A la mañana temprano Bakkat oyó al pájaro de la miel. Cantaba en la copa de los árboles, chillando y haciendo oír ese particular zumbido que sólo podía significar una cosa. Se le hizo agua la boca.

—Te saludo, mi dulce amigo —gritó y corrió hasta detenerse debajo del árbol sobre el que el pardusco pajarillo realizaba sus seductores giros. Sus movimientos se hicieron más frenéticos al ver que había atraído la atención de aquel hombre. Abandonó la rama en la que estaba realizando sus despliegues y voló hasta un árbol cercano.

Bakkat vaciló y miró hacia la plaza de carretas formadas en círculo en el límite del bosque, en el extremo más alejado del claro, a un kilómetro y medio de distancia. El tiempo que le llevaría regresar corriendo sólo para decirle a Somoya hacia dónde se dirigía podría desilusionar al pájaro y hacerlo volar a otra parte antes de que él regresara. Además, Somoya podía prohibirle que lo siguiera. Chasqueó los labios. Casi podía sentir el gusto dulce y viscoso de la miel en la lengua. Anhelaba saborearla.

—No estaré lejos demasiado tiempo —se justificó a sí mismo—. Somoya ni siquiera se dará cuenta de que me he ido. Él y Welanga están jugando probablemente con sus muñequitos de madera. —Esto era lo que él pensaba de los trebejos del ajedrez tallados que con frecuencia ocupaban la atención de la pareja aislándola de todo lo que la rodeaba. Corrió tras aquella avecilla. El pájaro de la miel lo vio acercarse y cantó para él mientras saltaba hacia el siguiente árbol, y luego al siguiente. Bakkat también cantaba mientras lo seguía:

—Me conduces hacia la dulzura, y por eso te amo. Eres más bello que el brillante picaflor, más sabio que el búho, más grandioso que el águila. Eres el señor de todos los pájaros. —Todo esto, por cierto, no era verdad, pero a aquel pájaro le gustaba oírlo.

Corrió por el bosque durante el resto de la mañana. Al mediodía, cuando la selva estaba abrumada por el calor y todos, cuadrúpedos y pájaros, estaban somnolientos, el pajarillo se detuvo finalmente en las ramas más altas de uno de los árboles y cambió la melodía. Bakkat comprendió lo que le estaba diciendo.

—Hemos llegado. Éste es el lugar de la colmena y está repleta de dorada miel. Ahora tú y yo comeremos hasta saciarnos.

Bakkat se quedó debajo del árbol y echó la cabeza hacia atrás mientras miraba ansioso hacia arriba. Vio las abejas, iluminadas por la tenue luz del sol como doradas partículas de polvo cuando se lanzaban hacia la hendidura en el tronco del árbol. Sacó del hombro su arco y su aljaba, su hacha y la bolsa de cuero con sus cosas. Colocó todo cuidadosamente al pie del árbol. El pájaro de la miel comprendería que aquélla era su garantía de que regresaría. De todas maneras, para asegurarse de que no hubiera malentendido alguno, Bakkat se lo explicó al pájaro:

—Espérame aquí, amiguito. No me iré por demasiado tiempo. Debo recoger la enredadera para tranquilizar a las abejas.

Encontró la planta que necesitaba en la orilla de un arroyo cercano. Trepaba por el tronco de un árbol envolviéndolo como una delgada serpiente. Las hojas tenían forma de lágrima y las pequeñas flores eran de color rojo intenso. Bakkat cortó con gran delicadeza las hojas que necesitaba, con cuidado de no dañar la planta más de lo necesario ya que era algo muy valioso. Matarla habría sido un pecado contra la naturaleza y para con su propio pueblo, los san.

Con el manojo de hojas en su bolsa caminó hasta encontrar un grupo de árboles que protegen de la fiebre. Eligió uno cuyo tronco tenía el tamaño adecuado para sus necesidades y marcó un anillo en el tronco. Luego le quitó una parte y armó un tubo que afirmó con nudos de tiras de corteza. Corrió de regreso al árbol donde estaba la colmena. Cuando el pájaro de la miel vio que regresaba, se lanzó a una explosión histérica de chillidos de alivio.

Bakkat se sentó en el suelo al pie del árbol e hizo un pequeño fuego dentro del tubo de corteza. Sopló en uno de los extremos para producir una corriente y las brasas brillaron al arder. Desparramó sobre ellas algunas flores y hojas de la enredadera, las cuales, al quemarse, produjeron nubes de humo de penetrante olor. Se puso de pie, colgó la hoja del hacha en el hombro y comenzó a trepar por el árbol. Subió con la misma rapidez de un mono vervet. Justo debajo de la hendidura del tronco había una rama que le sirvió para sentarse en ella. Olfateó el olor de la cera de la colmena y escuchó por un momento la voz profunda del murmullo del enjambre en las profundidades del tronco hueco. Estudió la entrada de la colmena e hizo el primer corte, luego colocó un extremo del tubo de la corteza en la abertura y delicadamente sopló el humo hacia adentro. Un momento después, el murmullo del enjambre se convirtió en silencio cuando las abejas quedaron anonadadas y adormecidas.

