Jim Courtney se despertó temprano en la media luz antes de que saliera el sol y se estiró con voluptuosidad sobre el lecho. Luego, instintivamente estiró el brazo para tocar a Louisa. Estaba todavía dormida, pero giró sobre si y dejó su brazo sobre el pecho de él. Murmuró algo que tanto podría haber sido una palabra de cariño o una protesta por ser despertada.

Jim sonrió y la abrazó. Entonces abrió muy grandes los ojos y terminó de despertarse.

—¿En el nombre de Dios, dónde has estado? —rugió. Louisa se sentó de golpe y ambos miraron a las dos pequeñas figuras trepadas a los pies de la cama, como gorriones en un poste del cerco.

Bakkat rió con alegría. Era tan bueno estar de regreso y que Somoya volviera a gritarle.

—Te vi a ti y a Welanga desde lejos —dijo a manera de saludo.

La expresión de Jim se suavizó.

—Pensé que los leones te habían comido. Cabalgué detrás de ti, pero perdí tus huellas en las colinas.

—No he sido capaz de enseñarte nada en cuanto a seguir rastros.

—Bakkat sacudió la cabeza con tristeza.

Tanto Jim como Louisa miraron a su acompañante.

—¿Quién es ella? —preguntó él.

—Esta es Letee, y es mi mujer —explicó Bakkat.

Cuando oyó que se mencionaba su nombre, mostró una sonrisa luminosa como el sol.

—Es muy hermosa, y qué alta es —dijo Louisa. Desde que había salido de la colonia había aprendido a hablar aquella jerga con naturalidad. Conocía a la perfección todas las expresiones de cortesía en lengua san.

—No, Welanga —la contradijo Bakkat—. Ella es verdaderamente muy pequeña. Para mi beneficio, es mejor no alentarla a que piense que es alta. ¿Adónde nos llevaría semejante idea? —Miró a su mujer y asintió solemnemente con un gesto—. Sí, es hermosa como un picaflor. Temo que llegue el día en que se mire a un espejo por primera vez y descubra lo hermosa que es. Ese día podrían comenzar mis infortunios.

En ese momento ella intervino con su aguda vocecita.

—¿Qué dice? —inquirió Louisa.

—Dice que jamás ha visto un pelo o una piel como la tuya. Quiere saber si eres un fantasma. Pero basta de parloteo de mujeres. —Bakkat se volvió hacia Jim—. Somoya, una cosa extraña y terrible ha ocurrido.

—¿De qué se trata? —Jim se puso muy serio.

—Nuestros enemigos están acá. Nos han encontrado.

—Explícate —le ordenó su amo—. Tenemos muchos enemigos. ¿Cuáles son estos?

—Xhia —replicó el bosquimano—. Nos siguió a Letee y a mí. Trató de matarnos.

—¡Xhia! —La expresión de Jim era de preocupación—. ¿El perro de caza de Keyser y de Koots? ¿Es posible? Hemos recorrido tres mil leguas desde la última vez que lo vimos. ¿Cómo pudo seguirnos hasta aquí?

—Pues nos ha seguido y podemos estar seguros de que ha conducido a Keyser y a Koots hasta nosotros.

—¿Has visto a esos dos holandeses?

—No, Somoya, pero no pueden estar lejos. Xhia nunca habría llegado tan lejos si estuviera solo.

—¿Dónde está Xhia ahora?

—Está muerto, Somoya. Yo lo maté.

Jim pestañeó sorprendido, y luego dijo en inglés:

—Es decir, que no podrá responder a nuestras preguntas. —Y luego siguió hablando en la jerga que usaban entre ellos—. Lleva a tu hermosa mujercita contigo y espera a que Welanga y yo nos vistamos sin la ayuda de tus ojos sobre nosotros. Hablaremos apenas me haya puesto los pantalones.

Bakkat estaba esperando junto a la hoguera del campamento cuando Jim emergió de su carreta unos minutos más tarde. Éste lo llamó y juntos se dirigieron al bosque donde nadie pudiera oírlos.

—Cuéntame todo lo ocurrido —ordenó Jim—. ¿Dónde y cuándo te atacó Xhia? —Escuchó atentamente el relato de Bakkat. Cuando el hombrecito terminó, la complacencia de Jim había sido alterada—: Bakkat, si los hombres de Keyser están persiguiéndonos, debes encontrarlos. ¿Puedes seguir los rastros de Xhia y descubrir de dónde vino?

—Eso ya lo sé. Ayer, mientras Letee y yo veníamos hacia el campamento, crucé el viejo rastro de Xhia. Me había estado siguiendo durante varios días. Desde que me alejé de las carretas para seguir al pájaro de la miel con el que me encontré.

—Antes de eso —insistió Jim—. ¿De dónde venía antes de comenzar a seguirte?

—De allá. —Señaló hacia el campamento, que era en ese momento una distante y difusa línea contra el cielo—. Vino siguiendo las huellas de nuestras carretas como si se hubiera convertido en nuestra sombra todo el tiempo, desde el río Gariep.

—¡Regresa! —le ordenó su amo—. Averigua si Keyser y Koots estaban con él. Si es así, quiero saber dónde se encuentran ahora.

El capitán Herminius Koots hablaba con amargura.

—Hace ya ocho días que Xhia partió. Creo que esta vez realmente se ha escapado.

