»Tras esta muestra de profunda benevolencia de mis amos, regresé con ellos a casa, llevando unos caballos que habíamos comprado en Vorónezh para reunir un nuevo tiro para el coche. Al poco de instalarme en los establos, como antes, se me ocurrió la idea de hacerme con una pareja de palomas crestadas, macho y hembra, y la coloqué encima de un estante. El palomo tenía el plumaje de color arcilla, mientras que la paloma era blanca como la nieve, con unas encantadoras patitas coloradas. ¡Era una verdadera preciosidad! Estaba entusiasmado con ellos: sobre todo, cada vez que el palomo empezaba a arrullar por las noches, que era una delicia escucharlo, o de día, cuando se ponían a volar entre los caballos y se posaban en los pesebres, picoteando el grano y dándose besos… Para un niño, era una maravilla ver aquello.
»Y después de tanto besuqueo, vinieron las crías; tuvieron una pareja de pichones, y éstos a su vez crecieron, y también empezaron con los arrullos y los besos, y empollaron sus propios huevos y tuvieron nuevas crías… Los pichoncitos eran tan monos, cubiertos de esa especie de lana, sin una sola pluma, y amarillos, como esas semillitas que se ven en la hierba, que llaman “pan y quesillos”, y además con unos picos bien hermosos, como las narizotas de los príncipes circasianos… Una vez me puse a observarlos detenidamente y, para no estropearles el plumón, cogí a uno del pico y me quedé embobado mirándolo, viendo lo suave que era, mientras el palomo estaba todo el rato tratando de arrebatármelo. Así que me divertí un rato con él, poniéndolo nervioso con su cría; pero después, cuando fui a devolver el pichoncillo otra vez a su nido, resultó que ya no respiraba. ¡Qué disgusto más grande! Traté de darle calor sujetándolo entre mis manos y echándole el aliento, para ver si podía reanimarlo, pero todo fue en vano: ¡estaba muerto y no tenía remedio! Me enfadé mucho, así que cogí y lo tiré por la ventana. Bueno, aún quedaba otro en el nido; pero resulta que una gata blanca, salida de no sé sabe dónde, pasó por allí y se llevó corriendo al pichón muerto. Yo me fijé bien en esa gata: era toda blanca, salvo por una mancha negra en la frente, que parecía un gorrito. “¡Bah! —pensé—. Allá ella; que se coma al pichón muerto”. Pero esa misma noche, mientras dormía, oí de pronto al pichón luchando ferozmente en el estante que estaba encima de mi cama. Me levanté de un salto y, como se veía muy bien a la luz de la luna, me di perfecta cuenta de que esa misma gata blanca se estaba llevando al otro pichón, al vivo.
»Y me pregunté: “Pero ¿por qué hará estas cosas?”, y le tiré una bota, pero no acerté, así que se llevó a mi pobre pichoncito y me imagino que se lo comería por ahí. Mis palomas se quedaron solas en el mundo, aunque no les duró mucho el pesar y pronto empezaron otra vez con sus arrullos y sus besos, y al poco tiempo había una nueva pareja de crías, pero esa maldita gata se volvió a presentar… El diablo sabrá cómo se habría enterado, pero, cuando me quise dar cuenta, vi que se estaba llevando, a plena luz del día, a otro de los pichones, y lo hizo con tanta habilidad que esta vez no tuve tiempo ni de tirarle algo. Pero decidí darle un escarmiento a la gata y preparé un lazo en la ventana, de modo que aquella noche, en cuanto volvió a aparecer por allí, quedó atrapada en él, y empezó a maullar y a lamentarse. Yo enseguida la saqué de allí; le metí la cabeza y las patas delanteras en la caña de una bota alta, para que no me pudiera arañar, y le cogí las patas traseras y el rabo con la mano izquierda, resguardada con una manopla, mientras con la derecha agarré el látigo, que colgaba de la pared, y, sentado en la cama, empecé a darle su merecido. Debí de darle unos ciento cincuenta azotes, y además con toda mi alma, hasta que la gata dejó de resistirse. Entonces le saqué la cabeza de la bota, preguntándome: “¿La habrá espichado? ¿Cómo puedo comprobar si está viva o no está viva?”. Entonces la puse encima del umbral de la puerta y le corté el rabo con un hacha pequeña: por muy chafada que estuviera la gata, el caso es que se removió y, después de dar unas diez vueltas, salió pitando.