Dejó a un lado el tubo con humo y se preparó, balanceándose con facilidad sobre la delgada rama. Golpeó con el hacha. Cuando el golpe resonó en todo el tronco, salieron algunas abejas que zumbaron alrededor de su cabeza, pero el humo de la enredadera había adormecido sus instintos de guerreras. Una o dos lo picaron, pero él las ignoró. Con rápidos y presurosos golpes de hacha abrió un agujero cuadrado en el tronco hueco dejó a la vista las apretadas hileras de panales de la colmena.

Bajó al suelo y dejó el hacha a un lado. Regresó a la rama donde se había estado apoyando con el saco de cuero sobre el hombro. Echó unas hojas de enredadera más sobre las brasas en el tubo de corteza y sopló un espeso y densamente perfumado humo a través de la entrada ensanchada. Cuando el enjambre quedó otra vez en silencio, metió la mano bien adentro de la colmena. Con abejas moviéndose sobre sus brazos y hombros sacó los panales uno por uno y los colocó suavemente en el saco. Cuando la colmena estuvo vacía, agradeció a las abejas por ese tesoro y se disculpó por su modo cruel de tratarlas.

—Muy pronto el efecto del humo desaparecerá y será posible reparar la colmena y llenarla otra vez con miel. Bakkat será siempre un buen amigo y él sólo siente respeto y gratitud por sus amigas —les dijo a las abejas. Bajó del árbol y cortó un trocito de corteza en forma de rizo para formar un recipiente en el cual colocar la parte del botín que le correspondió al pájaro de la miel. Eligió el mejor de los panales para su amiguito y cómplice, uno que estuviera lleno de larvas amarillas, pues él sabía que al pajarillo le gustaban éstas casi tanto como a él.

Recogió sus posesiones y colgó de su hombro el saco de cuero ahora lleno. Por última vez, agradeció al pájaro y se despidió de él. Apenas se alejó, el pajarillo se lanzó desde lo alto del árbol para caer sobre el hinchado panal dorado y de inmediato se ocupó de las larvas. Bakkat sonrió y lo miró con indulgencia por un momento. Sabía que lo iba a comer todo, hasta la cera, pues era la única criatura capaz de digerir esa parte del botín. Recordó al pajarillo de la leyenda del avaro san que había limpiado una colmena sin dejar nada para quien lo había guiado hasta la miel. La vez siguiente el pajarillo lo condujo hasta un agujero en el tronco de un árbol en el que yacía enroscada sobre sí misma una enorme mamba negra. La serpiente mordió al tramposo san y lo mató.

—La próxima vez que nos encontremos, recuerda que te traté bien y equitativamente —le dijo Bakkat a su guía—. Te buscaré a ti. Que Kulu Kulu te proteja. —Y comenzó su marcha de regreso hacia las carretas. A medida que avanzaba, metió la mano en el saco de cuero, rompió un trozo de miel y se Lo metió en la boca, cantando con la boca cerrada con profundo placer.

A poco menos de un kilómetro se detuvo abruptamente en uno de los cruces del arroyo y miró asombrado las huellas de pies humanos en el fango de las orillas. Las personas que habían pasado por allí no hacía mucho, no hicieron esfuerzo alguno para esconder su rastro. Eran del pueblo san.

Su corazón saltó como una gacela. Cuando vio las huellas frescas de pies humanos se dio cuenta de cuánto extrañaba a su gente. Examinó la señal con avidez. Eran cinco individuos, dos hombres y tres mujeres.

Uno de los hombres era viejo y el otro mucho más joven. Dedujo esto por la amplitud y energía de los pasos de cada uno. Una de las mujeres era anciana y caminaba cojeando sobre unos pies deformados y nudosos. La otra estaba en la plenitud de sus fuerzas, con pasos firmes y decididos. Era ella quien conducía a su familia en fila india.

Luego, los ojos de Bakkat se posaron en el quinto y último conjunto de huellas, y sintió que una gran nostalgia le oprimía el corazón. Era tan exquisito y encantador como cualquiera de las pinturas de los artistas de su tribu. Bakkat sintió que tanta belleza podría hacerlo llorar. Tuvo que sentarse un momento a observar una de ellas hasta recuperarse del efecto que le había producido. En su imaginación podía ver a la muchacha que había dejado esas huellas para que él las encontrara. Adivinó con todos sus instintos que se trataba de una mujer muy joven y graciosa, cimbreña y núbil. Luego se puso de pie y siguió los rastros de ella en el bosque.

Sobre la otra orilla del arroyo llegó hasta el lugar en que los dos hombres se habían separado de las mujeres para meterse entre los árboles a cazar. A partir de ese lugar las mujeres habían comenzado a recoger la cosecha silvestre del valle africano. Vio el lugar donde separaron los frutos de las ramas y también el sitio donde desenterraron los tubérculos y las raíces comestibles con las agudas y filosas estacas que llevaban.

Siguió las huellas que la muchacha había dejado y pudo ver cuán rápidamente y con cuanta seguridad trabajaba. No arrancaba nada, ni desperdiciaba esfuerzo alguno. Se dio cuenta claramente de que ella conocía cada una de las hierbas y árboles que encontraba. Dejaba intactas las plantas venenosas o carentes de gusto y sólo recogía lo que era dulce y alimenticio.

