»Pero aquel taimado gitano, sin darme tiempo a recapacitar, me dijo:
»—Para convencerme de que no te vas a echar atrás, tienes que traerme ahora mismo un par de caballos de los establos de tu amo; escoge los mejores animales, para que por la mañana podamos estar ya muy lejos de aquí.
»Yo ya estaba empezando a arrepentirme: no tenía la menor voluntad de convertirme en un ladrón. Pero, en fin, de perdidos al río, y yo, que me conocía al dedillo todas las entradas y salidas de las caballerizas, no tuve ninguna dificultad en llevar a la era un par de briosos caballos que no sabían lo que era el cansancio. El gitano, por su parte, se sacó del bolsillo unos cordones con unos dientes de lobo y se los colgó al cuello a los dos caballos, tras lo cual montamos y nos marchamos. Los caballos, sintiendo el olor de los lobos encima, corrieron a una velocidad increíble, de modo que a la mañana siguiente estábamos ya a más de cien verstas, a las afueras de la ciudad de Karáchev. Allí le vendimos de inmediato los caballos al portero de una casa, y nos dirigimos a un riachuelo a repartimos el dinero. Por los caballos nos habían dado trescientos rublos, de los de entonces, claro, en papel moneda[17], pero el gitano sólo me ofreció un rublo de plata, y me dijo:
»—Ésta es tu parte.
»A mí aquello me pareció totalmente injusto.
»—¿Y eso? —dije—, Pero si fui yo quien robó los caballos, y por esa razón me exponía a sufrir un castigo mayor; ¿cómo es que mi parte es tan pequeña?
»—Pues porque no ha crecido más —contestó.
»—No digas tonterías—repliqué—.¿Por qué te quedas tú con tanto?
»—Y dale —dijo—; pues porque yo soy el maestro y tú no eres más que un aprendiz.
»—¡Un aprendiz! —contesté—. ¡No dices más que disparates! —La conversación iba subiendo de tono y acabamos discutiendo; finalmente, le dije—: No quiero ir a ninguna parte contigo; eres un miserable.
»Y él me respondió:
»—Por mí, mejor si te largas, bien lo sabe Dios; no tienes pasaporte y sólo me vas a traer problemas.
»De ese modo nos separamos, y yo estaba decidido a presentarme ante la justicia a declarar que era un siervo fugado, pero primero le conté mi historia al escribiente del juzgado, el cual me dijo:
»—Pero mira que eres bobo. ¿Para qué quieres entregarte? ¿Tienes diez rublos?
»—No —dije—; no tengo diez rublos, sólo tengo uno.
»—Bueno, a lo mejor tienes alguna otra cosa de valor; igual llevas una cruz de plata al cuello. Por ejemplo, eso que tienes en la oreja, ¿qué es? ¿Un aro?
»—Pues sí —dije—, un arete.
»—¿De plata?
»—Sí, de plata. Y tengo una cruz, del monasterio de San Mitrofanii, que también es de plata.
»—Venga, ¿a qué esperas? ¡Quítatelos! —dijo—. Dámelos y yo te escribiré un documento acreditativo con el que podrás viajar hasta Nikoláiev[18]. Allí hace falta mucha gente; hay montones de vagabundos que han acabado allí.
»Yo le entregué el rublo, la cruz y el arete, y él me escribió un certificado y le puso el sello del juzgado, diciendo:
»—Te tendría que pedir algo más por el sello, como hago con todo el mundo, pero me ha dado lástima verte tan pobre, y tampoco quiero que un documento salido de mis manos esté incompleto. Así que vete —me dijo—, y si te encuentras con alguien que precise de mis servicios, mándamelo.
»Yo me dije: “¡Bonita compasión! Me ha sacado la cruz que llevaba al cuello, y todavía dice que le doy lástima”. No le mandé a nadie más, y seguí mi camino sin una triste moneda en el bolsillo, resignado a vivir de la caridad.
