Nikolái Semiónovich Leskov era originario de una de las zonas más atrasadas de la región de Moscú: la provincia de Oriol. Aún siguen en uso en su patria chica las tradicionales isbas sin chimenea; en ellas, las estufas no están comunicadas con el exterior y las viviendas se calientan «por las malas»; el humo inunda la estancia, a los moradores les pican continuamente los ojos, y las paredes y el techo se van cubriendo de una espesa capa de hollín. Pero las gentes de Oriol sienten un gran aprecio por estos primitivos cubiles: el propio Leskov, en su relato Zagón [El acoso], describió de forma muy notable el profundo apego de estos campesinos a sus isbas tradicionales.
El abuelo de Leskov era eclesiástico, su abuela pertenecía a una familia de comerciantes, su padre se hizo funcionario, su madre era noble; así pues, por sus venas corría la sangre de esos cuatro grupos sociales. Con todo, es muy posible que la influencia más decisiva sobre el futuro escritor la ejerciera un miembro del quinto estamento: una sierva. Como él mismo escribió, las historias que le contaba su niñera —mujer de soldado, además— eran, «unas veces, como el dulce almíbar añadido a la jalea ácida de la vida; otras, como la imprescindible mostaza con que se aderezan sus partes más groseras».
Desde su infancia, por tanto, estaba familiarizado con el pueblo ruso. Antes de cumplir los treinta años, había recorrido las tierras de la Gran Rusia y conocía muy bien sus regiones esteparias. Además, vivió largo tiempo en Ucrania, en un medio con una forma de vida y una cultura diferentes. Y, como es sabido, residir en otro país nos permite mirarnos a nosotros mismos con ojos ajenos. Leskov se inició en el oficio de escritor siendo ya un hombre adulto, provisto de un conocimiento genuino, no libresco, de la vida del pueblo. Tenía una magnífica sensibilidad para eso que se suele denominar el «alma popular», que tan difícil es de captar y definir.
Sin embargo, la carrera literaria de Leskov arrancó con un drama muy duro para él, que bien podría haberse evitado si los intelectuales rusos fueran capaces de tratarse entre sí de un modo más atento y cuidadoso, algo que sigue siendo igual de necesario en la actualidad, en vista de la insignificancia cuantitativa de las fuerzas intelectuales en nuestro país. Pero los rusos, desde tiempo inmemorial, exhiben una acusada inclinación a marchar por separado unos de otros, y ya durante su primer año de trabajo en San Petersburgo Leskov recibió un golpe cruel al que no se había hecho acreedor en absoluto.
En esa ciudad, en el verano de 1862, se sucedieron, con una frecuencia sospechosa, los incendios, y alguien hizo correr el rumor de que habían sido causados, de forma premeditada, por los estudiantes. Leskov publicó un artículo en un periódico en el que exigía que las autoridades presentaran pruebas inequívocas de la participación de los estudiantes en tales incendios o que, de lo contrario, desmintieran de forma inmediata y tajante la acusación infundada contra ellos. Algunas personas irreflexivas entendieron que Leskov, en su artículo, había atribuido los incendios a los estudiantes rebeldes. Él rechazó reiteradamente esa interpretación torticera, pero no le creyeron: sin duda, porque siempre es más fácil y más apetecible condenar a un hombre que darle la razón; y entre nosotros, en nuestra santa Rusia, la gente disfruta condenando al prójimo con un placer narcisista tan acusado que bien podría pensarse que el patriarca fundador de la tribu rusa proporcionó el modelo para la figura del fariseo evangélico.
Trastornado por tan absurda acusación, sin amigos ni partidarios, sin maña para defenderse por sí solo, Leskov, un novato y un extraño en el mundillo literario, tomó la decisión de marcharse a Praga, y desde ahí se dirigió a París, donde, dolido por la ofensa recibida, dio rienda suelta, lamentablemente, a sus ansias de venganza y escribió su libro Nékuda [Sin salida], una especie de crónica de los asuntos «más candentes» de la actualidad. En ese libro, la intelectualidad de la década de 1860 fue presentada con muy mala intención; entre otras cosas, se ofrece un retrato negativo del escritor V. A. Sleptsov, un hombre inteligente y de mucho talento, autor del magnífico relato Trúdnoie uremia [Tiempos difíciles]. Ante todo, Nékuda es un libro mal escrito, en el que se advierte a cada paso que su autor apenas conoce a la gente de la que nos habla. El objetivo del libro es la denuncia del llamado «nihilismo», término empleado para referirse al estado anímico de la juventud de la época. Lo que estimuló el nihilismo fue el intrépido deseo juvenil de cortar de golpe, sin contemplaciones, cualquier vínculo con el pasado del país —un país que acababa de dejar atrás un régimen de servidumbre secular—, de sacudirse todas las adherencias debidas a la opresión política y eclesiástica, especialmente dura y absurda durante el largo reinado de Nicolás I.
