»Una vez que había tomado la decisión de procurarme esa distracción, empecé a pensar en cómo podría sacar de sus casillas a aquel oficial para que me atacara él a mí primero. De modo que me senté, me saqué el peine del bolsillo e hice como que me estaba peinando; el oficial, mientras tanto, llegó y se dirigió a la señora. Ésta le contó, con muchos rodeos, como siempre hacía, que yo no estaba dispuesto a entregarle a la niña.
»Pero él le acarició la cabeza y dijo:
»—Note preocupes, amor mío, no te preocupes; ya encontraré yo la forma de convencerle. Le pondremos el dinero delante de los ojos, y no sabrá adónde dirigir la mirada; pero, si este sistema no funciona, le quitaremos la niña sin más. —Dicho lo cual, se acercó a mí y me tendió un manojo de billetes, diciendo—: Mira, aquí hay exactamente mil rublos; danos a la niña y tú quédate con el dinero y vete a donde mejor te parezca.
»Pero yo, a propósito, me hacía el remolón, procurando resultar grosero; primero, me levanté muy despacio; después, me colgué el peine en el cinturón, tosí para aclararme la voz y sólo entonces le contesté:
»—No, excelencia, este sistema no funciona. —Y le quité de la mano los billetes, escupí en ellos y los arrojé al suelo, diciendo—: ¡Anda, perrito, vamos, cógelo!
»El otro parecía muy dolido, se puso todo colorado y se abalanzó sobre mí; pero a mí, como pueden ustedes ver, con esta complexión, no hay oficial de uniforme que se me resista; de un ligero empujón me deshice de él: salió despedido, con las espuelas hacia arriba y el sable torcido hacia un lado. Inmediatamente, puse el pie encima del sable y le dije:
»—Mira, así es como pisoteo tu bravuconería.
»Pero él, aunque andaba escaso de fuerzas, era un oficial intrépido: viendo que no podía recuperar el sable, se lo quitó del cinto, y trató de atacarme a base de puños, con mucha fogosidad… Ni que decir tiene que lo único que se llevó fue una buena paliza. No consiguió lo que pretendía, pero el caso es que a mí me gustó su carácter, orgulloso y noble. Yo no acepté su dinero, pero él tampoco se rebajó a recogerlo del suelo.
»Cuando dejamos de pelearnos, le grité:
»—¡Recoge tu dinero, excelencia! ¡Te vendrá bien para los gastos del viaje!
»Pues, fíjense ustedes, no sólo no lo recogió, sino que corrió a por la niña, decidido a llevársela; pero, claro, mientras él la cogía de una mano, yo la cogía de la otra, diciéndole:
»—Venga, tira ahora: a ver quién se lleva la mitad más grande.
»Él gritó:
»—¡Canalla! ¡Monstruo! —Y me escupió a la cara y soltó a la cría, y trató después de engatusar a la mujer para marcharse los dos de allí, pero ella, desesperada, gritaba de un modo lastimero y, a pesar de que le seguía, arrastrada a la fuerza, no dejaba de mirarnos, a la niña y a mí, y de extender los brazos hacia nosotros… Entonces vi con claridad, y pude sentir en mi interior, el desgarro de aquella mujer: la mitad de su ser quería acompañar al hombre, la otra mitad deseaba quedarse con su hija… Y, justo en aquel momento, vi de repente aparecer a mi amo, a quien yo servía; venía corriendo, con una pistola en la mano, y no paraba de disparar y de gritar:
»—¡Deténlos, Iván! ¡Deténlos!
»Pero yo me dije: “¿Qué los detenga? ¡Porque tú lo digas! ¡Hacen muy bien queriéndose!”. Así que alcancé a la señora y al ulano, les entregué a la niña y dije:
»—¡Aquí tenéis a esta pilluela! Pero ahora vais a tener que llevarme también a mí con vosotros: si no, me entregará a la justicia, dado que tengo un pasaporte ilegal.
