Capítulo V

Un año más vino el otoño con su corte de vientos y sus cielos de nubes afiladas. Otra vez cada cual se apresuró a buscar cobijo junto a su vino y leña, esperando la última estación del año, la que arrastra las vidas y consume el final de las cosechas. Los correos cruzaban por el camino real bien embozados, curtidos por el último sol, por el cristal de las primeras heladas. Su paso intermitente marcaba el de las horas más justo que nuestra espadaña; el rumor de los ciegos rebaños nos alzaba bajo la luna para buscar en la penumbra el cilicio, cuando no el manto o las sandalias.

Nada cambió durante un tiempo, desde que nuestro protector rodeado de su tropa y séquito, se alejó camino de aquella guerra o rebelión que sus armas y jinetes anunciaban.

A medida que las noches crecían, los días se tornaban grises, aplomados y el sol caía roto, como un cristal amarillento que al alba renacía, lanzando la mirada sobre los campos muertos. Renacía al compás de las horas, más testigo que juez, acechando como las estrellas indiferentes, la suerte definitiva de la casa, adivinando nuestro destino aquí abajo, quizás preguntándose que mal padeceríamos. Viéndole alzarse, anunciarse primero en los despojos de las nubes, en los penachos de los olmos, en las sombras crispadas de las lomas, parecía la mirada del mundo, los ojos del Señor pendientes de nuestro destino. No traía en sus rayos, como en otro tiempo, cálidos días sino largas tardes de melancolía en las que nuestras horas se prolongaban torpes y vacías.

Y cuando ya el desánimo tornaba, llegaron finalmente las cartas tanto tiempo esperadas, por unas olvidadas y por otras temidas. Aquellas nuevas que tan presto acabarían por dividirnos anunciaban la llegada próxima de la hija de nuestro protector, aquella hermana singular por el padre avisada y prometida.

Fue preciso aviar una de las celdas mayores, aderezándola con reposteros y tapices, cambiando el pobre esparto por lana y terciopelo, ordenando traer de la ciudad una cama de roble con que nos socorrieron. Poco a poco llegaron tras ella, sillones tapizados de raso, blandos cojines, un brasero con chambrana dorada para los fríos que ya amenazaban y lámparas con que alumbrar alacenas y rincones.

Día tras día, espiábamos el camino por donde vino el padre, por el que habría de aparecer también la nueva novicia. Hora tras hora acechábamos la lejanía más allá de la vega, pero aparte de mansos carros y rebaños soñolientos, nada nos revelaba el horizonte, el golpear de los cascos o los agudos silbos abriéndose paso rumbo a las cohortes.

Otra vez vino el tiempo de esperar, de impacientarse, aún más estando ya la celda arreglada y la comunidad dispuesta. Y como nada en este mundo es inmutable, también para la santa llegaron las primeras quejas, no demasiado hostiles pero echándole en cara tantas atenciones. Nada importaba, según algunas, el linaje de la que esperábamos. Era ofender a las demás preparar tanto agasajo aunque el recuerdo de nuestro protector así lo aconsejara. Alguna apuntó también que quizás nuestro valedor cuyos buenos oficios aún no se habían hecho sentir por cierto, no volviera jamás de aquella guerra cuya suerte nunca conocería. Quizás como él, la hija tampoco llegara nunca y todo quedara en lluvia de verano, como esos ríos que se funden en la tierra y nunca llegan a renacer, sorbidos, secos, muertos.

Era inútil, de poco respeto para la casa, suspender las labores apenas la motilona descubría a lo lejos un modesto tiro de mulas o un grupo de jinetes.

La que más tiempo echaba en tales sueños y desilusiones era justamente nuestra hermana portera, montando sufrida guardia en el zaguán cuando no en la espadaña, siempre dispuesta a tocar a rebato apenas sus ojos acertaban a descubrir algo en la lejanía, aunque fuera una tribu de gitanos.

Hasta que un día nuestra impaciencia tuvo su recompensa en la llegada de un grupo de caballeros. Debieron de hacer noche en la villa porque muy de mañana, antes de que la motilona se instalara, ya tocaban ellos cortésmente a la puerta, llamando a la portera. No conocían el país, ni la villa, ni siquiera la comunidad, mas por las señas que les dieron acertaron. Venían de la casa de nuestro valedor para saber si la celda de la hija se hallaba dispuesta. La priora procuró entretenerlos con un refrigerio lo más largo y solemne que pudo hasta que, notando la impaciencia del más viejo, les invitó a cruzar el claustro tras prevenirnos de que veláramos el rostro y hacerles presentar la carta en que el obispo autorizaba la visita.

El más viejo, seguido de dos secretarios, obedecieron con desgana, como gente no acostumbrada a tales menesteres, escuchando de mal grado nuestras informaciones, volviendo presto a sus cabalgaduras para perderse otra vez camino adelante por donde ya nuestra huéspeda se acercaba.

Salió al zaguán, a esperarla, la comunidad. Poco faltó para que repicaran las campanas, pero apenas echó pie a tierra, declaró no desear nada fuera de lo usual en la casa, haciendo tales protestas de humildad que a todas nos dejó maravilladas.

Durante unas semanas, su vida se ajustó en todo a las normas habituales. Apenas se notaba su presencia, tan suave era su trato, tan acordes con los de las demás sus modales. Su obediencia le hacía aparecer mayor, siempre dispuesta a acudir a donde la necesitaran. Tanto fue su celo en aquellos días, su interés por no destacar sobre las demás que sus nuevas hermanas ya empezaban a olvidar su jerarquía, las más amigas, complacidas, las más hostiles, a su vez, desengañadas.

El caso fue que ninguno de los graves lances temidos llegó a darse pues la recién llegada parecía en todo una novicia más y ya hubo quien viendo en ella tales gracias, propuso que tomara el velo antes de lo pactado, previo permiso especial que a buen seguro nuestro Visitador no negaría.

Mas bien se ve que en este mundo no hay contento seguro, ni bien permanente. Tal gozo, aquella paz inesperada duró poco, según fueron llegando nuevos envíos y equipaje. Su celda antes humilde como todas, se fue cambiando en lujosa habitación, en almacén de afeites, galas y muebles. Incluso vino una doncella para servirla y cuidarla con el pretexto de que también con el tiempo, pensaba profesar, y a escondidas nos maravillamos, viendo con qué dulzura se trataban las dos, no como ama y sierva sino como entre amigas.

Llegó a tal extremo nuestra pasión por conocer aquella vida nueva tan distinta a la nuestra, que a veces nos turnábamos para mejor saber sus gustos y aficiones, inventando pretextos torpes para visitarlas.