Lanzó una risita de admiración.

—Es una muchachita muy astuta. Podría alimentar a toda la familia con lo que ha recogido desde que cruzó el arroyo. Qué buena esposa sería para cualquier hombre.

De pronto oyó voces más adelante, en el bosque, voces femeninas que se llamaban unas a otras mientras trabajaban. Una era tan dulce y musical, como el canto de la oropéndola, la gran cantante de oro de los pisos altos del bosque.

El sonido lo condujo de manera irresistible, como lo había hecho el canto del pájaro de la miel. En silencio y sin ser visto, se deslizó hasta donde estaba la muchacha. Por fin estuvo suficientemente cerca como para distinguir sus movimientos, velados por la celosía que formaban las ramas y las hojas. Hasta que súbitamente ella se dirigió a un claro, directamente frente a Bakkat. Todos los años sin compañía y en soledad fueron barridos como desperdicios por la nueva y emergente corriente de emociones.

Ella era exquisita, pequeña, perfecta. Su piel brillaba con la luz del sol del mediodía. Su cara era una flor de oro. Sus labios eran carnosos y con forma de pétalo. Levantó una de sus graciosas manos y pasó el pulgar sobre las gotas de transpiración que cubrían su arqueada frente y las arrojó lejos. Lanzaron pequeños reflejos mientras volaban por el aire. Él estaba tan cerca que una de esas gotas llegó a salpicarle la pierna. Ella no advirtió su presencia y comenzó a alejarse. En ese momento otra de las mujeres la llamó desde un lugar cercano.

—¿No tienes sed, Letee? ¿Quieres que vayamos al arroyo?

La muchacha se detuvo y miró hacia atrás. Llevaba sólo un pequeño delantal que la cubría por delante. Estaba decorado con conchas de cauri y cuentas hechas con trozos de cáscara de huevo de avestruz. El dibujo que formaban las conchas y las cuentas proclamaba que era virgen y que ningún hombre había hablado con ella todavía.

—Mi boca está tan seca como una piedra del desierto. Vamos. —Letee rió mientras le respondía a su madre. Sus dientes eran pequeños y muy blancos.

En ese momento toda la existencia de Bakkat cambió. Mientras ella se alejaba, sus pequeños pechos se sacudieron alegremente y sus redondeadas nalgas desnudas ondularon. No hizo él, intento alguno de detenerla o demorarla. Sabía que podía encontrarla otra vez en cualquier parte y en cualquier lugar.

Cuando ella se perdió de vista, él salió lentamente de su escondite. Súbitamente dio un salto de alegría que lo lanzó por el aire y corrió para hacerse una flecha de amor. Eligió una caña perfecta que crecía junto al arroyo y volcó en ella todos sus talentos como artista. La pintó con dibujos y diseños místicos. Los colores que eligió en sus cuernos de pigmentos fueron el amarillo, el blanco, el rojo y el negro. La adornó con las plumas púrpura del lourie y acolchó la punta con una bolita de cuero de gacela rellena con plumas de picaflor para que no produjera dolor ni herida alguna a Letee.

—¡Es hermosa! —Admiró su propio trabajo cuando estuvo terminado.

—Pero no tan hermosa como Letee.

En el campamento de la joven y su familia. Estaban viviendo temporalmente en una cueva en el acantilado rocoso por encima de la corriente de agua. Se deslizó hasta acercarse en la oscuridad y escuchó la charla cotidiana e intrascendente de la familia. Así fue como se enteró que el viejo y la mujer eran sus abuelos y la otra pareja, sus padres. La hermana mayor había encontrado, no hacía mucho, un buen marido y había abandonado el clan. Todos estaban haciéndole bromas a Letee. Había tenido su primera menstruación lunar hacía ya tres meses, pero seguía siendo virgen y soltera. Ella bajaba la cabeza avergonzada por su incapacidad de encontrar un hombre para ella.

Bakkat abandonó la boca de la cueva y encontró un lugar para dormir corriente abajo. Pero estuvo de regreso antes del amanecer, y cuando las mujeres abandonaron la cueva para dirigirse al bosque, las siguió a una distancia discreta. Cuando comenzaron a buscar plantas para comer se mantuvieron en contacto llamándose entre sí y silbando, pero después de un rato Letee se separó un poco más de las otras. Bakkat se acercó a ella con toda su habilidad para la marcha furtiva.

Ella estaba buscando los gruesos tubérculos de un arbusto que era una variedad silvestre de la mandioca. Mantenía las piernas derechas al inclinarse y se balanceaba con el ritmo de la vara que usaba para excavar. Los carnosos labios de su sexo se escapaban hacia atrás por entre los muslos, y su regordete trasero apuntaba al cielo.

Bakkat se deslizó para acercarse más. Las manos le temblaban cuando levantó el pequeño arco ceremonial y apuntó con su flecha de amor. Pero su puntería nunca fue mejor y Letee lanzó un chillido de sorpresa y saltó alto en el aire cuando la flecha acertó en su trasero. Se volvió cubriéndose con ambas manos, con una expresión que demostraba sorpresa y ofensa.

