»Tan pronto como los tártaros de Agashimola me condujeron a su campamento, nos pusimos en marcha hacia otros pastos, y una vez allí ya no me dejaron volver.
»—Pero ¿qué interés tienes, Iván —me decían—, en vivir con Yemgurchéiev? Es un ladrón. Quédate con nosotros. Le trataremos con muchísimo respeto y te daremos unas Natashas estupendas. Allí sólo tenías dos; nosotros te daremos más.
»Pero yo me negaba.
»—¿Para qué quiero más? —les decía—. No las necesito para nada.
»—Date cuenta, Iván —insistían ellos—, de que, cuantas más Natashas tengas, más Kolkas te darán. Ya verás cómo te hace ilusión cuando les oigas llamándote “papá”.
»—La verdad —les decía—, no me seduce la idea de criar niños tártaros. Otra cosa sería si pudiera bautizarlos y hacer que recibieran la comunión, pero, en estas circunstancias, todos los hijos que pudiera tener serían de los vuestros, no miembros de la Iglesia Ortodoxa, e incluso, cuando sean mayores, se dedicarán a engañar a nuestros campesinos.
»Así que me conformé con dos nuevas mujeres, ni una más, porque, si hay demasiadas mujeres cerca, tártaras o no, todo son discusiones y peleas, y hay que estar reprendiéndolas constantemente.
—Y, díganos, ¿quería usted a sus nuevas mujeres?
—¿Cómo?
—¿Que si quería usted a sus nuevas mujeres?
—¿Que si las quería? Ya veo… Bueno, una de las que me dio Agashimola era muy servicial, así que a mí, hasta cierto punto… me daba lástima de ella.
—¿Y la otra chiquilla, aquella tan joven que había sido mujer suya anteriormente? Seguro que ésa le gustaba más.
—Lo mismo; también me daba lástima de ésa.
—¿No la echó usted de menos cuando se vio forzado a cambiar de horda?
—No, la verdad es que no la eché de menos.
—Me imagino que habría tenido usted hijos de sus primeras mujeres, ¿no?
—Sí, claro que los tuve: la que había sido mujer de Savakiréi me dio dos Kolkas y una Natasha, y con la otra, con la más jovencita, tuve seis críos en cinco años, porque parió dos Kolkas a la vez.
—Permítame una pregunta: ¿por qué los llama a todos así, «Kolkas» y «Natashas»?
—Es una costumbre tártara. A todos los rusos nos dan el mismo nombre, «Iván», a todas nuestras mujeres las llaman «Natasha» y a cualquier niño ruso, «Kolka». A mis mujeres, a pesar de ser tártaras, también las consideraban rusas, por ser yo ruso, y, por tanto, las llamaban «Natasha», y lo mismo pasaba con mis hijos, que eran todos «Kolka». Todo esto, se entiende, no es más que una forma de hablar, porque ninguno de ellos había recibido los sacramentos de la Iglesia, de manera que yo no los consideraba hijos míos.
—¿Cómo que no los consideraba hijos suyos? ¿A qué se debía eso?
—No podía considerarlos hijos míos sin haber sido bautizados y ungidos con mirra.
—¿Y qué pasaba con sus sentimientos paternos?
—¿Y eso qué es?
—¿Es qué no quería usted a esos niños? ¿Nunca les mimaba?
—¿Por qué iba a tener que mimarles? Hombre, a veces, cuando estaba ahí sentado, se me acercaba uno corriendo y, claro… le acariciaba un momento la cabeza y le decía: «Anda, vete con tu madre»; pero eso ocurría muy de cuando en cuando, porque yo tampoco podía ocuparme demasiado de ellos.
—¿Por qué no? ¿Es que estaba usted muy atareado?
—No, qué va; no tenía nada que hacer, pero sentía nostalgia: tenía muchas ganas de volver a Rusia.
—De manera que, en diez años, ¿no consiguió habituarse a la vida en la estepa?
—Pues no; siempre estaba pensando en regresar a casa… Me hundía en la melancolía. Sobre todo a la caída de la tarde, pero a veces también a mediodía, cuando llegaba el buen tiempo y apretaba el calor: en esos días reinaba el silencio, porque todos los tártaros, huyendo del bochorno, se solían retirar a sus tiendas a echarse la siesta, pero a mí me daba por levantar el faldón de la mía y me dedicaba a contemplar la estepa… Miraba hacia un lado, luego hacia otro, y todo era idéntico… Era un paisaje árido, implacable; las altas hierbas, blancas y plumosas, se mecían como un mar plateado, y la brisa esparcía su aroma; olía a oveja, el tórrido sol caía a plomo sobre la estepa sin fin, igual que las adversidades de esta vida, y mi tristeza era como un pozo sin fondo… A donde quiera que dirigiese la vista, me parecía ver de pronto un monasterio o un templo, y me acordaba de mi tierra cristiana y me echaba a llorar…
—Iván Severiánich, conmovido por sus recuerdos, hizo una pausa, suspiró profundamente y continuó—: Pero aún fue peor cuando estuve en los saladares a orillas del Caspio; allí la claridad te cegaba; todo reverberaba bajo el sol abrasador: las tierras cubiertas de sal, la superficie del mar… Aquel resplandor te dejaba atontado, más atontado aún que en medio de la estepa, y ya no sabías qué era de ti ni en qué parte del mundo te encontrabas: si seguías vivo o si te contabas entre los muertos y estabas encerrado en el infierno, sufriendo tormento por tus pecados. En la estepa, dentro de lo que cabe, siempre tenías algún consuelo: en las ramblas, por ejemplo, podían verse manchas azuladas de salvia y los matojos dispersos de ajenjo y tomillo contrastaban con la blancura de los herbazales; pero, lo que era allí, lo único que había era ese resplandor uniforme… En ocasiones, la hierba ardía, y el fuego avanzaba, lo que producía un gran alboroto: las avutardas levantaban el vuelo, y con ellas los sisones y los chorlitos, y nos dedicábamos a cazarlos. A esos pájaros, a las avutardas, como las llaman por aquí, las cazábamos a caballo, usando unos látigos muy largos, y, cuando queríamos darnos cuenta, teníamos que escapar a toda prisa de las llamas… Así nos distraíamos. Después, en los terrenos quemados brotaban las fresas silvestres; toda clase de aves acudían allí volando, sobre todo pajarillos pequeños, y el aire se llenaba de trinos… Y luego, aquí y allá, te encontrabas con algunos arbustos: la reina de los prados, el almendro enano, la caragana… Y al alba, cuando las hierbas se cubrían de rocío, la tierra exhalaba un agradable frescor impregnado del aroma delas plantas… Desde luego, nada de eso era suficiente para ahuyentar la melancolía, pero al menos te hacía la vida algo más llevadera; eso sí, no quiera Dios que nadie tenga que vivir mucho tiempo en aquellos saladares. Los caballos, al menos al principio, están a sus anchas: lamen la sal, y eso les hace beber y engordar; pero, para los hombres, es la perdición. Apenas se encuentran allí animales, casi el único que hay, y es una cosa ridícula, es un pajarillo de pico rojo, que recuerda a nuestras golondrinas; se trata de un animal de lo más vulgar, lo único que tiene de particular es ese ribete colorado en el pico. No sé qué se le habrá perdido en aquellos parajes, a orillas del mar, pero, como no tiene dónde instalarse, lo que hace es posarse un momento en los saladares, apoyado en la cola; en cuanto te quieres dar cuenta, ya está otra vez volando lejos de allí. Lo malo es que tú no puedes hacer lo mismo, porque no tienes alas, y ahí te quedas, en ese lugar donde no hay vida ni muerte ni arrepentimiento, y, si mueres, te meten en sal como a un carnero y te conservas en salazón hasta el fin de los tiempos. Pero aún es más desagradable pasar allí el invierno, pastoreando; no cae mucha nieve, apenas la justa para cubrir la hierba antes de ponerse dura. En esa época, los tártaros se pasan el día dentro de las yurty[25], fumando… De puro aburrimiento, a menudo les da por pelearse a latigazos. Cuando sales de la tienda, no sabes adónde mirar: los caballos deambulan encogidos, encorvados, famélicos, con las colas y las crines flotando al viento. A duras penas consiguen arrastrar las patas, y escarban la nieve helada con los cascos para mordisquear la hierba congelada, y ése es todo su sustento; a eso lo llaman pastos invernales… Es algo insoportable. La única distracción que hay allí consiste en que, cuando se ve que un caballo ya está demasiado débil para alimentarse, porque no tiene fuerzas para romper la nieve con los cascos ni para arrancar las raíces heladas con los dientes, entonces le rajan el cuello con un cuchillo, y aprovechan la piel y la carne del animal. Pero es una carne asquerosa: es dulzona, parecida a la de las ubres de las vacas, pero muy dura; claro, si no hay más remedio, te la comes, pero te revuelve las tripas. Por suerte, una de mis mujeres por lo menos sabía ahumar las costillas del caballo: cogía una costilla entera, con la carne unida por los dos lados, la introducía en una tripa y la ponía a ahumar encima de una hoguera. Así no estaba tan mal, se podía comer, porque el olor, al menos, recordaba al del jamón cocido, aunque el gusto era también repulsivo. Y, encima, estabas ahí intentando roer esa porquería y de pronto te asaltaban los recuerdos: «¡Ay!, y pensar que ahora en la aldea estarán desplumando los patos y los gansos para las fiestas, y matando a los cerdos, y preparando una sopa de col con pescuezo de ave, bien suculenta, y el padre Iliá, nuestro cura, un anciano de gran corazón, saldrá muy pronto en procesión a glorificar a Cristo, y con él marcharán los sacristanes con sus mujeres y con las mujeres de los popes y con los seminaristas, y todos se lo pasarán en grande… Y, aunque al padre Iliá no le conviene beber demasiado, en la mansión señorial el mayordomo le ofrecerá una copita y en la oficina el administrador también mandará a la vieja criada a agasajarle, así que el padre Iliá llegará ya un tanto achispado, dando tumbos, alas dependencias de los siervos, arrastrando las piernas, cada vez más borracho. En la primera isba del extremo todavía le entrará, mal que bien, otra copita, pero a partir de ahí ya no podrá con su alma, y todo el alcohol que le ofrezcan irá a parar a la botella que lleva metida bajo la casulla. Siendo un hombre tan familiar como es él, también en lo tocante a la comida, si ve algún bocado apetitoso, pedirá un poco de papel de periódico para llevárselo envuelto a casa. Normalmente le dirán que no tienen papel de periódico, pero él tampoco se va a enfadar por eso: cogerá el bocado tal cual, se lo dará sin envolver a su mujer y él seguirá su camino tan tranquilo». ¡Ay!, señores, cuando todos esos recuerdos de mi infancia venían a mí, en tropel, y se amontonaban en mi alma y empezaban a oprimirme las entrañas, me preguntaba qué habría hecho yo para ir a parar allí, apartado de toda felicidad, tantos años privado de la confesión, sin contraer matrimonio, sin tener a nadie que me pudiera rezar en la hora de la muerte… En esos momentos de abatimiento, esperaba a que cayera la noche y me alejaba discretamente del campamento, para que no me vieran ni mis mujeres ni mis hijos, ni ninguno de aquellos infames, y me ponía a rezar… No paraba de rezar y rezar, y tanto rezaba que la nieve se derretía bajo mis rodillas y allí donde caían mis lágrimas se podía ver la hierba a la mañana siguiente.
El narrador se calló y agachó la cabeza. Nadie le importunó; todos sentían un profundo respeto por la sagrada aflicción asociada a sus últimos recuerdos; pero, al cabo de un minuto, el propio Iván Severiánich suspiró y pareció dar por zanjado el tema; se quitó su kolpak de novicio y, tras persignarse, exclamó:
—¡Todo eso ya pasó, gracias a Dios!
Dejamos descansar un rato a nuestro héroe encantado antes de decidirnos a asediarle nuevamente a preguntas, pidiéndole que nos explicara cómo se las había arreglado para que sanaran sus talones lisiados con aquellas cerdas y cómo había conseguido escapar de la estepa tártara, y de sus Natashas y sus Kolias, para ir a parar a un monasterio.
Iván Severiánich satisfizo nuestra curiosidad con toda franqueza; estaba claro que era incapaz de faltar a la verdad. Para no alterar el desarrollo ordenado de la historia de Iván Severiánich, que tanto nos interesaba, le pedimos que nos contara primero de qué forma extraordinaria había conseguido librarse de las cerdas y cómo había escapado de su cautiverio. En relación con estas cuestiones, nos relató lo que sigue:
—Yo había perdido ya toda esperanza de regresar alguna vez a casa y volver a ver mi patria. Me parecía algo impensable, y la nostalgia estaba empezando a acabar conmigo. Continuaba viviendo como una estatua insensible, nada más. Pero aveces no podía evitar acordarme de que, allá en la aldea, el padre Iliá, el mismo que solía pedir papel de periódico, durante el servicio en la iglesia rezaba por «los viajeros por tierra y por mar, por los enfermos y por los cautivos»; y yo, cada vez que oía esas palabras, pensaba: «¿Por qué rezará por los cautivos? ¿Acaso estamos en guerra?». Ahora comprendía por qué rogaba por ellos, pero lo que no podía entender era por qué todas aquellas oraciones no me reportaban a mí ningún beneficio, y lo menos que puedo decir es que, sin llegar a renunciar a mi fe, sí me sentía confuso y dejé de rezar. «¿Para qué rezar —pensaba yo— si no sirve de nada?».
»A todo esto, un día me di cuenta de que los tártaros estaban muy alterados.
»—¿Qué ocurre? —les pregunté.
»—Nada —me dijeron—, que han llegado dos mulás de tu país; traen un salvoconducto del zar blanco y han emprendido un largo viaje para propagar su fe.
»Inmediatamente, les pregunté:
»—¿Dónde están?
»Me señalaron una de las yurty, y allá me dirigí. Cuando llegué, vi que se había congregado un gran número de jeques con sus discípulos, y de mulás, y de imanes, y de derviches, todos sentados en alfombras de fieltro, con las piernas cruzadas, y en medio de ellos había dos desconocidos. Vestían ropas de viaje, pero estaba claro que se trataba de eclesiásticos; estaban de pie, rodeados por toda aquella chusma, predicando la palabra de Dios a los tártaros.
»Nada más verlos, me puse muy contento de encontrarme con unos rusos, y el corazón me empezó a latir con fuerza; me arrojé a sus pies y prorrumpí en sollozos. Ellos también se alegraron al ver que me postraba ante ellos y exclamaron:
»—¡Mirad! ¡Mirad! ¿Habéis visto cómo actúa la gracia divina? ¡Ha tocado a uno de los vuestros, y se ha apartado de Mahoma!
»Pero los tártaros replicaron que ahí no había actuado ninguna gracia divina.
»—Es uno de los vuestros —dijeron—, un Iván, un ruso que vive aquí prisionero.
»Los misioneros se sintieron profundamente decepcionados al saberlo. No se creían que yo fuera ruso, así que no tuve más remedio que intervenir:
»—¡Claro que sí! —dije—, ¡soy un auténtico ruso! Tened piedad de mí, padres, ¡ayudadme a salir de aquí! Llevo ya más de diez años cautivo, desesperado, y, como podéis ver, estoy lisiado y no puedo caminar.
»Pero ellos no hicieron ningún caso de lo que les decía y, dándomela espalda, volvieron a lo suyo y siguieron predicando.
»Yo pensé: “Bueno, no tengo por qué quejarme: ellos vienen en misión oficial y a lo mejor no les parece oportuno tratarme de otro modo en presencia de los tártaros”. Así que me retiré, y escogí un momento en que se encontraban a solas en una tienda apartada para acercarme a verlos; entonces les conté abiertamente todo lo que me había ocurrido y les hice ver el horrible tormento que había tenido que sufrir, y les rogué:
»—Asustadles, oh venerables padres, invocando el nombre de nuestro amado zar blanco; decidles que no consiente que los asiáticos retengan cautivos a sus súbditos. O, si no, mejor aún, pagadles un rescate por mí, y yo trabajaré a vuestro servicio. Viviendo entre ellos —dije—, he aprendido a hablar perfectamente su lengua tártara, y os puedo ser de gran utilidad.
»Pero me respondieron:
»—Ay, hijo, no tenemos dinero con que pagar ese rescate, y tampoco nos está permitido asustar a los infieles, porque es gente muy astuta y desleal, y por razones políticas nos vemos obligados a tratarles con exquisita cortesía.
»—¿Quiere eso decir —dije— que, por razones políticas, estoy condenado a consumirme aquí entre ellos, olvidado de todo el mundo, el resto de mi vida?
»—Bueno, hijo —me dijeron—, no importa dónde consumamos nuestros días; lo que tienes que hacer es rezar: Dios, en su infinita bondad, tal vez decida salvarte.
»—Yo ya he rezado, pero me he quedado sin fuerzas y he perdido la esperanza.
»—No debes desesperar —me dijeron—, ¡es un pecado muy grave!
»—No desespero —dije—, pero es que… ¿Cómo podéis tratarme así? Me llena de tristeza ver que unos paisanos rusos se niegan a ayudarme.
»—No, hijo—replicaron—, no intentes implicarnos en esto; nosotros nos debemos a Cristo, y para Cristo no hay griegos ni judíos: todos los que siguen las enseñanzas de Cristo son nuestros paisanos. Para nosotros, todos son iguales, todos.
»—¿Todos? —dije.
»—Sí —respondieron—, así nos lo ha enseñado el apóstol Pablo. Allí donde llegamos, evitamos las desavenencias… Este asunto no nos concierne. Si tú eres su esclavo —me dijeron—, tienes que resignarte, pues también dice Pablo que los esclavos deben ser obedientes. Y ten presente que tú eres cristiano y, por lo tanto, no nos corresponde ocuparnos de ti, porque las puertas del paraíso ya estaban abiertas para tu alma antes de que nosotros llegáramos, mientras que estos otros quedarán condenados a las tinieblas si no los convertimos, así que es por ellos por quienes debemos interesarnos.
»Y me mostraron un libro.
»—Fíjate en esto —me dijeron—; ¿ves toda esta gente que está aquí registrada? ¡A todos éstos los hemos convertido a nuestra fe!
»Yo ya no tenía nada más que decirles, y de hecho no volví a verles, excepto a uno de ellos, y eso ocurrió de forma casual. Un día, uno de mis hijos llegó corriendo a casa, diciendo:
»—Padre, hay un hombre tendido junto al lago.
»Yo fui a echar un vistazo y me encontré con un sujeto que parecía tener las medias bajadas desde las rodillas hasta los pies y los guantes arrancados desde los codos hasta las manos; los tártaros son unos maestros en eso: hacen una incisión alrededor del miembro y luego tiran de la piel y se la sacan. La cabeza de aquel hombre estaba por ahí arrojada en el suelo, y tenía un corte en forma de cruz en la frente. “¡Ay! —pensé—. Tú no quisiste ocuparte de mí, de tu compatriota, y yo te maldije por ello. Y ahora, mira, te has hecho acreedor a la cruz del martirio. ¡Perdóname, por el amor de Dios!”.
»Así que le hice la señal de la cruz, le coloqué la cabeza junto al cuerpo, hice una profunda reverencia y lo enterré, tras lo cual entoné el himno Dios Santo sobre su tumba. No sé qué sería de su compañero, aunque supongo que tendría un final semejante y alcanzaría la corona del martirio, porque poco después de aquello vi que las mujeres de la horda tenían abundantes iconos, los mismos que habían traído consigo aquellos misioneros.
—Entonces, ¿esos misioneros llegan incluso hasta los arenales del Ryn?
—Claro que sí, aunque no les sirve de nada.
—¿Por qué no?
—Porque no saben cómo tratar con ellos. Para convertir a un asiático es preciso recurrir al temor, hay que hacer que tiemble de miedo, pero esos misioneros predican un Dios de bondad. Eso, de entrada, es un grave inconveniente, porque esos asiáticos nunca van a respetar a un Dios manso, que no les amenace, y lo que hacen es matar a los predicadores.
—Y me imagino que también será importante, cuando trata uno con esos asiáticos, no llevar dinero ni objetos de valor.
—Así es, pero la verdad es que ellos tampoco están dispuestos a creerse que alguien que ha llegado hasta allí no lleve nada de valor consigo; piensan que habrá enterrado sus bienes en algún lugar en la estepa, y empiezan a interrogarle y le someten a tortura.
—¡Qué bandidos!
—Sí, señor. Lo mismo pasó, estando yo allí, con un judío. En cierta ocasión, apareció por allí un anciano judío, venido de no se sabe dónde, y empezó también a predicar su fe. Era un buen hombre y, aparentemente, muy devoto de su religión; llevaba unos vestidos harapientos que apenas le cubrían las carnes. Empezó a hablar de su fe con tal fervor que nunca me habría cansado de escucharle. Al principio, trataba de debatir con él: «¿Qué clase de religión es la vuestra —le decía—, si no tenéis ni santos?». Pero él me replicaba: «Claro que tenemos santos», y empezaba a leerme el Talmud, con todos los santos que allí aparecen… Realmente interesante. Me explicaba que el Talmud lo había escrito el rabino Yovoz ben Leví, un sabio tan grande que los pecadores no se atrevían a mirarle, porque bastaba con una mirada suya para que cayeran fulminados. Por eso, Dios le llamó y le dijo: «¡Eh, docto rabino Yovoz ben Leví! Está muy bien queseas tan sabio; pero lo que ya no está tan bien es que por tu culpa puedan morir todos mis judíos. No les guié a través del desierto con Moisés ni les hice cruzar el mar para que acabaran así. Por eso, debes abandonar tu tierra y vivir en un lugar donde nadie pueda verte». De modo que el rabino Leví echó a andar y fue a parar, ni más ni menos, que al sitio exacto donde había estado el paraíso y, una vez allí, se enterró en la arena hasta el cuello y así permaneció treinta años; pero, aunque estaba enterrado hasta el cuello, todos los sábados se preparaba un cordero, asándolo en un fuego que descendía de los cielos. Y, si un mosquito o una mosca se le posaban en la nariz para chuparle la sangre, inmediatamente eran consumidos por ese fuego celestial…
A los asiáticos esas historias sobre el docto rabino les fascinaban, y durante bastante tiempo escucharon al judío, pero después empezaron a asediarle a preguntas, tratando de averiguar dónde había escondido su dinero. El judío, amigos míos, juraba y perjuraba que no tenía dinero, que Dios le había enviado sin nada, provisto únicamente de su sabiduría; pero ellos no le creían y, tras remover las brasas de una hoguera, extendieron una piel de caballo sobre las cenizas ardientes, pusieron encima al judío y empezaron a zarandearle, exigiéndole una y otra vez que les dijera dónde estaba el dinero. Cuando vieron que ya estaba negro como el carbón y no decía palabra, alguien propuso:
»—¡Alto! Vamos a enterrarle en la arena hasta el cuello; a lo mejor, eso le hace entrar en razón.
»Y así lo hicieron, pero el judío murió allí enterrado, y su cabeza renegrida permaneció una buena temporada asomando por encima del suelo, hasta que los niños empezaron a asustarse, por lo cual se la cortaron y la arrojaron a un pozo seco.
—¡Caramba, cualquiera les predica a ésos!
—Pues sí; es muy difícil. Pero resulta que aquel judío, al final, sí que tenía dinero.
—¿Que tenía dinero?
—Sí, señor; más adelante, los lobos y los chacales empezaron a ocuparse de sus restos y los fueron sacando, pedazo a pedazo, de la arena donde estaban enterrados, hasta que llegaron a las botas. Cuando tiraron de éstas, cayeron siete monedas de las suelas. Alguien se las encontró después.
—Bueno, ¿y cómo consiguió usted escapar de ellos?
—Me salvó un milagro.
—¿Quién fue el autor de ese milagro salvador?
—Talafa.
—Y ¿quién era ese Talafa? ¿Otro tártaro?
—No; ése era de otra raza: era un indio, y no un indio cualquiera, sino uno de sus dioses, que había bajado a la tierra.
Animado por su audiencia, Iván Severiánich Fliaguin contó lo que sigue, en relación con ese nuevo acto de la tragicomedia de su vida.
—Había pasado un año entero desde que los tártaros se habían deshecho de nuestros misioneros, y otra vez era invierno, y habíamos trasladado nuestras yeguadas hacia el sur, a los pastos invernales, cerca del Caspio. Un día, a la caída de la tarde, dos hombres, si es que se les puede considerar hombres, se presentaron en nuestro campamento. Nadie sabía quiénes eran, ni de dónde venían, ni a qué tribu pertenecían ni cuál era su condición. Ni siquiera se expresaban en una lengua propiamente dicha; lo suyo no era ruso ni tártaro, sino que mezclaban palabras rusas con palabras tártaras, y entre ellos hablaban en una jerga desconocida. No eran viejos. Uno de ellos era muy moreno, con una larga barba, y vestía una bata, parecida a la de los tártaros, sólo que la suya no era multicolor, sino toda roja, y llevaba en la cabeza un gorro persa puntiagudo. El otro era pelirrojo y vestía una bata semejante, pero éste era un tipo muy astuto: traía un montón de cajitas y, a las primeras de cambio, cuando nadie le miraba, se quitaba la bata y se quedaba únicamente con unos pantalones y una cazadora, de un estilo que recordaba al de algunos alemanes empleados en fábricas en Rusia. No paraba de revisar y de remover lo que traía en aquellas cajas, y todos nos preguntábamos qué llevaría allí dentro. El diablo sabría. Por lo visto, corrían rumores de que habían venido de Jiva[26] a comprar caballos, porque en su tierra se estaban preparando para entrar en guerra: no decían contra quién, pero no dejaban de azuzar a los tártaros contra los rusos. El pelirrojo, según me comentaron, no dominaba el ruso: marcaba mucho las consonantes al hablar, como si escupiera. No habían traído dinero: como ellos también eran asiáticos, sabían de sobra que cualquiera que aparecía en la estepa con dinero no se marchaba de allí con la cabeza sobre los hombros; trataban de convencer a los tártaros de que condujeran las yeguadas hasta su río, hasta el Daría, para ajustar allí las cuentas. Los tártaros estaban muy confusos y no sabían qué hacer: si aceptar la propuesta o no. No paraban de darle vueltas, como quien se dedica a buscar oro, pero estaba claro que no se fiaban.
»Al principio, los recién llegados juraban por su honor, pero más adelante empezaron también a meter miedo a los tártaros.
»—Poneos en marcha —les decían—, porque, si no, os puede ocurrir una desgracia terrible: tenemos un dios, Talafa, que nos ha enviado su fuego; esperemos que no se enoje.