Nuestra huéspeda apenas madrugaba ya, el alba no volvió a conocerla, nunca volvió a saber de los duros cristales de la helada, ni de la tibia oscuridad del coro ni de la eterna querella de los grajos. Apenas el sol rompía, tan aterido como sus propios rayos, la doncella comenzaba a preparar sus vestidos, encendía el fuego y avivaba las cenizas del brasero. Comenzaba a arreglar sus ropas ya con la luz asomando a la ventana. Ahora rechazaba el hábito, tal como si su celda se hubiera convertido en propio reino donde su servidora, ante el espejo de plata pulida y vieja, componía muy cuidadosamente pelo y cejas en torno a la constelación de sus lunares. Más adelante sujetaba sus crenchas con agujas largas como puñales y con un pomo que escondía en el bufete, la enjalbegaba toda, volviéndola blanca, desde garganta y seno, hasta las hondas palmas de las manos. Luego, ante nuestros ojos atentos y encendidos, sobre ese baño, hacía surgir un rojo tenue en labios y mejillas, hasta quedar satisfecha la señora con el otro rostro que la plata devolvía. Todo en silencio, por sus pasos contados, con ademanes medidos, como una ceremonia, ayudada por su sombra, prolongada hasta ya entrado el día.

Cuando yo vi tales trabajos, comprendí cómo podía conservar su cara tan viva y fresca hasta la tarde, al lado de nosotras que junto a ella parecíamos demonios sucios, zurcidos, rotos.

Por entonces mi hermana me rogó la acompañara a visitarla no sé si por sentirse más amparada o porque su salud se resentía, débil por no decir maltrecha. Juntas fuimos las dos y aunque una sola era la invitada, yo acudí como si fuera su doncella.

Mi devoción fue bien recompensada. Nunca había visto yo en detalle, ni seguramente mi hermana tampoco, aposento más gracioso, rico y cómodo, digno de tal huésped. Cuando entramos, ninguna de las dos, sierva o señora, se molestó en interrumpir su trabajo. La doncella acababa de sorber una buena porción de agua de rosas y soplando entre los dientes, bañaba el rostro de su ama con una lluvia perfumada, llenando el aire de aroma como en la fiesta del Corpus. Sólo cuando aquel aguacero terminó, una vez la piel seca de nuevo y el frasco en la alacena, se volvió la huéspeda a preguntar a la priora:

—¿Al fin se decidió a visitarnos? Se diría que le tienta menos esta celda que las otras.

—Más que celda se diría palacio —murmuró mi hermana, hundiendo la mirada en el bufete de palosanto repleto de pomadas.

Aquella reina infantil rió brevemente.

—¡Qué idea tan pobre tiene de tales casas!

—Yo nunca visité ninguna.

—Yo conozco unas cuantas. Incluso la de su Majestad.

—¿Y a él? ¿Le conocéis?

—¿El Rey? —antes de que mi hermana respondiera, replicaba con su voz alegre—: viene a ser como todos los hombres. Tiene dos manos, dos pies, dos brazos, y según dicen, tantas tierras y dominios que cuando el sol se pone en unos ya está en los otros asomando la cabeza. —Y notando que la atención de la priora se fijaba en el vestido que la doncella le ofrecía, añadió aún—: veo que a pesar de la regla, tampoco desdeña estas galas del mundo.

—Justamente porque la regla lo prohíbe, debiera prescindir de ellas.

—Sólo es cuestión de días, esté tranquila. Hasta que llegue el hábito que encargué y que ya debe andar listo si no me equivoco. Tenga por seguro que, una vez profese, cumpliré como la mejor de mis hermanas y aun he de ser en todo la primera.

La priora calló. Tal vez no quiso entender o yo me imaginé más de lo que aquellas palabras anunciaban. Miró por última vez a nuestra reina y antes de dar por terminada aquella visita entre hostil y fugaz, preguntó a su vez, aludiendo a la doncella:

—¿Y qué haremos de vuestra camarera?

—El día de mis votos, ella piensa hacer otro tanto.

—¿Tanta es su vocación?

—¿No ha de tenerla? Su mayor deseo —insistió de buen humor—, es servirme en todo. Su vida por ello no cambiará gran cosa.

—Mejor sería escuchar su opinión.

—Tanto da. Llevamos tanto tiempo juntas que no será preciso forzarla en absoluto. —Se volvió hacia la muchacha—. ¿No es verdad?

—Como digáis, señora. Sabéis que mi vida depende de vos. Mi vocación depende de la vuestra. Disponed de mí que yo he de obedeceros en todo.

Quedamos la santa y yo maravilladas ante tal devoción y nuestra reina aún más altiva, complacida con tales palabras, mirándonos desde la cima de su orgullo. Mi hermana nada supo responder aunque, conociéndola, supuse que guardaba sus razones para más adelante, para su segundo encuentro inevitable. En su celda dejamos a las dos y una vez en el claustro, la portera vino a nuestro encuentro. El médico pedía licencia para entrar.

—¿Hay otra vez enfermos de cuidado? —pregunté.

—Cosa de poca monta —respondió la santa, en tanto autorizaba al doctor—. Esta vez soy yo quien lo necesita. Venga conmigo. No digan que hago caso omiso de la regla.

Su paso vacilaba, sus ojos parecían ascuas bajo el velo; parecía un pájaro enfermo, herido, esperando al médico, escondiendo sus manos en las oscuras vueltas de su manto.

Pero aquel hombre honrado, apenas tocó su frente, le pidió se las mostrara. Muy pronto adivinó lo que yo más temía, que el mal venía por el camino de nuestro pecado. Cuando al fin las llagas salieron a la luz, pudimos ver que había caminado rápido. El médico acabó de deshacer las ataduras y, según avanzaba, el color huía del rostro, dejándola tan pálida a mi hermana que fue preciso tumbarla sobre el lecho.

—Mejor descanse un poco. No hay razón para apurarse ahora.

La priora en tanto, luchando por mantenerse firme, intentaba murmurar unas palabras:

—No le hice venir antes porque ya en otras ocasiones conseguí espantar estos dolores. Pero ahora es diferente. Hay noches en que ni velo ni duermo; son como dos puñales que me pasaran de un lado a otro huesos y tendones.

—Veamos cómo están.

De nuevo nuestro doctor volvió a la carga y acabaron de caer sobre las mantas las vendas que quedaban. A medida que el mal iba saliendo a la luz, según su roja traza aparecía, el lino se volvía cada vez más oscuro y un hedor en un principio moderado, se iba alzando desde la encarnadura de las manos. El ceño del doctor corría parejo al gesto de dolor de la priora, cada vez más sombrío, oscuro y preocupado, según sus dedos corrían cada vez más cercanos a la piel roída, a la sangre convertida en caminos de recios cuajarones.

Cuando finalmente una de aquellas manchas, en un tiempo limpias, salió a la luz en todo su color de podredumbre, ninguno de los allí presentes musitó palabra, ni siquiera mi hermana que a duras penas aguantaba temerosa el veredicto. Se contentaba con mirar al médico, con espiar como yo el sentir de sus ojos, de sus labios inmóviles, de sus dedos que, poco a poco, tentaban los bordes muertos, los haces de venillas rotas, procurando no llegar a rozar aquel gran ojo sombrío, negra laguna donde nacía la ponzoña.