—¿Por qué haría tal cosa? —inquirió razonablemente Oudeman—. ¿Por qué ahora, cuando estamos a un paso de lograr lo que queríamos, después de todos esos duros y amargos meses? El premio que le ofreciste está casi en sus manos. —Una astuta expresión se apoderó de los ojos de Oudeman. Era el momento de recordarle otra vez a Koots el asunto de la recompensa.

Tenemos muy ganado nuestra parte del premio. Seguramente Xhia no iba a abandonarnos en este momento y renunciar a su parte de la recompensa, ¿no?

Koots frunció el ceño. No le gustaba hablar del asunto de la recompensa. Durante los últimos meses había estado considerando todos los posibles subterfugios para evitar cumplir sus promesas en ese sentido. Se volvió hacia Kadem.

—No podemos esperar más en este lugar. Los fugitivos se nos escaparán. Debemos ir tras ellos sin Xhia. ¿No estás de acuerdo? —Desde su primer encuentro ambos habían forjado una alianza de conveniencia. Koots tenía muy presente la promesa de Kadem de abrirle el camino de acceso al privilegiado servicio del califa de Omán, al poder y a las riquezas que serían la consecuencia de tal posición.

Kadem sabía que Koots era su única posibilidad de encontrar nuevamente a Dorian Courtney.

—Creo que tienes razón, capitán. Ya no necesitamos al pequeño bárbaro. Ya hemos encontrado al enemigo. Avancemos y ataquémoslo.

—Entonces estamos de acuerdo —dijo Koots—. Galoparemos a toda velocidad y nos adelantaremos a Jim Courtney. Le prepararemos una emboscada en un terreno donde tendremos la ventaja.

Era sencillo para Koots seguir las huellas de la caravana de Jim sin acercarse demasiado y permitir que los descubrieran. El polvo que levantaban los rebaños de ganado podía ser visto desde varias leguas de distancia. Convencido de que ya no necesitaba a Xhia, Koots condujo a su tropa cuesta abajo por el acantilado, para luego hacer un amplio y cauteloso desvío hacia el sur y aparecer unas diez leguas delante de la caravana. Desde allí comenzaron a retroceder para interceptarlos de frente. De esta manera no dejarían huella alguna que el guía bosquimano de Jim Courtney pudiera descubrir antes de que ellos tuviesen la oportunidad de preparar la emboscada.

El terreno les era favorable. Era evidente que Jim Courtney estaba siguiendo el valle de un río que se dirigía al océano. Había buenos pastos y agua dulce para sus rebaños por ese camino. Sin embargo, en un determinado punto, el río se estrechaba hasta convertirse en una angosta garganta que corría entre escarpadas colinas. Koots y Kadem inspeccionaron el cuello de botella desde la altura de las colinas que dominaban el lugar.

—Deberán pasar por aquí con las carretas —dijo Koots con satisfacción—. El otro pasaje por estas colinas está a cuatro días de viaje hacia el sur.

—Les llevará varios días atravesar esta garganta, lo cual quiere decir que deben estacionar las carretas, en círculo, por lo menos durante una noche en sus confines —coincidió Kadem—. Podremos realizar un ataque nocturno. Seguramente no será eso lo que esperan. Los guerreros nguni que vienen con ellos no pelean en la oscuridad. Seremos los zorros en el gallinero, todo habrá terminado antes de que comience el día.

Esperaron en terreno alto y por fin observaron la lenta línea de carretas que entraba en la boca de la garganta por debajo de ellos siguiendo las orillas del río cada vez más profundo hacia el angosto camino. Koots reconoció a Jim Courtney y a su mujer, quienes cabalgaban delante de la primera carreta y su sonrisa fue un dibujo salvaje. Los observó mientras organizaban el campamento y cubrían todo el terreno de la garganta. Koots se sintió aliviado al ver que no hacían preparativo alguno para poner las carretas en círculo, sino que sencillamente las estacionaron entre los árboles de la costa del río, bien separadas unas de otras. Detrás de las carretas los rebaños de ganado seguían entrando en la boca de la garganta. Tomaron agua del río y los pastores nguni comenzaron a descargar los colmillos de marfil que cada bestia cargaba sobre el lomo.

Aquélla era la primera vez que Koots estaba suficientemente cerca de la caravana como para evaluar la dimensión del botín. Trató de contar el ganado, pero en medio del polvo y la confusión le resultó imposible. Era como tratar de contar cada uno de los peces de un cardumen de sardinas. Volvió a enfocar su catalejo en las pilas de marfil agrupadas junto al río. Aquel era un tesoro más grande que lo que él jamás se había permitido imaginar.

Observó mientras el ganado se aprestaba a pasar la noche, custodiado por los pastores nguni. Luego, mientras el sol se ponía y la luz comenzaba a desvanecerse, Koots y Kadem abandonaron su escondite en el terreno alto y se escabulleron para regresar, saliendo de la línea del horizonte, hacia donde el sargento Oudeman esperaba con los caballos.

—Muy bien, Oudeman —le dijo Koots mientras montaba—. Están en perfecta posición para el ataque. Regresaremos ahora para reunirnos con los demás.

Cruzaron la siguiente cadena montañosa, para luego descender por un escarpado sendero de animales hacia la garganta del río.

Bakkat los vio irse. Aún así esperó hasta que la parte inferior del disco solar tocara el horizonte antes de abandonar su propio escondite en las colinas altas del otro lado de la garganta. No quería correr riesgo alguno en caso de que Koots regresara. Ya en la oscuridad, descendió rápida y silenciosamente por el empinado costado de la garganta para informarle a Jim. Éste escuchó hasta que el guía concluyó su relato.