»Dijo ella:
»—Vámonos, querido Iván, vámonos de aquí; vivirás con nosotros.
»De ese modo, nos alejamos al galope, llevándonos a la niña, a la que yo me había encargado de criar; en cambio, la cabra, el dinero y mi pasaporte se quedaban allí, a disposición de mi amo.
»Fui todo el camino hasta Penza[20] sentado en el pescante del coche, en compañía de mis nuevos señores, dándole vueltas a lo ocurrido. ¿Había hecho bien en pegar a un oficial? Al fin y al cabo, él había jurado defender a su patria con su sable en tiempos de guerra, y el propio soberano, probablemente, le trataría de usted, en virtud de su rango, y yo, idiota de mí, le había ofendido… Pero, después de pensar detenidamente en esas cuestiones, me vino otra idea a la cabeza: ¿qué novedades me depararía el destino?
»El caso es en aquellos días se celebraba una feria en Penza, y el ulano me dijo:
»—Escúchame, Iván: tú sabes, sin duda, que no puedo permitir que te quedes con nosotros.
»—¿Por qué no? —le dije.
»—Pues porque yo soy un servidor público —me contestó—, y tú no tienes pasaporte.
»—Bueno, pasaporte tenía —le dije—, aunque era falso.
»—Pues ya lo ves—contestó—;y ahora ni siquiera tienes uno falso. Aquí tienes doscientos rublos para el camino; ve con Dios a donde mejor te parezca.
»Debo reconocer que yo no tenía ningunas ganas de separarme de ellos, porque le había cogido mucho cariño a la niña; pero, viendo que la cosa no tenía remedio, dije:
»—Bueno, aquí me despido entonces. Le agradezco sinceramente su recompensa, pero antes hay otra cosa que quería aclarar.
»—¿Qué cosa? —preguntó.
»—Verá, le debo una disculpa, por habernos peleado y por haberle ofendido.
»Se echó a reír y me dijo:
»—No tiene importancia; que Dios te guarde, eres un buen hombre.
»—No se trata de eso, señor —repliqué—; no es cuestión de si soy o no soy un buen hombre; es algo que puede pesar sobre mi conciencia: es usted un defensor de la patria y es muy posible que hasta el propio soberano le haya tratado de usted en alguna ocasión.
»—Eso sí es verdad —contestó—: a nosotros, cuando nos entregan nuestros despachos de oficiales, nos dan un documento donde consta: «Por la presente, le distinguimos como oficial y ordenamos que se le honre y se le respete».
»—En ese caso, usted comprenderá —le dije— que yo no pueda perdonarme lo ocurrido…
»—¿Y qué se le va a hacer? —dijo—. Que tú seas más fuerte que yo, y que me hayas dado una buena paliza, eso ya no tiene remedio…
»—No tiene remedio, es cierto —dije—; pero, por lo menos, y para aliviar mi conciencia, le quedaría muy agradecido si tuviera la amabilidad de propinarme unos cuantos golpes. —Dicho lo cual, hinchando ambas mejillas, se las ofrecí.
»—Pero ¿a qué viene eso? —dijo—, ¿por qué quieres que te pegue?
»—Sencillamente —respondí—, para tener la conciencia tranquila: no quiero que mi ofensa a un oficial de nuestro soberano quede sin castigo.
»Se echó a reír, y yo volví a hinchar los carrillos todo lo que podía y me quedé quieto delante de él.
»Él me preguntó:
»—¿Por qué hinchas así los carrillos? ¿A qué se deben esas muecas?
»Y yo le contesté:
»—Así lo establecen las ordenanzas militares: tenga la bondad de golpearme en ambas mejillas. —Y volví a hincharlas; pero él, de repente, en lugar de pegarme, reaccionó y empezó a besarme, diciendo:
»—Déjalo ya, Iván, por el amor de Dios, ya es suficiente: por nada del mundo te pegaría yo, ni aunque fuera una sola vez. Anda, vete cuanto antes, aprovechando que no están en casa Máshenka y la niña, porque van a empezar a llorar como te vean marcharte.