Lo que no comprendió Leskov fue que aquel ímpetu heroico de la juventud, ansiosa por salir cuanto antes de la ciénaga estancada y putrefacta que había sido la vida rusa hasta el periodo de las reformas, nacía de unos sanos principios; o, al menos, no fue capaz de valorar adecuadamente el significado de toda aquella inquietud. Pero lo que sí entendió perfectamente, gracias a su buen sentido, siempre proclive al escepticismo, es que el pasado es una tumba para cualquier ser humano, y que éste, para corregirse, necesita de una continua, aunque precavida, tensión espiritual. Como también entendió que en Rusia había pocas personas capacitadas para librarse de la pesada carga de la historia con la única fuerza de su voluntad. Vio en las «nuevas» gentes todo lo que arrastraban del pasado, pero no supo ver lo que había de valioso en ellas de cara al futuro. En la novela Nékuda casi todos los personajes son monstruos malvados o ridículos, desvinculados de la realidad, impotentes, charlatanes y presuntuosos: sus vidas son callejones «sin salida».
A pesar de todo eso, lo más importante para Leskov fue que en ese libro, en medio de esa muchedumbre de individuos patéticos e innobles, el autor encontró al héroe adecuado a su temperamento literario: se trata de Rainer, idealista, excéntrico, no muy distinto de Rajmetov, personaje de la célebre novela ¿Qué hacer"?, de Chernyshevski. Rainer se define a sí mismo como socialista, distribuye sin tapujos propaganda revolucionaria en Rusia y muere combatiendo heroicamente en el levantamiento polaco de 1863. Leskov rodeó a Rainer de una aureola de nobleza, casi de santidad, pero, en conjunto, la novela Nékuda despertó una indignación generalizada, fue recibida como un acto de delación contra los revolucionarios y su autor fue objeto de una reprobación unánime. Hasta el punto de que el célebre crítico Písarev se preguntó en un artículo: «¿Habrá un solo escritor honrado que esté dispuesto a publicar en las mismas revistas que Leskov?».
Fue poco menos que un asesinato. Entonces Leskov, exasperado y furioso, escribió precipitadamente su novela Na nozhaj [Enemigos mortales], tan voluminosa como detestable en todos los sentidos. En esta obra los nihilistas aparecen retratados de un modo aún más negativo que en Nékuda: son siniestros, necios y débiles hasta extremos ridículos; se diría que Leskov quisiera demostrar cómo, en ocasiones, el rencor puede volvernos más miserables y mezquinos que la estupidez. Pero hasta en este libro retorcido y desesperado, fruto de la venganza personal, donde todos son chantajistas, ladrones o asesinos, el autor introdujo un personaje peculiar: la joven revolucionaria Anna Skokova. Se trata de una mujer de apariencia cómica, siempre ajetreada, que habla atropelladamente y que se presenta con el apodo de «Vans kok». Es un tipo adaptado magistralmente de la vida por la mano del artista, pintado con una destreza asombrosa, con un realismo tal que llega a confundir al lector: en el movimiento revolucionario ruso se han dado muchachas como esa Vanskok por decenas. A pesar de sus limitaciones intelectuales —es una criatura bastante simple—, Vanskok es una mujer incansable, increíblemente abnegada, dispuesta a hacer todo lo que le mandan unas personas en las que ella, una auténtica santa, tiene una fe absoluta. No duda en matar si así se lo ordenan, pero tampoco tiene ningún reparo, estando en prisión, en zurcir la camisa sucia de su más encarnizado enemigo político; es capaz, con toda naturalidad, de vendar las heridas del hombre que la misma víspera la había golpeado; puede asfixiarse durante meses en un sótano, trabajando en una imprenta clandestina, o llevar ocultas en el pecho unas bombas listas para estallar y unos detonantes de fulminato de mercurio; puede sonreír mientras la torturan y llega a compadecer a sus verdugos cuando fracasan con ella; y está dispuesta a morir «por los demás» en cualquier momento.
