Capítulo primero

Extramuros la luna se detuvo. Más allá del camino real quedó inmóvil sobre la ciudad, encima de sus torres y murallas, dominando los prados empinados donde cada semana se alzaban las fugaces tiendas del mercado. Los recios muros revelaban ahora la trama de sus flancos, sus cuadrados remates, sus puertas blasonadas, con sus luces de pez y estopa, movidas por el aliento solemne de las ráfagas. De lejos llegaba intermitente el rumor del río, dando vida a la noche, la voz de la llanura estremecida, el opaco silencio de la tierra, de las lomas peladas y de los surcos yermos.

Todo se había congelado, detenido, muerto bajo el manto de aquella luz tan fría, a los pies de las nubes heladas como husos blancos de una rueca invisible, como rebaños fantasmales, empujados, amenazados, divididos por los veloces canes del viento.

La luz hizo alzar de sus cenizas, de su nocturna muerte a las aceñas del río, por lo común calladas, silenciosas, volvió brillantes tejados y corrales, cubriendo de cristales diminutos los quebrados caminos, los calvarios medrosos, más allá de las murallas, de las agudas flechas de sus torres. Se las veía apuntar a la madre de todas las cosas, a la señora de la noche, blanca, tersa, desnuda, ahuyentando con su presencia, no sólo las estrellas, sino también las nubes y las aves. Era su manto helado, su reino frío, no de cálidas tinieblas, su voz un hilo apenas como el susurro de las bogas en el río que, entre suspiros y arrebatos, daba vuelta a la villa por su cara opuesta.

Todo ello, la ciudad, las lomas y el camino en torno, se adivinaba más allá, al otro lado de la gastada celosía. De día, en cambio, podían verse recuas de trajinantes con la blanca cosecha de pan sobre sus mulas recias afrontando con calma la pesada cuesta, camino del mercado, rebaños sonámbulos mantenidos a voces en las estrechas sendas, gente de a pie, de silla, acompasados caballeros, ricos cortejos que ajenos al viento frío de la sierra se alejaban navegando en el polvo, camino de la corte.

Todo ello se podía contemplar, sentir, adivinar más allá de nuestros muros, al compás de las labores o la oración, según la hora, según pintase el día, la devoción, según su Majestad, de quien han de venir rigores y mercedes, dispusiera en beneficio nuestro.

Pues así fue que estando un día la comunidad en el coro a la hora de maitines, dispuso que mi hermana viniera a dar en tierra o por mejor decirlo, en el suelo de tablas, tan remendado y roto. Puede que fuera el mal de mudanza de estación o la comida ruin de aquel año de tan largas privaciones, o el ansia por merecer aquellos primeros votos que tanto ambicionábamos, pero allá quedó en el suelo privada de todo sentido. Con gran diligencia se intentó levantarla y como por lo avanzado de la hora no procediera llamar al médico, ordenó la priora sacarla al aire del portal, por si el frío de la noche y nuestras oraciones eran capaces de espantar el mal y mejorarla. Pero no fue preciso tal remedio. Ella sola fue alzando poco a poco la cabeza entre el revuelo de miradas, alerta como si regresara de otro mundo, de más allá del claustro, de más lejos que las murallas de la villa, quién sabe si desde aquellas estrellas que ahora en lo alto, de nuevo tiritaban.

Poco a poco se levantó, adelantando el pie, las manos, con la ayuda de las demás hermanas, abriéndose paso, camino de la celda, en donde la esperaba al menos el mezquino cobijo de la manta que, aunque gastada y pobre, siempre ayudaba más que aquel relente helado y la luna ocultándose en lo alto.

Toda la noche se le fue en suspiros y tiemblos, en rogar al Señor para poder siquiera mantenerse en pie, tal como lo intentara a veces luchando por salir al excusado o por volver al coro para seguir los cantos. Mas cada nuevo intento acababa en derrota; cada esperanza en nuevo descalabro. Así pasamos juntas la noche, ella viendo llegar el día más allá del mezquino ventanillo, yo rezando, luchando por aguantar el sueño y aquel frío negro como un demonio que dejaba los miembros doloridos. Ya con el sol rompiendo por encima de tapias de la huerta, sonó la esquila del portal principal anunciando visita. A poco la puerta de la celda se abrió dando paso a la priora acompañada de nuestro viejo médico. Traía éste rojas aún del relente las mejillas y las manos como puros tendones que fueran a romper la piel tan transparente. Enfundado en la capa que no llegaba a cubrir sus rodillas, parecía un gran pájaro calvo que el mal viento de enero hubiera hecho caer buscando amparo entre aquellos muros escuálidos.

La priora le explicó el mal de la hermana, y él palpando los pulsos, acechando en el fondo de los ojos, consultando los distintos humores, sentenció, tras pensarlo un instante, que nada era tan grave como la extrema debilidad de la enferma. Sin embargo, su grave postración podía corregirse con vino, pan y carne en abundancia y trabajos ligeros y breves.

Tal dijo y calló pronto porque según hablaba se diría que descubría aquella celda ruin con sus suelos de ladrillos partidos, su cama y su lebrillo y las grietas por donde los adobes asomaban amenazando ruina.

Calló viendo a la luz del velón el color de mi hermana y el gesto de la superiora, escuchando su voz, sabiendo cómo faltaba el pan que la sequía nos negaba, cómo la carne la conocimos por postrera vez en la fiesta del santo y el vino poco más, antes de que nuestra bodega definitivamente se secara.

En un instante ante el lecho de mi hermana, ante su rostro tan gastado y mezquino, debió de recordar qué tiempos eran aquellos que corrían a la vez ruines y recios, qué años de soledad para el alma y el cuerpo miserable. Así enmudeció en tanto yo corría el embozo de la sábana sobre los labios de mi hermana, cubriendo su respirar tan hondo, la blanca nubecilla que nacía en el aire cada vez que su aliento se animaba.

Era como los pájaros que derriban en invierno las heladas, tan desvalida y pobre, respirando apenas, luchando aún por volar, por revolverse, por alzarse de nuevo hasta las ramas.

Con el médico y la priora ya camino del portal, perdidos y lejanos, le pregunté si sus desmayos volvían. Me respondió que aún andaba harto mal como privada de sentido, que si el Señor no le ayudaba mal podían los hombres, con toda su ciencia, intentar devolverle la salud y las fuerzas.

Así quedamos largo rato; mi hermana suspirando y yo dando a entender que su mal era cosa de poco; ella cerrando los ojos como quien se despide de este mundo y yo tomando sus manos en las mías, procurando aliviar su soledad, luchando por sembrar en ella la esperanza.

Poco tardó en saber nuestro capellán las nuevas de la casa. Bien presto se las hizo conocer el médico y tras mucho pensarlo acordaron, tal como procedía, pasar aviso a nuestros superiores.

Vano empeño, pues en la villa donde residían no debían pintar tiempos mejores. También allá el demonio debía andar sembrando su cosecha de males terrenales, la escasa fe, la olvidada caridad, la esperanza menguada por culpa de la sequía.

Pues aunque en cuestión de fe Nuestro Señor nunca llegó a dejarnos de su mano, la lluvia nos olvidó invierno tras invierno, verano tras verano, no dejando mata de hierba en muchas leguas, ni arroyo a flor de tierra, ni surco brotado.