—Esto lo confirma —afirmó con alegría el jefe de la caravana—. Koots atacará esta noche. Ahora que ha visto el ganado y el marfil, ya no podrá contener su codicia. Síguelos, Bakkat. Observa cada uno de sus movimientos. Yo estaré atento a tus señales.

Tan pronto estuvo suficientemente oscuro como para ocultar las carretas de cualquier espía situado en lo más alto de las colinas, Jim las reunió nuevamente y las condujo hacia una estrecha entrada al pie de las colinas, con empinadas alturas por tres lados. La maniobra se realizó en el mayor silencio posible, sin restallar los látigos ni gritar. Las carretas formaron un círculo en aquel lugar fácilmente defendible, asegurándolas y atándolas rueda con rueda. Llevaron la manada de caballos de refresco al centro del espacio libre. Los animales que montarían esa noche estaban amarrados en la parte exterior del círculo, ensillados y con los mosquetes y los envainados alfanjes, listos para una salida rápida.

Luego Jim se dirigió hacia donde Inkunzi, el jefe de pastores y sus nguni lo esperaban. Siguiendo las órdenes de Jim, reunieron el ganado y lo llevaron en silencio otros quinientos metros por la garganta, más adelante del prado desde donde Koots los había espiado al caer el sol. Jim habló con los pastores y les explicó exactamente qué era lo que quería que hicieran. Se oyeron algunas sordas protestas de estos hombres, que consideraban al ganado como a sus hijos y eran sumamente cuidadosos de su bienestar, pero Jim los amonestó y las protestas terminaron.

El ganado percibió el estado de ánimo de sus pastores y los animales se pusieron nerviosos e irritables. Inkunzi se movió entre ellos y los calmó tocándoles una melodía suave como una canción de cuna con su flauta de caña. Comenzaron a calmarse y algunos se echaron para pasar la noche. De todas maneras, se mantuvieron juntos. En momentos de tanto nerviosismo necesitaban de la mutua seguridad que brindaba el rebaño.

Jim regresó a las carretas y se aseguró que todos sus hombres hubieran comido su cena y que estuvieran armados y calzados con botas, listos para montar. Luego él y Louisa treparon un poco por el acantilado, por sobre el círculo de carretas. Desde allí iban a poder oír las señales de Bakkat. Se sentaron muy cerca uno del otro, compartiendo una capa de lana para protegerse del súbito fresco de la noche y conversaron en voz baja.

—No vendrán antes de que salga la luna —predijo él.

—¿A qué hora es eso? —quiso saber Louisa. Más temprano, esa misma tarde habían consultado juntos el almanaque, pero ella volvía a preguntar principalmente para oír su voz.

—Pocos minutos antes de las diez. Estamos a siete días de la luna llena. Habrá luz suficiente.

Finalmente la salida de la luna iluminó el cielo oriental. Jim tensó su cuerpo y dejó de lado la capa. Sobre las colinas, del otro lado de la garganta, un tinge gritó dos veces. Pero este tipo de búho jamás grita dos veces.

—Ése es Bakkat —dijo Jim en voz baja—. Ya vienen.

—¿Por qué lado del río? —preguntó Louisa, mientras se ponía de pie junto a él.

—Se dirigirán al lugar donde vieron las carretas al atardecer, por este lado del río. —El tinge gritó otra vez, mucho más cerca.

—Koots se acerca con rapidez. —Jim se volvió hacia el sendero que conducía al círculo de carretas—. Es hora de montar.

Los hombres estaban esperando junto a los caballos, como oscuras figuras embozadas. Jim pronunció algunas palabras en voz baja a los oídos de cada uno. Algunos de los pastores habían crecido como para poder montar y manejar un mosquete. Los más pequeños, conducidos por Izeze, la pulga, conducirían los caballos de carga con la pólvora de repuesto, municiones y garrafas de agua, en caso de que hubiera una fuerte lucha. Tegwane tenía a veinte de los guerreros nguni a sus órdenes y se quedaría a cuidar las carretas.

Intepe, la nieta de Tegwane, estaba de pie junto a Zama, ayudándolo a asegurar su equipo en el lomo de Cuervo. Por aquellos días, ambos pasaban mucho de su tiempo juntos. Jim se dirigió a él y habló en voz baja:

—Zama, tú eres mi otro brazo. Uno de nosotros debe cabalgar junto a Welanga en todo momento. No te separes de ella.

—Welanga debería quedarse en el círculo de carretas con las otras mujeres —replicó Zama.

—Tienes razón, viejo amigo. —Jim sonrió—. Debería hacer lo que yo le digo, pero jamás he podido encontrar las palabras para convencerla de que eso debe ser así.

El búho gritó nuevamente. Tres veces.

—Ya están cerca. —Jim miró a la luna casi llena que se veía por sobre las colinas.

—¡A montar! —ordenó. Cada hombre sabía lo que tenía que hacer. En silencio saltaron sobre sus caballos. Montados en Fuego y Fiel, Jim y Louisa los condujeron hacia donde Inkunzi los esperaba con sus guerreros, al cuidado del ganado que descansaba.

—¿Listos? —quiso saber Jim, mientras cabalgaba. Inkunzi llevaba el escudo en el hombro y su assegai refulgió a la luz de la luna. Sus hombres se agruparon detrás de él.

