14. EL SODIUM RADIACTIVO

(Domingo 15 de abril, 9 de la mañana)

Poco después de las nueve de la mañana siguiente se recibió una llamada telefónica del doctor Siefert. Vance estaba todavía en la cama cuando sonó el timbre, y yo contesté. (Hacía varias horas que estaba levantado; los acontecimientos del día anterior me habían impresionado profundamente, y me fue imposible dormir). La voz del doctor era apremiante y turbada cuando me pidió que llamase a Vance en seguida. Mientras le despertaba, tuve el presentimiento de que había sucedido una nueva desgracia. A Vance le costó mucho trabajo levantarse, y se quejó cínicamente de la gente madrugadora. Pero al fin se envolvió en su bata china, se calzó las sandalias y, encendiendo un Régie, salió protestando a la antesala.

Pasaron cerca de diez minutos antes que apareciese de nuevo. Su mal humor había desaparecido, y cuando se aproximó a la mesa y llamó a Currie, brillaba una mirada de profundo interés en sus ojos.

—El desayuno en seguida —ordenó al viejo mayordomo—. Y prepara un traje oscuro y mi Homburg[23] negro. Tampoco estará de más un poco de café, Currie. Mister Markham estará aquí pronto y puede querer una taza.

Currie salió, y Vance se dispuso a volver a su dormitorio. Se detuvo en el umbral y me lanzó una mirada confidencial.

Mistress Garden fue encontrada muerta en su lecho esta mañana —murmuró—. Veneno de cierta clase. He telefoneado a Markham, y nos dirigiremos al departamento de Garden tan pronto como llegue. Mal asunto, Van…, muy malo. Ocurren demasiadas cosas en aquella casa.

Y penetró en el dormitorio.

Markham llegó a la media hora. Entre tanto, Vance se había vestido, y estaba terminando su segunda taza de café.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Markham de mal humor, entrando en la biblioteca—. Quizá, ya que estoy aquí, tendrás la bondad de olvidar tu aire de misterio.

—¡Querido Markham…, oh querido Markham! —contestó Vance, suspirando—. Siéntate y toma una taza de café mientras yo saboreo este cigarrillo. Realmente es muy difícil expresarse con claridad por teléfono —sirvió una taza de café, y Markham se sentó de mala gana—. No lo endulces demasiado, Markham. Tiene un aroma deliciosamente sutil y sería una lástima estropearlo.

Markham, frunciendo el ceño, desafiador, puso tres terrones de azúcar en la taza.

—¿Por qué estoy aquí? —gruñó.

—He ahí una pregunta profundamente filosófica —sonrió Vance—. Incontestable, sin embargo. ¿Por qué estamos aquí cualquiera de nosotros? ¿Por qué todo? Pero ya que nos encontramos reunidos sin conocer la causa, me doblegaré a tu pragmatismo —Vance dio unas profundas chupadas a su cigarrillo y se recostó perezosamente en el sillón—. Siefert me telefoneó esta mañana, poco antes de llamarte. Me explicó que desconocía el número de tu teléfono particular, y me pidió que le disculpase por no comunicar contigo directamente.

—¿Qué me quería comunicar? —preguntó Markham, dejando la taza.

—Algo relacionado con mistress Garden. Ha muerto. La encontraron esta mañana, sin dar señales de vida, en el lecho. Probablemente, asesinada.

—¡Dios mío!

—Lo que oyes. No es una bonita situación, no. La dama murió durante la noche…, no se sabe la hora exacta todavía. Siefert dice que la muerte pudo haber sido originada por una sobredosis del soporífero que él le recetó. El frasco que lo contenía está vacío, y Siefert opina que había cantidad suficiente para terminar con cualquiera. Por otra parte, pudo haberse empleado alguna otra droga. No ha sido muy explícito en este punto. No hay signos externos para poder diagnosticar. Solicita nuestro consejo y ayuda. Por eso me llamó.

Markham empujó la taza a un lado y encendió un cigarrillo.

—¿Dónde está Siefert ahora? —preguntó.