Era una de aquellas famosas plagas que el Santo Libro cuenta. El agua huyó de ríos y manantiales, y la lluvia de las nubes. El campo respiraba polvo, angustia y miseria. Era cosa triste de ver, según decían los que nos visitaban en busca de algo de pan y caldo, las espigas a punto de nacer y ya muertas al sol, ni maduras ni en sazón, los arrabales mustios y el ganado campando a su albedrío, buscando por veredas y trochas lo que el cielo y la tierra le negaban.

El camino real que antaño se animaba al caer del sol con el paso de las mulas y caballos, con cortejos y carros, ahora a lo lejos, desde la celosía, aparecía desierto como un presagio de lo que habría de acaecer tras breve tiempo.

Y ello fue que según nuestras desdichas arreciaban, según el cielo seguía despejado y el campo seco y los senderos vacíos, llegó esa segunda calamidad siempre alerta como llamada por su hermana.

Vino una muy miserable enfermedad que volvió a la gente flaca, aviesa y aún más desconsolada. Llegó el mal que diezma de cuando en cuando nuestras villas y corte, que hace a las gentes huir de la ciudad abandonando bienes y hogares y hasta a sus más queridos familiares. Llegó sin amenazas, sin ningún previo aviso, como en secreto y aunque ya la esperábamos, su recuerdo era tal de otras pasadas veces que bastó su fama para sembrar de espanto cuerpo y alma. Las más fuertes de mis hermanas juzgaban ahora fácil cosa pasar a ver a Dios Nuestro Señor, pero yo como de fe más flaca, más apegada a las cosas de la tierra, no alcanzaba a sentirme peregrina en ella, ni a pensar de buen grado en cosas celestiales, ni a descubrir la ganancia que nuestro confesor predicaba cada día, haciéndonos saber cómo los verdaderamente vivos viven allá en el cielo por sobre nuestras cabezas, en tanto los de acá todo lo pierden ciegos, empeñados en glorias pasajeras.

La priora recomendaba ofrecer aquellas penas al Señor, que a fin de cuentas no hacía sino probarnos a través de tales sacrificios, pero yo no llegaba a comprender cómo tales miserias nos otorgaban el título de bienaventuradas, cómo entender tal dignidad en aquellas pobres gentes que cada día ante el portal llegaban, como toda aquella escasez, tan negros años eran, según decía, para aumentar nuestra gloria en la desgracia.

Bien estaba, en su justa medida, nuestra tradicional pobreza según exigían las reglas de la casa, desdeñar bienes, pompas y abundancia, mas aquella escasez no nueva ciertamente, pero más dura y triste que en años anteriores, mataba en nosotras toda alegría y esperanza, como si el Señor nos dejara de su mano quién sabe si por alguna grave falta.

En vano nos explicaba la priora cómo aquellas terribles pruebas eran timbre de gloria y especial galardón para la comunidad; a la noche cuando camino del coro, nuestros pies rozaban la tierra aún removida de sepulturas anteriores, nos preguntábamos cuál de nosotras sería la primera, a cuál llamaría ante sí Nuestro Señor antes que un nuevo día amaneciera.

Yo —me decía— no quiero para mí tales armas ni banderas. Si aquí vine para servir al Señor, mejor viva que muerta, antes en el trabajo o en el coro, la labor o la huerta, que bajo el polvo de ese rincón del claustro, debajo de la tierra.

Así pensaba yo, sin apenas sosiego, en tanto velaba a mi hermana cuya salud menguaba día a día. Quedaba a su lado todo el tiempo que podía robar al coro o la cocina, casi siempre leyendo en alta voz libros piadosos, vidas de santos que ganaron la paz del cielo por sus buenas acciones aquí abajo. El libro se me vencía a ratos, las páginas se me volvían pesadas como lávanas, al tormento del alma se sumaban los dolores de los brazos y el sueño apretaba tanto que apenas era capaz de valerme. El pensamiento andaba en todas aquellas vírgenes y varones, en las grandes mercedes que el Señor les otorgó, en sus martirios y grandes devociones, en cómo su voluntad prevaleció hasta conseguir para sí y para sus comunidades todo género de venturas.

Yo pensaba en nuestra casa ruin y bien presto las lágrimas venían. Otras en cambio la ira me arrebataba el corazón como una llama que invadiera la celda, abrasando a mi hermana y a mí, aniquilando el convento todo, borrando en las hermanas, en la comunidad, toda mansa paciencia. Luego, a la tarde sobre todo, a la caída del sol, a esa hora en que el campo parece que respira, venía nuestro enemigo principal de muros adentro, el avieso humor de la melancolía.

Quedaba entonces como ella, sin poder defenderme, en silencio las dos, con la razón en sombra, oscurecida, como ajena a mí misma, con el libro en las manos, apagada, rota.

Ella entonces lo tomaba entre las suyas y en su quebrada voz, seguía la historia en el punto en que yo la dejara, y era ésta por entonces la vida de una santa famosa no sólo por sus muchas virtudes y dones sobrenaturales, sino también por alzar a su comunidad desde un estado miserable hasta lugar de cita y peregrinación de todo género de ilustres personajes.

Renovada la casa y ampliada la orden, crecía tanto en gloria y abundancia hasta el punto de llegar a ser cimiento y cabeza de otros muchos conventos en diversas regiones y comarcas. Ello fue por las Sierras de Córdoba en donde el Salvador se apareció a la santa, tocando con sus dedos en sus manos, dejando en ellas para siempre sus llagas. A poco le nació en el costado la lanzada del Gólgota y pronto cambió su vida, sin apenas comer ni beber, ni probar otro alimento que la sagrada comunión, siempre en vela, sin dormir apenas, consumiendo en la oración las horas que al sueño dedicaban las otras.

Veía al Sacramento de modo muy especial, en forma de niño rodeado de ángeles, nunca apeaba el cilicio de su carne y sus pies no conocieron ni el cuero, ni el esparto en la estación más fría ni en los días peores. Tantas fueron sus virtudes y méritos que, año tras año, salió elegida por abadesa de la casa, llegando su fama a tanto que hasta la misma Emperatriz le envió como recuerdo su retrato.

Su vida, dictada o escrita de su mano, fue por aquellos días el mejor regalo de mi hermana, su mejor medicina, único bálsamo capaz de ahuyentar sus quebrantos en los días tan largos de la espera.

A veces alzaba el rostro meditando, mirando más allá de la ventana. Otras, en sueños, murmuraba tal como si tornaran los recuerdos del día. Ninguna medicina le aliviaba, sino el libro y la santa y las mercedes que aquélla consiguió en su casa tan nueva y alhajada.

De todo ello me hablaba cuando empezamos a salir al jardín, camino de la huerta, cuando la priora, con la experiencia de quienes ya trataron en muchas ocasiones este mal, me ordenó que con maña y paciencia le ayudara, no ordenándola en lo que se habría de resistir, sino mostrando gran afecto y cuidado con ella. Así para ocuparla en algo, para que no tuviera tiempo de compadecerse, comencé a levantarla a media mañana cuando el sol todavía no atormenta y alcanzando la sombra de la alberca, allí nos deteníamos hasta que desde la cocina llegaba alegre el repicar de la campana.