»—Eso es cierto; ¿para qué hacerlas sufrir?
»Y, a pesar de que no quería marcharme, no había nada que hacer, así que salí de la casa a toda prisa, sin despedirme siquiera; pero, nada más cruzar la puerta de la calle, me detuve y me pregunté: ‘Y ahora, ¿adónde voy yo?”. Y lo cierto era que, a pesar del tiempo transcurrido desde que había dejado a mis primeros amos, los condes, dando comienzo a mi peregrinaje, aún no había conseguido echar raíces en ningún sitio… “Hasta aquí hemos llegado —pensé—. Lo mejor será que me entregue a la policía, aunque lo que más me fastidia es que ahora tengo dinero y, si voy a la policía, me lo quitarán todo: así que primero me gastaré al menos una parte; aunque sea, me daré el gusto de tomarme un té con unos bollos en una fonda”. De modo que me dirigí a la feria y entré en una fonda, donde pedí un té y unos bollos, y ahí me quedé, bebiéndome mi té tranquilamente. Pero llegó un momento en que me di cuenta de que ya no podía seguir allí, y salí a dar una vuelta. Crucé el río Sura, en dirección a la estepa, donde estaban situadas las yeguadas, junto a las cuales habían acampado los tártaros en sus kibitki[21]. Todas las kibitki eran iguales, salvo una de ellas, vistosamente decorada, alrededor de la cual había numerosos señores que estaban ocupados probando caballos de monta. Había allí toda clase de individuos, tanto empleados civiles como militares, así como terratenientes, que habían acudido a la feria. Todo el mundo estaba de pie, fumando en pipa; el único que estaba sentado en medio de aquel gentío, sobre una alfombra de fieltro de vivos colores, era un tártaro muy serio, flaco y largo como una estaca, que llevaba una bata parcheada y un bonete dorado. Mientras echaba un vistazo, reconocí a un hombre que había estado a mi lado en la fonda donde había tomado el té y le pregunté quién era aquel tártaro tan importante que estaba ahí sentado en presencia de tanta gente. Y el hombre me respondió:
»—No me digas que no le conoces; se trata de Jan Djangar.
»—¿Y quién es Jan Djangar?
»Y me dijo aquel hombre:
»—Jan Djangar es el mayor criador de caballos de la estepa; sus manadas van y vienen desde el Volga hasta los Urales, a lo largo de los arenales del Ryn; el propio Jan Djangar viene a ser algo así como el zar de la estepa.
»—Pero ¿es que la estepa no forma parte de los dominios rusos?
»—Bueno, sí que forma parte de nuestros dominios, pero no nos sirve de nada, porque ahí lo único que hay son saladares que llegan hasta el mar Caspio o extensiones de hierbas meciéndose al viento, donde los pájaros cruzan bajo los cielos, y nuestros funcionarios no tienen nada que sacar; por eso —me explicaba—, Jan Djangar reina en esos territorios, y allí, en los arenales del Ryn, están sus jeques y los discípulos de sus jeques y sus mulás y sus imanes y sus hadji y sus derviches y sus ulemas, y él manda sobre todos ellos y todos están felices de obedecerle.
»Mientras escuchaba aquellas palabras, me di cuenta de que un niño tártaro había conducido ante el Jan una yegua blanca, no muy grande, y que se había puesto a refunfuñar; el Jan se levantó, cogió un látigo con un mango largo y se situó justo delante de la cabeza de la yegua, extendiendo el látigo junto a su frente. La verdad es que no sabría cómo describirles la postura que había adoptado aquel bandido.