Hasta que vio la flecha a sus pies y miró alrededor hacia los silenciosos arbustos. Bakkat había desaparecido como una bocanada de humo. El dolor del flechazo en su trasero desapareció con unos pocos masajes. Luego, poco a poco la dominó la timidez.

De pronto Bakkat apareció tan cerca que ella lanzó un gritito de sorpresa. Lo miró fijo. Su pecho era ancho y profundo. Sus piernas y brazos eran sólidos. De una sola mirada ella se dio cuenta, por la manera relajada en que llevaba sus armas, que él era un poderoso cazador, y que podía proveer lo necesario para su familia. Llevaba los recipientes con los colores del artista en el cinturón, lo cual significaba que debía tener una alta posición y mucho prestigio en todas las tribus san. Bajó los ojos con modestia y susurró:

—Eres tan alto. Te vi desde lejos.

—Yo también te vi desde lejos —replicó él—, pues tu belleza ilumina el bosque como el nacimiento del sol.

—Sabía que vendrías —continuó ella—, pues tu cara estaba pintada en mi corazón desde el día de mi nacimiento. —Ella se adelantó tímidamente, le tomó la mano y lo condujo hasta donde estaba su madre. En la otra mano llevaba la flecha de amor—. Este es Bakkat —le dijo, y le mostró la flecha. La madre lanzó un chillido, lo cual hizo que la abuela se acercara corriendo, cacareando como una gallina de Guinea. Las dos mujeres mayores iban delante de ellos cuando todos fueron a la cueva, cantando, bailando y aplaudiendo. La joven pareja los seguía, siempre de la mano.

Bakkat le dio al abuelo de Letee el saco con la miel silvestre. No podía haberles llevado un regalo más adecuado. No sólo porque eran todos adictos a la dulzura, sino porque también demostraba la habilidad de Bakkat para proveer lo necesario para su mujer y sus hijos. La familia se hizo un festín con la miel, pero Bakkat no probó bocado ya que había sido su regalo. Hablaron hasta muy tarde, a la luz de la fogata. Él les dijo quién era, cuál era el tótem de su tribu y enumeró la lista de sus antepasados. El abuelo conocía a muchos de ellos y golpeaba las manos cada vez que reconocía un nombre. Letee se sentó con las otras mujeres sin participar de la conversación de los hombres. Finalmente, se puso de pie y cruzó hacia donde Bakkat estaba sentado, entre los otros dos hombres. Lo tomó de la mano y lo condujo hacia donde había preparado su manta de dormir en el fondo de la caverna.

Ambos partieron temprano en la mañana. Todas las posesiones de Letee estaban envueltas en su manta de dormir, y la llevaba en perfecto equilibrio y sin esfuerzo alguno sobre la cabeza. Iban al trote, un ritmo que podían sostener desde la mañana hasta la noche. Bakkat cantaba las canciones de los cazadores de su tribu mientras corría y Letee lo acompañaba en los estribillos con su dulce voz infantil.

Xhia estaba escondido en la espesura al otro lado del arroyo, frente a la boca de la cueva. Vio cuando la pareja salía con las primeras luces. Había estado espiando a Bakkat durante todos los días que había durado el cortejo. A pesar de su odio por Bakkat, estaba intrigado por el antiguo ritual del matrimonio. Había sentido una lasciva turbación al observar al hombre y a la mujer desempeñar los papeles asignados. Quería también ser testigo del acto final del apareo, antes de intervenir y llevar a cabo su venganza.

—Bakkat ha conseguido otra hermosa flor. —El hecho de que ella fuera la mujer de su enemigo la hacía más deseable para Xhia—. Pero no la disfrutará mucho.

Xhia se abrazó a sí mismo con regocijo y dejó que la pareja se alejara trotando hacia el bosque. No los iba a seguir demasiado de cerca pues sabía que, si bien Bakkat estaba distraído por su nueva compañera, seguía siendo un formidable adversario. No tenía prisa alguna. Era un cazador y el primer atributo de un cazador era la paciencia. Sabía que llegaría el momento en que Bakkat y la muchacha se separarían, aunque más no fuera por breve tiempo. Ésa sería su oportunidad.

Un poco antes del mediodía Bakkat se encontró con una pequeña manada de búfalos. Xhia estaba observando cuando dejó su saco y otros atavíos al cuidado de Letee y se adelantó sigilosamente. Eligió una vaquilla todavía inmadura cuya carne seguramente era dulce y tierna, no dura y de sabor fuerte como la de un animal más grande. La vaquilla era también de menor tamaño de modo que el veneno actuaría con mayor rapidez. Se mantuvo a favor del viento y maniobró con habilidad hasta alcanzar una posición detrás de la vaquilla para así poder lanzar una flecha hacia la delgada piel alrededor del ano y los genitales. El cuero más duro del resto del cuerpo no podría ser atravesado por la frágil flecha. La red de venas alrededor de las aberturas del cuerpo de la vaquilla enviaría el veneno rápidamente al corazón. El disparo fue preciso y el animal se alejó alarmado galopando junto con el resto de la manada. El asta de la flecha se quebró, pero la punta filosa y envenenada penetró profundamente. El animal corrió una corta distancia antes de que el veneno comenzara a hacer efecto, y dejó de correr para empezar a caminar.

