(Sábado 14 de abril, 7 de la tarde)
Vance volvió inmediatamente al jardín. Miss Beeton se incorporó ligeramente en su asiento cuando le vio aproximarse.
—¿Está usted dispuesta a contestarme a unas cuantas preguntas? —le preguntó él.
—¡Oh, sí!
La joven sonrió con más aplomo, y se puso en pie.
El crepúsculo envolvía rápidamente la ciudad. Un apagado color pizarra reemplazaba a la neblina azul del río. Sobre las colinas de Jersey aparecía el cielo aún iluminado por los vivos colores de la puesta de sol y, a lo lejos, en las ventanas de los apretados edificios, empezaban a aparecer parpadeos de luces amarillentas. Soplaba del Norte una ligera brisa, y el aire era frío.
Al cruzar nosotros el jardín hacia la balaustrada, miss Beeton aspiró el aire con avidez y se estremeció ligeramente.
—Mejor será que se ponga usted el abrigo —le sugirió Vance.
Volvió al estudio y regresó con él. Cuando la hubo ayudado a ponérselo, la joven se volvió repentinamente y se le quedó mirando, interrogadora.
—¿Por qué trajeron mi abrigo al estudio? —preguntó—. Me ha estado inquietando mucho… después de las cosas terribles que han sucedido hoy aquí.
—¿Y por qué inquietarse? —dijo Vance, sonriendo—. Un abrigo que no está en su sitio no es cosa demasiado grave —su voz tenía un tono tranquilizador—. Pero realmente le debemos a usted una explicación. Ya sabrá que figuraron dos revólveres en el asesinato de Swift. Uno de ellos fue el que vimos todos aquí en la terraza…, y con él fue asesinado el muchacho. Pero ninguno de los que estábamos abajo oímos el disparo, porque el pobre encontró su desgraciado final en el archivo del profesor Garden.
—¡Ah! Por eso quería usted saber si la llave estaba en su sitio —observó la joven.
—La detonación que todos oímos —prosiguió Vance— partió de otro revólver, después que el cuerpo de Swift fue sacado del desván y colocado en el sillón de la azotea. Nosotros estábamos, naturalmente, ansiosos de encontrar esa otra arma, y el sargento Heath practicó un registro para buscarla.
—¿Pero…, pero… mi abrigo?
Miss Beeton cogió a Vance por un brazo, con una mirada de comprensión en sus espantados ojos.
—Sí —dijo Vance—; el sargento encontró el revólver en el bolsillo de su abrigo de usted. Alguien lo puso allí como escondrijo temporal.
La joven retrocedió, llevándose las manos al corazón.
—¡Qué espanto! —exclamó, con voz apenas audible.
Vance apoyó una mano sobre su hombro.
—Si no hubiese usted venido al estudio y visto su abrigo, lo habríamos devuelto al ropero de abajo, ahorrándole todas estas preocupaciones.
—Pero es demasiado terrible… Y después, ese atentado contra mi vida… ¡No puedo comprenderlo! Estoy horrorizada.
—Vamos, vamos —la exhortó Vance—; ya todo terminó, y necesitamos su ayuda.
Ella le miró fijamente a los ojos unos momentos. Después le sonrió, confiada.
—Estoy muy triste —dijo simplemente—. Esta casa…, esta familia… hizo cosas muy extrañas para mis nervios durante el pasado mes. No puedo explicarlo, pero hay aquí algo espantoso… Estuve encargada seis meses de una sala en el hospital de Montreal, asistiendo diariamente a seis u ocho operaciones, pero aquello no me afectó como el ambiente de este hogar. Allí al menos podía ver lo que sucedía, podía ayudar y saber que era útil. Aquí, en cambio, todo se desenvuelve en las sombras, y nadie parece apreciar lo que yo hago. ¿Puede usted imaginarse un cirujano que se vuelve repentinamente ciego en mitad de una laparotomía, y trata de continuar sin el auxilio de sus ojos? Eso es lo que yo siento en esta casa. Pero no crea que no estoy dispuesta a ayudar, a hacer cuanto me sea posible por la Justicia. Usted también tiene que trabajar en las sombras.
—Sí; a todos nos rodea el misterio —murmuró Vance, sin desviar la mirada de la joven—. Dígame: ¿quién cree usted que es el culpable de las cosas terribles que están sucediendo aquí?