—¿Hace mucho que se hallan de esta suerte?

—No recuerdo. Puede que un mes, unas semanas.

—¿Unas semanas solamente?

—No lo recuerdo bien. Pongamos dos, un mes. Cuando no hay calentura se me olvidan.

El médico quedó de nuevo pensativo, tan en silencio como antes.

—Sería mejor llamar al capellán.

—El capellán —le replicó mi hermana— no tiene por qué entender en esto, no es doctor.

—Ni yo entiendo en causas sobrenaturales. Mi ciencia, como bien sabe, la aprendí en el mundo, sobre todo en los campos de batalla. No quisiera yo enmendar la plana a los que ya indicaron la causa de estas llagas.

—La causa importa poco ahora —replicó mi hermana—, sólo pido que cese el dolor.

—Intentaré poner remedio en lo que pueda, aunque ya la prevengo de que no ha de ser cosa de poco. El dolor sólo con dolor se cura y para el caso de estas manos milagrosas yo no hallo mejor ayuda que el cauterio.

Las palabras del médico hicieron a la priora estremecerse. En tanto le dejaba comprobar en torno a las heridas los progresos del mal, parecía encomendarse a Dios nuestro Señor para que el veredicto fuera favorable. El médico a su vez, había sacado del estuche que le acompañaba una aguja de plata, larga como un suspiro, afilada como el temor que, paso a paso, se nos iba metiendo cuerpo adentro. Con ella iba tentando las palmas, el pulpejo, los dedos, los brazos hasta el codo, sin dejar de mirar a los ojos de mi hermana buscando en ellos una respuesta más cierta y franca que la que de sus labios le llegaba.

—¿Siente vuestra merced alguna cosa?

—Nada…

—¿Y ahora?

—Ahora menos. Tampoco.

Retiró la aguja guardándola en su lecho de forrada madera, concluyendo al cabo:

—Está bien. Será preciso probar con el cauterio. Pero ya la prevengo que es remedio de soldados.

La santa se estremeció antes de preguntar:

—¿Cuándo lo haremos?

—Lo antes que pueda, antes que el mal la debilite demasiado, porque le serán precisas todas sus fuerzas.

—A buen seguro que el Señor me ayudará.

—Eso espero. —Dudó un instante volviendo sobre sus pasos—. Aunque hay algo que no alcanzo a entender en este caso. ¿Con qué ojos ha de ver que se le quiera enmendar su obra? Es voz común que estas llagas son merced suya a este convento.

Mi hermana quedó en silencio por un instante. Luego respondió con débil voz, dudando:

—Es cierto. Un don que cada día agradecemos. Yo sólo pido que me aparte el dolor y que el mal no progrese si es que su ciencia alcanza a ello.

El médico, en tanto la vendaba, movió la cabeza.

—Raro modo de discurrir es ése. Separar tan claramente el dolor y el riesgo, del milagro; lo corporal de lo sobrenatural. Se diría que ve muy claro lo que tantos doctores discutieron en vano. Lo que el Señor envía es preciso aceptarlo no sólo en lo que nos place, sino en lo que nos duele. ¿Qué sería si no por ejemplo de los mártires? Aunque yo le prefiera, por supuesto, antes santa que muerta y antes que santa, viva y saludable.

—¿Cuándo lo intentaremos, entonces?

—No pase cuidado. Mandaré aviso con tiempo suficiente. Queden con Dios.

—Que él le acompañe.

Estando la priora de tal guisa, con fuertes calenturas, atormentando el cuerpo, con aquellos recios ardores en sus manos y el espíritu ajeno, pendiente de tan cruel remedio, me rogó la supliera por un tiempo. Otra vez arreciaron las murmuraciones habida cuenta de que su antecesora pensaba que por edad y rango a ella debía encomendarse en tales ocasiones; otra vez la vieja procuró agitar las ya poco tranquilas aguas de la casa sacando a la luz nuestra antigua enemistad con ella tantas veces castigada. Todo ello unido a los recientes privilegios concedidos a nuestra nueva huéspeda, su doncella y vestidos, aquella celda tan limpia y alhajada eran otras tantas heridas en su carne por las que la melancolía se le entraba cuando no el dolor de tan ajenos goces que apenas le dejaban tiempo para el descanso o la oración empujándola cada día a nuevas y más enconadas murmuraciones.

De tal guisa andaban los negocios de la comunidad cuando cierta mañana, rayando el mediodía vimos una vez más animarse el camino real. Era una pequeña tropa. Ya a punto de entrar en la ciudad, se desgajó junto a la misma puerta un galope apretado de jinetes que vino a detenerse a pocos pasos de la nuestra. El más joven de todos echó pie a tierra presto.

Ya todas acudíamos a conocer la novedad, ya espiábamos desde las celosías aquel buen ramo de gallardos soldados cuando unos cuantos aldabonazos asolaron la casa.

Estando la priora en cama, a mí correspondía recibir a los recién llegados. Así, preguntándome la razón de su venida, qué nos vendrían a ofrecer o más bien, qué pedirían, me eché el velo a la cara y ordené a la portera que abriera. No era cuestión de escuchar por el torno a tan cumplido retén de caballeros. No andaba equivocada. En el umbral aparecían cuatro oficiales a los que la fatiga del viaje no hacía merma de sus dones naturales. Bien dijo aquella santa reina que más le placía obispo en ceremonia y caballero en armas que cualquier otro género de hombres. El sol brillaba en los arreos de sus cabalgaduras, en sus frenos y espuelas, aligeraba sus espaldas y menguaba el contorno de sus pechos.

Juntos los tres que aún restaban a caballo, a espaldas del que llamó a la puerta, semejaban arcángeles, a la vez hermosos y terribles, enviados por Nuestro Señor hasta este limbo humilde. Cuando por fin pude recuperar los ánimos y recibirle con nuestro habitual Ave María, el de a pie se acercó hasta mí, barriendo el polvo del zaguán con el florón de plumas del sombrero.

—Nunca pensé, hermana, que tuvieran en los conventos el sueño tan pesado —comenzó; a lo que yo repuse:

—No es hora de dormir sino de oración y labor.

—¿Y qué tarea es esa que entorpece de tal modo los oídos?

—Una tarea no tan dura que no pueda soportarse con la ayuda de Nuestro Señor, ni tan ruin que no merezca el respeto de aquellos que le temen.

Quedó sin responder el capitán por un instante, fruncido el ceño y un tanto contrariado; pero luego con medido ademán y más suaves modales, pidió mi venia para hacerme saber la razón de su visita, que no era otra sino hablar con nuestra huéspeda.

Yo bien sabía que allá en la corte se usaba y usa de tales entrevistas, aun después de los votos; por ello no puse reparo alguno que bien se me alcanzaba de poco habrían de valer, a condición de que tal entrevista o conversación tuviera lugar en nuestro locutorio, a través de la red y en mi presencia, tal como se solía en tales casos.