Era como una estatua imponente, era una delicia mirarlo; enseguida se daba uno cuenta de que tenía bien calada a la yegua. Y, como yo también, desde que era niño, estaba acostumbrado a examinar a los caballos, no se me escapaba que la propia yegua reconocía en él a un auténtico experto, y se mantenía firme en su presencia, como diciendo: “¡Mírame y disfruta!”. De modo que aquel tártaro de apariencia seria no dejaba de mirar a la yegua, y no se dedicaba a dar vueltas a su alrededor, como suelen hacer nuestros oficiales, siempre tan ajetreados, que nunca paran quietos; él lo que hizo fue observarla todo el rato desde el mismo ángulo, hasta que decidió bajar el látigo y se besó en silencio las puntas de los dedos, dando a entender que era una auténtica maravilla. Después volvió a sentarse en la alfombra y cruzó las piernas, y de inmediato la yegua amusgó las orejas, resopló y empezó a juguetear.
»Los caballeros que estaban allí congregados empezaron a pujar con ganas: si uno estaba dispuesto a dar cien rublos, otro ofrecía ciento cincuenta, y así sucesivamente, con sumas cada vez más elevadas. Realmente, la yegua era una joya: no muy grande, de un tamaño parecido a las de raza árabe, pero muy bien proporcionada, con una cabeza pequeña, unos ojos redondos como manzanas y unas orejas siempre atentas; sus flancos livianos resonaban con fuerza, su lomo parecía una saeta y sus piernas, finas y afiladas, eran las más raudas que cabía imaginar. Yo, un enamorado de esa clase de belleza, no podía apartar la vista de aquella yegua. Jan Djangar, viendo que todo el mundo ansiaba hacerse con el animal y que los licitantes estaban como locos y no paraban de subir sus ofertas, le hizo una señal al mugriento rapaz tártaro y éste, de un salto, se encaramó sobre aquella preciosidad y la hizo andar. La montaba al estilo tártaro, ya saben, sujetándole firmemente los costados con las rodillas, y la yegua se fue animando y empezó a volar como un pájaro, sin el menor titubeo; cada vez que el chiquillo se inclinaba hacia su cerviz y le daba un grito, la yegua levantaba un remolino de arena en el que parecía desvanecerse. “¡Hay que ver, menuda víbora esteparia! —pensaba yo—. ¡Qué mal bicho! ¿De dónde habrá salido esta maravilla?”. Y sentía cómo mi alma suspiraba por ese animal, con auténtica pasión. El niño tártaro la trajo de vuelta y la yegua resopló de golpe por ambas fosas nasales, expulsando con el aire todo el cansancio, y ya no se la sintió jadear ni respirar. “¡Ay, qué cosa más bonita! —pensaba yo—, ¡ay, qué preciosidad!”. Estoy convencido de que si el tártaro me hubiese pedido por aquella yegua no ya sólo mi alma, sino a mi padre y a mi madre, se los habría dado gustoso; pero no cabía pensar siquiera en la posibilidad de hacerme con aquel prodigio alado con tanto caballero y tanto remontista compitiendo a ver quién ofrecía una suma más desorbitada. Pero eso aún no era nada comparado con lo que iba a venir a continuación: antes de que hubiera concluido la subasta, sin haber sido adjudicada aún la yegua, apareció de pronto, procedente de Seliksa, más allá del Sura, un veloz jinete montado en un caballo moro, agitando un sombrero de ala ancha; se plantó a nuestro lado en un abrir y cerrar de ojos, se apeó de un salto, se alejó de su caballo y fue derecho hacia la yegua blanca, quedándose parado justo delante de ella, como una estatua, igual que había hecho el otro antes. Dijo:
»—Esta yegua es mía.
»Y el Jan le respondió:
»—¡De eso nada! Estos señores me ofrecen quinientas monedas por ella.
»Y el jinete, un tártaro enorme y barrigudo, con un rostro tostado y cuarteado en el que la piel parecía arrancada a tiras y unos ojillos que eran como dos pequeñas rendijas, se limitó a gritar:
»—¡Doy cien monedas más que cualquiera!