—Habrá un festín para nuestros hambrientos aceros esta noche. Que coman y beban hasta hartarse —los arengó Jim—. Ahora ya sabéis lo que tenéis que hacer. Comencemos.

Con rapidez y en silencio, en una ordenada y disciplinada maniobra, los guerreros formaron en doble fila a lo ancho de la garganta, desde la orilla del río hasta la pared del acantilado. Los jinetes se retiraron para formar detrás de ellos.

—¡Estamos listos, gran señor! —gritó Inkunzi canturreando. Jim sacó la pistola de la funda en la parte de adelante de la montura y disparó al aire. De inmediato la tranquilidad de la noche se interrumpió con el griterío y la batahola. Los nguni golpeaban sus escudos con las hojas de sus assegais como si fueran tambores a la vez que lanzaban sus gritos de guerra. Los jinetes dispararon sus mosquetes y gritaron como almas en pena. Se lanzaron hacia adelante por la garganta y el ganado adormecido comenzó a auparse sobre sus patas. Los toros dejaron oír sus mugidos de alarma, ya que eran los más sensibles al estado de ánimo de sus pastores. Las hembras con cría mugían lastimeramente, pero cuando las filas de guerreros gritando y golpeando sus escudos corrieron hacia ellas, entraron en pánico y se lanzaron a la carrera hacia adelante.

Se trataba de enormes bestias con grandes gibas y papadas ondulantes. La amplitud de sus cuernos era del doble de la que alcanzan los brazos extendidos de una persona. A través de los siglos los nguni las habían criado precisamente por ese atributo, para que el ganado pudiera defenderse de los hombres y otros predadores. Podían correr como antílopes salvajes y cuando se sentían amenazadas, recurrían a aquellos enormes pares de cuernos. En una masa sólida y oscura se lanzaron en estampida valle abajo. Los guerreros y los hombres de a caballo corrían muy cerca detrás de ellas.

Koots estaba seguro de haberse acercado en silencio y no dudaba de que las avanzadas de Jim Courtney no lo habían descubierto. La luna brillaba en el cielo y aparte de los habituales sonidos de la noche, producidos por animales y aves nocturnas, todo era silencio y quietud.

Koots y Kadem cabalgaban uno junto al otro. Sabían que tenían que cubrir todavía más de un kilómetro y medio antes de llegar al lugar del río donde habían visto las carretas, cada una en un lugar distinto. Los hotentotes y los tres árabes sabían exactamente lo que tenían que hacer. Antes de que cundiera la alarma debían estar distribuidos entre las carretas para disparar sobre la gente de Jim Courtney a medida que fuera saliendo. Luego se ocuparían de los nguni. Aun cuando fueran superiores en número, estaban solo armados con lanzas. Ellos constituían la menor de las amenazas.

—Sin cuartel —había ordenado Koots—. Matadlos a todos.

—¿Y las mujeres? —había querido saber Oudeman—. No he probado la miel desde que abandonamos la colonia. Nos prometiste una oportunidad con la rubia.

—Si puedes conseguirte un poco de poesía, no hay problema. Pero asegúrate de que todos los hombres estén muertos antes de bajarte los calzones. Si no lo haces, podrías encontrarte con un alfanje por detrás para ayudarte a batir crema. —Todos se habían reído. A veces Koots podía dar muestras de su capacidad para comunicarse con la gente común y les hablaba en el lenguaje que ellos mejor entendían.

Después de eso los soldados avanzaban bien dispuestos. Más temprano ese mismo día, desde las alturas por encima de la garganta, algunos de ellos habían alcanzado a ver el ganado, el marfil y las mujeres. Se lo habían comunicado a sus compañeros y todos se sentían estimulados ante la promesa del pillaje y la violación.

De pronto, un único disparo de mosquete resonó en la oscuridad, delante de ellos, sin esperar orden alguna, la columna se detuvo. Trataron con dificultad de distinguir algo a la distancia.

—¡Hijo de la gran puta! —maldijo Koots—. ¿Qué fue eso? —No tuvo que esperar mucho tiempo para conocer la respuesta. Súbitamente la noche se conmocionó llenándose de gritos. Ninguno de ellos había oído jamás el sonido de los escudos de guerra usados como tambores, y eso los hacía más temibles. Unos momentos después se produjo una descarga de fuego de mosquetes, gritos salvajes y chillidos, los mugidos y quejidos de cientos de animales, y luego el creciente trueno de pezuñas que surgía de la noche para dirigirse hacia ellos.

A la equívoca luz de la luna parecía que la tierra se movía, una enorme corriente de lava negra caía sobre ellos, cubriendo todo el ancho de la garganta, de una pared del acantilado hasta la otra. El ruido de las pezuñas era ensordecedor y vieron los gibosos lomos del monstruoso rebaño que se acercaba cada vez más y cada vez más rápido, mientras los cuernos brillaban a la luz de la luna.

—¡Estampida! —gritó Oudeman aterrorizado, y los otros repitieron el grito—. ¡Estampida!

