Capítulo III

La lluvia que arrastró el polvo convertido en lodo por veredas y bancales, se llevó el mal como en otras ocasiones. Poco a poco fueron sanando las hermanas. Era un gozo escuchar el rumor del agua descolgándose del cielo, borrando las murallas, socavando la tierra, devolviendo el lustre a las zarzas y el color a los frutales del huerto.

Día a día el convento renacía. De nuevo el alba nos hallaba a todas en pie con nuestras primeras oraciones, era testigo de nuestra meditación y la lectura de las horas antes de que la misa nos juntara otra vez en la capilla, temblando de frío pero enteras y conformes. Apenas la campana nos avisaba la mitad del día, caíamos de hinojos para nuestro diario examen de conciencia.

Yo siempre salí limpia de él, a no ser en el negocio de las llagas porque nunca consideré pecado amar al Santo Creador en sus humildes criaturas, ni que yo, pobre sierva, fuera capaz de faltarle en nada, como turcos, y herejes y aquel fraile que tendió el hilo de sus redes a mi pobre hermana motilona. Una vez entregado al Señor nuestro albedrío ¿cómo se pueden resistir las tentaciones? En oración perpetua ¿cómo se le puede llegar a ofender, siendo el amor entre sus criaturas más santo que las demás virtudes? Como mi hermana aseguraba, las almas perfectas no tienen por qué llegarse al tribunal de la Penitencia, porque Dios suple los efectos del Sacramento, concediéndoles su gracia para siempre.

Así cuando tocaba confesarse, mentía. Así mentía yo también, juntas las dos ahora en cuerpo y alma todo el día, tanto que la priora, quien sabe si avisada o prevenida, acabó sorprendiéndonos cierta vez, junto a la alberca, a la hora de la siesta.

Nos mandó llamar; nos recordó que andar siempre en la misma compañía estaba prohibido en la casa y acabó amenazándonos si no nos enmendábamos, tras de aquel primer aviso.

Bien recordaba yo las reglas, bien sabía que ninguna hermana debía mantener amistad particular, siendo todas de todas, sin tocar otro rostro ni mucho menos llegarlo a besar, mas sobre todo, veía en la advertencia de nuestra superiora antes que nada un malquerer hacia mi hermana que con el tiempo empezaba a destaparse. Pues en lo que se refiere a disciplina harto lejos estábamos del resto de la comunidad. Nunca dimos cabezadas en el coro como tantas so pretexto del sueño, ni escupimos en la escalera como solían algunas para borrar luego con el pie tal huella de inmundicias corporales. Por el contrario mi hermana y yo, ella a pesar de sus manos vendadas, hilábamos, bordábamos la ropa que enviaban de la ciudad, ahora que de nuevo se celebraban bodas. Bien es verdad que a veces murmurábamos pero ¿quién guardaba silencio entonces? Tan sólo las más viejas ya sin ganas de conocer qué sucedía en el mundo de los vivos, si habían vuelto ya los señores de la corte o tan sólo hortelanos, dispuestos a no perder la próxima cosecha.

No era aquélla la razón del nuevo humor de la priora antes madre de todas y ahora su juez desde el negocio de las llagas. Puso fin a las charlas de la noche, aunque no volvió por ello el sueño a la mañana. Por el contrario, siguieron las hermanas revueltas y enfrentadas hasta tal punto que disputándose un sitial del coro dos novicias llegaron a las manos.

Las dos sufrieron el castigo inmediato encerradas en sus celdas por toda una semana. Fue cosa digna de ver cuantas intrigas y dificultades fueron precisas para llegar hasta ellas y animarlas, cuanto ingenio para al fin regalarlas con fruta de la huerta.

Tal andaban los negocios de la casa revueltos y mezquinos hasta acabar quebrándose por donde imaginábamos. Ello fue, cierta noche, en que según solía, vino mi hermana a visitarme. Puede que todo fuera escarmiento de Dios, o amor que puso cera en los oídos de ambas. El caso fue que de pronto la puerta se abrió de par en par, como empujada por el viento y en el umbral vimos aparecer a la priora con su luz en la mano, sin dar tiempo a separarnos. Se nos quedó mirando con aquellos ojos cansados, torpes, ahora repletos de ira, como negros relámpagos. Sus palabras fueron cayendo concisas, graves, amenazando nuestro cuerpo, manchando el alma, más que hiriendo, humillando.

Yo como de costumbre rompí a temblar, lejos de aquellos brazos que antes me protegían, pero mi hermana como si no temiera a su enemiga, comenzó a amenazarla a su vez, tan cambiada parecía. Su cólera hacía vacilar a la priora, arrojándole al rostro la incuria del convento, la mala administración de limosnas y bienes, su desidia para cobrar los diezmos cuando los hubo, las deudas contraídas, los montes y heredades perdidos, su abuso de poder en ocasiones.

La priora callaba soportando todo. Sólo cuando mi hermana hubo callado le hizo saber que no era aquel lugar apropiado para tales disputas.

—Lo dicho, dicho queda —respondió mi hermana—. Estoy dispuesta a repetirlo ante la comunidad.

Mas la priora no parecía dispuesta a permitirlo y días después, mi hermana, desnudas las espaldas, pagaba por ella y por mí según las normas establecidas por la Regla.

Allí estaba, de bruces sobre las losas del refectorio, doblemente herida en sus manos y su orgullo, ante los ojos de la comunidad, ante mis ojos bañados en lágrimas. ¿Dónde estaba —me preguntaba yo— aquel amor tanto tiempo pregonado entre unas y otras, tal como Cristo manda? ¿Dónde el perdón, la renuncia a la venganza? Quizás sólo era una prueba más, un modo de señalarnos por encima de nuestra mentira, de borrar cuanto pecado había en aquel falso milagro. Quizás quisiera borrar aquellas llagas con estas otras, tan crueles como ciertas, por las cuales nuestra enemiga perdía la razón, por culpa de su ira empecinada. Pues según la correa iba cayendo sobre aquellas espaldas suaves y en otro tiempo amables, no sólo mi llanto nacía sino otras lágrimas vecinas ante aquel rostro adusto que parecía llevar la cuenta de los golpes.

