I

Navegábamos por el lago Ládoga, desde la isla de Konevets hacia la de Valaam, y de camino tuvimos que detenernos, por un problema en el barco, en un atracadero próximo a Korela. Aquí, muchos de nosotros, movidos por la curiosidad, bajamos a la orilla y nos dirigimos, a lomos de briosos caballos carelios, hasta esa desolada población. Después, el capitán dispuso que continuáramos el viaje, y partimos de nuevo.

Tras visitar Korela, las conversaciones giraron, inevitablemente, en torno a esta pequeña localidad rusa, tan antigua como humilde: el lugar más triste que uno pueda imaginar. A bordo, todos compartíamos esa impresión, y uno de los pasajeros, un hombre dado a las generalizaciones filosóficas y a las chocarrerías políticas, comentó que era completamente incapaz de entender por qué las autoridades de Petersburgo tenían la costumbre de enviar a los individuos indeseables a lugares más o menos remotos, con el coste que su transporte suponía para las arcas públicas, disponiendo como disponían allí mismo, tan cerca de la capital, a orillas del lago Ládoga, de un sitio tan indicado como Korela, donde cualquier inclinación al libre pensamiento o a la independencia de criterio sucumbirían ante la apatía de la población y la aterradora monotonía de una naturaleza opresiva y mezquina.

—Estoy convencido —dijo ese viajero— de que, en este caso, la culpa hay que achacarla a la rutina o, en su defecto, a la falta de debida información.

Otro pasajero, que sin duda frecuentaba la zona, le replicó que en distintos momentos habían vivido en esa región algunos desterrados, pero, por lo visto, no habían aguantado mucho tiempo.

—Un joven seminarista, como castigo a su tosquedad, fue desterrado a esta comarca, en calidad de sacristán (una clase de exilio que me resulta incomprensible). Al llegar aquí, se armó de valor y confió durante mucho tiempo en que podría mejorar su destino; pero, más tarde, se dio a la bebida, y bebió tanto que acabó perdiendo el juicio y dirigió una petición a las autoridades, suplicando que, a la mayor brevedad, ordenaran «fusilarlo, destinarlo al ejército como soldado raso o colgarlo por su ineptitud».

—¿Y cuál fue la resolución adoptada?

—Hum… Pues no lo sé, la verdad; pero, de todos modos, no se esperó a conocerla: él mismo se colgó.

—Hizo muy bien —comentó el filósofo.

—¿Muy bien? —replicó el pasajero que había contado la historia, que por su aspecto debía de ser un comerciante, y que parecía persona respetable y religiosa.

—¿Por qué no? Así, al menos, murió y pudo poner fin a sus desdichas.

—¿Cómo que pudo poner fin a sus desdichas? Y, en el otro mundo, ¿qué va a ser de él? Pero si los suicidas están condenados al sufrimiento eterno. Ni siquiera podemos rezar por ellos.

El filósofo sonrió maliciosamente, pero no hizo ningún comentario. En cambio, una nueva voz vino a sumarse a la discusión, oponiéndose tanto al filósofo como al comerciante; salió en defensa, inesperadamente, del sacristán que había ejecutado su propia sentencia de muerte sin aguardar a la decisión de las autoridades.