El apretado grupo de jinetes dio media vuelta, se separaron y huyeron en distintas direcciones ante la sólida muralla de cabezas con grandes cuernos y ruidosas pezuñas. A los pocos pasos el caballo de Goffel chocó con la cueva de un oso hormiguero con las patas delanteras. La pata se quebró mientras el caballo caía. Goffel fue arrojado hacia adelante y golpeó con un hombro contra el suelo. Aterrorizado se arrastró hasta ponerse de pie con su brazo destrozado colgándole a un costado, en el mismo momento en que la primera fila del ganado lo arrolló. Uno de los toros que dirigía la embestida lo enganchó al pasar. La punta del cuerno se hundió por debajo de las costillas y salió por la parte baja de la espalda, a la altura de los riñones. El toro sacudió la cabeza y Goffel salió despedido por el aire, para caer bajo las pezuñas de la manada y luego ser pisoteado y pateado hasta quedar convertido en una masa sin huesos. Otros tres soldados quedaron atrapados contra un ángulo del acantilado. Cuando trataron de regresar, el rebaño los encerró y sus monturas fueron corneadas por los enfurecidos toros. Los caballos, frenéticos, se encabritaron y arrojaron a sus jinetes. Hombres y animales fueron arrollados por los penetrantes cuernos para caer debajo de las galopantes pezuñas.

Habban y Rashood corrían uno junto al otro, pero cuando el caballo de aquél metió una pata en un pozo y cayó con una pierna rota, Rashood regresó y, justo debajo de los cuernos de la estampida, lo arrastró hasta ponerlo detrás de la silla de montar. Siguieron cabalgando, pero un caballo sobrecargado no podía mantenerse delante del ganado, y fue devorado por una oleada de ondulantes cuernos y bestias que mugían. Habban fue corneado profundamente en el muslo y derribado de su lugar en la parte de atrás de la montura de su compañero.

—¡Sigue corriendo! —le gritó a Rashood en el momento de golpear el suelo—. Yo estoy perdido. ¡Sálvate! —Pero el otro trató de regresar y su caballo fue corneado una y otra vez hasta que también cayó en una confusión de piernas, patas y equipo suelto. Sobre manos y rodillas Rashood se arrastró en medio del polvo y pezuñas que pasaban al galope. Aunque fue pateado varias veces y sintió que los músculos y tendones se estiraban y retorcían en la espalda y en el pecho, a la vez que sus costillas se rompían, tomó al camarada caído y lo arrastró hasta llegar atrás del tronco de uno de los árboles de mayor tamaño. Se acurrucaron ahogándose y tosiendo en medio de las nubes de polvo mientras pasaba la estruendosa estampida junto a ellos.

Aun después de que pasaran los animales no pudieron abandonar su escondite ya que la oleada de lanceros nguni surgió gritando casi de inmediato detrás de la estampida. Precisamente cuando pareció que iban a encontrar a los dos árabes, un soldado hotentote sin caballo salió de su refugio y trató de huir corriendo. Como perros de caza detrás de un zorro, los nguni fueron tras de él, alejándose de Rashood y Habban. Apuñalaron al hotentote varias veces lavando las armas en su sangre.

Koots y Kadem espolearon sus caballos a todo galope por la orilla del río para mantenerse delante de la estampida. Oudeman los seguía manteniéndose cerca de ellos. Sabía que Koots tenía un instinto animal para la supervivencia y confiaba en él para encontrar un escape por el que pudieran salvarse de aquel desastre. Hasta que los caballos se metieron en unos matorrales espinosos y fueron detenidos por la densa espesura. Los animales que encabezaban la manada un poco más atrás de ellos, atravesaron las espinas sin detenerse y rápidamente los sobrepasaron.

—¡Hacia el río! —gritó Koots—. ¡Allí no nos seguirán!

Mientras gritaba desvió su montura hacia la orilla del río y lo fustigó para que subiera el barranco. Cayeron más de tres metros y golpearon la superficie del agua haciéndola saltar muy alto. Kadem y Oudeman lo siguieron. Salieron juntos a la superficie y vieron que Koots ya estaba en la mitad del río, cruzándolo. Nadando junto a los caballos, llegaron a la costa sur detrás de Koots.

Subieron el barranco y se detuvieron formando un grupo mojado y exhausto. Desde allí pudieron ver a la manada todavía corriendo por la otra orilla. Luego, a la luz de la luna vieron a los jinetes de Jim Courtney galopando y casi pisándoles los talones a los animales del rebaño. Pudieron también oír el ruido de los disparos y ver el fogonazo en la boca de los cañones de sus mosquetes cuando al alcanzar a los jinetes sobrevivientes de la tropa de Koots, los derribaban.

—Tenemos la pólvora mojada —dijo casi sin aliento Koots—. No podemos detenernos y luchar.

—Yo perdí mi mosquete —agregó Oudeman.

—No hay nada que hacer —coincidió Kadem—, pero habrá otro día y otro lugar donde podremos terminar este negocio.

Montaron y cabalgaron rápidamente hacia el este, lejos del río, de la estampida de animales y de los enemigos con mosquetes.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó finalmente Oudeman, pero ninguno de los otros dos respondió.

A los pastores nguni les llevó varios días reunir los rebaños desparramados. Descubrieron que treinta y dos de las enormes bestias gibosas habían muerto o habían sido irremediablemente heridas en la estampida. Algunas habían caído por algún precipicio o habían pisado agujeros, otras se habían ahogado en los rápidos del río o habían sido devoradas por los leones al quedar separadas de la manada. Los nguni hicieron duelo por ellas. Con mucho amor condujeron de regreso a aquellos animales que habían sobrevivido a aquella terrible noche. Se movían entre ellos, consolándolos y acariciándolos. Les curaron las heridas, las lastimaduras causadas por los cuernos de sus compañeros y los golpes que habían recibido al chocar contra árboles u otros objetos.