»Los tártaros no conocían a ese Dios, y dudaban de que en invierno pudiera hacerles nada malo, allí en la estepa, con su fuego. Pero el hombre de la barba negra y la bata roja venido de Jiva dijo: “En vista de que aún dudáis, Talafa os mostrará esta misma noche su poder; eso sí, sea lo que sea lo que veáis o lo que podáis llegar a oír, no se os ocurra salir de vuestras tiendas, pues, de lo contrario, os abrasará”. Ni que decir tiene que a todos, muertos de aburrimiento como estábamos en medio de la estepa en invierno, nos pareció sumamente interesante aquello y, a pesar de que estábamos también algo asustados por el posible peligro, nos alegrábamos de tener ocasión de comprobar qué podría hacer aquel dios indio y de descubrir mediante qué clase de milagro se revelaría.
»Nos reunimos pronto con nuestras mujeres y con nuestros hijos en las tiendas y nos quedamos a la espera… Todo estaba oscuro y silencioso, como cualquier otra noche, pero, de pronto, durante el primer sueño, oí cómo se levantaba una especie de ventisca en la estepa y se acercaba silbando y produciendo estallidos, y en medio del sueño me pareció como si cayeran chispas del cielo.
»Me levanté de un salto y vi que mis mujeres no paraban de dar vueltas y mis hijos se habían echado a llorar.
»Dije yo:
»—¡Chitón! Cerradles el pico; dadles el pecho, para que dejen de llorar.
»Los críos empezaron a mamar y se hizo de nuevo el silencio, pero, de pronto, volvió a oírse el chisporroteo del fuego en la estepa oscura… Se oyó un largo silbido y un nuevo estallido…
»Me dije: “Bueno, está claro que ese Talafa va en serio”.
»Y poco después se repitió el silbido, aunque en esta ocasión de un modo bien distinto: fue como si un pájaro de fuego desplegara su cola, también de fuego, y alzara el vuelo; pero era un fuego muy poco corriente: era rojo como la sangre, pero al romperse se volvía todo amarillo y más tarde se hacía azul.
»Me di cuenta de que en el campamento reinaba un silencio sepulcral. No hace falta decir que resultaba impensable que nadie hubiera dejado de oír aquel estruendo, así que la única posible explicación era que todos estuvieran tirados en el suelo, cubiertos con sus zamarras, muertos de miedo. Lo único que pudo oírse en aquellos momentos fue un repentino temblor de tierra, como una sacudida, y nuevamente la calma. Pensé que debía de tratarse de los caballos, que se habrían sobresaltado y se habrían arrimado unos a otros, asustados. Entonces oí cómo aquellos visitantes de Jiva o de la India pasaban a la carrera y justo después el fuego volvió a recorrer la estepa, como un dragón… Los caballos relincharon y salieron disparados… Los tártaros se olvidaron del miedo, se incorporaron rápidamente, sacudiendo la cabeza y vociferando: “¡Alá! ¡Alá!”, y fueron en pos de sus caballos. De los hombres de Jiva no había ni rastro: se los había tragado la tierra; únicamente se habían dejado una de sus cajas como recuerdo… En aquellos momentos, todos los hombres capaces andaban persiguiendo a los caballos, y en el campamento sólo habían quedado mujeres y ancianos; yo aproveché para echar un vistazo a la caja: ¿qué demonios sería aquello? Vi que contenía diferentes clases de tierras y productos químicos y unos tubitos de papel; me puse a examinar más detenidamente uno de aquellos tubos, a la luz de una hoguera, y de pronto me estalló: a punto estuvo de quemarme los ojos, antes de salir volando hacia lo alto, y allí… ¡bum!, explotó en una lluvia de estrellas… “¡Ajá! —pensé—. Así que no se trata de un dios, sino de unos sencillos fuegos artificiales, como los que disparan en nuestros parques públicos”. Entonces prendí otro de esos tubitos y me di cuenta de que los tártaros, los ancianos que se habían quedado en el campamento, se habían tirado al suelo y estaban tumbados boca abajo de cualquier manera, pataleando… Al principio, casi me asusté yo también, pero, cuando los vi temblando de ese modo, cambió mi estado de ánimo y, por primera vez desde que estaba allí cautivo, hice rechinar mis dientes y empecé a soltarles, bien alto, una retahíla de palabras sin sentido. Les grité, lo más fuerte que pude:
»—Parlez—bien— commega—shire— mir—verfluchtur— min—adieu— mon—sieur!
»Y disparé otro tubito de aquellos, una especie de girándula… Al ver cómo salía dando vueltas y dejando un rastro de fuego, los tártaros se quedaron paralizados, presas del pánico… El fuego se apagó, pero todos seguían tirados en el suelo; una cabeza se levantó, tímidamente, pero enseguida volvió a hundir la cara en el suelo: aquel tipo tan sólo se atrevió a levantar un dedo para hacerme ver que quería hablar conmigo. Yo me acerqué hasta él y le dije:
»—A ver, tú, maldito, confiesa qué prefieres: ¿la vida o la muerte? —Y es que veía que me tenía un miedo atroz.
»—Perdóname, Iván —me dijo—, no me des muerte, déjame vivir.
»Y otros también me llamaron, indicándome que me acercara hasta ellos de idéntico modo, y todos me pedían que les perdonara la vida.
»Me di cuenta de que la situación se había vuelto mucho más favorable para mis intereses; sin duda, debía de haber expiado ya mis pecados a base de tanto sufrir, así que me animé a rezar:
»—¡Santísima Madre y Señora! ¡San Nicolás bendito! ¡Oh, santos venerados, ayudadme, os lo imploro! —Y acto seguido me dirigí a los tártaros—: ¿Qué es lo que os tengo que perdonar y por qué me pedís que respete vuestras vidas?
»—Perdónanos —dijeron— por no haber creído en tu Dios.
»Y entonces pensé: “Vaya, sí que los tengo bien asustados”. Y les dije:
»—Ya está bien de mentiras, hermanos. ¡Nunca os perdonaré vuestra hostilidad hacia mi religión! —Dicho lo cual, hice rechinar los dientes una vez más y prendí otro tubito.
»En esta ocasión salió despedido como un cohete… Se produjo una llamarada tremenda y una explosión.
»Les grité a los tártaros:
»—Tenéis un minuto: si no queréis creer en mi Dios, acabaré con todos vosotros.
»—No nos destruyas —respondieron—, estamos dispuestos a someternos a vuestro Dios.
»Dejé de lanzar fuegos artificiales y los bauticé en un riachuelo.
—¿Y los bautizó así, de buenas a primeras?
—En aquel mismo instante. Tampoco tenía mucho tiempo que perder, no fueran a pensárselo mejor. Les eché un poco de agua en la mollera, encima de un agujero practicado en el hielo, les bendije «en el nombre del Padre y del Hijo», les colgué del cuello las cruces que habían dejado los predicadores y les ordené que veneraran como mártir al misionero asesinado y que rogaran por él, tras lo cual les mostré su tumba.
—¿Y rezaron?
—Sí, claro.
—Pero seguro que no conocían ninguna oración cristiana; ¿o es que usted se la enseñó?
—No, no tuve ocasión de enseñarles ninguna, porque me di cuenta de que aquélla era mi única ocasión para escapar de allí, así que les mandé: «Tenéis que seguir rezando como siempre lo habéis hecho, pero, en lugar de nombrar a Alá, debéis mencionar a Jesucristo». Y ellos aceptaron esa profesión de fe.
—Y, después, ¿cómo se las arregló usted para escapar de esos nuevos cristianos con sus pies lisiados y cómo se curó?
—Justo después encontré en la caja de los fuegos artificiales una especie de tierra corrosiva; en cuanto te la aplicabas sobre la piel, te empezaba a quemar terriblemente. Me la puse en los talones y fingí que estaba enfermo; estando acostado, cubierto por la colcha, no dejaba de aplicármela, y así estuve dos semanas, hasta que toda la carne de los pies me empezó a supurar y las cerdas que me habían introducido los tártaros diez años antes salieron con el pus. Yo me restablecí lo más rápido que pude, pero seguí disimulando, y les hacía ver que estaba cada vez peor, y les mandé a las mujeres y a los ancianos que rezaran de corazón por mí, porque estaba agonizando. Y les impuse un ayuno, a modo de penitencia, prohibiéndoles que salieran de sus yurty durante tres días, y para redoblar su temor disparé el mayor cohete que había y me marché de allí…
—¿No le persiguieron?
—No; y tampoco estaban en condiciones de hacerlo, porque los tenía tan asustados y los había debilitado tanto con el ayuno que estoy seguro de que se habían quedado tan contentos, y me imagino que en aquellos tres días no asomarían la nariz fuera de sus yurty, y después, cuando por fin salieron, yo ya estaba demasiado lejos para andar buscándome. Además, mis pies, una vez que me había librado de las cerdas, acabaron de curarse y los sentía tan ligeros que, en cuanto eché a correr, ya no paré hasta cruzar toda la estepa.
—¿Siempre a pie?
—¡Por supuesto! Por allí no pasa ninguna carretera; allí nunca te encuentras a nadie, y, cuando te lo encuentras, no siempre te alegras de su compañía. Al cuarto día de marcha me topé con un chuvasio[27] que transportaba cinco caballos. Me dijo: «Móntate en uno», pero yo desconfié y no acepté su invitación.
—¿Qué es lo que le dio miedo?
—Pues no sé… El caso es que no me pareció de fiar; además, no había manera de adivinar cuál era su religión, y en la estepa es muy peligroso viajar en compañía de alguien sin saber eso. Pero el muy bruto no paraba de gritar:
»—¡Venga, móntate! Será más divertido si vamos los dos juntos.
»Le dije:
»—¿Y tú quién eres? ¿Tienes o no tienes un dios?
»—Claro que tengo —dijo—; son los tártaros los que no tienen dios: comen carne de caballo. Yo sí que tengo un dios.
»—¿Y quién es tu dios? —le pregunté.
»—Para mí —dijo—, todo es dios: el sol es un dios, y la luna es un dios, y las estrellas son dioses… Todo es dios. ¿Cómo puedes dudar de si tengo un dios?
»—¡Todo! Vaya, vaya… Así que, según dices, todo es dios. Entonces —le dije—, me imagino que Jesucristo, para ti, no será dios.
»—¿Cómo que no? —replicó—. Él también es un dios, y la Virgen es un dios, y Nikolach es un dios…
»—¿Qué Nikolach es ése? —le pregunté.
»—Pues ese que vive en invierno y que vive en verano.
»Yo le felicité por venerar a nuestro santo ruso, Nicolás Taumaturgo:
»—No dejes nunca de honrarle —le dije—, porque es ruso. —Yo ya iba a elogiarle por su fe y estaba a punto de aceptar su propuesta de viajar en su compañía, pero él, por suerte, siguió parloteando y se delató.
»—Claro que honro a Nikolach —dijo—: puede que no me incline ante él en invierno, pero en verano siempre le doy una moneda de veinte kopeks para que me vigile bien las vacas, ¡sí, señor! Pero, eso sí, no deposito toda mi confianza en él: también le sacrifico un novillo a Keremeti[28].
»Yo me enfadé con él.
»—¿Cómo te atreves —le dije— a negarle tu entera confianza a san Nicolás Taumaturgo y le das, para colmo, tan sólo veinte kopeks a un ruso como él, mientras le ofreces un novillo entero a ese infame Keremeti, a ese mordvino[29]? ¡Aléjate de mí! No quiero viajar contigo… No pienso acompañar a alguien que muestra tan poco respeto por san Nicolás Taumaturgo.
»Y no le acompañé: eché a andar a toda prisa y, casi sin darme cuenta, tres días después, a la caída de la tarde, vislumbré una masa de agua y un grupo de gente. Receloso, me tumbé en la hierba y me puse a observar qué gente era aquélla, porque temía caer en un cautiverio aún peor que el anterior. Pero vi que aquellas personas estaban cocinando… “Seguro que son cristianos”, pensé. Me acerqué reptando, y vi que se santiguaban y bebían vodka. “Entonces, ¡son rusos!”. Sin más demora, salí de la hierba de un salto y me presenté ante ellos. Me di cuenta de que se trataba de una cofradía de pescadores que estaban allí pescando. Me recibieron estupendamente, como corresponde entre paisanos, y me dijeron:
»—¡Echa un trago!
»Les contesté:
»—Hermanos, he estado viviendo entre tártaros, y he perdido la costumbre.
»—¿Y qué más da? —dijeron—. Aquí estás entre los tuyos; volverás a cogerle el gusto. ¡Bebe!
»Me serví un vaso y pensé: “Venga, ¡tienes que glorificar al Señor por tu regreso!”. Bebí, pero los pescadores no paraban de insistir. ¡Qué gente tan estupenda!
»—¡Otro trago! —decían—. Sin vodka, te has quedado en los huesos.
»Yo me permití otro trago y me volví muy parlanchín y les aclaré todo: les dije de dónde venía y cómo había vivido esos años. Me pasé toda la noche sentado junto al fuego, contándoles mi historia y bebiendo vodka; me sentía realmente dichoso, de vuelta en la santa Rusia. Pero al amanecer, cuando la hoguera ya casi se había extinguido y prácticamente todos los que me habían estado escuchando se habían quedado dormidos, uno de ellos, un miembro de la cofradía, me preguntó:
»—¿Tú tienes pasaporte?
»Le dije:
»—Qué va, no tengo.
»—Pues, si no lo tienes —me dijo—, te espera la cárcel.
»—En ese caso —dije—, me quedaré aquí con vosotros. Aquí se podrá vivir sin pasaporte, ¿no?
»Entonces él me respondió:
»—Vivir, se puede vivir aquí sin pasaporte, pero lo que no se puede es morir.
»—¿Y eso por qué? —le dije.
»—Pues está muy claro —me dijo—; ¿cómo quieres que registre el pope tu muerte si no tienes pasaporte?
»—Y, en ese caso —dije—, ¿qué sería de mí?
»—Al agua irías —me dijo—; en ese caso, te echaríamos al agua para dar de comer a los peces.
»—¿Sin un pope?
»—Sin un pope.
»Como estaba algo achispado, me asusté terriblemente al oír eso, y empecé a llorar y a lamentarme, pero el pescador se reía de mí.
»—Sólo te estaba tomando el pelo —me dijo—. No tengas miedo de morirte: te enterraríamos en la madre tierra.
»Pero yo ya estaba muy dolido y le dije:
»—No está mal la broma. Pero, si os vais a dedicar a burlaros de mí de ese modo, no creo que viva hasta la primavera.
»Y, en cuanto se durmió ese último pescador, yo me levanté y seguí mi camino, y llegué a Astracán, donde me empleé por un jornal de un rublo. A partir de ese momento, empecé a beber de un modo salvaje, tanto que soy incapaz de recordar cómo fui a parar a otra ciudad, donde me vi en prisión, y desde allí me enviaron bajo custodia a mi provincia natal. Me llevaron hasta la capital, donde la policía me dio una buena tunda, y me condujeron hasta la hacienda del señor conde. La condesa, la misma que había ordenado castigarme por culpa del rabo de aquella gata, había fallecido. El conde se había quedado solo en el mundo, pero él también había envejecido mucho y se había vuelto muy devoto, y se había olvidado de su pasión por los caballos. Cuando le informaron de mi llegada, se acordó de mí y ordenó que me volvieran a azotar en casa, y que después acudiera a confesarme con el padre Iliá. Pues eso, me dieron una buena paliza a la antigua usanza, en la “sala de descargas”, y después fui a ver al padre Iliá, que, tras escuchar mi confesión, me prohibió comulgar durante tres años…
»Le dije:
»—¿Cómo es posible, padre? Pero si yo… Tantos años sin comulgar… esperando…
»—¿Y eso qué importa? —dijo—. No se trata de lo que hayas esperado, sino de que se te haya ocurrido mantener a todas esas tártaras a tu lado, como si fueran tus mujeres… De sobra sabes que soy muy benévolo contigo limitándome a excluirte de la comunión; si te tratara como está mandado, siguiendo las reglas de los santos padres, debería condenarte a que te quemaran vivo, hasta que te ardiera toda la ropa. Pero no temas —añadió—; en la actualidad, de acuerdo con el código penal, eso no está permitido.
»En ese momento pensé: “Bueno, qué se le va a hacer; tendré que prescindir de la comunión; aquí me quedaré de momento, descansando del cautiverio”. Pero el conde no lo consintió. Tuvo a bien decir:
»—No estoy dispuesto a tener cerca de mí a alguien que ha sido apartado de la comunión.
»Y dio orden al administrador de que me volvieran a azotar, en este caso en público, para que sirviera de general escarmiento, y que después me dejaran marchar en libertad, sometido al pago de un tributo anual. Así se hizo: una vez más, me molieron a palos, pero ahora a la nueva usanza, en el porche que estaba enfrente de las oficinas, a la vista de todos, y me entregaron un pasaporte. Yo estaba encantado de ser un hombre libre, provisto de papeles legales, después de tantos años, y me marché. No tenía planes concretos para el futuro, pero el Señor pronto me dio nuevas tareas.
—¿Qué clase de tareas?
—Otra vez lo de siempre: los caballos. Empecé desde abajo, sin un solo grosh en el bolsillo, pero pronto alcancé una posición muy desahogada, y podría haber llegado aún más arriba de no haber sido por un asunto.
—¿Qué clase de asunto, si se puede saber?
—Caí bajo el influjo de distintos espíritus y pasiones y, sobre todo, fui dominado por algo nunca visto.
—Y ¿qué fue esa cosa nunca vista que le llegó a dominar?
—El magnetismo.
—¿Cómo? ¿El magnetismo?
—Sí, señor, la influencia magnética ejercida por otra persona.
—¿Cómo percibía usted esa influencia?
—Una voluntad ajena actuaba en mí, y en mí se cumplió el destino de otra persona.
—Imagino que fue entonces cuando se produjo su propia perdición, tras lo cual usted caería en la cuenta de que debía dar cumplimiento a la promesa de su madre y decidió ingresar en un monasterio…
—No, no; eso sucedió más adelante; hasta que llegó ese momento, todavía me ocurrieron muchas más aventuras. Sólo entonces me convencí plenamente.
—¿Le importaría contarnos esas aventuras?
—En absoluto, caballeros; lo haré con mucho gusto.
—Si es tan amable…
—Tras obtener mi pasaporte, me puse en camino, sin ningún plan, y llegué a una feria, donde vi a un gitano que le estaba cambiando un caballo a un campesino, engañándole descaradamente. Pretendía comparar la fuerza de ambos caballos, para lo cual enganchó el suyo a un carro cargado con mijo, mientras ponía al caballo del campesino a tirar de otro carro cargado de manzanas. Aunque el peso de ambos carros, evidentemente, era el mismo, el caballo del campesino estaba fundido, porque el olor de las manzanas les resulta muy desagradable a estos animales y les produce náuseas. Aparte de eso, vi que al caballo del gitano le daban síncopes, lo cual se entendía perfectamente, dado que tenía una señal en la frente que indicaba que había sido marcado con fuego, por más que el gitano dijera que aquello sólo era una verruga. Yo, desde luego, sentí lástima del campesino, porque no iba a poder sacar rendimiento de un caballo al que le daban continuos síncopes: en el momento menos pensado se le podía desplomar, y sanseacabó. Además, yo por entonces odiaba a muerte a los gitanos, por haber sido uno de ellos quien me había metido en el cuerpo el gusanillo de la vida errante, y es posible, incluso, que tuviera ya la premonición de lo que me iba a ocurrir más adelante. Le hice ver al campesino que aquél era un trato fraudulento, y el gitano empezó a discutir conmigo, insistiendo en que lo de la frente no era una marca de fuego, sino una verruga; yo, como prueba deque tenía razón, le clavé una lezna en un riñón al caballo y, de repente, cayó redondo al suelo. Entonces fui y escogí un buen ejemplar para el campesino, basándome en mis conocimientos, y él, a cambio, me ofreció aguardiente y comida y dos monedas de diez kopeks, y pasamos un buen rato. Así empezó todo; mi capital fue creciendo, y con él mi afición a la bebida, y antes de un mes ya me había dado cuenta delo bien que me iba: andaba cubierto de plaquitas metálicas, con toda la parafernalia de los curanderos de caballos, y me dedicaba a ir de feria en feria, aconsejando en todas partes a las pobres gentes, haciendo fortuna y bebiendo de balde. Entre tanto, me había convertido en una auténtica maldición divina para todos los tratantes gitanos, y me llegó el soplo de que estaban deseando darme mi merecido. Sabiéndolo, procuraba evitarlos, porque ellos eran muchos, y yo sólo uno; en ningún momento consiguieron sorprenderme en solitario para zurrarme a gusto, y tampoco se atrevían a hacerlo delante de los campesinos, porque éstos apreciaban mis cualidades y siempre me apoyaban. En vista de eso, los gitanos hicieron correr la habladuría de que yo era un hechicero, de modo que mi buen ojo para los animales no era fruto de mi propio talento. Ni que decir tiene que todo eso no eran más que bobadas: como ya les he dicho, yo tengo un don especial para los caballos y estoy dispuesto a compartir mi secreto con cualquiera que me lo pida, aunque, eso sí, conviene tener muy presente que eso no le va a servir a nadie de nada.
—Y ¿por qué no le iba a servir de nada?
—Pues porque no iba a entenderlo, ya que lo fundamental para eso es tener un talento natural; a mí ya me ha pasado más de una vez: he intentado transmitir mi secreto y ha sido inútil. Pero, si no les importa, ya me ocuparé de esa cuestión más adelante.
»El caso es que, cuando mi nombre ya era célebre en las ferias de ganado, y yo tenía esa fama de calar a los caballos con una simple mirada, un oficial remontista, un príncipe, me ofreció cien rublos:
»—Explícame, hermano —me dijo—, cuál es tu secreto para conocer a los caballos. Eso tiene un gran valor para mí.
»Yo le contesté:
»—Yo no tengo ningún secreto; se trata de un don natural.
»Pero él no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer:
»—Anda, dime cómo haces para conocer a los caballos. Y, para que no pienses que quiero aprovecharme de ti, aquí tienes cien rublos.
»¿Qué podía hacer yo? Me encogí de hombros, envolví el dinero en un trapo y le dije:
»—Con mucho gusto, le iré diciendo todo lo que sé, y usted tendrá que prestar atención y esforzarse por aprender; pero que conste que, si usted no saca nada en claro y no obtiene ningún beneficio, yo no me hago responsable.
»El príncipe se mostró conforme y dijo:
»—No te preocupes de lo que yo pueda aprender; tú limítate a irme contando tus secretos.
»—Lo primero, y lo más importante —le dije—, es que, si alguien quiere averiguar qué es lo que encierra un caballo, es preciso tener una buena posición desde la que observar al animal, y no alejarse nunca de esa posición. De entrada, hay que examinar la cabeza con buen criterio, y después se debe extender la vista hasta la cola, sin dar palmadas al caballo, como suelen hacer nuestros oficiales. A éstos les gusta tocarles el cogote, el copete, el hocico, el lomo, las venas que le cruzan el pecho o lo que haga falta, y todo sin fundamento. Por eso, los tratantes adoran a los oficiales de caballería; les encanta esa manía suya de palmotear a las bestias. En cuanto ve aparecer a uno de nuestros charlatanes del ejército, el tratante pone su caballo a dar vueltas, haciéndole girar en todas direcciones, sin permitirle que pare, y, si hay una parte que no quiere que se le vea, ésa no la enseña por nada del mundo: ahí está el fraude, y esa clase de fraudes se repiten sin cesar. Que el caballo tiene las orejas caídas, pues le hacen un pequeño corte en la nuca, le estiran la piel y luego se la cosen y se la tiñen; de ese modo, el caballo lleva las orejas tiesas, aunque por poco tiempo: después la piel se debilita y las orejas le vuelven a colgar. Que tiene las orejas demasiado grandes, se las recortan y, para que queden bien rectas, les meten dentro unas vainas de algarroba. O si, por ejemplo, alguien va a comprar una pareja de caballos y sólo uno de ellos tiene una estrellita en la frente, los tratantes se las arreglan para que al otro no le falte una estrellita igual: le frotan el pelo con piedra pómez o le aplican un nabo recién asado en el lugar indicado para que le salga el pelaje blanco, y la cosa funciona; no obstante, cualquiera que se tome la molestia de observarlo de cerca se dará cuenta de que el pelo crecido de ese modo es siempre un poco más largo que el original y se riza, como los pelos de la barba. Pero los tratantes suelen engañar más a menudo al público en relación con los ojos del animal: a un caballo se le pueden formar unos hoyuelos encima de los ojos, y eso a veces le afea, pero en esos casos el tratante le atraviesa la piel con un alfiler y después le acerca los labios y sopla con toda su alma, hasta que la piel se hincha y el ojo reluce sano y hermoso. Esto no resulta complicado, porque, como a los caballos les agrada sentir el aliento tibio, si se les sopla en los ojos, se quedan quietos, sin mover un pelo. Pero lo malo es que luego el aire se escapa, y los hoyuelos vuelven a aparecer encima de los ojos. Para comprobar si hay engaño, existe un método: conviene tantear en el cráneo para ver si hay aire metido bajo la piel. Pero lo más divertido es ver cómo venden caballos ciegos. Montan una auténtica comedia. El oficial acerca despacio una pajita al ojo del caballo, para comprobar si el animal ve la pajita; pero de lo que él no se da cuenta es de que, a todo esto, el tratante, justo en el momento en que se supone que el caballo debe sacudir la cabeza, le propina un puñetazo en el vientre o en un costado. Algunos lo que hacen es acariciarle suavemente, pero tienen un clavo escondido en el guante, y se lo clavan mientras hacen como que acarician al animal.
»Todas estas cosas, y diez veces más, le iba yo explicando al remontista, pero no le sirvió de nada; al día siguiente le vi comprar unos pencos impresentables, y encima me llamó para que los admirara, diciéndome:
»—Fíjate, hermano, qué maravilla. ¿Has visto cómo he aprendido a distinguir los buenos caballos?
»Yo les eché un vistazo, empecé a reírme y le contesté que no había nada que admirar.
»—Éste tiene los hombros demasiado rollizos, y se va a arrastrar a menudo por el suelo; ese otro tiene el cuerpo muy bayo: los cascos se le juntan al vientre y antes de un año se va a herniar; aquel de allí, cada vez que come su avena, no para de patear con las manos y se golpea las rodillas en el pesebre.
—Y así seguí criticando los caballos que había comprado, y en todos los casos el tiempo me vino a dar la razón.
»Al día siguiente el príncipe me dijo:
»—Es verdad, Iván, no soy capaz de asimilar tus secretos; sería mejor que trabajaras para mí como connaisseur y eligieras tú mismo los caballos, y yo me limitaría a poner el dinero.