»Llegué a esa ciudad y me dirigí a la plaza del mercado, a ver si me contrataban. No había mucha gente buscando trabajo: sólo tres personas, y parecían vagabundos como yo, o poco menos; en cambio, habían acudido allí decenas de empleadores, y se peleaban entre ellos, intentando tirar de nosotros, cada uno hacia un lado. Un caballero cayó sobre mí: era un hombre gigantesco, más grande que yo, que apartó a los demás a empujones y a mí me cogió de los dos brazos y me arrastró consigo; mientras tiraba de mí, seguía abriéndose camino a puñetazos y soltando los juramentos más groseros; eso sí, tenía los ojos bañados en lágrimas. Me llevó hasta una casucha que se veía que había sido levantada deprisa y corriendo, juntando cuatro tablas, y me dijo:
»—Dime la verdad: ¿te has fugado?
»—Sí, señor, me he fugado —le dije.
»—¿Eres un ladrón, un asesino o un simple vagabundo? —dijo.
»—¿Por qué me lo pregunta? —le contesté.
»—Pues para saber mejor qué clase de trabajos eres capaz de realizar.
»Yo le conté por qué me había escapado y él, de buenas a primeras, se puso a abrazarme y a besarme, diciendo:
»—¡Justo lo que necesitaba! ¡Justo lo que necesitaba! Si es verdad que te has preocupado de esa manera por unos pichones —me dijo—, entonces podrás cuidar de mi hija pequeña; te contrato como niñera.
»Yo estaba aterrado.
»—Pero ¿cómo me va a emplear de niñera? —dije—. Si jamás he hecho nada parecido.
»—Bah, eso no tiene ninguna importancia —insistió—; por lo que veo, puedes ser una niñera estupenda. Debes saber que estoy en un buen apuro, porque mi mujer, cansada de mí, se ha marchado con un oficial remontista, dejándome a una criaturita, y no tengo tiempo para alimentarla, ni sé cómo hacerlo, así que quiero que tú te encargues de eso, y recibirás una paga de dos rublos mensuales.
»—Disculpe, señor—repliqué—, no se trata de los dos rublos, pero ¿cómo voy a hacer yo ese trabajo?
»—Tonterías—dijo—, ¿acaso no eres ruso? Pues un ruso siempre sabe arreglárselas.
»—Bueno, sí, es verdad que soy ruso, pero también soy un hombre, y no estoy dotado de aquello que se precisa para alimentar a un niño de pecho.
»—Sí, pero, para ayudarte en ese aspecto —dijo—, voy a comprarle una cabra a un judío: sólo tendrás que ordeñarla y alimentar con su leche a mi hija.
»Después de pensármelo bien, dije:
»—Desde luego, señor, contando con la ayuda de una cabra, no es difícil alimentar a una criatura; pero, con eso y con todo —le dije—, debería usted contratar a una mujer para este trabajo.
»—Por favor te lo pido —contestó—, a las mujeres ni me las nombres: ellas son las culpables de todos nuestros problemas; además, no hay dónde encontrar ninguna. Así que, si no estás dispuesto a ocuparte de mi hija, ahora mismo pienso ir a llamar a los cosacos, y les diré que te lleven atado al puesto de policía, y que desde ahí te manden de vuelta a casa. Tú verás lo que más te conviene: o volver a machacar piedras en el sendero del jardín de tu amo o criar a mi hija.
»Me lo pensé y llegué a la conclusión de que no podía volverme atrás, y acepté quedarme allí como niñera. Ese mismo día le compramos a un judío una cabra blanca con un cabritillo. Sacrifiqué al cabritillo, y mi nuevo amo y yo preparamos una sopa y nos lo comimos; en cuanto a la cabra, la ordeñé y empecé a darle la leche ala niña. Era una cría menuda, triste, con muy mal aspecto: no paraba de berrear. Su padre, mi amo, era un funcionario de origen polaco que nunca paraba en casa, el muy bribón: andaba siempre por ahí con sus camaradas jugando a las cartas, dejándome solo en casa con la criaturita, y yo empecé a tomarle mucho apego, porque me aburría allí mortalmente y, no teniendo nada mejor que hacer, me entretenía con ella. A veces la metía en una tina y le daba un buen baño y, si veía que le había salido alguna erupción en la piel, enseguida se la espolvoreaba con harina; otras veces le peinaba la cabecita, o la mecía en mis rodillas, o, si estaba muy aburrido en casa, la envolvía entre mis ropas y me la llevaba al estuario a lavarle los pañales, y como la cabra se había acostumbrado a estar con nosotros, también la solíamos sacar de paseo. Así transcurrió mi vida hasta el verano siguiente, y mientras tanto la criatura fue creciendo y empezó a ponerse de pie, pero me di cuenta de que tenía las piernecitas un poco arqueadas. Yo se lo hice ver al señor, pero él no le dio ninguna importancia, y se limitó a decir:
»—¿Y yo qué culpa tengo? Llévala al médico y díselo; que la examine.
