16. POR LA PUERTA DEL JARDÍN

(Domingo 15 de abril, tarde)

Acabábamos de llegar a casa cuando el sargento Heath telefoneó, como había prometido. Vance penetró en el despacho para contestar a la llamada y cerró la puerta tras él. A los pocos minutos volvía a reunirse con nosotros, y, llamando a Currie, le pidió el bastón y el sombrero.

—Voy a corretear un poco por ahí —dijo a Markham—. Después me reuniré con el valeroso sargento en la Brigada de lo Criminal. Pero no tardaré mucho en volver. Entre tanto, nos prepararán, el almuerzo.

—¡Al diablo el almuerzo! —rezongó Markham—. ¿Para qué esa entrevista con Heath?

—Tengo necesidad de un nuevo chaleco-contestó Vance, sonriente.

—Esa explicación es de gran ayuda.

—Lo siento. Es la única que puedo dar por el momento.

Markham se le quedó mirando, conteniendo a duras penas su furia.

—¿A qué todo este misterio? —preguntó, manoteando.

—Tú sabes, Markham, que es necesario —contestó Vance, seriamente—. Espero dejar terminado tan desagradable asunto esta misma noche.

—¡Por Dios, Vance! ¿Qué es lo que proyectas? —insistió Markham, poniéndose en pie en fútil desesperación.

Vance tomó una copa de coñac y encendió un Régie. Después, dirigió a Markham una afectuosa mirada.

—Me propongo inducir al asesino a hacer una apuesta más, una apuesta para perder.

Dicho esto, Vance abrió la puerta y salió, cerrándola tras él.

Markham no cesó de fumar y rezongar durante la ausencia de Vance. Como no mostró inclinación alguna a conversar le abandoné a sí mismo. El trató de distraerse con la biblioteca de Vance, pero al parecer no encontró nada que atrajese su atención. Finalmente, encendió un cigarro y se acomodó en un sillón ante la ventana, mientras yo me ocupaba en redactar algunas notas que estaba preparando para Vance.

Poco después de las dos y media Vance regresó a su casa.

—Todo está preparado —anunció al entrar—. Hoy no se celebran carreras de caballos; no obstante, me propongo hacer una gran jugada. Si no pierdo, cesarán tus inquietudes, Markham. Todos estarán presentes. El sargento, con la ayuda de Garden, se ha puesto al habla con los que asistieron ayer a la reunión, y volverán a encontrarse a las seis en punto en el salón de aquella casa. Yo mismo he dejado recado al doctor Siefert, y espero que llegue a tiempo de reunirse con nosotros. He creído conveniente que se encuentre allí.

Consultó su reloj, y, llamando a Currie, le pidió una botella de «Montrachet 1911» para regar nuestro almuerzo.

—Si no nos entretenemos demasiado en la mesa —dijo—, podremos oír la segunda mitad del programa de la Filarmónica. Melinoff va a ejecutar obras de Grieg al piano, y creo que no nos vendrá mal un poco de alimento espiritual. Un estupendo concierto, Markham…, todo sencillez, melodía y espiritualidad. Es curiosa la historia de este Grieg; el mundo tardó demasiado tiempo en comprender la magnitud de su genio. Se trata de uno de los más grandes compositores que…

Pero Markham no fue con nosotros al concierto. Alegó una urgente entrevista política en el Stuyvesant Club, y prometió reunirse con nosotros a las seis en punto en el departamento de los Garden. Durante el almuerzo, como por acuerdo tácito, no se pronunció una palabra sobre el asunto que nos inquietaba. Cuando terminamos, Markham se disculpó y marchó al club, mientras Vance y yo nos encaminamos al Carnegie Hall. Melinoff nos obsequió con una excelente, ya que no inspirada, ejecución, y Vance pareció mucho más despejado de regreso a casa.

El sargento Heath nos estaba ya esperando, cuando llegamos al departamento.

—Todo está preparado, señor —dijo a Vance—; lo traigo aquí.

Vance sonrió con cierta tristeza.

—¡Excelente, sargento! Entre en la otra habitación conmigo mientras me despojo de estas ropas domingueras.

Heath recogió un pequeño paquete envuelto en papel moreno que ya a propósito había traído con él, y siguió a Vance al dormitorio. Diez minutos después, volvían ambos a la biblioteca. Vance llevaba puesto un traje flojo de tejido oscuro, y en el rostro de Heath brillaba la satisfacción.

—Hasta luego, mister Vance —dijo, estrechándole las manos—. Buena suerte.

Y se marchó.