»Yo acepté su propuesta y durante tres años viví estupendamente, no como siervo ni como asalariado, sino más bien como amigo y asistente, y, si no hubiera sido por mis escapadas, habría podido reunir un buen capital. Y es que, en las remontas, cuando un criador de caballos llegaba para hacer negocios, entablaba amistad con el oficial remontista, y enseguida enviaba a un hombre de su confianza a tratar con el connaisseur, para intentar ganárselo, pues cualquier criador sabía que allí quien de verdad llevaba la voz cantante no era el oficial, sino que todo dependía de que éste hubiera sabido hacerse con los servicios de un genuino connaisseur. Y yo, como ya les he dicho, era un connaisseur innato, y aprovechaba a conciencia aquellos dones que la naturaleza me había proporcionado: por nada del mundo estaba dispuesto a engañar a aquel a quien servía. Y mi príncipe lo sabía y me tenía en alta estima, y, mientras vivimos juntos, nos tratamos con toda franqueza. En cierta ocasión, perdió una buena suma de dinero durante la noche, jugando por ahí a las cartas, y a la mañana siguiente, nada más levantarse, vino a verme a las caballerizas, cubierto con un arjahiic[30], y me dijo:
»—¿Qué tal, mi casi medio honorable Iván Severiánich? ¿Cómo le va? —Le gustaba bromear, tratándome de«casi medio honorable», pero lo cierto es que, como tendrán ocasión de comprobar, me respetaba plenamente.
»Yo ya sabía qué andaba buscando cuando se dirigía a mí de esa manera, entono de broma, y le respondí, como siempre en esos casos:
»—Sin problemas; gracias a Dios, mis negocios van muy bien. Yen cuanto a usted, excelencia, ¿cómo van sus asuntos?
»—Los míos van tan horriblemente mal —me dijo— que no cabe pensar que pudieran ir peor.
»—¿Qué ha ocurrido, excelencia? ¿No habrá vuelto usted a perder, como viene siendo habitual últimamente?
»—Hadado usted en el clavo —me respondió—,mi medio honorable: he vuelto a perder; sí, señor, he vuelto a perder.
»—Y ¿de cuánto le han aligerado, señoría? —le pregunté.
»Inmediatamente me confesó cuántos miles había perdido, y yo, meneando la cabeza, le dije:
»—Ahora, lo que le haría falta, señoría, es un buen escarmiento; lo malo es que no haya nadie para dárselo.
»Él se echó a reír y dijo:
»—Eso es lo malo, que no hay nadie.
»—Si quiere, puede usted echarse en mi cama, que yo le pondré un saco limpio debajo de la cabeza y me encargaré de darle una buena azotaina.
»Evidentemente, estaba tratando de engatusarme: quería que le prestara mi dinero, para poder tomarse la revancha.
»—No —me dijo—, no me azote; prefiero que me preste parte del dinero destinado a los gastos, para intentar tomarme la revancha. Seguro que esta vez me desquito y los dejo a todos limpios.
»—No, muchas gracias —le contesté—; juegue usted si quiere, pero no cuente con que haya cambiado su suerte.
»—¡Y encima me lo agradece! —Al principio se rió, pero acabó enfadándose—. Haga el favor de no propasarse; deje de una vez de cuidar de mí y deme ese dinero.
Le preguntamos a Iván Severiánich si alguna vez le había dado al príncipe el dinero para la revancha.
—Nunca —nos contestó—. Yo, en esos casos, o bien le engañaba, diciéndole que me había gastado todo el dinero en avena, o bien me marchaba sin más de casa.
—¿Y no se enfadaba con usted?
—Sí, claro que se enfadaba. Me anunciaba, de buenas a primeras: «Está decidido; usted, mi medio honorable, ha dejado de trabajar para mí».
»Y yo le respondía:
»—Muy bien, qué se le va a hacer. Haga el favor de darme mi pasaporte.
»—De acuerdo —me decía—; prepárese para partir: mañana tendrá usted su pasaporte.
»Pero al día siguiente ninguno de los dos volvía a hablar del asunto. Antes de que hubiera transcurrido una hora, el príncipe venía a verme, con un talante muy distinto, y me decía:
»—Le estoy agradecido, mi extremadamente insignificante señor, por su firmeza de carácter, al haberme negado el dinero para la revancha.
»Y en esos casos se sentía siempre tan bien dispuesto conmigo que, cuando me ocurría algo en alguna de mis salidas, él me trataba como a un hermano.
—¿Y qué era lo que le ocurría a usted?
—Como ya les he dicho, de vez en cuando me permitía una de mis escapadas.
—Y ¿en qué consistían esas escapadas?
—Me marchaba de casa y me corría unas buenas juergas. Me había acostumbrado al vodka y, aunque evitaba beberlo a diario y no lo tomaba en condiciones normales, cada vez que algo me desasosegaba, me entraban unas ansias irrefrenables de beber e inmediatamente me marchaba por unos días y desaparecía del mundo. Y eso me ocurría de una manera impredecible; en alguna ocasión, por ejemplo, cuando nos desprendíamos de unos caballos, a pesar de que no eran, me parece a mí, criaturas de mi propia sangre, los echaba mucho de menos y me daba a la bebida. Sobre todo, si me había separado de algún ejemplar especialmente hermoso, entonces me parecía tener siempre delante de mi vista al muy sinvergüenza, y llegaba un momento en que necesitaba librarme de él como quien huye de un fantasma, y no me quedaba más remedio que hacer una de mis escapadas.
—¿Quiere decir que se emborrachaba?
—Bueno, sí; salía y me emborrachaba.
—¿Y estaba fuera mucho tiempo?
—Eh… bueno… no siempre era igual; dependía de cómo se diera la escapada. A veces bebía hasta que no me quedaba dinero, y entonces alguien me daba una paliza, o era yo el que pegaba a otro; otras veces, no duraba tanto: acababa en una celda o durmiendo la mona en una zanja, y todo iba bien, hasta que se me pasaba aquello. En esas situaciones, yo siempre seguía una regla; en cuanto notaba que necesitaba una escapada, iba a ver al príncipe y le decía:
»—Señoría, ya sabe lo que me pasa; tenga la bondad de hacerse cargo de mi dinero mientras yo me pierdo por ahí.
ȃl no replicaba; se limitaba a tomar mi dinero y a preguntar, si acaso:
»—¿Tiene usted intención de estar mucho tiempo fuera?
»Y mi respuesta dependía de las ganas que me hubieran entrado de beber; en función de eso, le anunciaba una escapada más corta o más larga.
»Y yo me marchaba, y él se ocupaba de todo, esperando a que concluyera mi salida. Todo iba bien, pero llegó un momento en que me sentí asqueado de esa debilidad mía, y decidí acabar con ella. Fue entonces cuando realicé mi última escapada, y aún hoy en día me da miedo recordarla.
No hace falta decir que todos nosotros animamos a Iván Severiánich para que tuviera la gentileza de contarnos hasta el final ese nuevo e infausto episodio de su vida, y él, siempre tan amable, no se resistió, y nos relató aquella «última escapada» de este modo:
—Teníamos una yegua, Didona, que habíamos adquirido de un criador de caballos; era una yegua joven, de pelaje dorado, y estaba destinada a un oficial. Era una auténtica belleza: tenía una cabecita preciosa, unos ojillos encantadores, unas fosas nasales sutiles y abiertas, que le permitían respirar cómodamente; sus crines eran ligeras; el pecho, bien asentado entre los hombros, parecía un barco; el lomo lo tenía flexible; las patas, ligeras, con los extremos blancos, y, cada vez que las echaba hacia delante, era como si estuviera jugando… En resumen, cualquier aficionado a los animales capaz de apreciar la belleza se quedaría encandilado contemplando a esa yegua. Yo me aficioné tanto a ella que nunca dejaba los establos y no paraba de acariciarla, para tenerla contenta. Me gustaba cepillarla y secarla de arriba abajo con un paño blanco, para que no le quedara ni una mota de polvo en el pelo, y hasta la besaba en toda la frente, en ese ricillo del que partía su dorado pelaje… En aquel tiempo había dos ferias de ganado a la vez; una se celebraba en L., la otra en K., y el príncipe y yo nos tuvimos que separar: yo fui a hacer tratos a una, mientras él acudía a la otra. De pronto, recibí una carta suya, en la que me pedía que le enviara una serie de caballos, entre ellos a Didona. No sabía para qué necesitaba a mi belleza, que tantas alegrías deparaba a mi ojo de experto. Pero, naturalmente, pensé que habría vendido aquella joya, o que la habría cambiado por otro caballo o, muy probablemente, que la habría perdido jugando a las cartas… El caso es que, una vez que le hube enviado a Didona, en compañía de unos mozos de cuadras, empecé a echarla muchísimo de menos y sentí que me vendría muy bien una escapada. En aquellos momentos, me veía en una situación muy especial: como ya les he contado, cada vez que sentía la necesidad de salir, tenía la costumbre de presentarme ante el príncipe y de poner en sus manos todo el dinero que había reunido, que solía ascender a una cantidad muy considerable, diciéndole que iba a desaparecer durante tales o cuales días. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias, en ausencia de mi príncipe? Me dije a mí mismo: «Lo que tengo que hacer es dejar de beber; mi príncipe no está aquí a mi lado, y yo no puedo hacer una escapada como es debido, porque no hay nadie a quien confiar el dinero, y además se trata de una bonita suma, que pasa de los cinco mil». Habiendo decidido que no era posible salir, y con el firme propósito de atenerme a esa decisión, me resistí a mi deseo de escapar y perderme durante unos cuantos días por ahí. Pero, a pesar de todo, en ningún momento tuve la sensación de que ese deseo estuviera remitiendo, sino que, por el contrario, cada vez eran mayores mis ganas de salir. Finalmente, me dediqué a pensar en una sola cosa: ¿cómo conseguir satisfacer mis ansias de hacer esa escapada y, al mismo tiempo, garantizar la seguridad del dinero del príncipe? Con ese objetivo, empecé a esconder el dinero en los lugares más inverosímiles, allí donde a nadie se le pudiera ocurrir depositar el suyo…
«¿Qué puedo hacer? —me preguntaba—. Está claro que no voy a ser capaz de dominarme, así que tengo que poner el dinero a buen recaudo, fuera de todo peligro, y sólo entonces podré dar rienda suelta a mi deseo y hacer esa salida». Pero estaba realmente desconcertado: no sabía dónde podía ocultar el maldito dinero. Daba igual donde lo dejara: en cuanto me alejaba unos metros, me asaltaba la idea de que alguien lo iba a robar. Volvía sobre mis pasos, recuperaba el dinero de inmediato y me lo llevaba a otro sitio para esconderlo… Acabé agotado de tanto andar escondiéndolo y volviéndolo a esconder: en los heniles, en los sótanos, en los desvanes, y en cualquier otro lugar, por muy inadecuado que pudiera parecer para guardarlo. Y, cada vez que me apartaba del escondrijo, enseguida tenía la sensación de que alguien me había visto esconderlo, y de que iban a encontrarlo sin falta, así que otra vez me daba la vuelta, volvía a coger el dinero y me lo llevaba de allí, pensando una vez más: «No, ya es suficiente; es evidente que el destino se opone en esta ocasión a que satisfaga mi deseo». Pero de pronto tuve una inspiración divina: «Seguro que es el diablo quien me está atormentando con este deseo. Tengo que librarme de ese canalla; debo acudir a un templo para expulsarlo de mi interior». Y asistí a la misa matutina, recé mis oraciones, tomé mi porción de pan bendito y, al salir de la iglesia, me fijé en una pared donde aparecía representado el Juicio Final, y allí, en un rincón, vi a los ángeles azotando con unas cadenas al diablo en la gehena de los condenados. Me detuve, me quedé contemplando la escena y recé, con más fervor aún, a los ángeles santos, mientras escupía al diablo y le ponía el puño delante delos morros, diciendo: «¡Chúpate ésa! ¡Ahora vas a ver lo que es bueno!». Después de eso, me sentí mucho más tranquilo y, tras pasar por casa y arreglar los asuntos pendientes, me dirigí a una fonda a tomar un té…
»En la fonda, entre los parroquianos, reconocí a un verdadero granuja, al más vano y veleidoso de los hombres. Yo ya me había encontrado con él en otras ocasiones, y siempre me había parecido un charlatán y un payaso, uno de esos que se arrastran de feria en feria, dirigiéndose a los señores en francés para solicitarles algún favor. Se conoce que procedía de una familia noble y que había servido en el ejército, pero después había perdido toda su fortuna en la mesa de juego y ahora andaba de acá para allá… Cuando entré en la fonda, los mozos intentaban ponerle de patitas en la calle, pero él no parecía dispuesto a marcharse y se mantenía en sus trece, diciendo:
»—¡No sabéis quién soy yo! Yo no soy un don nadie; yo he tenido mis propios siervos, y he azotado a muchos criados como vosotros en mis establos, por pura diversión. Y, si me he visto desposeído de toda mi fortuna, ha sido por expresa voluntad divina, pero aún tengo la marca de la ira de Dios; por eso mismo, ¡que nadie se atreva a tocarme!
»Los mozos no le hacían caso y se reían de él, pero él siguió contándoles cómo había vivido en otros tiempos: los carruajes en los que viajaba, cómo expulsaba de los parques públicos a todos los civiles o cómo se había presentado una vez desnudo ante la gobernadora. ‘Y ahora —siguió diciendo— he sido castigado por mi arbitrariedad y todo mi ser se ha vuelto de piedra, lo cual me obliga a tenerlo continuamente en remojo, así que ¡venga ese vodka! No tengo dinero con que pagarlo, pero, si es necesario, me comeré después el vaso”.
»Uno de los clientes mandó que le sirvieran una copa de vodka, porque quería ver cómo se la comía después. El charlatán se bebió el vodka de un trago y, acto seguido, tal y como había prometido, empezó a machacar con los dientes la copa de cristal y se la tragó a la vista de todo el mundo, y todos se quedaron estupefactos y prorrumpieron en sonoras carcajadas. Pero a mí me dio pena que un hombre de alta cuna como él, por culpa de su pasión por el vodka, se viera obligado a sacrificar de esa manera sus entrañas. Así que pensé que, como mínimo, había que ayudarle a limpiarse los intestinos de todo ese cristal, de modo que mandé que le sirvieran otra copa, de mi parte, pero en esta ocasión no le exigí que se comiera el cristal. Le dije: “¡No hace falta! ¡No te lo comas!”. Él se emocionó mucho y me dio la mano, agradecido.
»—Supongo que, en tu origen, has sido siervo de algún señor —me dijo.
»—Así es —le dije.
»—Se nota a la legua que no eres un cerdo, como todos éstos —dijo—. Grand merci por lo que has hecho.
»Yo le dije:
»—No hay de qué. Ve con Dios.
»—Espera —contestó—, estoy encantado de conversar contigo. Aída, hazme un sitio y me sentaré a tu lado.
»—Con mucho gusto, siéntate.
»Se sentó a mi lado y empezó a contarme de qué eminente familia provenía y qué esmerada educación había recibido, y luego dijo:
»—¿Qué estás bebiendo? ¿Té?
»—Pues sí, té. ¿Quieres acompañarme?
»—Gracias —respondió—, pero el caso es que no puedo tomar té.
»—¿Por qué no?
»—Pues porque mi cabeza no está hecha para el té —me explicó—. Mi cabeza está hecha para los excesos. ¡Pídeme, mejor, otra copa de vodka!
»De ese modo, me hizo pedirle primero una, luego otra, y después una tercera copa de vodka, y yo ya estaba hartándome de aquella situación. Pero lo que más me disgustó fueron sus muchas mentiras, pues no paraba de fanfarronear y de inventarse historias sobre lo importante que había sido, hasta que, de pronto, empezó a lamentar su infortunio, y a llorar, y a hacer aspavientos.
»—¿Te das cuenta de quién soy yo? —me decía—. Yo fui creado por Dios el mismo año que nuestro emperador, y los dos tenemos la misma edad.
»—Y eso ¿qué importa?
»—¿Qué importa, dices? ¿Tú has visto en qué situación me encuentro? ¿Te parece justo? A pesar de todo eso —dijo—, nadie se ha interesado por mí y he acabado siendo una verdadera nulidad y, como has podido ver, todo el mundo me desprecia. —Dicho lo cual, pidió más vodka, pero en esta ocasión mandó que le trajeran una garrafa entera, y siguió contándome una historia interminable sobre cómo los comerciantes se burlaban de él en las tabernas, y acabó diciendo—: Esos maleducados se creen que es una tarea sencilla esta de ir bebiendo sin descanso, tomando como tapa el cristal de las copas. Es un trabajo muy duro, hermano, que no está al alcance de mucha gente; pero yo me he entrenado para ello, porque cada quien tiene que cargar con su cruz, y yo lo voy sobrellevando.
»—Y ¿por qué —le hice ver— te aferras de esa manera a este hábito tuyo? Podrías dejarlo.
»—¿Dejarlo?—respondió—.Ah, no, hermano, eso me resulta imposible.
»—Imposible, ¿por qué? —le pregunté.
»—Pues me resulta imposible por dos razones —respondió—. En primer lugar, porque, sin haber bebido vodka, no soy capaz de acostarme, y tengo que seguir deambulando por ahí. Y, en segundo lugar, y lo más importante, porque mis sentimientos cristianos no me permiten dejarlo.
»—¿A cuento de qué viene eso? Entiendo que no puedas acostarte, porque supongo que seguirás buscando algo de beber; pero lo de que tus sentimientos cristianos no te permiten dejar ese vicio pernicioso, eso sí que no me lo creo.
»—Ya veo —contestó—; así que no te lo quieres creer… Todo el mundo dice lo mismo… Pero ¿no te has parado a pensar que, si yo dejo este hábito, otra persona lo recogerá y se lo quedará? Y ¿qué sería de esa persona? ¿Crees que se pondría contenta?
»—¡Dios no lo quiera! No, no creo que se pusiera contenta.
»—¡Ajá! —dijo—. ¿Lo ves? En tal caso, y dado que es necesario que yo sufra, por lo menos deberíais respetarme por lo que hago… Anda, pide que traigan otra garrafa de vodka. —Yo golpeé la mesa para pedir otra garrafa y me quedé escuchándole, porque estaba empezando a resultarme interesante, y él siguió diciendo—: Es justo y necesario que este tormento acabe en mí, sin extenderse a otras personas, porque yo provengo de una familia noble y he recibido una educación como es debido, hasta el punto de que, siendo todavía muy pequeño, ya le rezaba a Dios en francés. Pero he sido cruel y he hecho sufrir a la gente; me he jugado a mis siervos a las cartas; he apartado a las madres de sus hijos; me casé con una mujer rica y la maté a disgustos; por último, siendo yo el único culpable de todas mis desgracias, todavía acusaba a Dios por haberme dado ese carácter. Por eso, Él me castigó, cambiándome el carácter y dejándome sin el menor resto de orgullo: ya pueden escupirme a los ojos o darme una bofetada en plena cara, que yo me olvido de todo con tal de emborracharme.
»—¿Y ahora ya no protestas por tu nuevo carácter? —le pregunté.
»—No protesto, porque este carácter, aunque es peor, también es mejor —respondió.
»—¿A qué te refieres? Ahora sí que no te entiendo: ¿es peor, pero es mejor?
»—Quiero decir —respondió— que yo ahora lo único que sé es que estoy arruinando mi vida, pero no puedo arruinársela a los demás, porque todo el mundo se aparta de mí. Yo soy actualmente como el santo Job, cuando estaba cubierto de llagas en el pudridero, y ahí reside mi felicidad y mi salvación. —Dicho esto, apuró la última copa de vodka y pidió otra garrafa, proclamando—:Ten siempre presente una cosa, mi querido amigo: nunca desprecies a nadie, porque nadie conoce las razones por las que a otra persona le atormenta una pasión ni sabe cuál es la causa de su padecimiento. A nosotros, los poseídos, nos toca sufrir, para que los demás no tengan que cargar con ese peso. Y si tú personalmente te sientes afligido por algún deseo, no te apresures a librarte de él, no vaya a ser que otro hombre lo recoja y padezca por ese motivo. Lo que tienes que hacer es encontrar a un hombre que adopte de buen grado esa debilidad tuya.
»—Sí, pero ¿dónde se podría encontrar a un hombre así? —le pregunté—. No creo que haya nadie dispuesto a aceptar ese trato.
»—¿Por qué estás tan seguro? —respondió—. Tampoco hace falta que vayas muy lejos para encontrarlo; tienes a ese hombre delante: yo soy ese hombre.
»Le dije:
»—¿Estás de broma?
»Pero él, bruscamente, se puso de pie de un salto y dijo:
»—No, no estoy de broma; si no me crees, haz la prueba.
»—¿Cómo puedo hacer la prueba? —le pregunté.
»—Pues es muy sencillo. ¿Quieres saber cuál es mi mayor don? Porque yo, hermano, tengo un don especial. Como puedes ver, ahora mismo estoy borracho… ¿Estoy borracho, sí o no?
»Yo le miré detenidamente y vi que estaba amoratado, que se caía de sueño y que era incapaz de mantener el equilibrio. Le dije:
»—Claro que lo estás.
»Y él me respondió:
»—Muy bien, pues ahora date la vuelta un minuto y reza en voz baja, mirando hacia ese icono, un padrenuestro.
»Yo me di la vuelta, y justo acababa de rezar en voz baja el padrenuestro, mirando hacia el icono, cuando aquel caballero bebido volvió a ordenarme:
»—Muy bien, mírame otra vez. ¿Qué dices ahora? ¿Sigo estando borracho?
»Me volví hacia él y le vi completamente despejado, fresco como una rosa y sonriendo tan ufano.
»Le pregunté:
»—¿Cómo es posible? ¿Cuál es el truco?
»Pero él me respondió:
»—No hay ningún truco; esto se llama magnetismo.
»—No lo entiendo; ¿qué es eso?
»—Se trata de una fuerza de voluntad especial —me explicó— de la que disponen algunas personas, y que no se pierde por mucho que uno beba o duerma, porque es un don natural. Yo te he hecho la demostración para que comprendieras que, si quisiera, podría dejar de beber en cualquier momento, y no volvería a probar una gota de vodka en la vida. Pero lo que no quiero es que otro se dé a la bebida en mi lugar, ni que yo mismo, al corregirme, me olvide nuevamente de Dios. Ahora bien, si se trata de otras personas, estoy perfectamente preparado para liberarlas del deseo de beber en menos que canta un gallo.
»—En ese caso —dije—, hazme un favor: ¡ocúpate de mí!
»—Pero ¿es que tú bebes? —me dijo.
»—Bebo —contesté—, y a menudo bebo más de la cuenta.
»—No te preocupes —dijo—; la solución está en mi mano, y además estoy en deuda contigo por la generosidad que me has mostrado: te libraré de tu afición.
»—Sí, sí; te lo ruego, líbrame de ella, por favor.
»—Con mucho gusto, querido amigo, con mucho gusto —me dijo—; ahora me toca a mí corresponderte; te voy a quitar ese hábito y yo me quedaré con él. —Y, mientras lo decía, pedía a gritos más vodka y un par de copas.
»Le dije:
»—¿Para qué quieres dos copas?
»—Una para mí —me dijo—; y otra para ti.
»—Yo no pienso beber.
»Pero él pareció enfadarse y dijo:
»—¡Chis! Silence! ¡A callar! Tú aquí eres el enfermo.
»—Muy bien; como quieras: yo soy el enfermo.
»—Y yo soy el médico —me dijo—, y debes seguir mis indicaciones y tomar la medicina. —Y llenó las dos copas y empezó a agitar las manos por encima de mi copa, como si fuera una especie de chantre catedralicio. Agitó las manos una y otra vez, y entonces me ordenó—: ¡Bebe!
»Al principio, tuve mis dudas, pero como, a decir verdad, me apetecía mucho tomar un poco de vodka, y además él me lo estaba ordenando, pensé: “Bueno, aunque sólo sea por curiosidad, voy a beber”. Y bebí.
»—¿Qué te parece? —me preguntó—. ¿Te gusta o lo encuentras amargo?
»—No sé qué decirte.
»—Eso significa —aseguró— que no has bebido lo suficiente. —Y me sirvió otra copa y una vez más se puso a mover las manos por encima. Estuvo moviéndolas y sacudiéndolas un buen rato, y después me mandó beber esa segunda copa, y me preguntó:
»—¿Qué tal ahora?
»Yo, bromeando, le dije:
»—Esta vez me ha parecido un poco fuerte.
»Él sacudió la cabeza y acto seguido repitió la operación con la tercera copa, y volvió a ordenar:
»—¡Bebe!
»Bebí y le dije:
»—Ésta ha sido más floja. —Y en esta ocasión yo mismo cogí la garrafa y, tras hacerle los honores a él, me serví otra copa, y venga otra vez a beber. Él no me ponía ningún impedimento, pero, eso sí, no me permitía probar una gota de vodka sin haber hecho antes sus juegos de manos por encima de la copa. Cada vez que yo la cogía, él me la quitaba y decía:
»—¡Chis! Silence… Attendez!—Y agitaba las manos por encima, y después decía—: Ya está preparada: ahora puedes tomarlo, “según lo prescrito”.
»De ese modo me estuve curando con aquel noble arruinado en esa taberna, hasta que se hizo de noche, y estuve todo el rato muy tranquilo, porque sabía que no bebía por pura complacencia, sino para dejar de beber. De vez en cuando, me llevaba la mano al bolsillo para asegurarme de que mi dinero seguía en su sitio, y, al ver que todo estaba en orden, continuaba bebiendo.
»Mientras tanto, el otro seguía bebiendo conmigo y contándome episodios de su vida disipada, y especialmente me habló del amor, y acabamos riñendo, porque yo no quería saber nada de eso.
»Yo le dije:
»—¿Qué culpa tengo yo si no me atraen esas bobadas? Ya es más que suficiente con que sepa de eso un calavera como tú.
»Pero él me replicó:
»—¡Chis! Silence! ¡El amor es algo sagrado!
»—Bobadas.
»—Eres un palurdo —dijo—, y un canalla, si te atreves a burlarte del sentimiento más sagrado y a hablar de él con desprecio.
»—Lo digo y lo repito: no son más que bobadas.
»—¿Eres capaz de entender —me preguntó— el significado de esta expresión: “La belleza supone la culminación de la naturaleza”?
»—Sí —le respondí—; sé apreciar la belleza de un caballo.
ȃl dio un respingo, y a punto estuvo de abofetearme.
»—¿Así que tú crees que la belleza de un caballo —me dijo— constituye la “culminación de la naturaleza”?
»Pero se nos estaba haciendo muy tarde, y ya no tuvo ocasión de argumentar acerca de esa cuestión, porque el tabernero, viendo que estábamos los dos muy bebidos, les hizo un guiño a seis mocetones, que inmediatamente se plantaron delante de nosotros y nos pidieron que nos marcháramos; acto seguido, ellos mismos nos cogieron en vilo, nos pusieron de patitas en la calle y, dando un sonoro portazo, cerraron la taberna por aquella noche.