»Los caballeros mostraron su disconformidad y elevaron sus ofertas, y el impasible Jan Djangar se quedó sentado, chasqueando los labios, mientras desde la otra orilla del Sula llegaba un nuevo jinete tártaro montado en un caballo de largas crines, un rubicán. Era un tipo flaco, amarillo, que estaba en los huesos, y que parecía aún más taimado que el anterior. Se deslizó del caballo y se quedó clavado como un palo delante de la yegua blanca, diciendo:
»—Delante de todo el mundo lo proclamo: ¡estoy decidido a que esta yegua sea mía!
»Yo le pregunté al hombre que estaba a mi lado de qué iba a depender la resolución del conflicto. Me respondió:
»—Esto va a depender de lo que Jan Djangar tenga a bien disponer. No es la primera vez que ocurre, en casi todas las ferias hace una jugarreta parecida: primero vende todos los caballos corrientes que trae hasta aquí y después, el último día, se saca de la manga, como por arte de magia, uno o dos ejemplares magníficos, y los expertos ya no saben qué hacer para conseguirlos; pero este tártaro astuto se lo pasa en grande viéndolo y encima se saca un buen dinero. Conociendo esta costumbre suya, todo el mundo está a la espera de sus benjamines, y eso es lo que acaba de pasar: todos pensaban que se iría hoy mismo y, en efecto, se marchará esta noche, y ahora es cuando presenta esta preciosidad de yegua…
»—¡Qué animal! ¡Es increíble! —dije.
»—Desde luego que sí. Dicen que lo trajo hasta la feria rodeado por toda la yeguada, y que lo hizo así para que, entre tanto caballo, nadie pudiera verlo, y el caso es que nadie sabía nada, excepto esos tártaros que acaban de venir. Pero incluso a ellos les había dicho que la yegua no estaba en venta, porque es su favorita, y por las noches la separaba de los demás caballos y la llevaba a la aldea de Mordovski Ishim, y allí pastaba en un claro de bosque, al cuidado de un pastor especial. Pero ahora, de repente, va y la pone a la venta, y tú fíjate bien, porque seguro que gracias a esa yegua van a pasar aquí cosas increíbles. Ya veremos cuánto saca al final ese perro por ella; si quieres, podemos apostar a ver quién se la queda.
»—¡Qué cosas! ¿Cómo vamos a apostar por eso?
»—Pues porque ahora vas a ver lo que ocurre —contestó—: seguro que todos estos caballeros se echan atrás, y uno de esos dos asiáticos se la lleva.
»—¿Cómo es eso? —pregunté—. ¿Tan ricos son?
»—Tan ricos como astutos, y muy aficionados a los caballos —me respondió—; los dos tienen enormes yeguadas y, si uno se encapricha con un caballo, no está dispuesto por nada del mundo a que caiga en manos del otro. Son muy conocidos: ese barrigudo de la cara pelada se llama Bakshéi Otúchev, y el otro, el que está en los huesos, es Chepkún Yemgurchéiev; los dos son unos aficionados terribles, ya verás lo que nos vamos a divertir.
»Me quedé callado, observando a los señores que habían estado pujando por la yegua: ya habían renunciado a ella y se limitaban a mirar, mientras los dos tártaros no paraban de darse empujones y chocaban palmas con Jan Djangar, al tiempo que se agarraban de la yegua, y gritaban fuera de sí:
»—Además del dinero, doy por ella cinco cabezas —dijo uno de ellos, ofreciendo cinco caballos.
»Y el otro se desgañifaba:
»—No seas embustero; yo doy diez.
»Bakshéi Otúchev gritaba:
»—Doy quince cabezas.
»Y Chepkún Yemgurchéiev:
»—Veinte.
»Bakshéi:
»—Veinticinco.
»Y Chepkún:
»—Treinta.