Mas aquel camino equivocado se volvió pronto en contra de nuestra superiora, según alzaron del suelo a la santa. Así lo vimos todas; bien presto lo supimos en el silencio con que obedecimos, en el cuidado con que la llevamos, en cómo algunas, como al azar, escupieron en el umbral de la puerta, antes de abandonar el refectorio.

Allí a solas quedaba nuestro juez, hincada de rodillas, murmurando su oración a solas, suplicando un perdón que nunca en vida ya le llegaría.

Aquella espalda enrojecida, rota, fue sanando, con el agua de sal, mi amor y mis cuidados. Poco a poco recuperó su color, se borraron aquellos surcos humillantes, fue volviendo a brotar su vello tan suave como bozo dorado. A pesar del dolor, de la gran desazón que el agua alzaba en las heridas, nunca escuché una queja, ni sentí su cuerpo estremecerse. No parecía herirla aunque abrasaban las grietas de mis dedos, ni los ungüentos y pomadas que luego venían, ni el frío de la celda, ahora que ya el otoño daba paso a sus últimos días.

Algo más sufría yo en mi prisa por ver aquella carne renacida. Si con la mía hubiera remediado los estragos del castigo en ella, de buen grado se la habría ofrecido, sólo por aliviar en algo el dolor de aquel cuerpo que, tras de cada cura, envolvía y besaba, para depositarlo sobre la paja del jergón renovada y tendida.

Según mis labios recorrían aquellos senderos antes azules, ahora rojos, macilentos, tristes; según mis manos buscaban las suyas en el remanso frío de su cuello, según se unían, oprimían, luchaban hasta caer inermes en el oscuro valle de sus senos, otra vez mi hermana renacía siquiera fuera por un plazo breve. Entonces, a esa hora, en tanto las dos luchábamos entre el dolor y el gozo, olvidadas de la priora y de la casa toda, nada venía a estorbarnos la memoria, ni los días pasados ni el futuro incierto, ni siquiera aquellas llagas por donde el mal salía a flor de piel, terco, impaciente, ajeno a dictámenes y médicos. A esa hora eran sus manos abiertas cálices en los que hundir la boca como el Señor en el vinagre y la hiel, encendido rescoldo de nuestro amor a solas. Más allá de la celda donde sólo llegaba el agrio perseguirse de los pájaros, la monótona canción del agua, nada existía, nadie escuchaba, velaba ni sentía; solas las dos al pie del manantial de sus heridas, esperábamos la noche en nuestro paraíso hasta que sobre la muralla las primeras estrellas se encendían.

En guerra abierta ya con la priora, nada importaban sus recias amenazas, ni la mirada de las otras; la suerte se vencía a nuestro lado, según el plazo de la nueva elección se consumía.

¿Qué suponían ya sus tercas palabras, sus velados desaires? ¿Qué podría añadir que no supiéramos? Todo el placer del mundo se encerraba en un solo momento antes que en mil palabras, tan vacías de amor, hueras y secas. ¿Qué supo ella nunca de tales efusiones? Vieja y marchita desde que la conocimos; nunca pudo entender nuestro secreto, ese que nace junto al corazón asaltado por un golpe sombrío que une y rompe el cuerpo dolorido. Su guerra en contra semejaba locura de virago, de hombre ajeno, despechado, vencido. Como todos sus castigos no era sino venganza temerosa, cual si su cuerpo caduco y seco, nunca solicitado, sufriera en nuestro amor todos sus años de abandono y tedio.

Las más jóvenes debían entenderlo así pues una vez que el mal huyó trayendo de nuevo un aliento de vida extramuros del convento, volvieron a mirarnos como quienes comparten penas y goces, ofreciéndonos sus votos a favor, en contra de los viejos días de luto y sumisiones.

De igual modo mi hermana y yo correspondíamos; a ellas y a las de juicio incierto ganamos con aquel castigo y otros más duros que tras él vinieron. Nos hicimos con tantas voluntades que bien presto llegó hasta la ciudad la fama de la santa.

Así un día, casi de amanecida, una sombra rondaba desde muy temprano al otro lado del torno. La portera intentó ahuyentarla, pero luego pensando que se trataba de algún hortelano que volvía a surtirnos como antaño, preguntó:

—¿Qué se le ofrece, hermano?

—Ave María —respondió la mujer, pues tal era la sombra—, vengo a hacer una demanda.

—¿Y qué demanda es ésa?

—Demanda de salud.

—Según tengo entendido el doctor ha vuelto. Vaya con él, hermana, que antes la confundí. A buen seguro que él le encuentra remedio.

—Vea que no lo pido para mí —respondió la mujer alzando el manto en el que se arropaba, dejando ver, vecino al pecho, un fardo de modestas proporciones— sino para esta criatura que ni come ni duerme y a todas horas anda con harta calentura y un mal de sequedad que parece le consume por dentro.

Respondió la portera que pasaría aviso a la priora para tenerle presente en nuestras oraciones, mas la madre no se rendía fácilmente sino que dio en decir, insistiendo mucho en ello, que a la criatura sólo la habían de sanar las manos de la santa.

Así supimos por primera vez cómo la fama de mi hermana se iba fraguando, extramuros, en la ciudad bien dispuesta a creer que aquellas manos que la mujer pedía, habían traído el agua de las nubes y alejado la pasada pestilencia.