»Yo la llevé al médico, y éste dijo:
»—Esto es raquitismo; hay que enterrarle las piernas en arena.
»Seguí su consejo: escogí un lugar a orillas del estuario donde había abundante arena y, cuando hacía bueno, me iba hasta allá con la cabra y la niña. Cavaba un hoyo con las manos en la arena tibia y enterraba en él a la criatura hasta la cintura y le daba unos palitos para que jugara y unas piedrecitas, mientras la cabra se dedicaba a dar vueltas por los alrededores, mordisqueando las hierbas, y yo me quedaba allí sentado, abrazándome las piernas, y me entraba el sueño y me dormía.
»Pasamos de ese modo días enteros, los tres juntos, y eso era lo que mejor me venía para combatir mi melancolía, porque, como ya he dicho, me aburría mortalmente. Por aquellos días, sobre todo en primavera, cuando empecé a llevar a la cría al estuario para enterrarle las piernas en la arena mientras yo dormía un rato, tuve una serie de sueños indescifrables. En cuanto cerraba los ojos, oyendo el rumor de las aguas del estuario y sintiendo el viento cálido que soplaba desde la estepa, era como si algo mágico llegara flotando con esa brisa, y caía sobre mí un sueño aterrador: veía unas estepas desconocidas, y unos caballos en ellas, y alguien parecía llamarme y me atraía con sus gestos; hasta podía oír cómo gritaba mi nombre: “¡Iván! ¡Iván! ¡Ven aquí, hermano!”. Entonces me estremecía y me despertaba muy alterado y escupía: “¡Maldita sea! ¿Se puede saber qué queréis de mí?”. Pero miraba alrededor y sentía la misma melancolía de antes; la cabra se había alejado entre tanto, deambulando de acá para allá, mordisqueando la hierba, y la niña seguía allí quietecita, medio enterrada en la arena, eso era todo… ¡Ah, qué desolación! Y volvía a dormirme en medio de aquel lugar solitario, con el sol y el estuario, pero, en cuanto me quedaba dormido, regresaba aquella corriente acompañando a la brisa y se me metía en el alma, y otra vez se oían los mismos gritos: “¡Iván! ¡Vamos, hermano Iván!”. Y acababa por enfadarme y decía: “¿Por qué no te muestras de una vez, maldito? ¿Quién eres tú? ¿Por qué me llamas así?”. En cierta ocasión, cuando ya estaba furioso, me quedé allí sentado, medio dormido, mirando hacia el estuario, y me pareció ver cómo una especie de nubecilla se levantaba ligera y avanzaba hacia mí, y me dije: “¡Alto ahí! ¿Adónde vas? ¡Sólo falta ahora que nos empapemos!”. Pero de pronto me di cuenta de que quien estaba de pie a mi lado era aquel monje con cara de vieja a quien yo había matado de un latigazo hacía mucho tiempo, cuando aún era postillón. Le dije: “¿Qué haces? ¡Aléjate de mí!”. Pero él me dijo con una voz muy dulce: “¡Vamos, Iván! ¡Vamos, hermano! Todavía tienes mucho que sufrir, sólo después lo alcanzarás”. Yo le maldije en el sueño y le dije: “¿Adónde quieres que vaya contigo y qué es lo que tengo que alcanzar?”. En ese momento él volvió a convertirse en una nube y, a través de su cuerpo, me mostró algo que ni yo mismo sabría explicar qué era: allí estaba la estepa, y unas gentes salvajes, unos sarracenos como los que aparecen en los cuentos de Yeruslán y de Bová Korolévich[19], con grandes gorros de piel, armados con arcos y flechas, montando unos caballos terribles, feroces. Y, mientras veía todo eso, pude oír unas carcajadas, y unos relinchos, y una risa atroz; pero de pronto una ráfaga de viento barrió la arena y se formó una nube, y ya no había nada, salvo una fina campana que sonaba débilmente en algún sitio, y un gran monasterio blanco que aparecía en la cumbre de una montaña, iluminado por el resplandor rojizo de la aurora, y unos ángeles alados que se movían con sus lanzas doradas en torno a los muros rodeados por el mar y, cada vez que un ángel golpeaba su escudo con la lanza, enseguida el mar que envolvía al monasterio se agitaba y se encrespaba y desde las profundidades unas voces horrísonas proclamaban: “¡Santo!”.