»Al parecer, ninguno de los dos podía ofrecer ya más caballos… Chepkún había gritado: “Treinta”, y Bakshéi, a su vez, también daba treinta, ni uno más; pero Chepkún ofreció, por añadidura, una silla de montar, y Bakshéi una silla y una bata, y entonces Chepkún añadió también la bata, así que volvían a estar en las mismas, sin posibilidad de sacar ventaja ninguno de los dos. Chepkún gritó: “Escúchame, Jan Djangar, cuando vaya a casa, te traeré una hija mía”; pero Bakshéi también le prometió una hija, y otra vez estaban igualados, sin recursos para imponerse a su rival. En ese momento, todos los tártaros que estaban asistiendo a la subasta se pusieron a gritar y a vociferar en su lengua; trataban de separarles para que no acabara la cosa mal, tirando de cada uno de ellos, de Chepkún y de Bakshéi, en direcciones opuestas, y les zarandeaban, con el propósito de disuadirles.
»Le pregunté a mi acompañante:
»—Dime una cosa, por favor: ¿qué es lo que ha pasado ahora?
»—Pues mira—me dijo—, lo que pasa es que a todos esos príncipes tártaros que están intentando separar les ha dado pena de Chepkún y de Bakshéi, porque han ido demasiado lejos en su puja, así que están procurando hacerles entrar en razón para que, de algún modo, uno de los dos le ceda la yegua al otro.
»—Pero ¿cómo va a ceder ninguno de ellos —le pregunté—, estando los dos tan entusiasmados con la yegua? Eso es imposible.
»—En absoluto —me respondió—. Estas gentes asiáticas son sensatas y razonables: juzgarán que no tiene sentido que nadie se arruine, y le darán ajan Djangar lo que pida por la yegua, pero la cuestión de quién se llevará la yegua se decidirá, de común acuerdo, a zurriagazos.
»—¿Qué quieres decir? —le pregunté intrigado—. ¿Qué es eso de que se decidirá a zurriagazos?
»Y me respondió:
»—No hagas tantas preguntas. Esto hay que verlo, y además va a empezar ahora mismo.
»Entonces me fijé en que tanto Bakshéi Otúchev como Chepkún Yemgurchéiev parecían empezar a calmarse, y en ese momento se separaron de los otros tártaros que habían estado tratando de poner paz entre ellos y fueron corriendo al encuentro el uno del otro, y chocaron sus manos, diciendo:
»—¡Conforme! Estamos en paz —dijo uno.
»Y el otro respondió lo mismo:
»—¡Conforme! Estamos en paz.
»Y cada uno se desprendió de inmediato de su bata y de su beshmet[22] y de sus chiwiakr [23], y después se quitaron las camisas de percal y se quedaron tan sólo con unos anchos pantalones a rayas; entonces se desplomaron de golpe en el suelo y se sentaron el uno enfrente del otro, como dos pájaros combatientes de la estepa.
»Era la primera vez que tenía ocasión de asistir a un espectáculo tan extraordinario y me preguntaba qué ocurriría a continuación. De pronto, los dos contendientes se dieron la mano izquierda y se agarraron con firmeza, extendieron las piernas y juntaron las plantas de los pies, gritando: “¡Adelante!”.
»Yo no tenía ni idea de qué se proponían hacer, pero todos los tártaros allí congregados coreaban:
»—¡Ahora, hermanos, ahora!
»De pronto, un tártaro, un anciano circunspecto, se adelantó desde la multitud con dos enormes látigos en las manos; después, poniéndolos juntos, se los mostró al público, así como a Chepkún y a Bakshéi:
»—Como puede verse —dijo—, los dos son iguales.
»—Es verdad —gritaron los tártaros—, son iguales; todos somos testigos de que los látigos son iguales y no tienen defectos. Que se sienten y empiecen.
