7. EVIDENCIA DE ASESINATO

(Sábado 14 de abril, 5:10 de la tarde)

—Bien; ¿qué pasa, Vance? —preguntó Markham bruscamente—. Telefoneé a Heath, como me indicaste, y viene conmigo.

—Es un mal asunto —contestó Vance—. Temo que vas a tropezar con dificultades, pues no se trata de un crimen vulgar. Lo que he podido averiguar hasta ahora se contradice con todo lo demás —Vance miró por encima del hombro de Markham, y saludó amablemente a Heath—. Siento ocasionarle estas molestias, sargento.

—No se preocupe, mister Vance —dijo Heath, tendiéndole la mano campechanamente—. Me alegré de estar en casa cuando llamó el jefe. ¿Qué ocurre por aquí, y adónde hay que dirigirse?

Mistress Garden penetró en aquel momento como una tromba en el vestíbulo.

—¿Es usted el fiscal? —preguntó, mirando a Markham ferozmente—. Y sin esperar la respuesta, prosiguió—: ¡Este barullo es un ultraje! Mi pobre sobrino se suicidó, y este caballero —dijo, señalando a Vance con supremo desdén— trata de convertir en un escándalo nuestra desgracia —su mirada se paseó sobre Heath y los dos detectives—. Supongo que son ustedes de la Policía. No hay razón alguna para que se encuentren ustedes aquí.

Markham miró con calma a la mujer, y pareció darse cuenta de la situación inmediatamente.

—Señora: si las cosas son como usted dice —prometió en tono pacificador—, no tiene usted que tener miedo al escándalo.

—Dejo el asunto enteramente en sus manos, señor —replicó la dama con fría dignidad—. Estaré en el salón, y confío me avisará en el momento en que haya usted hecho lo que sea necesario.

Dicho esto, volvió la espalda y se alejó con paso majestuoso.

—Es un asunto desconcertante y complicado —prosiguió Vance como si no hubiera sucedido nada—. Confieso que el muchacho que está arriba parece haberse suicidado. Pero eso, en mi opinión, es lo que se supone que cree cada uno. El cuadro es superficialmente correcto. La dirección de escena y el decorado, bastante buenos. Pero el conjunto dista mucho de ser perfecto. He observado varias discrepancias. Estoy seguro de que el muchacho no se suicidó. Hay aquí varías personas que deben ser interrogadas. Todas están ahora en el salón, excepto Floyd Garden.

Garden, que había estado escuchando en la puerta del gabinete, avanzó unos pasos, y Vance le presentó a Markham y a Heath. Después, Vance se dirigió al sargento:

—Creo que hará usted bien en ordenar que Snitkin y Hennessey se queden aquí, y cuiden de que nadie abandone el departamento hasta nueva orden. Espero que no tendrá usted inconveniente —añadió, mirando a Garden.

—Ninguno —contestó Carden, con exagerada amabilidad—. Me reuniré con los otros en el salón. Siento la necesidad de beber algo.

—Y abarcándonos a todos en una cortés inclinación, atravesó el vestíbulo.

—Ya podemos subir a la terraza, Markham —insinuó Vance—. Allí te lo explicaré todo. Hay algunos aspectos extraños que no consigo aclarar. Ya me pesa haber venido hoy. El asunto podría haber pasado por un hermoso y refinado suicidio, y alguien se sentiría descargado de toda sospecha. Pero estoy aquí, y ya no hay remedio.

Cruzó el vestíbulo, y Markham, Heath y yo le seguimos. Pero antes de poner el pie en la escalera se detuvo para hablar con la nurse.

—Ya no necesita usted vigilar más este lugar, miss Beeton —le dijo—. Gracias por su ayuda; pero le voy a pedir otro favor: cuando llegue el forense, tenga la bondad de conducirle directamente arriba.

La muchacha inclinó la cabeza en señal de aquiescencia, y se encaminó hacia el dormitorio.

Inmediatamente subimos al jardín. Al salir a la azotea, Vance indicó el cuerpo de Swift hundido en el sillón.

—Ahí está el muchacho, tal como lo encontramos nosotros.

Markham y Heath se aproximaron a la inmóvil figura y la observaron durante unos momentos. Al fin, Heath levantó la cabeza con gesto de perplejidad.

—Bien, mister Vance —anunció, amostazado—; parece, en efecto, un suicidio.