»En ese preciso momento dio comienzo un episodio delirante, tan confuso que, aunque han pasado muchos, muchos años desde entonces, todavía no he sido capaz de explicarme claramente qué es lo que ocurrió ni qué clase de fuerza actuó sobre mí, pues las tentaciones y las peripecias a los que me enfrenté aquella noche no creo que aparezcan siquiera en los relatos incluidos en el Chetminei[31].
»Lo primero que hice, tras verme en la calle, fue tantearme de nuevo el bolsillo para comprobar si mi cartera seguía ahí. Efectivamente, ahí estaba. “Ahora —pensé— tengo que encargarme de que regrese sana y salva a casa. Pero era una noche muy cerrada, no se imaginan ustedes hasta qué punto. En verano, en la región de Kursk, como saben, son frecuentes esas noches, completamente oscuras, pero también muy tibias y serenas: las estrellas brillan en el cielo, colgando como lamparillas de aceite, mientras abajo en la tierra la oscuridad es tan densa que parece que haya alguien a tu lado, tocándote y registrándote… Y en las ferias hay montones de indeseables, de toda clase y condición, y abundan los casos de robo y de homicidio. Yo, aunque era consciente de mi fuerza, no dejaba de reparar, en primer lugar, en que estaba borracho, y, en segundo lugar, en que, si se me echaba encima una docena de hombres, no tenía nada que hacer contra todos ellos, por muy fuerte que fuera, y me desplumarían sin remedio. Además, a pesar de mi valor, me acordaba de que, cada vez que me había levantado y me había sentado para pagar, mi compañero, el noble tronado, había tenido ocasión de ver que llevaba mucho dinero encima. Total, que se me ocurrió pensar: “¿No estará tramando algo contra mí? Y, por cierto, ¿dónde se habrá metido? Nos han echado juntos de la fonda: ¿cómo se las arreglado para desaparecer tan rápidamente?”.
»Me quedé parado, mirando a mi alrededor, procurando no hacer ruido, y, como no sabía su nombre, le llamé en voz baja de este modo:
»—¿Puedes oírme, magnetizador? —dije—, ¿dónde te has metido?
»De pronto, se plantó delante de mí, como un diablillo, y me dijo:
»—Aquí me tienes.
»Me dio la impresión de que aquélla no era su voz y, a pesar de lo oscuro que estaba, tampoco creí reconocer su cara.
»—Acércate más —le dije.
»En cuanto estuvo a mi lado, le agarré de los hombros y me puse a examinarlo de cerca, pero no era capaz de determinar quién era aquel individuo: fue como si, en el momento mismo de tocarle, se me hubiera borrado todo de la memoria. Tan sólo le oía farfullar unas palabras en francés: di—ca—ti—li—ca—ti—pe, pero no entendía nada de nada.
»—¿Qué murmuras? —le dije.
»Y él repitió en francés:
»—Di—ca—ti—li—ca—ti—pe.
»—Para ya, necio —dije—. Dime en ruso quién eres, porque se me ha olvidado.
»Me respondió:
»—Di—ca—ti—li—ca—ti—pe. Soy el magnetizador.
»—¡Bah, eres un caradura! —le dije. Y, por un instante, me pareció recordar quién era, pero luego empecé a mirarlo con más detenimiento y vi que tenía… dos narices. ¡Dos narices, casi nada! Y, reflexionando sobre esa cuestión, se me volvió a olvidar quién era… “¡Ah, maldito seas! —pensé—. La que me ha caído encima con un pillo como tú”. Una vez más, le pregunté:
»—¿Quién eres?
»Y él volvió a responder:
»—El magnetizador.
»—Piérdete de mi vista—le dije—. ¿No serás el demonio?
»—No exactamente —dijo—, pero algo parecido.
»Le di un golpe en la frente, y él se enfadó y me dijo:
»—¿Por qué me has golpeado? Yo trato de favorecerte, librándote de tu afición a la bebida, ¿y tú me pegas?
»Pero yo, por más que me esforzaba, seguía sin recordar quién era, y le dije:
»—Pero ¿por qué no me dices quién eres?
»Y él respondió:
»—Soy un fiel amigo.
»—Muy bien; pero, entonces, si eres mi amigo, ¿me puedes perjudicar?
»—No —me dijo—; pero lo que voy a hacer es presentarte a una criatura petite—commepeu que te hará sentirte un hombre nuevo.
»—Anda, deja ya de mentir, te lo ruego —le dije.
»—Es la verdad —replicó—, la pura verdad: una petite—commepeu…
»—¿A qué viene todo este parloteo en francés? —le pregunté—. ¡No entiendo qué es eso del petite—commepeu!
»—Le voy a dar un nuevo significado a tu vida —contestó.
»—Vale, eso está muy bien; pero ¿qué nuevo significado le puedes dar?
»—Se trata —dijo— de que llegues a comprender que “la belleza supone la culminación de la naturaleza”.
»—Y ¿por qué lo iba a comprender así, de pronto?
»—Ven conmigo —dijo—; ahora lo verás.
»—De acuerdo, vamos.
»Y nos fuimos de allí. Haciendo eses, es cierto, pero echamos a andar, no sé en qué dirección. Súbitamente recordé que no sabía quién era aquel que venía conmigo, y una vez más le pregunté:
»—¡Alto ahí! Dime de una vez quién eres. Si no, no sigo.
»Me lo dijo, y durante unos segundos volvía recordar quién era, y le pregunté:
»—¿Por qué se me olvida una y otra vez quién eres?
»Me contestó:
»—Eso se debe a la acción de mi magnetismo; pero no te asustes: enseguida se te pasa. Eso sí, déjame que te lo aplique nuevamente, con más fuerza esta vez.
»De repente me obligó a darme la vuelta y se quedó detrás de mí, y se puso a toquetearme los pelos del cogote… Era una sensación muy extraña: me estaba hurgando, y era como si quisiera introducirse en mi cabeza.
»Le dije:
»—Escúchame, quien quiera que seas, ¿qué andas buscando ahí?
»—Ten paciencia —me dijo—, y no te muevas: te estoy transmitiendo la fuerza de mi magnetismo.
»—Me parece muy bien —le dije— que me transmitas esa fuerza, pero ¿no será que me quieres robar?
»Él lo negó rotundamente.
»Entonces dije yo:
»—Espera un momento, que quiero asegurarme de que no le pasa nada a mi dinero. —Lo comprobé: el dinero estaba intacto—. De acuerdo —le dije—, ahora ya sé que no eres un ladrón.
»Pero una vez más se me había olvidado quién era, y en esta ocasión ni siquiera era capaz de recordar qué tenía que hacer para preguntárselo, pues me dominaba enteramente la sensación de que ya había logrado introducirse en mi interior a través de mi cogote, de modo que ahora estaba mirando el mundo a través de mis ojos y de que mis ojos eran como cristales para él.
»Pensé: “¡Caramba, sí que me la ha jugado bien!”. Y le pregunté:
»—Y ahora, ¿qué ha sido de mi visión?
»—Tú ya no tienes visión —me respondió.
»—¿Qué disparate es ése? ¿Cómo no voy a tenerla?
»—No tienes —respondió—; todo lo que ves ahora es lo que no está ocurriendo.
»—Y eso, ¿con qué se come? Venga, de acuerdo, voy a hacer la prueba.
»Abrí los ojos lo más que pude y me pareció ver toda clase de caras horrendas, encima de unas finas patitas, que me miraban desde los rincones más oscuros y me cortaban el paso, aguardándome en todos los cruces, diciendo:
“Vamos a matarle y a quitarle su tesoro”. Y el noble magnetizador estaba otra vez delante de mí con el pelo erizado y la cara resplandeciente, y a mi espalda oí un estruendo y un alboroto ensordecedor, con voces y repiqueteos y alaridos y chillidos y alegres carcajadas. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que tenía la espalda apoyada en una casa con las ventanas abiertas y luces en el interior, y de allí provenían el ruido y las voces, y el lamento de una guitarra, y ahí a mi lado seguía aquel noble, que no paraba de agitar las manos por delante de mi cara y de pasármelas después por el pecho, haciendo presión a la altura del corazón, y de cogerme los dedos, tirando de ellos suavemente, y vuelta otra vez a agitar las manos delante de mi cara. Ponía tanto empeño que, según pude ver, estaba empapado en sudor.
»Pero, en cuanto empezó a alumbrarme la luz que salía por las ventanas de la casa, fui recuperando la conciencia, así que dejé de tenerle miedo a mi acompañante y le dije:
»—Escúchame bien, quienquiera que seas: el demonio, el diablo o un simple diablillo; hazme un favor: despiértame del todo o desvanécete.
»Pero él me contestó:
»—Espera un poco, no ha llegado la hora: aún es peligroso, no puedes afrontarlo todavía.
»Y le dije:
»—¿Qué es eso que no puedo afrontar?
»—Pues algo que está ocurriendo en estos momentos en las esferas etéreas.
»—Y ¿cómo es que yo no oigo nada de particular?
»Pero él insistió en que, sin duda, yo no sabía escuchar, y me habló con un lenguaje celestial:
»—Tú —me dijo—,para aprender a escuchar, has de fijarte en el modelo del citarista, el cual inclina la cabeza hacia el pecho y concentra toda su atención en el canto, mientras tañe las cuerdas con la mano.
»Yo ya no sabía qué pensar: “No puede ser —me dije—. Lo que me acaba de decir no me recuerda en absoluto a la verborrea de un borracho”.
»Él me miraba y me pasaba suavemente las manos por encima, y siguió dirigiéndose a mí, tratando de persuadirme:
»—Y así, todas las cuerdas de consuno son pulsadas con gran maestría, las unas secundando a las otras, y la cítara derrama su canción y el citarista se regocija, movido por la dulzura de sus acordes.
»Les aseguro que no me parecía estar oyendo pronunciar unas palabras, sino el fluir de las aguas de un arroyo que pasara junto a mi oído, y pensé: “¡Caray con el beodo! ¡Hay que ver: se expresa como los mismos ángeles!”. Y el noble, a todo esto, dejó las manos quietas y dijo:
»—Bueno, ya he acabado contigo; ahora, ¡despiértate y recobra tu fuerza!
»Dicho lo cual, se inclinó y estuvo un buen rato buscando algo en el bolsillo de sus pantalones, hasta que por fin lo encontró. Vi que se trataba de un terroncito de azúcar, muy pequeño, pequeñísimo, y encima todo sucio, porque se conoce que llevaba ahí mucho tiempo. Apartó la porquería con las uñas, la limpió de un soplido y dijo:
»—Abre la boca.
»Yo dije:
»—¿Por qué? —Pero abrí la boca como un papanatas, y él me metió dentro el azucarillo, diciendo:
»—Chúpalo sin miedo; éste es el sacramento magnético y te dará fuerza.
»A pesar de que usaba palabras francesas, comprendí que se refería al magnetismo, y ya no le hice más preguntas, pues estaba ocupado chupando el terrón de azúcar, y ya no podía ver a la persona que me lo había dado. El diablo sabría si se había marchado en ese mismo instante, aprovechando la oscuridad, o si se lo había tragado la tierra; el caso era que yo me había quedado solo y que estaba ya perfectamente lúcido. Así que pensé: “¿Para qué voy a esperarle? Lo que tengo que hacer es irme a casa ahora mismo”. Pero había un inconveniente: no sabía en qué calle estaba, ni qué casa era aquélla que tenía al lado. Me dije: “¿Será esto de verdad una casa? A lo mejor, sólo me lo parece, pero se trata de una alucinación… Es de noche, todo el mundo está dormido; pero entonces, aquí, ¿por qué hay tanta luz? Bueno, será mejor hacer la prueba… Voy a entrar a ver qué es esto: si hay gente real, les preguntaré cómo puedo ir a casa, y si resulta que no es más que una ilusión óptica y no hay personas vivas… ¿qué me puede pasar? Con decirle al demonio que no se me acerque, que está en terreno sagrado, será suficiente para que desaparezca”.
»Con esa determinación y esa osadía, subí al porche, me santigüé y me quedé expectante, pero no pasó nada: la casa seguía en pie, sin tambalearse siquiera. Me fijé en que la puerta principal estaba abierta, y vi que tras ella había un largo y amplio zaguán, y al fondo, colgado de la pared, brillaba un farol con una vela encendida. Miré más detenidamente y descubrí otras dos puertas a la izquierda, ambas cubiertas con esteras, y encima de ellas había una especie de candelabros con unos espejos en forma de estrella. “¿Qué casa es ésta? —me pregunté—. Una taberna, propiamente, no parece, pero es evidente que se trata de algún establecimiento público, aunque no sabría decir de qué tipo”. Pero, aguzando un poco más el oído, advertí cómo, desde detrás de una de aquellas puertas que estaban cubiertas con esteras, fluían los acordes de una canción… Una canción de una languidez increíble, que te encogía el corazón, y la voz que cantaba esa canción era cristalina como una campanilla, y se te clavaba en el alma, atrapándote para siempre. Me quedé inmóvil escuchándola, y en ese momento se abrió una puerta distante y vi aparecer a un gitano muy alto con unos pantalones de seda y una casaca de terciopelo; estaba despidiendo a alguien que se marchaba por una puerta lateral, situada bajo el farol del fondo, en la que no había reparado al principio. Aunque, si he de ser sincero, no me fijé bien en aquella persona, medio la impresión de que se trataba de mi magnetizador, y oí cómo el gitano le decía:
»—De acuerdo, de acuerdo; no te tomes a mal lo de los cincuenta kopeks, querido amigo, y vuelve mañana: si sacamos algún beneficio de él, te daremos algo más por haberlo traído hasta aquí.
»A continuación, echó el cerrojo y se acercó a toda prisa hasta mí, haciendo como si me hubiera visto por casualidad, y me invitó a franquear una de las puertas que tenían un espejo estrellado encima, diciéndome:
»—¡Sea usted bienvenido, señor comerciante! Pase y disfrute de nuestras canciones. Tenemos unas cantantes magníficas.
»Mientras tanto, procurando no hacer ruido, abrió de par en par la puerta que estaba delante de mí… Entonces, caballeros, me pasó algo insólito: no sé lo que sería, pero lo cierto es que de pronto me sentí ahí como en casa. La habitación era amplísima, pero muy baja, y el techo parecía oscilar, como si estuviera echando barriga; todo estaba ennegrecido, cubierto de hollín, y el humo de tabaco era tan denso que casi no se podía apreciar que la lámpara del techo estaba encendida. Y por debajo de aquella humareda había gente… mucha gente, una verdadera multitud, y delante de toda esa gente cantaba una joven gitana con aquella voz que yo había alcanzado a oír desde el zaguán. Además, en el momento en que entraba, estaba acabando su canción y, con una exquisita finura, fue alargando la última nota, dejándola apagarse dulcemente hasta quedarse callada… Su voz se apagó y con ella, durante unos instantes, todo cesó… Pero, a los pocos segundos, todo el mundo estalló, fuera de sí, y se puso a aplaudir y a gritar. Yo no salía de mi asombro, preguntándome cómo podía haber allí tanta gente, que para colmo parecía multiplicarse en medio del humo. “¿Serán todos éstos auténticas personas? —me decía—.¿No serán animales salvajes?”. Justo en ese instante empecé a identificar algunos rostros conocidos: oficiales remontistas, criadores de caballos, mercaderes ricos y algunos hacendados de cuya afición a los caballos tenía yo constancia, y entre todo ese público la gitana se paseaba, de un modo que… Pero no hay palabras para describirla como mujer: para hacerse una idea, hay que referirse a ella, más bien, como si se tratara de una serpiente deslumbrante, que se desplazara sobre la cola, cimbreándose al andar y despidiendo fuego de sus ojos negros. ¡Una figura cautivadora! Llevaba en las manos una gran bandeja con abundantes copas de champán en los bordes, alrededor de un montón colosal de dinero. Lo único que no se veían allí eran monedas de plata; tan sólo había monedas de oro, y toda clase de billetes: azules como pájaros carboneros, grises como patos y rojos como urogallos; de todos, menos de los billetes blancos como cisnes[32]. Cada vez que le ofrecía una copa a alguien, éste se la bebía sin vacilar y soltaba en la bandeja la cantidad que se le antojaba, ya fuera una moneda de oro o un billete; entonces ella le besaba en los labios y le hacía una reverencia. Ya había recorrido de ese modo la primera y la segunda fila de invitados (el público estaba sentado formando una especie de semicírculo), y a continuación se paseó por la última fila, más allá de la cual estaba yo, de pie, detrás de una silla. Ya estaba a punto de darse la vuelta, sin hacer ademán de ofrecerme a mí una copa, cuando el viejo gitano que la seguía le gritó: “¡Grusha!”, y me señaló con los ojos. Ella le respondió agitando las pestañas… ¡Ay, Dios, qué pestañas! Larguísimas y negras, parecían tener vida propia, y se movían como pájaros… También me fijé en sus ojos, y vi que, cuando el viejo le dio aquella orden, echaron de pronto chispas, furiosos. O sea, que se había enojado con él por haberle mandado que me atendiera; no obstante, cumplió con su obligación: se me acercó desde la última fila, se inclinó ante mí y dijo:
»—¡Bebe a mi salud, estimado caballero!
»Yo no era capaz de responder: ¡hasta tal punto se había apropiado de mi voluntad! Desde el primer momento, tan pronto como se inclinó delante de mí por encima de la bandeja y pude ver la raya que, como un hilo de plata, dividía sus negros cabellos y bajaba serpenteando hasta perderse en su espalda, el diablo se apoderó de mí y ya no fui dueño de mi pensamiento. Me bebí la copa que me ofrecía y la miré a través del cristal: no acertaba a discernir si su tez era morena o pálida, pero sí pude darme cuenta de que, bajo su fina piel, se le había encendido el color, igual que una ciruela iluminada por el sol, y de que una venilla le latía en la sien delicada… “Aquí —pensé—, ante mis ojos, se encuentra la verdadera belleza, la culminación de la naturaleza; el magnetizador estaba en lo cierto: esto no tiene nada que ver con la hermosura de un caballo, un animal que se compra y se vende”.
»Apuré mi copa y la deposité, dando un golpe, en la bandeja, y ella se quedó expectante, deseosa de ver en cuánto valoraba yo sus besos. Yo, sin más dilación, me tanteé el bolsillo, pero ahí lo único que encontré fueron monedas de veinte y de veinticinco kopeks, y esa clase de calderilla. “Es muy poco —pensé—; sería humillante gratificar así la mordedura de esta serpiente; por otra parte, delante de la gente, me pondría en evidencia”.
»Mientras tanto, oía a los demás señores, que, sin tomarse siquiera la molestia de bajar la voz, le decían al gitano:
»—¡Eh, Vasili Ivánov!, ¿por qué le mandas a Grusha que atienda a ese gañán? Es una ofensa para todos nosotros.
»Pero él les contestó:
»—En esta casa, caballeros, todos los huéspedes nos merecen el mismo respeto y reciben idéntico trato; y mi hija conoce muy bien las costumbres gitanas, herencia de nuestros antepasados. Así que no tienen por qué sentirse ofendidos: lo que ocurre, sin duda, es que ustedes ignoran que hasta el hombre más tosco está capacitado para apreciar la belleza y el talento. Hay numerosos ejemplos de eso.
»Oyéndoles, pensé: “¡Ay, desgraciados, así se os coma un lobo! ¿Acaso os creéis que, por ser más ricos que yo, tenéis sentimientos más refinados? Bueno, que sea lo que Dios quiera: ya compensaré al príncipe más adelante, pero ahora no estoy dispuesto a pasar vergüenza ni a humillar a esta belleza sin par tratándola de una forma miserable”.
»Entonces me llevé la mano al bolsillo interior, donde guardaba todo mi dinero, y extraje del paquete un cisne de cien rublos, y lo deposité en la bandeja de un fuerte manotazo. Inmediatamente, la gitanilla cogió la bandeja con una mano y con la otra sacó un pañuelo blanco y me limpió los labios, pero después ni siquiera me llegó a besar, sino que me tocó levemente los labios con sus labios, y al hacerlo fue como si me los impregnara de veneno, tras lo cual se alejó.
»Ella se alejó, y yo me habría quedado clavado en el sitio, de no haber sido porque el viejo gitano, el padre de Grusha, me cogió del brazo y, con la ayuda de otro gitano, me arrastraron hacia delante, sentándome en la primera fila, al lado del jefe de policía y de otros distinguidos caballeros.
»Debo admitir que eso no me hizo mucha gracia y, si por mí hubiera sido, no habría aguantado allí mucho tiempo. Me apetecía irme, pero esos señores insistían en que no me marchara, y llamaron a la muchacha:
»—¡Grusha! ¡No permitas que se vaya nuestro querido huésped, Grúniushka!
»Ella se acercó y… el maligno sabrá qué clase de poder tenía ella en los ojos, pero el caso es que me dirigió una mirada y fue como si me inoculara una enfermedad mortal. Me dijo:
»—No nos hagas ese feo: quédate un poco más con nosotros.
»—La verdad —respondí—, me extrañaría mucho que hubiera nadie dispuesto a hacerte un feo. —Y me senté.
»Entonces ella me besó otra vez, y volví a experimentar la misma sensación de antes: fue como si me rozara la boca con un pincel emponzoñado y me incendiara la sangre con una llama lacerante que me abrasó el corazón.
»A continuación, se reanudaron las canciones y los bailes, y otra gitana pasó después ofreciendo champán. También ésta era hermosa, pero ¡ni punto de comparación con Grusha! No era ni la mitad de guapa que ella, así que cogí un puñado de monedas de veinticinco kopeks y las puse en la bandeja… Los señores se lo tomaron a risa, pero a mí ya todo me daba lo mismo: únicamente estaba pendiente de Grúshenka, ardía en deseos de volver a escuchar su voz como solista, sin un coro detrás. Y, sin embargo, no cantaba. Estaba sentada con las otras gitanas, acompañándolas en los estribillos, pero no hacía ningún solo, así que yo no alcanzaba a oír su voz, y tenía que conformarme con la visión de su preciosa boquita y de sus blancos dientes… “¡Ay de mí! —pensé—. Qué amarga suerte la mía: he entrado un momento, a ver qué pasaba, y ya he perdido cien rublos, ¡y ahora ni siquiera la oigo cantar!”. Pero, por fortuna, yo no era el único que quería escucharla; después de una pausa, los otros distinguidos visitantes, todos a una, se pusieron a gritar:
»—¡Grusha! ¡Grusha! ¡La barca! ¡Que cante La barca! ¡Grusha!
»Los gitanos, entonces, carraspearon para aclararse la voz, un hermano pequeño cogió la guitarra y la joven empezó a cantar. Ya saben ustedes cómo sonlas canciones de esa gente… Suelen llegarte muy adentro y te tocan el corazón, y yo, en cuanto sentí su voz, que ya me había atrapado antes, al oírla desde detrás de la puerta, me emocioné profundamente. ¡Qué maravilla! Empezó en un tono algo seco, casi varonil, con aquel: “El mar gime, el mar aúlla”… Y, realmente, a uno le parecía estar oyendo los gemidos del mar, y cómo se agitaba en él una barquilla, perdida en su inmensidad. Pero, de pronto, su voz cambió totalmente de registro para dirigirse a una estrella: “Estrella dorada, estrella querida que anuncias el día, tu luz me protege de las penas de este mundo”. Y, justo entonces, se produjo un nuevo cambio, algo inesperado. Todas sus canciones están plagadas de esa clase de giros dramáticos: tan pronto lloran, y parece que te van a arrancar el alma del cuerpo, como adoptan un tono opuesto y el corazón se serena… Así, en aquella canción, mientras la solista llevaba la barca de acá para allá en el ancho mar, los demás estallaron a coro, chillando:
Cha—lá—la, cha—la—la.
Cha—lá—la, pringalá.
Cha—la—la, pringa—la.
¡Hai da chepuringalia!
¡Hei hop—hai, ta gara!
¡Hei hop—hai—ta gara!
»Después de la canción, Grusha se dio otra vuelta con la bandeja, ofreciendo vino, y yo volví a sacarme un blanco cisne del bolsillo… Todo el mundo empezó a mirarme de reojo, porque, con esas propinas tan generosas, les estaba dejando en mal lugar, y les daba vergüenza poner el dinero después de mí. Pero a mí me traía sin cuidado, porque lo único que quería era manifestar lo que sentía en mi corazón, lo que encerraba en mi alma, y así lo hice. Cada vez que Grusha cantaba, yo le soltaba un cisne, y pronto perdí la cuenta de todos los que había sacado: se lo daba y listo. Por eso, cuando otros le pedían que cantara algo, ella se excusaba diciendo que estaba cansada, mientras que yo sólo tenía que hacerle un gesto al gitano viejo, pidiéndole que ordenara cantara la chica, para que él, con una simple mirada, la mandara cantar. Y cantó de este modo muchas canciones, a cual más emotiva, y yo le di a cambio incontables cisnes, hasta que, por fin, muy tarde ya, no sé qué hora sería, pero estaba a punto de amanecer, ella se sintió completamente agotada, muerta de cansancio, y en ese momento me dirigió una mirada muy expresiva, mientras empezaba a cantar: “Márchate, no me mires más, apártate de mi vista”. Con esas palabras parecía querer echarme de allí, pero, acto seguido, con otras empezó a interrogarme: “¿Acaso pretendes jugar con mi alma de leona y probar todo el poder de la belleza?”. ¡Otro cisne para ella! Me besó una vez más, de mala gana, y aquel beso fue para mí como una nueva mordedura, y percibí en sus ojos una llama sombría, mientras los otros gitanos, los muy picaros, a modo de despedida, rompieron a cantar:
¿No te das cuenta, preciosa,
de cuánto te quiero, amada?
