II

El antiguo connaisseur Iván Severiánich, el señor Fliaguin, empezó así su relato:

—Nací en una familia de siervos; mis padres formaban parte de la servidumbre del conde K[14]. en la provincia de Oriol. Actualmente sus propiedades han pasado a manos de sus herederos y se han dividido, pero cuando vivía el viejo conde eran muy considerables. En la aldea de G., donde residía el conde, había una enorme mansión con pabellones para los invitados, un teatro, una bolera, una perrera, osos vivos atados a unos postes y extensos jardines. El conde tenía sus propios cantantes, que ofrecían conciertos, y su propia compañía de actores, que representaba diferentes obras de teatro; también disponía allí de telares y de todo tipo de talleres artesanales, pero, por encima de todo, se ocupaba de la cría de caballos. Aunque había personas destinadas a las diversas actividades, el mayor interés se centraba en los establos y, al igual que ocurría en otros tiempos con el servicio militar, cuando cada soldado tenía la obligación de enviar a sus hijos al ejército, allí el hijo del cochero se convertía también en cochero y el hijo del mozo de cuadras tenía que hacerse mozo y ocuparse de los caballos y el hijo del campesino que suministraba el forraje a los animales estaba asimismo obligado a dedicarse a llevar el alimento de las bestias desde las eras hasta los establos. Mi padre, Severián, era cochero y, aunque no era uno de los más destacados en su oficio, porque había muchos en la hacienda, con eso y con todo manejaba un tiro de seis caballos, y en cierta ocasión, con motivo de la visita del zar, figuró en séptimo lugar entre los cocheros, y le gratificaron con un viejo billete azul[15]. En cuanto a mi madre, la perdí siendo yo muy pequeño, y no guardo recuerdos de ella; yo era «hijo de sus oraciones»: quiere esto decir que, como los años pasaban sin haber tenido descendencia, ella no hacía más que rezar y rezar, pidiéndole un hijo a Dios; cuando por fin sus plegarias fueron atendidas y me tuvo a mí, murió de inmediato, porque yo vine al mundo con una cabeza de un tamaño descomunal, hasta el punto de que mucha gente no me llamaba por mi verdadero nombre, Iván Fliaguin, sino que me llamaba, directamente, «Cabezón». Como vivía con mi padre, entre los cocheros, me pasaba todo el santo día en las caballerizas, donde descubrí los secretos para entender a los animales y donde, me atrevería a decir, aprendí a amar a los caballos; siendo apenas una criatura, me gustaba gatear entre sus patas, sin que jamás ninguno me dañara, así que, cuando crecí un poco, tenía ya una familiaridad absoluta con ellos. En nuestra hacienda, las dependencias destinadas a la cría de los caballos estaban separadas de las caballerizas, de modo que nosotros no interveníamos en la cría de los animales, sino que recibíamos a aquellos que nos mandaban destinados para el tiro, y nos dedicábamos a adiestrarles. Cada cochero, junto con su postillón, disponía de seis caballos, de distintas razas: podían ser caballos de Viatka, de Kazán, de Bitiug, del Don, caballos calmucos… Todos estos caballos venían de fuera, los adquirían en las ferias. Como es natural, había muchos más ejemplares que se criaban en la propia hacienda, pero la verdad es que de éstos hay poco que contar, porque esos caballos domésticos solían ser obedientes y no tenían ni un carácter fuerte ni una imaginación viva, mientras que los otros, los salvajes, eran unos animales temibles. El conde tenía la costumbre de comprarlos por yeguadas, haciéndose con manadas enteras a buen precio: pagaba ocho rublos, diez rublos por cabeza y nos llevábamos directamente los caballos a la hacienda, donde empezábamos a domarlos de inmediato. Se resistían de un modo increíble. En ocasiones, llegábamos a perder hasta la mitad de los animales, que preferían dejarse morir antes que someterse: se quedaban parados en mitad del patio, desconcertados, procurando no acercarse a las paredes de los edificios, sin hacer otra cosa que mirar al cielo de reojo, como si fueran pájaros. La verdad es que daba pena verlos: más de una de esas pobres bestias habría salido volando, feliz de la vida, de haber tenido alas… De entrada, no se dignaban probar la avena ni bebían agua del abrevadero, y se iban consumiendo lentamente, hasta que la espichaban. A veces, nos quedábamos de este modo sin más de la mitad de los ejemplares adquiridos, sobre todo cuando se trataba de caballos kirguises. Éstos no saben vivir sin la libertad de las estepas. Por otra parte, entre los caballos que se adaptaban y sobrevivían había bastantes que acababan lisiados, porque para doblegar su salvajismo había que tratarlos con toda dureza. Pero aquellos que resistían todo el proceso de adiestramiento se convertían en unos animales de primer orden, con unas cualidades para el tiro muy superiores a las de los caballos criados en la hacienda.