Largas horas en las que el son de los gorriones y el monótono sonar de las chicharras pregonando el calor de agosto nos hacían a las dos olvidar trances amargos. Yo a ratos pedía a Dios que fuera servido de darme a mí su enfermedad, aquel mal de mi hermana y compañera, mas el Señor no me escuchó, antes bien y mejor: ella dio en levantar cabeza quién sabe si por mis oraciones. Ello fue que comenzó a comer de mejor grado, la calentura huyó y no fueron precisas más purgas ni sangrías. Fue la ganancia tal que ya sola caminaba e incluso razonaba, aunque en tal punto fueran tan diferentes nuestros pareceres. Pensaba y así me lo decía que no era justo tal como nuestra suerte andaba, tan ligera y quebrada dejarla del todo en manos ajenas. Si el remedio de siempre nos faltaba: limosnas y cosechas, por obra y gracia de su señor principal, nosotras debíamos, como obreras de la comunidad, buscar en otras fuentes lo que el mundo antaño a manos llenas nos ofrecía y ahora en cambio se obstinaba en negarnos.

En vano yo respondía que mejor casa chica pero nuestra que grande y ajena, sometida a dineros y favores extraños; antes libres en la comunidad que esclavas de la villa, de ayudas rogadas y a la postre esquivas, pero algo vino a darle la razón en todo y a quitármela a mí, un acontecimiento que luego diré y que vino a resultar piedra fundamental, clave del arco que mi hermana a solas andaba levantando. No sé si entonces comenzó la ruina de todas nosotras, de nuestro nombre honrado y nuestra fama en el siglo, pero es bien cierto que allí el demonio comenzó a trabajar nuestra caída, tal como él acostumbra día y noche, sin tregua ni reposo.

El caso fue que la carta de nuestro capellán, dando cuenta del estado tan ruin que soportábamos, llegó hasta el Padre Provincial, que quiso visitar en persona la casa. Quizás andaba desocupado por haber predicado ya las fiestas mayores o tuviera que acudir a la villa a solventar negocios de la Orden o, en fin, aquella carta de nuestro confesor le inquietó hasta el punto de temer por la salud de todas. El Señor le iluminó en tanto iba robando hermanas al coro y la labor, a la oración y al claustro. Un nuevo mal, hijo de aquel que nos atormentaba, vino a diezmarnos tan recio y apretado que comer era dolor harto grande y aun el agua del pozo, poca y escasa, era preciso templarla para que no abrasara la garganta.

Así las cosas, llegó por fin el Provincial, hombre de fe y talento y en opinión de todos, de prontas decisiones. Tenía fama de empezar siempre, como buen albañil, la casa por bajo, dejando para más adelante tejado y remates, de decir, rezos, horas y salmos. Pidió presto los libros de gastos y allí fue el suspirar y lamentarse la priora, pues todo andaba revuelto y anotado como cosa de pobres mujeres ignorantes de los bienes materiales. Los otros, los del cielo, ya se sabe que a solas nacen y a solas medran, pero los de aquí abajo, si no se saben apañar y ordenar, bien pronto vuelan como los pájaros cuando el otoño llega. Así se lo explicó el Provincial y así estuvieron cosa de medio día con el asunto de otras tierras y rentas que por no ser llevadas con concierto, las unas ya se daban por perdidas y las otras se tenían por muertas.

Como se sabe y dice, de lo perecedero suelen venir graves daños al espíritu y así andábamos nosotras, sin saber qué ración nos tocaba a las sanas ni cuál a las enfermas, ni hasta dónde alcanzaba el grano, ni si era buena o menguada la cosecha. Pues donde manda pastor viejo o prelada manirrota, el rebaño no medra y hasta puede venir su ruina o muerte si no se pone remedio a tiempo.

Poco a poco, empecinado como estaba, empezó el Provincial a examinar cuanto hallaba en su camino como juez que buscara comprobar todo cuanto en su carta el confesor exponía y delataba. Miraba en especial los locutorios, su doble reja tan recia y estrecha, sus sufridos velos y el ventanillo de comulgar en la capilla. Habló largo y tendido con su confidente recomendándole tuviera con nosotras tan sólo el trato necesario, informándose muy por menudo de la vida y recogimiento de la casa.

Nunca supimos qué conclusiones sacaría entonces, pero es el caso que volvió de su plática con el semblante triste, enmudecido y fue entonces, tras de aquella breve charla, cuando quiso ver el resto de la casa, enfermería y celdas, granero, establo e incluso el cementerio, insistiendo mucho en ello por más que las hermanas tratáramos con buenas palabras de alejarlo.

Como dice el dicho, tuvo el Señor a bien dejarnos de su mano, el mundo se nos vino encima y el mismo visitador antes blando y afable, se nos volvió frontero y enemigo. No cejó hasta conocer la enfermería y quiso nuestra mala suerte que por aquellos días una de las hermanas más jóvenes se hallara en trance de dejarnos. Cada vez que cerraba los ojos pensábamos que sería para siempre. Ya había recibido el sacramento de la unción, y escuchado el credo en voz de la priora. Hasta pusimos la cera en sus ojos, tan seguras estábamos de que bien pronto nos dejaría. Pero quiso el Señor que el día de la visita viviera todavía y sintiendo llegar a nuestro padre se alzara en el catre solicitando confesarse.

Intentó convencerla la priora de que harto limpia se hallaba su alma con tanta absolución de nuestro capellán, que se estuviera quieta y reposada, pues de otra forma no habría de sanar; pero la hermana —como de poca edad, con el miedo a morir de los más jóvenes, aquéllos a quienes la vida mira aún con mercedes y goces— respondió que bien segura estaba de tener la sepultura abierta, que pronto dejaría el mundo en compañía de otras, de todas las hermanas que reposaban desde hacía poco en el patio bajo la sombra de las cruces nuevas.

El vicario preguntó en alta voz cuántas eran las finadas en los últimos meses. Quiso saber también la causa de su muerte y nuestro capellán, como si él a su vez abonara su causa, le fue contando nuestras privaciones y cómo el mal diezmaba cada día la casa.

Luego los dos pasaron revista al resto de la grey, a la huerta, la cocina y las celdas hasta volver al refectorio en donde la visita había comenzado.

No fue como otras veces. Nada quiso saber de dudas y propósitos, de vocaciones nuevas. No hubo palabras de ánimo, sólo un silencio hondo, fruto seguramente de sus oscuros y airados pensamientos. Ni siquiera quiso honrarnos probando la comida que la priora consiguió preparar a duras penas, atropando de aquí y de allá cuanto quedaba de dulce o salado, de cordero extramuros y hortalizas del huerto de la casa. Ni siquiera nuestra fruta quiso catar tan preocupado andaba en sus cavilaciones. Ni se dignó escuchar a las hermanas que gastaban sus fuerzas en inútiles salvas, en propósitos y justificaciones, culpando de todo a la sequía. Si era capaz de arruinar tantas villas y ciudades —decían— no era extraño que viniera a cebarse en tan pobre comunidad; pero nuestra penuria sería sólo pasajera, regalo del Señor como afirmaba la priora, prueba de fuego a la que una vez más nos sometía.