—En casa de los Garden. Muy correcto. Examina el cadáver, da las órdenes pertinentes, y todo lo demás. La nurse le telefoneó poco después de las ocho de esta mañana; fue ella quien hizo el descubrimiento cuando entró el desayuno a mistress Garden. Siefert se apresuró a acudir a la casa y, tras examinar la situación, me llamó. Dice que, en vista de los acontecimientos de ayer, no se atreve a seguir adelante sin que nosotros estemos presentes.

—Muy bien; ¿por qué no vamos ya? —dijo Markham, poniéndose en pie.

Vance suspiró y se levantó pesadamente de su asiento.

—En realidad, no hay prisa. La dama no puede escapársenos. Y Siefert no abandonará el buque. Además, es una hora intempestiva para sacarle a uno de la cama. Me propongo hacer una monografía sobre la total falta de consideración por parte de los asesinos. Sólo piensan en sí mismos. El prójimo les importa un bledo. Siempre alterando las costumbres de los demás. Y nunca guardan las fiestas, ni siquiera las mañanas de los domingos. Sin embargo, sea como tú dices: ¡vámonos ya!

—¿No sería mejor avisar a Heath? —sugirió Markham.

—Sí, muy acertado —contestó Vance, mientras nos disponíamos a salir—. Llamé al sargento en cuanto te telefoneé. Había estado levantado hasta medianoche, trabajando en la rutina diaria de la Policía. Robusto individuo este Heath. Asombrosa profesión. Pero completamente fútil. ¡Lástima que tal energía no conduzca a otra parte más allá de los ficheros de acero! Siempre pienso tiernamente en Heath como perpetuador de los archivos…

* * *

Miss Beeton nos recibió en la puerta del departamento de Garden. Parecía fatigada y disgustada, pero saludó a Vance con una encantadora sonrisa, que él devolvió.

—Empiezo a creer que esta pesadilla no terminará nunca, mister Vance —murmuró la joven.

Vance puso un gesto sombrío, y todos penetramos en el salón, donde nos aguardaban ya el doctor Siefert y el profesor Garden y su hijo.

—Celebro que hayan ustedes venido, caballeros —saludó Siefert, saliendo a nuestro encuentro.

El profesor Garden estaba sentado en un extremo del sofá, con los codos descansando en las rodillas y el rostro entre las manos. Apenas advirtió nuestra presencia. Floyd Garden se puso en pie y nos saludó, abstraído. Un cambio terrible parecía haberse operado en él. Parecía algunos años más viejo que cuando le dejamos la noche anterior, y su rostro, a pesar de lo tostado por el aire y el sol, mostraba una palidez verdusca. Su mirada vagaba por la habitación; estaba visiblemente conmovido.

—¡Qué horrible situación! —murmuró, fijando sus llorosos ojos en Vance—. Mi madre me acusa anoche de quitar a Woode de en medio, y después me amenaza con borrarme de su testamento. ¡Y ahora está muerta! Y fui yo quien se hizo cargo de la receta. El doctor insinúa que pudo ser la medicina lo que la mató.

Vance miró al joven escudriñadoramente.

—Sí, sí —le dijo, con cierta simpatía—; yo también he pensado en eso. Pero de nada le servirá preocuparse. ¿Por qué no se toma un Tom Collins?

—Ya he bebido cuatro —contestó Garden, dejándose caer en una silla. Pero casi inmediatamente volvió a ponerse en pie, lanzando a Vance una mirada suplicante—. ¡Por Dios —sollozó—, usted es el que tiene que descubrir la verdad! Todo me acusa: mi salida con Woode de la habitación, mi falta de seriedad al no colocar su apuesta, la acusación de mi madre, su amenaza de reformar el testamento y la medicina. ¡Tiene usted que descubrir al culpable!…

Mientras hablaba, sonó el timbre de la puerta y apareció Heath.

—Seguro que le descubriremos —dijo el sargento, con cierta ironía, desde el arco de entrada—. Y no creo que se alegre usted mucho cuando lo consigamos.

Vance se volvió rápidamente hacia él.

—Oiga, sargento: menos animación, si tiene la bondad. La ocasión no es muy adecuada. Es demasiado temprano… —después se aproximó a Garden y, poniéndole una mano en el hombro, le obligó a sentarse—. Vamos, tranquilícese —le dijo—; necesitaremos su ayuda, y no podrá prestárnosla sin una gran serenidad de espíritu.

