hubiera quedado atrapado en los vericuetos de una pesadilla. Vio venir sobre sí un par de colmillos curvos, enormes como vigas maestras de un alto techo de catedral sobre la cabeza y las orejas desplegadas como las velas mayores de una nave de guerra, deshilachadas por los disparos de un intenso combate a corta distancia. Corría sangre fresca por un costado del elefante y sus ojitos brillantes no disimulaban la furia que lo empujaba hacia Jim.
Bakkat había acertado: el gigantesco animal estaba herido y furioso. Jim se dio cuenta de que la huida sería fatal ya que Fuego no podría usar su velocidad en los confines del monte espinoso mientras que el macho podría atravesarlo aplastándolo sin detenerse. Jim no podía disparar desde la montura. Fuego bailoteaba en círculos debajo del jinete y cabeceaba. Esos movimientos afectarían la puntería de Jim. Con la pesada arma alzada por encima de la cabeza para no herirse el rostro al caer, Jim pasó una pierna sobre el arzón de la silla y se dejó caer al suelo, aterrizando como un gato de frente a la carga del elefante.
Amartilló su arma en el momento en que sus pies tocaron la tierra. Su miedo desapareció en ese instante, y fue reemplazado por una extraña sensación de indiferencia, como si, separado de su cuerpo, estuviera viendo el arma que se alzaba.
Sin pensamiento consciente alguno supo que si disparaba una bala que atravesara el corazón de la bestia su ritmo de avance ni siquiera iba a disminuir la velocidad de la carga. Lo destrozaría de pies a cabeza con la misma facilidad con que un carnicero descuartiza a un pollo, para continuar corriendo otro kilómetro y medio antes de sucumbir.
Después de su fatal experiencia con el disparo a la cabeza, Jim había pasado horas y días disecando y estudiando cuidadosamente los cráneos de los demás elefantes que había matado desde entonces. El resultado fue que podía visualizar la ubicación exacta del cerebro dentro del enorme cráneo como si se tratara de una caja de cristal y no una gran cavidad de hueso sólido. Cuando apoyó la culata en el hombro, pareció no fijar sus ojos en las miras de hierro del arma, sino que miró a través de ellas hacia el diminuto y escondido blanco.
El disparo resonó como un trueno. Quedó instantáneamente enceguecido por la densa niebla del humo de pólvora y trastabilló sobre sus talones hacia atrás por el retroceso del arma. Entonces, saliendo de la nube de humo, una avalancha gris cayó sobre él. Un enorme peso blando lo golpeó.
La pesada arma le fue arrancada de las manos y fue lanzado hacia atrás. Rodó dos veces todo lo largo que era sobre su cabeza hasta que dio con su cuerpo sobre el monte y se detuvo. Mientras trataba de ponerse de pie una leve brisa despejó los celajes de humo plateado y vio al elefante macho arrodillado frente a él sobre sus patas delanteras, con la curva de sus enormes colmillos apoyados en el polvo y las puntas dirigidas al cielo. Parecía haber adoptado una posición de sumisión, como un elefante entrenado a la espera de ser montado por su cornaca. Estaba firme e inmóvil como un bloque de granito. Había un agujero redondo y negro entre sus ojos. Lo tenía tan cerca que estiró el brazo y metió todo el dedo índice en él. La bala reforzada con peltre, con un peso de un cuarto de libra, se había abierto paso a través de los enormes huesos frontales del cráneo hasta llegar al cerebro. Cuando retiró el dedo estaba manchado con el tejido cremoso y amarillento del cerebro.
Jim se puso de pie y se apoyó pesadamente sobre uno de los colmillos. Una vez pasado el peligro, su respiración se volvió difícil y entrecortada, tanto le temblaban las piernas debajo de él que apenas si podían sostenerlo. Mientras se apoyaba en la gran curva de marfil y se balanceaba sobre sus pies, Bakkat se acercó a caballo y sujetó a Fuego antes de que se desbocara. Se lo acercó a Jim y le entregó las riendas.
—Mis enseñanzas comienzan a dar frutos. —Lanzó una risita divertida—. Ahora debes dar las gracias y mostrar respeto a tu presa.
Pasaron algunos minutos antes de que Jim pudiera recuperarse como para llevar a cabo el antiguo ritual del cazador. Bajo la mirada aprobatoria de Bakkat, arrancó una rama con hojas de un arbusto espinoso y la colocó entre los labios del macho.
—Toma tu última comida para que te sostenga en tu viaje a la tierra de las sombras. Lleva contigo todo mi respeto —recitó. Luego cortó la cola como había hecho su padre antes que él.
Jim no había olvidado los otros disparos de mosquete que habían oído. Pero cuando se agachó para recoger su propia arma caída, advirtió otra vez la gruesa costra de sangre en el costado del elefante y vio una herida de bala arriba del cuarto delantero del animal.