Pero el visitador apenas escuchaba. De cuando en cuando consultaba con nuestro capellán fechas y nombres, cifras y cuentas y el capellán le remitía al médico cuyo informe a buen seguro no nos iba a resultar más favorable.

Sin mediar en la charla, ni interrumpir a nuestra superiora, todas, quien más quien menos, lamentábamos haberle abierto así las puertas de la casa, mostrar tan a la ligera nuestras miserias, habida cuenta de que cada uno ve las faltas leves o graves según se lo pintaron de antemano. Seguramente nuestro padre era buen juez; por tal lo tuvimos siempre desde que lo conocimos, pero el parecer del médico debió hacer mella en él, del mismo modo que el informe de nuestro confesor que siempre tuvo a gala gobernarnos.

Fuera por una u otra razón, era el caso que el recuerdo de las celdas vacías, los techos rotos por donde el viento retumbaba a la noche, el granero esquilmado, los muros derrumbados y caídos, el coro amenazado y la huerta sembrada de cardos, pesaban en el ánimo de aquél en cuyas manos estaba la suerte de la comunidad, su vida o muerte aquí abajo en la tierra.

Largo tiempo anduvo revuelto el convento con aquella visita súbita, esperando sus temidas consecuencias. Las hermanas inquietas y asustadas, contrita la conciencia, acusaban a nuestro capellán de traernos un mal peor que la seca o las plagas anteriores. Afirmaban algunas que a buen seguro andaba en todo la mano del demonio, presto a determinar el cierre de nuestra santa casa, aventando a novicias y hermanas hacia otras tierras y diversos conventos. Con el miedo a la muerte que aún seguía diezmándonos como extramuros los barrios y arrabales, tornaba la melancolía porque el natural de las mujeres es flaco y aun el de los hombres en ocasiones tales. Seguramente el Señor quería ejercitarnos librándonos por nuestro bien a peligros tales, pero a veces temíamos no salir adelante a pesar de sus juicios secretos y aunque hasta entonces siempre tuviéramos su bondad de nuestra parte.

Pero no todas lo entendían así; iba la grey arrebatada, las unas por el miedo de lo que amenazaba, las otras temerosas de lo que a nuestra casa y a la comunidad presto sucedería. Incluso se llegó a tratar a espaldas de la priora de escribir a Roma, explicar que no era de razón sacarnos del convento o dividirnos, so pretexto de buscarnos mejor acomodo. Decían unas que se debía respetar nuestra opinión, que nuestra voluntad valía mil veces más que una sola visita, que antes muertas, en fin, como tantas en nuestro cementerio, que vivas, lejos de nuestra patria común, libremente querida y elegida.

En vano la priora con su voz cansada por los años y los últimos avatares, nos recordaba un día y otro el sagrado deber de la obediencia. Ella encomiándolo y nosotras resistiendo, pasaba el tiempo sin que su causa ni la nuestra mejorase.

Sólo mi hermana no tomaba partido en aquellos largos concilios que a la caída de la tarde llenaban la sala capitular de murmullos y voces. Como si por su parte se hallara a la contra de todo: salud, visitador, priora y las demás hermanas, nunca dejaba oír su voz ahora que ya mejorada, con la salud en nuevo cauce, podía dejar a solas la celda o la cocina donde ayudaba desde que pudo tenerse en pie y vagar por la casa a su albedrío. Ahora que nuestra enfermería se volvía colmena de tenues oraciones, cuando más temíamos, ella se nos aparecía renovada como si aquellas dudas y trabajos, el miedo de unas y la ira de las otras le sirvieran de alivio en sus meditaciones.

Ahora que no necesitaba de mi ayuda, acostumbrábamos a vernos junto a la alberca tal como antes solíamos. Allí, en tanto las demás clamaban contra el visitador, se afanaban con las pocas labores que aún se mantenían o buscaban la paz del espíritu, mi hermana y yo tratábamos, no ya de la salud del cuerpo que se veía bien enderezada, sino de la otra vida a mejorar, la del convento, que yo creía en ella largo tiempo olvidada.

Así vino a confesarme que noches antes, es decir, después de la visita tantas veces nombrada, había tenido un sueño. «¿Qué sueño?», pregunté y ella me respondió que referente a la santa del libro.

Yo ya ni me acordaba. «La santa que digo —añadió pensativa—, es aquella a la que el Señor favoreció con sus llagas, la que sacó adelante a su comunidad, a costa de su fama».

Ahora sí recordaba su atención por aquel libro santo que por entonces entretenía su ocio y le daba esperanza en momentos tan graves. Pero necia de mí, no alcanzaba a entender sus intenciones. Así le pregunté cuál era el sueño de que hablaba.

—Vi crecer el convento —me explicó— tanto y tan presto como aquellos de más allá de la muralla, como dicen que son los de la corte, de piedra y canto, con escudo en el arco y tal hacienda de olivos, huerta y pan que nunca más volvimos a pasar necesidades.

—Bien está como sueño —le contestaba yo—, pero crecer no sería para nosotras ninguna buena nueva. Harto tenemos con mantener en pie cuatro paredes, como para cuidar también tantas leguas de tierra.

Pero ella no escuchaba. Antes bien parecía que tocaba con las manos aquellos nuevos muros de la casa.

—Toda la huerta estaba —proseguía— cercada de árboles muy espesos, de toda clase de frutas de diversos géneros, de manzanos, cerezos y guindales, todo tan fértil y abundante que entre sus ramas apenas se alcanzaba a ver el cielo.

—Hermana —le dije—, nunca vi yo en esta tierra vergeles tales ni otra clase de fruta que aquella que permiten las heladas. Quiero decir bien poca. Pero si ha sido en sueños no seré yo quien os quite la razón en ello, que cada cual es libre de soñar según su razón y entendimiento.

Vio también, según contaba, mucha y muy linda hierba en nuestro claustro, agua limpia en la alberca, no sucia y turbia como ahora, la cocina repleta de ollas, jarros y pucheros labrados tan a punto en todo como repleta de viandas la despensa.

A la ciudad, antes vacía por el miedo y la falta de pan y provisiones, tornaba el bienestar y la abundancia. Como hija natural y hermana nuestra, también a ella beneficiaba nuestra resurrección, volvía a ella el mercado, al igual que en sus tiempos mejores. Otra vez era el suyo el mejor de toda la comarca con provecho y vituallas, a lo largo de todo un mes, rico en paños velartes, en lana fina, granas, terciopelos, rasos y damascos.

Para estas y otras mercaderías llegaban como antaño viajeros desde los cuatro vientos, cada cual con su tienda señalada, donde posar sus sedas, mercerías o joyas, vizcaínos con lienzos muy preciados, portugueses con hilos de valor y gran lujo de especias de la India, plata y cera y pescado para los duros tiempos de Cuaresma. El Marqués nuestro señor, quien ampara y mantiene nuestra casa, prosperaba a ojos vista con la alcabala, con los buenos recibos de casas y portales a través de los cuales su hacienda progresaba.

Pero bien se me alcanzaba que era sólo un sueño, un deseo en sazón, sin razón ni raíces en nuestros malos tiempos. No era preciso sino abrir los ojos para ver nuestras tapias carcomidas, la bóveda de la capilla abierta al cielo, los suelos rotos del refectorio y la muerte en los ojos de nuestras hermanas cada vez que la enfermera acudía a servirles el caldo ruin que apenas cubría el fondo del plato.