La joven pareja siguió a la presa con paciencia. El sol apenas se había movido en el cielo antes de que el animal se detuviera para echarse. Cerca de allí, Bakkat y su mujercita estaban sentados en el suelo. Finalmente la bestia gruñó y rodó sobre un costado. Bakkat y Letee prorrumpieron en cánticos de alabanza y agradecimiento a la vaquilla por brindarle su carne para alimentarse, y corrieron para descuartizar el cuerpo.

Esa noche, mientras todavía había luz, armaron su campamento junto a la bestia caída. No importaba que pronto la carne se abombaría con el calor, ellos permanecerían allí hasta que toda la carne fuera consumida, protegiéndola de los buitres y otros carroñeros. Ella hizo el fuego y asó pedazos de hígado y trozos de carne del lomo. Cuando terminaron de comer, Bakkat la llevó hasta la manta de dormir y copularon. Xhia se acercó sigilosamente para espiar este acto final del cortejo. Al final, mientras los enamorados se retorcían juntos y gritaban al unísono, él se inclinó en un tembloroso espasmo y eyaculó al mismo tiempo que la pareja. Luego, antes de que Bakkat se recuperara, se deslizó nuevamente hacia el bosque.

—Ya fue hecho —Xhia murmuró para sí—, y ahora ha llegado el momento de que Bakkat muera. Está ablandado por el amor. Nunca habrá una mejor oportunidad que ésta.

Al amanecer Xhia observó a Letee cuando se alzó de la manta junto a su marido y se arrodilló ante las cenizas de la fogata para soplar y reavivarla. Cuando las llamas brillaron nuevamente, abandonó el campamento y se dirigió a la espesura, no lejos de donde Xhia esperaba. Miró con cuidado a su alrededor y desanudó la cuerda que sostenía su decorado delantal, lo dejó a un lado y se sentó en cuclillas. Mientras ella estaba ocupada, Xhia se acercó en silencio. Cuando ella volvió a ponerse de pie, él saltó sobre ella desde atrás. Él se movió con fuerza y rapidez. No tuvo ella la menor oportunidad de gritar antes de que el atacante le cubriera la boca y la nariz con su propio mandil. La sujetó con facilidad mientras la amordazaba y la ataba con cuerdas de corteza, que había trenzado la noche anterior. Cuando la alzó para cargarla al hombro y alejarse, no hizo el menor esfuerzo por cubrir sus huellas. La muchacha era la carnada. Bakkat la seguiría y él estaría listo para recibirlo.

Xhia había explorado el terreno la noche anterior y sabía exactamente adónde iba a llevar a la muchacha. Había elegido una aislada kopje, no lejos del lugar donde habían acampado. Los costados eran escarpados y rocosos, de modo que desde las alturas podía vigilar cualquier acercamiento. Había descubierto un solo sendero hacia la parte de arriba, y toda su extensión quedaba a merced de un arquero ubicado en la cima.

La muchacha era pequeña y liviana. Xhia corrió con ella fácilmente. Al principio pateó y trató de liberarse, pero él chasqueó la lengua y le dijo:

—Cada vez que hagas eso te castigaré. —Ella no hizo caso de la advertencia y volvió a patear con fuerza con las piernas. Gemía y gruñía a través de la mordaza—. Xhia te advirtió que te quedaras quieta —le dijo, y le pellizcó uno de los pezones con las uñas. Éstas eran afiladas como cuchillos de pedernal, y la sangre fluyó de las heridas producidas. Ella trató de gritar y su rostro se distorsionó con el esfuerzo. Se retorció y luchó y trató de golpearlo en la cara con su cabeza. Él le tomó el otro pezón y lo pellizcó hasta que sus uñas casi se unieron dentro de la carne tierna. Ella quedó inmovilizada por el dolor y él comenzó a ascender por el escarpado sendero hacia la cima de la kopje. Justo debajo de lo más alto había una abertura entre dos rocas. La depositó allí y examinó sus ataduras. La había atado deprisa de modo que volvió a hacer los nudos en sus tobillos y muñecas. Una vez que estuvo seguro de la firmeza de las ligaduras, le quitó los pliegues del mandil de cuero de entre las mandíbulas. De inmediato ella gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Muy bien! —Se burló de ella—. Hazlo otra vez. Eso hará que Bakkat acuda como la gacela herida atrae al leopardo.

Ella siseó y escupió.

—Mi marido es un poderoso cazador. Te matará por esto.

—Tu marido es un cobarde y un fanfarrón. Antes de que se ponga el sol, te convertiré en viuda. Esta noche compartirás el lecho conmigo y mañana estarás casada otra vez. —Realizó unos pocos pasos de baile arrastrando los pies y levantó su propio mandil para mostrarle que ya tenía el miembro erguido.

Xhia había escondido el hacha, el arco y la aljaba entre las rocas y las recuperó. Probó la tensión de la cuerda del arco, doblándolo al máximo.