Se trataba de un nuevo pasajero que había embarcado en Konevets sin que ninguno de los demás nos hubiésemos dado cuenta. Hasta entonces había guardado silencio y nadie le había prestado atención, pero en ese momento nos fijamos en él, y estoy seguro de que a todos nos sorprendió que hubiera podido pasar desapercibido durante ese tiempo. Era un hombre de una estatura colosal, de rostro moreno y despejado, con un pelo espeso y ondulado de color de plomo, al que las canas daban un extraño aspecto tornasolado. Vestía una sotana de novicio con un ancho cinturón monástico de cuero y llevaba un kolpak[4] alto de paño negro. No era fácil saber si se trataba, efectivamente, de un novicio o de un monje que ya había hecho sus votos, porque en la región del lago Ládoga los monjes no suelen llevar kamilavkd[5], no sólo cuando salen de viaje, sino tampoco en las propias islas, y se limitan a cubrirse con un kolpak, más acorde con su carácter campechano. A aquel nuevo compañero de viaje, que luego resultaría ser un hombre de un interés fuera de lo común, se le podían echar, a primera vista, algo más de cincuenta años; pero parecía un auténtico personaje de leyenda o, para ser más exactos, un típico bogatyf[6] ruso, sencillo y de buen corazón: recordaba a nuestro Iliá Múromets, tal y como aparece retratado en el precioso cuadro de Vereshchaguin[7] o en el poema del conde A. K Tolstói[8]. Más que en sotana, uno se lo imaginaba montado en un caballo pío, calzado con unos laptfi[9] cruzando los bosques y respirando el olor de la resina y las fresas silvestres en un pinar sombrío.

Pero, por debajo de esa aparente candidez y bonhomía, no hacía falta ser muy observador para descubrir en él a un hombre muy viajado, a alguien «con mucho mundo», como suele decirse. Hacía gala de una actitud decidida, que revelaba seguridad en sí mismo, pero que no llegaba a ser impertinente, y hablaba con mucho aplomo, con una agradable voz de bajo.

—Eso no quiere decir nada —intervino, dejando caer con suavidad e indolencia cada una de sus palabras; éstas salían de detrás de sus espesos bigotes grises, retorcidos hacia arriba, al estilo de los húsares—. No estoy de acuerdo con lo que se ha dicho sobre el destino que aguarda a los suicidas en la otra vida, y con eso de que, por lo visto, jamás obtendrán el perdón. Y lo de que no se puede rezar por ellos no es más que un disparate, porque existe un hombre que puede cambiar su suerte de forma muy sencilla y sin mayores complicaciones.

Le preguntamos quién era ese individuo que conocía el destino de los suicidas después de su muerte y era capaz de alterarlo.

—Se trata, señores —respondió el monje paladín—, de un humilde pope de aldea, de la archidiócesis de Moscú; un bebedor empedernido que anduvo muy cerca de ser apartado de su ministerio; él es quien tiene esa facultad.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Disculpen, pero yo no soy el único que lo sabe; en la región de Moscú todo el mundo está al corriente de ese asunto, pues Su Ilustrísima, el metropolita Filaret, se ha visto implicado personalmente.

Se produjo una breve pausa, y alguien dijo que todo aquello le parecía muy dudoso.

El monje no se inmutó con el comentario y replicó:

—Desde luego, a primera vista parece muy dudoso; la mejor prueba de ello es que Su Ilustrísima, durante mucho tiempo, se resistió a darle crédito; pero más tarde, tras obtener pruebas incontestables, se dio cuenta de que era imposible ignorarlas y acabó por rendirse a la evidencia.

Los pasajeros le pidieron encarecidamente que contara aquella asombrosa historia y él, sin hacerse de rogar, empezó del siguiente modo:

—Según se cuenta, un buen día el vicario diocesano le escribió a Su Ilustrísima, el metropolita, comunicándole que, al parecer, ese humilde pope era un bebedor atroz, que se pasaba el día bebiendo vodka, y no era la persona más indicada para atender a sus feligreses. Y ese informe era, en lo esencial, correcto. Así que Su Ilustrísima ordenó que el pope se presentara ante él en Moscú. Nada más verlo, se dio cuenta de que, en efecto, ese pope era un borrachuzo, y decidió apartarle de su puesto. El pope se sintió muy afligido, e incluso dejó de beber, y no paraba de lamentarse y de llorar. «¿Cómo he llegado a estos extremos? —pensaba—. ¿Qué puedo hacer ahora, más que poner fin a mi vida? Esa es la única salida que me queda: de ese modo, al menos, monseñor se apiadará de mi desdichada familia, y le buscará a mi hija un marido que ocupe mi puesto y se encargue de mantener a los míos». De manera que tomó la decisión tajante de acabar con su propia vida e incluso determinó en qué día lo haría; no obstante, como era un hombre de buen corazón, pensó: «Muy bien; supongamos que muero, pero yo no soy una bestia del campo: yo también tengo un alma, y ¿adónde irá a parar después mi alma?». Y, a partir de ese momento, empezó a sentirse cada vez más abatido. Bueno, pues, mientras él no paraba de lamentarse y de afligirse, un día, después de comer, el metropolita que había decidido apartarle de su cargo por culpa de su afición a la bebida se echó a descansar en un diván, con un libro, y se quedó dormido. Y resulta que, nada más coger el sueño, o todavía en un estado de duermevela, vio de pronto que la puerta de su celda parecía abrirse. Así que llamó: «¿Quién anda ahí?», porque pensaba que a lo mejor era su acólito que venía a anunciarle alguna visita; pero qué va, no era su acólito, sino que vio a un venerable anciano, con un aspecto de infinita bondad, en quien el metropolita reconoció de inmediato al santo padre Serguii[10].

