(Sábado 14 de abril, mediodía)
Tan pronto como Markham nos abandonó aquella noche, Vance cambió de humor. La preocupación brilló en sus ojos, y empezó a pasear pensativo por la habitación.
—No me gusta nada —decía como hablando consigo—. No me gusta nada, Van. No está en el carácter de Siefert el hacer una llamada telefónica tan misteriosa como esta, a menos que tenga bonísimas razones para ello. Es un individuo muy moderno, y ético hasta lo infinito. Tiene que haber algo que le preocupa profundamente. Pero ¿por qué la familia de los Garden? Su atmósfera doméstica me ha parecido siempre normal, superficialmente al menos, y ahora un hombre tan ponderado como Siefert encuentra en ella algo extraño, hasta el punto de permitirse hacer juegos de palabras. Es raro…, muy raro.
Cesó en sus paseos y miró al reloj.
—Me parece que voy a hacer algunos preparativos. Un poco de ejercicio mental estaría muy indicado.
Penetró en la sala, y poco después le oí marcar un número de teléfono. Cuando volvió a la biblioteca parecía haber desaparecido su depresión. Se sentía locuaz.
—Mañana tendremos que asistir a un abominable almuerzo, Van —me anunció, sirviéndose otra copita de coñac—; y tendremos que atormentarnos con las viandas más detestables a la hora más intempestiva. Comeremos con el joven Garden en su casa. Woode Swift estará presente, y también una insufrible criatura llamada Lowe Hammle, caballuno gentleman de cierta mansión de Long Island. Más tarde se nos reunirán varios miembros de la tertulia deportiva y todos juntos nos dedicaremos al antiguo y fascinador pasatiempo de hacer pronósticos sobre los potros de pura raza. El Riverment Handicap de mañana es uno de los clásicos de la temporada. De todos modos, supongo que esto resultará muy entretenido…
Llamó a Currie, y le envió a buscar un ejemplar del Morning Telegraph.
—Hay que ir bien preparados. Ya han pasado años desde que yo me dedicaba al handicap [8]. ¡Oh, irreflexiva juventud! Pero hay algo en lo que se relaciona con los potros que penetra en nuestra sangre y causa estragos en los cerebros más sanos [9]. Me parece que voy a ponerme mi bata.
Apuró su Napoleón, paladeándolo golosamente, y desapareció en su dormitorio.
Aunque yo me daba perfecta cuenta de que Vance llevaba algún serio propósito al merendar con el joven Garden y participar en el juego de carreras, en aquel momento yo no tenía la más ligera sospecha de los horrores que iban a ocurrir. La tarde del 14 de abril presencié, en efecto, uno de los más atroces crímenes de esta generación, y al doctor Siefert se debió, en gran parte, la identificación del criminal, pues si no hubiera sido por su anónimo mensaje a Vance, la verdad probablemente nunca habría sido conocida.
Jamás olvidaré aquella fatal tarde del sábado. Aparte del brutal asesinato de Garden, aquella fecha quedará para siempre grabada en mi memoria, porque marcó el primer episodio verdaderamente sentimental que yo había observado en la vida de Vance.
Por una vez la fría e impersonal actitud de su imaginación analítica se fundió ante el encanto de una atractiva mujer.
En el momento en que Vance volvía a la biblioteca, envuelto ya en su roja bata de seda, se presentó Currie trayendo el Telegraph. Vance tomó el periódico y lo desplegó ante él, sobre la mesa. A juzgar por las apariencias, se encontraba de un humor alegre e inquisitivo.