»Entonces pensé: “¡Vaya, ya empezamos otra vez con lo del monacato!”, y me desperté enfadado. Pero en ese momento vi con asombro que había una persona arrodillada en la arena, junto a la hija de mi amo: era una mujer con un aspecto muy dulce, que estaba llorando a lágrima viva.
»Me quedé largo rato mirándola, pues no dejaba de pensar que aquello tenía que ser una prolongación de mi visión; pero luego me fui dando cuenta de que esa imagen no se desvanecía, así que me levanté y me acerqué a ella: vi que aquella señora había desenterrado a la niña y la sujetaba en brazos, besándola y llorando.
»Le pregunté:
»—¿Qué desea?
»Pero ella vino apresuradamente hacia mí, apretando a la niña contra su pecho, y me susurró:
»—¡Es mi hijita! ¡Es mi hija, mi hija!
»—¿Y qué? —le dije.
»—Devuélvemela —me dijo.
»—¿Y qué te hace pensar que te la voy a dar? —le dije.
»—¿Es que no te da pena? —dijo entre lágrimas—. ¿No ves cómo se agarra a mí?
»—¿Cómo no se va a agarrar? No es más que una criaturita sin seso; también a mí se me agarra. Sea como sea, no te la puedo dar.
»—¿Por qué?
»—Porque a mí me la han confiado para que la cuide. Esa cabra de ahí también viene con nosotros. Yo tengo que entregarle la niña a su padre.
»La señora empezó a llorar y a retorcerse las manos.
»—Muy bien —dijo—; mira, ya que no quieres devolverme a mi hija, al menos no le digas a mi marido, tu amo, que me has visto, y regresa mañana a este mismo sitio con ella, para que pueda volver a acariciarla.
»—Eso ya es otra cosa; le prometo hacer lo que me pide.
»Y, en efecto, no le conté nada de aquel asunto a mi amo, y a la mañana siguiente cogí a la cabra y a la niña y regresé al estuario, donde ya nos esperaba la señora. Estaba sentada en un hoyo cavado en la arena y, nada más vemos, dio un salto y corrió a nuestro encuentro, llorando y riendo, y le puso a la niña unos juguetitos en las manos e incluso le colgó a la cabra una campanita con una cinta roja, y a mí me dio una pipa, una petaca y un peine.
»—Fuma de la pipa, por favor —me dijo—, que yo me ocuparé de la niña.
