»¿Querrán ustedes creérselo? Todo salió tal y como yo deseaba. Jan Djangar seguía ahí fumando su pipa, y otro chiquillo tártaro se presentó galopando, procedente de un bosque cercano, pero no venía montado en una yegua como la que había conseguido Chepkún tras la contienda con Bakshéi, sino en un potrillo bayo de una hermosura indescriptible. No sé si habrán visto ustedes alguna vez un rascón cruzando sobre la linde de dos trigales; pues bien, ese pájaro (al que en nuestras tierras llaman el «rey de codornices»), cuando extiende sus alas, no despliega la cola en el aire, como hacen otras aves, sino que la deja colgando, y lo mismo las patas, que las echa hacia abajo, como si no le hicieran ninguna falta; el caso es que da toda la sensación de ir corriendo por el aire. Pues a aquel caballo recién llegado le pasaba como a ese pájaro: era como si volara arrastrado por una fuerza ajena.
»No les miento en absoluto si les aseguro que aquel potro no es que volara, sino que más bien la tierra parecía crecer tras su paso. Nunca en la vida había visto yo semejante ligereza, y no tenía la menor idea de qué precio podía alcanzar ese caballo o a qué príncipe podía estar destinado tal tesoro, y menos aún se me podía pasar por la cabeza que pudiera llegar a ser mío.
—Pero ¿es que llegó a ser suyo? —Los pasajeros, asombrados, interrumpieron al narrador.
—Pues sí, mío fue, a todos los efectos legales, pero sólo por un instante; en cuanto a cómo ocurrió, ahora lo van a escuchar, si así lo desean.
»Los señores que estaban allí, como era habitual, empezaron a pujar por ese caballo; también vi que se sumó a la liza el oficial remontista al que yo había entregado a la niña. En contra de todos ellos, como uno más, intervino un tártaro llamado Savakiréi, un chisgarabís, un culo de mal asiento; era bajito pero recio, llevaba la cabeza rapada y parecía como si se la hubieran torneado, y era redonda como un repollo lozano, con una cara del color de una zanahoria, y todo él tenía un aspecto de producto de la huerta, fresco y sano. Anunció:
»—No estoy dispuesto a quedarme sin blanca así como así. ¿Alguien se atreve a jugarse el dinero que nos pida el Jan, enfrentándose a mí por ese caballo?
»Naturalmente, los caballeros no aceptaron el reto y se hicieron a un lado de inmediato; a ninguno se le habría ocurrido jamás pelearse a latigazos con ese demonio de tártaro que podía acabar con cualquiera de ellos. En cuanto a mi remontista, en aquellos momentos no andaba sobrado de dinero, porque había vuelto a perder a las cartas allí en Penza, pero me di cuenta de que estaba muy interesado en ese caballo. Entonces me acerqué a él por detrás y le tiré de una manga, y le dije:
»—No hace falta que ofrezca más de la cuenta, pero sí tiene que estar dispuesto a dar lo que pida el Jan por el caballo, y yo me enfrentaré a Savakiréi en la contienda.
»Él se resistió, pero yo le insistí, diciendo:
»—Por favor se lo pido; me muero de ganas…
»Y así lo hicimos.
—Entonces, usted y ese tártaro… ¿se dieron de latigazos? ¿De verdad?
—Sí, señor, nos enfrentamos de aquel modo, y yo me llevé el potro.
—¿Así que usted venció al tártaro?
—Le vencí, sí, señor. No fue fácil, pero pude con él.
—Pero el dolor tuvo que ser terrible…
—Hum… ¿Cómo explicárselo? Al principio, sí que lo fue; de hecho, era un dolor muy intenso, sobre todo porque yo no estaba habituado, y el otro, ese Savakiréi, tenía esa habilidad de hacer que se te hinchara la piel con los azotes, pero sin que llegara a sangrar. Pero yo también tenía mis trucos para contrarrestar su técnica refinada: cada vez que él me azotaba, yo mismo me levantaba la piel de la espalda, allí donde había acertado con el látigo, y lo hacía con tanta precisión y eficacia que evité ese riesgo y al final maté a latigazos a ese Savakiréi.