Una persona así, sin dejar de ser un instrumento, aparece revestida de santidad; es cómica, pero hermosa, como las hadas buenas de los cuentos; está inflamada de un amor apasionado e inagotable por la gente, y ese amor es sagrado, por más que nos recuerde a la fidelidad ciega de un perro.
Esos pequeños grandes personajes, esos alegres mártires por su amor, se cuentan entre las mejores gentes de nuestro país, tan rico en «caballeros por una hora» y tan vergonzosamente pobre en héroes para toda la vida. Es posible que sentirse orgulloso de esa clase de individuos sea, en el fondo, algo triste, pero, en cualquier caso, se trata de gente de la que se puede decir: han sometido a la fiera que habita en ellos. Y uno de los grandes méritos de Leskov consistió en que fue capaz de comprender a la perfección a esa clase de personas y las retrató de manera magistral.
Después de su deplorable novela Na nozhaj, Leskov se convierte, casi de inmediato, en un brillante pintor de cuadros o, más bien, de iconos: empieza a ofrecerle a Rusia el iconostasio de sus santos y de sus justos. Parecía haberse impuesto la tarea de levantar el ánimo, de confortar a la vieja Rusia: un país extenuado por la servidumbre, que había empezado a vivir con retraso, piojoso y sucio, pícaro y beodo, estúpido y cruel, donde las personas de toda clase y condición sabían ser igualmente infelices; un país condenado al que había que amar y, por alguna razón, había que amarlo de tal modo que el corazón vertiera sin descanso lágrimas de sangre por el sufrimiento nacido de ese amor, un amor muy parecido al tormento de un inocente infligido por un torturador voluptuoso.
Leskov comprendió, como nadie había comprendido antes, que todas las personas tienen derecho a que se las consuele y se las trate con cariño, y que todas las personas deben saber consolar y tratar con cariño a los demás. Él escribió la vida de los cándidos santos rusos: personajes, eso sí, de una santidad ambigua, ya que nunca tienen tiempo para pensar en su salvación individual, pues sólo se preocupan, y se preocupan a todas horas, por la salvación y el consuelo del prójimo. No renuncian al mundo para marchar al desierto de Tebaida, a los bosques frondosos, a las cuevas o a las ermitas, con la intención de estar a solas con Dios y alcanzar, por medio de la oración, la comunión de las almas y la vida eterna en el paraíso, sino que se arrastran de un modo insensato por el barro de la vida terrenal en la que se encuentra enfangado el hombre, ahogado en sangre, oprimido por la avaricia y la envidia, compitiendo con el diablo en crueldad y malicia. Es muy posible que no consigan nada, o que lo que consigan resulte insignificante, pero no es más lo que consiguen los padres de la iglesia o los venerables anacoretas que moran en los desiertos y que, en su aspiración de conocer a Dios, se olvidan del hombre y, para justificar la esterilidad de su vana sabiduría, que en nada contribuye a humanizar la vida humana, juzgan y condenan implacablemente a sus semejantes.
Leskov era un hombre cauteloso y reservado, que dudaba de todo; pero la tarea que se había impuesto de justificar a Rusia, de pintar los bellos iconos de sus justos para confortar a sus pecadores, no había salido de su cabeza, sino de su corazón. Por eso, Vanskok, Rainer y todos esos «peregrinos encantados» —encantados por su amor a la vida y a los hombres— que pululan por ese mundo muestran una vitalidad tan seductora y se prestan tan bien a ser percibidos físicamente por el corazón del lector imparcial y reflexivo.