—¿Has calculado alguna vez las probabilidades de los caballos de carreras, Van? —me preguntó mientras escogía un lápiz y un cuadernillo de papel—. Es una preocupación tan absorbente como fútil. Entra en los cómputos un montón de consideraciones técnicas: la clase del caballo, su edad, su genealogía, su peso, la consistencia de sus pasadas actuaciones, el tiempo empleado en anteriores carreras, el jockey que va a montarle, el tipo de carreras que está acostumbrado a correr, el valor de la bolsa, y una decena de otros factores que, una vez sumados, sustraídos, comparados y equilibrados, forman un complicado sistema destinado a revelar las posibilidades exactas del animal que debe vencer. Sin embargo, todo es completamente inútil. Menos del cuarenta por ciento de favoritos, es decir, de caballos que tienen que ganar sobre el papel, confirman los resultados de tales cálculos. Jim Dandy, por ejemplo, derrotó a Gallant Fox en el Travers, y se pagó el ciento por uno; y el teóricamente invencible Man o’War perdió ante un potro desconocido llamado Upset. Y es que todos los complicados cómputos hípicos son cuestión de pura suerte, tan imprevisible como en la ruleta. Pero ningún verdadero aficionado a las carreras hará una apuesta sin haberse dedicado antes al encantador galimatías de calcular las probabilidades. Es un abracadabra…, pero constituye las tres cuartas partes del deporte. Y he aquí por qué pienso estarme sentado una o dos horas entregado a una de mis antiguas debilidades. Mañana me presentaré en casa de los Garden con todas las carreras perfectamente calculadas… y tú, Van, serás probablemente el que haga una acertada elección y recoja la recompensa de la inocencia».
Me retiré a mi cuarto con cierta sensación de intranquilidad.
Al día siguiente, poco antes del mediodía, llegamos al bello departamento del profesor Garden, y fuimos cordialmente, y hasta un poco exuberantemente, recibidos por el joven Floyd.
Floyd Garden era hombre que frisaba en los treinta, derecho y de complexión atlética. Tenía unos seis pies de estatura, hombros poderosos y talle esbelto. Sus cabellos eran casi negros, y su cutis moreno. Sus modales, fáciles y elegantes, aunque con ligero aire de fanfarronería, no eran en modo alguno desagradables. No era un hombre guapo: facciones demasiado toscas, ojos excesivamente juntos, orejas un tanto salientes, y labios demasiado delgados. Pero tenía un atractivo innegable, y había cierta distinción en sus movimientos y en la rapidez de sus reacciones mentales. No era ciertamente un intelectual, y más tarde, cuando conocí a su madre, reconocí en él los rasgos hereditarios.
—Sólo seremos cinco para el almuerzo, Vance —dijo apenas nos hubo saludado—. El viejo se encuentra con sus tubos de ensayo y sus hornillos Bunsen en la Universidad; mi madre hace tiempo que se hace la enferma, rodeada de médicos y nurses, que corren de un lado a otro para arreglarle las almohadas y encenderle los cigarrillos. Pero vendrá Pop Hammle…, algo aficionado al ron, pero buen muchacho; y aguantaremos también la carga de mi amado primo Woode, de rostro de alabastro y corazón de ardilla. Me parece que ya conoce usted a Swift, Vance. Recuerdo que pasó usted aquí una tarde entera con él discutiendo de antigüedades. ¡Extraño tipo este Woode!
Quedó pensativo un momento, y añadió, haciendo un visaje:
—No puede usted figurarse lo bien que ha caído en esta familia. Mis padres le aprecian desordenadamente, quizá porque es el muchacho serio y delicado que ellos hubieran deseado ver en mí. No me desagrada Woode, pero en pocas cosas pensamos igual, salvo en los caballos. Toma sus apuestas demasiado en serio… No dispone de mucho dinero, y sus ganancias o pérdidas significan mucho para él. Claro que al final se quedará sin un céntimo…, pero de alguna manera había de ser. Mis amantes padres, uno de ellos, por lo menos, le abofetean con una mano y le llenan los bolsillos con la otra. Si yo me arruinase en este vicio de las carreras, estoy seguro de que me enviarían al infierno a trabajar.
Rio jovialmente, mas con cierto dejo de amargura.
—¡Pero que se vaya todo al diablo! —añadió, chasqueando los dedos.
Pulsó un timbre, situado cerca de la puerta de la sala, y apareció un correctísimo y corpulento mayordomo trayendo una gran bandeja de plata cargada de botellas, vasos y hielo.