Llegamos al piso de los Garden unos minutos antes de las seis. Los detectives Hennessey y Burke estaban en el vestíbulo. Tan pronto como entramos, Burke se acercó a nosotros, y, llevándose la mano a la boca, dijo, sotto voce:

—El sargento Heath me ordenó le dijera que todo marcha perfectamente. El y Snitkin se ocupan del asunto.

Vance hizo un gesto de aprobación y comenzó a subir las escaleras.

—Espérame aquí, Van —me indicó—; volveré inmediatamente.

Penetré en el gabinete, cuya puerta estaba entreabierta, y paseé aburrido por la habitación, curioseando las diversas pinturas y grabados. Una, colocada junto a la puerta, atrajo mi atención (creo que era un Blampied[25]) y me detuve ante ella unos instantes.

Simultáneamente entró Vance. Al entrar, abrió la puerta, dejándome arrinconado tras ella, de manera que no era inmediatamente visible. Ya iba a hablar, cuando penetró Zalia Graem.

—Philo Vance —le llamó, pronunciando su nombre con voz baja y trémula.

El se volvió y miró a la joven, sorprendido por aquella actitud.

—Le he estado esperando en el comedor —continuó ella—. Quería verle antes que hablase a los demás.

Me di cuenta inmediatamente, por el tono de su voz, de que mi presencia no había sido advertida, y mi primer impulso fue salir de mi involuntario escondite. Pero, dadas las circunstancias, creí que no iba a haber en sus palabras nada que yo no pudiera escuchar y decidí no interrumpirlos.

Vance continuaba mirando fijamente a la joven, pero no contestó. Ella estaba muy junto a él.

—Dígame por qué me ha hecho sufrir tanto —murmuró.

—Sé que la ofendí —contestó Vance—; pero las circunstancias me obligaron a ello. Créame que estoy más enterado de este asunto de lo que usted se imagina.

—Yo, en cambio, no estoy segura de comprenderlo —dijo la joven, titubeando—. Pero sepa que confío en usted —levantó hasta él la mirada y pude ver que le brillaban intensamente los ojos—. Nunca he sentido interés por ningún hombre —continuó, temblándole la voz—. Todos los que he conocido me hicieron desgraciada y siempre tendieron a alejarme de las cosas con que he soñado… —la joven contuvo el aliento—. Usted es el único hombre que consiguió interesarme.

Fue tan repentina esta desconcertante confesión, que no tuve tiempo de revelar mi presencia, y cuando miss Graem terminó de hablar, permanecí inmóvil donde estaba, por no aumentar su confusión.

Vance apoyó una mano sobre el hombro de la muchacha y la apartó suavemente.

—Pues yo soy el único de quien usted no debe ocuparse —le dijo, con extraña entonación; sus palabras no dejaban lugar a dudas.

Detrás de Vance se abrió repentinamente la puerta que comunicaba con el dormitorio inmediato, y miss Beeton apareció bruscamente en el umbral. Ya no llevaba el uniforme de enfermera, sino un sencillo traje hechura sastre, de corte severo.

—Lo siento —se disculpó—. Creí que Floyd…, que mister Garden… estaba aquí.

Vance le lanzó una penetrante mirada.

—Pues estaba usted equivocada, miss Beeton —le dijo, con sequedad.

Zalia Graem contemplaba a la enfermera conteniendo la ira.

—¿Escuchó usted mucho antes de decidirse a abrir la puerta? —le preguntó.

Miss Beeton entornó los ojos y brilló en ellos una mirada burlona.

—Quizá tuviera usted algo que ocultar —contestó fríamente, atravesando el cuarto hacia la puerta del vestíbulo.

Los ojos de Zalia Graem la siguieron como fascinados y se volvieron después hacia Vance.

—Esa mujer me espanta —murmuró—. Me desconcierta. Hay algo tenebroso… y cruel bajo su tranquilo aire de suficiencia. ¡Y usted ha sido tan bondadoso para ella! ¡Cómo me ha hecho usted sufrir!

Vance miró a la joven con avidez.

—¿Quiere usted esperar en el salón un momento?

Ella le lanzó una mirada interrogadora y, sin pronunciar palabra, salió del gabinete.

Vance permaneció algún tiempo con la mirada fija en el suelo, en angustiosa indecisión, como si dudase en seguir adelante con el plan que se había trazado. Después se acercó a la ventana.

Yo aproveché esta oportunidad para salir de mi escondite. En el momento de hacerlo, Floyd Garden apareció en la puerta del vestíbulo.

—¡Hola, Vance! —exclamó—. No sabía que hubiese regresado hasta que Zalia me lo dijo. ¿Puedo ayudarle en algo?

Vance volvióse rápidamente.