En la década de 1870, en la que Leskov escribió su magnífico libro Soboriane [El clero de la catedral] y empezó a dar a la imprenta, uno tras otro, sus relatos picarescos, el personaje principal, y casi exclusivo, de la literatura rusa era el tosco aldeano: las voces de la gran mayoría de nuestros escritores y periodistas se unieron para entonar a coro las alabanzas de la inteligencia y el buen corazón del pueblo llano. Los intelectuales abrigaban la esperanza de que el pueblo, rotas las cadenas de la servidumbre, desplegara sus poderosas alas y, en un vuelo de águila, se elevara hacia las alturas: hacia la libertad civil y espiritual. En este periodo, los intelectuales eran mirados con absoluta desconfianza por un poder estúpido, que no quería —ni le interesaba, ni habría sabido cómo hacerlo— aprovechar sus energías; tampoco podía encontrar su sitio en la sociedad industrial y comercial, poco desarrollada y escasamente cultivada; la intelectualidad soñaba con la sustitución de la monarquía, insensible e inepta, por un régimen constitucional, y estaba firmemente convencida de que, pese a su condición servil hasta tiempos muy recientes, el campesinado ruso, gracias al arraigo en su seno de las tradiciones comunales, iba a ser perfectamente consciente de las ventajas de un sistema representativo de gobierno. Creía sinceramente que la aldea esperaba con ansiedad el conocimiento, y le ofreció, con devoción religiosa, sus mejores ideas y sentimientos: todo lo que había devorado deprisa y corriendo en los libros. La juventud, por decenas, marchó «al encuentro del pueblo», y los periodistas y escritores acudían a despedir a quienes partían a servir a las masas, decididos a realizar «sin miedo y sin dudas la gesta gloriosa[1]», con ardientes soflamas en prosa y en verso.
En su inmensa mayoría, las personas creyentes suelen ser impacientes —y, por lo tanto, doblemente perniciosas—, en la misma medida en que los incrédulos resultan completamente inútiles para las cosas de la vida. Desde siempre, entre los rusos ha predominado el sentimiento religioso: en nuestro país, incluso los nihilistas (del latín nihil, «nada») fueron, ante todo, individuos con una fe fanática en su dogma. Afectados por un exceso de fe, a la vez que por una escasez de amor y de respeto por el ser humano, sus contemporáneos comprendieron mal a Leskov; él, en cambio, que era desconfiado y escéptico, gozaba del raro don del amor reflexivo y perspicaz y de la capacidad para sentir en profundidad los sufrimientos humanos, tan diversos y numerosos. Amaba a la vieja Rusia, en su integridad, tal como era, con todos los absurdos de su arcaico modo de vida; amaba a su pueblo maltratado por los burócratas, mal alimentado y medio borracho, y lo consideraba, con toda sinceridad, perfectamente «capaz de cualquier virtud». Pero su amor no le llevaba a cerrar los ojos; era un amor atormentado, de los que reclaman todas las energías del corazón y no dan nada a cambio. En el alma de este individuo se unían de un modo insólito la confianza y la duda, el idealismo y el escepticismo.
Cuando, en medio de aquel solemne y un tanto idólatra culto al aldeano ruso, se oyó la voz herética del discrepante, despertó en todo el mundo la perplejidad y la desconfianza. En Rusia se lee mucho, a falta de mejores cosas que hacer, pero sin excesiva atención e inteligencia; en la década de 1870 se consideraba —como siempre, por cierto— que un libro era bueno si venía a coincidir completamente con los hábitos intelectuales y con el gusto del lector y, en general, con su conservadurismo. Todo el mundo se dio cuenta de que en los relatos de Leskov había algo nuevo, algo que iba en contra de los mandamientos de la época, del canon del populismo. A algunos, esas novedades les parecieron las bromas de un bufón; otros entendieron que respondían al rencor de un reaccionario, de un partidario del antiguo régimen; a casi nadie le gustó la forma de sus relatos. Leskov se las arregló para molestar a todos sin distinción. La juventud no recibía de él los acostumbrados estímulos para acercarse «al pueblo»; al contrario, en su triste relato Ovtsebyk [El toro almizclado], parece escucharse su admonición: «¡No te metas en camisa de once varas!». Los mayores no encontraban en él «ideas cívicas» expresadas con suficiente claridad. Los revolucionarios no podían olvidarse tan fácilmente de sus novelas Nékuda y Na nozhaj. En definitiva, el escritor que se dedicaba a encontrar hombres justos en todos los estamentos sociales, en todos los grupos, no era del agrado de nadie, y se quedó apartado en un rincón, mirado con recelo; conservadores, liberales y radicales, todos a una, lo consideraron políticamente sospechoso. Ese hecho es otra prueba más de que la genuina libertad reside fuera de los partidos.