»Mi padre, Severián Ivánich, conducía un tiro de seis caballos kirguises y, cuando yo crecí, me pusieron a trabajar como postillón a su lado. Los caballos eran de una fiereza tremenda, nada que ver con los que se ven hoy en día en los regimientos de caballería a disposición de los oficiales. Nosotros, a esa clase de caballos, los llamábamos “mozos de café”, porque no tenía ninguna emoción llevarlos, y hasta los oficiales eran capaces de montarlos; en cambio, los nuestros eran unas auténticas fieras, una mezcla de áspides y basiliscos: con aquellos hocicos y aquellos dientes, y con esas patas que tenían y esas crines… ¡Daba miedo mirarlos! No sabían lo que era el cansancio: no ya ochenta, sino hasta cien o ciento quince verstas se recorrían desde la aldea hasta Oriol sin hacer una sola parada, y lo mismo a la vuelta, como si nada. Como les diera por embalarse, ya podía estar uno pendiente si no quería que le dejaran atrás en un santiamén. Cuando empecé a viajar con mi padre, como postillón, apenas había cumplido los once años, pero ya tenía una buena voz, la voz que en aquellos tiempos se requería para ser postillón al servicio de un noble: era una voz penetrante y sonora, y tan sostenida que era capaz de arrastrar mi grito —¡ooeeeeeh!— durante media hora. Sin embargo, mi cuerpo no era aún lo bastante vigoroso para aguantar esas marchas tan largas subido en el caballo, sin ninguna ayuda, así que tenían que atarme a la silla ya las cinchas, envolviéndome con correas para que me fuera imposible caerme. Me dolía todo el cuerpo, y lo pasaba tan mal que en más de una ocasión llegué a desmayarme, extenuado, pero en esos casos seguía cabalgando en la misma posición, hasta que al cabo de un rato, a fuerza de ir dando tumbos, acababa por recobrar el sentido. Era un trabajo muy duro: a menudo me desvanecía varias veces durante el viaje y después me volvía a recuperar, y al llegar a casa, medio muerto, me tenían que cortar las correas para bajarme de la silla y luego me tendían en el suelo y me daban a oler rábano picante. Pero, bueno, con el tiempo me acostumbré y acabé haciéndolo como si tal cosa; a veces, incluso, cuando iba cabalgando, lo que más me apetecía era cruzarme con un campesino para poder soltarle un buen latigazo. Como es sabido, ésa era una de las clásicas travesuras de los postillones.