Con tales nuevas la ira de la priora fue en aumento. Apenas se dirigía a nosotras y las dos le pagábamos en la misma moneda contando conque el tiempo corría a favor nuestro. Quiso el Señor que la criatura sanara a los pocos días, quien sabe si por suerte o devoción y la madre arreció en su fe pregonando a quién debía tal acontecimiento. El caso fue que desde entonces no hubo día en que no nos visitara gente de toda índole, humilde sobre todo, con mucho fervor y en número tal que en ocasiones llenaban el portal desde la entrada al torno.

Eran vanas las órdenes de la superiora, los esfuerzos de la portera por mantenerla en silencio, por tratar de contentarla. En un principio creímos todas que los tiempos de la abundancia habrían vuelto definitivamente tras de tantos quebrantos, aquellos días de dádivas y ofrendas cuando la casa rica en viñas y tierras era toda bienestar y abundancia. Pero bien presto vimos que nos equivocábamos. Aquella turba, cada vez más crecida, venía a nosotras con las manos vacías. Ni siquiera el convento les llamaba. Tan sólo la presencia de mi hermana y sus manos capaces de sanar los males, barrer la peste o salvar las cosechas. Sólo por verlas, tocarlas, besarlas, estaban allí, cada cual con sus penas a cuestas, algunos con su última esperanza en los ojos; otros, venidos de más lejos, con las huellas de algún terrible mal, con su aspecto miserable, lanzando contra el torno su dolor y sus quejas. No venían a dar sino a llevar, no era la suya una actitud sumisa como antes, sino más hosca y agria cada vez que la priora les cerraba las puertas. Así aquella devoción primera se fue tornando en ira poco a poco, hasta estallar un día en la capilla.

Cierta mañana, al terminar la misa, vimos cómo de pronto se volvían quizá acordados sobre el caso y como a toque de campana, se acercaban hasta la red que separaba a la clausura. A pesar de lo grueso de las rejas, mi hermana y yo alcanzábamos a distinguir aquellos rostros mezquinos, desmedrados, insumisos ahora.

—¿Está la madre ahí? Dejen que se acerque, vuesas mercedes.

—Sólo las manos. Que podamos tocarlas.

—Que cure estas tercianas.

—Encomiéndenos al Señor. Salve a este pueblo miserable.

En vano la priora trató de convencerles de que mi hermana no se hallaba entre nosotras. Unos alzaban sus hijos sobre los hombros, otros volvían en el aire sus ojos cegados palpando con fe firme los hierros, buscando a tientas asidero a su milagro.

—No está aquí —clamaba la priora—. La mandó a llamar el provincial.

—No es verdad —respondían—. La tienen en su celda castigada. El Señor no lo ha de perdonar.

Mi hermana y la comunidad entera, callábamos, asistíamos a aquel juicio de Dios, curiosas por saber que fin tendría. De pronto una voz se alzó sobre las otras.

—Yo la he visto en la huerta esta mañana.

Y como un eco sus compañeras volvían a la carga, más tenaces, sonoras y encendidas.

—Deje vuesa merced que vuelva.

—Digo que no puede ser. ¡Ea, acabemos! O cerraremos para siempre la capilla.

Fue la priora a echar la cortina que cubría la red pero no lo consiguió sino a medias. Poco a poco, tal como luchan los condenados por salir del infierno, vimos aparecer entre los hierros un alud de manos que cayendo sobre los paños, a punto estuvo de rasgarlos. Un rumor sordo cubría aquel aliento hostil, aquel murmullo amenazante.

—¿Ya no se acuerdan de cuando esta casa vivía de nosotros?

—No nos echaban entonces a la cara la cortina.

—¿Es esto caridad, hermanas?

—¿Quién alejó la enfermedad?

—¿Quién hizo que lloviera?

—Dicen que ni come ni bebe. Que sólo comulgando se alimenta.

—Que tiene pacto con Su Majestad.

—Que la acompaña la Virgen María.

Mas si las voces no se apaciguaban, la priora tampoco se rendía. Esperaba que aquel fuego se consumiera en sí y cuando los gritos se fueron apagando, mandó echar la cortina definitivamente, cerrando de improviso la puerta. Cuando la iglesia estuvo vacía del todo, tras despedirnos con un gesto, se quedó a solas, de hinojos como solía. Parecía implorar la ayuda del Señor y viéndola allí inmóvil, y a pesar de sus años, tan altiva y tan recia, me preguntaba si no adivinaría la verdad, hasta dónde llegaría su malquerer hacia nosotras y el duro trance que sería preciso afrontar, al menos en lo que a mí atañía, cuando tuviéramos que confesar la verdad, ocasión que, a medida que el tiempo pasaba, se me antojaba más forzosa y temida.

Vino el invierno al fin. Volvió esta vez muy bravo, enfurecido, dispuesto a ganar a la seca por la mano, de tal modo llovía. Rebosaban los manantiales, bajaban los arroyos colmados de la sierra, picaba el agua las lagunas de sendas y carrales, arrancando broza y adobes, musgos y jaramagos. El viento, tibio al atardecer, empujaba negros ejércitos de pesadas nubes que chocando entre sí como redondos pedernales, alumbraban el cielo con repentinas luminarias. Era otro día del juicio, pero no seco, silencioso como antaño, sino sombrío y retumbante, campo de lid, de cajas y atabales. Los pájaros buscaban cobijo ruin en aleros y tejados, se les veía sacudir las plumas, espantando el agua, buscando refugio lejos de sus nidales. Las hermanas miraban las entrañas del cielo, las contadas rachas de luz que desde lo alto venían a apagarse sobre la llanura. También ellas esperaban algo. No salud ni cosechas, sino alguna merced mayor que salvara a la casa de aquella ruina ahora más notoria, de techos al aire y claustros inundados. Nuestro mundo pequeño de tejas rojas y adobes carcomidos sonaba, suspiraba, sollozaba, al compás de la lluvia, según las gotas iban lavando, gastando, derrumbando cercas y muros, sacando al aire el cañizo y la cal, hinchando las paredes manchadas de humedad, abotargadas. Aunque no apareció la nieve, vino aquel viento helado, cruel, desapacible, castigándonos a toda hora, en especial a la hora del rezo y las meditaciones.