»Todos se unieron, mirando a Grusha, y yo también la miraba, canturreando: “¿No te das cuenta, preciosa?”. Pero después a los gitanos les dio por cantar: “Que la casa y la estufa se marchen de aquí; que el patrón ya no tenga dónde dormir”, y todo el mundo, de repente, se puso a bailar… Bailaban los gitanos, bailaban las gitanas y bailaban los señores: todos juntos, entrelazados, como si la casa, efectivamente, se hubiera puesto en marcha. Las gitanas pasaban raudas por delante de los caballeros, y éstos se esforzaban por seguirlas, trataban de darles alcance: los más jóvenes, con un silbido; los mayores, con un jadeo. Según pude comprobar, nadie se había quedado sentado… Incluso los caballeros más circunspectos, a los cuales nunca me habría esperado ver entregados a semejantes excesos, se habían levantado de sus asientos. Tan sólo un respetable ciudadano, de edad provecta, aguantó más tiempo sentado; al principio se veía que le daba mucho apuro sumarse a la juerga, y se limitaba a observar el espectáculo y a estirarse los bigotes, pero más adelante, entre que si algún malintencionado le zarandeó en un hombro, y que si otro le soltó una patadita, al final acabó animándose y, aunque no supiera bailar, se puso a levantar las piernas de un modo muy poco decoroso. El jefe de policía, un hombre tremendamente obeso, padre de dos hijas casadas, boqueaba como un siluro en compañía de sus yernos, mientras taconeaba torpemente. Por su parte, un oficial remontista en uniforme de húsar, un capitán de caballería rico, apuesto y consumado bailarín, estaba poniendo toda la carne en el asador: con los brazos en los costados, daba unos vistosos taconazos del derecho y del revés, y se acercaba después a las gitanas, pavoneándose, y hacía como si quisiera atraparlas; pero, cada vez que se encontraba con Grusha, sacudía la cabeza, le arrojaba el gorro a los pies y gritaba: “¡Písalo, aplástalo, preciosidad!”, y ella… ¡Ella también bailaba de maravilla! Yo he visto a algunas actrices bailando en escena, pero, asu lado, ¡bah!, eran como esos caballos de los oficiales, sin pizca de fantasía, que sacan en los desfiles para hacer algunos numeritos y servir de distracción, pero que no tienen chispa. Aquella divinidad, al unirse a la danza, parecía flotar impávida como un faraón, sin balancearse hacia los lados, y al mismo tiempo podía oírse cómo, en el interior de ese cuerpo de serpiente, crujían los cartílagos y la médula se desplazaba de vértebra en vértebra; y así hasta que, de pronto, se quedaba quieta, se curvaba, levantaba un hombro y alineaba una ceja con la punta del pie… ¡Una obra de arte! Viéndola bailar así, todos los presentes perdieron la cabeza y se abalanzaron hacia ella como locos, desesperados; algunos con lágrimas en los ojos, otros enseñando los dientes, pero todos gritando al unísono:
»—Te lo daremos todo, pero ¡baila para nosotros! —Y le arrojaban el dinero a los pies, sin ton ni son: algunos le echaban monedas de oro; otros le echaban billetes.
»Y la gente se arremolinaba, formando una multitud cada vez más compacta; tan sólo yo seguía sentado, sin saber si sería capaz de controlarme mucho más tiempo, porque no soportaba verla pisando el gorro de aquel húsar… Cada vez que ponía un pie encima, se me llevaban todos los demonios, y notaba que algo se me rompía por dentro; y así una vez y otra vez, hasta que me dije: “¿Para qué voy a seguir atormentándome? Me dejaré llevar, y daré rienda suelta a mis impulsos”. De modo que me levanté de un salto, aparté al húsar de un empujón y, bailando en cuclillas, me planté delante de Grusha… Y, para evitar que siguiera pisando el gorro del húsar, se me ocurrió una idea: “Todos estos se desgañitan diciendo que están dispuestos a dar lo que haga falta —pensé—; pues ahora van a ver lo que es bueno: yo voy a demostrarles con los hechos que estoy decidido a no escatimar”. Entonces, dando un brinco, me saqué otro cisne blanco del bolsillo y lo puse a sus pies, y le grité: “¡Aplástalo! ¡Písalo!”. Al principio, ella no le hizo ni caso… No pareció importarle que mi cisne valiera más que el gorro del húsar, y no se dignó siquiera mirar el billete, concentrada como estaba en seguir al oficial de caballería; pero, por suerte, el viejo gitano advirtió lo que pasaba y enseguida le dio un pisotón a la chica… Ésta captó la insinuación y empezó a seguirme… Flotaba junto a mí, con la mirada clavada en el suelo, y, furiosa como el dragón de los cuentos, parecía que fuera a provocar un incendio en cualquier momento. Yo me limitaba a saltar como un diablillo enfrente de ella, y, cada vez que daba un salto, le arrojaba un cisne a los pies… Hasta tal punto la adoraba, que no podía evitar pensar: “¿No habrás sido tú, oh maldita, la creadora del cielo y de la tierra?”. Y, a todo esto, no paraba de animarla, con descaro: “¡Vamos, deprisa, más deprisa!”, y venga a echarle yo cisnes bajo los pies, hasta que, en un momento determinado, me llevé la mano al bolsillo para sacar otro y vi que apenas me quedaba ya como una docena… “¡Bah! —pensé—, al diablo con todo”, hice una pelota con aquellos billetes y se los tiré todos juntos a los pies, al tiempo que cogía una botella de champán de una mesa y la descorchaba de un golpe, gritando:
»—¡Apártate, preciosa, no te vaya a salpicar! —Y me bebí a su salud toda la botella de un trago, porque después de aquel baile me había entrado una sed terrible.
—Bueno, ¿y qué pasó después? —le preguntamos, intrigados, a Iván Severiánich.
—A partir de entonces, todo ocurrió tal y como lo había anunciado.
—Como lo había anunciado ¿quién?
—El magnetizador que me había llevado hasta allí; me había prometido que me liberaría del demonio de la bebida, y así fue: no he vuelto a probar una gota desde entonces. Lo hizo a conciencia.
—Sí, pero ¿cómo acabó usted con el príncipe, después de haberle dejado sin sus cisnes?
—Yo mismo no entiendo muy bien por qué, pero lo cierto es que resultó bastante sencillo. No sé cómo me separé de aquellos gitanos, ni cómo fui capaz de llegar a casa y acostarme. Lo primero que recuerdo es al príncipe aporreando mi puerta, llamándome a gritos; yo intentaba levantarme del catre, pero no lograba encontrar el borde, así que no podía bajar. Me arrastraba hacia un lado, y nada, me volvía hacia el otro, y ahí tampoco estaba el borde… Me había perdido en medio de la cama, ¡la cosa no tenía remedio! El príncipe venga a gritar: «¡Iván Severiánich!», y yo le respondía: «¡Ya voy!»; pero, por más que lo intentaba por todos los lados, no daba con el extremo, hasta que, por fin, me dije: «Bueno, si no puedo bajar de la cama como es debido, habrá que saltar». Pero, cuando me disponía a dar un buen salto, algo me golpeó en plena cara y todo empezó a tintinear y a desmoronarse a mi alrededor, y por detrás de mí lo mismo, todo tintineaba y se caía, y oí al príncipe diciéndole a un lacayo: «¡Trae una luz, rápido!».
»Yo me quedé quieto, sin mover un dedo, porque no sabía si todo aquello estaba ocurriendo de verdad o lo estaba soñando, y supuse que aún no habría encontrado el borde del catre y que aún seguiría en la cama; pero, cuando el lacayo trajo la luz, lo que vi fue que, en realidad, había rodado por el suelo y había embestido una vitrina de cristal, propiedad del príncipe, y la había hecho añicos…
—¿Cómo podía estar usted tan desorientado?
—Muy fácil: pensé que, como siempre solía hacer, me habría acostado en mi catre, que está en alto; pero se conoce que, al volver de la farra con los gitanos, me quedaría dormido en el suelo, y por eso, al buscar el borde de la cama, lo que hice fue arrastrarme de un lado para otro, y después, cuando di aquel salto, me estampé contra la vitrina. Aunque, si anduve sin rumbo por el cuarto, fue porque aquel dichoso magnetizador, al librarme del diablo de la bebida, no me libró del diablo de la vida errabunda… En aquel preciso instante, recordé una cosa que me había dicho: «Si dejas la bebida, más te vale que no te encuentres con algo peor», y salí en su busca, porque quería pedirle que me desmagnetizara, devolviéndome a mi estado anterior, pero no pude dar con él. También llevaba el pobre una pesada carga sobre los hombros y no podía con ella: así que, por lo visto, en una taberna situada enfrente de la casa de los gitanos, bebió tanto que acabó muerto.
—¿De modo que usted se quedó magnetizado?
—Sí, señor, así me quedé.
—Y ese magnetismo ¿tuvo un efecto muy prolongado en usted?
—¿Cómo que muy prolongado? Posiblemente, aún seguirá actuando sobre mí.
—En cualquier caso, nos gustaría saber cómo se las arregló usted con el príncipe. ¿No le pidió a usted explicaciones por lo ocurrido con sus cisnes?
—Bueno, sí tuve que darle explicaciones, pero aquello tampoco tuvo mayor importancia. El propio príncipe también había regresado de su viaje con las manos vacías, después de haberlo perdido todo jugando a las cartas. Empezó a pedirme dinero para intentar desquitarse. Le dije:
»—No pierda el tiempo insistiendo; estoy sin blanca. —Pensó que era una broma, pero enseguida añadí—: Es la pura verdad. En su ausencia, hice una escapada y gasté mucho dinero.
»Me preguntó:
»—¿Cómo has podido gastar cinco mil rublos en una sola salida?
»Y yo le dije:
»—Se los di todos a una gitana… —Seguía sin creérselo, y yo le dije—: Muy bien, pues no me crea, pero le estoy diciendo la verdad.
»A punto estuvo de enfadarse conmigo; me ordenó:
»—Cierra la puerta, que voy a enseñarte lo que pasa cuando se derrocha de esa manera el dinero del gobierno. —Pero, a continuación, debió de pensárselo dos veces, porque añadió—: Déjalo, no tiene importancia, yo soy otro perdulario igual que tú.
»Entonces se retiró a su cuarto, para seguir durmiendo, y yo me fui también a dormir a un henil. Pero, cuando recobré la conciencia, me vi en un hospital y oí comentar que había sufrido delirios y había intentado colgarme, pero que, por suerte, me habían puesto una camisa de fuerza. Después, cuando recobré la salud, me presenté en la hacienda del príncipe, que, a todo esto, se había retirado del servicio activo, y le dije:
»—Quiero trabajar para usted, excelencia, para compensarle por el dinero que le debo.
»Me contestó:
»—Vete al infierno.
»Me di cuenta de que estaba muy enfadado conmigo, así que me aproximé a él y agaché la cabeza.
»—¿A qué viene eso? —me dijo.
»_Por lo menos —le rogué—, deme usted un buen tirón de orejas.
»Pero me respondió:
»—¿Por qué estás tan seguro de que estoy enfadado contigo? A lo mejor, no considero que seas culpable de nada.
»—Por Dios, señor —le dije—, ¿cómo no voy a ser culpable, habiendo derrochado montañas de dinero? De sobra sé que soy un canalla, y que la horca no sería suficiente castigo para mí.
»Pero él me respondió:
»—¿Y qué le vas a hacer, hermano, si eres todo un artista?
»—¿Cómo? —le dije—. ¿Qué quiere decir?
»—Pues eso —me respondió—, que tú, mi queridísimo Iván Severiánich, mi medio honorable, eres un artista.
»—Pues no le entiendo —dije.
»—No pienses que es nada malo —me dijo—, porque yo también soy un artista.
»Al oírle, me dije a mí mismo: “Bueno, ahora ya lo voy entendiendo: no soy aquí el único que sufre delirios”.
»Pero él se levantó, le dio un golpe a la pipa contra el suelo y dijo:
»—No me extraña nada que arrojaras a los pies de esa joven todo el dinero que llevabas encima, porque yo mismo, hermano, he dado por ella más de lo que tengo y de lo que nunca he tenido.
»Yo le miré estupefacto.
»—Por el amor de Dios, excelencia, pero ¿qué está diciendo? Me está usted asustando.
»—No tienes por qué asustarte —respondió—; Dios aprieta, pero no ahoga, y ya verás cómo me las arreglo para salir adelante. Aunque lo cierto es que he pagado cincuenta mil por Grusha en el campamento gitano.
»Yo me quedé de una pieza.
»—¿Cómo es posible? —dije—. ¡Cincuenta mil! ¿Por esa gitana? ¿Cómo puede valer tanto esa viborilla?
»—Vaya, en esta ocasión —me replicó—, mi medio honorable, has hablado como un necio, no como un artista… ¿Cómo no va a valer tanto? Por una mujer hay que dar todo lo que uno tenga en este mundo, porque la enfermedad que nos transmite no tiene cura, ni aunque ofrezcamos a cambio un imperio, pero ella puede sanamos en un instante.
»Pensé que, sin duda, tenía razón, pero, de todos modos, no dejé de mover la cabeza, insistiendo:
»—¡Cincuenta mil! ¡Menuda suma! ¡Se dice pronto!
»—Sí, sí —dijo—; y déjalo ya, porque aún tuve suerte de que aceptaran esa cantidad; de no haber sido así, les habría dado más… Todo lo que me hubieran pedido, se lo habría dado…
»—Lo que tenía que haber hecho usted, señor, era escupir, y asunto concluido.
»—Habría sido incapaz, hermano —me dijo—; habría sido totalmente incapaz de escupir.
»—Y eso, ¿por qué?
»—Porque ya me había envenenado con su belleza y su talento, y necesito que me cure si no quiero volverme loco. Dime la verdad: ¿es o no es una belleza? ¿Eh? ¿A que tengo razón? Dime si no es para volverse loco, ¿a que sí? —Yo me mordía los labios, y tan sólo era capaz de asentir en silencio, pensando: “¡Tiene razón! ¡Tiene toda la razón!”—. Tú sabes que yo estaría dispuesto —siguió diciendo el príncipe— a morir por esa mujer si hiciera falta. ¿Puedes entenderlo? ¿Puedes entender que estaría dispuesto a morir por ella sin pedir nada a cambio?
»—Pues claro —le dije—, eso es fácil de entender: la belleza es la culminación de la naturaleza.
»—¿Qué quieres decir con eso?
»—Quiero decir que la belleza es la culminación de la naturaleza y que, por eso mismo, para un hombre que se queda extasiado en su contemplación, la muerte puede llegar a ser… ¡una alegría!
»—¡Brillante! —me respondió el príncipe—; has estado brillante, mi casi medio honorable y muy insignificante Iván Severiánich. A eso me refería: la muerte puede ser una alegría, y por eso estoy ahora tan contento de haber cambiado totalmente de vida por ella. He solicitado el retiro, he hipotecado mi hacienda, y de ahora en adelante viviré siempre aquí, sin ver a nadie más, limitándome a contemplar su rostro.
»En ese momento, bajé la voz y le pregunté con un susurro:
»—¿A qué se refiere usted? ¿Es que ella está aquí?
»Y él me contestó:
»—Y ¿dónde querías que estuviera? Claro que está aquí.
»—¿Es posible? —dije.
»—Espera un momento —me dijo—, ahora la traigo. Tú eres un artista; a ti no te la voy a ocultar.
»Dicho lo cual, salió por la puerta, dejándome allí solo. Mientras esperaba, reflexioné: “¡Ay, qué poco me gusta eso que has dicho de que sólo la piensas mirar a ella! ¡Pronto te cansarás!”. Pero tampoco tuve ocasión de entrar a considerar todos los detalles, porque, en cuanto me acordaba de que ella estaba allí, enseguida sentía cómo me subía un calor por todo el cuerpo, y me aturdía pensando: “¿Será posible que la vaya a ver?”. De pronto, entraron los dos; el príncipe venía delante: traía en una mano una guitarra con una ancha banda colorada, y con la otra tiraba de Grúshenka, agarrándola con firmeza; ella parecía abatida y se resistía a levantar la mirada: lo único que movía eran sus negras pestañas, que se agitaban como alas de pájaros.
»El príncipe la hizo pasar, la cogió en brazos y la sentó, como a un niño pequeño, en un sofá ancho y blando, con los pies en una esquina; le puso un cojín de terciopelo en la espalda y otro debajo del codo derecho; a continuación, le colgó del hombro la banda de la guitarra y le colocó los dedos en las cuerdas. Después, se sentó en el suelo, al lado del sofá, y bajó la cabeza hacia su zapatilla roja de tafilete, y me hizo un gesto con la cabeza, invitándome a sentarme.
»Yo me dejé caer muy despacio y me senté en el suelo, junto a la puerta, con las piernas cruzadas, y ahí me quedé, mirándola. Reinaba un silencio incómodo en la habitación. Seguí sentado un buen rato, hasta que me empezaron a doler las piernas, pero, cada vez que me fijaba en ella, veía que conservaba la misma postura; si, por casualidad, miraba al príncipe, me daba cuenta de que éste se estaba comiendo los bigotes, de pura angustia, pero no se animaba a dirigirle la palabra a Grusha.
»Le hice una señal al príncipe, sugiriéndole que le mandara cantar alguna cosa. Pero él me respondió con otra pantomima, explicándome que ella no le iba a hacer caso.
»De modo que ahí seguíamos los dos en el suelo, esperando, y de repente ella empezó a desvariar, suspirando y sollozando, y una lágrima le rodó por la mejilla, y los dedos, como si fueran avispas, empezaron a deslizarse por las cuerdas, haciéndolas vibrar… Y entonces, en voz muy baja, y como si estuviera llorando, rompió a cantar: “Escuchad, buenas gentes, mi tristeza profunda”…
»Y el príncipe me susurró:
»—¿Qué te parece?
»Yo, también en un susurro, le respondí en francés:
»—Petite commepeu —le dije, porque no era capaz de decir nada más.
»Pero en ese momento ella chilló: “Me venden por mi belleza, me venden”, y de repente se desembarazó de la guitarra, arrojándola al suelo, se quitó la pañoleta de la cabeza, se tendió en el sofá boca abajo y, hundiendo la cara en las manos, empezó a llorar. Al verla, también a mí me dio por llorar, y en cuanto al príncipe… él también se puso a llorar, pero cogió la guitarra y empezó, más que a cantar, a salmodiar, como si estuviera celebrando la misa: “Si pudieras ver el fuego amoroso que consume mis entrañas, si supieras cuánta añoranza hay en mi alma apasionada…”, y venga después a sollozar. Siguió cantando entre sollozos: “Consuela a este desconsolado, haz dichoso a este desdichado”. Con tan intensas emociones, la muchacha, según pude ver, empezó a prestar atención a sus lágrimas y a su canto, y se fue serenando y resignando, hasta que retiró lentamente una mano de su propio rostro y con ella le envolvió la cabeza, con la dulzura de una madre…
»Comprendí que, en esos momentos, ella se sentiría triste por él, y estaría dispuesta a consolarlo y a aliviar el pesar de su alma atormentada, así que me levanté con mucho cuidado y me fui de allí sin que me vieran.
—Seguro que fue entonces cuando ingresó usted en el monasterio, ¿no es así? —le preguntó alguien al narrador.
—No; no, señor; no fue por aquel entonces, eso ocurrió mucho más tarde —replicó Iván Severiánich. Y añadió que, antes de eso, todavía le tocaría encontrarse repetidamente con esa mujer, hasta que el destino les deparó todo lo que les tenía reservado a los dos.
Huelga decir que los pasajeros que estaban escuchando le pidieron encarecidamente que les contase, aunque fuera de forma resumida, la historia de Grunia, e Iván Severiánich atendió sus peticiones.
—Deben saber, señores —empezó Iván Severiánich—, que mi príncipe era una persona de buen corazón, pero sumamente voluble. Cualquier cosa que se le antojaba tenía que obtenerla de inmediato, costara lo que costara, pues, de otro modo, creía enloquecer. En esos momentos, estaba dispuesto a lo que fuera con tal de alcanzar su objetivo, pero después, una vez conseguido, no sabía apreciar su buena fortuna. Eso mismo fue lo que le ocurrió con la gitana Grusha: en este caso, el padre de la muchacha y los otros gitanos del campamento le calaron a la primera, y por eso le pidieron por ella una cantidad de dinero tan exorbitante, más de lo que el príncipe se podía permitir, porque, a pesar de que sus tierras eran muy considerables, se hallaban en un estado deplorable. De hecho, no disponía de bastante dinero para pagar el precio estipulado por los gitanos, por lo que se vio obligado a endeudarse y tuvo que desvincularse del servicio en el ejército.
»Conociendo sus hábitos, yo no esperaba que fuera capaz de hacer feliz a Grusha, y todo acabó como yo me temía. Al principio, el príncipe se mostraba muy cariñoso con ella, no se cansaba de mirarla y vivía para ella, pero un buen día empezó a bostezar y, desde entonces, me estaba pidiendo constantemente que fuera a hacerles compañía.
»—Siéntate —solía decirme— y escucha.
»Yo cogía una silla, me sentaba cerca de la puerta y me quedaba allí escuchando.
»Y es que, a menudo, cuando él le pedía que cantara para él, ella le replicaba:
»—¿Que cante para quién? Pero si es que tú te has vuelto muy frío —le decía—, y yo necesito cantar para alguien cuya alma se abrase y se desgarre con mis canciones.
»En esos casos, el príncipe mandaba que me fueran a buscar de inmediato, y la escuchábamos los dos juntos. Más adelante, era la propia Grusha la que le recordaba que me llamara, y empezó a tratarme de un modo muy amigable. Más de una vez, después de oírla cantar, me quedaba en su estancia bebiendo té, en compañía del príncipe, aunque, eso sí, yo me lo tomaba, como es natural, en una mesa aparte o incluso de pie, algo retirado, junto a la ventana. No obstante, cuando ella estaba sola, siempre me sentaba a su lado. Así fue pasando el tiempo, y al príncipe se le veía cada vez más preocupado, hasta que un día me dijo:
»—No sé si sabrás, Iván Severiánov[33], que las cosas me van bastante mal.
»—Bastante mal, ¿en qué sentido? Gracias a Dios, usted vive como es debido y tiene de todo.
»El príncipe se puso furioso:
»—Pareces tonto, mi medio honorable —me dijo—, ¿cómo que tengo “de todo”? ¿Qué es lo que tengo?
»—Pues todo lo que necesita.
»—Eso no es verdad —dijo—. Estoy en la ruina. Tengo que hacer muchas cuentas antes de poder permitirme una botella de vino en la comida. ¿Qué vida es ésta? ¿Eh? Dímelo tú.
»Entonces pensé: “Vaya, así que eso es lo que le tiene amargado”, y le dije:
»—Bueno, tampoco es tan grave que a veces falte el vino: se puede vivir sin él; en cambio, tiene usted otra cosa que es más dulce que el vino y la miel.
»Comprendió que estaba aludiendo a Grusha, y pareció avergonzarse; se puso a dar vueltas por el cuarto y a hacer gestos con las manos, y dijo:
»—Claro… claro… Desde luego… Es sólo que… Mira, ya llevo seis meses viviendo aquí encerrado, y tampoco he recibido visitas de nadie.
»—Pero ¿para qué necesita usted ver a nadie, teniendo a su lado a la persona amada?
»El príncipe se puso colorado.
»—No has entendido nada, hermano —me dijo—: las cosas sólo son buenas cuando también tenemos otras.
»Viendo por dónde iba, le pregunté al príncipe:
»—¿Qué piensa hacer ahora, señor?
»—Me gustaría dedicarme otra vez a la compraventa de caballos —me dijo—. Quiero que los remontistas y los criadores vuelvan a entrar en esta casa.
»Mal negocio, a mi juicio, e impropio de un noble, era el de tratante de caballos, pero me dije: “Habrá que tener al niño contento para que no llore”, y le contesté:
»—Magnífica idea.
»Así que nos dedicamos a poner en funcionamiento los establos. Al principio, el príncipe se consagró en cuerpo y alma a su nueva pasión: en cuanto ganaba algo de dinero, lo invertía de inmediato en la compra de caballos, pero lo hacía sin ningún criterio, arramblando con todo, y a mí no me hacía ningún caso… Comprábamos mucho, pero no vendíamos nada… Enseguida se cansó, se olvidó de los caballos y le dio por intentar el primer negocio que se le pasaba por la cabeza: tan pronto se entusiasmaba con la construcción de un nuevo modelo de molino, como abría una talabartería, pero siempre con el mismo resultado: más pérdidas, más deudas y, lo peor de todo, un humor cada vez más agriado… No paraba en casa, siempre andaba de acá para allá, buscando no se sabía qué, y Grusha se quedaba sola, y encima, en su situación… porque estaba embarazada. Le echaba mucho de menos. “Casi no le veo”, solía decir; pero se sobreponía y se crecía ante la adversidad; en cuanto notaba que el príncipe después de pasarse un par de días encerrado en casa, se empezaba a aburrir, ella misma le sugería:
»—Tendrías que salir por ahí y distraerte, mi joya, mi tesoro; no tiene ningún sentido que te quedes aquí conmigo: yo soy una simple, una mujer sin estudios.
»Al oír estas palabras, el príncipe, por lo general, se sentía avergonzado: le besaba las manos y aguantaba como podía dos o tres días más. Pero después salía disparado como una flecha, y ya no paraba, y me encargaba a mí que me ocupara de ella.
»—Cuídala —me dijo una vez—, mi medio honorable Iván Severiánov; tú eres un artista, no eres un charlatán como yo, sino un artista de primera, y por eso sabes cómo hablar con ella y consigues que los dos estéis contentos. Porque, lo que es a mí, cada vez que la oigo llamarme “mi joya” y “mi tesoro”, me entra un aburrimiento mortal.
»Y yo le dije:
»—Pero ¿por qué? Si sólo son palabras cariñosas.
»—Serán cariñosas —respondía—, pero también son ñoñas y pesadas.
»Yo ahí ya me callé, pero a partir de entonces empecé a visitar a Grusha con asiduidad; cuando el príncipe estaba ausente, yo me pasaba a verla un par de veces al día: tomábamos el té juntos en sus aposentos, y yo procuraba distraerla en la medida de mis posibilidades.
»Y la verdad es que necesitaba distracción, porque, cada vez que empezábamos a hablar, ella siempre se quejaba:
»—Mi buen Iván Severiánovich, mi amigo del alma —me decía—, los celos están acabando conmigo.
»Yo, como es natural, trataba de hacerla entrar en razón:
»—¿A qué vienen tantas preocupaciones? —le decía—. Vaya a donde vaya, él siempre vuelve a ti.
»Pero ella se echaba a llorar, y se daba golpes en el pecho, diciendo:
»—No, no; dime la verdad… No intentes ocultarme nada, mi querido amigo, ¿adónde suele ir?
»—Frecuenta a otros nobles —le decía—, de los alrededores o de la ciudad.
»—¿Y no habrá por ahí alguna que le aparte de mí? —me preguntaba—, Dime: ¿no será que ya quería a otra, antes de conocerme a mí, y ahora ha vuelto con ella? ¿No estará pensando en casarse ese sinvergüenza? —Y, mientras decía esas cosas, los ojos le brillaban de un modo que daba miedo verla.
»Yo la consolaba, pero pensaba para mí: “Cualquiera sabe lo que estará haciendo”, porque lo cierto es que en esa época casi no nos veíamos.
»Cuando le daba por pensar que el príncipe tenía intención de casarse, Grusha me decía:
»—Por favor, Iván Severiánovich, mi buen amigo, ve a la ciudad cuanto antes; ve a la ciudad —me pedía— y averigua todo lo que haya que averiguar sobre él. Asegúrate bien de lo que pasa, y luego cuéntamelo todo, sin tapujos.
»Cada vez me insistía más y más, y al final me dio tanta lástima de ella, que pensé: “Pase lo que pase, iré. Ahora bien, si me entero de que el príncipe la está engañando, tampoco pienso contárselo todo; pero, al menos, descubriré qué es lo que ocurre y procuraré poner las cosas en claro”.