—Bakkat, este animal fue herido antes de mi disparo —gritó con fuerza. Antes de que el otro pudiera responder, otra voz humana no lejos de él gritó un desafío o una pregunta. Era algo tan inesperado, y a la vez para nada extraño, que Jim se enderezó con el arma descargada en sus manos y miró con la boca abierta a la alta y atlética figura que se le acercaba, abriéndose paso por el monte bajo. Era un hombre blanco, vestido con breeches y chaqueta a la europea, botas y un sombrero de paja, de ala ancha.
—Eh, tú, compañero. ¿A qué demonios crees que estás jugando? Yo lo herí primero. La presa es mía. —La voz sonó a alegres campanas de iglesia en los oídos de Jim. Bajo el ala de aquel sombrero la barba de aquel intruso se rizaba roja y salvaje como un fuego en el bosque.
Jim recuperó la calma de inmediato y le respondió a los gritos en el mismo tono beligerante.
—¡Por Dios, bribón insolente! —Requirió de sí un gran esfuerzo para mantener el tono sin reírse—. Deberás pelear conmigo para conseguirla y te romperé la crisma, como ya lo he hecho cincuenta veces antes.
El insolente bribón se detuvo de golpe y lo miró fijo. Jim dejó caer su mosquete y se lanzó sobre el otro. Chocaron con tanta violencia que sus dientes rechinaron.
—¡Oh, Jim! ¡Cuánta felicidad! Creí que nunca te volvería a encontrar. —¡Mansur! Apenas si pude reconocerte con esa pelusa rojiza que te cubre la cara. ¿Dónde, en nombre del demonio, has estado?
Parloteaban incoherentemente mientras se abrazaban, se daban amistosos golpes y se tironeaban el pelo y la barba el uno al otro. Bakkat los observaba sacudiendo la cabeza divertido y golpeándose los muslos con las manos.
—¡Y tú, pequeño truhán! —Mansur lo tomó, lo alzó y lo cargó bajo el brazo para luego abrazarlo. Les llevó un buen tiempo comportarse como personas sensatas, pero gradualmente lograron transmitir una cierta imagen de control. Mansur volvió a poner a Bakkat en el suelo y Jim liberó a Mansur de la llave en la cabeza con la que lo tenía sujeto.
Se sentaron uno junto al otro, apoyándose sobre un costado del elefante muerto, bajo la sombra proyectada por el enorme cuerpo y conversaron interrumpiéndose uno al otro, sin poder esperar la respuesta a una pregunta para hacer otra. Cada tanto Mansur le tironeaba la barba a Jim y éste lo golpeaba afectuosamente en el pecho y le ponía con fuerza las manos en las mejillas barbudas. Aunque ninguno de los dos lo decía explícitamente, ambos estaban asombrados por los cambios que se habían producido en el otro durante el tiempo que habían estado separados. Se habían convertido en hombres. Entonces, el grupo que acompañaba a Mansur se acercó en su busca.
Todos habían servido en High Weald o eran tripulantes de las goletas. No salían del asombro de haber encontrado a Jim junto a su amo. Después de que Jim los saludara a todos con afecto, los puso a trabajar bajo la supervisión de Bakkat para sacar los colmillos del macho abatido. Luego él y Mansur pudieron continuar con el intercambio de noticias, tratando de cubrir en minutos todo lo que les había sucedido a ellos y a la familia desde la última vez que se habían visto, hacía casi dos años.
—¿Dónde está Louisa, la muchacha con la que huiste? ¿Tuvo acaso el buen sentido de abandonarte? —quiso saber Mansur.
—Por Dios, primito, te aseguro que esa muchacha es una perla. Pronto te llevaré a las carretas para presentártela adecuadamente. No creerás lo que verás cuando estés ante ella, lo hermosa que se ha puesto. —Jim se interrumpió y su expresión cambió—. No sé cómo decirte esto, primo, pero hace apenas unas semanas me encontré con un desertor del Gil t of Allah. Seguro que recuerdas al bellaco. Se llama Rashood. Me contó una historia extraña y terrible, una vez que logré arrancársela.
El color desapareció del rostro de Mansur y durante un minuto no pudo articular palabra. Luego soltó lo que tenía que decir.
—Seguramente estaba con otros tres marineros nuestros, desertores todos, y con ellos, también un extraño árabe.
—Uno que se llama Kadem Ibn Abubaker.
Mansur se sobresaltó.
—¿Dónde está? Él asesinó a mi madre y casi mata a mi padre.
—Lo sé. Obligué a Rashood a contarme toda la historia. —Jim trató de calmarlo—. Tengo el corazón roto por ti. Yo amaba a tía Yassie casi tanto como tú. Pero el asesino escapó.
—Cuéntame todo —exigió Mansur—. No me ocultes ningún detalle.
Había tanto para contar y se sentaron por tanto tiempo para hacerlo que el sol estaba bajo cerca del horizonte cuando Jim se puso de pie.