Toda duda y temor parecieron abandonar a la nurse. Avanzó hacia la balaustrada y se puso a contemplar el río con una calma y un dominio de sí misma impresionantes.
—Realmente, no lo sé —contestó, pensativa—. Hay varias posibilidades, humanamente hablando. Pero no he tenido tiempo de reflexionar detenidamente sobre ello. ¡Sucedió todo tan de repente!…
—Sí; muy de repente —asintió Vance—. Estas cosas suceden, por lo general, repentinamente y sin previo aviso.
—La muerte de Swift no era en modo alguno lo que yo esperaba que sucediese aquí —prosiguió la joven—. No me habría sorprendido algún acto de violencia impulsiva, pero este asesinato tan sutil y cuidadosamente planeado, parece extraño a la atmósfera que se respira en esta casa. Se trata de una familia sólo unida superficialmente. Psicológicamente, cada uno parece sentir un odio oculto hacia los demás. Me refiero, claro está, a que no hay entre ellos contactos de comprensión. Floyd Garden es más sensato que los otros. Sus miras son estrechas, no cabe duda; pero, considerado en su propio nivel mental, siempre me ha impresionado como un espíritu recto y eminentemente humano. Creo que se puede confiar en él. Es intolerante cuando se trata de sutilidades e hipocresías, y siempre ha tomado el partido de ignorar las causas que han originado rozamientos entre los demás miembros de la familia. Quizá me equivoque, pero esta es mi impresión.
Hizo una pausa, y pareció reflexionar.
—En cuanto a mistress Garden —continuó—, la creo trivial por naturaleza. Se está creando deliberadamente un género de vida artificioso y complicado, que no comprendo en absoluto. Eso, claro está, la hace irascible y peligrosa. Nunca he tenido un paciente menos razonable. No tiene consideración alguna para los demás. Su afecto por su sobrino nunca me pareció verdadero. Swift era como un pequeño muñeco de arcilla que ella hubiese modelado, fijándole un alto precio. Si ella se hubiese entusiasmado por otra figulina, estoy segura de que habría rehecho la primitiva para convertirla en su nuevo objeto de adoración.
—¿Y el profesor Garden?
—Es un investigador y un hombre de ciencia, y, por tanto, no del todo humano, en el sentido convencional de la palabra. He pensado muchas veces que no es completamente normal. Para él, la gente y las cosas son meros elementos susceptibles de transformarse en alguna nueva combinación. ¿Comprende usted lo que quiero decir?
—Sí, muy bien —le aseguró Vance—. Todos los hombres de ciencia se creen a sí mismos un uebermensch [20]. La energía es su dios. Muchos de los más grandes científicos del mundo han sido considerados como locos. Quizá lo eran. Extraño problema. La posesión de la energía predispone a la debilidad. Estúpida teoría, ¿verdad? El agente más peligroso del mundo es la ciencia. Y lo es especialmente para los mismos que la profesan. Todo gran descubridor científico es un Frankenstein. Sin embargo, ¿cuál es su impresión de los huéspedes que estuvieron aquí presentes hoy?
—No me siento con autoridad bastante para juzgar a los demás —contestó la joven, con gravedad—. No acabo de comprenderlos por completo. Todos me parecen peligrosos a su manera. Son jugadores, y su juego no tiene reglas. Para ellos el fin justifica los medios. Parecen meros buscadores de sensaciones, que tratan de tender el velo de la ilusión sobre las realidades de la vida, porque no son lo suficientemente fuertes para mirar cara a cara a los hechos.
—Así es, así es. Tiene usted una visión muy clara —dijo Vance, escudriñando a la joven—. Usted se dedicó a enfermera porque se siente capaz de hacer frente a esas realidades. A usted no le asusta la vida ni la muerte.
La joven pareció un poco azarada.
—Concede usted demasiada importancia a mi profesión. Después de todo, tengo que ganarme el sustento, y ser enfermera es lo que más me atrae.
—Sí, naturalmente; pero dígame: ¿no preferiría no tener que trabajar para ganarse la vida?
La nurse le miró, desconfiada.
—Quizá. Pero ¿no es natural que las mujeres prefieran el lujo y la comodidad a las molestias y la incertidumbre?
—Sin duda alguna —contestó Vance—. Y ya que hablamos de enfermeras, ¿qué opina usted del estado de mistress Garden?
Miss Beeton titubeó antes de contestar.