»Como pretexto para mi visita a la ciudad, alegué que tenía que conseguir unos medicamentos para los caballos en los herbolarios. De ese modo, me fui para allá, pero no me fui sin más ni más, sino que llevaba ya un plan trazado.
»Algo que Grusha no sabía, y que teníamos terminantemente prohibido comentar los sirvientes, era que el príncipe, antes de conocerla, había tenido una amante en la ciudad: se trataba de Yevguenia Semiónovna, una mujer de familia noble, hija de un secretario gubernamental. Tenía fama en toda la ciudad de ser una excelente pianista, una dama bondadosa y una mujer de gran hermosura. Había tenido una hija del príncipe, pero después había engordado y, según se decía, él la había abandonado por ese motivo. Sin embargo, como por entonces él aún disponía de una estimable fortuna, le había comprado una casa a esta dama, y allí vivía ella con su hija, disfrutando de las rentas que producía. Después de haberla compensado de esa manera, nunca volvió a visitarla, pero los criados del príncipe aún conservaban un magnífico recuerdo de ella y, siempre que iban a la ciudad, solían pasar a verla, porque la apreciaban mucho; ella, a su vez, se mostraba muy cariñosa con ellos y así averiguaba, de paso, cómo le iba al príncipe.
»Total, que, una vez en la ciudad, me dirigí a casa de esta buena señora, y le dije:
»—Me gustaría alojarme en su casa, rnátushkcf[34] Yevguenia Semiónovna.
»Ella me contestó:
»—Claro que sí; encantada —me dijo—, Pero ¿por qué no has ido primero a ver al príncipe, a su casa en la ciudad?
»—Ah, pero ¿es que él está aquí, en la ciudad? —dije.
»—Sí —respondió—. Lleva aquí más de una semana. Está montando un nuevo negocio.
»—¿Qué clase de negocio?
»—Una fábrica de paños —me dijo—, que ha tomado en arriendo.
»—¡Dios mío! ¿Qué se le habrá ocurrido ahora?
»—Caramba —dijo—, ¿y qué tiene de malo?
»—No, nada —le dije—; sólo que me ha sorprendido.
»Ella sonrió.
»—Eso no es nada —me dijo—. Lo que sí es sorprendente es la carta que me ha escrito en la que me pide que le reciba hoy mismo. Dice que está ansioso por ver a su hija.
»—¿Y le ha dado usted su permiso, mátushka Yevguenia Semiónovna? —dije.
»Se encogió de hombros y me respondió:
»—¿Por qué no? Que venga a ver a su hija. —Dicho esto, suspiró y se quedó pensativa, con la cabeza inclinada. Parecía tan joven aún, tan rubia y tan lozana; además, sus modales eran tan distintos de los de la muchacha gitana… Grusha sólo sabía repetir lo de “mi joya” y “mi tesoro”, y de ahí no pasaba, pero ésta de aquí era otra cosa… Me puse celoso y pensé: “Ay, confío en que, cuando esté mirando a su hija, no se le ocurra mirarte también a ti, con ese insaciable corazón suyo. Como eso ocurra, me temo que a mi Grúshenka no la espera nada bueno”.
»Mientras seguía dándole vueltas a esa cuestión, me dirigí al cuarto de la niña, donde una vieja ama, atendiendo las indicaciones de Yevguenia Semiónovna, me sirvió el té. De pronto, oí que llamaban a la puerta de la calle, y en ese momento entró corriendo una doncella y dijo muy contenta:
»—¡Ha llegado el príncipe!
»Yo hice ademán de levantarme para pasar a la cocina, pero el ama, Tatiana Yákovlevna, una parlanchina anciana moscovita que disfrutaba contándolo todo con pelos y señales, no estaba dispuesta a verse privada de un oyente, por lo que me dijo:
»—No te vayas, Iván Severiánich, Cabezón. Podemos hacer una cosa: pasar los dos al vestidor y sentarnos detrás del armario. Ahí sí que no va a entrar con el príncipe, y nosotros podremos conversar tranquilamente.
»Yo acepté su propuesta, porque, viendo lo muy charlatana que era Tatiana Yákovlevna, esperaba poder enterarme a través de ella de alguna cosa que resultara de interés para Grusha; además, como Yevguenia Semiónovna había mandado que me trajeran un frasquito de ron para añadirle al té y yo, por aquel entonces, ya no bebía ni gota, me dije: “Voy a echar en el té de esta bendita anciana el contenido de esta petaca, a ver si le suelta la lengua y se le escapa algún secreto que, de otro modo, seguramente no estaría dispuesta a contarme”.
»Nos marchamos del cuarto de la niña y nos sentamos detrás del armario del vestidor, que era una habitación muy estrecha: en realidad, era casi como un pasillo, con una pequeña puerta al fondo. Pues bien, esa puerta daba, precisamente, al cuarto donde Yevguenia Semiónovna había recibido al príncipe y, para colmo, estaba pegada justamente al sofá en el que se habían sentado. En una palabra, sólo me separaba de ellos esa puerta cerrada, y, aunque estaba cubierta por el otro lado con una tela, era como si estuviéramos todos en la misma habitación, y yo podía oír todo lo que decían.
»Al entrar, el príncipe dijo:
»—¿Cómo estás, mi querida y fiel amiga?
»Y ella le respondió:
»—¿Cómo está usted, príncipe? ¿A qué debo este honor?
»Y él:
»—Ya hablaremos de eso más tarde —dijo—; antes, déjame que te vea de cerca y que bese tu adorable cabecita.
»Pude oír cómo le daba un beso sonoro en la cabeza, y le preguntaba por su hija. Yevguenia Semiónovna le contestó que la niña estaba en casa.
»—¿Se encuentra bien?
»—Muy bien —contestó ella.
»—Me imagino que habrá crecido.
»Yevguenia Semiónovna se rió, antes de responder:
»—Pues claro que ha crecido.
»El príncipe le dijo:
»—Supongo que me dejarás verla.
»—Desde luego —contestó—; ahora mismo te la traigo encantada. —Y entonces se levantó, pasó al cuarto de la niña y llamó al ama, precisamente a Tatiana Yákovlevna, la anciana con quien yo estaba departiendo.
»—Haga el favor —dijo— de traerme a Liúdochka, para que vea al príncipe.
»Tatiana Yákovlevna puso mala cara. Dejó el platito en la mesa y dijo:
»—Mal rayo les parta. Basta con que te sientes un momento, con ánimo de charlar un rato, para que te hagan levantarte a las primeras de cambio; el caso es no dejarte nunca en paz. —En un abrir y cerrar de ojos me cubrió con unas faldas de su señora que estaban colgadas de la pared, y me dijo—: Espera aquí un momento. —Y se fue a llevar a la niña, mientras yo me quedaba allí solo, detrás de aquel armario.
»Poco después, pude oír cómo el príncipe le daba dos besos a su hija y cómo la columpiaba en sus rodillas, diciéndole:
»—¿Te apetece dar un paseo en mi coche, mon enfant? —La niña no le contestó, pero él se dirigió entonces a Yevguenia Semiónovna—: Je vous prie —le dijo—; déjala que vaya a dar una vuelta en mi coche con el ama. Le va a gustar.
»Ella empezó a poner pegas, hablando medio en francés, ya saben, que si primero pourquoi, que si después “por qué”, pero él le respondió también en ese estilo, y le dijo que era “absolutamente imprescindible”; de esa manera intercambiaron tres o cuatro palabras, hasta que, por fin, Yevguenia Semiónovna le dijo al ama de mala gana:
»—Vista a la niña y acompáñela a dar ese paseo en el coche.
»Allá que se fueron, y la pareja se quedó a solas, mientras yo seguía allí al lado, escuchándoles de tapadillo. En primer lugar, porque, de todos modos, tampoco podía abandonar mi escondrijo, detrás del armario; pero también, aparte de eso, porque me dije a mí mismo: “Por fin se me presenta la ocasión de descubrir la verdad y de averiguar si alguno de ellos está tramando algo contra Grusha”.
»Decidido a seguir escuchando a escondidas, no me conformé sólo con eso, sino que también quería ver lo que pasaba con mis propios ojos, y me las apañé para conseguir mi propósito: me subí, con mucho cuidado, a un taburete y no tardé en descubrir una pequeña rendija por encima de la puerta y ahí apliqué mi ojo con avidez. Puede ver al príncipe sentado en el sofá y a la dama de pie, junto a la ventana: sin duda, estaba observando cómo subían a la niña en el coche.
»Cuando el coche partió, ella se dio la vuelta y dijo:
»—Bueno, príncipe, ya he hecho lo que me pedía; dígame ahora, pues, qué clase de negocios le trae por aquí.
»Él respondió:
»—¡Tiempo habrá para hablar de negocios! Los negocios no son como los osos, no salen corriendo hacia el bosque; tú acércate primero: siéntate aquí a mi lado, vamos a hablar tranquilamente, como hacíamos en los viejos tiempos.
—Pero Yevguenia Semiónovna seguía allí de pie, con las manos a la espalda, apoyada en la ventana, con el ceño fruncido, callada. El príncipe insistió, implorante—:¿Se puede saber qué te pasa? Te lo ruego: necesito hablar contigo.
»Ella le hizo caso y se acercó hacia él; éste, al verlo, empezó otra vez, en tono jocoso:
»—Así me gusta; venga, siéntate a mi lado, como en los viejos tiempos. —Intentaba abrazarla, pero ella le apartó y le dijo:
»—Al grano, príncipe, al grano: ¿qué puedo hacer por usted?
»—¡Caramba! —dijo el príncipe—. Entonces, ¿prefieres que ponga las cartas boca arriba, así, sin más preámbulos?
»—Desde luego —le contestó—; dígame claramente de qué se trata. Somos viejos amigos, y sobran los cumplidos.
»—Necesito dinero —dijo el príncipe.
»Yevguenia Semiónovna se quedó mirándole, sin decir nada.
»—No mucho dinero —añadió él.
»—¿Cuánto?
»—Sólo veinte mil, de momento.
»Una vez más, Yevguenia Semiónovna se quedó callada, mientras el príncipe le exponía sus planes, con todo detalle:
»—Quiero comprar esa fábrica de paños —le explicaba—, pero ahora mismo estoy sin blanca. No obstante, estoy seguro de que, si consigo comprarla, me voy a hacer millonario. Tengo la intención —decía— de ponerlo todo patas arriba: me pienso deshacer de las viejas instalaciones, y quiero dedicarme a fabricar telas vistosas para vendérselas a los asiáticos en Nizhni—Nóvgorod. Mi idea es hacer unos tejidos de ínfima calidad, pero de colores muy brillantes; estoy convencido de que, si todo sale bien, voy a ganar dinero a espuertas, pero ahora mismo necesito esos veinte mil para pagar la entrada de la fábrica.
»Yevguenia Semiónovna le preguntó:
»—¿Dónde se puede conseguir ese dinero?
»Y el príncipe respondió:
»—La verdad, no lo sé, pero hay que conseguirlo. A partir de ahí, mis planes son infalibles: cuento para ello con el hombre adecuado, un tal Iván el Cabezón, un connaisseur especializado en la compra de caballos para el ejército; no es muy brillante, pero vale su peso en oro: es honrado como él solo y muy cumplidor, y además ha vivido muchos años entre esos asiáticos, como cautivo, y conoce a la perfección todos sus gustos. Dentro de nada se celebra en Nizhni—Nóvgorod la feria de Makáriev: voy a mandar allí al Cabezón para firmar contratos y tomar muestras de los modelos elegidos, y seguro que ya me trae algunos anticipos… Bueno, entonces… lo primero que haré será devolver esos veinte mil…
»Por fin, él también se calló y Yevguenia Semiónovna, tras unos momentos de silencio, suspiró y dijo:
»—Tiene razón, príncipe, es un buen plan.
»—¿A que sí?
»—Es un plan excelente —dijo—. Tiene usted que pagar como sea la entrada de la fábrica; una vez hecho eso, le tomarán en serio como industrial: todo el mundo comentará que sus negocios empiezan a marchar bien…
»—Sí, sí.
»—Claro, y entonces…
»—Entonces el Cabezón conseguirá en la feria de Makáriev decenas de encargos y de anticipos, y yo cancelaré la deuda y me haré rico.
»—No me interrumpa, príncipe, se lo ruego; lo primero que tiene que hacer es dejar deslumbrado al decano de la nobleza, para que se crea que es usted un ricachón y le conceda la mano de su hija. De ese modo, y gracias a la dote, podrá ser usted rico de verdad.
»—¿Estás convencida? —le preguntó el príncipe.
»Y ella, a su vez, le replicó:
»—¿Es que usted no lo está?
»—Bueno, parece que lo ves todo muy claro —dijo—; oyéndote, no cabe duda de que, si Dios quiere, nos va a ir a todos de maravilla.
»—¿A quién le va a ir de maravilla? ¿A todos nosotros?
»—Claro que sí —contestó el príncipe—; ya verás cómo nos va a muy bien a todos; pero, ahora, lo que quiero que hagas por mí es hipotecar esta casa y prestarme esos veinte mil, y yo le pagaré a nuestra hija otros diez mil de intereses.
»Yevguenia Semiónovna le respondió:
»—La casa es suya: usted se la regaló, puede usted recuperarla si la necesita.
»Él pareció resistirse:
»—No, no, la casa no es mía; tú eres su madre, y a ti es a quien te lo pido… Pero, claro, si no confías en mí…
»Pero ella replicó:
»—¡Ya está bien, príncipe! ¿Acaso no he confiado antes en usted? ¿Es que no he puesto mi vida y mi honor en sus manos?
»—Ah, ya veo —dijo él—; ya sé a qué te refieres… Bueno, en todo caso, te estoy muy agradecido, eres muy buena conmigo… Entonces, ¿qué te parece si te mando mañana las escrituras de la hipoteca, para que las firmes?
»—Puede mandármelas cuando guste —le contestó—, que ya las firmaré.
»—¿Y no te asusta?
»—No —dijo ella—; habiendo perdido lo que he perdido, ya no tengo nada que temer.
»—¿Y no te da pena? Dime: ¿no te da pena? Seguro que todavía me quieres un poquitín. No me digas que no. ¿O es sólo compasión lo que sientes por mí? ¿Eh?
»Pero ella se rió de sus palabras, y dijo:
»—¡Basta ya de charlatanería, príncipe! ¿Qué le parece si mando que le sirvan unas moras maceradas con azúcar? Tengo ahora unas deliciosas.
»Al príncipe no le hizo ninguna gracia esa oferta; estaba claro que no era eso lo que se esperaba. De modo que se levantó con una sonrisa, diciendo:
»—No, gracias —respondió—; cómete tú sola tus moras, que yo ahora no estoy para golosinas. Me despido, y te agradezco una vez más lo que has hecho por mí. —Y empezó a besarle la mano, justo en el momento en que volvía el coche con la niña.
»Yevguenia Semiónovna le dio la mano como gesto de despedida, y le dijo a su vez:
»—¿Y qué va a hacer usted con su gitana de ojos negros?
»El príncipe se dio un golpe en la frente y exclamó: ».—¡Caramba, es verdad! No se te escapa una. No me creas si no quieres, pero yo siempre me acuerdo de lo lista que eres. Gracias por recordarme lo de esa preciosa joya mía.
»—No me diga que ya se había olvidado de ella —le dijo.
»—Me había olvidado de ella —contestó—, te doy mi palabra de honor. Ya no la tengo en la cabeza, pero, claro, es verdad, habrá que hacer algo con esa boba.
»—No deje de hacer algo con ella —dijo Yevguenia Semiónovna—, pero no cualquier cosa: esa muchacha no es una rusa de sangre fría, con leche recién ordeñada en las venas. No se va a resignar así como así, ni va a perdonárselo todo sólo por el recuerdo de los viejos tiempos.
»—No importa —respondió—, ya se le pasará.
»—¿Está enamorada de usted, príncipe? He oído decir que le quiere con locura.
»—Yo ya estoy cansado de ella; pero, gracias a Dios, se lleva muy bien con el Cabezón.
»—Y eso, a usted, ¿de qué le sirve? —le preguntó Yevguenia Semiónovna.
»—No sé; podría comprarles una casa, registrar a Iván como comerciante, casarles, y que vivan su vida.
»Pero Yevguenia Semiónovna sacudió la cabeza y exclamó, con una sonrisa:
»—¡Ay, príncipe, príncipe! Pero ¡qué cabeza hueca! ¿Y qué hay de su conciencia?
»El príncipe replicó:
»—¡Haz el favor de dejar en paz mi conciencia! Te aseguro que ahora no tengo tiempo para ocuparme de ella; lo primero que tengo que hacer es mandar venir al Cabezón a la ciudad; hoy mismo, a ser posible.
»Yevguenia Semiónovna le dijo entonces:
»—Pero si Iván el Cabezón está en la ciudad; de hecho, está alojado en casa.
»El príncipe, al oírlo, se alegró mucho y pidió que me dijeran que fuera a verle cuanto antes, tras lo cual, él mismo se marchó de allí.
»A partir de ahí, los acontecimientos se precipitaron, como en los cuentos. El príncipe me proveyó de toda clase de poderes legales y certificados que daban fe de que él era dueño de una fábrica, me enseñó a decir qué clase de paños elaboraba, y me envió a la ciudad, a la feria de Makáriev. De ese modo, no tuve ocasión siquiera de ver a Grusha, pero eso no impidió que yo, en su nombre, estuviera muy dolido con el príncipe: ¿cómo se le ocurriría decir que ella tenía que ser mi mujer? En la feria de Makáriev las cosas me fueron estupendamente: conseguí muchos encargos de los asiáticos, me hice con las muestras y recaudé bastante dinero. Todo ese dinero se lo envié al príncipe, y yo regresé a casa.
»Cuando llegué, no reconocía nada. Todo estaba cambiado de arriba abajo: parecía cosa de brujería. Lo habían reformado todo, como las isbas de los campesinos cuando las arreglan para las fiestas; no quedaba ni rastro del pabellón donde residía Grusha: lo habían demolido y, en su lugar, habían levantado otro edificio. A mí se me cayó el alma a los pies, y fui por todas partes preguntando qué había sido de Grusha, pero nadie supo decirme nada, porque también la servidumbre era nueva: todos eran contratados, y eran unos engreídos, tanto que ni siquiera me dejaron acercarme al príncipe, como hacía antes. Hasta entonces, nos tratábamos con toda naturalidad, como camaradas, pero ahora se observaba el protocolo y, para comunicarme con el príncipe, tenía que hacerlo a través del mayordomo.
»Yo no estaba dispuesto a aguantar esa situación y no me habría quedado allí ni un minuto de no haber sido porque me daba mucha pena de Grusha y no tenía forma de averiguar qué había pasado con ella. Intenté hablar con alguno de los viejos criados, pero todos se cerraron en banda: estaba claro que habían recibido órdenes estrictas de no contar nada. Por fin, después de mucho insistir, una anciana sirvienta me comentó que no hacía tanto que Grúshenka les había dejado: unos diez días antes se había marchado con el príncipe en un coche, y desde entonces no la habían vuelto a ver. Me dirigí a los cocheros que los habían llevado, pero no logré que soltaran prenda. Lo único que me dijeron fue que el príncipe había cambiado de caballos en la primera posta y les había ordenado volver, mientras él seguía viaje con Grusha con caballos alquilados. Por más que indagué, no pude dar con su rastro, y al final desistí: estaba convencido de que el muy canalla había acabado con ella a cuchilladas o de un disparo con una pistola y la había arrojado a una zanja en el bosque, cubriéndola después con hojas secas, o la había ahogado en el río… Era lo menos que podía esperarse de un hombre impulsivo como él, sabedor de que la muchacha se había convertido en un estorbo para sus proyectos matrimoniales: cuánta razón había tenido Yevguenia Semiónovna al decir que Grusha estaba perdidamente enamorada de ese bandido, con toda la pasión propia de los gitanos, gente errante, sin ataduras, y que no iba a contentarse con su suerte ni a sacrificarse por aquel hombre como había hecho ella, una rusa cristiana, cuya vida había seguido ardiendo débilmente ante él, como una lamparilla ante un icono. Sin duda, al mencionarle el príncipe a Grusha sus planes de boda, la sangre gitana de la muchacha se habría inflamado, formando una hoguera humeante, ella habría formulado a saber qué clase de amenazas, y él, sin más ni más, se la había quitado de encima.
»Cuantas más vueltas le daba, más me reafirmaba en mi idea de que no había otra explicación para todo lo sucedido, y sentía náuseas contemplando los preparativos del enlace del príncipe con la hija del decano de la nobleza. Cuando llegó el día de la boda, a todos los criados nos entregaron unos pañuelos muy vistosos y unos uniformes nuevos, a cada uno según su categoría; pero yo me negué a ponerme tanto el pañuelo como el traje, y me los llevé a un pequeño almacén del que disponía en las caballerizas, y ahí se quedaron, mientras yo me dirigía, temprano aún, al bosque. Una vez allí, estuve deambulando sin ton ni son de la mañana a la noche, sin dejar de pensar en que, en cualquier momento, podía tropezarme con el cadáver de Grusha. Al caer la noche, salí del bosque y me senté en la orilla escarpada del río; desde allí se veía la mansión del príncipe brillantemente iluminada en la otra orilla, y se percibía el ambiente festivo: los invitados se lo pasaban en grande y los ecos de la música podían oírse desde muy lejos. Yo seguía allí sentado, pero ya no miraba a la casa, sino que tenía los ojos fijos en el agua, donde las luces, al reflejarse sobre la superficie encrespada, formaban unas líneas inciertas que recordaban a las columnas temblorosas de un palacio sumergido. Y me sentí tan triste, tan desgraciado, que hice algo que no había hecho en la vida, ni siquiera en mis largos años de cautiverio: me puse a hablar con un espíritu invisible. Igual que ocurre en el cuento de Aliónushka, a la que su hermano no dejaba de llamar aunque no pudiera verla, así llamaba yo a mi pobre Grúniushka, con una voz lastimera:
»—¡Hermana! ¡Hermanita! —decía—, ¡Grúniushka! ¡Contéstame! ¡Respóndeme! ¡Dime si puedes oírme! ¡Déjame que te vea por unos instantes!
»No se lo van a creer, pero, tras llamarla tres veces en ese tono quejumbroso, por poco no me muero de miedo, porque en ese momento tuve la impresión de que alguien venía corriendo y se paraba muy cerca de mí, y me pareció que me susurraba algo al oído, y noté cómo se fijaba detenidamente en mi cara, hasta que, de pronto, en medio de la oscuridad de la noche, ¡algo se me echó encima! Y se me colgó del cuello, temblando…
»A punto estuve de caerme redondo del susto, aunque no llegué a perder el conocimiento, sino que sentía que había alguien a mi lado: un ser vivo y ligero, como una grulla herida, que palpitaba y respiraba, pero que no decía una sola palabra.
»Recé una oración en silencio, y me animé a levantar la vista: y ahí, justo delante de mí, estaba la cara de mi Grusha.
»—¡Ay, Grusha querida! —le dije—. ¡Pobre amiga mía! ¿Aún estás viva o es que has venido a verme desde el otro mundo? Habla sin temor, no me ocultes nada: incluso aunque estuvieras muerta, mi pequeña Grusha, no me iba a asustar de ti.
»Pero ella suspiró hondo, muy hondo, desde lo más profundo del corazón, y me dijo:
»—Estoy viva.
»—Alabado sea Dios.
»—Pero he venido hasta aquí para morir —dijo.
»—Pero, por el amor de Dios, ¡qué cosas tienes, Grúniushka! —dije—. ¿Por qué ibas a morirte? Podemos llevar una vida feliz: yo puedo trabajar para ti, te haré una casita, y ahí viviríamos en paz los dos juntos, como buenos hermanos.
»Pero ella respondió:
»—No, no es posible, mi querido Iván Severiánich, mi amigo del alma; no sabes cómo te agradezco tus palabras, pero esta pobre gitana no debe vivir ni un día más: si sigo en este mundo, podría llevar la ruina a un alma inocente.
»Le pregunté:
»—¿A quién te refieres? ¿Qué alma es ésa que tanto te preocupa?
»Y ella me respondió:
»—Me preocupo por ella, por la joven esposa de ese canalla que me ha destrozado la vida: es un alma cándida, y no tiene la culpa de nada, pero mi corazón es muy celoso, y yo sé de sobra que nunca podré resignarme, y acabaría trayéndole la ruina, a ella y a mí misma.
»—¡No digas esas cosas, Grusha! ¡Santíguate ahora mismo! Tú eres cristiana, estás bautizada: ¿qué crees que sería de tu alma?
»—Eso me da lo mismo —respondió—; mi alma es lo que menos me preocupa: que vaya al infierno. ¡Esta vida es peor que el infierno!
»Vi que la pobre chica estaba muy nerviosa, fuera de sí; la sujeté con firmeza de ambas manos y la miré fijamente. Me sorprendió encontrarla tan cambiada: ¿qué había sido de su belleza? Estaba consumida, tan sólo sus ojos conservaban el brillo en mitad de aquel rostro demacrado, como los ojos de un lobo en la oscuridad de la noche; incluso, me parecieron el doble de grandes que antes. Tenía el vientre hinchado, porque su embarazo ya estaba muy avanzado, pero su carita había menguado y no era mayor que un puño, y unos mechones negros le caían por las mejillas. Me di cuenta de que llevaba un vestido oscuro, de percal, hecho jirones, y calzaba unas zapatillas sin medias.
»—Dime —le pregunté—, ¿de dónde sales? ¿Dónde has estado y cómo es que tienes este aspecto?
»De pronto sonrió y dijo:
»—¿Qué quieres decir? ¿Que no estoy guapa? ¡Claro que estoy guapa! Estas galas son un regalo de mi amado, en pago por el amor que le he profesado: por haber renunciado por él a otro amor más profundo, por haberme entregado a él en cuerpo y alma. Y él me ha correspondido encerrándome en un lugar seguro y poniéndome guardas, para que vigilaran sin descanso mi belleza… —En ese momento, se rió a carcajadas y añadió con rabia—: ¡Ay, pero qué príncipe más estúpido! ¿Qué te habías creído? ¿Que las gitanas somos como esas damiselas tuyas que se pueden guardar bajo llave? Si me diera la gana, me echaría encima de tu mujercita y le destrozaría el cuello a dentelladas.