—Bien está como sueño —le respondía yo—, pero a decir verdad nuestra suerte está ya en manos del Todopoderoso. Si es su designio que muramos, bien presto acabaremos por seguir el camino de las otras.

—El Señor no ha de querer tal cosa —respondió como si hablara a la sombra que ya venía cubriendo la ventana—. Bastante nos probó hasta ahora.

No me dijo el porqué de tan fuerte convicción; bien es verdad que nunca me explicó sus pensamientos, pero yo bien recuerdo que estuvimos largo rato conversando, ella segura y yo confusa, sin atreverme a preguntar, ni aun cuando aseguró que un día el mismo rey vendría a visitarnos.

—¿El rey? —le pregunté, pensando si otra vez andaría revuelta su razón.

Mas mi hermana, como quien ya no ve la vida en torno, me hizo entender que, fuera de este mundo, era posible todo, tanto más cuanto que nuestra casa sería no sólo grande y rica, sino también nombrada y respetada hasta en la misma corte. Y añadió que ahora sólo de un sueño se trataba, pero desde tal fecha en adelante me tendría al corriente de cuanto se le volviera a revelar, pues que se avecinaban muy grandes novedades. De ellas la casa saldría mejorada, enriquecida y aun a mí misma habían de alcanzar tales mudanzas si era capaz de guardar el secreto de aquellas entrevistas.

El tiempo pasaba sin que la lluvia apareciera. Ya sin trigo en las aceñas del río, fue preciso comer pan de grama. Secábamos las cañas cortadas muy por menudo y después de molerlas, cocíamos en el horno panes más que medianos. Un día, ya cumplido el estío, camino de la huerta, quedé escuchando las señales que en el viento venían. Tarea vana pues ninguna nueva llegaba del otro lado de las tapias, ni más allá de las murallas sonaba otro rumor que el silencio fruto y resumen de todos los silencios de la tierra. Me asomé a la celosía y vi el cielo despejado y alto, los álamos inmóviles y la ciudad sosegada en su colina. Esta vez parecía aún más tranquila y dormida, sin una voz ni un canto, sólo el velado resplandor de lejanas hogueras. Según ganaba el día su partida a la noche, el cielo iba bajando, se iba volviendo turbio y ceniciento, pegándose a la tierra bien dispuesto a fundirse con ella. Una gran mancha de humo fue rodeando torres y almenas, estrechando la villa, borrándola, asaltándola por encima de sus arcos y defensas. Era cosa digna de ver aquellas torres como envueltas en niebla, escuchar aquel silencio como de Juicio Final, sentir aquel aroma persistente que desde las alturas caía sobre los arrabales, un olor a cáñamo quemado, a adobes calcinados, a cal viva y azogue.

Por el camino real tan vivo a aquellas horas de recuas y personas, sólo el viento arrastraba torpes rastrojos, calor y restos de cardones. Las espadañas mudas y los vencejos quedos, temerosos de cantar o bullir, callaban a su vez de muros afuera y de rejas adentro.

Así, en tal desazón, contemplando la nube, escuchando aquel silencio temeroso, sin atender labor alguna u oración, pasamos la mañana hasta que a mediodía sonó la campanilla de la puerta. Era nuestro doctor. Venía a rendir la visita de costumbre, esta vez más apretada y rigurosa.

En su rostro tan grave pronto supimos que traía malas nuevas. Camino de la enfermería quedó por un instante informando a la priora, contando que los últimos vecinos de la villa habían huido a la sierra y a lugares cercanos donde pensaban que el mal no habría de alcanzarles. Los pocos que quedaron, lisiados, impedidos o simplemente pobres, medraban a su antojo por las casas y hogares, tomando para sí cuanto los más pudientes no pudieron llevar. El resto lo quemaban por pensar que así mataban el contagio y de tal modo, plaza por plaza, los barrios mejores se habían convertido en pasto de las llamas. Su misma casa corría peligro grave, razón por la que aún resistía tras enviar a su familia lejos. Las iglesias vacías venían a decir mejor que las palabras cual era el verdadero estado de la villa, con los muertos al sol, sin recibir su puñado de tierra y los vivos buscando provecho a sus horas postreras.

El rostro del médico se hizo más grave aún cuando llegó a la enfermería. Esta vez apenas cruzó el umbral. Miraba el interior, aquellos pobres cuerpos consumidos que lloraban sin escuchar ni entender, sin pedir ya otra cosa que un alivio. Eran inútiles sus recomendaciones, prohibirles el pescado, si pescado no había o las comidas frías si el calor apretaba de tal modo que hasta el agua del pozo salía espesa y cálida como recia y espesa medicina. Se le veía contrito y apagado, callado y mustio como aquel que no sabe qué remedio ofrecer, puede que preguntándose cuándo aquel mal le alcanzaría.

La priora le acompañó como solía hasta el portal vacío también de fieles y vecinos, al que ahora no llegaban ni diezmos ni limosnas.

—Pienso que esto ha de ser —murmuró en tanto alzaba con sus torpes manos el hierro de la aldaba— el fin de nuestra edad. Las primeras señales de que ese fin se acerca.

Pero nuestro doctor no pensaba tal cosa. Se detuvo como si ahora la prisa no le apretara y fue explicando cómo ya desde tiempo atrás, muy antes de la seca, las cosechas eran tan cortas que no pudiendo las gentes pagar sus débitos, acababan presos. Las cárceles andaban repletas de ellos, y aun se decía que entre plazos y pleitos de acreedores, embarazaban las más de las audiencias.

Algunas de mis hermanas que escuchaban allí, hijas de labradores, daban razón al médico, pero no la priora para la que el destino de los hombres sólo del cielo dependía. Mas el doctor volvió a la carga añadiendo que hidalgos, mercaderes y lenceros guardaban el trigo en meses de abundancia, fiando bienes a pagar después, cuando el pan faltaba, además de cargarlos con precios excesivos.

Todo ello era verdad. De tal modo recordaba yo arruinada la casa de mis padres, quedando pobres, condenados las más de las veces a seguir con la trampa todo el año adelante, como esclavos perpetuos de aquellos que no quieren el grano sino para volverlo a vender y medrar de tal modo con nuestras aflicciones. Nuestro doctor tenía razón en todo, por más que la priora olvidara lo que dejó escrito Nuestro Señor acerca de los ricos y los pobres.

Aquella misma noche le entregaron su alma dos hermanas muy jóvenes. Allá quedaron en el rincón del claustro, en el bosque de cruces que pronto alcanzaría la canal del pozo. Allí estarían bajo los lirios cercados de adobes puntiagudos, en la mullida tierra, sintiendo nuestro paso, quién sabe si escuchando nuestras voces. Más tarde el capellán contrito, como aquel que conoce la verdadera raíz del mal y a donde puede llevar una vez que se olvidan las razones, nos decía en la penumbra hostil de la capilla:

—Por terrible que la muerte parezca, viéndola abatirse sobre las más jóvenes yo os pido que no tembléis, que no os dejéis amedrentar. Hace poco alguna de vosotras preguntaba: ¿Moriremos también las demás? Y yo os digo que es pregunta vana y ociosa. Antes alzad el ánimo pues de estos males que el Señor permite se deduce que de ningún modo quiere que perdamos su memoria, para que seamos humildes en la adversidad y entendamos lo que debemos a Su Majestad empezando por esta vida breve. La vida es un triste respiro que dura bien poco, una luz que se enciende, un día que se extingue. Hermanas, ¡qué olvidado tenemos al Señor, qué poca honra le damos, cómo vacilan nuestras almas! Pues si estuvieran llenas de Él, como es de razón, bien poco se nos daría de la muerte. Nuestra ayuda reside en la oración, ella es la verdadera salvación en estas tristes horas.