Aquí, a solas, anda mi alma necesitada preguntando ¿dónde está? Grave tormento recordarla, que acrecienta el deseo tanto y de tal modo que, a no ser por la eterna esperanza de hallarla, perdiera el sentido y hasta la razón olvidando el lugar donde resido. Recio martirio este que no admite pensar sino en ella, que lanza fuera de mí todo cuidado y amistad hacia las otras de la casa por más que sean hermanas también, amigas, compañeras.

Sufriendo así, en tal estado, el corazón no entiende, ni quiere sino ir a su encuentro, sólo desea unirse una vez más con el suyo en cuerpo y alma, dejando a un lado temores y rechazos.

¡Quién pudiera hallarse ahora a su lado, bajo esta lluvia que todo lo lava, en estos días en los que el alma sueña, juntas las dos hasta el ansia de la muerte! Su imagen, su memoria, su voz que a veces resuena en el claustro, charlando, dialogando con las otras, me deja seca la garganta, las rodillas vacías y las manos tan yertas que es imposible volverlas a juntar, sobre mi pobre cuerpo castigado.

A veces pienso que si su fama crece y la gente sigue acudiendo a pesar de la lluvia y las labores, pronto nuestro negocio hablará por su boca, desatará sus hilos, llegará a su fin, quién sabe cómo pero definitivamente. Ahora va hacia adelante. Es verdad que aumentaron las limosnas, pero con los caminos cerrados para recuas y carros, sólo gente de a pie viene a ver a la santa que apenas aparece. Seguramente se guarda su favor para mejores peregrinos, para labriegos ricos, hidalgos y señores, mas cuando pienso que con ellos, a poco que el tiempo escampe, puede llegar también nuestro padre visitador, ya me siento morir ante tan duro trance.

Bien podría olvidarla, borrar de mí este amor que me impide velar, dormir, rezar mis oraciones. Quizás tornando a amar a las demás pudiera mejorar mis ánimos. La virtud, el cariño, el genio presto y decidido convida a acercarse a ellas, mas si comparo sus manos con aquellas manos vencidas, su piel con aquella otra piel magullada por el abrazo cruel de las feroces disciplinas, pronto mi corazón no duda, presto se inclina de su parte.

Así quedo yo a solas flotando en el aire, inquieta por su incierto porvenir, temiendo, sollozando. ¿Qué haremos si la gente sigue llenando nuestro portal, el locutorio y la capilla? ¿Hasta dónde llegaremos? Ahora en diciembre, con la pausa del frío aún se puede callar, hacer frente con mentiras piadosas, mas cuando febrero traiga otra vez los días templados, se correrán las voces y las gentes acabarán multiplicándose. ¿Qué hacer entonces? ¿Qué decirle al visitador cuando llegue? Como esas fuentes que al nacer, sólo son un reguero entre las lávanas, pero que luego riegan huertas y valles, saltando sobre el adobe de las cercas, así va nuestro negocio a medida que el tiempo va pasando. Crece, medra, se revuelve y a buen seguro acabará con nosotras si en plazo breve no nos ponemos a salvo. O quizás no es tal negocio, ni tal simulación. Puede que aquellas llagas urdidas, maceradas, sean ya tan verdad como mi hermana dice, nacidas en un sueño, señales del Señor, pues en un sueño vivimos y medramos.

En las noches tan largas de este invierno tan húmedo y contrario, después de tanta sequedad, esta lluvia tardía a un tiempo azota y se lamenta, llenando de voces la sala capitular, dejando oír a lo lejos el paso del demonio que ha de andar como siempre a su cosecha. Se le oye bufando, huyendo, siguiendo el camino de cuanto vive o huye acá extramuros, o al otro lado, en la vega, entre los álamos. Vida esta dura y miserable. No hay contento seguro ni cosa sin mudanza, ni verdad en la que descansar, salvo el amor que, día a día, me atormenta y acosa.

Aquella noche me pareció que el demonio o el viento me empujaban una vez más hacia su celda, me hacían tomar la capa como en invierno solía y me llevaban pasillo adelante por el camino de costumbre. No iba yo tan alegre y sofocada como en otras ocasiones. El desvío de mi hermana, aquel mirar de lejos sin mirar, su manera de hablar ahora más fría y despegada, su no solicitarme como antaño, iban clavando en mi alma un aguijón de olvido que, poco a poco, se hundía atravesándola.

Era una dulce espina, amarga a ratos, que allá en el coro llegaba a rezumar melancolía. Viéndola en su sitial vecino al facistol tan seria y grave, en tanto las demás murmuraban torpes salmos entre continuas cabezadas, parecía distinta, alzada sobre un trono, elegida por el dedo del Señor, sobre nuestro rebaño revuelto pero aún obediente a la voz de la priora.

Si aquellos que tanto luchaban por verla en la capilla hubieran llegado a contemplarla entonces, hubieran dado la vida por ella como yo misma, se hubieran arrojado a sus pies tal como yo ahora deseaba. Según me abría paso en la oscuridad camino de su celda, el viento arrancaba a tirones los postreros jaramagos derribando con riesgo, restos de cal y pedazos de tejado. Las nubes galopaban barriendo los remates de las galerías, los ojos hueros de la ruin espadaña, haciendo resonar su grave bronce. Era un viento retador, afrentoso, como si el mismo tentador buscara con sus manos, brazos y piernas a través de los pliegues del hábito.