—¿Cómo dice? ¿De verdad le mató a latigazos?
—Así es; por culpa de su tozudez y de su mentalidad, se portó de un modo tan estúpido que acabó perdiendo la vida —respondió el narrador en un tono desenfadado, sin darle mayor importancia; sin embargo, al ver que los pasajeros le miraban, si no espantados, sí al menos estupefactos, se sintió en la obligación de añadir algunos comentarios a su relato—. Verán, la culpa no fue mía, sino suya, porque resulta que él tenía fama de ser un gran campeón en toda la región de los arenales del Ryn y, debido a su orgullo, no estaba dispuesto, por nada del mundo, a ceder ante mí. Quiso soportar el castigo de forma honorable, para no cubrir de oprobio a toda la nación asiática, pero el pobre infeliz acabó extenuado y no pudo resistirlo; me imagino que eso se debió a que yo tenía una moneda de un grosh[24] en la boca. Eso es algo que ayuda mucho: yo no paraba de morderla para olvidarme del dolor, al tiempo que contaba mentalmente los golpes para distraerme; total, que yo estaba tan tranquilo.
—Y ¿cuántos latigazos contó? —volvieron a interrumpir al narrador.
—No puedo decírselo con toda seguridad, señor; sí recuerdo que llegué a contar hasta doscientos ochenta y dos, pero entonces sufrí un ligero desvanecimiento y estuve unos segundos algo confuso, y debí de perder la cuenta; pero, de todos modos, justo después Savakiréi levantó el látigo por última vez, y ya no fue capaz de golpearme, sino que cayó de bruces contra mí, como un pelele. Vinieron a mirar, y estaba muerto… ¡Hay que ver, qué estúpido! ¿Por qué tenía que aguantar tanto? A punto estuve de acabar en presidio, por su culpa. Los tártaros no le dieron importancia: si estaba muerto, como si no; ésas eran las condiciones, también me podía haber matado él a mí. Pero los nuestros, los rusos, no lo entendían así y la tomaron conmigo. ¡Qué fastidio! Yo les decía:
»—Pero bueno, ¿qué queréis? ¿Qué más os da?
»—¿Acaso no has matado a ese asiático? —me decían.
»—Bueno, ¿y qué si le he matado? ¿Qué tiene de malo? ¿Acaso habría sido preferible que me matara él a mí?
»—Si te hubiera matado él a ti —me dijeron—, no le habría pasado nada, porque él profesa otra religión, pero a ti hay que juzgarte de acuerdo con las leyes cristianas. Vamos a la policía —decían.
»Entonces me dije: “No, amigos, a mí no me lleváis ajuicio”; y, como, en mi opinión, no hay nada más perjudicial que acabar en manos de la policía, me colé entre un grupo de tártaros, metiéndome primero detrás de uno y luego detrás de otro, mientras les iba susurrando: “¡Salvadme, nobles príncipes! Vosotros lo habéis visto: ha sido un combate limpio”.
»Ellos se apretujaron y me fueron empujando de un lado para otro, y así me ocultaron.
—Discúlpeme, pero ¿qué quiere decir con eso de que le ocultaron?
—Quiero decir que escapé y me marché con ellos a la estepa.
—¡A la estepa nada menos!
—Sí, señor, a los arenales del Ryn.
—¿Y pasó usted allí mucho tiempo?
—Diez años seguidos: llegué con veintitrés años al Ryn y pasaba de los treinta y tres cuando me fugué de allí.
—¿Y le gustó a usted la vida en la estepa?
—No, señor, ¿cómo le puede gustar a nadie aquello? Lo único que sentía era nostalgia, y nada más; pero no tuve ocasión de escapar antes de allí.