La voz del capellán retumbaba en los muros de la iglesia vacía y más acá de la reja en nuestro coro tan viejo y astillado. Bajo la luz del ventanal redondo que dividía en dos el sitial de la priora, nunca vimos más cerca la imagen de la muerte. Aquellas palabras más allá de los hierros, parecían venir de las nubes, de la ciudad vacía ahora, del seno del Señor, convertido en amo altivo y justiciero. Las hermanas más jóvenes lloraban. Parecían esperar su turno, el filo frío de la flaca, la ceremonia con que dimos tierra a las otras, aquel oscuro montón de tierra en el suelo del claustro, rematado por los dos listones de madera. De buen grado hubieran huido lejos de allí, de las palabras y aquellos turbios ecos, pero la fe, la esperanza o el mismo miedo las mantenía de rodillas, rogando a Dios que nuestro capellán rematara su plática bien presto.

—Aquellas que no están preparadas —la voz proseguía— en mentándoles su hora, se turban y espantan pues su tiempo y cuidado las tienen atadas a ruines negocios. Mala locura es ésa. Sólo los olvidados de goces terrenales no temen a la muerte, ni sienten pena por aquellos que ya con Cristo están gozando de su infinita misericordia.

Con el «amén» de siempre pusimos fin bien presto a sus palabras, esperando la señal de nuestra superiora para marchar de allí, tristes y temerosas. En saliendo, nadie charlaba. Yo diría que por primera vez desde tiempo atrás una tal ceremonia nos asustaba mucho más que en anteriores ocasiones. Seguramente la razón estaba en que, tratándose de hermanas ya de edad, la muerte parecía más dentro del orden natural —tan crueles tratamos a los viejos— pero viniendo a llevarse a personas como quien dice recién nacidas a la vida, pensábamos si no sería demasiado cruel cortar en seco su camino cuando más prometían.

La única ajena a tales temores era mi hermana. Fue por entonces cuando me pregunté por vez primera de qué carne y qué sangre estaba hecha viéndola allí tan recia, tan fuera de este mundo, tan lejos de la plática. Preguntábame dónde andaban sus pensamientos, si estaría su fe dormida, relajada su caridad como para no verter ni siquiera una lágrima. Mas si su amor andaba tibio, no así su interés, sobre todo por mí. En tanto las demás, contritas, sollozaban, ella me hacía señas de que luego hablaríamos.

Toda la tarde estuvo ensimismada, como ida, contemplando las torres de la ciudad medio borradas por el humo, sus ruines arrabales, las espadañas ciegas de los otros conventos. ¿Qué harían ante tales sucesos nuestras monjas hermanas de otras casas? A buen seguro huir, puede que ya hubieran abandonado la ciudad como todos, buscando asilo en tierras mejores, propias de órdenes grandes y acomodadas.

Nosotras, en cambio, debíamos permanecer aquí, esperando quién sabe que otro mal hermano de la muerte, asidas a nuestra fe y a nuestras oraciones.

Durante todo el día volvía a mi memoria aquel sueño del que mi hermana hablaba. Yo también veía la ciudad en lo alto tan viva y reluciente, como en tiempos mejores y el acudir de peregrinos y viajeros hasta nuestro portal en busca de pan y bendiciones.

También me imaginaba en sueños la llegada del rey nuestro señor, con qué avisos se haría anunciar, cómo sería su voz, su gesto, su figura. Le veía cruzar bajo el arco principal de la muralla, bajo su palio de oro, rodeado de gente de a pie, eclesiásticos y caballeros, apeándose ante nuestro portal bien alhajado y alfombrado, cubierto de paños y ramos para día tan señalado.

Nuestra comunidad ahora floreciente, salía a recibirle al patio y la nueva priora se adelantaba a besar su augusta mano. Luego venía un Te Deum solemne y según la voz de las novicias retumbaba, la capilla parecía la antesala del cielo, entre el olor a incienso, el rumor de las voces, sus timbres afinados y sus cálidos ecos.

Mas tales sueños duraban bien poco, lo que barrer un tramo de escalera, fregar las baldosas del refectorio o lavar las camisas de unas cuantas enfermas. Sólo a la hora de la meditación, volvían tercos y suaves a la vez, sobre todo a la noche, con fuerza renovada.

Y fue a la noche hallándome en mi celda a solas con Nuestro Señor, cuando vino mi hermana a visitarme con gran preocupación, como quien trae consigo un recado importante. Yo a tal hora dejaba descansar el alma sin ocuparla en otra cosa que en la oración, gran consuelo en la soledad del amor y en las grandes miserias que de su falta nacen. A tales horas ningún remedio satisface, pues quien mucho ama, no admite consejo ni lección de las demás, sino otro amor por el que su pena quede remediada. Así agradecí en gran manera su visita con grandes muestras de afecto, esperando que al menos esa noche, mis penas y olvido tuviesen remedio que aplacase tan penosa ocasión con su presencia.

Pero otra vez su rostro, como antes en el refectorio, se me antojaba ajeno, pensativo. Viéndole así tan serio, vime presto vencida, dispuesta sólo a escuchar, obedecer, tomada entre dos fuegos encendidos, entre quien ama, es decir la que todo lo da y aquella que se halla presta a recibirlo.

Cuando fuimos a darnos la paz como otras veces, reposó largamente su boca en mi mejilla. Noté entonces que temblaba y así le pregunté:

—¿Cómo, hermana? ¿Enferma otra vez?

Pero ella no quiso responder como si una gran zozobra la atenazara. Sentía su cuerpo como a punto de quebrarse, sus manos frías y su aliento ardiente cerca de mi boca como aquel otro viento que ahora envolvía la ciudad y sus muros, haciéndoles brillar en las tinieblas como la luz de un ascua.

A poco se desprendió de mí, y envolviéndose en su capa se acercó hasta la ventana que daba al patio, vigilando los rumores que llegaban de fuera. Yo, viéndola alejarse, quedé harto herida, aún más triste y vencida que antes. ¡Mal enemigo amor que procuras trabajos tales, tan recios sobresaltos en aquellos que buscan ajeno corazón donde llorar y amar hasta saciarse!

Yo que hubiera dado mi vida por salvarla, por animar su corazón como en tantas ocasiones antes, dudaba ahora esperando la razón de su desvalimiento, temiendo que el Señor nos empezara a castigar ahora en su salud por lo que contaré más adelante. Luego pensé que no podía mostrarse tan enemigo de unas pobres mujeres, sin más solaz que el trabajo y la oración, sin otro premio que su gran miseria. No querría privarnos de nuestro único regalo y deleite, de aquel amor capaz de curar nuestras llagas del alma, por faltas a la vez tan dulces y secretas. El Señor bien querría conservarnos tan dulce goce, tal gozoso tormento entre tantos escollos tan recios y tan graves. Pues ¿qué ganaba con robárnoslo? Quien tanto amó debe saber de qué barro estamos hechas, qué amor hace y deshace que a su compás se mueven los cielos y la tierra.