—Realmente, no sé qué decir. No puedo comprenderlo. Hasta sospecho que el doctor Siefert se siente tan desconcertado por la enfermedad como yo. Mistress Garden es evidentemente una enferma. Presenta muchos de los síntomas de ese temperamento errático y nervioso característico de los que padecen cáncer. Aunque hay días en que se siente mejor que otros, sé que sufre mucho. El doctor Siefert opina que es realmente un caso neurológico; pero yo a veces tengo la sensación de que es mucho más grave, y que un oscuro estado psicológico es el que produce los síntomas que presenta.
—Eso es interesantísimo. El doctor Siefert me dijo algo por el estilo hace unos cuantos días —Vance se aproximó un poco más a la joven—. ¿Tendría inconveniente en decirme algo de sus relaciones con los miembros de la familia?
—Poco tengo que decir. El profesor Garden prescinde por completo de mí. A veces dudo de que ni aun sepa que estoy aquí. Mistress Garden alterna entre períodos de prevención irritante y de confianza sin límites. Floyd Garden siempre me ha tratado con afabilidad y consideración. Quiere que me encuentre bien aquí, y con frecuencia disculpa a su madre por el trato abominable que me da a veces. No tengo más remedio que apreciarle por su actitud.
—¿Y qué hubo con Swift? ¿Se veía usted mucho con él?
La joven pareció sentir repugnancia a contestar, y desvió la mirada; pero al fin volvió a Vance.
—La verdad es que mister Swift me pidió varias veces que le acompañase a cenar y al teatro. Era correcto en sus insinuaciones, pero llegó a molestarme. Me daba la impresión de ser uno de esos desdichados que sienten su inferioridad y buscan confortarse a sí mismos con el afecto de las mujeres. Creo que estaba verdaderamente interesado por miss Graem, y que sólo se dirigía a mí por una mera cuestión de amor propio.
Vance fumó durante unos momentos en silencio.
—¿Qué me dice de la gran carrera de hoy? —preguntó al fin—. ¿Se discutió mucho sobre ella?
—¡Oh, sí! Desde hace una semana no se ha hablado de otra cosa. Durante ella ha ido en aumento en la casa una curiosa tensión. Una tarde oí que mister Swift decía a Floyd Garden que el Rivermont Handicap era su única esperanza, y que creía que ganaría Equanimity. Inmediatamente se enzarzaron los dos en furiosa discusión acerca de las probabilidades de ese caballo.
—¿Sabían los demás miembros de las tertulias respectivas lo que opinaba Swift de esta carrera y de Equanimity?
—Sí. El asunto se discutió ampliamente durante varios días. Comprenderá usted —añadió la joven a guisa de explicación— que era imposible que yo rio oyese algunas de esas discusiones; la misma mistress Garden tomaba con frecuencia parte en ellas, y las consultaba conmigo más tarde.
—A propósito —interrumpió Vance—, ¿cómo llegó usted a decidirse por Azure Star?
—Francamente —confesó la muchacha—, me habían interesado mucho las reuniones que se celebraban aquí, aunque nunca había sentido el deseo de apostar por mi cuenta. Pero le oí a usted decir a mister Garden que había elegido Azure Star, y el nombre me sonó tan bien, que pedí a mister Garden me colocase aquella apuesta. Es la primera vez que he jugado a un caballo.
—Y Azure Star ganó —suspiró Vance—. Malo, malo. Realmente, apostó usted contra Equanimity, que, como usted sabe, era el favorito. Gran jugada. ¡Lástima que ganase usted! La suerte de los principiantes les es siempre fatal.
El rostro de la joven adquirió de pronto una expresión sombría, y miró fijamente a Vance unos segundos antes de decidirse a hablar.
—¿Cree usted verdaderamente que me traerá mala suerte? —preguntó.
—Sí. ¡Oh, sí! Es inevitable. No podrá usted resistir a hacer otras apuestas. No se contenta uno con la primera, si se gana. Y, fatalmente, uno pierde al fin.
De nuevo la joven dirigió a Vance una turbada mirada, pero al punto la fijó en el cielo, ya cubierto de sombras.
—¡Pero Azure Star [21] era un bonito nombre! —suspiró—. Hay allí una ahora.
Todos miramos hacia arriba. En lo alto una estrella solitaria destacaba su luminosidad azul en un cielo sin nubes. Un momento después, Vance se acercó al parapeto y contempló ensimismado las aguas del río, las colinas púrpuras de más allá, y los cambiantes reflejos del sol, que iba hundiéndose al Oeste. Las macizas formas de los grandes edificios de la ciudad se recortaban como siluetas irreales de un telón teatral.