»En cierta ocasión, llevábamos al conde de visita. Era un hermoso día de verano, y el conde viajaba con su perro en un coche descubierto; mi padre conducía un tiro de cuatro caballos, y yo iba por delante, a buen paso. Tuvimos que apartamos del camino real y coger un desvío de unas quince verstas que llevaba a un monasterio, el llamado eremitorio de P. Ese camino lo habían arreglado los monjes para que el viaje hasta allí resultara lo más grato posible; lo cierto es que, mientras que el camino real estaba cubierto de inmundicias y lo único que crecía junto a él eran unos sauces que parecían unos palos retorcidos, la vía que llevaba al eremitorio estaba impecable, limpia y barrida toda ella, y a los lados habían plantado unos abedules quedaban verdor y perfumaban el aire, y en la distancia se abría un amplio panorama campestre… En una palabra, resultaba tan agradable que daban ganas de ponerse a gritar; pero, claro, no estaba permitido gritar así como así, de modo que me contuve y seguí galopando; pero, de pronto, cuando estábamos a tres o cuatro verstas del monasterio, el camino empezó a descender abruptamente y vi de repente, delante de mí, un punto pequeño… Algo se arrastraba por el camino, parecido a un erizo. Yo me alegré de la novedad y solté, con todas mis fuerzas, un prolongado “¡ooeeeeeh!”, y así seguí a lo largo de una versta, y tanto me enardecí que, cuando finalmente dimos alcance al carro de dos caballos al que yo había estado gritando, me puse de pie sobre los estribos y vi que en el carro viajaba un hombre tumbado encima de un montón de heno. Seguramente, entre la brisa fresca y el calorcillo del sol iría muy a gusto y dormía a pierna suelta, ajeno a toda preocupación; estaba tendido boca abajo, tan ricamente, con los brazos extendidos, como si estuviera abrazando el carro. Me di cuenta de que no se iba a apartar, así que me hice a un lado, y me puse a su altura; en ese momento, manteniéndome de pie sobre los estribos, hice rechinar los dientes por primera vez y le di un latigazo en plena espalda con todas mis fuerzas. Sus caballos echaron a correr cuesta abajo, tirando del carro, y aquel hombre se incorporó de un brinco: se trataba de un anciano, con un kolpak de novicio como éste que yo llevo ahora, y tenía una cara que daba pena verla, parecía la cara de una vieja aldeana. Estaba muy asustado y se le saltaban las lágrimas, y se retorcía sobre el heno como un gobio en la sartén, de pronto, seguramente por ir aún medio adormilado, no debió de darse cuenta de dónde quedaba el borde del carro, pero el caso es que cayó entre las ruedas y empezó a arrastrarse por el polvo… ¡con los pies enredados en las riendas! Al principio, no sólo a mí, sino también a mi padre, y hasta al propio conde, nos pareció muy gracioso el modo en que se había caído, con los pies por todo lo alto, pero no tardé en darme cuenta de que, al final de la cuesta, al lado de un puente, una rueda del carro se había quedado enganchada en un guardacantón y los caballos se habían detenido, pero el anciano no se levantaba ni daba señales de vida… Cuando nos acercamos, me fijé en que estaba todo gris, cubierto de polvo de pies a cabeza, y vi que no había ni rastro de nariz en su rostro, sino una gran hendidura de la que brotaba la sangre… El conde nos ordenó detenernos, se bajó del coche, lo miró y dijo: “Está muerto”. Me amenazó con azotarme cuando volviéramos a casa, y me mandó ir a toda prisa al monasterio. Desde allí enviaron a algunas personas al puente, y el conde tuvo una larga conversación con el abad, a resultas de la cual durante el otoño obsequiamos a los monjes con carros y más carros de avena y de harina y de pescado seco, y a mí mi padre, en el monasterio, detrás de un cobertizo, me azotó en los pantalones, pero no me zurró de verdad, porque enseguida tenía que volver a subirme a un caballo, dadas mis obligaciones como postillón. Así se zanjó aquel asunto, pero esa misma noche el monje de cuya muerte yo había sido el causante, al propinarle aquel latigazo, se me apareció en una visión, llorando una vez más como una mujeruca. Yo le dije:

»—¿Qué quieres de mí? ¡Largo de aquí!

»Pero él me replicó:

»—Tú has acabado con mi vida sin darme siquiera la oportunidad de arrepentirme de mis pecados.

»—Vaya, no sabes cuánto lo siento —le respondí—, pero ahora, ¿qué quieres que le haga? No ha sido a propósito. Además —le dije—, no sé de qué te quejas. Estás muerto, y se acabó.

»—Se acabó, sí —dijo—, eso es verdad, y te estoy muy agradecido por ello, pero vengo de parte de tu madre, para preguntarte si sabes que eres un “hijo de sus oraciones”.

»—Claro que lo sé —dije—. Mi abuela Fedosia me lo ha contado bastantes veces.

»—¿Y sabías también —me dijo— que eres un “hijo prometido”?

»—¿Y eso qué es?

»—Eso significa —dijo— que fuiste prometido a Dios.

»—¿Quién me prometió a Dios?

»—Tu madre.

»—Entonces —le dije—, que venga ella misma y que me lo cuente. Si no, ¿cómo sé yo que no te lo has inventado?

»_No, yo no me lo he inventado —me dijo—, lo que pasa es que ella no puede venir.

»—¿Por qué?

»—Pues porque aquí —dijo— las cosas no funcionan igual que ahí en la tierra: no todos pueden hablar ni pueden salir de aquí; sólo aquellos a quienes se les ha otorgado el don de hacer ciertas cosas las hacen. Pero, si quieres —decía—, te puedo dar una señal como prueba.

»—Sí quiero —le respondí—, pero ¿qué clase de señal?