Inkunzi, el jefe de los pastores, estaba decidido a expresar su indignación a Jim en los más fuertes términos que se atreviera a usar.

—Le exigiré que detenga la marcha y descansemos en este lugar hasta que el ganado se haya recuperado —les aseguró a sus pastores, y todos estuvieron totalmente de acuerdo con él. A pesar de estas amenazas, el pedido que le hizo a Jim fue dicho con palabras mucho más suaves, y Jim estuvo de acuerdo con él sin discusión.

Cuando aclaró, Jim y sus hombres recorrieron el campo de batalla. Encontraron cuatro caballos muertos pertenecientes a los hombres de Koots, con heridas de cuerno y otros dos tan malamente heridos que hubo que sacrificarlos. Pero pudieron recoger once más que habían resultado ilesos o sus heridas eran tan leves que podían ser curados y agregados a la manada de caballos de Jim.

También encontraron los cuerpos de cinco hombres de Koots con las facciones tan desdibujadas que resultaba imposible identificarlos. Pero por algunas prendas de vestir y por el equipo, así como por los recibos de pago que encontró Jim en los bolsillos de dos de ellos, estaba seguro de que formaban parte de la caballería de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales, vestidos con ropas de civil en lugar de uniformes militares. —Son todos hombres de Keyser. Aunque él no vino personalmente a perseguirnos, Keyser los envió— le aseguró Jim a Louisa.

Smallboy y Muntu reconocieron a algunos de los cuerpos. La colonia del Cabo era una comunidad pequeña en la que todos conocían a sus vecinos.

—¡Goffel! ¡Mira, éste sí que era un kerel verdaderamente malo! —dijo Smallboy, mientras golpeteaba con la punta del pie uno de los cuerpos desfigurados. Su expresión era dura y sacudió la cabeza. "Smallboy no es precisamente un ángel de pureza' pensó Jim, "pero si él dice que era malo, este Goffel debió de haber sido de lo peor".

—Faltan todavía cinco —le señaló Bakkat a Jim—. No hay señales de Koots ni del sargento calvo, ni tampoco de los tres extraños árabes que vimos ayer con ellos. Debo revisar el otro lado del río. —Vadeó la corriente y Jim lo vio mientras recorría la orilla leyendo las señales en el suelo. De pronto se detuvo, como un perro pointer cuando huele el rastro de un pájaro.

—¡Bakkat! ¿Qué has encontrado allí? —gritó Jim desde la otra orilla.

—Tres caballos corriendo a todo galope —respondió Bakkat, también gritando.

Jim, Louisa y Zama cruzaron el río para encontrarse con él y estudiaron las huellas de los caballos al galope.

—¿Puedes decir quiénes son los jinetes, Bakkat? —quiso saber Jim. Parecía imposible, pero Bakkat respondió al requerimiento como si se tratara de algo rutinario. Se acuclilló junto a las huellas.

—Estos dos son los caballos que Koots y el calvo montaban ayer. El otro es uno de los árabes, el del turbante verde —declaró sin la menor vacilación.

—¿Cómo puede darse cuenta? —preguntó Louisa, maravillada—. Todos son caballos herrados. Sin duda sus huellas son idénticas.

—No para Bakkat —le aseguró Jim—. Él puede distinguir e interpretar un desgaste desparejo de la herradura, y también pequeños rayones o saltaduras del metal. Para su ojo, cada caballo tiene un modo de caminar diferente, y puede descubrir eso en sus huellas.

—De modo que Koots y Oudeman lograron escapar. ¿Qué vas a hacer ahora, Jim? ¿Los vas a perseguir?

Jim no respondió de inmediato. Para demorar la decisión le ordenó a Bakkat que siguiera los rastros y se asegurara de la dirección que seguían. Después de un kilómetro y medio las huellas giraban decididamente hacia el norte. Jim ordenó un alto y pidió la opinión de Bakkat y de Zama. El debate fue largo.

—Van galopando rápido —señaló Bakkat—. Llevan una ventaja de casi media noche y un día. Llevará muchos días alcanzarlos, si es que los alcanzamos. Déjalos ir, Somoya.

—Creo que han sido derrotados —dijo Zama—. Koots no regresará.

Pero si lo atrapas, luchará como un leopardo en una trampa. Perderás hombres.

Louisa consideró el asunto. "Jim podría ser uno de esos heridos", se dijo. Pensó en intervenir, pero sabía que eso podría endurecer la decisión de él. Había descubierto en la naturaleza de él una fuerte tendencia a hacer lo contrario de lo que se le sugería. Se tragó las súplicas para hacerlo quedar y en lugar de ello le dijo suavemente:

—Si vas a perseguirlo, iré contigo.

Jim la miró. El brillo guerrero en los ojos de él se desvaneció, y sonrió derrotado, pero de todas maneras se trataba de una rendición condicional.

—Tengo la sensación de que Bakkat tiene razón, como de costumbre.