En todo consintió el recién llegado, a todo se avino no sin algún reparo pero, ganado al fin por mis razones, despidió a sus amigos en tanto yo subía a avisar al objeto de su afán y mi cuidado.

Nuestra huésped oyéndome, no pareció inmutarse, quizás fingía o se hallaba advertida de antemano pues con gran calma, sin premura alguna, comenzó a vestirse y alhajarse como si se tratara de una visita habitual en el protocolo de la casa.

Servida puntualmente por la doncella, se colocó pausadamente sobre la camisa blanco jubón y falda recamada, ceñida por un bordado cinturón. Más que hermana, parecía prometida a punto de desposarse, dama camino de palacio, reina en traje de ceremonia, tales eran sus galas y ademanes.

Antes quiso saber el nombre de quien preguntaba por ella y como me excusara, fingiendo a su vez no conocerlo, insistió de nuevo:

—Dijo sólo —le respondí— que se trata de un buen amigo vuestro.

—¿De dónde viene?

—Parece de la corte.

Las últimas palabras aceleraron el afán de la doncella y ya a punto de seguirme, preguntaba todavía:

—¿lo sabe la priora?

—Sigue enferma en su celda. De todos modos preferí preveniros antes. Como de todos modos le llegará la noticia, será mejor apresurarse.

—Tiene razón, hermana —sonrió por vez primera, ya camino del claustro—, recuérdeme que le debo este favor.

Tal dijo y tal sentía viendo ya a través de la red a nuestro capitán, tan dispuesto y gallardo, aguardando impaciente. Adivinando presto en la penumbra el objeto y razón de su espera, se abalanzó sobre los barrotes, besando a su través las manos que se le ofrecían. Suave misterio este del amor que une los cuerpos y las almas aun a través de tan crueles barreras, dulce veneno que lleva a desearlo hasta a sus mismos fiscales y jueces. Cómplice de aquel encuentro era yo, nunca supe si por afán de medro o por gozar en cierto modo de tan alegre magisterio. El caso es que viéndoles allí a los dos adivinándose, hablándose, tentándose, a un lado y otro de los barrotes erizados de puntas como espinos, el corazón se me iba tras las palabras de ambos, tan dulces y sentidas, sobre todo en boca del capitán que murmuraba como pidiendo perdón por algún reciente y secreto pecado.

Según charlaban el enojo de nuestra huéspeda cedía. Ya sus palabras no eran cortantes, secas, ya a veces sollozaba aunque no claudicaba todavía. Hablaban de la guerra del padre que, semana tras semana, llevaba camino de perpetuarse y a la que el capitán con su tropa acudía; le echaba en cara que, a no ser por tal ocasión, nunca se hubiera acercado a visitarla, a lo que respondía el galán con protestas de amor, de que en su ausencia, ninguna otra persona o afición le requería.

Poco a poco al calor de las palabras olvidaron bien presto mi presencia, la distancia a que la red les condenaba. Aliviado de todo respeto y miedo pugnaba el galán por besar todo cuanto de su dulce mitad adivinaba: dedos, ojos, encajes y cabellos como si se tratara de un talismán o relicario tanto más perseguido cuanto más negado. Ninguna prevención, ninguna advertencia parecían capaces de frenar su fiebre, ni siquiera la noticia de los futuros votos de nuestra nueva hermana.

—¿Tú profesar? ¿Tú esclava? —clamaba a media voz el capitán.

—¿Qué hay en ello de raro? Se diría que ya no me conoces.

—Al contrario, porque sé como eres te lo digo. Y aún más añadiré que me parece juego necio este de ahora de jugar a conventos.

La voz de nuestra huéspeda volvió a tornarse grave.

—He decidido servir a Dios Nuestro Señor.

—¿Quién dice nada en contra? Cada cual lo hacemos conforme a nuestro rango. Pero tu condición no te consiente quedarte aquí encerrada para siempre.

—Ésta es mi casa.

El capitán lanzó en torno la mirada.

—Una casa bien pobre en mi opinión.

—Pienso arreglarla con la ayuda de mi padre. Alzarla de nuevo. Pronto será tan famosa y visitada como los otros conventos de la corte.

—No digo que no, ni seré yo quien intente aventar tales propósitos. Sólo vine —añadió en el dulce tono de antes— a decirte que me tengas por tan devoto como siempre.

De nuevo el capitán se acercaba a la red como si fuera a abrirla con sus furtivas manos. Ahora su rostro más pálido que antes aparecía vagamente por la trama sombría de la reja, en tanto su voz llegaba más tenue y apagada.

—De todos modos —insistió ¿por qué no escoger otra casa mejor, más cómoda? Todas están abiertas para ti. Todas conocen la riqueza de tu dote.

—Aquí tengo cuanto puedo desear.

—Además existe otra razón —añadió el capitán dudando.

—¿Qué razón puede haber tan importante?

—Allí podría visitarte a menudo. No sería preciso esperar a que una nueva guerra me aleje de la corte.

—Vanas palabras —replicó la amiga—, necias promesas. Hace sólo unos meses ¡cuántos días y noches me hiciste esperar con pretextos y razones parecidas!

—Si falté fue en contra de mi voluntad.

—¿Por qué no decir la verdad?

—La verdad es que la guerra mandaba entonces como ahora.

Nuestra huéspeda se alzó violenta como animal herido por la espuela.

—¡Santa y bendita guerra! ¿Por tan necia me tomas? Tus guerras las conocen todos. Tus batallas se libran siempre en lechos y alcobas.

Y al compás de acusación tan grave, se volvió de golpeando la espalda al visitante. Un rumor de seda y cordobanes le acompañó hasta la puerta del locutorio que dejó a sus espaldas, abierta de par en par como velado desafío al capitán cuya sombra se adivinaba dolorida. Aún la memoria de su ira retumbaba en el cuarto y ya su amigo se alejaba en derrota con grave caminar, pasillo adelante.

Raro destino el de aquellos amantes: volverse así la espalda, odiarse, desdeñarse en la mejor edad, cuando las ansias del amor aprietan, cuando el viento, las flores y los pájaros, la voz del cuerpo, la soledad del alma, invitan a gozarse lejos de rejas y razones, de olvidos y quejas. ¡Quién tuviera ante sí compañía tan apuesta, pasión tan sazonada, razón tan fuera de razón, al tiempo tan rebelde y sumisa! ¡Quién supiera mostrarse a un tiempo cauta y arrogante, ceder sin arriesgar, permanecer, huir, dejando tras la espalda la red tendida para el día siguiente!

Bien claro se notaba que nuestra nueva hermana era maestra en aquel arte donde el alma se entrega y abandona sólo tras un combate certero y doloroso, en el que el cuerpo nunca debe ceder al envite primero sino permanecer en guardia aun transido de amor y deseos venales.

Ahora tan sola yo, al lado de la red desierta, vacía en mí, más triste de lo que suponía, dudaba si volver a rendir cuentas a mi hermana o pedir albricias a mi nueva amiga. Sin saber qué partido tomar, corrí las cortinas de la red y las ventanas, apagando el locutorio.