Luego quitó la tapa de cuero de la aljaba y sacó sus flechas. Eran débiles cañas, equipadas con plumas de águila. Las puntas de las flechas estaban cuidadosamente envueltas con una cubierta de cuero sujeta con cuerdas. Xhia las cortó y retiró las cubiertas. Trabajaba con mucho cuidado. Las puntas de las flechas estaban talladas en hueso con bordes aserrados y afilados como una aguja. Estaban ennegrecidas con un veneno hecho con los jugos corporales de la larva de cierto tipo de escarabajo, hervidos hasta formar un fluido espeso y pegajoso como la miel. Un rasguño con una de esas flechas envenenadas significaba una muerte segura y dolorosa: por eso Xhia mantenía las puntas bien cubiertas, en caso de que por accidente una de ellas rasguñara su propia piel.

Letee conocía esas armas mortales. Había visto a su padre y a su abuelo derribar a las presas más pesadas con ellas. Desde su infancia le habían advertido que no debía tocar ni siquiera la aljaba que las contenía. En ese momento las miró con terror. Xhia sostuvo una de ellas frente a su cara.

—Ésta es la que he elegido para Bakkat. —Acercó la punta mortal a su cara manejándola como un puñal, pero se detuvo sólo a un dedo de distancia de sus ojos. Ella se encogió aterrorizada contra las rocas y otra vez gritó con todas sus fuerzas.

—¡Bakkat, marido mío! ¡Peligro! ¡Un enemigo te espera!

Xhia se puso de pie con el arco atravesado sobre los hombros musculosos y las flechas descubiertas en la aljaba, a mano para ser usadas.

—Mi nombre es Xhia —le dijo a Letee—. Grítale mi nombre, así él sabrá quién lo está esperando.

—¡Xhia! —gritó ella—. ¡Es Xhia! —Y el eco le devolvió el nombre.

—¡Xhia! ¡Xhia!

Bakkat oyó el nombre:

—¡Xhia!

Eso no hizo más que confirmar lo que ya había leído en los rastros. Fue el sonido de la voz de Letee lo que le atravesó el corazón, con temor y alegría a la vez. Alegría de que estuviera con vida, y terror porque hubiera caído en manos de tan terrible enemigo. Miró hacia la kopje desde donde habían partido los gritos de ella. Descubrió la única ruta que conducía a la cima y el impulso de salir corriendo hacia arriba era casi imposible de resistir. Se hundió las uñas de la mano derecha en la palma como para que el dolor lo obligara a controlarse, luego estudió los ásperos acantilados de la colina.

—Xhia eligió bien el terreno —dijo en voz alta. Una vez más evaluó la única ruta hacia arriba y se dio cuenta de que era una trampa mortal.

Lo tendría al otro justo por encima de él arrojándole flechas por todo el camino.

Bakkat rodeó la kopje, y por el otro lado eligió una ruta alternativa. No era fácil. En algunas partes era tan empinada y peligrosa que podría resultar impracticable. Un resbalón podría significar una caída directa sobre las rocas del fondo. Pero tenía la ventaja de que en su mayor parte el sendero estaba oculto desde arriba por un saliente que avanzaba precisamente debajo de la cima. Sólo la última parte de la subida quedaría expuesta a un observador en la cima de la kopje.

Regresó corriendo al campamento. Dejó el arco y la aljaba. Estaría en la cima y la distancia sería demasiado corta como para poder usar el arco antes de que Xhia y él se encontraran. Tomó sólo el cuchillo y el hacha, ya que ambas armas eran más adecuadas para la lucha cuerpo a cuerpo. Luego estiró la piel de búfalo húmeda y la cortó rápidamente para hacer una capa que le cubriera la cabeza y los hombros. El grueso cuero había comenzado a dar olor después de haber estado al calor, pero sería una efectiva armadura contra las flechas de caña. Enrolló la pesada capa y la sujetó a su espalda. Luego corrió nuevamente hasta la kopje, pero la rodeó para ir directamente a la ruta protegida que había elegido. Se arrastró sigilosamente a través de los arbustos que había al pie de la colina, hasta llegar al acantilado protegido por el saliente, casi seguro de que Xhia no lo había descubierto. Pero con Xhia nunca se podía estar seguro.

Descansó sólo unos momentos, preparándose para el ascenso, pero antes de que pudiera comenzar, los gritos de Letee se dejaron oír otra vez, muy arriba de donde él estaba. Luego le llegó la voz de Xhia que gritaba:

—Mírame, Bakkat. Mira lo que le estoy haciendo a tu mujercita. ¡Ah, sí! ¡Eso! Mis dedos están bien adentro de ella. Está apretada y lubricada.

Bakkat trató de cerrar sus oídos a las burlas de Xhia, pero no pudo.

Ahora son sólo mis dedos, pero luego sentirá algo mucho más grande. Y entonces sí que va a chillar cuando lo sienta.

Letee sollozaba y temblaba mientras Xhia reía divertido. Los acantilados de piedra de la kopje magnificaban el eco de aquellos terribles sonidos. Bakkat debió hacer un gran esfuerzo para permanecer en silencio. Sabía que Xhia quería que gritara de rabia, y así dar a conocer su posición.

No había modo de que Xhia estuviera seguro sobre el sendero que iba a usar Bakkat para tratar de llegar a la cima.

