(Sábado 14 de abril, 4:50 de la tarde)
Vance la siguió con la mirada hasta que desapareció. Al volverse tropezó con el gesto medio ávido, medio indignado, de miss Beeton: Sonrió a la nurse un tanto ceñudo y retrocedió hacia el gabinete. En aquel momento mistress Garden atravesaba el arco, con gesto de airada determinación, y penetraba agresiva en el vestíbulo.
—Zalia acaba de decirme —clamó, encarándose con Vance— que usted le ha prohibido subir. ¡Es un ultraje! Pero seguramente eso no reza conmigo. Recuerde que esta es mi casa. No tiene usted derecho alguno para impedirme que pase estos últimos minutos con mi sobrino.
El rostro de Vance mostró una expresión de pena, pero sus ojos continuaron fríos y severos.
—Tengo todos los derechos, señora —contestó—. La situación es de las más serias, y si no quiere usted reconocer ese hecho, será necesario que yo asuma la suficiente autoridad para obligarla a aceptarlo.
—¡Es increíble! —protestó la señora, indignada.
Garden se acercó a la puerta del gabinete.
—¡Por Dios, mamá —suplicó—, sé razonable! Mister Vance está en su derecho. Y, además, ¿qué posible razón puedes tener para querer estar con Woody ahora? Ya tenemos bastante escándalo con lo sucedido. ¿Para qué complicarte tú en él?
La dama miró fijamente a su hijo, y tuve la sensación de que se estableció entre ellos cierta comunicación telepática.
—Todo me importa ya un comino —murmuró ella con tranquila resignación. Pero al fijar sus ojos en Vance volvió a aparecer en su rostro la expresión de cínico rencor—. ¿Dónde prefiere usted, señor, que permanezca hasta que lleguen sus policías? —preguntó.
—No quiero ser demasiado exigente, señora —contestó Vance, sin alterarse—; pero le agradecería muchísimo que volviese al salón.
La dama enarcó las cejas, se encogió de hombros y volviéndose indiferente, cruzó el vestíbulo.
—Lo lamento muchísimo, Vance —se disculpó Garden—. Mi madre es muy dominante. No está acostumbrada a recibir órdenes. Y se rebela. Dudo de que realmente tuviera el menor deseo de permanecer junto al rígido cuerpo de Woody, pero no puede sufrir que se le diga lo que tiene y no tiene que hacer. Probablemente habría pasado el día en la cama si el doctor Siefert no le hubiese prohibido terminantemente levantarse.
—Abundan esos caracteres —comentó Vance con indiferencia, contemplando en perpleja meditación la lumbre de su cigarrillo. Después se volvió rápidamente hacia la puerta del gabinete—. Celebraremos nuestra pequeña charla, ¿verdad?
Se apartó para que Garden entrase, y luego le siguió y cerró la puerta.
Garden se sentó pesadamente en uno de los extremos del sofá, y sacó una pipa de un pequeño cajón del taburete, que se puso a llenar lentamente de tabaco, mientras Vance se aproximaba a la ventana y contemplaba unos momentos la ciudad.
—Garden —empezó diciendo—, hay unas cuantas cosas que me gustaría aclarar antes que lleguen el fiscal y la Policía.
Se volvió perezosamente y sentóse ante la mesa, frente a Garden. Este tropezaba con algunas dificultades para encender la pipa. Cuando lo consiguió, levantó la mirada, desalentado, y la fijó en Vance.
—Haré todo cuanto dependa de mí —murmuró, aspirando fuertemente el humo.
—Se trata de hacerle algunas preguntas —continuó Vance—. Espero que no le molestarán, pero mister Markham querrá probablemente que le ayude en la investigación, ya que fui testigo del preámbulo de esta desconcertante tragedia.
—Yo también lo espero así —replicó Carden—. Es un mal asunto, y me gustará ver caer el hacha, no importa quién este debajo —otra vez la pipa le estaba dando que hacer—. Y, entre paréntesis, Vance —prosiguió tranquilamente—, ¿cómo fue que se decidiera a venir hoy? Le he pedido muchas veces que se uniese a nuestra tertulia, y ha elegido usted un día aciago.
Vance fijó los ojos en Carden un momento.
—El hecho es —dijo, al fin— que anoche recibí un mensaje telefónico anónimo, describiendo vagamente la situación que reinaba aquí, y mencionando a Equanimity.
Garden mostró el más vivo interés. Abrió mucho los ojos y se quitó la pipa de la boca.