Y trasladó el cigarro desde una de las comisuras de su boca a la otra.

Markham también se volvió hacia Vance, haciendo gestos de estar de acuerdo con la observación del sargento.

—Ciertamente que tiene todas las apariencias de un suicidio, Vance —murmuró.

—No; ¡oh, no! —suspiró Vance—. Nada de suicidio. Un crimen brutal, de una habilidad sin límites.

Markham fumó un rato, sin dejar de contemplar el cadáver escépticamente; después sentóse frente a Vance.

—Sepamos toda la historia antes que llegue Doremus —exigió, con marcado mal humor.

Vance siguió en pie, paseando desolado la mirar da por el jardín. Pasado un momento, contó sucinta, pero detenidamente, toda la serie de acontecimientos de la tarde, describiendo el grupo de personas presentes, con sus relaciones y clasificaciones temperamentales; las diversas carreras y apuestas; la retirado de Swift al jardín en espera de los resultados del Gran Handicap, y finalmente, la detonación que nos puso a todos en pie, haciéndonos correr a la azotea. Cuando hubo acabado, Markham se pellizcó un momento la barbilla.

—Todavía no puedo ver —objetó— un solo hecho que no conduzca lógicamente a la hipótesis del suicidio.

Vance se recostó contra la pared, junto a la ventana del estudio, y encendió un Régie.

—Por supuesto, en el esquema que acabo de trazar no hay nada que indique el asesinato —dijo—. Sin embargo, lo fue, y ese esquema es exactamente la concatenación de sucesos que el asesino quiere que aceptemos. El suicidio, como consecuencia de perder dinero a los caballos, no es, en modo alguno una rara ocurrencia: hace poco traían los periódicos un suceso de esta clase [18]. No es imposible que el plan del asesino estuviese influido por este relato. Pero hay otros factores, psicológicos y reales, que falsean esta superficial y engañosa estructura —aspiró una bocanada de su cigarrillo y contempló dispersarse con la ligera brisa del río la tenue cinta de humo azul—. En primer lugar —prosiguió—, Swift no era el tipo del suicida. Observación trivial que a menudo no es cierta, pero que en el presente caso ofrece pocas dudas, a pesar de que el joven Garden se ha esforzado por convencerme de lo contrario. Para empezar, Swift era un ser altamente imaginativo y enfermizo. Además, era demasiado esperanzado y ambicioso…, demasiado seguro de su propio juicio y de su buena suerte, para borrarse a sí mismo del mundo, simplemente por haber perdido todo su dinero. El hecho de que Equanimity pudiese no ganar la carrera era una eventualidad con la que, como jugador avezado, ya debía de contar de antemano. Por añadidura, su carácter era tal, que, en caso de una gran decepción, habría sentido compasión por sí mismo y odio por los demás. Era de los que, en caso de apuro, habrían cometido un crimen, pero no ciertamente contra sí mismo. Como todos los jugadores, era confiado y crédulo, y opino que estas cualidades temperamentales son las que hicieron de él una fácil víctima para el asesino…

—Pero vengamos a cuentas, Vance —protestó Markham, inclinándose en su asiento—. No hay análisis psicológico que pueda fabricar un crimen de una situación tan clara como parece ser esta. Estamos en un mundo práctico, y yo, da la casualidad, soy un miembro de una profesión práctica. Tengo que tener razones más precisas que las que acabas de darme para decidirme a descartar la teoría del suicidio.

—¡Oh, lo comprendo…, lo comprendo!… —convino Vance—. Pero tengo pruebas más tangibles de que el muchacho no se eliminó por propia voluntad de esta vida. Sin embargo, las deducciones psicológicas de la naturaleza del individuo (las contradicciones, por decirlo así, entre su carácter y la situación actual) fueron las que me condujeron en primer lugar a buscar una prueba más específica y manifiesta de que no faltó quien le ayudase a abandonar el mundo.

—Bien; veámosla —dijo Markham, tamborileando impaciente en el brazo de su sillón.

—imprimís, mi querido Justiniano, una herida de bala en la sien produciría indudablemente más sangre que la que ves en la ceja del muerto. Hay, como puedes apreciar, solamente unas cuantas gotas parcialmente coaguladas, y es sabido que los vasos del cerebro no pueden ser perforados sin que se produzca un considerable flujo de sangre. Tampoco la hay en las ropas ni en las baldosas de debajo del asiento. Lo que significa que la sangre ha sido quizá derramada en otra parte antes que yo me presentase en escena, y esto sucedió a los treinta segundos después de oírse el disparo.