—No hay ciudad en el mundo —murmuró— tan bella como Nueva York, vista desde un punto tan ventajoso como este, a la media luz del anochecer.
(Yo me quedé sorprendido de este repentino cambio de humor de Vance).
Dicho esto, se subió sobre el parapeto, y contempló impasible el gran abismo de sombras y luces que tenía debajo. Un estremecimiento de terror recorrió mi cuerpo, el mismo que siempre había sentido al ver balancearse a los acróbatas en los trapecios de un circo. Yo sabía que a Vance no le asustaban las alturas y que poseía un anormal sentido del equilibrio, pero contuve involuntariamente la respiración, empezaron a temblarme las piernas, y por un instante creí que me iba a desmayar.
Miss Beeton permanecía junto a Markham, y también debió de experimentar la misma sensación que yo, pues vi que su rostro se ponía repentinamente pálido. Tenía los ojos fijos en Vance con una expresión de horror, y se cogió al brazo de Markham como buscando apoyo.
—¡Vance! —gritó Markham, rompiendo el angustioso silencio—. ¡Bájate inmediatamente de ahí! Puedes caerte.
Vance saltó al suelo y se nos quedó mirando.
—Siento haberlos asustado —dijo—. Las alturas impresionan a la mayor parte de la gente. A mí no me producen efecto alguno —miró a la joven—. ¿Me perdonará usted?
Mientras hablaba, Floyd Garden se presentó en la terraza.
—Lo siento, Vance —se disculpó—; pero el doctor Siefert quiere que baje miss Beeton, si ya se siente en condiciones para ello. Mi madre está con uno de sus ataques.
La nurse se marchó inmediatamente, y Garden se aproximó a Vance. Luchaba otra vez con su pipa.
—¡Maldito asunto! —murmuró—. Ha puesto usted el temor de Dios en los corazones de los piadosos muchachos y muchachas congregadas aquí esta tarde. Desde que usted les habló, no les cabe el alma en el cuerpo. Si, por alguna razón, necesita ver a Kroon, o a Zalia Graem, o a Madge Weatherby, los tendrá aquí esta noche. Todos se han ofrecido a venir. Necesitan volver a la escena del crimen, o algo por el estilo. Quizá busquen el mutuo apoyo. Y si he de decirle la verdad, celebro que vengan. Por lo menos charlaremos otra vez de los acontecimientos, y beberemos unos combinados. Eso es mejor que andar dando vueltas por aquí completamente solo.
—Es muy natural —convino Vance—. Comprendo sus sentimientos… y los de usted… perfectamente… Maldito asunto, como usted dice… ¿Les parece que bajemos ya?
El doctor Siefert salió a nuestro encuentro al pie de las escaleras.
—Iba a buscarle en este preciso momento, mister Vance. Mistress Garden insiste en verlos a todos ustedes —y añadió, bajando la voz—: Está en una pataleta. Un poco de histerismo. No tomen demasiado en serio nada de lo que pueda decirles.
Entramos en el dormitorio. Mistress Garden, envuelta en una bata de seda color salmón, estaba en el lecho, sostenida por una colección de almohadas. Tenía el rostro demudado, y, a los oblicuos rayos de la lámpara de noche, parecía lacia y enferma. Brillaron demoníacos sus ojos al vernos, y sus dedos aprisionaron nerviosamente la colcha. Miss Beeton estaba al otro lado del lecho, mirando a su paciente con tranquilo interés. El profesor Garden se apoyaba pesadamente en el marco de la ventana opuesta con expresión de turbada inquietud.
—Tengo algo que decir, y quiero que todos lo oigan —dijo mistress Garden, con voz temblona y estridente—. ¡Mi sobrino ha muerto hoy, y yo sé quién le mató! —miró rencorosamente a Floyd Garden, que permanecía a los pies del lecho, con la pipa colgándole desmayadamente de la boca—. ¡Tú fuiste! —la dama apuntó un dedo acusador hacia su hijo—. Siempre odiaste a Woody. Estabas celoso de él. Nadie más tenía motivos para cometer un acto tan horrible. Debería mentir para salvarte. Pero ¿a qué fin? ¿Para que matases a alguien más? Quizá a mí… o a tu padre. ¡No! Ha llegado la hora de decir la verdad. ¡Tú mataste a Woody! Y sé por qué lo hiciste…
Floyd Garden aguantó esta tirada sin pestañear y sin emoción perceptible. Tenía fijos los ojos en su madre con cínica indiferencia. Cuando ella hizo una pausa, se quitó la pipa de la boca y dijo, con triste sonrisa:
—¿Y por qué lo hice, madre?