Kootsha abandonado sus intenciones hostiles hacia nosotros, por lo menos por el momento. La mayoría de sus hombres ha sido eliminada. Pero de todas maneras tiene una formidable fuerza consigo. Hay cinco personas de las que nada sabemos todavía: Koots, Oudeman y los tres árabes. Y podrían ofrecer una fiera resistencia si los arrinconamos. Zama también tiene razón. No podemos esperar salir airosos y sin costos por segunda vez. Si en efecto los alcanzamos, algunos de los nuestros caerán muertos o heridos. Por otra parte, lo que se presenta como una huida, bien podría ser una trampa para alejarnos de nuestras carretas. Sabemos bien que Koots es un animal astuto. Si seguimos, Koots podría dar un círculo y regresar para atacar las carretas antes de que nosotros pudiéramos regresar para ayudarlas. —Tomó aire y cedió—. Seguiremos por la costa y veremos qué es lo que podemos encontrar en la bahía Natividad. —Cruzaron el río y regresaron por la estrecha garganta, por el mismo sendero que había seguido la estampida.

Una vez segura de que Jim no perseguiría a Koots, Louisa se mostró feliz y parloteaba alegremente mientras cabalgaban uno junto al otro. Zama estaba ansioso por regresar a las carretas y se había adelantado bastante, hasta desaparecer entre los árboles.

—Apurado por volver a su encantadora florecita. —Louisa rió.

—¿Quién? —preguntó intrigado Jim.

—Intepe.

—¿La nieta de Tegwane? Entonces Zama está…

—Así es —confirmó Louisa—. A veces los hombres son ciegos. ¿Cómo es posible que no te dieras cuenta?

—Tú eres lo único que ven mis ojos, Puercoespín. Sólo te miro a ti.

—Muy bien dicho, mi amor. —Louisa se alzó sobre la silla y ofreció su boca—. Tendrás un beso como premio.

Pero antes de que pudiera reclamarlo, fueron sorprendidos por un grito salvaje y el ruido de un disparo de mosquete que venía de adelante. Vieron que Escarcha se encabritaba y se negaba a continuar mientras Zama se tambaleaba en su silla de montar.

—¡Zama está en problemas! —gritó Jim y espoleó a su caballo adelantándose al galope. Cuando lo alcanzó vio que Zama estaba herido. Colgaba a medias de su montura y la sangre brillaba en la espalda de su chaqueta. Antes de que Jim pudiera sostenerlo, se inclinó un poco más y cayó pesadamente al suelo.

—¡Zama! —gritó Jim, y corrió hacia él, pero en ese momento vio el destello de un movimiento a un costado. Allí había un peligro e hizo girar a Fuego para enfrentarlo. Uno de los árabes, con su vestimenta raída, manchada con polvo y sangre seca, estaba agazapado detrás del tronco de un eucalipto. Estaba recargando frenéticamente su mosquete de cañón largo, empujando con la baqueta una bala por la boca de su arma. Miró hacia arriba cuando jinete y caballo se lanzaron contra él. Jim lo reconoció.

—¡Rashood! —gritó. Era un miembro de la tripulación de la goleta de la familia, la Gift of Allah. Jim había navegado con él más de una vez y lo conocía bien, y en ese momento lo encontraba cabalgando junto al enemigo, traicioneramente atacando las carretas de Courtney. Él le había disparado a Zama.

En ese momento Rashood reconoció a Jim. Dejó caer el mosquete, se puso de pie de un salto y corrió. Jim desenvainó su alfanje y condujo a Fuego en su persecución. Cuando se dio cuenta de que no podía escapar, Rashood cayó de rodillas y abrió los brazos en un gesto de rendición.

Jim se alzó sobre él parándose en los estribos.

—¡Maldito traidor, asesino! —Estaba tan furioso que pudo haber usado su arma para partirle en dos el cráneo, pero en el último momento se controló y golpeó a Rashood en un costado de la cabeza con el plano de la hoja. El acero crujió al golpear contra el hueso con tal fuerza que Jim temió haberlo matado de todas maneras. Rashood cayó con la cara contra el suelo.

—No te atrevas a morir —lo amenazó Jim, mientras desmontaba—, no hasta que hayas respondido a mis preguntas. Luego te daré una despedida digna de un rey.

Louisa se acercó galopando y Jim le dijo:

—Mira a Zama. Creo que está malherido. Iré contigo apenas haya asegurado a este cerdo.

Louisa envió a Bakkat a buscar ayuda hasta el círculo de carretas y éstos llevaron de regreso a Zama en una parihuela. Había sufrido una peligrosa herida en ángulo oblicuo en el pecho y Louisa temía por su vida, pero logró esconder sus temores. Apenas llegaron al lugar donde estaban formadas las carretas, Intepe corrió a ayudarla a cuidar al herido.

—Está herido, pero vivirá —le dijo a la muchacha que sollozaba mientras colocaban a Zama en una colchoneta dentro de una carreta vacía. Con la ayuda de los libros y de la caja de medicinas que Sarah Courtney le había dado, y a fuerza de mucha práctica y experiencia, Louisa se había convertido en una eficiente médica a lo largo de los meses desde que habían dejado atrás el río Gariep. Examinó más a fondo la herida y, aliviada, exclamó:

—La bala pasó limpiamente de un lado a otro y salió. Eso es bueno. No tendremos que cortar para sacarla, lo cual reduce enormemente el peligro de la necrosis y la gangrena.

Jim dejó a Zama en manos de las mujeres y dirigió su preocupación y su furia a Rashood. Con los brazos y las piernas extendidos como una estrella de mar, lo ataron a los radios de una de las grandes ruedas traseras de una carreta a la que separaron del suelo con palancas. Jim esperó a que recuperara la conciencia.