»El metropolita le dijo:

»—¿Eres tú, santo padre Serguii?

»Y el santo respondió:

»—Soy yo, hermano Filaret, siervo del Señor.

»El metropolita le preguntó:

»—¿Qué puedes tú, en tu pureza, desear de este indigno siervo?

»Y respondió el santo Serguii:

»—Es tu perdón lo que vengo a pedirte.

»—Y ¿a quién debo ofrecerle ese perdón?

»Y el santo mencionó a aquel sencillo pope que había sido apartado de su ministerio por culpa de la bebida, tras lo cual desapareció. Y entonces el metropolita se despertó y pensó: “¿De qué se habrá tratado: de un sueño corriente, de una especie de divagación o de una visión espiritual?”. Y empezó a reflexionar y, como hombre de acreditada sensatez, llegó a la conclusión de que se había tratado de un simple sueño, pues no era concebible que el santo Serguii, que tanto había ayunado y había sido un celoso defensor de la vida austera y piadosa, intercediera por aquel clérigo tan débil de carácter y que llevaba una vida disipada. Pues bien, habiendo llegado Su Ilustrísima a esa conclusión, decidió que el asunto siguiera su curso natural, tal y como había empezado, y él mismo se consagró a sus ocupaciones usuales, y a la hora debida se fue a acostar. Pero apenas acababa de dormirse cuando tuvo una nueva visión, y fue una visión tal que Su Ilustrísima, a pesar de su habitual presencia de ánimo, se quedó profundamente sobrecogida. Imagínense la escena: un estruendo… un estruendo tan aterrador que no hay palabras para describirlo… Caballos al galope… Incontables caballeros… avanzando, todos vestidos de verde, con corazas y penachos, sobre unos caballos negros que parecían leones, y a su frente marchaba un orgulloso capitán, con idéntico atavío, y adondequiera que señalara, agitando su oscuro estandarte, hacia allí galopaban todos, y en el estandarte figuraba un dragón. El metropolita no entendía a qué podía deberse la aparición de todo aquel cortejo, pero el arrogante caballero ordenó: “¡Aniquiladlos! —gritó—. Ahora no está aquel que reza por ellos”. Y pasó galopando cerca, y detrás del capitán pasaron sus guerreros, y tras ellos, como una bandada de gansos famélicos en primavera, se arrastraban unas tristes sombras, y todos sacudían la cabeza ante el metropolita, con pesar y con tristeza, y todos le imploraban, en medio de un llanto contenido: “¡Perdónale! Él es el único que ruega por nosotros”. Al despertar, el metropolita mandó de inmediato llamar al pope bebedor y le preguntó quiénes eran aquellos por los que él rogaba y cómo lo hacía. El pope, de carácter apocado, se turbó en presencia del metropolita y le dijo: “Ilustrísima, yo actúo en todo de acuerdo con las reglas”. Pero el metropolita, tras mucho insistir, consiguió que confesara: “Me reconozco culpable de una cosa —dijo—, y es que, siendo como soy débil de espíritu, y habiendo pensado, en mi desesperación, que lo mejor para mí sería poner fin a mi vida, siempre rezo, durante la preparación para la eucaristía, por aquellos que han muerto sin confesión, por obra de sus propias manos…”. Entonces el metropolita comprendió qué era aquella comitiva de sombras que se le había aparecido en visión, flotando como una bandada de gansos famélicos, y, puesto que no quería satisfacer a los demonios que habían pasado al galope por delante de él con aquel aspecto funesto, le dio su bendición al pope: “Vete —le dijo—, y no cometas ese pecado, y sigue rezando por quienes solías rezar”, y le repuso en su cargo. De modo que ese hombre siempre puede resultar útil a todos aquellos que no son capaces de resistir los embates de la vida, pues no ceja en su empeño y, con gran audacia, no teme importunar al Creador hasta que éste se ve obligado a perdonarles.