»Vi que le entraban convulsiones por culpa de aquel ataque de celos, y pensé que, para quitarle de la cabeza esas ideas, sería mejor recordarle los buenos momentos del pasado que asustarla con los tormentos del infierno; así que le dije:
»—Pero ¡acuérdate, Grusha, de lo mucho que te ha querido el príncipe! ¡De lo muchísimo que te ha querido! Acuérdate de cómo te besaba los pies… Acuérdate de cómo se arrodillaba junto al sofá, mientras tú cantabas, y te besaba la zapatilla roja, toda enterita, por encima y por debajo…
»Por fin, prestó atención a mis palabras, y sacudió sus negras pestañas por encima de sus enjutas mejillas; a continuación, con la mirada clavada en las aguas, empezó a decir en voz baja:
»—Sí que me quiso, es cierto, sí que me quiso; pero ese canalla tan sólo se desvivió por mí mientras no le hice caso, porque, en el momento mismo en que me enamoré de él, me dejó plantada. Y ¿por quién me ha dejado? ¿Acaso mi rival es mejor que yo? ¿Acaso puede quererle más de lo que yo le quiero? ¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido! El sol del invierno no calienta como el sol del verano; por mucho que viva, jamás le querrá nadie como yo le he querido… Ve y dile al príncipe: “Antes de morir, Grusha vio tu futuro y te predijo un negro destino”.
»Me alegré de que se hubiera animado a hablar, así que me atreví a interrogarla:
»—¿Qué fue lo que pasó entre vosotros? ¿Cómo ha ocurrido todo?
»Pero ella bajó los brazos y dijo:
»—Pues la verdad es que no pasó nada de particular; sencillamente, que él cambió… Yo dejé de gustarle, ésa es la única razón… —Y, mientras lo iba diciendo, Grusha trataba de contener las lágrimas—. Él se había empeñado en regalarme unos vestidos, de su gusto, que no le sentaban nada bien a una mujer embarazada: unos vestidos entallados, estrechos de cintura… A pesar de todo, yo intentaba ponérmelos, como buenamente podía, y entonces él decía: “Quítate eso, no te queda bien”. Pero, si no me los ponía, y me veía aparecer con un vestido más suelto, entonces se enfadaba todavía más, y decía: “Pero ¿tú te has visto? No sé lo que pareces”. Yo era consciente de que lo había perdido, de que ya no le gustaba… —Dicho esto, se deshizo en sollozos y, mirando hacia el frente, añadió con un hilo de voz—: Hacía ya tiempo que lo venía notando; sabía que ya no me tenía cariño, pero necesitaba comprobar hasta dónde llegaba su conciencia. Pensaba: “No debo agobiarle; a ver si consigo que se apiade de mí”. Pues bien que se apiadó…
»Y entonces me contó, a propósito de su ruptura definitiva con el príncipe, una historia tan insensata que me dejó perplejo, y hasta el día de hoy no he conseguido explicarme cómo pudo aquel hombre tan mezquino causarle un daño irreparable a esa pobre mujer.
»Grusha me contó lo siguiente:
»—Cuando tú te marchaste de aquí y desapareciste —se refería a mi viaje a la feria de Makáriev—, el príncipe estuvo fuera una larga temporada, y fue entonces cuando me llegaron rumores de que se iba a casar… Al enterarme, lloré y lloré amargamente y acabé muy desmejorada… Me dolía el corazón y notaba cómo se movía la criatura en mi seno… Pensé que se me iba a morir en mis entrañas. De pronto, oí comentar a la gente: “¡Ya viene el príncipe!”. No paraba de temblar, de lo nerviosa que estaba… Fui corriendo a mis aposentos, e intenté arreglarme lo mejor que pude: me puse mis pendientes de esmeralda y saqué de un armario, donde lo tenía guardado debajo de unas sábanas, su vestido favorito, uno añil con encajes, y un corpiño escotado… Me vestí a toda prisa, y no pude ajustármelo bien por la espalda, y en esa parte el vestido se me quedó sin abrochar. Para que no se me notara, me eché por encima un echarpe rojo, y salí al porche a recibir al príncipe… Seguía temblando sin parar y, casi sin darme cuenta, me decidí a gritar: “¡Mi príncipe querido, mi joya, mi tesoro!”, y, echándome en sus brazos, perdí el conocimiento… —En ese momento, a Grusha le dio un vahído; después continuó—: Cuando recuperé el sentido, estaba en mi cuarto… Estaba tendida en un sofá y traté de hacer memoria: no sabía a ciencia cierta si, efectivamente, había abrazado al príncipe o si se había tratado de un sueño… El caso es que me encontraba muy débil, y me pasé mucho tiempo sin verle… No hacía más que mandar a preguntar por él, pero él no se dignaba venir. Por fin apareció, y yo le pregunté: “¿Por qué me has dejado plantada? ¿No te habrás olvidado de mí?”. Y me dijo: “He estado muy ocupado”. Y yo: “¿Qué tienes que hacer? ¿Es que antes no estabas ocupado, mi tesoro?”; y volví a estirar los brazos, con ánimo de abrazarle, pero él torció el gesto y pegó un fuerte tirón de un cordón de seda que yo llevaba al cuello… Por suerte —me explicó Grusha—, el cordón no aguantó el tirón y se rompió: estaba ya muy gastado, porque llevaba mucho tiempo usándolo como amuleto. Si no, posiblemente me habría estrangulado, y creo que eso es justo lo que pretendía, porque se puso muy pálido y me dijo en tono de reproche: “¿Cómo es qué llevas un cordón tan sucio?”. Yo le respondí: “Mucho te importará a ti qué cordón llevo… Estaba limpio, pero se ha puesto negro porque últimamente lo paso muy mal y sudo continuamente”. Entonces se burló de mí, escupió varias veces y se fue. A última hora de la tarde regresó, con aire enfadado, y me dijo: “¡Vamos a dar un paseo en coche!”. Se mostró cariñoso conmigo, y me besó la cabeza. Yo, sin sospechar nada, subí con él al coche y nos marchamos. Estuvimos viajando mucho tiempo, y cambiamos de caballos dos veces, pero no conseguí que me dijera adónde nos dirigíamos. Lo que sí pude ver fue que estábamos en una zona boscosa y pantanosa: una comarca inhóspita y salvaje. Por fin, en medio de aquellos bosques, llegamos a unas colmenas, cerca de las cuales había una casa donde nos recibieron tres mozas campesinas de aspecto lozano. Llevaban unas faldas rojas con dibujos azules y se dirigían a mí llamándome “señora”. Al bajar del coche, me agarraron del brazo y me condujeron a un cuarto perfectamente acondicionado. A mí todo aquello, y en particular la presencia de aquellas muchachas, me produjo una gran desazón, y sentí una opresión en el pecho. “¿Qué clase de venta es ésta?”, le pregunté al príncipe. Pero él me respondió: “Aquí es donde vas a vivir a partir de ahora”. Me eché a llorar, y empecé a besarle las manos, suplicándole que no me dejara allí tirada, pero él no tuvo piedad de mí: me apartó de un empujón y se marchó… —Grúshenka hizo una pausa y agachó la cabeza; después suspiró y siguió diciendo—: Deseaba escapar; cien veces lo intenté, pero no había manera: aquellas tres mozas estaban siempre alerta y no me quitaban el ojo de encima… Por fin, desesperada, pensé que lo mejor sería tratar de engañarlas, y empecé a hacer como que estaba ya conforme con todo, diciendo que se me había pasado el disgusto y que me apetecía salir a pasear. Me llevaron al bosque a dar una vuelta, pero no dejaban de vigilarme. Yo iba fijándome en los árboles, en las ramas más altas y en las cortezas de los troncos, para averiguar hacia dónde quedaba el mediodía; al mismo tiempo, no dejaba de pensar en la forma de escapar de mis guardia— nas. Ayer, por fin, pude poner en práctica mi plan. Después de comer, fuimos juntas a un calvero y, una vez allí, les propuse: “¿Qué os parece si jugamos a la gallina ciega en este claro?”. Se mostraron de acuerdo, y yo les dije: “En lugar de taparnos los ojos, ¿por qué no nos atamos las manos a la espalda, y jugamos caminando hacia atrás?”. Eso también les pareció bien. Y empezamos el juego. A la primera le até lo más fuerte que pude las manos a la espalda, y después salí corriendo con la segunda y nos escondimos detrás de un arbusto, y allí la dejé atada; la tercera acudió en su ayuda al oír sus chillidos, pero a ésta la doblegué por la fuerza, a la vista de las otras dos. Gritaban como descosidas, pero yo, a pesar de mi estado, corría que me las pelaba, veloz como un corcel. Corrí y corrí, atravesando el bosque, sin descansar en toda la noche, hasta que, ya de mañana, me derrumbé junto a unos viejos panales que había en una zona densamente repoblada. Allí se me acercó un anciano que empezó a hablarme, pero yo no lograba descifrar una sola palabra de lo que mascullaba. Estaba cubierto de cera y olía todo a miel, y las abejas revoloteaban alrededor de sus cejas amarillas. Yo le dije que quería verte a ti, a Iván Severiánich, y él me contestó: “Lo que tienes que hacer, jovencita, es llamarle primero con el viento a tu espalda y después con el viento de cara: él te echará de menos y saldrá en tu busca, y así os encontraréis”. Me dio agua y un poco de miel con pepino para reponerme, y eché a andar nuevamente, llamándote una y otra vez tal y como me había indicado: primero con el viento a la espalda y después con el viento de cara. Y nos hemos encontrado. ¡Muchísimas gracias!
—Entonces me abrazó y me besó, diciendo—: Te quiero como a un hermano.
»Yo le respondí:
»—Y yo a ti te quiero como a una hermana. —Y, embargado por la emoción, no pude contener las lágrimas.
»Ella también lloraba, y me dijo:
»—Soy consciente de todo lo ocurrido, Iván Severiánich, mi amigo entrañable, mi amigo del alma, y sé de sobra que tú eres el único que me ha querido. Pero ahora tienes que darme la última prueba de tu amor, quiero que hagas lo que te voy a pedir en esta hora fatídica.
»—Cuéntame —le dije—: ¿qué es lo que quieres?
»—No, primero —me dijo— tienes que jurarme por lo más sagrado que vas a hacer lo que yo te pida.
»Yo juré por la salvación de mi alma, pero ella insistió:
»—Eso no es suficiente: puedes romper ese juramento por mí. Tienes que jurar por algo más sagrado.
»—Pues yo soy incapaz de pensar en algo más sagrado.
»—Muy bien —me dijo—; yo he pensado algo por ti; lo que vamos a hacer es que tú vas a repetir, muy deprisa, lo que yo te diga, y no se te ocurra pararte a pensártelo.
»Y yo, idiota de mí, prometí que lo haría tal y como me había dicho.
»Ella entonces me dijo:
»—Que seas la causa de la perdición de mi alma, al igual que vas a ser la causa de la perdición de la tuya, si no cumples lo que te voy a pedir.
»—De acuerdo —dije. Y de ese modo me convertí en el causante de la perdición de su alma.
»—En ese caso, escúchame bien —me dijo—, porque de ti depende la salvación de mi alma. Yo ya no tengo fuerzas para seguir viviendo y sufriendo, después de haber visto cómo me ha traicionado y cómo me ha ultrajado. Si vivo un día más, voy a matarlos a los dos, a él y a ella; pero, si me compadezco de ellos, me mataré yo misma y condenaré mi alma para toda la eternidad… Ten compasión de mí, querido hermano mío, y clávame un cuchillo en el corazón.
»Me aparté de ella e hice la señal de la cruz, tratando de no acercarme, pero ella se abrazó a mis rodillas, y sin parar de llorar, postrada a mis pies, me exhortaba:
»—Tú vivirás —me decía—, y con tus oraciones podrás obtener el perdón para mi alma y para la tuya. No dejes que me condene, no hagas que yo misma tenga que poner fin a mi vida… Por favor, por favor…
Recordando aquella escena, Iván Severiánich frunció el ceño de un modo aterrador y, tras morderse los bigotes, exhaló un suspiro desde las profundidades de su pecho exhausto.
—Me quitó —siguió diciendo— la navaja que llevaba en el bolsillo… La abrió… Enderezó la hoja… y me la puso en las manos… Y empezó a decir unas cosas intolerables, que casi no me atrevo a repetir…
»—Si no me matas —me dijo—, para vengarme de todos vosotros, me convertiré en la más sucia y desvergonzada de las mujeres.
»Temblando con todo el cuerpo, le dije que rezara, pero no fui capaz de clavarle la navaja, sino que, directamente, la empujé al río desde la orilla escarpada…
Todos los presentes, al oír esta última confesión de Iván Severiánich, dudamos de la veracidad de su relato por primera vez, y guardamos un largo silencio, hasta que, por fin, alguien tosió para aclararse la voz y preguntó:
—¿Se ahogó?
—El agua se la tragó —respondió Iván Severiánich.
—Y, después, ¿qué hizo usted?
—¿En qué sentido?
—Sufriría usted mucho…
—Naturalmente.
»Me alejé corriendo de aquel sitio, sin saber muy bien lo que hacía; lo único que recuerdo es que me pareció que alguien me seguía, alguien enormemente alto, gigantesco, un ser impúdico y desnudo, con el cuerpo negro y la cabeza diminuta, con forma de luna creciente, todo cubierto de pelo, y llegué a la conclusión de que, a menos que fuera Caín, tenía que tratarse del mismísimo príncipe de las tinieblas, y no dejé de intentar poner tierra por medio, llamando sin cesar a mi ángel de la guarda. Cuando recobré la conciencia, me encontraba en un camino real, al pie de un sauce. Era otoño, y hacía un día seco y soleado, pero frío, y el viento levantaba nubes de polvo y las hojas amarillas se arremolinaban. No sabía qué hora podía ser, ni dónde estaba, ni adonde llevaría ese camino; mi alma estaba vacía, no sentía nada, ni tenía la menor idea de lo que debía hacer. Sólo pensaba en que Grúshina había muerto y su alma estaba condenada, y yo tenía la obligación de sufrir por ella para rescatarla del infierno. Pero no tenía ni idea de cómo conseguirlo, y eso me llenaba de pesar y de angustia. De pronto, noté algo en un hombro: vi que se trataba de una ramita que se había desprendido del sauce y era arrastrada por el viento. Se alejó mucho, y la estuve siguiendo con la vista hasta que, de repente, vi pasar a Grusha, sólo que era una niña pequeña: no tendría más de seis o siete años, y le habían crecido unas alitas en la espalda, justo debajo delos hombros. Nada más verla, salió disparada como una flecha, y no dejó más rastro que una nube de polvo y de hojas secas.
»Pensé que tenía que tratarse de su alma, que me iba siguiendo, para guiar mis pasos con certeza y mostrarme el camino. Así que seguí andando. Caminé todo el día, sin saber adónde iba, hasta que no pude dar un paso más, muerto como estaba de cansancio. En ese momento, unos viajeros me dieron alcance: era una pareja de ancianos, montados en una telega. Se dirigieron a mí:
»—Sube, buen hombre, te podemos llevar.
»Me subí en el carro. Al rato, me di cuenta de que estaban muy compungidos.
»—Nos ha sobrevenido una desgracia muy grande —me explicaron—: han llamado a nuestro hijo a filas, y no tenemos dinero para contratar a otro que vaya en su lugar.
»Me dio mucha pena de los pobres viejos, así que les dije:
»—Yo iría por él, sin pediros nada a cambio; lo que pasa es que no tengo papeles.
»Ellos respondieron:
»—Eso es lo de menos, nosotros nos cuestiones; tú limítate a dar el nombre que te llamas Piotr Serdiukov.
»—Muy bien —contesté—, lo mismo me da: yo voy a seguir celebrando mi santo el día de san Juan Bautista, pero me puedo llamar como os parezca.
»Quedamos en eso, y aquellos ancianos me llevaron hasta otra ciudad, y allí me alistaron como recluta, en lugar de su hijo, y me entregaron veinticinco rublos de plata para el camino, además de prometerme que me ayudarían mientras vivieran. Todo el dinero que me habían dado, los veinticinco rublos, los doné de inmediato a un pobre monasterio para que rezaran por el alma de mi Grúshina, y solicité a mis superiores que me destinaran al Cáucaso, donde podría morir rápidamente combatiendo por mi fe. Así lo hicieron, y me pasé más de quince años en el Cáucaso sin revelarle a nadie mi verdadero nombre ni mi condición: para todo el mundo yo era Piotr Serdiukov, sólo que celebraba mi santo el día de san Juan Bautista y, por medio de la intercesión de este santo, elevaba mis plegarias a Dios. Ya casi me había olvidado de toda mi vida anterior y de mis viejas ocupaciones, y en esa situación estaba, prestando mi último año de servicio militar, cuando un buen día, precisamente en la festividad de san Juan Bautista, mientras andábamos persiguiendo a unos tártaros, éstos nos la jugaron y cruzaron el río Koisu. Hay varios ríos con ese nombre en la región: uno de ellos es conocido como el Koisu del Andi, por atravesar el valle de ese nombre; hay otro que fluye por la comarca de Avaria y se llama el Koisu Avaro; y todavía hay otros dos Koisu más: el de Korikumui y el de Kuzikumui. Todos estos ríos acaban uniéndose, y de su confluencia nace el río Sulak[35]. Los cuatro Koisu son ríos de aguas bravas y frías, especialmente el del Andi, que era el que habían cruzado esos tártaros. Nosotros habíamos liquidado a muchos de ellos, tantos que no podíamos contarlos; pero aquellos que habían logrado escapar, atravesando el Koisu, se habían apostado detrás de unas rocas en la otra orilla y, en cuanto asomábamos la cabeza, nos freían a tiros. Y disparaban con tanta puntería que no malgastaban ni una sola bala, y esperaban hasta que estaban totalmente seguros de hacer blanco, porque sabían que teníamos mucha más munición que ellos. De modo que nos habían causado ya numerosas bajas, pero los muy bandidos, por más que nos tuvieran a la vista, en ningún caso disparaban a bulto. Nuestro coronel era un hombre muy temerario, al que le gustaba presentarse como un nuevo Suvórov[36]; siempre estaba diciendo: “¡A fe mía!”, y él mismo nos daba ejemplo con su valentía. En esta ocasión, se sentó tranquilamente en la orilla, se descalzó, se remangó los pantalones, metió las piernas en el agua hasta las rodillas y empezó a jactarse:
»—¡Qué caliente está el agua, a fe mía! ¡Si parece leche recién ordeñada! ¿Hay algún voluntario que se atreva a nadar hasta la otra orilla llevando una maroma, para que podamos tender un puente?
»Mientras el coronel estaba ahí charlando tan tranquilo, en el otro lado del río los tártaros sacaron los cañones de dos fusiles por una grieta, pero no dispararon. Sin embargo, en cuanto los dos soldados que se habían ofrecido voluntarios se echaron al agua, abrieron fuego contra ellos y a los pobres infelices se los tragaron las aguas del Koisu. Recogimos la maroma y enviamos a otros dos voluntarios, mientras los demás lanzábamos una auténtica lluvia de proyectiles sobre las peñas donde se ocultaban los tártaros, pero no les hicimos ningún daño, porque nuestras balas se estrellaban contra las rocas; en cambio, aquellos diablos, en un abrir y cerrar de ojos, acertaron a nuestros nadadores, las aguas se tiñeron de rojo y nos quedamos sin otros dos soldados. Otra pareja les siguió, y, antes deque hubieran alcanzado a nado la mitad del Koisu, los tártaros ya les habían hundido. Después de estos terceros, ya no se presentaron más voluntarios, porque estaba claro que aquello no era la guerra, sino una carnicería. Pero, como había que dar un escarmiento a aquellos bandoleros, el coronel nos dijo:
»—Escuchadme, hijos. ¿Ninguno de vosotros ha cometido un pecado mortal que pese sobre su conciencia? A fe mía que no va a encontrar mejor ocasión que ésta para expiar su crimen con su sangre.
»Entonces recapacité: “¿A qué estoy esperando? No voy a tener otra oportunidad como ésta para poner fin a mi vida. ¡Bendíceme, Señor, pues ha llegado mi hora!”. Inmediatamente, di un paso al frente y me quité la ropa. Recé el padrenuestro, me incliné ante todos mis jefes y camaradas, y dije para mí: “Bueno, Grusha, mi hermana del alma, ¡recibe mi sangre, y que ésta contribuya a tu salvación!”. Tras lo cual, agarré con los dientes una cuerda fina a la que estaba atada la maroma por uno de los extremos y, tomando carrerilla, me zambullí en el río.
»El agua estaba helada. Sentía pinchazos en los costados, se me cortaba la respiración, me dio un calambre en una pierna, pero yo no dejaba de nadar… Por encima de mi cabeza, volaban nuestras balas, mientras que, a mi alrededor, los proyectiles de los tártaros penetraban en el agua con un chapoteo, pero yo no les hacía caso; así, sin saber siquiera si me habían herido o no, alcancé la orilla… Una vez allí, los tártaros ya no me podían dar, porque yo estaba justo debajo de la grieta que aprovechaban para disparar, y para apuntarme habrían tenido que asomarse, y en ese caso los nuestros les podían coser a balazos. Así que, ahí estaba yo, al pie de las rocas, tirando de la maroma hasta que logramos tender un puente que permitió cruzar rápidamente a nuestros hombres; pero, durante todo ese rato, yo estuve como ido, sin darme apenas cuenta de lo que sucedía, pensando: “¿Habrá visto alguien lo mismo que yo he visto?”. Y es que, mientras nadaba, yo iba viendo a Grusha, que volaba por delante de mí, y su aspecto era como el de una joven— cita, de unos dieciséis años, más o menos, con unas alas enormes y brillantes, que abarcaban todo el río, y me protegía con ellas… Pero, como nadie dijo una palabra sobre ese asunto, pensé que no tendría más remedio que contarlo yo mismo. Por eso, cuando el coronel me vino a besar y a abrazar, y empezó a felicitarme, diciendo: “¡A fe mía que eres todo un valiente, Piotr Serdiukov!”, yo le repliqué:
»—Yo, excelencia, no soy ningún valiente, sino un terrible pecador, al que ni la tierra ni el agua quieren acoger en su seno.
»Él me interrogó:
»—¿Cuál es tu pecado?
»Y yo le respondí:
»—A lo largo de mi vida, he causado la perdición de muchas almas inocentes.
»Y aquella noche, en su tienda, le conté la misma historia que les estoy contando ahora a ustedes. Él me escuchó con mucha atención y, finalmente, después de una larga reflexión, me dijo:
»—¡Cuántas penalidades te ha tocado vivir, a fe mía! Pero ahora lo más importante, querido amigo, es que, siempre y cuando tú estés dispuesto, te has hecho acreedor a tu nombramiento como oficial. Voy a remitir una propuesta en ese sentido.
»Yo le dije:
»—Como usted disponga, mi coronel, pero también me gustaría que mandara a alguien a investigar si es cierto que, tal y como le he contado, yo maté a aquella joven gitana.
»—Muy bien —me dijo—, se investigará.
»Y así se hizo, pero toda la investigación se redujo a remover los papeles por aquí y por allá, y al final llegó la respuesta, negando la veracidad de mi historia. Se aseguraba que no había constancia de ningún suceso de esa naturaleza en relación con gitana alguna; en cuanto a ese tal Iván Severiánov, aunque, efectivamente, había trabajado al servicio del príncipe, se sabía que, en su día, había comprado su libertad y que, más adelante, había fallecido encasa de una familia campesina, los Serdiukov, siervos del Estado.
»Bueno, ¿qué más podía hacer yo para demostrar mi culpa?
»El coronel me dijo:
»—No se te ocurra ir por ahí contando esa clase de mentiras sobre ti, amigo mío. Me imagino que lo que ha ocurrido es que, cuando cruzaste el río Koisu, entre lo fría que estaba el agua y el miedo que tuviste que pasar, te quedaste un poco tocado. En cualquier caso —me dijo—, me alegro mucho por ti, sabiendo que nada de eso era verídico. Ahora podrás ser nombrado oficial, y a fe mía que ésa es una magnífica noticia.
»Yo estaba bastante confuso: ¿sería verdad que había arrojado a Grusha al agua aquella noche o había sido todo fruto de mi imaginación, movido por mi intenso deseo de volver a reunirme con ella?
»Y, en premio a mi valentía, me nombraron oficial; pero, como yo seguía empeñado en que tenía razón en todo lo tocante a mi pasado, para ahorrarme preocupaciones, me concedieron el retiro, con la cruz de san Jorge.
»—Enhorabuena —me dijo el coronel—; ahora ya formas parte del estamento nobiliario y puedes obtener un destino en el servicio civil; a fe mía que vas a vivir como un rey. —Me dio una carta de recomendación para un pez gordo de San Petersburgo—, No dejes de ir a verle —me dijo—, puede servirte de gran ayuda para triunfar.
»Con esa carta en el bolsillo, me dirigí a Píter, pero la verdad es que no me fue demasiado bien en mi carrera.
—¿Por qué no?
—Al principio, me costó mucho encontrar un empleo, pero después me tocó la «fita[37]», y eso fue todavía peor.
—¿Qué es eso de que le tocó la «fita»? ¿A qué se refiere?
—Aquel individuo al que acudí para que me ayudara a hacer carrera me buscó un empleo en la oficina del Registro domiciliario, en la sección de información. En esa sección, a cada empleado se le asigna una letra del alfabeto, y a él le toca suministrar las informaciones pertinentes a los usuarios cuyo apellido empieza por esa letra. Hay letras que son estupendas, como, por ejemplo, «buki», o «pokoi», o «kako[38]»: hay muchos apellidos que empiezan con esas letras, y los empleados que las llevan se sacan un buen dinero por sus servicios. Pero a mí me tocó la «fita», la letra más insignificante del alfabeto: se utiliza muy poco, y encima hay personas con apellidos que, sin ningún género de dudas, deberían escribirse con esta letra, pero que, no sé cómo, se las arreglan para prescindir de ella. En particular, todos aquellos que quieren dárselas de nobles deciden, por su propia iniciativa, que su apellido no es con «fita», sino con «fert». Y tú, venga a buscarlos en la «fita», y luego resulta que es un trabajo baldío, porque están registrados en la «fert». Así que ahí me tiraba las horas muertas en la oficina, sin ningún provecho, hasta que me convencí de que aquello no conducía a nada, y decidí probar fortuna como cochero, retomando mi antigua afición a los caballos. Pero ahí tampoco conseguía clientes. Me decían: «Eres un oficial, miembro de la nobleza, con una condecoración… ¿Cómo vamos a insultarte o a pegarte? ¡Estaría muy feo!». Llegué a pensar en la posibilidad de colgarme, pero, gracias a Dios, no me dejé llevar por la desesperación. Aunque, para no morirme de hambre, no tuve más remedio que hacerme artista.
—¿Qué clase de artista fue usted?
—Me dediqué a interpretar papeles.
—¿En qué teatro?
—En la plaza del Almirantazgo, en una barraca de feria. Ahí no le hacen ascos a la nobleza, y admiten a todo el mundo: hay oficiales, jefes de despacho, estudiantes y, sobre todo, muchos funcionarios del Senado[39].
—¿Y le gustaba esa vida?
—No, señor.