—¿Qué está usted diciendo? —exclamó—. Eso es muy extraño. ¿Fue hombre o mujer?
—Hombre —contestó Vance, indiferente.
Garden se humedeció los labios y, tras un momento de meditación, continuó:
—Bien; de todos modos me alegro muchísimo de que haya usted venido. ¿Qué puedo decirle que le sirva de ayuda?
—Lo primero que me interesa saber es si reconoció usted el revólver. Le vi mirándolo con cierta sorpresa cuando salimos a la azotea.
Garden frunció el entrecejo, otra vez ocupado con su pipa, y al fin contestó, como en repentina resolución:
—¡Sí! Lo reconocí, Vance. Pertenece al viejo…
—¿A su padre?
Garden afirmó sombríamente:
—Hace años que lo tiene. No sé por qué lo compro. Probablemente no tenía la menor idea de cómo se usaba.
—A propósito —interrumpió Vance—, ¿a qué hora regresa su padre de la Universidad?
—Pues…, pues… —Garden titubeó unos momentos—, pues los sábados está siempre aquí a primeras horas de la tarde…, raramente después de las tres. Se concede a sí mismo y a sus empleados medio día de fiesta. Pero mi padre es muy excéntrico.
La voz de Garden reveló cierta intranquilidad.
Vance aspiró dos profundas bocanadas de su cigarrillo, mientras observaba a Garden atentamente.
—¿Qué piensa usted? —le preguntó de pronto—. A menos, claro está, que tenga buenas razones para no querer decírmelo.
Garden dio una larga chupada a su pipa, y se puso en pie. Parecía profundamente turbado, mientras paseaba por la habitación.
—La verdad es, Vance —dijo, recobrando su puesto en el sofá—, que ni siquiera sé dónde está mi padre esta tarde. Tan pronto como bajé, después de la muerte de Woody, le llamé para darle la noticia. Creí que debía presentarse aquí lo antes posible, atendidas las circunstancias. Pero me contestaron que había cerrado el laboratorio y abandonado la Universidad hacia las dos de la tarde. Probablemente habrá ido a la biblioteca para consultar alguna obra, o dar una vuelta por Columbia. Acostumbra pasar gran parte de su tiempo allí.
Yo no podía comprender la turbación del individuo, y me di cuenta de que a Vance le interesaba esto mismo, y que se esforzaba por tranquilizarle.
—Realmente no tiene gran importancia —dijo, como desechando el asunto—. Todo se reduce a que su padre no se entere de la tragedia hasta más tarde. Pero volvamos al revólver. ¿Dónde acostumbraba estar guardado?
—En el cajón del centro de la mesa de arriba —contestó Garden, diligente.
—¿Y lo sabían los demás miembros de la casa…, incluso el mismo Swift?
—¡Oh, sí! No era ningún secreto. A menudo le dábamos bromas a mi padre con su arsenal. Precisamente la semana pasada, a la hora de comer, creyó oír que andaba alguien por el jardín, y se precipitó escaleras arriba para ver quién era. Mi madre le gritó, burlona: «¡Al fin vas a tener ocasión de utilizar tu precioso revólver!», y todos nos reímos mucho. A los pocos minutos regresaba mi padre algo corrido. Uno de los tiestos se había caído empujado por el aire, rodando por las baldosas. Y ya tuvimos broma para el resto de la comida.
—¿El revólver estaba siempre cargado?
—Que yo sepa, sí.
—¿Había en el cajón balas de repuesto?
—Eso ya no lo puedo decir —contestó Garden—; pero no lo creo.
—He aquí una pregunta muy importante, Garden —preguntó Vance—: ¿cuántas personas de las que hoy estaban aquí sabían que su padre guardaba ese revólver cargado en su mesa? Piénselo bien antes de contestar.
Garden meditó unos instantes. Tenía la mirada fija en el espacio, y sacaba humo sin cesar de su pipa.
—Estoy tratando de recordar —dijo, pensativo—. ¿Quiénes estaban aquí el día en que Zalia encontró el revólver?
—¿Qué día fue eso? —interrumpió Vance con vivacidad.
—Hará unos tres meses —explicó Garden—. Acostumbrábamos tener conectado el equipo telefónico con el aparato del estudio de arriba. Pero algunas de las carreras comenzaron tan tarde, que mi padre nos encontró allí, alterando sus costumbres, cuando regresó de la Universidad. Decidimos, pues, trasladar los chirimbolos al salón de abajo. Era más conveniente, y mi padre no se opuso. Más bien se alegró.
—Pero ¿qué sucedió en ese día de particular? —insistió Vance.