Vance había estado observando disimuladamente a Garden durante este gárrulo recital de intimidades domésticas. Se sentía, según pude ver, interesado y disgustado a la vez con las confidencias: eran de un mal gusto demasiado evidente. Cuando hubimos apurado unos vasos, Vance se volvió hacia él con cierta frialdad.
—Oiga, Garden —le preguntó medio ofendido—: ¿a qué viene esa chismografía familiar? Comprenderá usted que no me lo explique.
—Verdaderamente ha sido una patochada —se apresuró a disculparse Garden—. Pero quería que conociera usted la situación, para que no se encuentre violento. Sé que odia usted los misterios, y aquí es probable que ocurran algunas cosas raras esta tarde. Estando advertido de antemano, no le molestarán mucho.
—Gracias por su intención —murmuró Vance—. Creo comprenderle…
—Woode se porta de una manera extraña desde hace dos semanas —continuó Garden—, como si algún secreto pesar le royese la imaginación. Parece más exangüe que nunca. Se pone repentinamente melancólico y se distrae, sin razón aparente. Quiero decir que obra como un lunático. Quizá está enamorado. Siempre ha sido muy reservado. Nadie conoce, ni probablemente conocerá, la causa de su afección.
—¿Síntomas psicopáticos específicos? —preguntó Vance, distraídamente.
—No…, no —Garden se humedeció los labios, y frunció el ceño, pensativo—. Entre otras cosas —añadió—, ha cogido la costumbre de subir a la azotea, al roof-garden, en cuanto hace una gran apuesta, y permanece allí solo hasta que se conoce el resultado de la carrera.
—Nada hay de extraño en eso —dijo Vance, con un movimiento despectivo de su mano—. Muchos jugadores hacen cosas parecidas. Es el elemento emocional, como usted sabe. No pueden estar presentes cuando se conocen los resultados. Tiene miedo de mostrar su emoción. Prefieren hacer acopio de energías antes de enfrentarse con la gente. Mera cuestión de sensibilidad. Especialmente si el resultado de la apuesta significa mucho para ellos… No…, no. No encuentro nada extraño que su primo se retire a la azotea en semejantes momentos, después de lo que usted me ha contado de él. Es un hecho muy lógico.
—Probablemente tiene usted razón —admitió Garden de mala gana—; pero yo desearía que apostase moderadamente, en lugar de jugárselo todo como un necio en cuanto se calienta por un caballo.
—Entre paréntesis —preguntó Vance—, ¿por qué espera usted ocurrencias extrañas esta tarde?
Garden se encogió de hombros.
—El hecho es —contestó, tras una corta pausa— que Woode ha perdido fuertes sumas últimamente, y que hoy es el día del gran Rivermont Handicap. Tengo el presentimiento de que apostará hasta el último dólar a Equanimity, que indudablemente será su favorito. ¡Equanimity! —rezongó con apasionado desprecio—. ¡Ese tiravallas! Probablemente es el segundo caballo de estos tiempos… ¿pero de qué le sirve? Tiene madera en el cerebro…, está enamorado de las palizadas. Se le pone una valla en la pista, a una milla de distancia, sin cercas a derecha o izquierda, y probablemente recorrerá en minuto y medio la milla, haciendo parecer lisiados a Jamestown, Roamer y Wise Ways [10]. Pero tuvo que ceder el premio a Vanderveer en el Concurso de Yuotful, se estrelló contra la cerca en Bellaire, y fue descalificado por la misma razón en Colorado, perdiendo la carrera contra Grand Score. En Urban siguió la misma conducta, con el resultado de que ganó Rovint Flirt por media cabeza… Además, siempre hay la probabilidad de que pierda, con vallas o sin ellas. Ya no es un caballo joven, y ha perdido dieciocho carreras hasta la fecha. Y hoy tiene que competir con soberbios potros…, algunos de ellos los más grandes corredores del país y del extranjero. Es una locura apostar por él, y, sin embargo, sé que mi primo va a untarle las narices con todo lo que posee.
Floyd elevó la mirada con gesto solemne.