Iba aún recordando aquel amor tan mal aprovechado cuando llegó hasta mis oídos una voz queda y airada en la que al punto reconocí a la santa, a la que contestaba la hija de nuestro protector en el tono altanero que solía. Ésta le echaba en cara haber estado escuchando, dejar el lecho adrede para ello, aun hallándose enferma, tan sólo con el fin de entrometerse, dominándola como si se tratara de una hermana más cuando en verdad era la dueña de la casa.

—Escribiré a mi padre —murmuraba—, la mandará cerrar. Esas manos famosas no serán capaces de cambiar mi decisión si se me antoja provocar su ruina.

—Baje la voz. ¿No le parece bastante escándalo para un solo día?

—¿Qué escándalo? ¿Qué nueva ley es esa de prohibir por decreto las visitas?

—Algunas solamente.

—¿Es acaso vuesa merced mi confesor? ¿Quién le dio venia para absolverme o castigarme?

La priora no contestaba, mas desde fuera, hasta donde el oído consentía, se alcanzaba a notar el desdén de la una desde la cima de su orgullo y el rencor de la otra desde la cumbre menos estable de su reciente jerarquía.

—Su merced hará mejor pensando lo que dice antes de hablar así. Mejor recójase y medite y luego volveremos a tratar de este negocio si le place. Pero en tanto esté aquí y yo sea la priora, sepa y no me fuerce otra vez a repetirlo, que no pienso obrar con blandura o miramiento sino que iré hasta el mismo Padre Provincial si ello fuera preciso para que él decida lo que estime oportuno.

Dicho esto, salió más presta de lo que a buen seguro, su salud y fortaleza permitían. Tan vivo era su paso que apenas reparó en mí. El vuelo de su manto espantaba la madreselva en las paredes, los nidos muertos de moscas y gusanos, el polvo de la cal, la piel marchita de las hojas muertas.

Y yo me preguntaba qué razón formidable la había vuelto de aquel modo a la vida, tan repentinamente, qué causa defendía, qué ganaba en aquel negocio enfrentándose a tan recia enemiga.

Quizá se maliciaba el propósito de nuestra nueva hermana: erigirse en dueña y señora de la casa. Quizás, tras la sospecha primera, hubiera llegado a la certeza de que su cargo peligraba y quién sabe si su fama con tanto riesgo y trabajo conseguida. Puede que todo fuera un juego para empujar extramuros a nuestra nueva hermana, para ceder a los ruegos del padre y obligarla a un tiempo a renunciar, mostrándose en extremo rigurosa. No era difícil entonces entender su afán por alzarse aun enferma, su escuchar para luego delatarse, su voz no tan segura como aparentaba y aquel no verme al salir, esperando seguramente que la informara como correspondía.

Y yo. ¿Qué haría yo, partida en dos; por un lado mirando al corazón de mi hermana, por el otro a un futuro provecho si la causa de nuestra nueva huéspeda prosperaba?

Pero bien dicen que Cristo nos amó, de manera que si no le imitamos, no somos como Él, ni en las acciones ni en el rostro, sino pobres, ciegos y mudos, porque sólo el amor hace vivir al hombre. Amémonos pues, hermana mía, por encima de cualquier bienestar o beneficio, amémonos y seremos semejantes a Dios, suframos juntas nuestras ansiosas soledades, suframos una en otra. No te traicionaré, yo no te venderé como un nuevo Judas por la gloria de la casa, por alcanzar fama y prebendas a la sombra de tus enemigos. Nada me importa sino tú, dentro de mí, en torno a mi cintura, con tu voz, tu aliento y tus sentidos. Juntas las dos, vengan en buena hora olvidos y desdenes que en nada prevalecerán contra nosotras. Gocémonos hermana en nuestra clara prisión de amor, en tan sublime cárcel compartida.

El cauterio es como un brazo tenso, cruel que apuntando, nos llama para rechazarnos dejándonos a la vez transidas y aliviadas. Su extremo más robusto, enrojecido como un ascua, invita y amenaza, hace temblar la pobre carne dolorida removiendo las recias calenturas de la santa. Sobre la ruin cocinilla que ha traído el doctor para hacer la cura en la misma celda sin llamar la atención de la comunidad, más parece instrumento de tortura, de los que, según cuentan, se aplican a los relajados, que alivio de males al servicio de la tropa.

El médico le hace girar sobre el vaho del carbón a fin de que tome su grado justo, en tanto mi hermana reza a sus espaldas, de rodillas junto a su cama ya ordenada para recibirla, procurando darse ánimos en tan difícil trance, pidiendo al Señor fuerzas para afrontarlo si es que aún quiere favorecerla. Ninguno de los tres hablamos, ni cruzamos la vista, ni escuchamos otra cosa salvo nuestro corazón y el duro crepitar de los carbones. De fuera sólo llega el rumor de los vencejos y alguna voz de la ciudad que en el silencio de la mañana parece resbalar sobre la vega.

El camino real vive en su rumor de cascos, en ruidos de carretas, en relinchos prolongados. Más acá de estos benditos muros nuestros se diría en cambio que todo el mundo calla; la huerta, el coro, la cocina y el taller en donde las novicias tejen sus cestas y serillos. Nadie murmura o ríe, no suenan voces, se diría que hasta aguardan inmóviles las golondrinas revoltosas y los sombríos grajos. Se diría que, al igual que nosotros en la celda, enmudecen, unos por miedo al propio temor y otros por el dolor de esas terribles manos.

De repente, perdida en tales cavilaciones, oigo junto al hornillo la voz del doctor avisando que el remedio está presto. Es cierto. A su lado espera tendido, rojo, casi blanco. Mi hermana al fin se ha alzado, se ha vuelto hacia él y mirándole temerosa, con voz quebrada y corta, murmura:

—¿No podríamos esperar un poco?

—Tranquilícese. Tenemos todo el día para llevar esta empresa adelante.

Al doctor se le nota su afán por quitar hierro a su trabajo pero de nada sirve hurtar el rostro al mal cuando éste se nos revela inapelable. Y aún para la casa entera sería más notoria la operación aplazándola. ¿De qué sirve retroceder si el mal está ahí, negro, royendo, rezumando? Mejor atacarlo antes que esperar a que medre y estalle.

El médico, a su vez, callado también, sigue el correr de sus cavilaciones. De cuando en cuando aviva las brasas y el golpe del fuelle pone en la carne calofríos que arrastran la mirada hacia las manos ya libres de vendajes. Ahora podemos verlas sucias y oscuras como el limo del pozo, como tierras de pan en otoño, cortadas, rotas, sembradas de terrones.