—Y ¿por qué se va a ver obligado a hacerlo?

—Porque está escrito: «Llamad a la puerta», y ha sido el propio Señor quien nos lo ha ordenado, así que eso no se puede cambiar.

—Y, dígame, por favor, aparte de ese sacerdote de Moscú, ¿no hay nadie más que rece por los suicidas?

—Realmente, no sé qué responderle. Otros le dirán que no se debe pedir a Dios por ellos, porque se han tomado la justicia por su mano, pero es muy posible que haya gente que, sin entender de estas cuestiones, rece por sus almas. Pero creo que es el domingo de Pentecostés o, si no, el lunes siguiente, el día del Espíritu Santo, cuando todo el mundo puede pedir por ellos. En esa fecha incluso se rezan unas oraciones especiales. Son unas oraciones preciosas, conmovedoras; uno podría pasarse toda la vida oyéndolas.

—¿Es que no pueden rezarse cualquier otro día?

—Pues no lo sé. Estas cosas habría que preguntárselas a los eruditos: esa gente debería saberlo; a mí no es algo que me interese, así que no he tenido ocasión de discutirlo con nadie.

—Y, durante los oficios religiosos, ¿nunca se ha fijado en si se repetían esos rezos?

—No, señor, no me he fijado; pero, a este respecto, no se fíen demasiado de mis palabras, porque la verdad es que no asisto con frecuencia a los oficios.

—¿Y cómo es eso?

—Mis ocupaciones no me lo permiten.

—¿Es usted monje o diácono?

—No, no; yo llevo hábito, pero no estoy tonsurado.

—Pero, de todos modos, será usted religioso, ¿no es así?

—Bueno… sí; al menos, me tienen por tal.

—Me parece muy bien que te tengan por religioso —comentó el comerciante—, pero a más de uno que vestía hábito lo han llamado a filas.

El monje paladín no se ofendió con el comentario y, tras reflexionar unos instantes, respondió:

—Sí, es muy posible, y se cuentan casos de ésos; pero yo ya soy viejo: voy camino de los cincuenta y tres años; además, el servicio militar no me resulta desconocido.

—¿Así que ha servido usted en el ejército?

—Sí, señor.

—Como suboficial, ¿a que sí? —volvió a preguntar el comerciante.

—No, no he sido suboficial.

—¿Entonces, qué? ¿Soldado raso, guardia o qué? A lo mejor, no eras ni carne ni pescado…

—No, no lo adivinan; eso sí, yo he sido militar de verdad, y he tenido que ver con la vida de los regimientos casi desde niño.

—Vamos, que eres hijo de soldado… —concluyó el comerciante, que ya empezaba a impacientarse.

—Tampoco.

—Entonces, ¿qué demonios eres?

—Soy un connaisseur.

—¿Que eres qué?

—Un connaisseur, señor, un connaisseur, o, por decirlo en términos más vulgares, soy un entendido en caballos y me he dedicado a ayudar a los oficiales remontistas.

—¡Vaya, conque era eso!

—Sí, señor; y he seleccionado y adiestrado a miles de caballos. He conseguido domar a algunas bestias que, por ejemplo, solían encabritarse y luego se dejaban caer patas arriba con todas sus ganas, destrozándole el pecho al jinete con el arzón; pero eso a mí no me lo ha hecho nunca un caballo.