—¿Por qué no? ¿Es que los tártaros le tenían preso en un foso o le vigilaban día y noche?
—No, no; es gente muy amable; nunca me habrían sometido a un trato humillante, encerrándome en un foso o cargándome de cadenas. Sencillamente, me dijeron: «Tienes que ser nuestro amigo, Iván; nosotros te apreciamos mucho —me decían—, queremos que vivas con nosotros en la estepa y que seas un hombre de provecho: te dedicarás a curar a nuestros caballos y a ayudar a nuestras mujeres».
—¿Y usted los curaba?
—Pues sí; yo hacía allí de curandero, y lo mismo me ocupaba de ellos que de su ganado, ya fueran caballos u ovejas; pero sobre todo cuidé de la salud de sus mujeres, de las tártaras.
—Pero ¿es usted capaz de curar?
—¿Qué quiere que le diga? La verdad, tampoco tiene mucho misterio. Cuando alguno caía enfermo, yo le daba acíbar o raíz de potentilla y se le pasaba, y lo cierto es que tenían acíbar en abundancia: un tártaro se había encontrado un saco entero en Sarátov y se lo había llevado a casa, pero, antes de que yo llegara allí, no sabían para qué servía.
—¿Y usted se habituó a su forma de vida?
—No; siempre estaba pensando en regresar.
—Pero ¿es que no había forma de escapar de allí?
—No, qué va, no es eso; de haber estado mis pies en condiciones, seguramente habría regresado a mi tierra mucho antes.
—¿Y qué tenían de malo sus pies?
—Pues que me los habían cosido con unas cerdas dentro después de mi primer intento de escaparme.
—¿Cómo? Disculpe, pero no entendemos muy bien qué es eso de que se los «habían cosido con unas cerdas dentro»…
—Se trata de un sistema muy corriente entre ellos: si se encaprichan con alguien y quieren retener a toda costa a esa persona, pero ven que siente añoranza de su tierra y trata de escapar, le hacen eso para que no pueda irse. Eso es lo que me pasó a mí cuando intenté marcharme de allí por primera vez y luego me perdí en medio de la estepa; me cogieron y me dijeron: «Mira, Iván, tienes que ser amigo nuestro y, para que no vuelvas a escaparte de aquí, te vamos a hacer un corte en los talones y te vamos a meter dentro unas cuantas cerdas». De ese modo, me inutilizaron los pies y tenía que andar a gatas todo el tiempo.
—Díganos, por favor, ¿cómo llevan a cabo esa operación tan terrible?
—Muy fácil: eran como unos diez individuos, y entre todos ellos me tumbaron en el suelo y me tuvieron ahí sujeto, y me dijeron: «Grita, Iván, grita con todas tus ganas cuando empecemos a cortar; te servirá de alivio». Total, que se me sentaron encima y uno de ellos, muy diestro en esas cosas, en cuestión de segundos me levantó la piel de los talones y me metió dentro algunos pelos cortados de crin de caballo, después los envolvió con la piel y lo cosió todo con hilo. Después de eso, la verdad es que me tuvieron algunos días con las manos atadas, temiendo que pudiera hurgarme en las heridas y sacarme las cerdas con el pus; pero, tan pronto como el corte en la piel cicatrizó, me soltaron. «Bienvenido, Iván —me dijeron—; ahora sí que eres nuestro amigo, y nunca más te irás de aquí».
»Cada vez que intentaba ponerme de pie, me iba al suelo al instante: los pelos que me habían metido en los talones me hacían un daño tan espantoso al clavarse en la carne viva que me era imposible dar un solo paso, y ni siquiera era capaz de mantenerme erguido. Yo, hasta entonces, no había llorado en la vida, pero en aquellos días no paraba de berrear.
»—¿Qué me habéis hecho, malditos asiáticos? —les decía—. Más me valdría que me hubierais matado, víboras, en vez dejarme inválido para los restos. ¡Ahora no puedo ni poner el pie en el suelo!