Se dirigió al muro de roca roja y comenzó a trepar. Ascendió con rapidez al principio, moviéndose velozmente sobre la pared como una lagartija. Hasta que llegó al saliente y quedó colgado de espaldas tratando de encontrar apoyos para los dedos de las manos y de los pies, arrastrándose sólo con la fuerza de sus brazos. El hacha y el cuero húmedo enrollado entorpecían sus movimientos, y gradualmente su avance se fue haciendo más lento. El vacío se abría debajo de sus pies colgantes.

Estiró el brazo hasta encontrar otro apoyo para la mano, pero cuando colocó allí todo su peso, la piedra se quebró. Un pedazo de roca dos veces más grande que él se aflojó del techo que tenía sobre sí. Le rasguñó la cabeza y cayó por el acantilado para estrellarse contra la pared un poco más abajo. Los ecos se repitieron por todo el valle mientras rebotaba, desatando una tormenta de polvo y astillas de roca cada vez que golpeaba.

Durante unos terribles segundos Bakkat quedó colgado de los dedos de una mano. Movió desesperadamente la otra hasta que por fin encontró de dónde sujetarse. Quedó así suspendido por un momento, tratando de recomponerse.

Se acabaron las burlas de Xhia. Ya sabía exactamente dónde estaba su enemigo y lo esperaría en la cima del acantilado, con una flecha envenenada lista en el arco. Bakkat no tenía alternativa. La placa de roca que se había quebrado había cambiado la forma del muro y le cortaba la retirada. Sólo le quedaba una ruta abierta, y ésa era la que conducía a la cima, donde Xhia lo estaría esperando.

Con dolorosa lentitud, ascendió para cubrir ese último trecho y el ángulo exterior del saliente. En cualquier instante tendría a la vista el borde de la cima, y Xhia también podría verlo a él. Hasta que, con un suspiro de alivio, Bakkat encontró un estrecho saliente debajo de aquel borde. Era apenas suficientemente ancho como para colocar su cuerpo allí. Se echó durante un tiempo que pareció una eternidad y lentamente la fuerza regresó a sus brazos adormecidos y temblorosos. Desenrolló con cuidado la capa de cuero de búfalo y se la colocó sobre la cabeza y los hombros. Se aseguró que el cuchillo y el hacha estuvieran en el cinturón. Se alzó cuidadosamente en la estrecha cornisa y aplastó su cuerpo contra la pared para mantener el equilibrio.

Estaba en puntas de pie, con los talones sobre el vacío. Estiró los brazos hacia arriba y recorrió con ambas manos el borde del acantilado lo más alto que pudo. Encontró un hueco donde pudo insertar ambas manos y sostenerse con fuerza. Se impulsó hacia arriba y los dedos de sus pies abandonaron el estrecho saliente. Por un terrible y largo momento sus pies golpearon la superficie sin encontrar apoyo. Luego se impulsó hasta la altura suficiente como para poner un brazo sobre el último borde del acantilado.

Cuando sacó la cabeza y miró hacia el borde de la cima apenas un poco más arriba, Xhia estaba mirándolo. Sonreía y sus ojos estaban entrecerrados al mirar por encima de la flecha. Tenía el arco en máxima tensión y la punta de la flecha apuntaba a la cara de Bakkat. Estaba tan cerca que pudo ver cada una de las púas, afiladas como colmillos de un pez tigre rayado. El veneno color marrón como bosta se había secado hasta convertirse en una gruesa pasta entre cada púa.

Soltó la flecha que salió disparada con un zumbido tan rápido como una golondrina veloz y el otro no tuvo tiempo ni de agacharse y evadirla. Pareció que la punta iba a encontrar una abertura en el cuero para clavarse en su garganta, pero en el último instante desvió su curso y le dio en el hombro. Sintió el tirón cuando la punta de la flecha se metió en un pliegue del duro cuero de búfalo. El asta se desprendió y cayó, pero la punta siguió clavada en la capa. Bakkat quedó petrificado ante la amenaza de una horrible muerte. Se dio impulso para subir el último tramo, pero en el momento en que se encogió para saltar del acantilado, Xhia preparó otra flecha apuntando desde una distancia de pocos pasos.

Bakkat se lanzó hacia delante y su enemigo lanzó la segunda flecha. Una vez más aquél la recibió entre los pliegues de la capa. Si bien la punta quedó clavada en el fuerte cuero, el asta se quebró. Xhia estiró la mano hacia la aljaba para sacar otra flecha, pero el otro se lanzó contra él y lo hizo trastabillar hacia atrás. Dejó caer el arco y se aferró a Bakkat sujetándole los brazos para que no pudiera sacar el cuchillo de su cinturón. Lucharon cuerpo a cuerpo en estrechos círculos mientras trataban de derribarse el uno al otro.

Letee estaba donde Xhia la había arrojado después de oír la caída de roca suelta que le había indicado la posición de Bakkat. Estaba todavía atada de pies y manos, y sangraba en los lugares donde Xhia había hundido sus dedos lastimando con sus afiladas uñas lo más tierno de sus carnes. Observaba a los dos hombres luchando, sin poder ayudar a su marido. Hasta que vio no lejos de ella el hacha de Xhia en el lugar que la había dejado. Con un rápido movimiento rodó dos veces y llegó hasta ella. Usó sus pies descalzos para hacer girar el hacha hasta que la afilada hoja quedó hacia arriba. Luego, sujetándola firmemente con los pies, puso sobre el filo las cuerdas de corteza de árbol que le ataban las muñecas y comenzó a moverlas con todas sus fuerzas para cortarlas.