—¿Por qué?
—En primer lugar, porque siempre nos tocaba estudiarnos los papeles y ensayar o bien durante la Semana Santa o bien justo antes de carnaval, que es cuando se canta en las iglesias eso de: «Abridme las puertas de la penitencia»; y, en segundo lugar, porque yo tenía un papel muy difícil.
—¿Qué papel?
—Yo hacía del demonio.
—Y ¿por qué es tan difícil?
—Bueno, figúrense: tenía que bailar en dos descansos, y dar volteretas, y eso sí que es complicado, porque iba todo cubierto, de arriba abajo, con una piel lanuda de cabra gris, y llevaba además una cola muy larga de alambre, que se me estaba enredando todo el rato entre las piernas, y los cuernos de la cabeza se me enganchaban sin parar, y yo ya tenía mis años, no era ningún jovencito, y no estaba para muchos trotes. Para colmo, durante toda la representación me tocaba recibir palos, y eso resultaba muy molesto. Hay que reconocer que los bastones eran huecos, y estaban hechos de trapo y rellenos de algodón, pero, con eso y con todo, era una lata estar aguantándolo continuamente, golpe va, golpe viene, y algunos de los que me tenían que dar de golpes, no sé si para entrar en calor o, sencillamente, para reírse de mí, el caso es que se daban mucha maña y me hacían bastante daño. Especialmente, los escribientes del Senado: a ésos se les daba de miedo; tenían mucha soltura y te pegaban con ganas. Formaban un grupo muy unido, y, cuando se las veían con alguien procedente del ejército, le molían a palos; por si fuera poco, no paraban de pegarte, a la vista del público, desde mediodía, cuando se izaba la bandera de la policía, hasta bien entrada la noche, y, para divertir a la gente, te atizaban a cual con más fuerza. No tenía ninguna gracia. Y, encima, me vi envuelto en un incidente muy desagradable, tras lo cual tuve que renunciar a mi papel.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Que le di para el pelo a un príncipe.
—¿A qué príncipe?
—Bueno, no era un príncipe de verdad, sino del teatro: era otro de esos funcionarios del Senado, un secretario colegiado, pero hacía de príncipe en nuestras obras.
—¿Y por qué le zurró?
—Se lo tenía bien merecido. Era un zumbón, con muy mala idea, y siempre le estaba gastando bromas a todo el mundo.
—¿A usted también?
—Sí, a mí también; me hizo muchas jugarretas: se dedicaba a echarme a perder el disfraz. Solíamos aprovechar los descansos para calentamos un rato junto a la lumbre y tomar un poco de té, y él muchas veces se me acercaba por detrás y me enganchaba la cola a los cuernos o hacía alguna otra tontería para burlarse de mí, y yo no me daba cuenta hasta que salía a escena, y el patrón se enfadaba. A mí no me importaba que se metiera conmigo, pero un día le dio por molestar a una de nuestras hadas. Era una muchacha muy jovencita, que venía de una familia noble empobrecida; hacía el papel de la diosa Fortuna, y tenía que salvar al príncipe de mis garras. Y su papel le exigía salir a escena vestida únicamente con unos tules brillantes y unas alas, pero eran días muy fríos, con intensas heladas, y a la pobrecilla se le ponían las manos moradas y ya no las sentía, pero él no la dejaba en paz, siempre la estaba fastidiando, y en la apoteosis de la representación, cuando los tres caíamos por una trampilla a un sótano, él se dedicaba a pellizcarla. Y a mí me daba lástima de ella y le di su merecido.
—¿Cómo acabó aquello?
—No pasó nada; en aquel sótano no había testigos, aparte de la propia hada, pero todos nuestros funcionarios del Senado se amotinaron y se negaron a que yo siguiera en la troupe, y, como ellos eran los primeros actores, el patrón, para contentarles, me echó.
—Y ¿adónde fue usted después de aquello?
—Yo ya me veía sin techo y sin sustento, pero aquella bendita hada me dio de comer. A mí me daba vergüenza que la pobre, que ya pasaba bastantes apuros, me tuviera que ayudar encima, así que no paraba de pensar en cómo salir de aquella situación. A mi «fita» no quería volver, y además ya se la habían asignado a otro pobre hombre, que estaría igual de amargado que yo. Total, que decidí ingresar en un monasterio.
—¿Sólo por eso?
—Y ¿qué iba a hacer? No tenía adónde ir. Y en el monasterio no se estaba mal.
—Así que ¿le gustó a usted la vida del convento?
—Sí, mucho; me gustó mucho. Es una vida muy tranquila, muy parecida a la del regimiento. Tienen muchas cosas en común, todo te lo dan hecho: te dan de vestir, de calzar, de comer; los superiores están pendientes de todo y te exigen disciplina.
—Y ¿no le llega a agobiar tanta disciplina?
—¿Por qué iba a agobiarme? A una persona, cuanto más obedece, más fácil le resulta la vida. Por lo menos, en mi condición de novicio, no me puedo quejar: no tengo que acudir a los oficios en la iglesia si no me apetece, y hago mi trabajo como lo hacía en los viejos tiempos. Que me dicen: «Engancha los caballos, padre Izmaíl» (porque ahora me llaman Izmaíl), voy y los engancho; que me dicen: «Padre Izmaíl, desengancha los caballos», pues los desengancho y listo.
—Perdone —le dijimos—, ¿quiere eso decir que, en el monasterio, también se ocupa usted de… de caballos?
—Desde el primer momento, me pusieron de cochero. Ahí sí que no les importa mi rango de oficial, porque yo, aunque por ahora sea un simple novicio, no dejo de ser un monje, y me tratan igual que a todo el mundo.
—Y ¿piensa hacer pronto sus votos?
—No tengo intención de hacerlos.
—¿Y eso?
—Verán… no me considero digno.
—¿Lo dice por sus viejos pecados y errores?
—Bueno, sí, también. Pero, sobre todo, porque no veo la razón para hacerlos. Yo estoy muy contento de novicio y vivo muy tranquilo.
—¿Le ha contado a más gente su historia, tal y como nos la acaba de contar?
—Desde luego; más de una vez la he contado. Aunque así, sin documentos, nadie me cree… Parece que también me he llevado conmigo al monasterio las mentiras de mi vida profana, y ahí se creen que soy de familia noble. Pero, bueno, ya me da igual; voy para viejo y no creo que dure mucho más.
Claramente, la historia del peregrino encantado iba acercándose a su fin. Sólo nos quedaba una cosa por saber: qué clase de vida llevaba en el monasterio. De ese modo, nuestro peregrino había alcanzado, en su relato, la última etapa de su vida: el monasterio, al que, de acuerdo con su propia creencia, estaba destinado desde la cuna. Y, como la vida monacal parecía ser tan del agrado de Iván Severiánovich, cabía esperar que ya no hubiera tenido que sufrir más penalidades; sin embargo, la realidad había sido bien distinta. Uno de los pasajeros recordó que los novicios, según se cuenta, lo pasan muy mal por culpa de las continuas asechanzas del demonio, y le preguntó:
—Dígame, por favor, ¿a usted le ha tentado el demonio en el monasterio? He oído decir que no deja en paz a los monjes.
Iván Severiánovich, entrecerrando los ojos, le dirigió una mirada tranquila a su interlocutor y le respondió:
—¿Cómo no me iba a tentar? Evidentemente, si el mismísimo apóstol san Pablo no conseguía escapar de él, y escribe en sus epístolas que el ángel del mal había arraigado en él, ¿cómo iba un frágil pecador como yo a librarse de su iniquidad?
—¿Le sometió a muchos tormentos?
—A muchos; sí, señor.
—Pero ¿de qué clase?
—Todo tipo de vilezas; al principio, cuando yo aún no sabía cómo someterle, hizo conmigo algunas cosas indecentes.
—¿Es que usted ha llegado a someterle? ¿Al propio diablo?
—Naturalmente, ¿qué iba a hacer si no? Ésa es nuestra misión en el monasterio; pero, para serle sincero, yo no habría sido capaz de conseguirlo solo: me enseñó un viejo ermitaño, muy virtuoso, que contaba con mucha experiencia y tenía un remedio para cada tentación. Cuando le confesé que Grusha se me aparecía con tanta nitidez que el aire que respiraba parecía reflejar su presencia, él lo consideró detenidamente, y me dijo:
»—Dice el apóstol Santiago: “Resistid al diablo, y él huirá de vosotros”, así que tú lo único que tienes que hacer es resistir. —Y me explicó cómo tenía que proceder, diciéndome—: En cuanto sientas que tu corazón empieza a arder y te acuerdes de ella, debes tener presente que es el ángel del mal quien se te acerca, y en ese mismo instante tienes que reaccionar contra él con coraje. De entrada, ponte de rodillas. Las rodillas de un hombre —me dijo— son su primer instrumento. Cuando te arrodilles, tu alma levantará el vuelo y, así exaltado, deberás postrarte con todas tus fuerzas, hasta desfallecer. Después, tendrás que someterte al ayuno hasta la extenuación; de ese modo el diablo, al ver tu disposición al martirio, será incapaz de soportarlo y saldrá corriendo, temiendo que, por culpa de sus maquinaciones, tu alma vaya directamente a Cnsto. Seguramente pensará: “Más vale dejarle tranquilo y no tentarle, a ver si de esa manera se confía”. Yo seguí sus consejos, y todo sucedió como había dicho.
—¿Le tocó a usted sufrir mucho tiempo antes de que Satanás le dejara en paz?
—Pues sí, mucho tiempo. Y sólo conseguí rendir al maligno por agotamiento, porque todo lo demás se ve que no le asusta: de entrada, me postré de rodillas en el suelo más de mil veces, y estuve cuatro días sin comer ni beber, y sólo entonces se dio cuenta de que yo era un hueso difícil de roer, con lo que se asustó y perdió empuje. En cuanto me vio arrojar por la ventana mi modesto cuenco de comida y agarrar mi rosario para contar mis genuflexiones, comprendió que yo no bromeaba, sino que estaba dispuesto a afrontar el martirio, y salió corriendo. Si hay algo que teme el diablo es que, por su culpa, un hombre se encamine a la esperanza del consuelo eterno.
—Sí, pero claro, admitiendo que… que él… Me refiero a que, aunque consiguiera vencerle, usted también tendría que sufrir lo suyo, ¿o no?
—Eso es lo de menos; lo que cuenta es que logré oprimir al opresor, sin mayores apuros para mí.
—¿Y se ha librado usted de él por completo?
—Sí, señor; por completo.
—¿Ya nunca se le aparece?
—Por lo menos, nunca se me aparece bajo la forma seductora de una mujer; si acaso, de vez en cuando se me aparece en un rincón de la celda, pero con un aspecto lamentable: pegando chillidos como un lechón sacrificado. Pero ahora yo tampoco hago sufrir a ese miserable: me limito a persignarme, me postro una vez y él deja de gruñir.
—Hay que ver qué bien se las ha arreglado usted, gracias a Dios.
—Pues sí, He podido vencer las tentaciones del diablo mayor, pero debo confesarles, aunque al hacerlo vaya contra las reglas, que las cochinadas de los pequeños me traen por la calle de la amargura.
—Vaya, ¿así que los diablillos también le han molestado?
—Y tanto… Digamos que, aunque, de acuerdo con su rango, son los más inofensivos, el caso es que no me dejan en paz…
—¿Qué es lo que le hacen?
—Son unos chiquillos, y debe de haber un montón en el infierno, y, como no tienen que preocuparse por la comida, están siempre pidiendo permiso para venir a la tierra para aprender a sembrar cizaña; una vez aquí, se dedican a hacer travesuras, y, cuanto más respetable pretende ser alguien en su estamento, más le molestan.
—Pero, por ejemplo, ¿cómo pueden molestar a la gente?
—Pues, por ejemplo, te colocan algo cerca o lo ponen en tu camino, y tú vas y te lo llevas por delante, o lo haces añicos, y, por ese motivo, alguien se queda fastidiado o se enfada contigo; eso les vuelve locos y se lo pasan en grande: se ponen a dar palmas y van corriendo a ver a su superior y le dicen: «¿Has visto cómo le hemos sacado de sus casillas? Nos hemos ganado una propina». Eso es lo que están buscando… Son unos niños.
—Y, a usted, concretamente, ¿qué le han hecho para fastidiarle?
—Bueno, a nosotros, por ejemplo, una vez nos pasó que un judío se ahorcó en un bosque cercano al monasterio, y todos los hermanos novicios empezaron a decir que si era Judas, y que si se paseaba de noche por el claustro, lamentándose, y muchos decían que lo habían visto con sus propios ojos. A mí no me daba ninguna pena, porque pensaba que había muchos más judíos aparte de ése. Pero una noche, mientras estaba durmiendo en el establo, oí de repente cómo alguien se acercaba y asomaba la cabeza por la puerta, por encima de un travesaño, y empezaba a suspirar. Yo dije una oración, pero nada, ahí seguía. Me santigüé, y tampoco: no se había movido y volvió a suspirar. «Mira —le dije—, no sé qué pretenderás que haga: no puedo rezar por ti, porque eres judío, pero es que, aunque no lo fueses, tampoco tengo autorización para rezar por los suicidas, así que ya te estás largando al bosque o al desierto». Entonces le eché una maldición con la que conseguí que se marchara, y yo me volví a dormir. Pero a la noche siguiente el muy desgraciado volvió a presentarse, y otra vez empezó a suspirar… Nada, que no me dejaba dormir. Por más que intentaba no hacerle caso, no había manera. «¿Será posible? —pensé— ¡El muy grosero! ¡Como si no hubiera sitio de sobra en el bosque o en el atrio de la iglesia para tener que colarse justo aquí, en los establos! Está claro, no queda otra que pensar en algún sistema efectivo para librarse de él». Así que a la mañana siguiente cogí un pedazo de carbón y tracé una gran cruz sobre la puerta, y aquella noche me acosté tranquilo, convencido de que ya no iba a aparecer por allí. Pero, al poco de quedarme dormido, ahí estaba otra vez, y suspirando, como siempre. «¡Maldita sea! —me dije a mí mismo—, ¡con éste no hay quien pueda!». Me pasé toda la santa noche muerto de miedo, y al amanecer, en cuanto tocaron a maitines, me levanté de un salto y salí disparado a quejarme al abad. De camino, sin embargo, me encontré con el campanero, el hermano Diomid, que me dijo:
»—¿Adónde vas tan asustado?
»Yo le expliqué lo que me pasaba.
»—Eso es lo que me ha tenido toda la noche sobre ascuas —le dije—. Iba a contárselo al abad.
»Pero el hermano Diomid trató de disuadirme:
»—Déjalo; no pierdas el tiempo. Anoche el abad se tuvo que aplicar sanguijuelas en la nariz y ahora está de un humor de perros. Así que no creo que él vaya a hacer nada por ti; ahora, si tú quieres, yo te puedo ayudar, y mejor que él.
»Le dije:
»—A mí me da lo mismo; pero, si puedes, te ruego que me ayudes. A cambio, te voy a regalar mis viejos guantes: son muy calientes y te vendrán muy bien para tocar las campanas en invierno.
»—Muy bien —contestó.
»Le di mis guantes, y él me trajo del campanario una vieja puerta de la iglesia, en la que aparecía pintado el apóstol san Pedro sujetando en las manos las llaves del reino de los cielos.
»—Aquí tienes —me dijo—; lo más importante son las llaves. Lo único que tienes que hacer es poner esta puerta y ya verás cómo nadie la atraviesa.
»Yo estaba loco de contento, tanto que casi me eché a sus pies, y pensé: “Mejor que andar poniendo y quitando esta puerta, lo que voy a hacer es dejarla bien sujeta a la entrada del establo, para que me sirva siempre de protección”. Total, que cogí y la monté sobre unos goznes perfectamente sólidos y resistentes y, para mayor seguridad, le incorporé un sistema de polea, aprovechando un canto rodado muy pesado. Todo eso lo hice con mucha discreción, a lo largo de un día, y esa misma noche, a mi hora, me acosté. Y ¿qué dirán que ocurrió? Pues que al poco rato me desperté y oí a alguien respirar. No me lo podía creer: ¿cómo era posible? Pues nada, ahí estaba, bien cerquita. Pero lo peor no era ya que estuviera ahí respirando, sino que, para colmo, estaba intentando abrir la puerta, empujando… Mi vieja puerta tenía un cerrojo para cerrarla por dentro, pero a la nueva, confiando en su naturaleza sagrada, no le había puesto cerrojo, porque además no me había dado tiempo. Así que ahí estaba aquél empujando, cada vez con más determinación, hasta que, por fin, pude ver cómo metía los morros, pero justo en ese momento la puerta se le cerró de golpe, impulsada por la polea, y el otro, bruscamente, retrocedió de un salto… Saltó hacia atrás, y me pareció oírle rascarse, pero poco después ya lo estaba intentando de nuevo, con más ganas aún si cabe, y volví a ver cómo asomaba la cabeza, pero también esta vez la puerta le dio en todos los morros… Tuvo que hacerle daño, porque se quedó un rato tranquilo, y dejó de empujar la puerta, y yo me pude dormir; pero pronto noté que volvía a la carga, y ahora con una nueva técnica. En esta ocasión no trató de embestir la puerta por las bravas, sino que la fue entreabriendo poco a poco con los cuernos… Yo me había tapado la cabeza con una zamarra y él, con todo descaro, me la tiró al suelo, y se puso a lamerme una oreja… No pude soportar tanta insolencia: eché mano a un hacha que guardaba debajo de la cama y le asesté un golpe tremendo: le oí soltar un bramido y desplomarse en el sitio. “Toma —pensé—; te lo has ganado”. Pero, por la mañana, miro a ver qué había pasado y, en lugar del judío, me encuentro con que esos malditos diablillos me habían puesto una vaca del monasterio.
—¿La dejó malherida?
—¿Malherida? ¡Me la había cargado de un hachazo! ¡La que se armó en el monasterio!
—Se llevaría usted más de un disgusto por culpa de esa vaca.
—Pues, sí, más de uno. El padre abad me dijo que todo habían sido figuraciones mías, y que eso me pasaba porque iba poco a la iglesia, y tuvo a bien ordenarme que, cada tarde, al acabar con los caballos, pasara un rato junto a la reja donde se ponen las velas encendidas. Pero también en ese sitio me la jugaron bien esos infames diablillos. Fue en la festividad del Salvador, durante el oficio de vísperas, mientras se bendecían los panes, y el abad y el hieromonje[40] estaban en el centro del templo, cada uno según su dignidad; en ese momento, una anciana devota me dio una vela y me dijo:
»—Ponía por mí, padre, para honrar la fiesta.
»Yo me acerqué al facistol donde estaba situado el icono El Salvador sobe las aguas, y traté de dejar colocada la velita, pero al hacerlo tiré otra que había al lado. Me agaché, la recogí y me puse a pegarla con la cera, pero esta vez tiré otras dos. Intenté ponerlas en su sitio, pero ¡caramba!, se me fueron cuatro al suelo. No paraba de sacudir la cabeza, pensando: ‘Ya me están dando otra vez la lata esos pillastres, haciendo que se me caigan las velas”… Me volví a agachar a por ellas, pero, al incorporarme rápidamente, me golpeé con la nuca contra la parte inferior del candelera… y las velas rodaron por el suelo. Me puse hecho una furia y tiré de un manotazo las otras velitas que quedaban en pie.
“¡Con qué desvergüenza lo hacen! —pensé—. Para eso, más vale que me cargue yo las velas lo antes posible”.
—¿Qué le ocurrió en esta ocasión?
—Querían llevarme ajuicio, pero un monje ciego de nuestro monasterio, el venerable asceta Sysói, que vive apartado en una cueva, intercedió por mí. Dijo: «¿Por qué queréis juzgarle, si son los siervos de Satán los que le han confundido?». El padre abad le escuchó y, sin necesidad de juicio, tuvo a bien disponer que me bajaran a un pozo seco.
—¿Le tuvieron mucho tiempo allí encerrado?
—El padre abad no tuvo a bien indicar cuánto tiempo debía permanecer en ese pozo, se limitó a ordenar que me metieran allí. El caso es que me pasé ahí todo el verano, hasta que llegaron las primeras heladas.
—Me imagino que el tedio y el suplicio en ese pozo serían aún mayores que en la estepa, ¿o no?
—No, qué va. No se puede ni comparar. Estando aquí encerrado, podía oír las campanas de la iglesia, y algunos monjes amigos se acercaban a verme. Se quedaban ahí arriba, junto a la boca del pozo, y charlábamos un rato, y el padre ecónomo mandó que me bajaran una piedra de moler para que me dedicara a moler sal para la cocina. No hay comparación con la estepa, ni con muchos otros sitios.
—Pero ¿por qué decidieron sacarle? ¿Fue porque empezaron las heladas y hacía ya demasiado frío?
—No, no, ésa no fue la razón; el frío no tuvo nada que ver. Lo que pasó fue que empecé a profetizar.
—¿A profetizar?
—Sí. Mientras estuve en ese pozo, me dio por pensar, y llegué a la conclusión de que yo tenía un espíritu de lo más mezquino e insignificante, y de que ésa era la razón de que hubiera sufrido tantas adversidades sin conseguir nunca nada en esta vida. Entonces mandé a uno de nuestros novicios a que le preguntara a aquel venerable asceta si estaría bien que yo le pidiera a Dios que me concediera un espíritu más conveniente. Y el asceta mandó que me dijeran: «Que rece como está mandado y, entonces, que espere aquello que no se debe esperar».
»Y así lo hice: durante tres noches permanecí en mi agujero quieto sobre mis rodillas, esos instrumentos de penitencia, rezando al cielo de todo corazón, y empecé a esperar algún cambio en mi alma. Un novicio del monasterio, llamado Guerontii, que era muy leído y tenía toda clase de libros y publicaciones, y que ya me había dado a leer la vida del santo padre Tijon Zadonski[41], cada vez que pasaba cerca del pozo se sacaba algún periódico de la sotana y me lo echaba, diciendo:
»—Lee, a ver si encuentras algo útil; en cualquier caso, te servirá de distracción ahí abajo.
»Yo, mientras esperaba el improbable cumplimiento de mis ruegos, empecé a cogerle gusto a esas lecturas: tan pronto como acababa de moler la cantidad de sal que se me había asignado para ese día, empezaba a leer. Solía empezar con la vida del santo Tijon, y ahí leía cómo le visitaron un día en su celda la santa Madre de Dios y los santos Pedro y Pablo. Decía ese libro que el santo Tijon le pidió a la Virgen que se prolongara la paz en la tierra, pero el apóstol san Pablo le respondió en voz alta, indicándole qué clase de presagios anunciarían el final de la paz: “Cuando todos proclamen y confirmen la paz, entonces la destrucción se precipitará sobre ellos”. Y empecé a reflexionaren torno a aquellas palabras del apóstol, pero al principio no podía entender el significado de aquella revelación dirigida al santo Tijon. Sin embargo, después leí en los periódicos que mucha gente, tanto en nuestro país como en el extranjero, repetía sin cesar que la paz universal se había instaurado. Entonces sentí que mis plegarias habían sido atendidas y comprendí de pronto que estaba próximo el cumplimiento de lo profetizado: “Cuando todos proclamen la paz, la destrucción se precipitará sobre ellos”. Y sentí temor por mi nación rusa y empecé a rezar por ella, y a todos los que venían a visitarme al pozo les exhortaba, con lágrimas en los ojos, a que rezaran conmigo, diciendo: “Que todos los enemigos de la patria, y todos cuantos desean su mal, sean sometidos por nuestro zar, pues el día de la destrucción está próximo”. Y derramé lágrimas, ríos y mares de lágrimas, llorando sin descanso por mi patria. Así que fueron al padre abad y le comunicaron: “Nuestro hermano Izmaíl está llorando en el pozo, y ha profetizado que habrá una guerra”.
El padre abad tuvo a bien disponer que me trasladaran a una cabaña vacía en el huerto y que me colocaran ahí el icono El silencio sagrado, donde el Salvador aparece representado en forma de ángel, con las alas plegadas: no tocado con la corona de espinas, sino como el Señor de las Huestes, con las manos cruzadas serenamente sobre el pecho. Y se me ordenó venerar a diario esa imagen, hasta que cesara mi espíritu profético. Así que me encerraron en compañía de ese icono, y estuve sin salir de aquella cabaña hasta la primavera, rezando continuamente ante El silencio sagrado. Pero, en cuanto veía a alguien, mi espíritu se exaltaba de nuevo y comenzaba a profetizar. Por aquel entonces el abad me mandó a un médico para que me examinara y decidiera si estaba en mis cabales. El médico estuvo un largo rato allí conmigo, escuchó toda mi historia, como han hecho ustedes, y entonces se limitó a escupir y dijo:
»—Pareces un tambor, hermano: por más que te den, no hay quien pueda contigo.
»Le dije:
»—¿Qué le voy a hacer? Seguramente, así tendrá que ser.
»Pero el médico, después de haberlo oído todo, le dijo al abad:
»—Soy incapaz de determinar qué es lo que tiene: si es un alma cándida, o un lunático, o un verdadero profeta. Eso es asunto suyo, yo de eso no entiendo. No obstante, mi consejo es que le manden fuera, a visitar algún lugar alejado: a lo mejor, lo que le pasa es que lleva demasiado tiempo sin moverse.
»Así que me dejaron marchar, y ahora voy en peregrinación a las islas Solovki, a rezarle a los santos Zosima y Savatii. He estado en todas partes, pero aún no he visitado sus tumbas, y deseo postrarme ante ellas antes de mi muerte.
—¿Por qué dice eso? ¿Es que está usted enfermo?
—No, no lo estoy; pero lo digo por si acaso tengo que volver pronto a combatir.
—¿Se refiere usted otra vez a la guerra?
—Así es.
—Ya veo que El silencio sagrado no le sirvió de mucho.
—No lo sé, la verdad. Yo intento estar callado, pero el espíritu es más fuerte que yo.
—¿Y qué es lo que le dice?
—Siempre está con lo mismo: «¡A las armas!».
—Y ¿usted personalmente está dispuesto a ir a combatir?
—¿Cómo no? Desde luego: nada me gustaría más que morir por mi pueblo.
—Pero ¿iría usted con birrete y sotana?
—No, no; en ese caso prescindiría del birrete y me pondría otra vez el uniforme.
Tras pronunciar estas palabras, el peregrino encantado pareció intuir una vez más el descenso del espíritu profético sobre él y se quedó profundamente ensimismado, y ninguno de sus interlocutores nos atrevimos a perturbar su silencio con nuevas preguntas. Por otra parte, ¿qué más le podíamos preguntar? Nos había relatado su pasado con toda la franqueza de su alma sencilla, y sus profecías han de quedar por el momento en manos de aquel que oculta el futuro tanto a los sabios como a los necios y sólo en ocasiones lo revela a las inocentes criaturas.