Mientras tanto, Smallboy había traído el cuerpo de otro árabe que habían encontrado tirado cerca de donde habían capturado a Rashood. Había muerto desangrado, pues una herida de cuerno en la ingle había cortado la gran arteria que pasa por allí. Cuando lo pusieron boca arriba, Jim lo reconoció como otro de los marineros del Gift.

—Este es Habban.

—Por cierto que es Habban —confirmó Smallboy.

—Algo está ocurriendo que huele a pescado podrido —dijo Jim—. No sé qué es, pero él puede brindarnos las respuestas. —Miró indignado a Rashood, todavía inconsciente y colgado sobre la rueda trasera de la carreta—. Arrojadle un balde de agua. —Fue necesario arrojarle a la cara no uno, sino tres baldes de agua para hacerlo reaccionar.

—Salam, Rashood —lo saludó Jim cuando abrió los ojos—. La belleza de tu presencia ilumina mi corazón. Tú eres un servidor de mi familia. ¿Por qué atacaste nuestras carretas y trataste de matar a Zama, un hombre que bien sabes es mi amigo?

Rashood se sacudió el agua de la barba y de su largo pelo lacio. Le devolvió la mirada a Jim. No dijo una palabra, pero la expresión de sus ojos era elocuente.

—Debemos aflojarte la lengua, Amado por el Profeta. —Jim retrocedió e hizo una seña a Smallboy—. Dale cien vueltas a la rueda.

Smallboy y Muntu escupieron las palmas de sus manos y tomaron el aro de la rueda. Comenzaron a hacerla girar entre ambos. Smallboy contaba las vueltas. La velocidad aumentó rápidamente hasta que la imagen del cuerpo de Rashood girando se hizo confusa a los ojos de los demás. Smallboy perdió la cuenta después de la número cincuenta y tuvo que comenzar de nuevo. Cuando finalmente llegó a cien y frenaron la rueda, Rashood se retorcía en sus ataduras, su sucia túnica mojada por la transpiración. No podía fijar la mirada a la vez que jadeaba y trataba de respirar en medio del vértigo.

—Rashood, ¿por qué cabalgabas con Koots? ¿Cuándo te uniste a su banda? ¿Quién era el árabe desconocido que estaba contigo, el hombre del turbante verde?

A pesar de su sufrimiento, Rashood volvió sus ojos hacia Jim y trató de enfocarlos en él.

—¡Infiel! —insultó—. ¡Kaffir! Actúo en virtud de la sagrada fatwa del califa Zayn al-Din de Muscat y a las órdenes de su pachá, el general Kadem Abubaker. El pachá es un hombre grande y sagrado, un poderoso guerrero amado por Dios y por el Profeta.

—De modo que el del turbante verde es un pachá. ¿Cuáles son los términos de esta fatwa? —inquirió Jim.

—Son demasiado sagrados para ser pronunciados ante los oídos de un profano.

—Rashood ha descubierto la religión. —Jim sacudió la cabeza con tristeza—. Jamás le había oído decir tantas tonterías puritanas y envenenadas antes de ahora. —Le hizo una seña a Smallboy—. Hazle dar otras cien vueltas para enfriar su ardor religioso.

La rueda volvió a ponerse borrosa, pero antes que la cuenta llegara a cien, Rashood vomitó un largo y sostenido chorro. Smallboy gruñó a Muntu:

—¡No te detengas! —Entonces las tripas de Rashood se soltaron y sus excreciones corporales brotaron simultáneamente por ambos extremos de su cuerpo, como una manguera de cubierta.

Al llegar a la vuelta número cien, frenaron la rueda, pero los sentidos aturdidos de Rashood no podían darse cuenta de la diferencia. La sensación de movimiento violento se hacía más fuerte y gimió y vomitó hasta que el estómago se le vació. Luego vinieron las dolorosas arcadas en seco.

—¿Cuáles eran los términos de la fatwa? —insistió Jim.

—Muerte a los adúlteros. —La voz de Rashood era apenas audible y la bilis amarillenta le caía por la mejilla y la barba—. Muerte a al-Salil y a la princesa Yasmini.

Jim se estremeció al oír aquellos amados nombres.

—¿Mi tío y mi tía? ¿Están muertos? Dime que están vivos si no quieres que haga girar la rueda hasta que tu negra alma se separe de tu sucio cuerpo.

Rashood recuperó sus alterados sentidos y una vez más trató de negarse a dar respuesta a las preguntas de Jim, pero poco a poco la rueda quebró su resistencia y respondió ampliamente.

—La princesa Yasmini fue ejecutada por el pachá. Murió de una puñalada que le atravesó su adúltero corazón. —Aun en su extrema condición Rashood pronunció aquellas palabras con deleite—. Y al-Salil fue herido hasta quedar al borde de la muerte.

La furia y la tristeza de Jim eran sobrecogedoras, tanto que perdió toda su energía como para continuar con el castigo por ese día. Rashood fue Sacado de la rueda y encadenado con custodia para pasar la noche.

—Lo interrogaré mañana otra vez —dijo Jim y se alejó para ir a contarle a Louisa las terribles noticias.

—Mi tía Yasmini era la quintaesencia de la bondad y la dulzura. Ojalá hubieras llegado a conocerla —le dijo esa noche, mientras estaban uno en brazos del otro. Las lágrimas de él humedecieron el camisón de ella—. Gracias a Dios mi tío Dorian parece haber sobrevivido al intento de asesinato de este asesino, Kadem in Abubaker.