—Pero ¿no ve usted lo comprometido que me encuentro? —protestó Garden débilmente.

—No es usted el único comprometido —replicó Vance—. Creo, doctor, que debiéramos celebrar una pequeña entrevista —añadió, dirigiéndose a Siefert—. Quizá podamos aclarar un poco el asunto de la muerte de la enferma. ¿Quiere usted que subamos al estudio?

Al atravesar el arco para salir al vestíbulo, miré hacia atrás. El joven Garden nos seguía con la mirada, en la que brillaba una expresión dura y decidida. El profesor no se había movido, y no pareció advertir nuestra marcha más que nuestra llegada.

Ya en el estudio, Vance abordó directamente la cuestión.

—Doctor: ha llegado la hora de que hablemos con toda franqueza. Las acostumbradas consideraciones convencionales de su profesión deben quedar temporalmente a un lado. Se trata ahora de un asunto mucho más urgente, y que requiere más seria consideración que los escrúpulos entre doctor y paciente. Así, pues, voy a hablarle con toda claridad, y espero que usted hará otro tanto conmigo.

Siefert, que había ocupado un asiento cercano a la puerta, miró a Vance un poco perplejo.

—Temo no comprender lo que quiere usted decir —contestó en su tono más suave.

—Quiero decir —replicó Vance, con frialdad— que estoy completamente convencido de que fue usted quien me envió el mensaje telefónico el viernes por la noche.

Siefert enarcó las cejas ligeramente.

—¿De veras? Eso es muy interesante.

—No sólo es interesante —rezongó Vance—, cierto también. No nos interesa por el momento cómo llegué a esta conclusión. Sólo le ruego que confiese el hecho y que obre en consecuencia. El detalle tiene una relación directa con este trágico caso y, a menos que usted nos ayude con una franca declaración, puede cometerse una grave injusticia, injusticia que no podría justificarse con ningún código de su ética profesional.

Siefert titubeó unos momentos, apartó apresuradamente la mirada de Vance y la fijó pensativo en la ventana.

—Suponiendo, en gracia al argumento —dijo lentamente, como el que elige con todo cuidado sus palabras—, que fui yo quien le telefoneó a usted el viernes por la noche, ¿qué sucedería?

Vance observó al doctor con irónica sonrisa.

—Pues podría suceder —contestó— que usted conociera la situación que reinaba aquí, y que tuviese la sospecha…, digamos el temor…, de que era inminente algo trágico —Vance sacó su caja y encendió un cigarrillo—. Comprendí perfectamente la importancia de aquel mensaje, doctor, como usted se proponía. Por eso me encontré aquí ayer por la tarde. El significado de su referencia a la Eneida, y la inclusión de la palabra Equanimity, no se me escapó. Debo decir, sin embargo, que usted aconsejaba investigar sobre el sodium radiactivo, y que no me pareció completamente claro…, aunque creo que ahora tenga una lúcida idea de lo que usted quería decir. No obstante, hay algunas insinuaciones más oscuras en su mensaje, y ha llegado la hora de que examinemos juntos el asunto con completa honradez.

Siefert volvió la mirada a Vance como tratando de adivinar su intención, y después la fijó de nuevo en la ventana. Pasado un minuto, contempló el Hudson con turbado interés. Después se volvió y, haciendo un gesto como contestando a una pregunta que se hubiese hecho a sí mismo, murmuró:

—Sí; yo envié ese mensaje. Quizá al hacerlo no fui completamente leal a mis principios, pues no me cabía duda de que usted sospecharía quién lo envió y adivinaría lo que trataba de indicarle. Pero ahora comprendo que no se adelanta nada con no obrar con toda franqueza. La situación de esta familia me ha venido inquietando mucho, y últimamente he tenido la sensación de un inminente desastre. Todos los factores que intervinieron en él han estado madurándose largo tiempo para esta explosión final. El asunto llegó a obsesionarme tanto, que no pude resistir al deseo de enviarle un mensaje anónimo, en la esperanza de que pudieran evitarse las vagas eventualidades que yo preveía.

—¿Desde cuándo tenía usted ese presentimiento? —preguntó Vance.