—¿Cómo conseguía apaciguar a esos caballos?

—Pues… la verdad es que me resultaba muy sencillo, porque yo tengo un talento especial para esas cosas. En cuanto me subía a lomos de un caballo, antes de que se diera cuenta, le cogía de una oreja con la mano izquierda y le tiraba de ella con todas mis fuerzas hacia un lado, y al mismo tiempo le soltaba un puñetazo con la mano derecha en toda la mollera, entre las dos orejas, y hacía rechinar mis dientes de un modo tan espantoso que a veces el animal se ponía a sangrar por las fosas nasales y hasta parecía que los sesos se le fueran a salir con la sangre. Y así se quedaba tranquilo.

—¿Y luego?

—Pues luego desmontaba, lo acariciaba, dejaba que me mirara tranquilamente para que le quedara una buena impresión mía en la memoria, y después lo volvía a montar y lo paseaba.

—¿Y después de eso el caballo iba bien?

—Iba muy bien, porque los caballos son muy listos y saben con quién están tratando y qué es lo que piensa uno de ellos. De mí, por ejemplo, todos los caballos se hacían una buena idea, y me apreciaban y me comprendían. En Moscú, en un picadero, había un caballo con el que no podía nadie, y encima el muy ladino había aprendido el modo de morderle en la rodilla al jinete. Aquel diablo le enganchaba con los dientes y le atravesaba la rodillera. Por culpa de ese caballo había muerto mucha gente. Por aquellos días había llegado a Moscú un inglés, Rarey[11]*, que se hacía llamar el «campeón de los domadores», pero ese maldito caballo había estado a punto de morderle también a él, y le había dejado en ridículo; dicen que sólo se había salvado gracias a que llevaba una rodillera metálica, de modo que, aunque el animal hizo presa en su pierna con los dientes, no consiguió ahondar en la carne y se limitó a derribarlo; si no, lo habría matado. Bueno, pues yo enderecé a ese caballo como es debido.

—Cuéntenos cómo lo hizo, por favor.