Cuando mi hermana se ha visto ya desnuda de manos y brazos, con el hábito remangado, dejando al aire todo cuanto la regla permite en estos casos, de nuevo se ha sentido vacilar y ha sido necesario mantenerla en pie para no acabar con sus huesos en tierra. Abrazándome a ella, he luchado por hacerle revivir, por intentar comunicarle parte de mi valor, tan escaso y débil pero lleno de amor, dispuesta a padecer en mí sus recios dolores. Ella ha vuelto hacia mí los ojos, sintiéndome tan cerca y ha cedido a mis ruegos dejándose sentar en un sillón aparejado a propósito. Entonces nuestro doctor ha sacado de su valija una delgada varilla de madera colocándosela entre los dientes.

—Cuando el dolor arrecie, es mejor que la muerda. Ella le aliviará.

Y ya sin darle tiempo a más dilaciones, ha ligado sus brazos a los del sillón, tan rápido y seguro que, sin apenas notarlo, la santa ha quedado inmóvil de manos y piernas, esperando a su enemigo que ya se acerca por el aire, alumbrando con su tenue resplandor el aire a su paso.

—¡Dios mío; cómo serán las llamas del Infierno! —murmura la santa desviando la mirada, bañada de sudor, torpe de lágrimas.

—Ya le avisé que era remedio duro.

—¿No lo descubrirán mañana?

—Tranquilícese, hermana. Nadie sabrá nada. Haré un vendaje aún más sólido que el anterior.

Me he apartado un instante de los dos, abriendo con cuidado la puerta. Fuera no se ve nadie. Sólo se oye el murmurar del agua por los senderos ocultos de la acequia. Un ventazo de otoño estremece de pronto los troncos de las parras, las sombras de la hiedra, pero al cabo todo se torna suave y blando. Nada vive o se mueve, sólo mi corazón desbaratado que, de vuelta a la celda, corre más presto aún, viendo la lengua roja en manos del doctor, avanzar al encuentro de su víctima.

En un instante toda la celda se llena de olor a carne chamuscada, de un grito amordazado. Mi hermana parece a punto de romper sus ligaduras pero al cabo las fuerzas la abandonan y su cabeza derrumbada viene a decirnos que ni ve ni siente. Yo procuro alzársela, no para que contemple cómo el doctor espera junto a las brasas, sino por tenerla más viva en mi regazo, en tanto la lengua de fuego se vuelve otra vez blanca y terrible.

Ya torna el médico con el cauterio en alto, ya lo tiende, lo inclina y aplica con aquel mismo hedor, con chirrido apagado y seco que parece calar hasta los huesos. Él debe estar acostumbrado a manejarlo porque apenas roza la piel como evitando dañar más de lo necesario. Después comprueba el rastro que ha dejado tras sí y lo apaga en un cuenco de agua. Atrás quedan, sobre la piel, dos nidos horribles como la boca del infierno y ese aroma que sin saber por qué, recuerda a la muerte más que las tumbas de nuestro cementerio. Luego es preciso vendarla otra vez, devolverla al lecho y esperar a que el doctor salga para, con gran cuidado, desnudarla. El doctor, por su parte, anuncia que si el remedio se halla en manos de la ciencia, las manos en un mes estarán sanas y una vez recogida su herramienta, sale al fin con su ademán acostumbrado cuando me ofrezco a acompañarle.

—Ella la necesita más. Procure que descanse. Es preciso ayudar a la naturaleza.

¿Qué vería mi hermana en sueños? ¿Con quién hablaba a voces? ¿A quién se dirigía cuando se revolvía entre las sábanas? Noches enteras suspirando, clamando a media voz, herida nunca supe por qué, por quién, si en el espíritu o en sus manos.

A veces llamaba al padre, aquel hombrecillo ruin, color oliva, magro, que apareció por la casa un día, trayéndola de su mano. Un hombre que hablaba como los caballeros pero que vino a pie, sin otro séquito que unos pocos parientes cubiertos de barro, toscos y silenciosos. En su mirada a un tiempo altiva y maltratada, poco franca y hostil se les reconocía como gente de bien venida a menos, seguramente arrasada como tantas por las calamidades de los últimos años. Se les veía recelosos dejando entre nosotras a la hija, a pesar de las protestas del padre sobre su vocación. Triste deseo, dañosa vocación la suya tal como podía leerse en aquellas gastadas ropas, en sayas y jubones que amontonaban entre sí tantos años y leguas como el maltrecho camino que los trajo.

Ante que hidalgos parecían peones de los más pobres y abatidos, de los que sólo ven pan de centeno, migas y carne mortecina, siempre embutidos en pellizas y zurrones que mal cubrían largos ayunos, hacienda abandonada y días perdidos en inútiles pleitos.

Seguramente a ellos gritaba mi hermana en sueños, tal vez de su recuerdo huía, viéndolos tan cercanos en torno de su lecho. Tal vez la madre se le adelantaba, la besaba como en aquella ocasión, se le postraba de rodillas esperando tal vez su bendición como aquellos que extramuros seguían agolpándose, luchando por una brizna de pelo suyo, por un trozo de tela ensangrentada.

Pero ni a ella ni al hombrecillo ruin se dirigían las palabras de la santa. Muchas noches, velándola, quise saber la razón de sus protestas. En tanto cerraba la puerta para que no llegara hasta el pasillo el rumor de los gritos, intentaba encontrar en la maraña de sus voces, algún nombre que reconocer pero siempre su voz enmudecía dejando mi atención en blanco.

Nunca llegué a saber quién era su enemigo en aquellas noches inciertas; tal vez otras tuvieran mejor suerte que yo pero en lo que a mí toca fueron inútiles mis horas con el invierno ya avisando, barriendo la llanura con sus cortinas de retamas y cardones. El invierno venía en aquella breve luz tan apurada que acongojaba el alma, que me hacía llorar sobre el cuerpo de mi hermana, aquel cuerpo tan florido y suave en tiempos, hoy flaco y dolorido, abandonado de todos salvo de mí, que allí le devolvía su amor en caridad, sus pasados silencios en gozo renovado lejos del mundo, fuera y dentro de la casa.

En un principio, en los primeros días, algunas hermanas se asomaban a la puerta.

—¿Está en pie la priora?

—¿Ha vuelto de su sueño?

—Oímos decir que en este tiempo las llagas se borraron. ¡El Señor no lo permita!

—A buen seguro que no querrá perjudicarnos.

Yo tan sólo asentía apuntando con un gesto a las manos cuyas vendas cambiaba cada día y ellas más confortadas, marchaban satisfechas como si su interés se hallara más en los beneficios del milagro que en la salud de la santa por la que preguntaban.

También la huéspeda vino a visitarnos. Tal como acostumbraba, entró sin anunciarse ni vacilar, seguida de su eterna doncella. Desde su altura a la que nunca renunciaba extendió la mirada por la celda, examinando las paredes rotas, los ruines muebles, los desnudos suelos tan diferentes de los suyos. Luego bajó los ojos y nos estuvo examinando en silencio. Viéndola así tasarnos, medirnos, a mi hermana sobre todo, se diría que era ella la priora y no la santa.

—¿Duerme? —me preguntó.

—Al menos descansa.

—¿Cuánto tiempo lleva de ese modo? —y cuando le iba a responder, me atajó como acostumbraba—: ¿Cuánto hace que no la ve el doctor?