—Y aquí, Vance, va a ocurrir algo si Equanimity no gana. Vengo pensando en ello desde hace ocho días. Me tiene muy preocupado. Créame que celebro haya usted elegido este día para reunirse con nosotros.
Vance, que había estado escuchando atentamente, sin dejar de observar a Garden mientras hablaba, se aproximó a la ventana, donde permaneció fumando, pensativo, contemplando Riverside Park, veinte pisos más abajo, sobre las soleadas aguas del río Hudson.
—Interesantísima situación —comentó al fin—. Estoy de acuerdo en casi todo lo que usted ha dicho respecto a Equanimity. Pero opino que es usted demasiado pesimista, y no creo que sea un tira-vallas a causa de su innata pasión por la madera. Equanimity siempre tuvo pies duros y algunas manías, lo que le hace perder sus copas. Además, se resiente de un tobillo delantero, lo que le inclina a acercarse al vallado en las carreras que exigen gran esfuerzo. Pero es un gran caballo. Puede hacer lo que se le pida a cualquier distancia y sobre cualquier pista. Cuando tenía dos años fue el potro de su edad que ganó más dinero; a los tres empezó a flojear de una pata, y ya sólo se alineó tres veces; pero a los cuatro años pareció completamente repuesto y ganó diez importantes carreras. Lo más notable de Equanimity es que lo mismo puede conservarse a la cabeza, como sucedió en el Bil Daly, que ganar terreno y vencer en la estirada final. Fue la lesión de su pata lo que le impidió ser el más notable campeón del mundo.
—Bien, ¿y qué hay con eso? —replicó Garden dogmáticamente—. Es fácil encontrar excusas, y si, como usted dice, tiene un defecto en la pata, razón de más para no jugarle hoy.
—Completamente de acuerdo —convino Vance—. Personalmente, yo no arriesgaría a él un penique en este gran handicap. Anoche, después que le telefoneé a usted, pasé algún tiempo estudiando mis datos y decidí descartar por completo a Equanimity. Mi método de probabilidades es sin duda tan frágil como cualquier otro, pero no pude inclinar los datos a su favor.
—¿Qué caballo le agrada a usted? —preguntó Garden con interés.
—Azure Star.
—¡Azure Star! —exclamó Garden entre desdeñoso y asombrado—. ¡Pero si es casi un intruso! Se cotizará a doce o quince por uno. Apenas habrá un aficionado que le juegue. ¡Un ex steeplechaser de los fangales de Irlanda! Sus patas son demasiado débiles para resistir la carrera de hoy. ¡Y a una milla y cuarto! ¡No puede resistirlo! Personalmente me siento inclinado a arriesgar mi dinero a Risky Lad. He aquí un caballo con grandes probabilidades.
—Risky Lad no es digno de tal confianza —dijo Vance—. Azure Star le derrotó vergonzosamente en Santa Anita este año. Risky Lad entró en la pista en cabeza, y después se fatigó hasta terminar el quinto. Y si no recuerdo mal, flaqueó aún más en el Classic del pasado año, y quedó sin clasificar. Yo diría que su fibra es demasiado insegura… Pero en fin, chacun á son cheval… Decía usted que la situación psicológica de su primo le tiene preocupado. Me parece percibir una atmósfera supercargada en este encantador nido de águilas.
—Así es, exactamente —contestó Garden con cierta premiosidad—. Supercargada es la verdadera palabra. Casi todos los días mamá me pregunta: «¿Cómo está Woode?», y cuando el viejo regresa por la noche de su laboratorio, nunca deja de decirme: «Bien, muchacho, ¿has visto hoy a Woode?»… Ya puedo yo morirme de tirria sin que despierte semejante solicitud en mis progenitores.
Vance no hizo comentario alguno a esta observación, y se limitó a preguntar con su peculiar tono indiferente:
—¿Cree usted que esta reciente hipertensión en su familia se debe por completo al estado económico de su primo y a su determinación de arriesgarlo todo a las carreras?