—Lo hice con la ayuda de Dios, pues, como ya les he dicho, ése es un don que se me ha concedido. El tal señor Rarey, el «campeón de los domadores», y todos los demás que se las habían visto con ese caballo creían que el secreto para doblegar su malicia consistía en sujetarle de las riendas de modo que no pudiera sacudir la cabeza hacia ningún lado; pero yo encontré un procedimiento totalmente distinto. Yo, en cuanto vi que el inglés Rarey desistía de hacerse con el animal, aseguré: «Nada, todo esto es inútil; a este caballo lo único que le pasa es que tiene el diablo metido en el cuerpo. Eso es algo inconcebible para el inglés, pero yo lo veo muy claro y puedo ayudar al animal». Las autoridades se mostraron conformes. Entonces dije: «¡Sacadlo de la ciudad, por la puerta de Dragomílov!». Y hasta allí lo condujeron. Muy bien, de manera que lo sacamos de la ciudad, llevándolo de las riendas, y fuimos hasta una cañada en Fili, una zona donde muchos señores veranean en sus dachas. Vi que aquél era un lugar espacioso, muy apropiado para lo que me proponía hacer. Me senté encima de ese ogro devorador de hombres, sin camisa, descalzo, sólo con unos bombachos y una gorra; sobre el cuerpo desnudo llevaba un cinturón trenzado, dedicado al valeroso Vsévolod-Gavríil de Nóvgorod[12], príncipe y santo a quien yo veneraba por su arrojo y en quien tenía mucha fe; y había unas palabras de ese príncipe bordadas en el cinturón: «Nunca rendiré mi honor ante nadie». No llevaba ningún instrumento especial, tan sólo en una mano una robusta nagaika[13] tártara con una punta de plomo que no pesaría más de dos libras y, en la otra, un sencillo pote de cerámica que contenía una masa de harina ligera. Bueno, el caso es que me subo al caballo, mientras cuatro individuos le tiran del hocico con las riendas en distintas direcciones, para que no pueda atacar a nadie con los dientes. Pero el diablo de caballo, viendo lo que le esperaba, no paraba de relinchar y de resoplar y de sudar y de dar sacudidas; estaba hecho una auténtica furia, ansioso por zampárseme de un bocado. Aunque yo me daba perfecta cuenta de todo eso, les ordené a los mozos de cuadra: «¡Deprisa, soltadle las riendas a esta fiera!». Los mozos no se podían creer que les hubiera dado esa orden, tenían los ojos a cuadros. Yo les digo: «¿Qué hacéis ahí parados? ¿Es que no me habéis oído? ¡Os he dado una orden y tenéis que obedecerme de inmediato!». Y ellos me responden: «Pero, por el amor de Dios, Iván Severiánich —y es que en el siglo yo me llamaba Iván Severiánich, y mi apellido era Fliaguin—, ¿cómo se te ocurre ordenar que le soltemos las riendas?». Yo ya estaba empezando a enfadarme con ellos, porque iba viendo, y lo iba notando en mis piernas, que el caballo se estaba poniendo cada vez más furioso, así que lo sujeté lo mejor que pude con las rodillas y les grité: «¡Soltadle las riendas de una vez!». Todavía quisieron replicarme, pero monté en cólera y los dientes me rechinaron de tal modo que, en un abrir y cerrar de ojos, le soltaron las riendas todos de golpe y pusieron rápidamente tierra por medio; y en ese mismo instante lo primero que hice fue una cosa que no se esperaba el caballo: ¡le partí el pote en mitad de la frente! Y, al partirse el pote, la masa se derramó y se le metió en los ojos y en las fosas nasales. Y el animal se asustó, pensando qué sería aquello. Y yo, rápidamente, me quité la gorra con la mano izquierda y la usé para embadurnarle a base de bien los ojos con aquella masa y, mientras tanto, le di un zurriagazo con la nagaika en el costado derecho… Entonces el caballo dio un respingo y echó a correr, y yo, a todo esto, no paraba de restregarle los ojos con la gorra para nublarle la vista y le arreé con la nagaika también en el otro costado… Y el caballo venga a correr, venga a correr como un condenado. Yo no le daba descanso ni le dejaba ver nada: no paraba de untarle la masa con la gorra por todo el hocico para cegarlo, y rechinaba los dientes, procurando meterle miedo, al tiempo que seguía fustigándolo con la nagaika en ambos costados para que se diera cuenta de que la cosa iba en serio… El animal lo entendió muy bien y no intentó quedarse quieto en el sitio, sino que corrió de lo lindo, aguantándome encima. El caballo ponía todo su empeño en cargar conmigo, aunque yo no paraba de darle; de modo cuanto mayor era su celo por llevarme, con mayo determinación le hacía yo probar mi fusta, hasta que, por fin, ambos empezamos a cansarnos del esfuerzo: a mí me dolía el hombro y era ya incapaz de levantar el brazo, y el caballo había dejado de mirarme de reojo y tenía la lengua fuera. Bueno, yo ya tenía claro que el animal me estaba suplicando que le perdonara, así que desmonté de un salto, le limpié los ojos, le cogí de las crines y le dije: «¡Ya está bien, mala bestia, comida de perro!», y tiré de él hacia abajo, hasta que se puso de rodillas delante de mí, y desde aquel momento se volvió tan dócil que no se podía pedir nada mejor: se dejaba montar y cualquiera podía pasearlo, sólo que al poco tiempo estiró la pata.

—Vaya, así que se murió.

—Sí, señor, así fue; era una criatura demasiado orgullosa y, aunque modificó su conducta y se aplacó, se conoce que no fue capaz de someter su temperamento. Por cierto que, cuando el señor Rarey se enteró de lo que había pasado, me invitó a que trabajara para él.

—¿Y qué pasó? ¿Trabajó usted para él?

—No, señor.

—¿Por qué no?