—Debemos regresar a las carretas antes de que caiga la noche, si no, Louisa se pondrá fuera de sí.
Louisa había colgado faroles encendidos en los árboles para indicarle a Jim el camino de regreso y salió corriendo de la carreta donde ella e Intepe cuidaban a Zama apenas oyó los caballos. Cuando finalmente se separó del abrazo de Jim, ella se dio cuenta de que había un extraño con ellos, observando la desinhibida demostración de afecto entre ambos.
—¿Ha venido alguien contigo? —Se arregló algunos cabellos sueltos de su sedosa cabellera debajo del tocado y estiró el vestido que Jim había arrugado.
—No es nadie importante —le aseguró Jim—. Es sólo mi primo Mansur, de quien ya te he hablado y a quien ya has visto antes. Mansur, ésta es Louisa Leuven. Ella y yo estamos comprometidos.
—Pensé que exagerabas sus virtudes —Mansur se inclinó sobre Louisa, luego la miró a la cara, a la luz del farol—, pero es mucho más hermosa de lo que me habías advertido.
—Jim me ha hablado mucho de ti —replicó ella tímidamente—. Te ama más que a un hermano. Cuando nos vimos antes, a bordo del Het Gelukki-ge Meeuw, no hubo oportunidad de que te conociera mejor. Espero que en el futuro podamos corregir eso.
Louisa les dio de comer a los dos hombres, pero apenas terminada la cena, los dejó para que siguieran hablando sin interrupción hasta bien entrada la noche. Era más de medianoche cuando Jim se acostó junto a ella en la amplia colchoneta.
—Discúlpame, Puercoespín, que esta noche te haya descuidado.
—No podía ser de otra manera. Sé muy bien lo que él significa para ti y lo cerca que están el uno del otro —susurró ella, mientras estiraba los brazos hacia él—. Pero ahora es mi turno de tenerte todavía más cerca.
Estaban todos levantados antes de que saliera el sol. Mientras Louisa supervisaba la preparación de un desayuno de celebración para darle la bienvenida a Mansur al círculo de carretas, el recién llegado estaba junto al fuego.
Luego se acercó Jim y los tres conversaron recordando viejas historias. El herido se sintió tan reconfortado por la llegada de Mansur que aseguraba estar listo para abandonar de inmediato el lecho de enfermo.
Smallboy y Muntu, uncieron las carretas y la caravana comenzó a moverse. Louisa dejó el cuidado de Zama en manos de Intepe, y por primera vez desde que Zama fuera herido ensilló a Fiel y cabalgó junto a Jim y a Mansur. Pasaron en medio de los rebaños y Mansur quedó sorprendido por la cantidad de animales y por el peso del marfil que transportaban en los arneses cargados sobre sus lomos.
—Aun cuando el tío Tom y mi padre lograron escapar de la colonia con buena parte de la fortuna familiar, tú la has multiplicado varias veces con lo que has capturado. Cuéntame cómo fue. Quiero escuchar el relato de la batalla contra esa reina nguni, Manatasee, y sus legiones.
—Ya te lo conté todo anoche —protestó Jim.
—Es una historia demasiado maravillosa como para ser contada una sola vez —insistió Mansur—. Cuéntamela otra vez.
Esta vez Jim destacó y embelleció la participación de Louisa en la pelea, a pesar de que ella protestaba diciendo que exageraba.
—Te lo advierto, primito, no debes hacer enojar a esta señora. Ella es una verdadera valquiria cuando se irrita. No se la conoce en todas partes como el Temible Puercoespín porque sí.
Cabalgaron hasta la cresta de la siguiente colina y miraron hacia el océano, allá abajo. Estaba tan cerca que pudieron distinguir los blancos caballos dibujados por el viento que bailaban en el horizonte.
—¿A qué distancia estamos de la bahía Natividad? —quiso saber Jim.
—Me tomó menos de tres días a pie —respondió Mansur—. Ahora que tengo esta buena montura debajo de mí, podría llegar antes de que caiga la noche.
Jim miró a Louisa con aire melancólico, y ella sonrió.
—Sé lo que estás pensando, James Archibald —le dijo.
—¿Y qué te parece eso que estoy pensando, Puercoespín?
—Creo que deberíamos dejar a Zama, las carretas y el ganado para que continúen a la mejor velocidad que puedan mientras a nosotros nos devora el viento.
Jim dejó escapar un grito de alegría.
—Sígueme, mi amor. Éste es el camino hacia la bahía Natividad.
Les tomó menos tiempo del que Mansur había previsto y el sol estaba todavía por encima del horizonte cuando detuvieron sus animales sobre las cimas por encima de la ancha y relumbrante bahía. Las dos goletas estaban ancladas frente a la boca del río Umbilo y Jim protegió sus ojos colocando el sombrero contra el reflejo del sol en el agua.