De pronto, allá en un rincón, entre las madreselvas ateridas, acerté a distinguir el blanco vuelo de una capa; la fui siguiendo y poco a poco, paso a paso, llegaban otras a su encuentro buscando amparo en muros y pilares, lejos de aquellas ráfagas que azotaban los arcos. Iban todas luchando con el viento, recelando quien sabe qué peligros, murmurando entre dientes quien sabe qué secretos.

Dividían en dos la oscuridad, las tinieblas del claustro como bandada de palomas guiada por un afán que no pude adivinar, mas que me maliciaba de parecido destino al mío. Así me puse a su huella, luchando contra el mismo viento, procurando escuchar alguna vaga razón, preguntándome el porqué de aquel cónclave secreto, hasta que fui entendiendo la materia del asunto.

Según escuchaba, según iban llegando voces, palabras y ecos, veía yo más claramente que todo aquel negocio hacia el cual tan en silencio caminábamos, debía de tener alguna relación con el relevo de la madre que hasta entonces había regido nuestros destinos en la casa.

Por tal causa se nos prohibía charlar, juntarnos a la hora de la siesta, hablar durante el tiempo de labor, leer a escondidas o salir de la celda antes de los maitines. Era tiempo de reflexión se nos decía, de unión con Dios que habría de iluminarnos el camino de una más justa decisión en el día de las votaciones.

No convenía que las más veteranas influyeran en las más jóvenes. Sólo el bien del convento importaba antes que el propio bien, que el mezquino beneficio y así, sin otro consejero que nuestro propio sentido y razón, deberíamos elegir a aquella que habría de mandarnos en tiempos venideros.

Bien claro descubría yo ser aquélla y no otra la causa de aquel peregrinar, entre truenos lejanos y amagos de relámpagos. Más aún, cuando a poco, las que nos precedían hicieron alto ante una de las puertas, mirando a todos lados como despiertas centinelas. Sus miradas secretas debieron de tranquilizarlas pues a poco, llamaban levemente con los nudillos en la madera.

La puerta se abrió tan silenciosa como nuestros pasos. Dentro, a la mezquina luz de aceite que llenaba de sombras los rincones, alcancé a distinguir tantos rostros que la comunidad parecía multiplicada. De las más viejas a las apenas conocidas, apoyadas unas en otras, fundidas, apretadas, parecía presente allí toda la orden en el día del Juicio cubriendo muros, ventana, alfombrilla y puerta.

Viéndome allí entre ellas, ajena en realidad, extraña y forastera, sentí que algún recelo grave me asaltaba de pronto en tanto acechaba a las otras. Caída de improviso sin ser invitada, con tantas miradas, gestos y silencios pendientes de mí, de nuevo sentí en mi interior la falta de aquella que me daba vida y fuerza en trances parecidos.

Pero nadie dijo palabra alguna; las que miraban olvidaron al punto mi presencia y como quien ya sabe la razón principal del negocio a tratar, volvieron a sus razones meditadas, a sus susurros tenues. Ajenas al temporal y los relámpagos charlaban, discutían, trataban de llegar a una especie de acuerdo encaminado a sacar a mi hermana por nueva priora en las ya cercanas votaciones. Una tras otra iban saliendo a la luz de aquel oscuro tribunal sus virtudes y méritos, su vocación, sus caridades y finalmente la gracia con que Dios Nuestro Señor la asistió en los últimos meses.

Y una vez más callé; el demonio selló mis labios susurrando en mis oídos palabras de amor, voces, recuerdos de la santa, trayendo a mi memoria aquellos beneficios de que solía hablarme cada día. Triste de mí, en silencio, pecadora, asintiendo, admitiendo tan grave razón en la que yo misma andaba comprometida.

Cuando al fin, casi sin discusión, aquel oscuro palomar de capas blancas y oscuras estameñas se vació en el silencio espeso de la noche, yo abandoné la celda entre las últimas. De nuevo el corazón se disparaba, otra vez la razón me acusaba pero el demonio soplando en mis oídos su consejo enemigo, quizás para perdernos a las dos, me obligaba a callar una vez más, a seguir adelante con las otras, a un tiempo confundida y olvidada cuando ya la mañana iba alzando el telón de las nubes sobre los muros rotos de la huerta y la acequia.

Llegó el tiempo de la elección, a la vez tan temida y deseada. Unas tras otras ocupamos nuestro sitial en la sala capitular, fuimos quedando en silencio a la espera del sermón de la priora. Atrás quedaban días enteros de cabildeos, pactos y discusiones. Incluso dos hermanas llegaron a las manos por causa de si la santa sería digna o no de regir la casa, de si la vieja priora era causa principal de nuestra ruina ahora, de lo herido y maltrecho que andaba nuestro patrimonio. La una decía que los años y los males le habían vuelto soberbia y perezosa, que olvidaba a menudo cobrar los diezmos de predios y dehesas que, siendo nuestras, por su desidia se perdieron.

Sus sacristanas, es decir sus amigas y abogadas, en vano a su vez arremetían acusando a la santa de embaucadora y milagrera, pues en su mayor parte las de menos edad estaban a su lado.

Tales razones fueron causa de recias bofetadas. Una de las más partidarias de mi hermana llegó a sangrar de las encías a causa de sus acusaciones, en tanto las de más edad reconocían que nunca hasta entonces se habían visto y dado en la casa tantos rencores ni desmanes tales. Pero la empurpurada, con los labios sangrantes y la luz de sus ojos hecha fuego de enojo, se había alzado del suelo y como quien ha sido largamente aleccionada, respondió vivamente que la priora, quienquiera que fuese, estaba obligada a rendir cuentas cada año a la comunidad, cosa aún por ver desde los días en que la antigua salió elegida.