»—Ésta será la señal —me dijo—: tú estarás muchas veces a punto de perderte, pero nunca se producirá tu destrucción; cuando por fin llegue el día de tu verdadera perdición, recordarás la promesa que hizo tu madre en tu nombre, y te meterás a monje.

»—Es asombroso —le respondí—; estoy conforme y esperaré a que llegue ese día.

»Entonces desapareció, y yo me desperté y me olvidé de todo aquello, así que no me esperaba yo que empezara tan pronto toda esa larga serie de adversidades que se fueron sucediendo después. Pero, al poco tiempo, fuimos con el conde y la condesa a Vorónezh; con motivo de la reciente aparición de unas reliquias, llevábamos allí a su hija pequeña para intentar curarla de su malformación, porque era patizamba. Hicimos una parada en el distrito de Yelets, en el pueblo de Krutoie, a dar de comer a los caballos; me dormí un rato junto al abrevadero, y se me volvió a aparecer el monje aquel de cuya suerte yo había sido el responsable y me dijo:

»—Escúchame, Cabezón, siento lástima de ti; pídele cuanto antes a tu amo que te permita ingresar en un monasterio, y te dejará marchar.

»Yo le respondí:

»—Y eso ¿a santo de qué?

»Y me dijo:

»—Bueno, tienes que ser consciente de que, si no lo haces, padecerás muchas adversidades.

»Pensé: “Muy bien, no tendré más remedio que aguantar a este pájaro de mal agüero, en vista de que he sido yo quien le ha matado”. Entonces me levanté, ayudé a mi padre a enganchar los caballos y continuamos nuestro camino. Pero pronto nos encontramos con una cuesta abajo muy, muy pronunciada, y a un lado se abría un barranco, por el cual se había precipitado muchísima gente. El conde me dijo:

»—Atento, Cabezón, ve con mucho cuidado.

»Pero yo era muy diestro en estas situaciones y, aunque las riendas de los caballos de tiro que había que controlar para el descenso estaban en manos del cochero, sabía perfectamente cómo podía ayudar a mi padre. Nuestros caballos de tiro eran fuertes y seguros: arrastraban el coche cuesta abajo sin despegar la cola del suelo. Sin embargo, había uno entre ellos que, el muy canalla, era aficionado a la astronomía: en cuanto le tirabas con fuerza de las riendas, te levantaba enseguida la cabeza hacia arriba y el desgraciado se dedicaba a contemplar el cielo. La verdad es que esa clase de caballos astrónomos son algo de lo peor que hay y constituyen un serio peligro, sobre todo cuando van de limoneros. El postillón tiene que estar continuamente pendiente de un caballo con esa mala costumbre, porque el astrónomo no se fija en dónde pisa y nunca se sabe adónde puede ir a parar. Yo ya me conocía todas estas mañas de nuestro astrónomo, claro está, y siempre procuraba ayudar a mi padre: así, con el brazo izquierdo solía sujetar las riendas de mi propio caballo, en el que yo iba montado, y las del caballo auxiliar más próximo, obligándoles a llevar las colas continuamente pegadas a la cara de los caballos limoneros, para que la vara quedara justo entre sus grupas; mientras tanto, yo siempre tenía el látigo preparado delante de los ojos del astrónomo y, en cuanto veía que levantaba la cabeza hacia el cielo un poco más de la cuenta, le sacudía en el hocico y enseguida agachaba la cara y así íbamos bajando divinamente. Pues lo mismo aquella vez: habíamos empezado a bajar la cuesta tirando del coche, y yo iba justo por delante de la vara, muy pendiente del astrónomo, tratando de meterlo en cintura con el látigo, cuando de pronto vi que ya no hacía caso ni de las riendas de mi padre ni de mis propios azotes. Me di cuenta de que tenía toda la boca ensangrentada por culpa del bocado y los ojos vueltos del revés, y en ese momento oí un chirrido por detrás de mí y ¡zas!: todo el coche salió de repente disparado hacia abajo… Se había reventado el freno. Yo le grité a mi padre: “¡Aguanta! ¡Aguanta!”. Y él también se desgañitaba: “¡Aguanta! ¡Aguanta!”. Pero allí no había nada que aguantar, porque los seis caballos se habían lanzado cuesta abajo como almas que lleva el demonio, sin mirar por dónde iban. De pronto, algo cruzó como una exhalación por delante de mis ojos y, cuando me quise dar cuenta, vi cómo mi padre había salido disparado del pescante… Se había roto una rienda… ¡Y justo delante de nosotros estaba aquel precipicio espantoso! No sé si lo haría porque sentí lástima de mis amos o de mí mismo, pero lo cierto es que, viendo aquel desastre inevitable, me lancé de un salto desde la silla de mi caballo hasta la vara del carro y me colgué de su extremo… Tampoco sé cuánto pesaría yo por entonces, pero en todo caso tenía que ser un peso excesivo, y debí de ejercer tanta presión sobre los caballos que éstos empezaron a soltar una especie de estertor; el caso es que, cuando por fin miré a mi alrededor, vi que los caballos delanteros habían desaparecido, como si los hubieran arrancado de un tajo, y que yo estaba colgando sobre el abismo y el coche se había detenido, apoyado en los caballos limoneros, a los que yo tenía medio ahogados con la vara.