—¿Cómo se lo explicaría? En primer lugar, porque yo era un connaisseur y estaba más acostumbrado a seleccionar caballos que a montarlos; pero él, en cambio, me quería para la doma de caballos salvajes. Y, en segundo lugar, porque, a mi entender, aquel ofrecimiento no era más que una treta artera por su parte.

—¿Una treta? ¿Qué clase de treta?

—Quería averiguar mi secreto.

—¿Y usted se lo habría vendido?

—Sí, no me habría importado vendérselo.

—Y, entonces, ¿dónde estaba el problema?

—Bueno… Creo que se asustó de mí.

—¿Qué fue lo que pasó? Haga el favor de contarnos esa historia.

—La verdad es que no ocurrió nada de particular; sencillamente me dijo: «Cuéntame tu secreto, amigo mío; yo te pagaré más que nadie y te contrataré como connaisseur». Pero yo, que nunca he sido capaz de engañar a nadie, le respondí: «¿De qué secreto estás hablando? Todo eso son tonterías». Pero él, como buen inglés, estaba convencido de que ahí tenía que haber una explicación científica y no me creía; así que decía: «Pues nada, si no estás dispuesto a contármelo así, en ese estado, habrá que echar antes unos tragos de ron». Dicho lo cual, bebimos tanto ron que él se puso todo colorado y me dijo, insistiendo: «Bueno, ¿qué?, ¿no me vas a decir ahora lo que hiciste con ese caballo?». Y yo le contesté: «Pues hice esto…», y le miré fijamente, del modo más aterrador que pude, haciendo rechinar los dientes, pero, claro, como no tenía allí en aquel momento el pote con la masa, cogí un vaso, para enseñarle lo que hacía con el caballo, y lo levanté en la mano, haciendo como si fuera a atizarle con él, y el caso es que, al verme, se agachó de repente y se escondió debajo de la mesa, y después salió disparado hacia la puerta y le perdí de vista. Desde aquel día, no nos hemos vuelto a encontrar.

—¿Así que por eso no llegó usted a trabajar para él?

—Por eso mismo; sí, señor. ¿Cómo iba a trabajar para él si tenía miedo de verme? En aquel momento, yo habría estado encantado de entrar a su servicio, porque, durante el rato aquel en que estuvimos compitiendo a ver quién bebía más ron, me pareció de lo más agradable. Pero, en fin, bien es verdad que nadie escapa a su destino y yo tuve que seguir mi propia vocación.

—Y ¿cuál diría usted que es su vocación?

—La verdad, no sabría qué decirle… Me han pasado tantas cosas, me ha tocado tantas veces montar a caballo y apearme del caballo, he estado en cautividad, he entrado en combate, he tenido que luchar con muchos hombres, y hasta me han lisiado de una manera que no creo que muchos lo hubieran soportado.

—Y ¿cuándo ingresó en el monasterio?

—Hace poco tiempo; algunos años después de que hubiera concluido esa vida mía tan agitada.

—¿Y también se sintió llamado a la vida monástica?

—Hum… No sabría responderle… Pero me imagino que sí.

—¿Cómo es que lo dice con tan poca seguridad?

—Pues porque ni siquiera soy capaz de encontrarle un sentido a toda mi vida anterior, tan vasta. En vista de eso, ¿cómo voy a afirmar algo con seguridad?

—¿Y eso por qué?

—Porque muchas cosas ni siquiera las he hecho por mi propia voluntad.

—Entonces, ¿qué le obligaba a hacerlas?

—Una promesa de mis padres.

—¿Y qué consecuencias ha tenido en su vida esa promesa de sus padres?

—Pues resulta que he estado toda la vida al borde de la perdición, pero jamás he llegado a perderme.

—¿Es posible?

—Ni más ni menos.

—¿Por qué no nos cuenta, si es tan amable, la historia de su vida?

—Muy bien, les puedo contar todo aquello que vaya recordando. Eso sí, tengo que empezar desde el principio; si no, no sabría cómo hacerlo.

—Por favor. Así resultará aún más interesante.

—No sé yo si tendrá mucho interés, pero ya que insisten…