A su voz quebrada, rota en pedazos por exceso de razones, se unió pronto un rosario de protestas: que la priora había vendido tierras de la comunidad, anticipando sumas a cuenta de obras que jamás se realizaron, tomado decisiones que alteraban la paz de la casa. Como bandada de cuervos blancos se abatieron sobre aquella mujer que, vieja y todo, no debía de ser tan mala superiora como sus hijas pregonaban. Sus miserias ocultas y sus faltas pequeñas fueron sacadas a la luz, estudiadas como las entrañas de un enfermo, tendidas al sol, desde las más cercanas hasta las más remotas, olvidadas de tan viejas.

Hasta vino a desenterrarse el viejo pleito de aquellas navidades en las que autorizó unos pasos de baile con que honrar el nacimiento de Jesús, acordados con unos comediantes que, vestidos de reyes y acompañándose de laúdes y guitarras, vinieron con algunos vecinos de la ciudad a traernos un poco de alegría en fecha señalada por el Señor como tiempo de gozo. Eran tiempos más propicios entonces, con el convento rico, mejor aparejado, con grey más numerosa. Eran los años primeros de la priora, tan vieja ahora, pero ni aun así parecían dispuestas a perdonárselo. El diablo —decían— es el padre de todas las danzas y la carne su madre. Uno y otra procuran arrastrar con ellas a los mortales y por tal causa siempre fueron prohibidos en la comunidad, sobre todo en presencia de seglares.

Oyéndolas, me preguntaba yo de qué virtud especial gozaba mi hermana para lejana, grave, muda, sin razón alguna a su favor, ganar así las voluntades de las otras. Qué secreto valor encerraban aquellas manos por mí rotas, capaz de desatar tan secretos agravios, antes de comenzar las votaciones. Seguramente y aparte de mí, tan sólo dos personas en la casa estaban seguras, cada cual a su modo, de conocer la verdad; aquellas dos que a ambos lados de la mesa, donde tendría lugar el recuento de los votos, aparentaban no mirarse, ignorarse, pero que frente a frente, ponían en la lid, unido a su desdén aparente, un afán escondido de dominio.

La primera en llegar fue la priora con cuatro o cinco de sus fieles y su hermana de confianza, aquella que le ayudaba y asistía cuando las fuerzas le faltaban. A pesar de los años, y los graves negocios de los últimos meses, era su caminar altivo y ordenado y aun ayudándose siempre de su negro bastón, parecía poco dispuesta a abandonar su puesto y magisterio a pesar de sus graves achaques y del nuevo rencor de sus pupilas. Se acercó por su paso, sin ayuda alguna, hasta su sitial y apartando de sí el puño de plata se arrodilló solicitando de lo alto, luz para todas en ocasión tan principal. Algunas de las presentes oyendo aquellos ruegos, viéndola tan sumisa, hundida de rodillas en el polvo del suelo, pensamos si no sería decisión miserable apartarla de su grado, relegarla para los pocos años que aún pudieran restarle, a la común condición de las otras hermanas de su edad, al oscuro rincón de las cosas inútiles. Viéndola allí, como quien dice a nuestros pies, con el rostro invisible cubierto por la toca y las manos, se diría que pedía no por sí misma, sino por la comunidad, por sus hermanas amigas o enemigas, porque la paz no se rompiera, porque siguiera como hasta entonces por unos años más, quizás hasta la hora de su muerte. Y yo, a la vez, también me preguntaba si toda aquella piedad era sincera, si sus ruegos no nacerían de su orgullo, si realmente serían capaces de borrar en el ánimo de las demás hermanas tanto abandono y desatención, tanta penuria de las cosas más pobres como para tener que vivir como quien dice de limosna yendo a comer aquellas que podían a casa de sus parientes en la villa.

A poco se alzó y quedó sentada orando, dejando pasar las cuentas de su negro rosario entre los dedos deshechos por la humedad, los rezos y los años. Un rumor menudo, intermitente, era la voz de su oración apenas musitada, pues sus labios apenas se movían; era una voz de espera, tal vez de ira contenida en tanto su rival se demoraba y los ojos de todas apuntaban en la penumbra a la puerta entreabierta.

De pronto la voz de la priora se contuvo; quedó el rosario inmóvil y el ánimo de todas pendiente del umbral que ya se animaba con otros pasos, con murmullos nuevos.

La puerta se oscureció y una tras otra, fueron pasando aquellas que faltaban, como cortejo humilde y silencioso, rebaño fiel bien distinto del que yo conocí en noches anteriores. Envueltas, defendidas en sus capas, nadie diría que poco antes todavía se enfrentaban tan vivamente con las allí presentes, nadie sería capaz de imaginar sus airadas amenazas, incluso aquella lucha de gañanes, con las tocas revueltas y el honor por los suelos. Viéndolas tan sumisas y ordenadas cualquiera esperaría una elección tranquila como tantas, con sus votos secretos ya sabidos de antemano, una tranquila sucesión en el cargo más por razones de salud y edad que por otro cualquier motivo violento.

Sin embargo aquella causa principal capaz de echar por tierra la concordia de la casa aparecía ya, recién llegada, en medio de las otras, con sus manos vendadas y el velo sobre el hombro mostrándonos así su rostro verdadero. Era ese rostro que yo antes conocía, que tantas veces tuve entre mis manos, más pálido y delicado ahora, con un gesto de orgullo vivo y valiente como reina entre damas según venía a su sitial entre el revuelo de sus compañeras.

También ellas rezaron aunque por breve rato. Luego sin darles tiempo apenas a sentarse, murmuró la priora:

—Está bien; empecemos.