»Pero ellos me decían:
»—No es nada, Iván, no es nada. No tienes de qué quejarte.
»—¿Cómo que no es nada —les decía yo—, si me habéis dejado inútil? ¿Y encima pretendéis que no me queje?
»—Ya verás cómo te las apañas —decían—; no pises con los talones: lo que tienes que hacer es andar con las piernas arqueadas y apoyarte en los tobillos.
»Yo me decía: “¡Seréis desgraciados!”, y les daba la espalda, para no tener que seguir hablando; desde luego, tenía muy claro que prefería dejarme morir antes que seguir su consejo y ponerme a caminar de esa manera, con las piernas arqueadas. Sin embargo, después de una larga temporada sin levantarme, me sentía tremendamente deprimido, y poco a poco me las fui ingeniando para renquear sobre los tobillos. La verdad es que los tártaros no sólo no se reían de mí, sino que incluso me decían: “¿Lo ves, Iván? Puedes andar estupendamente”.
—¡Menuda desgracia! ¿Y qué pasó después? ¿Volvió usted a intentar escapar y también esa vez le cogieron?
—No, resultaba imposible; la estepa es toda igual, no hay caminos, y uno tiene que comer… La primera vez estuve caminando tres días y acabé extenuado; como si fuera un zorro, no tuve más remedio que cazar un pájaro con mis propias manos y comérmelo crudo, pero pronto volvió a apretar el hambre, y además estaba sin agua… ¿Cómo iba a seguir adelante? Así que me desmoroné y los tártaros me encontraron, me llevaron consigo y me hicieron lo de los pies.
Alguno de los pasajeros, en relación con lo ocurrido, comentó que, desde luego, tenía que ser muy incómodo caminar sobre los tobillos.
—Al principio, resultaba muy molesto —respondió Iván Severiánich—, e incluso más adelante, aunque me fui dando más maña, nunca conseguía ir muy lejos. Pero no miento si les digo que esos tártaros también acabaron por sentir lástima de mi situación.
»—La verdad es que ahora te tiene que resultar muy difícil manejarte solo, Iván —me decían—; no puedes ir por agua ni prepararte la comida. Necesitas una Natasha, hermano. Te daremos una buena Natasha, elige la que prefieras.
»Y yo les dije:
»—¿Para qué andar eligiendo? Sólo sirven para una cosa. Dadme la que queráis.
»Así que, sin necesidad de darle más vueltas, me casaron.
—¡Cómo! ¿Le casaron con una tártara?
—Pues sí, naturalmente que me casaron con una tártara. Primero me casaron con una, precisamente con la mujer de Savakiréi, al que yo había matado a latigazos. La verdad es que aquella tártara no me gustó nada; menuda era: parecía que me tenía miedo y nunca me alegraba la vida. No sé si es que echaba de menos a su marido o qué, pero el caso es que estaba siempre compungida. Eso sí, en cuanto vieron que aquella mujer representaba una carga para mí, los tártaros enseguida me trajeron otra: una chiquilla jovencísima, que no pasaría de los trece años… Me dijeron:
»—Aquí tienes a esta otra Natasha, Iván; con ésta serás más feliz.
»Y la tomé por esposa.
—Y ¿qué tal? ¿Es verdad que fue más feliz con ella? —le preguntaron los pasajeros a Iván Severiánich.
—Sí —contestó—, con ella fui más feliz; lo que pasa es que a veces me alegraba la vida, pero otras veces me fastidiaba con sus chiquilladas.
—¿Qué clase de chiquilladas?
—De todo tipo… Cualquier cosa que se le ocurría; por ejemplo, le daba por galopar subida en mis rodillas; o, a veces, cuando yo estaba durmiendo, ella me sacaba de una patada el bonete de la cabeza y lo tiraba por los aires, riéndose como una loca. Empezabas a regañarla y ella venga a partirse de risa y a correr por todas partes como un diablillo, y, claro, a cuatro patas yo no tenía forma de alcanzarla, así que acababa tirado en el suelo, riéndome yo también.