No dejaba por ello de mirar cada tanto. Vio que Xhia había logrado enganchar un pie por detrás del talón de su marido para empujarlo hacia atrás. Ambos cayeron pesadamente sobre las rocas, pero Bakkat estaba inmovilizado debajo del cuerpo musculoso y flexible de su enemigo. No pudo quitárselo de encima y Letee, impotente, vio que Xhia sacaba el cuchillo de su cinturón. Pero de pronto, de manera inexplicable, gritó y soltó a su oponente. Se apartó de Bakkat encogiéndose y se miró el pecho.

A Bakkat le tomó un momento darse cuenta de lo que había ocurrido. La punta de flecha que había quedado enganchada al romperse entre los pliegues de su capa se había movido para quedar entre ambos hombres mientras luchaban, y el peso de Xhia había hecho que la envenenada y afilada punta penetrara muy hondo en su propia carne.

Saltó sobre sus pies y con las dos manos trató de arrancar la punta, pero las púas que él mismo había tallado se aferraban con firmeza. Cada vez que trataba de sacarla, un hilo de sangre chorreaba por su pecho desnudo.

—Eres hombre muerto, Xhia —gruñó Bakkat mientras se ponía de rodillas.

Un grito escapó de la boca de Xhia, pero era de furia no de terror.

—Te llevaré conmigo a la tierra de las sombras. —Sacó el cuchillo de la funda de su cinturón y se lanzó hacia el otro que todavía estaba de rodillas. Levantó el arma, pero cuando Bakkat trató de evitar el golpe, sus piernas se enredaron con los pliegues de la pesada capa y cayó hacia atrás.

—Morirás conmigo —gritó Xhia cuando llevó el cuchillo hacia el pecho de su adversario. El otro logró arrojarse a un lado y la hoja rasguñó la parte superior del brazo. Xhia se preparó para el segundo golpe, pero Letee se puso de pie detrás de él. Sus tobillos estaban todavía atados, pero tenía las manos libres y sostenía el hacha. Saltó hacia delante y lanzó el golpe del hacha desde arriba de su cabeza. La hoja pasó apenas tocando la cabeza de Xhia, rebanándole un trozo de cuero cabelludo y la oreja, para continuar hundiéndose profundamente en la articulación entre el hombro y el brazo que blandía el cuchillo. Éste cayó de sus paralizados dedos y el brazo se balanceó inútil en el costado. Giró para enfrentar a la pequeña muchacha, sosteniéndose la cabeza herida con la mano mientras la sangre fluía a chorros entre sus dedos.

—¡Corre! —le gritó Bakkat a su esposa y se puso de pie de un salto. ¡Corre, Letee!

Ella lo ignoró. Aunque sus tobillos estaban atados, saltó directamente sobre Xhia. Atrevida como un tejón tras la miel, apuntó a su cara y atacó otra vez con el hacha. Xhia trastabilló hacia atrás y levantó el otro brazo para protegerse. La hoja mordió el antebrazo de su enemigo por debajo del codo y el hueso se quebró.

Xhia dio unos pasos hacia atrás, ambos brazos heridos e inútiles. Letee se inclinó con rapidez y desató las cuerdas que ataban sus tobillos. Antes de que Bakkat pudiera intervenir, ella se lanzó contra Xhia otra vez. Éste la vio venir. Era una pequeña furia desnuda y ultrajada. Malamente herido, se arrastraba hacia el borde del acantilado. Al tratar de esquivar el nuevo ataque de ella, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Carecía ya de brazos para ayudarse y rodó hasta el borde mismo del saliente mientras su sangre manchaba la roca. Al llegar al borde cayó y desapareció de la vista. Oyeron el grito que se apagaba hasta que se produjo un golpe sordo y luego el silencio.

Bakkat corrió hacia Letee. Ella dejó caer el hacha y se arrojó a sus brazos. Se aferraron el uno al otro durante un buen rato, hasta que Letee dejó de temblar y de estremecerse. Entonces, él le preguntó: —¿Bajamos, mujer?— Ella asintió con un gesto vehemente.

La condujo hasta el comienzo del sendero y descendieron hasta el pie de la colina. Se detuvieron junto al cuerpo inerte de Xhia. Estaba de espaldas, con los ojos muy abiertos en una mirada fija. Su propia punta de flecha sobresalía del pecho, y el brazo casi totalmente amputado había quedado bajo la espalda en un ángulo extraño.

—Este hombre es un san, como nosotros. ¿Por qué trató de matarnos? —quiso saber Letee.

—Te contaré la historia algún día —le prometió Bakkat—, pero por ahora dejémoslo a su tótem, las hienas.

Se volvieron y ninguno de los dos miró hacia atrás mientras emprendían la marcha con el trote que devora el viento. Bakkat llevaba a su nueva mujer a conocer a Somoya y Welanga.