—Porque estabas celoso de él. Porque sabías que yo había dividido mis bienes en partes iguales para los dos, y tú los querías para ti solo. Siempre te molestó que quisiera a Woody tanto como a ti. Y ahora crees que, una vez quitado Woody de tu camino, serás el único heredero cuando yo muera.
Pero te equivocas. ¡No tendrás nada! ¿Me oyes? ¡Nada! Mañana cambiaré mi testamento —sus ojos expresaban la más diabólica delectación; parecía haberse vuelto repentinamente loca—. Voy a cambiar mi testamento, ¿entiendes? La parte de Woody irá a su padre, con la condición de que tú nunca puedas heredar un dólar. Y lo que tenía destinado para ti irá a la caridad.
La dama rio histéricamente, y golpeó el lecho con sus puños crispados.
El doctor Siefert había estado observando atentamente a la enferma, y entonces se aproximó un poco más a la cama.
—Una bolsa de hielo inmediatamente —ordenó a la nurse.
Esta abandonó la habitación con paso rápido. E] doctor rebuscó en su estuche médico, y preparó una inyección hipodérmica.
—¡No le permitiré que me ponga eso! —gritó la enferma—. Nada podrá aliviarme. Estoy ya harta de sus drogas.
—Sí, lo sé; pero tomará usted esta, mistress Garden —replicó el doctor, con fría seguridad.
La mujer cedió al influjo de su mirada y se dejó poner la inyección. Estaba de espaldas sobre las almohadas, mirando fijamente a su hijo. La nurse volvió a la habitación y dispuso la bolsa de hielo para la enferma.
El doctor Siefert escribió rápidamente una receta y se la entregó a miss Beeton.
—Haga despachar esto en seguida. Una cucharada cada dos horas hasta que mistress Garden se quede dormida.
Floyd Garden se adelantó y tomó la receta.
—Yo telefonearé a la farmacia —dijo—. Tardarán sólo unos minutos en traer la medicina.
Y abandonó seguidamente el dormitorio.
Tras unas cuantas instrucciones finales a miss Beeton, el doctor se encaminó al salón y nosotros le seguimos, dejando a la nurse arreglando las almohadas de mistress Garden. El profesor Garden, que durante toda la doloroso escena había permanecido de espaldas a nosotros, contemplando la noche a través de la ventana, quedó todavía allí, semejante a una gárgola encuadrada por el marco de la ventana.
Al pasar ante la puerta del gabinete, oímos a Floyd Garden telefoneando.
—Creo que mistress Garden se tranquilizará ahora —dijo el doctor Siefert a Vance, cuando llegamos al salón—. Como ya le indiqué, cuando se encuentra en este estado no deben tomarse demasiado en serio sus manifestaciones. Probablemente, mañana lo habrá ya olvidado todo.
—Su acusación, sin embargo, no me pareció por completo desprovista de fundamento —replicó Philo Vance.
Siefert frunció el entrecejo, pero no hizo comentario alguno sobre esta afirmación. Tan sólo, mientras tomaba asiento perezosamente en la silla más próxima, dijo, con su voz tranquila y bien modulada:
—Todo en este asunto me parece muy extraño. Floyd Garden me dio muy pocos detalles cuando llegué. ¿Tendría usted inconveniente en ampliarlos, Vance?
El detective se prestó a ello con la mayor amabilidad. Le relató brevemente todo lo sucedido, empezando por el mensaje anónimo telefónico que recibió la noche anterior. (El doctor no hizo el menor gesto que indicase un previo conocimiento de aquella llamada telefónica, y continuó mirando a Vance con serena atención, como el especialista que escucha a un paciente). Vance no le ocultó ningún detalle. Le explicó lo de las carreras y las apuestas, la retirada de Swift a la azotea, el comportamiento de los otros miembros de la reunión, el disparo, el hallazgo del cadáver de Swift, los descubrimientos en el desván, el detalle de los hilos desconectados del zumbador, el resultado de sus diversas entrevistas con los miembros de la familia Garden y sus huéspedes, y finalmente, el encuentro del segundo revólver en el abrigo de la nurse.