—Y, estando allí en la estepa, ¿usted también se afeitaba la cabeza y usaba bonete?
—Sí que me afeitaba.
—¿Y por qué lo hacía? ¿Para agradar a sus mujeres?
—No, señor. Más bien, por limpieza, porque allí no tienen baños.
—Entonces, ¿tuvo usted dos mujeres a la vez?
—Sí, señor; dos en esa estepa; y más adelante, estando con otro Jan, con Agashimola, que me raptó cuando yo estaba con Otúchev, me dieron otras dos mujeres.
—Pero, disculpe —preguntó otro de los presentes—, ¿cómo pudieron raptarle?
—Gracias a una triquiñuela. Yo había escapado de Penza con los tártaros de Chepkún Yemgurchéiev y viví cinco años seguidos en esta horda. Aquí solían reunirse, para celebrar sus fiestas, toda clase de príncipes y de ulemas y de jeques y de discípulos de sus jeques y de mulás, incluidos el Jan Djangar y Bakshéi Otúchev.
—¿Aquel que había sido vencido por Chepkún?
—Eso es, ése mismo.
—¿Y cómo es que Bakshéi no estaba enfadado con Chepkún?
—¿Y por qué iba a estarlo?
—Pues por los latigazos recibidos y por haberle dejado sin el caballo…
—En absoluto; ellos nunca se enfadan por esas cuestiones: quien vence a su rival en un combate se lleva el premio estipulado y asunto concluido. Tan sólo recuerdo que, en cierta ocasión, Jan Djangar me llegó a decir:
»—¡Ay, Iván, Iván! Pero qué poca cabeza tuviste, Iván; cómo se te pudo ocurrir darte de latigazos con Savakiréi en vez de dejar que lo hiciera uno de vuestros príncipes rusos. Con lo que yo iba a reírme viendo a todo un príncipe quitándose la camisa.
»—No sueñes con que vas a ver tú eso —le contesté.
»—¿Por qué no?
»—Porque nuestros príncipes —le dije— son pusilánimes y carecen de hombría, y su fuerza es ridícula.
»Lo comprendió, y me dijo:
»—Ya me había dado cuenta de que no hay auténticos aficionados entre ellos; además, cuando desean conseguir algo, sólo saben recurrir al dinero.
»—Es verdad —dije yo—, sin dinero no son capaces de nada.
»El caso es que Agashimola pertenecía a una horda lejana, sus yeguadas pastaban cerca de las orillas del mar Caspio. Estejan era muy aficionado a los tratamientos médicos y me mandó llamar para atender a su mujer, y le prometió muchas cabezas de ganado a Yemgurchéiev si me dejaba marchar. Así que éste me dio permiso para ir con él. Yo me llevé mi acíbar y mi raíz de potentilla y allá que me fui. Pero, una vez que llegué allí, Agashimola partió con toda su gente hacia otras tierras; ocho días estuvimos cabalgando hasta alcanzarles.
—¿Y usted iba a caballo?
—Sí, señor.
—¿Y qué tal sus pies?
—¿Por qué me lo pregunta?
—¿Es que los pelos de los talones ya no le molestaban?
—Ni lo más mínimo. Lo tienen todo muy bien pensado: una persona a la que le cosen las cerdas en los talones no puede caminar bien; pero, en cambio, puede montar a caballo incluso mejor que antes, porque, como está acostumbrado a andar con las piernas arqueadas, las ajusta mucho mejor a los flancos del caballo, formando una especie de aro con ellas, y de ese modo es imposible que el animal le derribe.
—¿Y qué más cosas le ocurrieron estando en las nuevas estepas con Agashimola?
—Viví situaciones aún más adversas.
—Pero no sucumbió a la adversidad.
—No, señor, no sucumbí.
—¿Sería tan amable de contarnos todo lo que tuvo que sufrir con Agashimola?
—Con mucho gusto.