»Bakshéi y Chepkún estaban ansiosos por hacerse con los látigos, pero el anciano les dijo: “¡Esperad!”, y él mismo se los entregó, uno a Chepkún, otro a Bakshéi, y luego dio unas palmadas flojas: una, dos y tres… Y, en cuanto se oyó la tercera palmada, Bakshéi le soltó un latigazo con todas sus fuerzas a Chepkún por encima del hombro, alcanzándole en la espalda desnuda, y Chepkún respondió de idéntico modo. Y empezaron así a agasajarse: mirándose a los ojos, presionando las plantas de los pies contra las del rival, firmemente sujetos el uno al otro con la mano izquierda, mientras se sacudían con los látigos que cada uno sostenía en la derecha… ¡Uf, cómo se arrearon! Si el uno le dejaba una marca al otro, éste no se quedaba atrás. Llegó un momento en que los dos tenían la mirada perdida y la mano izquierda como mortecina, pero ninguno estaba dispuesto a ceder.
»Yo le pregunté a mi compañero:
»—¿Así que esto viene a ser para ellos algo así como los duelos para nuestros caballeros?
»—Pues sí —me contestó—, se trata también de un combate singular; lo que pasa es que éstos no lo hacen por una cuestión de honor, sino para ahorrarse dinero.
»—¿Y pueden estar azotándose así durante mucho tiempo? —dije.
»—Todo el tiempo que quieran —me dijo—, mientras no les fallen las fuerzas.
»Entre tanto, aquellos dos seguían fustigándose y la multitud empezaba a tomar partido por uno o por otro. Unos decían: “Chepkún va a acabar con Bakshéi”, y otros les replicaban: “Bakshéi va a hacer pedazos a Chepkún”; algunos apostaban, unos por Chepkún, otros por Bakshéi, cada cual por aquél en quien tuviera depositadas sus esperanzas. Se fijaban en los ojos y en la dentadura de los combatientes, como buenos entendidos, y observaban el estado de su espalda, y, a partir de ciertos indicios, creían intuir quién tenía más posibilidades de ganar, y a ése apoyaban. El hombre con quien yo conversaba, que también era uno de esos espectadores expertos, al principio se había decantado por Bakshéi, pero más tarde dijo:
»—¡Se acabó, he perdido mis veinte kopeks! Chepkún va a vencer a Bakshéi.
»—¿Y eso cómo se sabe? —le dije—. Todavía es pronto para asegurar nada: los dos aguantan igual de tiesos.
»Pero el otro me replicó:
»—Es verdad que los dos aguantan por igual, pero utilizan técnicas distintas.
»—Pues, en mi opinión —le dije—, Bakshéi le atiza al otro con más contundencia.
»—Precisamente, eso es lo malo —me contestó—.Está claro, ya puedo dar por perdidos mis veinte kopeks. Chepkún le gana.
»A mí eso me resultaba muy extraño. “Este hombre parece estar confundido —pensaba yo—, pero, por otra parte, tiene que ser un entendido en estas prácticas o, si no, no apostaría”.
»Movido por la curiosidad, seguí importunando a mi compañero:
»—Dime, buen amigo —le dije—, ahora ¿por qué desconfías de Bakshéi?
»Y él me respondió:
»—Pero ¡qué palurdo eres! Tú fíjate en la espalda de Bakshéi. —Miré, pero no vi nada raro: tenía una espalda bien hermosa, viril, grande y rellena como un almohadón—, ¿es que no ves cómo le está sacudiendo al otro? —Volví a fijarme y vi que golpeaba con rabia, abriendo mucho los ojos, y, cada vez que alcanzaba a su rival, le hacía sangre—. Bueno, pues ahora imagínate lo que le estará pasando por dentro.
»—¿Cómo que por dentro? Lo único que veo es que se mantiene firme y que no cierra nunca la boca y respira muy seguido, con rápidas bocanadas de aire.
»Y dijo mi compañero:
»—Pues eso es lo malo: tiene unas espaldas muy anchas y los latigazos del rival le aciertan todos de lleno; él no para de dar golpes, lo que le hace sofocarse y, como respira con la boca abierta, el aire le va quemando las entrañas.
»—Entonces —le pregunté—, ¿Chepkún es el favorito?