—Pierda cuidado, le estamos esperando.

—¿Para cuándo?

—Para uno de estos días. Hasta entonces nos recomendó paciencia.

—Un remedio bien propio de médicos. Lo grave es que no cura sino algunos males. Si éste no cede y seguimos sin gobierno, será preciso acordar nuevas votaciones pues como dice el libro, no es bueno que ande el rebaño solo, sin pastor, no sea que se separe y pierda.

Yo nada respondí, pero ella, a punto de salir, añadió:

—Incluso esas mismas llagas pueden llegar a malograrse y aun volverse en su contra si el Santo Tribunal se fija en ellas.

Salió con su sombra detrás, dejándome contrita y preocupada, recordando su tono de voz, temiendo ya su intromisión en nuestro fraude, en el que iba ahora, no sólo la paz de la casa sino el riesgo de prisión, frutos parejos de su mismo huerto.

Quizás ella no era tan necia como las demás, ni tan interesada. A fin de cuentas venía de la corte, no de tierras de saya y abarca, lejos de otros lugares más ricos y mayores. Quizás sabía distinguir entre las cosas de este mundo y los prodigios del otro, entre los dones del Señor y los milagros de tejas abajo destinados a satisfacer humildes sueños.

De ella debió nacer aquel funesto lance que se inició con la mejoría de la santa, cuando ya su razón volvía, cuando alcanzaba a reconocer mi voz, cuando su vista se alegraba otra vez escuchándome.

Volvía a correr en sus entrañas el flujo de la sangre y salvo tenerse en pie, parecía tan viva y sana que sólo esperábamos la venia del doctor para sacarla al claustro, cuando cierta mañana le sorprendí de plática con nuestro capellán. Ambos tenían el gesto grave y preocupado. No entendí sus palabras pero al pasarle recado a mi hermana, vi que perdía su humor de los últimos días.

—¿Qué le sucede? —le pregunté procurando animarla—. ¿De nuevo le vuelve la fiebre? No nos tenga el doctor por flojas.

Pero a pesar de mis palabras, su valor de días anteriores flaqueaba. Le fue preciso volverse a acostar.

—Después de tantos días postrada, no es de extrañar que se fatigue.

—¿Tan mal estuve?

—En ocasiones sí.

—¿Dije entonces alguna cosa inconveniente?

—Ni una sola palabra que pudiera entenderse en tanto estuve yo a su lado.

—¿Quién más me veló?

—Unas y otras según el turno que establecimos. Incluso la priora pasó en la celda muchas tardes. De todos modos lo que ahora cuenta es que no tiene fiebre.

—¿Vino el doctor también? —insistió.

—Tan sólo recomendó descanso. Ya ve cuán acertado estuvo en su remedio.

A poco, como respuesta a sus preguntas y mis dudas, sonaba en el pasillo la campanilla que anunciaba la visita del médico.

Apenas tuvimos tiempo de echarnos el velo a la cara y ya entraba anticipándose a nuestro saludo. Ahora su tono era bien diferente de cuando hablaba con el capellán, como sus ademanes más firmes y suaves en tanto comprobaba la mejoría de la santa que, en su opinión, preludiaba una completa mejoría.

Parecía en extremo interesado por ver a la enferma en pie, tanto que la visita no duró la mitad que las anteriores. Quedó en volver más adelante y fue a medir su opinión con la del capellán que ahora avanzaba, entrando en la celda, acercándose a mi hermana, más dispuesto a confesarla que a atender a la salud de su cuerpo.

—¿Es verdad que empieza a sentirse bien?

—¿Por qué me lo pregunta de nuevo?

—Porque vimos y oímos a su merced en trances tales que pensamos si no habría perdido la razón definitivamente.

—Al contrario; nunca estuve más cuerda que ahora. De todos modos ¿qué desea de mí?

El capellán callaba. Se alejó del lecho y lanzó una mirada al crucifijo como esperando ayuda o quién sabe si respuesta. Luego miró hacia la puerta entornada y al fin, en un suspiro, comenzó:

—Para nuestra desgracia corren días aciagos para la casa.

—¿Aciagos? Nunca los vio mejores.

—Yo sí los conocí, por ello afirmo lo que digo. Todo en ella anda revuelto desde su enfermedad. Incluso vuestra huéspeda parece mal dispuesta. Habla de abandonarnos.

—¿Y qué se me da a mí de tales enojos? Puede irse en buena hora.

—¿Y perder la casa el favor del padre?

—Antes de que viniera, salimos adelante. ¿Por qué no hemos de prevalecer ahora?

De nuevo el capellán calló; de nuevo el rumor de sus pasos midió el silencio de la celda.

—De todos modos —confirmó, en tono más grave todavía— no es ésa la razón principal de mi visita. Vengo ante todo para informar acerca del estado de su salud.

—¿Mi salud? Y ¿a quién debe informar?

—A alguien fuera de la casa.

—¿Y quién puede interesarse en ella?

De nuevo aquel silencio. Luego la voz clara como la luz, tan suave como un dardo que poco a poco atravesara el aire.

—Al Santo Tribunal. Hace tiempo que recibió una denuncia en contra de las dos —nos envolvió en el mismo ademán y concluyó—: el Santo Oficio no acostumbra a informar de quién la cursó ni siquiera de a qué materia se refiere.

—Bien lo sé. Aunque maldito si hace falta. A buen seguro que esa denuncia salió de esta casa.

—En atención a su enfermedad, se nos ordena que quedéis recluida. En cuanto se reúnan los testigos, se seguirá el proceso acostumbrado.

—¿Tardará mucho aún? —pregunté temblando.

—Tenga paciencia y ruegue al Señor. No pierdan la esperanza. Siempre salva a los que en Él confían. Si es cierto que han pecado, no hay otro juez mejor.

Vanas palabras, razones necias. Tal como yo temía nuestro destino se precipitaba. Apenas salió el capellán fui a encerrarme entre los brazos de la santa. Por vez primera desde que nuestro negocio se mantuvo en pie la sentí estremecerse y no era para menos. Sólo oír el nombre del Santo Tribunal hacía enflaquecer el ánimo.

—Hermana, van a quemarnos a las dos por nuestros pecados.

—No tenga miedo —respondió intentando animarme—. Si nuestra falta es grave, el perdón es también infinito.

—No el de los hombres.

—Incluso en este mundo ha de haber justos poderes.

Puede que fuera a causa de la enfermedad, pero perdido su temor, era ella quien debía mentir, intentando alzar mis ánimos, espantar mis lágrimas.

Bien conocíamos los pasos que ahora vendrían en cuanto que el doctor diera a su enfermedad por concluida, a la santa por sana.