»Así transcurrieron nuestros encuentros en el estuario: la señora se ocupaba todo el tiempo de la cría y mientras tanto yo dormía. De vez en cuando, me contaba su historia… Me explicaba que, claro, la habían casado contra su voluntad con mi amo, allá en su tierra… Que toda la culpa había sido de su malvada madrastra y que, bueno, que a su marido no había podido amarlo de ninguna manera. Pero que al… que al otro, al remontista… a ése sí que… vamos, que a ése sí que le quería, y que era una lástima muy grande que la hubieran… que la hubieran entregado contra su voluntad. “Porque —me decía— mi marido, como tú muy bien sabes, lleva una vida disipada; en cambio, el otro, con ese… ¿cómo se llama?… bueno, con ese bigotillo, o lo que sea; además, es un hombre limpísimo, va siempre impecable, y se preocupa mucho de mí; pero, claro —seguía diciendo—, a pesar de todo, yo así no puedo ser feliz, porque echo mucho de menos ami niña. Y ahora resulta que hemos vuelto a la ciudad y estamos alojados en casa de un amigo suyo, pero yo vivo con el miedo en el cuerpo pensando que mi marido se puede enterar, y además pronto nos iremos y yo volveré a padecer por esta criatura”.
»—¿Y qué se le va a hacer? —le decía yo—. Si, desafiando las leyes y la religión, has faltado a tu deber como esposa, tendrás que sufrir por ello.
»Y entonces ella se echaba a llorar. Pero cierto día su llanto se volvió más desgarrador de lo habitual, y a mí ya me estaban empezando a cansar sus quejas, cuando de pronto, sin venir a cuento, se puso a ofrecerme un montón de dinero. Por fin, llegó el día de la partida, y ella acudió por última vez al encuentro, para despedirse, y me dijo:
»—Escúchame bien, Iván —me dijo (ella ya conocía mi nombre)—; escucha lo que te tengo que decir: dentro de un rato, él en persona va a venir aquí.
»Yo le pregunté:
»—¿Quién es el que va a venir?
»Me respondió:
»—El remontista.
»—¿Y eso a mí en qué me afecta? —le dije.
»Ella entonces me contó que la víspera él había ganado una fortuna jugando a las cartas y había dicho que, como quería complacerla, estaba dispuesto a darme mil rublos a cambio, claro está, de que le entregara a la niña.
»—Lo siento —dije—, pero eso es imposible.
»—Pero ¿por qué, Iván? ¿Por qué? —insistía ella—. ¿Es que no te da pena de mí y de la niña, viviendo separadas como vivimos?
»—No se trata de si me da o me deja de dar pena; se trata de que yo jamás me he vendido, ni por mucho dinero ni por poco, y no me voy a vender, así que el remontista se puede quedar con sus mil rublos, que tu hija se va a quedar conmigo. —Ella empezó a llorar, y yo añadí—: Más te vale dejar de llorar, porque a mí me da lo mismo.
»Ella me dijo:
»—No tienes entrañas; pareces de piedra.
»Y yo le repliqué:
»—Nada de eso, yo no soy de piedra; soy una persona corriente, hecha de sangre y de huesos, pero soy leal y cumplo con mi deber: me comprometí a cuidar de la niña, y la voy a proteger.
»Ella intentaba convencerme:
»—¿Es que no te das cuenta —me decía— de que la cría va a estar mejor conmigo?
»—Te lo repito —respondí—: eso no es asunto mío.
»—Pero ¿será posible? —exclamó—; ¿será posible que tengamos que volver a separamos?
»—Bueno —le decía—, ya que has desafiado las leyes y la religión…
»Pero no me dio tiempo a concluir lo que quería decir, porque justo en ese momento vi que un ulano avanzaba hacia nosotros por la estepa. En aquellos tiempos, los oficiales vestían como es debido, con gallardía, llevando verdaderos uniformes militares, no como ahora, que parecen escribientes. El caso es que aquel ulano tenía muy buena planta, con sus manos en los costados y el amplio capote echado sobre los hombros… Es muy posible que no tuviera mucha fuerza, pero llamaba la atención… Miré al recién llegado y me dije: “Me vendría muy bien entretenerme un poco con él, para sacudirme este aburrimiento”. Y decidí que, si me decía una palabra de más, yo le respondería sin falta en un tono aún más grosero, y de esa manera, con ayuda de Dios, podríamos zurrarnos los dos a gusto. Hasta tal punto me entusiasmé pensando en aquella maravillosa posibilidad que dejé de prestar atención a lo que la señora me estaba susurrando entre lágrimas; ya sólo quería divertirme.