—Desde hará unos tres meses. Aunque hace años que llevo actuando como médico de cabecera de la familia Garden, hasta hace poco no me percaté del estado variable de la señora. Al principio me inquietó poco, pero cuando vi que empeoraba y que no podía diagnosticar satisfactoriamente su enfermedad, empezó a nacer en mí la sospecha de que aquel cambio no era natural en absoluto. Comencé a venir por aquí con mucha más frecuencia que de costumbre, y durante los dos últimos meses fui advirtiendo ciertas corrientes subterráneas en las diversas relaciones de los miembros de la familia de que no me había dado cuenta antes. Yo sabía, por supuesto, que Floyd y Swift no se llevaban muy bien, que reinaba entre ellos cierta profunda envidia y animosidad. Y conocía igualmente las condiciones del testamento de mistress Garden. Además, supe que la partida de juego sobre las carreras se había hecho aquí costumbre diaria. Ni Floyd ni Woode me ocultaban nada, como usted ve, y he sido siempre su confidente, tanto como su médico, por lo que me eran bien conocidos sus negocios personales, entre los que, desgraciadamente, se incluían las apuestas…

Siefert hizo una pausa, mostrando en su rostro una gran preocupación.

—Como ya he dicho, sólo recientemente me percaté de que había algo más profundo y significativo en este entrechocar de temperamentos; y esto llegó a atormentarme tanto, que de veras temí un violento revuelo de alguna clase, especialmente cuando Floyd me dijo hace pocos días que su primo pensaba arriesgar los restos de su fortuna a Equanimity, en la gran carrera de ayer. Tan obsesionante era mi preocupación, que decidí hacer algo, a ser posible sin divulgar confidencias profesionales. Ya vio usted el subterfugio que empleé, y si he de ser franco, casi celebro que usted me adivinase tras él.

—Comprendo sus escrúpulos sobre el asunto, doctor —dijo Vance—. Sólo siento el haber sido incapaz de evitar estas tragedias. Tal como se desarrollaron los acontecimientos, era humanamente imposible hacer otra cosa. Pero dígame: ¿tenía usted alguna sospecha determinada cuando me telefoneó el viernes por la noche?

Siefert negó con un enfático movimiento de cabeza.

—No. Francamente, yo estaba desconcertado. Presentía sólo que era inminente una explosión de cualquier clase. Pero no tenía la más ligera idea de dónde surgiría esa explosión.

—¿Puede usted decirme qué causas despertaron principalmente tales temores?

—No. Ni tampoco puedo decir si mis presentimientos los originó el estado de salud de mistress Garden, o si estuve influido también por el sutil antagonismo entre Floyd y Woode Swift. Me he hecho tal pregunta muchas veces sin encontrar una respuesta satisfactoria. En ocasiones, sin embargo, no pude resistir a la impresión de que ambos factores estaban íntimamente relacionados. De aquí mi mensaje telefónico, en el que indirectamente llamaba su atención sobre la peculiar enfermedad de mistress Garden y hacia la tensa atmósfera que empezaba a respirarse en la partida de juego que se celebraba cada día en esta casa.

Vance fumó un rato en silencio.

—Y ahora, doctor, ¿tendrá usted la bondad de darnos todos los detalles de lo ocurrido esta mañana?

Siefert se incorporó rápidamente en su asiento.

—En realidad, nada tengo que añadir a los detalles que le di por teléfono. Miss Beeton me llamó poco después de las ocho para informarme de que mistress Garden había muerto durante la noche. Me pidió instrucciones, y yo le contesté que vendría en seguida. Media hora más tarde me presenté aquí. No encontré causa determinante de la muerte de mistress Garden, y supuse que debió de ser ocasionada por el corazón, hasta que miss Beeton llamó mi atención hacia la botella de medicina, que estaba vacía…

—A propósito, doctor, ¿qué receta extendió usted anoche para su paciente?

—Una simple solución de barbiturato.

—¿Por qué no prescribió uno de los compuestos ordinarios del ácido barbitúrico?

—¿Que por qué? —repitió Siefert, con evidente mal humor—. Siempre prefiero conocer exactamente lo que necesitan mis pacientes. Soy lo bastante anticuado para desconfiar de las mixturas hechas con patrón.