Leskov dio pábulo a cuantos estaban en su contra poniendo en boca de sus personajes palabras inauditas acerca del pueblo, que resultaban ofensivas y que eran, tal vez, excesivamente amargas: «¡Ah, malditos, basura eslava, chusma de esta tierra!», exclama en una de sus narraciones un hombre juicioso, dirigiéndose a los campesinos de Oriol. Y cada vez son más frecuentes esos juicios en sus obras; así, por ejemplo, leemos: «El pueblo es estúpido y malvado»; o: «Son unos ignorantes sin remedio, pero eso no sólo no les aflige, sino que encima presumen de ello».
El poeta Heine, uno de los mejores demócratas de Alemania, dijo también que «quien ama al pueblo debe conducirlo al baño»; pero a Heine se le perdonaban esas bromas crueles, mientras que a Leskov esos comentarios desengañados, que le salían del alma, se los anotaban en la cuenta de su conservadurismo.
La gente necesitaba creer en la libertad de criterio del campesino ruso, en sus ansias de justicia social, pero Leskov, en su relato Ovtsebyk, le ofrece una visión muy distinta. En esta obra, un seminarista intenta inculcar a unos aldeanos que cualquier industrial maderero es su enemigo, y los campesinos parecen darle la razón al propagandista: «¡Cuánta razón tienes!». Pero inmediatamente le van con el cuento a un comerciante: «¡Ojo con ése! No es de fiar». Al final, el pobre propagandista se cuelga, convencido de que «con el comerciante no hay quien pueda». Mientras cuelga de un árbol, un campesino que lo está viendo le dice, «en tono dulce y obsequioso», al comerciante, llegado para contemplar al ahorcado: «El muerto al hoyo y el vivo al bollo, ¿eh, Leksandr Ivánich?».
¿Cómo podía gustar esto a una gente que tenía una fe ciega en el campesinado ruso? En el relato Besstydnik [El sinvergüenza], un intendente, que ha robado mucho dinero durante la campaña de Sebastopol, afirma, en respuesta a las reconvenciones de unos oficiales que han resultado mutilados en la guerra: «Su misión era combatir, y ustedes cumplieron su misión como mejor pudieron: lucharon y murieron como héroes, distinguiéndose ante toda Europa. A otros, nuestro cometido nos proporcionaba la oportunidad de robar, y también nos distinguimos: tanto robamos que nuestra fama llegó igual de lejos. Pero, si hubiera existido una orden que, por ejemplo, nos hubiese obligado a todos a intercambiar nuestros puestos, enviándonos a nosotros a las trincheras y a ustedes a los suministros, en tal caso, nosotros, los ladrones, habríamos dado la vida combatiendo y ustedes habrían robado».
El narrador de la historia del «sinvergüenza» añade, por su parte: «Ese sinvergüenza hasta puede que tuviera razón». ¿A quién le iban a gustar esos relatos?
De ese modo, este inmenso escritor vivió al margen del público y de los literatos, solo e incomprendido casi hasta el fin de sus días. Únicamente ahora empieza a prestársele más atención. Justo en este momento en que necesitamos, más que nunca, pensar con toda seriedad en el pueblo ruso, reemprender la tarea de conocer su espíritu.
Como artista de la palabra, Nikolái Semiónovich Leskov merece plenamente figurar al lado de los grandes creadores de la literatura rusa, como Lev Tolstói, Gógol, Turguénev o Goncharov. Por su fuerza y su belleza, el talento de Leskov tiene poco que envidiar al de cualquiera de los autores de las sagradas escrituras de la tierra rusa; más aún, por la amplitud de los fenómenos abarcados, por la profundidad con que indaga en los enigmas propios de su forma de vida, por su conocimiento preciso de la lengua rusa, a menudo supera a sus predecesores y contemporáneos, como los mencionados. La diferencia entre Leskov y los grandes nombres de nuestra literatura reside en que éstos escribían de forma plástica: para ellos, las palabras eran como arcilla con la que, a modo de dioses, modelaron las figuras y los retratos de unos personajes tan vivos que engañan a los lectores; tanto que, leyendo sus libros, llegamos a creernos que todos esos sujetos, mágicamente dotados de espíritu por la fuerza de la palabra, nos rodean y entran en contacto físico con nosotros, nos hacen sentir con absoluta nitidez, hasta el dolor, sus padecimientos, nos reímos y lloramos con ellos, los odiamos y los amamos, oímos sus voces, advertimos en sus ojos el brillo de la alegría y la húmeda neblina del pesar, compartimos con ellos una estrecha amistad o los apartamos de nuestro lado con hostilidad, y todo ello como en la vida misma, pero de una forma más inteligible y más bella.