»—Sin duda alguna —contestó—, es el favorito. Fíjate: es un hombre enjuto, todo huesos y piel, y tiene la espalda ahuecada como una pala; no recibe ningún latigazo de lleno, sólo le aciertan a medias; él, en cambio, ya lo estás viendo, va castigando a Bakshéi de forma regular, sin precipitarse, con método, sin soltar sus latigazos de golpe, haciendo que la sangre se le acumule a su rival bajo la piel. Por eso mismo, la espalda de Bakshéi está toda hinchada y ennegrecida como un puchero y no le sangra, con lo que todo el dolor se le queda dentro del cuerpo, mientras que la espalda delgada de Chepkún tiene una piel crujiente como la de un cochinillo asado, y se resquebraja, y por eso el dolor le sale junto con la sangre, y está a punto de despachar a Bakshéi. ¿Lo entiendes ahora?
»—Ahora ya lo entiendo —le dije; y, en efecto, por fin había captado el secreto de esa práctica asiática y estaba vivamente interesado en ella. “¿Cuál será —me preguntaba yo— la mejor manera de actuar en esas circunstancias?”.
»—Pero lo más importante —siguió indicándome mi compañero— es que, si te das cuenta, a ese maldito Chepkún no se le altera la expresión en ningún momento; fíjate: cada vez que da y recibe un latigazo, lo único que hace es cerrar y abrir los ojos alternativamente; eso es algo mucho más conveniente que tener los ojos desencajados todo el rato, como hace Bakshéi. Además, Chepkún aprieta los dientes y se muerde los labios, lo cual también es mejor, porque así, con la boca bien cerrada, evita una innecesaria combustión en su interior.
»Fui tomando buena nota de todos esos detalles curiosos, mientras miraba detenidamente a Chepkún y a Bakshéi, y cada vez veía más claro que Bakshéi estaba a punto de derrumbarse, porque sus ojillos estaban ya completamente obnubilados y sus labios se habían reducido a un hilillo y se habían contraído en un rictus… Y, en efecto, Bakshéi le golpeó otras veinte veces más a Chepkún, pero cada latigazo era más débil que el anterior, hasta que, de repente, cayó con estrépito hacia atrás y le soltó la mano izquierda a Chepkún, aunque siguió moviendo la derecha, como si quisiera continuar con los golpes, pero ya estaba plenamente inconsciente. En ese momento, mi compañero dijo: “Se acabó: adiós a mis veinte kopeks”. Entonces todos los tártaros empezaron a hablar y a felicitar a Chepkún, gritando:
»—¡Oh, noble Chepkún Yemgurchéiev, oh, astuto; has dejado a Bakshéi fuera de combate; siéntate, ahora la yegua es tuya!
»Y el propio Jan Djangar se levantó de la alfombra, se acercó hasta él y, chasqueando los labios, dijo:
»—La yegua es tuya, Chepkún: puedes montarla y descansar encima de ella.
»Chepkún se puso de pie: la sangre le chorreaba por la espalda, pero no daba muestra alguna de sufrimiento. Colocó su bata y su beshmet sobre el lomo de la yegua y se encaramó al animal, donde se tumbó boca abajo, y de ese modo se alejó de allí, mientras yo volvía a sentirme desanimado.
»Pensé que aquello ya se había acabado, y que no tenía más remedio que volver a preocuparme por mi situación, y eso era algo que no me apetecía nada hacer.
»Pero, afortunadamente, aquel hombre que había conocido ese mismo día se dirigió a mí:
»—Espera, no te vayas. Aquí tienen que pasar todavía más cosas.
»Yo le dije:
»—¿Qué más puede pasar? Esto ya se ha acabado.
»—No, no se ha acabado —me dijo—, ¿has visto cómo ha encendido su pipa Jan Djangar? Fíjate, está fumando; eso quiere decir que aún está tramando alguno de sus trucos asiáticos.
»Entonces me dije: “¡Ay, si volviera a repetirse algo parecido y hubiera alguien que apostara por mí, yo no dejaría escapar la ocasión!”.