—En este momento iba a enviar a buscarle. ¿Están todos aquí?

—Sí, y todos con un miedo mortal…, excepto Hammle. El lo toma todo a juerga. ¡Ojalá le hubiesen matado a él en vez de a Woode!

—¿Quiere usted enviármelo aquí? —preguntó Vance—. Después veré a los otros.

Garden volvió al vestíbulo, y en aquel momento oí que Burke hablaba con Markham en la puerta de entrada. Al poco rato, Markham se reunía con nosotros en el gabinete.

—Supongo que no los habré hecho esperar —dijo, dirigiéndose a Vance.

—No. ¡Oh, no! —Vance se apoyó en la mesa—. Llegas muy a tiempo. Todos están aquí, excepto Siefert, y estoy a punto de charlar un poco con Hammle. Creo que él podrá corroborar unos cuantos puntos que tengo en la imaginación. No nos lo ha dicho todavía. Quizá necesite tu apoyo moral, Markham.

Markham acababa de tomar asiento cuando entró Hammle con aire jovial. Vance le saludó con un brusco movimiento de cabeza y omitió todos los convencionalismos preliminares.

Mister Hammle —comenzó diciendo—: estamos completamente familiarizados con su filosofía de preocuparse sólo por sus propios asuntos y de guardar silencio para evitarse complicaciones. Es una actitud disculpable, pero no en las actuales circunstancias. Este es un caso criminal, y en interés de la Justicia, que a todos concierne, tenemos que saber toda la verdad. Ayer por la tarde era usted la única persona del salón que podía ver desde su sitio una parte del vestíbulo. Y es preciso que nos diga cuanto vio, por muy trivial que pueda parecerle.

Hammle, recobrando su expresión de jugador de póquer, guardó silencio. Y Markham inclinóse hacia adelante, perforándole con la mirada.

Mister Hammle —le dijo, con fría y amenazadora calma—: si no desea usted darnos aquí los detalles que nos interesan, tendré que llevarle ante el Gran Jurado para que lo haga bajo juramento.

Hammle se humanizó, y cambió su rostro de jugador de póquer por otro más expresivo.

—Estoy dispuesto a declarar cuanto sepa. No tienen por qué amenazarme. Sí, he de decirles la verdad —añadió suavemente—; no me daba cuenta de lo serio que era este asunto.

Sentóse con pomposa dignidad, y asumió un aire evidentemente encaminado a indicar que, por el momento, sentíase como la personificación de la ley, del orden y de la justicia.

—En primer lugar —dijo Vance en tono severo—, cuando miss Graem abandonó la habitación para contestar a una llamada telefónica, ¿vio usted exactamente adónde se dirigió?

—Exactamente, no —contestó Hammle—; pero encaminóse hacia la izquierda, hacia el gabinete. Usted comprenderá que era completamente imposible abarcar todo el vestíbulo desde donde yo estaba sentado.

—De acuerdo —convino Vance—. ¿Y cuando regresó al salón?

—La vi primero frente a la puerta del gabinete. Aproximóse al ropero del vestíbulo donde se guardan los sombreros y los abrigos, y después retrocedió para quedar en el umbral del salón hasta que terminó la carrera. Luego, ya no me di cuenta de sus movimientos, pues me volví para cerrar la radio.

—¿Y qué me dice de Floyd Garden? —preguntó Vance—. Recordará usted que siguió a Swift fuera de la habitación. ¿Vio usted el camino que tomó o lo que hizo?

—Que yo recuerde, Floyd rodeó a Swift con su brazo y le condujo al comedor. Swift parecía tratar de desprenderse de Floyd y después, desapareció al fondo del vestíbulo hacia las escaleras. Floyd permaneció en la puerta del comedor unos minutos, siguiendo a su primo con la mirada, y luego cruzó el vestíbulo para alcanzarlo; pero debió de cambiar de manera de pensar, pues retrocedió bruscamente hacia el salón.

—¿Y no vio usted a nadie más en el vestíbulo?

—No. A nadie.

—Muy bien —Vance aspiró profundamente el humo de su cigarrillo—. Y ahora trasladémonos al roof-garden, figuradamente hablando. Usted estaba en el jardín, esperando el tren, cuando la enfermera por poco se asfixia con los gases brómicos del archivo. La puerta del pasillo estaba abierta, y si usted estuvo mirando en aquella dirección, le sería fácil ver a todo el que pasó en uno u otro sentido —Vance dirigió al individuo una significativa mirada—. No sé por qué me parece que estuvo usted mirando hacia aquella puerta, mister Hammle. Su reacción de asombro cuando salimos a la azotea fue un poco exagerada… Por otra parte, desde el sitio en que usted se encontraba no pudo contemplar muy bien el panorama de la ciudad…

Hammle aclaróse la garganta antes de contestar.