Leskov también es un mago de la palabra, pero él no escribe de un modo plástico, como quien pinta, sino que narra, y en el arte narrativo no hay quien le iguale. Su narración es como un cántico inspirado: una tras otra van cayendo las puras y simples palabras rusas, enlazándose en líneas complejas, con un timbre que a veces resulta serio y otras veces invita a la risa, pero en el que siempre resuena el amor por los hombres, un amor trémulo, casi femenino, de una disimulada ternura, un amor que parece avergonzarse de sí mismo. A menudo, en sus relatos, los personajes se limitan a hablar de sí mismos, pero su lengua es tan asombrosamente viva, tan veraz y persuasiva, que, de un modo misterioso, se levantan ante nuestros ojos tan perceptibles, tan materialmente evidentes, como los que aparecen, por ejemplo, en los libros de Tolstói. Dicho de otro modo, Leskov consigue el mismo resultado con otros procedimientos, no menos magistrales.
No es fácil detectar la presencia de Turguénev o de Goncharov, por ejemplo, en sus libros, salvo que deseen que su intervención personal en lo relatado sea apreciada expresamente por el lector. Leskov, en cambio, casi siempre está muy cerca del lector, a su lado, pero su propia voz no le estorba a la hora de escuchar las extrañas historias, en parte fantasiosas y en parte verídicas, que alguien le está contando; es como una vieja y sabia niñera: narra con la destreza y la fuerza de Homero o del omnisciente Heródoto, pero sin la abrumadora solemnidad del antiguo poeta y sin la ingenua credulidad del «padre de la historia». A Tolstói o a Turguénev les gustaba insertar a sus personajes en un fondo reconocible que resaltara su viveza; estos autores hacen un extenso uso en su prosa de los paisajes, de las descripciones del curso del pensamiento, del juego de las sensaciones; Leskov casi siempre evitó estos recursos, obteniendo resultados análogos a través del virtuoso trenzado del habla coloquial, con la que ejecutaba vibrantes labores de encaje.
Ciertas personas estrictas —algunos las llaman «puristas», pero eso no las hace mejores ni más atractivas—, ciertos críticos severos, que parecen comprender con más claridad y profundidad que los propios creadores los secretos y los caprichos del arte literario, a menudo le reprocharon a Leskov que alterara la lengua, escribiendo mimonoska por minonoska, fimiazmy por miazmy, o tri volneniia por trevolneniia[2], y así sucesivamente. Pero ¿es que no tenía derecho a bromear de vez en cuando, aunque no le saliera bien la broma? Hasta los dioses hacían a veces chistes malos.
Pues lo cierto es que Leskov escribió en un periodo en el que sobre la lengua rusa se precipitó, como una ola poderosa, una masa de términos extranjeros, introducidos a través de las traducciones de obras de divulgación científica. Palabrejas como garántiia, subsídiia, kontséssiia o griunderstvo[3], tras las cuales se ocultaban conceptos y prácticas detestables, no podían dejar de irritar a Leskov, ruso de pies a cabeza, sutil conocedor de nuestra lengua y enamorado de su belleza.
Leskov es el más original de los escritores rusos, ajeno a cualquier influencia del exterior. Leer sus libros es la mejor manera de sentir y comprender Rusia, con todo lo que tiene de bueno y de malo, y de observar con absoluta nitidez al hombre ruso, el cual, aun cuando cree sinceramente en la belleza y en la libertad, se las arregla siempre para ser esclavo de su fe y opresor del prójimo.
Maksim Gorki
(1923).