»En ese instante me di cuenta de cuál era mi situación y me entró el pánico: las manos me fallaron y caí al vacío, y eso es lo único que recuerdo. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, pero cuando recobré el sentido vi que estaba en una isba y un robusto campesino me decía:

»—Vaya, ¿así que estás vivo, hijo?

»Y yo le contesté:

»—Supongo que sí, que estoy vivo.

»—¿Y recuerdas lo ocurrido? —me dijo.

»Yo empecé a hacer memoria y recordé cómo nos arrastraron los caballos y cómo me había lanzado al extremo de la vara y había estado suspendido sobre el vacío; pero no sabía qué había pasado después.

»El campesino sonreía:

»—No, claro —dijo—, ¿cómo ibas a saberlo? Pues mira, los caballos delanteros no llegaron vivos al fondo del precipicio, se hicieron añicos; a ti, en cambio, te salvó alguna fuerza invisible: al caer, te llevaste por delante un bloque de arcilla y te deslizaste sobre él como si fuera un trineo. Creíamos que estabas muerto y bien muerto, pero, cuando nos dimos cuenta de que respirabas, pensamos que sencillamente te habías desmayado. Pero ahora —siguió diciendo—, si puedes levantarte, ve enseguida a donde se venera al santo: el conde ha dejado un dinero para enterrarte, en caso de que murieras, o para llevarte con él a Vorónezh, si es que salías con vida.

»Así que me puse otra vez en camino, pero no abrí la boca en todo el viaje y me limité a escuchar una y otra vez la bárinict[16] que tocaba al acordeón el campesino que me transportaba.

»Cuando llegamos a Vorónezh, el conde me llamó a sus aposentos y le dijo a la condesa:

»—Ya lo ves, condesa; le debemos la vida a este jovencito. —La condesa se limitó a asentir con la cabeza, pero el conde me dijo—: Pídeme lo que quieras, Cabezón, y te lo concederé.

»Yo dije:

»—¡No sé qué pedir!

»Pero él me dijo:

»—Bueno, ¿qué es lo que te apetece?

»Yo le estuve dando vueltas, y por fin dije:

»—Un acordeón». El conde se echó a reír y dijo:

»—Mira que eres simple; pero, bueno, así son las cosas y yo mismo, a su debido tiempo, ya te lo recordaré. En cuanto al acordeón —dijo—, ahora mismo mandaré que te compren uno.

»Uno de los lacayos fue a una tienda y me llevó un acordeón a las caballerizas.

»—Aquí tienes —dijo—; ya puedes tocar.

»Lo cogí, con ánimo de ponerme a tocar, cuando caí en la cuenta deque no sabía cómo, así que lo dejé inmediatamente; al día siguiente, me lo robaron unas peregrinas que se lo encontraron en el cobertizo donde lo había guardado.

»Lo que tenía que haber hecho yo en aquella ocasión era aprovechar la amabilidad del señor conde para pedirle que me permitiera ingresar en un monasterio, tal y como me había aconsejado aquel monje; pero, no sé por qué, en vez de eso le pedí un acordeón, renunciando así a mi vocación primera. A partir de ahí, tuve que afrontar una larga serie de calamidades, cada una peor que la anterior, aunque siempre salía indemne de todas ellas, y así hasta que todo lo que el monje me había profetizado en aquella visión se cumplió efectivamente en mi vida, a pesar de mi incredulidad.