—Estábamos todos arriba, en el estudio, armando el barullo hípico que usted ha presenciado esta tarde, cuando Zalia Graem, que siempre se sentaba tras la mesa del viejo, empezó a abrir los cajones, buscando un pedazo de papel en que anotar las mutuas. Llegó finalmente al del centro y vio el revólver. Lo sacó, riendo como una colegiala, y apuntó a todos los que estábamos en la habitación. Después hizo algunos comentarios acerca de la perfecta instalación de nuestra sala de juego, trazando un paralelo entre la presencia del revólver y el cuarto de los suicidas de Montecarlo. «Tenemos aquí todas las comodidades de la Riviera —dijo, o algo parecido—. Cuando uno ha perdido hasta la camisa, se puede saltar la tapa de los sesos». Yo la reprendí, quizá algo bruscamente, y le ordené que volviese el arma a su sitio, pues estaba cargada. En aquel momento daba el amplificador detalles de una nueva carrera, y el episodio quedó terminado.
—Muy interesante —murmuró Vance—. ¿Y puede usted recordar cuántos de los concurrentes de hoy estuvieron presentes en el pequeño entreacto de miss Graem?
—Me parece que estaban todos, si no me engaña la memoria.
Vance suspiró.
—Un poco fútil, ¿verdad? No hay eliminación posible por esa parte.
Garden le miró, extrañado.
—¿Eliminación? No comprendo. Todos hemos estado aquí esta tarde, excepto Kroon, y este estaba ausente cuando sonó el disparo.
—¡Oh!, sí, sí… —convino Vance, recostándose en su asiento—. Esa es la parte desconcertante del asunto. Nadie pudo haberlo hecho, y, sin embargo, alguien lo hizo. Pero no nos atormentemos más por este detalle. Hay todavía una o dos cuestiones sobre las cuales quiero interrogarle.
—Prosiga —le animó Garden, completamente perplejo.
En aquel momento se oyó una ligera conmoción en el vestíbulo. Parecía como si discutieran dos personas, y una voz indignada y chillona se elevaba sobre la de tono tranquilo, pero decidido, de la nurse. Vance se dirigió inmediatamente a la puerta y la abrió de par en par. Junto a la entrada del gabinete, a corta distancia de la escalera, estaban miss Weatherby y miss Beeton. La nurse retenía firmemente a la otra mujer, y discutía con ella sin perder la calma. Cuando Vance avanzó hacia ellas, miss Weatherby se encaró con él, y le preguntó, arrogante:
—¿Qué significa esto? ¿Hay derecho a que me zarandee una doméstica porque yo desee ir arriba?
—Miss Beeton tiene orden de no permitir que nadie suba —contestó Vance, autoritario—. Y yo no sabía que esta señorita fuese una doméstica.
—¿Por qué no puedo subir? —insistió la joven con dramático énfasis—. Quiero ver al pobre Woody. ¡La muerte es tan bella, y yo le quería tanto!… ¿Por orden de quién se me niega esta última comunión con el desaparecido?
—Por orden mía —contestó fríamente Vance—. Además, esta muerte es particular, y dista mucho de ser bella, yo se lo aseguro. Desgraciadamente, no vivimos en una era maeterlinckiana. La muerte de Swift es más bien algo sórdida, como usted sabe. La Policía se presentará aquí dentro de un minuto. Hasta entonces a nadie le será permitido tocar nada de lo que hay arriba.
Los ojos de miss Weatherby llamearon.
—Entonces, ¿por qué —preguntó con histriónica indignación—, por qué esta mujer —miró a la nurse con exagerado desprecio— bajaba por las escaleras cuando yo entré en el vestíbulo?
Vance no intentó disimular una sonrisa de regocijo.
—Le aseguro que no lo sé. Ya se lo preguntaré más tarde. Pero lo que sí afirmo es que tenía orden mía de no permitir que nadie subiese al jardín. ¿Quiere usted tener la bondad, miss Weatherby —añadió, casi con brusquedad—, de volver al salón y permanecer en él hasta que lleguen las autoridades?
La joven miró por encima del hombro a la nurse y, echando hacia atrás la cabeza, se encaminó majestuosamente a la puerta. Se volvió en el umbral y, con cínico gesto, exclamó en tono melodramático:
—¡Que la bendición caiga sobre vosotros, hijos míos!
Tras lo cual desapareció en el salón inmediato.
La nurse, evidentemente turbada, se dispuso a ocupar su puesto, pero Vance la detuvo.