De improviso, la voz de mi hermana, borró de golpe mis pensamientos.

—He venido a buscarla para que me asista.

Ahora quedé en silencio yo. Al cabo pregunté:

—¿Ha de ser a estas horas?

—No es negocio importante, sino de poca monta. En un instante lo llevamos a cabo.

—Diga de qué se trata. Por mí no ha de quedar.

—Más tarde lo sabrá.

Mas a juzgar por su impaciencia, por su mirar constante acechando los rumores del claustro, no parecía de tan poca monta aquello de que venía a informarme. De nuevo se volvió hacia mí.

—Venga conmigo.

Y entre aceptar o no aceptar, tomé mi capa y echándola sobre mis hombros, seguí tras de sus pasos, entornando con cuidado la puerta.

Afuera el claustro callaba como nevado por la luna, con sus arcos oscuros y sus medrosos rosales. De fuera llegaba la llamada solitaria de los búhos, alguna esquila perdida, el murmullo del viento en la colina y el suspirar del cielo barrido por las nubes. De igual modo caminábamos las dos, posando apenas los pies en la tierra como dos sombras que volaran. A medio trecho, vino de la ciudad rompiendo el aire, la voz solemne de su gran campana. Hubiera dicho que la escuchaba por primera vez, tal me dejó su son, quieta y turbada buscando amparo en la sombra de los arcos mientras sus ecos redoblaban. Luego, al fin, volvió el resuello al cuerpo, la sangre al corazón y las dos apretamos el paso.

Ya en su celda, mi hermana me ordenó sentar. Fui a dar con mis huesos fatigados sobre la manta que defendía su camastro tan ruin y pobre como todos. De nuevo volvió el silencio entre las dos, ella en pie acechando la noche y yo, su esclava, esperando una palabra suya que en aquellas tinieblas me alumbrara. Sólo al cabo de un tiempo me preguntó de pronto si aún amaba la casa.

Vana pregunta. ¿No había de querer yo aquellos cuatro muros aun rotos como estaban, comidos por la lluvia, cuarteados por el sol, hundidos por el viento? No era aquella pregunta la que yo esperaba, sino un poco de afecto o compasión, una sola palabra que sirviera para avivar en mí esa llama que su presencia o su desvío, prendían o apagaban.

—¿Y a mí? ¿Me ama un poco todavía?

Donoso modo de empezar; de sobra sabía mi afición por ella, mi deseo de seguirla hasta donde deseara o consintiera. Aún la amaba y muy mucho cada día, a pesar de sus silencios y de su enfermedad. Aún era carne de su carne, voz de su voz, aliento de su aliento como la vez primera, allá en la primavera, mucho antes de la seca, cuando nos conocimos y la ciudad alzada con el sol, semejaba un dorado paraíso con sus torres solemnes y sus piedras bermejas. Nuestra empresa común, en pie estaba a pesar de su ajena voluntad. Así le respondí con lágrimas que mi afición por ella se mantenía firme todavía, vivía conmigo, velaba a la noche, de mí se alimentaba como en nuestras horas más firmes y mejores.

Mas ella otra vez lo preguntaba.

¿Cómo explicar? ¿Qué añadir, luego de tantas noches juntas las dos, consoladas, unidas? Nuestro común amor ya había andado demasiado, ya había recorrido su camino de goces y espinas como para tornar atrás, como para ahora detenernos, para dudar como en nuestros primeros días. ¿Quién sería capaz de claudicar, a pesar de los riesgos o las lágrimas? No yo por cierto, siempre dispuesta a dar, antes que a recibir, sierva de amor, del cuerpo de mi hermana. No yo, siempre dispuesta a obedecerla en todo, en los días alegres o aciagos, en sus caprichos o desvíos, quién sabe si incluso en sus pecados. No yo, sin voluntad, talmente suya, entregada, luz de su luz y sombra de su sombra, sin la que el mundo se me antojaba cruz demasiado pesada para mis pocas fuerzas.

Así muy torpemente, atropellada, se lo declaré y ella volvió a mirarme como acostumbraba. Luego quiso saber también qué estaba yo dispuesta a hacer por evitar la ruina de la casa.

—Todo —le respondí.

¿Qué podía hacer yo? ¿Qué podíamos ambas? Bien es verdad que ninguna de las dos éramos de familia de villanos. Quizá por ello pronto nos conocimos y buscamos. Nuestros padres no fueron gente menesterosa como los de tantas otras novicias acogidas a nuestra pobre orden; en un tiempo tuvieron tierras y viñas y aun sin usar la plata, ni alhajas ni corales, ni sedas y paños finos en fiestas y bodas, como hidalgos venidos a menos por préstamos y ventas, tampoco trabajaron para otros, ni aún menos mendigaron. Mi hermana y yo éramos muy otra gente; así presto lo entendimos nada más vernos una tarde de otoño en la sombra del claustro. Pasó el tiempo y pronto nuestra amistad llegó a entrar en sazón arrastrando el amor que vino luego. Mas el amor que mueve el cielo y las montañas de poco habría de servirnos ahora, a la hora de enderezar el porvenir de la casa.

—¿Por ventura —le pregunté está en nuestras manos el destino de la orden?

Mi hermana asintió con un gesto. Luego vino a tomarme de las manos, amiga otra vez, borrado de su rostro el ceño. Ahora sí la reconocía, mas para mi desgracia aunque juntas de nuevo, sus pensamientos seguían más allá de los muros de la celda, de a penumbra tan tibia y tierna, de mi afición por ella. Otra vez me iba contando el sueño de noches atrás, aquél de la priora que tocada por la gracia de Dios en pies y manos, acababa por sacar su convento adelante.

Bien se veía que aún le rondaba la cabeza, pero no era la historia de la santa la que le preocupaba, sino nuestro porvenir, saber si seríamos capaces nosotras también de salvar de igual modo nuestra casa.

—El destino de la orden depende de nosotras, de nuestra fe y valor. ¿Por qué hemos de ser menos que otras órdenes?

Yo me quedé mirándola sin saber si el despecho la cegaba o era otro sueño como el de tantas noches, pero ella volvía a insistir como quien ya tiene un propósito firme y meditado, a falta sólo de alguna ayuda cierta. Tal era la razón de su visita esa noche, de sus silencios vagos y su mirar obstinado y vigilante. Pero ni a solas, ni aun unidas las dos, alcanzaba yo a imaginar dónde hallaríamos limosnas bastantes en tiempo tan duro y recio, con la ciudad vacía y el duque nuestro benefactor ausente, como solía, de la corte. Bien distinto hubiera sido años atrás, cuando en la villa se cocía el pan cada mañana, se tejían sedas labradas para arreos de camas, se obraba lana de toda suerte y el camino real aparecía repleto de trajineros cargados de bastimentos, de aceite, pescado y vino, camino de mercados importantes. Entonces nuestro benefactor solía aparecer por Pascua con un puñado de ducados que si no bastaban para cubrir todas nuestras necesidades al menos aliviaba un poco la hacienda menguada por falta de dote de tantas novicias pobres.