—Pues me parece que me dijo por teléfono que en la prescripción había cantidad suficiente de barbiturato para causar la muerte.

—Sí —convino el doctor—. Siempre que se ingiriese de una sola vez.

—Y la muerte de mistress Garden, ¿puede atribuirse a ese envenenamiento?

—No hay nada que contradiga tal conclusión —contestó Siefert—. Ni hay nada tampoco que indique otra cosa.

—¿Cuándo descubrió la nurse la botella vacía?

—Creo que poco después de telefonearme a mí.

—¿Puede notarse el gusto de la solución dándola a una persona sin su conocimiento?

—Sí… y no —contestó el doctor prudentemente—. El gusto es un poco picante; pero es una solución incolora, como agua, y si se bebe de prisa, el gusto puede pasar inadvertido.

—Por tanto —insistió Vance—, ¿si se vertió la solución en un vaso y se le añadió agua, mistress Garden pudo bebería sin quejarse de su sabor especial?

—Es muy posible —contestó el doctor—. Y no puedo por menos de sospechar que algo por el estilo ocurrió anoche. Debido a esta conclusión le llamé a usted en el acto.

Vance, fumando perezosamente, observaba a Siefert con los ojos entornados. De pronto se incorporó en su asiento, y, aplastando su cigarrillo en un pequeño cenicero jade, preguntó:

—Dígame algo de la enfermedad de mistress Garden, y por qué se le vino a usted a la imaginación la idea del sodium radiactivo.

Siefert lanzó una penetrante mirada a Vance.

—Ya me temía yo que me preguntase eso. Pero no es hora de andar con disimulos. Voy a confiarme a su discreción por completo —hizo una pausa, como pensando en la manera de abordar un asunto que evidentemente le desagradaba—. Como le he dicho ya, no conozco la naturaleza exacta de la enfermedad de mistress Garden. Los síntomas eran muy semejantes a los que acompañan al envenenamiento por radium. Pero yo nunca le he recetado ningún preparado que lo contuviese, pues soy profundamente escéptico respecto a su eficacia. Como usted sabrá, sin duda, se han tenido resultados desastrosos por la imprudente administración de esos preparados de radium [24].

El doctor se aclaró la garganta antes de continuar:

—Una noche, mientras leía los informes de las investigaciones hechas en California sobre el sodium radiactivo, al que podríamos llamar radium artificial, que viene anunciándose como un posible medio de cura para el cáncer, me acordé de pronto de que el mismo profesor Garden estaba activamente interesado en esta rama de conocimientos, y que había aportado a ellos trabajos valiosísimos. El recuerdo fue puramente una especie de asociación de ideas y le concedí poca importancia al principio. Pero el pensamiento persistió y no tardó en sugerirme ciertas desagradables posibilidades.

El doctor hizo otra pausa, reflejada la turbación en su rostro.

—Hará unos dos meses indiqué al profesor Garden que, si era posible, pusiese a miss Beeton al cuidado de su esposa. Yo había llegado ya a la conclusión de que mistress Carden requería más constante atención y vigilancia de la que yo le podía dedicar, y miss Beeton, que es una nurse diplomada, llevaba trabajando un año con el profesor Garden en su laboratorio. Yo mismo fui quien se la recomendé cuando me habló de que necesitaba un ayudante para sus investigaciones. A mí me interesaba particularmente que se hiciese cargo, mejor que ninguna otra nurse, de la asistencia de mistress Garden, porque esperaba gran ayuda de sus conocimientos. La muchacha me ha auxiliado en algunos casos difíciles y yo confiaba ciegamente en su competencia y discreción.

—¿Y le han sido, en efecto, de alguna utilidad las observaciones de miss Beeton? —preguntó Philo Vance.

—No puedo decir que lo hayan sido mucho —confesó Siefert—, a pesar de que el profesor Garden utilizaba de cuando en cuando sus servicios en el laboratorio, proporcionándole así una nueva oportunidad de abarcar toda la situación. Mas por otra parte tampoco han tendido tales informes a disipar mis sospechas.