—Pero ¡entonces, hombre de Dios…!

—Sí, sí; ya sé lo que vas a decir. Y mi respuesta es que el caballero no recibió el balazo en la sien mientras estaba sentado en esa silla con el casco telefónico puesto, sino que le mataron en otra parte y después le trajeron aquí.

—He ahí una teoría arreglada a tu gusto —murmuró Markham—. No todas las heridas sangran lo mismo.

Vance hizo como que no se daba cuenta de la objeción del fiscal del distrito.

—Sírvete echar un vistazo al pobre ser derrumbado en ese sillón, libre ya de todos los horrores de la lucha por la existencia. Sus piernas están estiradas en un ángulo absurdo. Los pantalones caen retorcidos y fuera de su posición, de la manera más innoble. Su americana, aunque abotonada, se le sale de los hombros, y el cuello asoma por lo menos tres pulgadas sobre su impecable camisa malva. Ningún hombre consentiría en tener sus ropas tan ultrajadamente desarregladas, ni aun al borde del suicidio. Una última coquetería le habría hecho ordenárselas casi inconscientemente. El Corpus delicti muestra todas las señales de haber sido arrastrado hasta la silla, y colocado después en ella.

Los ojos de Markham observaban atentamente la rígida figura de Swift mientras Vance hablaba.

—Ni siquiera ese argumento es del todo convincente —dijo, dogmático, aunque ligeramente suavizado el tono de su voz—. Lo contradice el hecho de que todavía llevaba puesto el casco telefónico.

—¡Exacto, exacto! —convino Vance, con vivacidad—. Ese es otro detalle sobre el que quería llamar tu atención. El asesino anduvo un poco precipitado; hay demasiada minuciosidad en el montaje de la escena. Si Swift se hubiese suicidado en ese sillón, el primer movimiento impulsivo habría sido quitarse el casco telefónico, que hubiera podido ser un estorbo para sus propósitos. El casco, por otra parte, no le era ya de ninguna utilidad después de haber escuchado el resultado de la carrera. Además, dudo seriamente de que él subiera aquí dispuesto de antemano a cometer el suicidio en caso de que no ganase el caballo. Y, como ya te he explicado antes, el revólver pertenece al profesor Garden y estaba siempre guardado en la mesa del estudio. Por consiguiente, si Swift decidió suicidarse después de perder la carrera, tuvo que ir al estudio, apoderarse del revólver, volver a su asiento de la azotea, y ponerse otra vez el casco telefónico antes de terminar con su vida. Lo más natural es que se hubiese suicidado en el mismo estudio, junto a la mesa de donde sacó el revólver.

Vance hizo otra pausa para encender un cigarro.

—Otro punto acerca de este casco —continuó—, el que me dio el primer indicio del asesinato es que se encuentra ahora sobre la oreja derecha de Swift. A primera hora de la tarde vi cómo se ponía el casco un momento, ajustándose cuidadosamente el receptor sobre la oreja izquierda, de la manera acostumbrada. El auricular telefónico, como tú sabes, Markham, va siempre colocado al lado izquierdo, con objeto de que quede libre la mano derecha para hacer anotaciones u otras cosas necesarias. El resultado es que el oído izquierdo se ha adaptado a oír más distintamente por los conductores que el derecho. Y la Humanidad, como consecuencia, se ha acostumbrado también a colocarse el receptor telefónico sobre la oreja izquierda. Swift no hizo más que seguir la costumbre y el instinto cuando se ajustó el auricular sobre el lado izquierdo de su cabeza. Pero ahora el casco está en la posición inversa, y desacostumbrada, por consiguiente. Estoy seguro, Markham, de que ese casco le fue colocado a Swift después de muerto.

Markham meditó sobre el asunto unos instantes.

—Pueden hacerse todavía algunas objeciones razonables a lo que acabas de decir —murmuró al fin—. Todas tus observaciones están casi exclusivamente basadas en teorías y no en hechos demostrativos.