Para nuestra desgracia el plazo se cumplió harto breve y antes de una semana allí estaba de vuelta con dos familiares del Santo Oficio. Sin respetar su estado, tras mucho preguntar a la antigua priora y a las demás hermanas, señalaron un plazo para que les acompañáramos. De nada sirvieron nuestras protestas y consideraciones. Grande fue la satisfacción de algunas, de la antigua priora sobre todo, de nuestra huéspeda, de un grupo reducido que en torno suyo, presto se había alzado. Mayor el desconsuelo de las otras que acusaban al Santo Tribunal de dar oídos a denuncias anónimas.

De pronto, en unas horas, aquella calma aparente de anteriores jornadas, aquel silencio cargado de pasiones y hieles, pareció estallar como mina cebada, sembrando la casa toda, desde la puerta al coro, de odios temibles y rencillas constantes. La espada del Señor pareció dividir a la comunidad en dos mitades, las que aún tenían por santa a la nueva priora y las que en pocos días, ya osaban motejarla de impostora. Así andaba en suspenso todo: rezos, trabajos, visitas, colaciones. Hasta el sueño se perdonaba con tal de ceder o condenar, de asistir a los diversos capítulos que, en las celdas, cada noche, tenían lugar hasta que el día amenazaba. No se trataba ya de sus llagas que parecían barridas, olvidadas. Sus repentinas valedoras, en su afán por salvarla, descubrían ahora nuevos prodigios que añadir al molino de su fama y que una vez extramuros, crecían y se multiplicaban.

Según tales avisos, la virgen y los santos a menudo la visitaban. Hasta el mismo Jesús bajó una noche para confortarla, dejándole como recuerdo de su paso una espina clavada en la sien arrancada de su corona en el monte Calvario. Afirmaban muy rotundamente que no tomaba alimento alguno, salvo la Santa Eucaristía, que era capaz de sacar del infierno infinidad de almas, salvando más de cien de un solo golpe. Y aún más, se remontaban a los días lejanos de su infancia, asegurando que ya de niña, con sólo poner las manos sobre los enfermos, les hacia recobrar la salud como nuevos lázaros arrancados de la tumba.

La noticia de tales prodigios llegó incluso hasta el oído de sus padres y fue cosa sonada su vuelta apresurada, su afán por dar testimonio de todas aquellas maravillas, asegurando muy cumplidamente que ya de niña mi hermana obraba prodigios tales.

Allí estaban esperando el final de su aventura sin querer entender otra cosa que su propio interés, sin importarles la suerte de la santa cada vez más incierta y apurada.

Vestidos con sus viejos trajes, quién sabe si sacados del arca para tal ocasión desde el día de los votos, llegaban bien temprano cada mañana, solicitaban visita que por lo común la portera les negaba y volvían a la ciudad, maltrechos en cuerpo y alma pero sin darse por vencidos.

Nuestra huéspeda, en tanto, no perdonaba momento ni ocasión de arruinar la fama de la santa, afirmando a su vez, y quizás era cierto, que en cuestión de estigmas y llagas el país se hallaba tan sembrado de ellas que podían recogerse como el pan en verano, llenando los graneros de todo el reino. Entre éxtasis y arrobos raro era el convento que no contaba con su prodigio particular y hasta seglares y beatas se los atribuían sobre todo las féminas por hallarse su sexo más flaco de cabeza, por soñar más que los hombres y confundir las ilusiones del Demonio con avisos de Dios y las cosas del alma con los tratos del cuerpo.

De tal modo creció la guerra entre unas y otras que el rumor de sus lances saltó los muros del convento alcanzando la villa. Cundió la voz de que querían desgajar de la casa a la priora y una turba airada vino a sentar sus reales ante la puerta. Era cosa digna de oír la tormenta, el huracán de voces que desde el romper del día llenaban de ecos las celdas y los patios, pidiendo que no se le dejara marchar, amenazando con acudir al Padre Provincial, al rey nuestro señor, unas veces gimiendo y otras amenazando.

La iglesia se poblaba de rostros que apenas seguían el curso de la misa, las palabras del sacerdote, tan a menudo se volvían a mirar a la red, luchando por distinguir, más allá de los barrotes, aquellos brazos blancos, vendados, que tanto recordaban, prenda de salvación a punto de ser perdida para siempre. En vano el capellán solicitaba su atención, intentaba tranquilizar a los presentes con promesas de una inmediata vuelta. Aquella turba falta de compostura y devoción, sólo sabía sollozar, suspirar y a ratos agraviar a media voz al Santo Tribunal y sus callados tratos.

Y aún vino otra plaga más a caer sobre nosotras en los pocos días que aún antes de partir restaban. Fue ésta la de las cruces, medallas y reliquias que invadieron la explanada ante nuestro zaguán, pregonadas, vendidas, veneradas, restos quizás de otras antiguas devociones pero que una nutrida grey de falsos peregrinos pregonaba como pasadas por las manos y ropas de la santa. Hombres y mujeres de todo rango y edad arrebataban aquellos trozos de paño, mechones de cabellos, pedazos de carta, los unos pagando cuanto les pedían, los otros suplicando hasta llegar a usar de la violencia.

Y aún resultaba más extraño el silencio de mi hermana cuando por mi boca llegaba a tener noticia de tales arrebatos.

—Deje que corra la voz de esos prodigios, hermana —me decía—. Han de favorecer nuestra causa ante los jueces.

—Pero las dos sabemos que son falsos.

—¿Qué sabemos lo que es falso o no? ¿Qué sabemos de la naturaleza? Lo que hoy es cierto, mañana no lo es. Quien hoy vive no sabe si llegará a alcanzar el día de mañana. La vida, hermana, es como un río al que no es posible contener. Pensamos desviarlo, dominarlo, usarlo a nuestro antojo, pero él sigue sin que ninguna fuerza del cielo o de la tierra sea capaz de hacerle caminar hacia atrás, detenerse o morir. De igual modo estamos hechos los humanos. Sólo el Señor en su inmensa sabiduría, puede juzgar o condenar; nuestro destino sólo depende de sus manos.

—Pero las dos hemos mentido —insistía yo, perdida en tales vaguedades—. Nunca desde el principio, dijimos la verdad. Ni siquiera ahora.

—No hay nadie en este mundo capaz de juzgarnos.

Quizá la enfermedad, el sueño, hubieran turbado su razón, borrado de la memoria nuestro fraude inicial, cuyas primeras consecuencias tocábamos ahora. O todo era ilusión, figuraciones mías, quizás eran mi razón y memoria las que ni razonaban ni regían. Quizás aquellas dos oscuras manchas tan turbias y hediondas bajo la lengua roja del cauterio eran tan sólo ensoñaciones mías, no provocadas por mí, cortadas vena a vena. Tal vez para mi hermana ningún riesgo existía puesto que ella sólo debía postrarse ante nuestro juez eterno y natural. Pero sí para mí que ya me veía ante nuestro temido tribunal de tejas abajo, con sus terribles jueces y sus modos de arrancar la verdad a tantos otros herejes, embusteros y relaxos. ¿Qué sería de mí si mi hermana y mi Señor me abandonaban? ¿Sería capaz de callar la verdad o arruinaría su buen nombre perdiéndome en ella?