»Así que me dije: “Muy bien, ahora ya no creo que se te ocurra volver por aquí a llevarte a mis pichones”; pero, para meterle aún más miedo, a la mañana siguiente cogí el rabo que le había cortado y lo clavé por fuera de mi ventana, y me quedé tan a gusto. Pero al cabo de una hora, o de dos como mucho, resulta que veo venir corriendo hacia los establos, con una sombrilla en la mano, a la doncella de la condesa, que nunca había estado por allí; gritaba:
»—¡Ajá! ¡Mira quién ha sido! ¡Mira quién ha sido!
»Yo le dije:
»—¿Qué pasa?
»—¿Has sido tú el que ha mutilado a Zozinka? Reconócelo: su cola está clavada encima de tu ventana.
»Dije:
»—¿A qué viene tanto alboroto por una cola clavada?
»—Pero ¿cómo has tenido el valor de hacer una cosa así?
»—¿Y cómo ha tenido la gata el valor de comerse mis pichones?
»—¿A quién le importan tus pichones?
»—Pues la gata, la verdad, tampoco es gran cosa. —Como podrán imaginar, yo ya tenía suficiente edad para discutir con quien hiciera falta—. Es una birria de gata.
»Pero ella tampoco se callaba:
»—¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? ¿Es que no sabes que esa gata es mía, y que a la propia condesa le gusta acariciarla? —Dicho esto, me dio una bofetada y yo, que desde chico también había tenido la mano muy larga, sin pensármelo mucho, cogí una escoba sucia que había detrás de la puerta y le di con ella en la cintura…
»¡Dios mío, la que se lió! Me llevaron a la oficina del administrador, un alemán, que dispuso que me dieran una buena azotaina y ordenó que luego me apartaran de las caballerizas y me destinaran al jardín inglés, donde me darían una maza y me pondrían a machacar gravilla para los senderos… Me pegaron una paliza brutal, hasta el punto de que después era incapaz de tenerme en pie y tuvieron que cargar conmigo en una estera y llevarme junto a mi padre. Pero eso fue lo de menos, lo peor fue la segunda parte de la sentencia, que me condenaba a estar de rodillas machacando piedras… Eso lo llevaba tan mal que no paraba de darle vueltas a la forma de salir de aquella situación, y llegué a la conclusión de que no tendría más remedio que acabar con mi vida. Me hice con una soga muy blanca, bien recia, que le había pedido a un pajecillo, y a la caída de la tarde fui a darme un baño y luego me dirigí a una alameda que estaba pasada la era, me puse de rodillas, recé una oración por toda la cristiandad, até la soga a una rama, hice un lazo y metí la cabeza en él. Lo único que tenía que hacer era saltar, y asunto concluido… Dado mi carácter, lo habría hecho con toda tranquilidad, pero justo en el momento en que me decidí y salté de la rama, con ánimo de ahorcarme, de pronto me di cuenta de que estaba tirado en el suelo y delante de mí había un gitano con un cuchillo en la mano, riéndose: sus dientes, blancos como la nieve, brillaban en la noche en mitad de sujeta morena.
»—¿Qué ibas a hacer, chiquillo? —me dijo.
»—¿Y a ti qué te importa lo que yo haga?
»—No me digas que te va mal en la vida —seguía insistiendo.
»—Está claro que me podía ir mejor —le dije.
»—En tal caso, en vez de colgarte, vente a vivir con nosotros —dijo—; igual acabas colgado de todos modos.
»—Y vosotros, ¿quiénes sois y a qué os dedicáis? ¿No seréis ladrones?
»—¿Ladrones? —dijo—. Pues sí, somos ladrones y timadores.
»—¿Lo ves? —dije—. Y, por casualidad, ¿no os dará también por acuchillar a la gente?
»—A veces —dijo— también lo hemos hecho.
»Yo no paraba de darle vueltas, sin acabar de decidirme; si me quedaba encasa, me esperaba lo mismo un día y otro día: estar de rodillas en el camino, moliendo piedras con una maza, dale que te pego, y a mí ya me habían salido callos en las rodillas por culpa de ese trabajo; para colmo, ya estaba harto de oír cómo todo el mundo se burlaba de mí, y todo porque me había condenado un maldito alemán a machacar una montaña de piedras, por culpa de una cola de gato. Todos se reían: “¿Y se supone que tú eres el salvador? —me decían—, ¿el que les salvó la vida a los señores?”. Sencillamente, se me había agotado la paciencia y, dándome cuenta de que, si no me ahorcaba, tendría que volver a esa clase de vida, me eché a llorar, hice un gesto de resignación y me marché con los bandidos.