—¿Estuvo usted allá arriba, miss Beeton? —le preguntó, bondadoso.
La joven se irguió ofendida, pero su rostro enrojeció ligeramente. De no ser por su aparente turbación mental, habría sido como un símbolo de espíritus equilibrados y serenos. Miró franca y firmemente a Vance a los ojos, y movió lentamente la cabeza.
—No he abandonado mi puesto, mister Vance —dijo pausadamente—. Sé cumplir con mi deber.
Vance le devolvió la mirada un momento, y después inclinó lentamente la cabeza.
—Muchas gracias, miss Beeton —murmuró.
Tras volver al gabinete y cerrar la puerta, se dirigió a Garden de nuevo.
—Ahora que nos hemos deshecho temporalmente de esa reina de teatro —sonrió, sombrío—, creo que podremos continuar nuestra charla.
Garden hizo un gesto de conformidad, y empezó otra vez a cargar su pipa.
—Extraña muchacha, Madge —comentó—. Siempre con aires de trágica; pero no creo que haya estado nunca realmente en la escena. Son ambiciones teatrales contenidas, o algo por el estilo. Sueña en sí misma como otra Nazimova[17]. Fuera de eso, es una muchacha bastante sensata. Toma sus pérdidas como un viejo general…, y eso que ha perdido mucho los últimos meses…
—Usted le oyó decirme que sentía un afecto particular por Swift —observó Vance—. ¿Qué quiso decir con eso?
Garden se encogió de hombros.
—Nada en absoluto, si quiere usted creerme. Ni siquiera sabía que Woody estaba sobre la tierra, por así decirlo. Pero muerto, Woody se convierte para ella en una posibilidad dramática.
—Sí, sí…, conformes —murmuró Vance—. Eso me recuerda una cosa. ¿Qué resentimientos había entre Swift y miss Graem? Me di cuenta de que tuvo usted que actuar de pacificador esta tarde.
Garden se puso serio.
—Yo mismo no he podido aclarar por completo aquella situación. Hace algún tiempo se trataban cariñosamente, y hasta Woody parecía profundamente interesado por Zalia. Moscardoneaba sin cesar a su alrededor y aceptaba todas sus bromas sin una queja. Después, de repente, el embrionario asunto de amor…, o lo que fuera…, pareció agriarse. «No volveré a dirigirte la palabra», se dijeron como dos chiquillos, y a partir de entonces parecían haberse tragado una estaca cada vez que el otro estaba presente. Es evidente que algo sucedió, pero yo nunca lo pude averiguar. Pudo ser una nueva pretensión por parte de Woody…, que es lo que más me inclino a creer. En cuanto a Zalia, nunca le tomó en serio. No sé por qué se me figura que Woody necesitaba los veinte mil dólares de hoy por alguna razón relacionada con Zalia… —Garden cesó bruscamente de hablar, y se palmoteo un muslo—. ¡Por San Jorge! No me extrañaría que esa jugadora empedernida hubiese rechazado a Woody porque estaba casi arruinado. No puede fiarse uno de las jóvenes de hoy día. Son prácticas como hombres de negocios.
Vance quedó pensativo.
—Sus observaciones están de acuerdo con lo que ella me dijo hace un rato. Ella también quería subir a ver a Swift. Y daba como excusa que sentía remordimientos por lo sucedido.
—Eso diría —rio Garden—, pero nunca se sabe a qué atenerse con las mujeres. En un minuto Zalia da la impresión de ser superficial, y al siguiente hace algún comentario que casi induce a creer que es una filósofa octogenaria. Es una muchacha nada vulgar. Hay en ella infinitas posibilidades.
Vance fumó en silencio unos momentos.
—Hay otro asunto relacionado con Swift, que usted podría aclararme —dijo al fin—. ¿Puede usted sugerirme alguna razón de por qué, cuando yo hice la apuesta sobre Azure Star en unión de miss Beeton, me miró Swift como si hubiese querido asesinarme?
—Lo observé también —afirmó Garden—; pero no creo que significase tanto. Woody se sentía celoso en cuanto se trataba de alguna mujer. Necesitaba muy poco para creerse enamorado. Quizá se habría hecho algunas ilusiones con la nurse, ya que lleva con nosotros algunos meses. Por cierto que en varias ocasiones se mostró bastante agresivo conmigo porque ella me demostraba más o menos amistad y a él le ignoraba por completo. Puedo decir en favor de Woody que, si tenía algunas ideas respecto a miss Beeton, señal era de que sus gustos iban mejorando. La nurse es una joven extraordinaria, diferente.