—Entonces sí, no ahora —le respondí, tras recordárselo—. Además tampoco somos santas como la de su sueño. Nunca, que yo recuerde, sucedió en esta casa nada fuera del orden natural, nada que no sepamos de tantas otras como ésta.

—De ello quería tratar esta noche.

—Puede que un día el Señor nos favorezca.

—El Señor no nos oye.

Quedó muda tras decirlo y yo asustada; tal era el tono de su voz, entre solemne y amenazador, con una decisión que a buen seguro en aquellas largas noches andaba madurando.

—El Señor no nos oye —repitió—. Bien se ve que nos tiene dejadas de su mano. De nada sirven nuestras oraciones si a cada mes nos diezma. Pronto estaremos todas bajo otras tantas cruces, en un rincón del claustro.

—¿Qué podemos hacer? Sus designios no están en nuestras manos. Sólo nos queda rezar y resignarnos.

—No por cierto. No seré yo quien se resigne.

Su cólera crecía y yo temblaba más temiendo que su voz y razones llegaran más allá de los muros de la celda. Nunca la había visto de tal modo, ni oído hasta entonces palabras tales que me sonaban a herejía más que a ira santa de Dios, fruto de un breve momento de arrebato. Quería hacerle entender cuánto había de soberbia en ellas, cómo eran sólo rencillas pasajeras con Dios nuestro Señor, invento del demonio que nunca para de intentar meter baza y cola, cuando el alma parece presa de inquietudes. Mejor le fuera buscar un confesor, darle cuenta de su estado hablándole con humildad. Él quizás le trajera luz en todo. Mas mi hermana se negaba. Decía que ella sola era capaz de salvar el convento si a la postre no consentía en ayudarle. Fue inútil preguntarle en qué podía remediarla yo. Para entonces volvió a mostrarse ajena y fría como antes, dejándome marchar sin darme la paz, otra vez pensativa y distante.

La mañana siguiente nos trajo un nuevo sobresalto. Éste fue una procesión singular que comenzó rayando el día con toque de a rebato. Volteaban las campanas como en tiempos mejores, ronca y ceremoniosa la de la catedral, vivas y alegres las más cercanas, fundidos los ecos de unas con el repique breve de las otras.

Junto a las celosías las más curiosas de las hermanas miraban esperando aquel nuevo suceso que habría de aliviar nuestras horas de tedio. Puede que alguna visita del obispo, o el paso del cortejo real camino de quién sabe dónde o la llegada de nuestro benefactor, cosa harto de extrañar según el tiempo que corría con el mal intramuros y la vega y la ciudad vacías.

El sol corría a lo más alto y ni el camino se animaba, ni la puerta principal se abría de par en par. Todo seguía igual: la ciudad en silencio y las campanas repicando. A veces hacían un alto, fatigadas. Poco a poco una tras otra, iban quedando mudas para, al cabo de un tiempo, con fuerzas renovadas, romper a la vez, espantando los pensamientos lo mismo que los grajos.

A mediodía supimos la razón de aquella algarabía. Bajó de la espadaña la portera a avisarnos de que una procesión venía camino de la ermita de la vega. A poco la vimos aparecer, partida en dos, doblando por detrás de las murallas con sus cruces en alto arrastrando tras sí a todos cuantos la muerte aún había perdonado. Allí venían con sus llagas y cánticos intentando espantar la seca a fuerza de fervor y maldiciones. Maldecían al sol, al cielo tan terso y limpio, al viento empecinado en no empujar las nubes, al polvo, a las espigas agostadas quedando de improviso en oración, quién sabe si rogando a Dios o al agua que tan esquiva se mostraba.

Ya más cerca, al cruzar ante las celosías, pudimos verlos con la carne pegada a la piel y sus cilicios más duros que los nuestros. Algunos con la cruz sobre los hombros, otros con las espaldas flageladas, brotando sangre de los pies que el polvo de los surcos convertía en costras de barro. Nadie, ni la hermana portera, los conocía por sus rostros, ninguna de nosotras los recordaba. Eran como una mala grey, una ruin cofradía del demonio a pesar de sus cruces y cantos, avanzada del Juicio Universal que viniera a borrarnos de la tierra.

Viéndolos caminar, caer, tambalearse, alzar sus gritos a lo alto, nos preguntábamos cómo el Señor permitía maldiciones tales, cómo no los borraba allí mismo, en un relámpago de ira, como en el templo a los mercaderes, igual que Pablo en el camino de Damasco.

Según luego supimos iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad cada vez en número mayor a pesar de andar excomulgados. Día y noche caminaban, llanura adelante, maltrechos y exangües, revueltos todos, hembras y varones hasta que alguna caridad, convento o casa les hacía la merced de un poco de cebada, de algún grano que llevarse a la boca.

También supimos que a veces, en la noche, celebraban sus ritos y sus fiestas, en las que no faltaban éxtasis y visiones dignas del sambenito y la coroza. Tal como la priora aseguraba, no eran gente santa, ni de ley siquiera, ni conjuraban el mal de los cristianos como pretendían con sus sacrificios y penitencias, sino viciosos animales relinchando lujuria con que aliviar el recuerdo de sus males.

Así debía ser, pues hasta bien avanzada la noche, al amparo de unas cuantas hogueras que alumbraron los pastos de la vega, se escuchaban sus gritos y sus cánticos y según entendimos no eran sus voces de piedad o llanto, sino de fea unión y torpe goce.

Como simples mujeres santificadas en la casa, muchas hermanas no entendían la razón de aquellas voces miserables. Nunca escucharon ni presenciaron acciones tales, ni entendían que Dios nuestro Señor tras de tantas calamidades y percances, se complaciera en acosarnos ahora con el terrible pecado de la carne.

Nadie durmió aquellas noches. Ni siquiera mi hermana, que afirmaba:

—Dios permite todas estas ofensas para humillarnos.

Yo no entendía sus palabras. Pensaba que dejando así obrar a Satanás, poniendo a prueba nuestra propia virtud, a la postre nuestras almas saldrían malparadas.

—No acabarán tan mal. Al contrario; así se salvarán.

—¿Y de qué modo, hermana?

—Por el amor —me respondió—. Él suple mejor que todos los demás actos, las virtudes que se pueden alcanzar por la vía ordinaria.

Por el amor ella siempre me ganaba. Bien lo sabía yo de tantos días y noches juntas en la penumbra de su celda hasta romper el día. Su aliento cálido, sus manos temerosas, sus ojos a la altura de mi boca, me ganaban siempre, suplían en mí todo cuanto en el día me hostigaba o recordaba, escuchaba o gozaba, la brisa suave de la madrugada acariciándome, el rumor de los pájaros cantando, el suave roce de su carne en mi carne.

Ella bien lo sabía; conocía el camino que al fin me haría olvidar mis temores y al igual que en aquella primera ocasión, tan urdida y preparada con tesón, celo y sabiduría, de igual manera ahora, me hizo que la ayudara en sus propósitos. Ello fue, días después de que aquella tropa corrompida se alejara, abandonando tras sí como gusanos, una baba ruin de inmundicia y escoria.