—Desde un punto de vista legal, tienes razón —concedió Vance—. Y si esos hubiesen sido mis únicos argumentos para llegar a la convicción de que se ha cometido un crimen, no te habría llamado a ti ni al valeroso sargento. Pero, aun así, Markham, puedo asegurarte que las pocas gotas de sangre que ves en la sien de este cadáver no pudieron coagularse hasta el extremo en que las encontré cuando las observé por vez primera, de no haber estado expuestas al aire durante varios minutos. Y, como ya dije, me presenté aquí aproximadamente a los treinta segundos de haber oído el disparo.

—Pero si ese es el caso —replicó Markham en pleno asombro—, ¿cómo puedes explicar el hecho?

Vance se estiró un poco, y miró al fiscal con inusitada gravedad.

Swift —dijo— no fue muerto por el disparo que oímos.

—No comprendo lo que quiere usted decir, Vance —intervino Heath, amostazado.

—Espere un momento, sargento —Vance le hizo una mueca amistosa—. Cuando yo comprobé que el disparo que arrebató la existencia de este mozo no era el que habíamos oído, traté de descubrir de dónde había partido el verdadero y no percibido por los que estábamos abajo. Y he encontrado el lugar. Fue en la cámara que sirve de almacén, y que, prácticamente, es como un recinto almohadillado. Me refiero al desván situado en el pasillo que conduce al estudio. Encontré la puerta abierta, y penetré en busca de algún rastro…

Markham se había puesto en pie y daba nerviosos paseos alrededor del surtidor colocado en el centro de la azotea.

—¿Encontraste alguna prueba que corrobore tu teoría? —preguntó.

—Sí…; una prueba inconfundible —Vance se aproximó a la rígida figura del sillón y señaló los gruesos lentes que conservaba aún en la nariz—. Para empezar, Markham, notarás que los lentes de Swift están en una posición muy distinta de la normal, lo que indica que alguien se los puso apresuradamente, lo mismo que el casco telefónico.

Markham y Heath se inclinaron sobre el cadáver y examinaron los lentes.

—Bien, mister Vance —convino el sargento—; esto, en efecto, no tiene aspecto de habérselos puesto él mismo.

Markham se irguió, apretó los labios y movió la cabeza en gesto de aprobación.

—Perfectamente —dijo—. ¿Qué más?

—Fíjate, Markham —insistió Vance, señalando con su cigarrillo—. El cristal de la izquierda, el más alejado de la sien perforada, está saltado, y falta un pedacito en forma de V en el sitio donde empieza el desconchado, señal de que los lentes se cayeron y se descantillaron. Puedo asegurarte que los lentes no estaban rotos ni saltados la última vez que vi vivo a Swift.

—¿Y no pudieron caérsele aquí, en la azotea? —preguntó Heath.

—Todo es posible, claro está, sargento —contestó Vance—; pero no los dejó caer. He observado cuidadosamente todos los baldosines bajo el sillón y no encontré el pedacito de cristal que falta.

Markham miró a Vance de reojo.

—Y quizá sabes dónde está —rezongó.

—¡Oh, sí, claro! —replicó Vance—. Por eso los apremié a ustedes para que vinieran. El pedacito de cristal está en este momento en el bolsillo de mi chaleco.

Markham mostró un nuevo interés.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó bruscamente.

—Sobre el suelo de baldosas del archivo. Y estaba cerca de algunos papeles desparramados, que bien pudieron deslizarse al suelo por la caída de algún cuerpo que se apoyó en ellos.

Los ojos de Markham se abrieron incrédulos, y se inclinó para observar una vez más el cadáver. Al fin respiró ruidosamente y se pellizcó los labios.

—Empiezo a comprender para qué nos querías al sargento y a mí —dijo lentamente—. Pero lo que no entiendo, Vance, es lo del segundo disparo que oísteis. ¿Cómo te lo explicas?

Vance dio una larga chupada a su cigarrillo.

—Markham —contestó, con seriedad—: cuando sepamos cómo y por quién fue hecho ese segundo disparo (que evidentemente estaba sólo destinado a que lo oyéramos nosotros), sabremos quién asesinó a Swift…

En aquel momento apareció la nurse en la puerta del pasillo que daba a la azotea. La acompañaba el doctor Doremus, y tras este se veía al capitán Dubois y al detective Bellamy (del equipo de Dactiloscopia) y a Peter Quackenbush, fotógrafo oficial de la Policía.