—Y el resto —concluyó Vance—, usted mismo lo ha presenciado.
Siefert movió lentamente la cabeza en dos o tres ocasiones, como indicando que juzgaba clara y satisfactoria la descripción de los acontecimientos de la tarde.
—La situación es verdaderamente grave —comentó, como haciendo un diagnóstico—. Algunas de las cosas que usted me ha contado me parecen muy significativas. Es un asesinato hábilmente concebido y que revela gran maldad. Sobre todo, la ocultación del revólver en el abrigo de miss Beeton y el atentado contra su vida por el gas brómico. No comprendo esa fase del asunto.
Vance le dirigió una mirada penetrante.
—¿Comprende usted alguna de las otras?
—No, no. No quise decir eso —se apresuró a rectificar Siefert—. Me refería simplemente a que la muerte de Swift tiene una explicación relativa, y, en cambio, no hay razón posible para este solapado intento de complicar a miss Beeton en el crimen, atentando después contra su vida.
—Pues yo dudo seriamente —replicó Vance— de que el revólver fuese puesto en el bolsillo de miss Beeton con intención de comprometerla. Me imagino que sólo se pretendía sacarle fuera de la casa en la primera oportunidad. Pero convengo con usted en que el episodio del gas bromo es altamente desconcertante —Vance, sin aparentar hacerlo, observaba muy atento al doctor—. Cuando usted solicitó verme a su llegada aquí esta tarde —continuó—, abrigué la esperanza de que tuviera usted alguna sugestión que hacerme, ya que está familiarizado con el ambiente doméstico de esta casa, y que esa sugestión pudiera indicarnos una pista.
Siefert movió solemnemente la cabeza varias veces.
—No, no. Lo siento, pero estoy en la ignorancia más completa. Solicité hablarle a usted y a mister Markham porque era natural que estuviese profundamente interesado en la situación, y ansioso de escuchar lo que ustedes pudieran decirme —hizo una pausa, se recostó ligeramente en su silla, y preguntó—: ¿Le han permitido formar una opinión los datos que ha podido reunir?
—Sí. ¡Oh, sí! —contestó Vance, trasladando su mirada desde el doctor a un caballo de bronce que había sobre una consola del gabinete—. Sin embargo, detesto francamente mi propia opinión. Me desagradaría haber acertado. De ella se deduce una siniestra conclusión que me repugna.
Siefert guardó silencio, y Vance prosiguió:
—Oiga, doctor, ¿le inquieta particularmente el estado de mistress Garden?
Una nube ensombreció las facciones de Siefert, quien no se decidió a contestar por el momento.
—Es un caso extraño —dijo al fin, con intención evidente de no puntualizar—. Como le dije a usted no hará mucho, me tiene muy inquieto. Mañana me propongo traer a Kattelbaum [22].
—Sí, eso es, Kattelbaum —murmuró Vance, mirando al doctor ensoñadoramente—. Mi anónimo mensaje telefónico de la noche pasada mencionaba el sodium radiactivo. Pero LA ECUANIMIDAD ES ESENCIAL. Sí, esencialísima. Mal caso este, doctor…, mal caso…
Vance se puso en pie bruscamente. Siefert le imitó.
—Si hay algo en que yo pueda serle útil… —comenzó a decir.
—Quizá le llamemos a usted más tarde —contestó Vance, encaminándose a la puerta.
Siefert no nos siguió. Se aproximó paso a paso a una de las ventanas, y quedó allí contemplando la ciudad, con las manos enlazadas a la espalda. Nosotros salimos al vestíbulo, donde encontramos a Sneed, que nos esperaba para ayudarnos a poner los abrigos.
Llegábamos justamente a la puerta de salida del departamento, cuando la estridente voz de mistress Garden nos sobresaltó otra vez. Floyd Garden estaba a la puerta del dormitorio mirando hacia el interior.
—Tu solicitud no te servirá de nada, Floyd —gritaba la madre—. ¡Te muestras muy bondadoso conmigo ahora! Telefoneas las recetas… y todo se te vuelven atenciones y ternuras. Pero no creas que me echas arena en los ojos. Todo será inútil. ¡Mañana cambiaré mi testamento! Mañana…
Seguimos nuestro camino, y ya no oímos más.
Pero mistress Garden no cambió su testamento. A la mañana siguiente fue encontrada muerta en su lecho.