Garden se incorporó ligeramente y volvió a recostarse en su asiento. Después de haberse servido una bebida se aclaró la garganta con un carraspeo.
—¡No lo creo! —contestó con cierta vehemencia—. Y esa es otra de las cosas que me preocupan. Gran parte de nuestro disgusto se debe al confuso estado de imaginación de Woode; pero hay otros animalitos invisibles saltando por los pasillos. No puedo descubrirlos. Quise atribuirlo a enfermedad, pero el doctor Siefert se muestra como un pomposo Buda cada vez que le hablo del asunto. Aquí, entre nosotros, yo creo que él mismo no sabe por dónde se anda. Y entre tanto, todo se vuelven comentarios, más o menos chistosos, entre la pandilla que se reúne aquí casi todas las tardes para jugar a las carreras. Son todos buena gente, claro está, miembros de respetables y conocidas familias…
En aquel momento oímos el ruido de unos pasos ligeros que ascendían del vestíbulo, y en el arco que daba entrada a la sala apareció un joven pálido y delgado, de unos treinta años, con la cabeza hundida entre los hombros y un marcado aire de melancolía y desgana. Unos gruesos lentes aumentaban la impresión de debilidad física.
Garden agitó afectuosamente su mano hacia el recién llegado.
—Se te saluda, Woode. Llegas a tiempo para tomar una copa antes del almuerzo. Ya conoces a Vance, el eminente sabueso; y este es mister Van Dine, su paciente y modesto cronista.
Woode Swift acogió nuestra presencia con cierta agradable timidez, y estrechó indiferente la mano de su primo. Acto seguido cogió la botella de Bourbon y se sirvió una doble ración, que bebió de un trago.
—¡Santo Cielo! —exclamó Garden, de buen humor—. ¡Cómo has cambiado, Woode! ¿Quién es la dama ahora?
Se torcieron los músculos del rostro de Swift, como si hubiera sentido un repentino dolor.
—¡Oh, cáballe, Floyd! —suplicó, irritado.
Garden se encogió de hombros indiferente.
—Perdona. ¿Qué es lo que te preocupa hoy, además de Equanimity?
—Ya es bastante preocupación para un solo día —suspiró Swift, y añadió, pensativo—: No puedo perder. ¿Cómo está tía Martha? —preguntó, echándose otro vaso.
Garden frunció los ojos.
—Bastante bien. Nerviosa como un diablo, y fumando cigarrillo tras cigarrillo. Pero ya está levantada. Probablemente vendrá más tarde a arriesgar unos dólares.
En aquel momento llegó Lowe Hammle. Era hombre bajo, grueso, de unos cincuenta años, de faz redonda y abundantes cabellos grises. Llevaba un traje negro, camisa parda, corbata verde, chaleco achocolatado con botones de cuero y borceguíes color canela da suelas extraordinariamente gruesas.
—¡Salud al árbitro de las elegancias! —le saludó Garden jovialmente—. Aquí tienes tu Scotch-and-soda, y aquí también a mister Philo Vance y a mister Van Dine.
—¡Encantado…, encantado! —exclamó Hammle calurosamente, avanzando hacia Vance con la mano tendida—. Hace mucho tiempo que le conocí a usted, caballero… Déjeme recordar… Ah, sí. Broadbank. Jugaba usted conmigo aquella mañana. Mal ojo tuvo usted. Yo le había advertido que aquel caballo no podía tomar las vallas, pero usted se empeñó en apostarle. ¿Recuerda?
—Perfectamente. ¡Bonita jugada hice! —los modales de Vance eran algo fríos; indudablemente, no le agradaba el individuo. Volvió a Swift y empezó a charlar amigablemente con él sobre la gran carrera del día. Hammle procuró distraerse con su Scotch-and-soda.
A los pocos minutos el mayordomo anunció la comida. Esta fue pesada y desabrida, y los vinos, de dudoso origen. Vance había estado acertado en su pronóstico.