Lanzó una mirada en torno como pastor atento a su rebaño y cruzando los dedos como una piña urdida y prieta entre sus manos comenzó:

—Señoras, madres y hermanas. Me parece que sobran los discursos. Todas sabéis la razón de hallarnos reunidas. Hace tres años me volvisteis a elegir por cuarta vez priora de esta casa nuestra y en tal plazo he procurado siempre servirla y serviros en la medida de mis fuerzas…

Se interrumpió por un instante, meditando las palabras que vendrían luego. Nadie expuso razón alguna en contra, ninguna de las acusaciones explicadas tan prolijamente en aquellas nocturnas reuniones. Nadie prestaba demasiada atención a aquel discurso que todas conocíamos, puro adorno y ceremonia, preludio de la votación en la que habrían de medirse realmente las fuerzas, a favor o en contra de la superiora.

—… Pero el tiempo pasa más a prisa de cuanto esperamos. No hay plazo que no cumpla, ni tiempo que perdone. De igual modo no existe contento seguro, ni razón sin mudanza. Tres años no son nada, aunque en estos últimos tiempos hayan sucedido en esta nuestra casa hechos fuera de lo común y en cierto modo extraordinarios. Pero ni ellos ni ninguna otra razón ajena al bien de la comunidad debe guiar la decisión que vamos a tomar ahora. Aquí estamos para elegir nueva priora; una priora digna, capaz y piadosa que sepa llevar las riendas de este rebaño para gloria de Dios y mejor honra de todas.

Se adelantó unos pasos hasta el centro de la sala donde se hallaba depositada la caja de madera y tras de la oración acostumbrada, fue pidiendo los votos. Uno a uno fueron llegando y a cada nombre que leía, el color de su cara se hacía más claro y sus dedos menos diestros. Una voz pidió que se leyeran en alta voz las votaciones pero no fue preciso; a media elección ya la santa era nueva priora, entre el gozo y el batir de palmas de sus sacristanas. Las otras como cercadas y abatidas habían formado corro en torno de la antigua, a la sazón tan iracundas como ella. Por un instante temimos un nuevo enfrentamiento, preludio de batalla, como días atrás, pero al fin todo quedó en denuestos aunque eso sí, bien graves, más propios de rufianes, en tratar de mentirosa a mi hermana y en torpes amenazas de denunciarla al obispo, si no renunciaba. Pero ella ni las temía, ni parecía escucharlas. Por el contrario, muy tranquila y segura entre sus partidarias, por encima de todas, lejos de mí que no osaba acercarme, daba gracias a Dios por tan inesperado honor tanto tiempo deseado.

Desde entonces muchos días transcurrieron en los que mi alma anduvo cansada y mortecina. Su nueva ausencia me partía el corazón dejándome tan afligida y sola que ni oración, ni coro, ni labores, eran capaces de hacerme olvidar aquel nuevo y pesado purgatorio. El amor, como el fuego, cuando es grande no se apaga tan presto, antes crece en los trabajos y adversidades pues cuanta más fuerza se pone en acallarle, más se agranda y hace profundo sin que valgan lamentos y oraciones. No es palabra vacía, sino dolor, crudo tormento y desamparo.

Así eran vanos mis esfuerzos y pasión, ni aventajaba nada maltratando mi cuerpo cuando ya mi alma andaba macerada. Con sólo cerrar los ojos presto se me aparecía, vestida con los atributos de su nuevo rango, haciendo gala de su reciente jerarquía. Su nueva dignidad me hacía a la vez gozar y sufrir como antaño su hermosura, comenzando a tenerla por santa verdadera, capaz incluso de todos aquellos milagros que la gente extramuros cada vez le pedía con mayor insistencia.

Viéndola tan apartada de mí como deben de estar los elegidos del Señor de los demás mortales, di en pensar que sería mejor dejar a un lado aquellos caimientos de mi corazón y enfrentarme con ella como antes.

Esta vez acudí a su celda a pleno día, a la hora en que las demás andaban en la huerta. Fui a llamar a la puerta como solía pero un rumor de palabras violentas me dejó muda y quieta. Al otro lado reconocí la voz de la antigua priora enfrentada a mi hermana, enojadas las dos como si entre ambas hubiera estallado por fin aquel secreto rencor tanto tiempo madurado. Según llegué a entender la santa había sorprendido a la priora buscando algo entre sus ropas y le había ordenado salir de la celda, pero la anciana se resistía. A medida que las voces se alzaban, según mi hermana la amenazaba y maldecía, las palabras de la vieja priora se volvían más lentas y villanas cargadas de pasión, lanzadas para herir más que cargadas de pruebas y razones. Pronto entendí lo que andaba buscando: aquel cuchillo pequeño con que yo misma di comienzo al engaño, puede que el medio de impedir que más tarde se cerraran y a su furia por no hallar nada que probara sus sospechas, venía a unirse la vergüenza de haber sido sorprendida.

—Yo digo a vuestra caridad —clamaba— que no ha de ver esta elección confirmada. Yo misma escribiré al provincial. O poco valgo o he de verla rea de excomunión por mentir ante Dios y las hermanas.

—En lo que a mí concierne, puede tomar la pluma ahora si ello le place. La elección ha quedado confirmada y ni el provincial ni una nube de prelados serán capaces de borrar lo que los votos decidieron.

—Haré que la destierren a otra casa.

—¿Tanto le duele verme en ésta?

—Me duele que se engañe de este modo a la comunidad.

—Esas palabras ni me ofenden ni me dañan. Es más; se las perdono de buen grado. No tengo tiempo que gastar ahora escuchando amenazas. En tanto, vuelva con las demás hermanas.

Todo quedó en silencio al otro lado. Luego llegó a mis oídos un rumor de lamentos sofocados. Temerosa, impaciente, empujé la puerta. A mis pies se hallaba la priora como pintan al demonio a los pies de Nuestra Señora, rota, llorosa, envuelta en polvo y lágrimas. Viéndome ella a su vez, apenas supo levantarse con harto trabajo, rechazando la ayuda que le brindaba. Se sacudió el polvo del hábito y tornando toca y velo a su sitio, amenazó con la mirada a mi hermana que parecía olvidar ya aquel enfrentamiento lo mismo que las palabras anteriores.