—Me tiene usted cogido, Vance —confesó, con familiar buen humor—. Cuando vi que no podía alcanzar mi tren, pensé en satisfacer mi curiosidad olfateando por aquí a ver qué pasaba. Salí a la azotea y me aposté en un sitio desde donde podía ver el pasillo a través de la puerta… Quería enterarme de si alguien pretendía dar algunos toques nuevos a la comedia del suicidio de Woode.

—Gracias por su franqueza —le animó Vance—. Ahora díganos exactamente qué es lo que vio usted por la puerta mientras estuvo esperando, como acaba de confesar, que sucediese algo.

Hammle aclaróse de nuevo la garganta.

—Bien, Vance; pues si he de decirle la verdad, no fue mucho. Sólo algunas personas yendo y viniendo. Primero vi a Garden, que subía por el pasillo hacia el estudio, y casi inmediatamente volvió para regresar abajo. Después fue Zalia Graem la que pasó ante la puerta, camino también del gabinete. Cinco o diez minutos más tarde, el detective Heath, creo que se llama…, cruzó llevando un abrigo al brazo. Un poco después…, diría que dos o tres minutos…, Zalia Graem y la enfermera se cruzaron en el pasillo; Zalia hacia las escaleras, y la enfermera hacia el estudio. A los dos minutos fue Garden el que pasó de nuevo…

—Espere un momento —le interrumpió Vance—. ¿No vio usted a la enfermera volver hacia las escaleras luego de haberse cruzado con miss Graem en el pasillo?

Hammle denegó con un enfático movimiento de cabeza.

—No. Absolutamente, no. La primera persona que vi a continuación de las dos muchachas fue Floyd Garden, que marchaba hacia el estudio. Y al minuto, o así, volvió a cruzar de regreso.

—¿Está usted absolutamente seguro de que su cronología es exacta?

—Absolutamente.

Vance pareció satisfecho.

—Esto concuerda con los hechos que yo conozco —dijo—. Pero ¿está usted seguro de que nadie más pasó ante la puerta, en una u otra dirección, durante ese tiempo?

—Lo podría jurar.

Vance aspiró otra profunda bocanada de su cigarrillo.

—Una pregunta más, mister Hammle: mientras usted estaba en el jardín, ¿salió alguien a la terraza por el portillo de la verja?

—Nadie absolutamente. No vi persona alguna en la terraza.

—¿Y qué sucedió después que Garden cruzó hacia las escaleras?

—Le vi a usted, que se aproximaba a la ventana y que miraba al jardín. Tuve miedo de ser visto, y en cuanto usted volvió la espalda, me retiré al otro extremo, junto a la verja. Al poco rato los vi salir a ustedes a la azotea con la enfermera.

Vance apartóse de la mesa en que había estado apoyado.

—Gracias, mister Hammle. Me ha dicho usted exactamente lo que necesitaba saber. Por si le interesa, le participo que la enfermera declara que recibió un golpe en la cabeza, en el pasillo, al abandonar el estudio y que alguien la arrastró hacia el desván, que estaba lleno de gas brómico.

Hammle apretó las mandíbulas y abrió desmesuradamente los ojos. Engarfiando los dedos en los brazos del sillón púsose en pie lentamente.

—¡Gran Dios! —exclamó—. ¿De modo que sucedió eso? ¿Quién pudo ser?

—He ahí una pregunta interesante —dijo Vance—. ¿Quién, en efecto, pudo ser? No obstante, los detalles de sus observaciones secretas desde el jardín han corroborado mis sospechas particulares, y es posible que pueda contestar a su pregunta a no tardar mucho. Tenga la bondad de volver a sentarse.

Hammle lanzó a Vance una mirada de desconfianza y volvió a ocupar su asiento.

Vance alejóse y contempló por la ventana un cielo que anunciaba ya el crepúsculo. Después se encaró con Markham. La expresión de su rostro había sufrido un súbito cambio y comprendí, por su mirada, que un gran conflicto se debatía en su interior.

—Ha llegado la hora de proceder, Markham —dijo, con cierta tristeza.

Se aproximó a la puerta y llamó a Garden.

El joven acudió desde el salón inmediatamente. Parecía nervioso y miró a Vance con inquisitiva ansiedad.

—¿Quiere usted tener la bondad de decir a todos que vengan al gabinete? —le preguntó Vance.

Garden afirmó con un gesto apenas perceptible, y volvió al salón. Vance cruzó la estancia y sentóse ante la mesa.