—Dígame, doctor —preguntó Vance, tras reflexionar un instante—: ¿puede este nuevo sodium radiactivo ser administrado a una persona sin su conocimiento?

—¡Oh, muy fácilmente! —afirmó Siefert—. Puede, por ejemplo, sustituir a la sal ordinaria sin despertar la más ligera sospecha.

—¿Y en cantidad suficiente para producir los efectos del envenenamiento por radium?

—Sin duda alguna.

—¿Cuánto tiempo debe transcurrir para que sean letales los efectos de tal administración?

—No es posible decirlo.

Vance se quedó observando la lumbre de su cigarrillo y preguntó, de pronto:

—¿La presencia de la nurse en la casa ha servido para proporcionarle algunos informes respecto a la situación que reinaba aquí?

—Para nada que yo ya no supiera. Sus observaciones no han hecho más que confirmar mis propias conclusiones. Es muy posible, además, que ella misma haya contribuido a aumentar involuntariamente la animosidad entre el joven Garden y Swift, pues me ha insinuado una o dos veces que este la molestaba a menudo con sus atenciones; y yo tengo la sospecha de que la joven se siente personalmente interesada por Floyd Garden.

Vance miraba al doctor con creciente interés.

—¿Qué ha producido en usted esa impresión, doctor?

—Nada específico —contestó Siefert—. Sin embargo, los he visto juntos en varias ocasiones, y mi impresión fue la de que existía allí algún sentimiento. No respondo, claro está, de lo acertado de mis juicios, pero una noche en que me paseaba por Riverside Drive, los vi juntos en el parque, y parecían muy animados.

—¿El joven Garden y la nurse se conocen solamente desde que ella vino aquí a hacerse cargo del cuidado de su madre?

—¡Oh, no! —contestó Siefert—. Pero su conocimiento anterior me imagino que fue más o menos casual. Durante el tiempo en que miss Beeton fue la auxiliar del profesor Carden, la joven tuvo frecuentes ocasiones de venir a esta casa a trabajar con él en su estudio…, notas taquigráficas, transcripciones, fichas y otras cosas por el estilo, y, naturalmente, trabó amistad con Floyd, con Woode Swift y con la misma mistress Garden.

La nurse apareció en la puerta en aquel momento para anunciar la llegada del médico forense, y Vance le rogó que hiciese subir al doctor Doremus al estudio.

—Puedo sugerir —dijo Siefert rápidamente— que, con su permiso, sería posible que el forense aceptase mi veredicto de muerte por sobredosis accidental de barbiturato, y evitaríamos así el trámite siempre desagradable de la autopsia.

—¡Oh, de acuerdo! —contestó Vance—. Esa era mi intención. Atendidas las circunstancias, creo que sería mejor, Markham —añadió, dirigiéndose al fiscal del distrito—. No vamos a adelantar nada con la autopsia. Creo que tenemos datos suficientes para prescindir de ella. Indudablemente, la muerte de mistress Garden fue causada por la solución de barbiturato. El sodium radiactivo es un detalle aislado e independiente.

Markham hizo un gesto de forzada aquiescencia, mientras Doremus era introducido en la habitación por miss Beeton. El forense venía de pésimo humor y se quejaba amargamente de que se le hubiera hecho acudir en persona en la mañana de un domingo. Vance procuró aplacarle, y le presentó al doctor Siefert. Tras un breve intercambio de explicaciones y comentarios, Doremus accedió fácilmente a la sugestión de Markham, de que el caso fuese considerado como consecuencia de una sobredosis de solución barbitúrica.

El doctor Siefert se levantó y miró a Vance, titubeando.

—Supongo que no me necesitarán para nada más —murmuró.

—Esto es todo por ahora, doctor —contestó Philo Vance, poniéndose también en pie—. Sin embargo, quizá le necesitemos más tarde. Le repetimos nuestras gracias por su ayuda y su franqueza… Sargento: tenga la bondad de acompañar abajo al doctor Siefert y al doctor Doremus y ocúpese de los trámites necesarios. Miss Beeton, me hará el favor de sentarse un momento. Tengo que hacerle unas preguntas.

La joven penetró en la habitación y sentóse en la silla más próxima, mientras los tres hombres se alejaban pasillo adelante.