Vance hizo un gesto de aprobación, y fijó la mirada en la ventana como ensimismado.
—Sí —murmuró—; completamente diferente —después, como queriendo alejar de su imaginación alguna idea extraña, aplastó su cigarrillo y se acodó sobre la mesa—. Pero dejemos esto por ahora. ¿Puede usted contarme algo del desván de allá arriba?
Garden le miró, sorprendido.
—Nada tengo que decir de ese camaranchón. No es ni misterioso ni formidable. Hace varios años, mi padre se dio cuenta de que había acumulado un montón de documentos y datos experimentales, que no quería dejar a merced de los curiosos, e hizo edificar esa cámara incombustible para ocultar sus tesoros científicos. El desván, como usted le llama, tiene por fines el aislamiento y la seguridad. No es más que una pequeña habitación, con estantes alrededor de las paredes.
—¿Tiene acceso a él alguien de la casa? —preguntó Vance.
—Todo el que guste —contestó Garden—. Pero ¿quién va a tener el capricho de entrar allí?
—Yo sólo sé que encontré la puerta entornada cuando bajé hace poco —observó Vance.
Garden se encogió de hombros indiferente, como si el detalle no tuviera importancia ni fuese desacostumbrado.
—Probablemente, mi padre no cerraría bien la puerta cuando salió esta mañana —sugirió—. Tiene un pestillo de muelle.
—¿Y la llave?
—La llave es mera cuestión de forma. Cuelga, por lo general, de un pequeño clavo al lado de la puerta.
—Según eso, la cámara es realmente accesible a cualquiera de la casa que se le antoje entrar.
—Así es —afirmó Garden—; pero ¿qué consecuencia trata usted de deducir, Vance? ¿Qué tiene eso que ver con la muerte del pobre Woody?
—Yo mismo no lo sé —replicó Vance lentamente, levantándose y aproximándose a la ventana—. ¡Ojalá lo supiera! Trato simplemente de no pasar por alto ninguna posibilidad.
—No acabo de comprender su método de investigación —comentó Garden, interesado.
—Uno nunca sabe lo que tiene o no tiene importancia —murmuró Vance, yendo hacia la puerta—. ¡Miss Beeton! —llamó—. ¿Quiere usted tener la bondad de ir allá arriba y ver si la llave de la puerta del archivo está en su sitio?
Unos momentos más tarde la nurse reaparecía para informar a Vance ele que la llave estaba en su lugar de costumbre.
Vance le dio las gracias y, cerrando la puerta del gabinete, se reunió de nuevo con Garden.
—Hay otro asunto aún más importante, que quizá pueda usted aclararme. Puede tener una influencia decisiva en la situación —se sentó en un sillón de cuero verde y sacó su caja de cigarrillos—. ¿Se puede entrar al jardín por la salida para casos de incendio que da a la azotea?
—¡Ya lo creo! —exclamó el otro, con presteza—. Hay una puerta en la verja de la parte oriental del jardín, precisamente junto a la terraza donde está la salida del edificio para caso de incendio. Cuando construimos la verja, se nos exigió que pusiéramos esa puerta a causa de las ordenanzas municipales. Pero raramente se utiliza, excepto en las noches calurosas de verano. Sin embargo, si alguien sube a la azotea por la escalera principal y sale por la puerta de salvamento, fácilmente puede entrar en nuestro jardín sin más que cruzar el portillo de la verja.
—¿No acostumbran ustedes tener el portillo cerrado? —preguntó Vance, observando la punta de su cigarrillo con reconcentrada atención.
—El reglamento de incendios no lo permite. Lo tenemos únicamente sujeto con una aldabilla de modelo antiguo.
—Eso es muy interesante —comentó Vance, bajando la voz—• Quedamos, pues, si no he entendido mal, en que cualquiera que suba por la escalera principal puede salir a la terraza por la puerta de escape y entrar en su jardín. Y, claro está, puede regresar por el mismo camino.
—Así es —Garden frunció los ojos interrogadoramente—. ¿Cree usted, en verdad, que alguien pudo haber entrado en el jardín de ese modo y sorprender al pobre Woody mientras todos estábamos aquí abajo?
—En este momento no puedo coordinar bien mis ideas —contestó Vance, evasivo—. Estoy tratando de reunir datos para llegar a una conclusión.
Oímos el agudo zumbido del timbre de entrada y abrir una puerta en alguna parte. Un momento después, el mayordomo introdujo al fiscal Markham y al sargento Heath, acompañados por Snitkin y Hennessey.