—Toda esta farsa de sus llagas durará bien poco —murmuró alejándose—. Aunque me sea preciso recurrir a Roma.

Luego sólo escuchamos sus pasos borrándose y más tarde, como siempre, el rumor de la acequia y las voces lejanas de la ciudad que llegaban en el viento. De nuevo frente a frente mi hermana y yo, no sabía si abrazarla como antaño o si su nuevo cargo nos separaba aún más que los días anteriores. Pero ella viéndome dudar, rompió aquel mudo protocolo y viniéndome al encuentro, echó sus brazos en torno a mí, cuidando de cerrar la puerta. Muy contenta me dijo cuán orgullosa y satisfecha estaba de mi modo de guardar nuestro secreto, de cómo andaba nuestro común negocio capaz de prosperar y alzar hasta las nubes a la comunidad, capaz de procurarnos toda suerte de favores.

Por primera vez desde mucho tiempo atrás la veía contenta y animada y para mi desgracia, dispuesta a seguir su camino adelante.

Me contó que desde tiempo atrás, desde que era voz común el asunto de sus llagas, el alma le vacilaba en dulces arrebatos. Quedaba como ausente y tan ajena a todo, que apenas distinguía en torno ni los rostros de las demás hermanas, ni otra cosa que sus propias manos. Así pasaba días enteros, como perdida la razón, en medio de una gran soledad, con el alma sin volver en sí, presa de dulces arrebatos.

Yo pensé que sería obra del gran embaucador, siempre a vueltas con sus alucinaciones, que nunca ceja y que ahora aprovechando los duros tiempos que el convento corría, intentaba de nuevo separarnos. No bien dije tal cosa, de nuevo vino a mí, ahora sollozando y una vez más en aquel rincón de paz, volvimos a encontrarnos, a ser una las dos, renuevo de pasión inmarchitable.

El mundo se borraba, el claustro huía, el ansia apresurada de mis pulsos y sienes tanto tiempo escondida, parecía romper sus cauces naturales al son oscuro de su respirar, al compás de su dulce y tenue roce. Mi alma enferma de amor buscaba en el templado refugio de sus brazos, su habitual medicina, su razón principal que la elevara de los otros amores terrenales. Nada esta vez me detenía, ninguna red o puerta me estorbaban. No era carga pesada ya mi carne sino vuelo liviano en busca de nidal donde sembrar caricias y ternura. Cuerpo y alma se unían, regalaban, en un juego secreto que como duro dardo, nos alzara y uniera de por vida.

El recuerdo de tantos días lejanos ya, de tantas noches en el suplicio de la espera, se alzaba en torno, no penoso y violento sino alegre y amable, fundido en la persona de la santa. Allí a sus pies determiné servirla, obedecerla, noche y día en el tiempo que viniera.

Luego vino una paz tranquila, sosegada, un reposo del cuerpo, un despertar del alma como el que debe sentirse en el cielo. Pero así como el alma alzada en el amor, por encima de olvidos y quebrantos, viene pronto a caer en este valle de miserias, así volvía la conciencia a acusarnos, echándonos en cara aquel amor feliz, aquel tiempo afortunado. ¿No era ofender a Dios gozar sin sufrir, sentir sólo el lado feliz de nuestra carne miserable? Grave pecado parecía hacerle compartir nuestro amor en el dolor, nuestro placer en el castigo de la carne. Sólo así llegaríamos —acostumbraba a predicar la santa— a compartir esa unión tan deseada con aquel que, siendo padre y siervo nuestro, sufrió pasión y lágrimas, amando y padeciendo.

Así otra vez como tantas, sin murmurar palabra, mi hermana se inclinó sobre el lecho. Una vez desnuda su espalda desde la cintura donde asomaban las puntas del cilicio, me tendió sus disciplinas de cáñamo, suplicándome que procediera como de costumbre. Y otra vez como tantas, como cuando la antigua priora nos condenó a castigo parecido, aquella tierna carne suya y mía, jardín de gozo, camino de dolor, se iba volviendo campo de surcos rojos. A cada golpe, cuerpo y lecho se estremecían; yo misma cerraba los ojos sintiendo en mí el dolor de los finos ramales, su rastro amoratado que tanto tiempo duraría en aquella suave carne. Y sin embargo, poco a poco, crecía la furia de mi brazo. Era luchar amor contra amor, dolor contra dolor, mortificar, aborrecer su cuerpo para hacerle nacer de nuevo, raro placer, vano castigo a la espera de sentirlo en el mío, de aquellas manos aferradas a la madera del jergón luchando por aguantar inmóviles el sordo murmurar del castigo en el aire.

Cuando el rojo cáñamo se volvió contra mi espalda, cuando las manos de mi hermana se convirtieron a su vez en deleite y verdugo de mi carne, ambas a dos quedamos más unidas en gozo y alma que antes, fundidas en un solo sollozo, como llama de amor que nos llevara más allá de este mundo de mortales.

Después mi hermana se acercó al quicio del ventano que daba a la muralla y de entre el polvo sacó un puñado de vidrios rotos y afilados. Se los llevó a las palmas de las manos y por unos instantes estrechó éstas, cerrándolas como en oración hasta quedar exánime. A poco, un hilo oscuro corría entre sus dedos mezclado al polvo, convertido en río de lodo o manantial de sangre. Luego volvió a guardar su arma escondida en el alféizar y de nuevo, juntas las dos y las vendas en su sitio, vestidas, sosegadas, nos alejamos en silencio cómplice por el camino que señalaba la campana.