La conversación se dedicó casi por completo a los caballos, a la historia de las carreras, al Gran Premio Nacional y a las posibilidades de los diversos participantes en el Rivermont Handicap de la tarde. Garden se mostró dogmático, como siempre, en la exposición de sus opiniones, pero complaciente y servicial: tenía hecho un cuidadoso estudio del hipismo moderno, y poseía una asombrosa memoria.
Hammle habló volublemente, complaciéndose en recordar las antiguas glorias de la pista y sus hechos más notables… Attila y Acrobat, en el Travers; Sprinbok y Preakness, en el Derby inglés; Pardee y Joe Cotton, en Sheepshead Bay; Kingston y Yum Yum, en Gravesend; Los Angeles y White, en el Latonia Derby; Domino y Dobbins, en Sheepshead Bay; Domino, otra vez, y Henry of Navarre, en Gravesend; Arbuckle y George Kessler, en Hudson Stakes; Sysonby y Race King, en el Metropolitan Handicap; Macaw y Nedana, en Aqueduct, y Morshion y Mate, también en Aqueduct. Recordó los grandes fracasos de la pista, tanto allí como en el extranjero; el triunfo en el Derby de Epsom de un desconocido llamado Fidged Colt; la ruidosa derrota de Grey Momus, de Amato, hacía cuarenta años; el golpe de suerte de Aboyeur en 1913, cuando Craganour fue descalificado, y el reciente triunfo de April the Fifth. Discutió el Derby de Kentucky, el imprevisto éxito de Doy Star como consecuencia de la deficiente preparación de Himyar, y el trágico fracaso de Proctor Knott. Comentó también la gran estrategia del jockey Garrison para llevar a Boundless a la meta en el World’s Fair Derby de 1893; las dos triunfales actuaciones de Plucky Play, cuando ganó a Equipoise en el Arlington Handicap, y a Fireno en la Copa de Oro de Hawthorne. Mencionó la afortunada carrera que Coltiletti dio a Sun Beau en Aguas Calientes, derrotando a Mike Hall. Tenía, en fin, un arsenal de detalles históricos y, a pesar de sus prejuicios, conocía el asunto maravillosamente bien.
Swift, nervioso y algo malhumorado, tuvo poco que decir, y aunque aparentaba la mayor atención, me dio la impresión de que otros asuntos más importantes ocupaban su cerebro. Comió poco y bebió demasiado.
Vance se contentó principalmente con escuchar. Cuando habló, al fin, fue para mencionar con pesar algunos de los grandes caballos que habían sido sacrificados recientemente por causa de accidentes… Black Gold, Springsteel, Chase Me, Dark Secret y otros. Refirió la trágica e inesperada muerte de Victorian, después de su valerosa recuperación, y el envenenamiento casual del gran caballo australiano Phar Lap.
Nos aproximábamos al final de la comida cuando una señora alta, bien conformada y aparentemente vigorosa, que no representaba más de cuarenta años —aunque más tarde supe que pasaba de los cincuenta—, entró en el comedor. Llevaba un traje hechura sastre, un zorro plateado y una toca de fieltro negro.
—¡Caramba, mamá!… —exclamó Garden—. Te creía una inválida. Eres una oleada de salud y energía.
Acto seguido me presentó a su madre; tanto Vance como Hammle le eran conocidos de otras ocasiones.
—Me cansé de estar en la cama —dijo a su hijo, tras hacer una graciosa inclinación de cabeza a los demás contertulios—; y ahora voy a hacer unas compras, y después vendré a ver si todo marcha bien… Me siento con ganas de tomar una créme de menthe frapée ya que estoy aquí.
El camarero colocó una silla junto a la de Swift, y marchó a buscar lo pedido.
—¿Cómo va eso, Woode? —le preguntó en tono de camaraderie. Y sin esperar la respuesta, se dirigió a Garden de nuevo—: Floyd: quiero que apuestes por mí en la gran carrera de hoy, caso de que no regrese a tiempo.
—¿Cuál es tu pez? —sonrió Garden.
—Jugaré a Gran Score a ganador y colocado… Ponme los ciento de costumbre.
—Muy bien, mamá —Garden miró sardónicamente a su primo—. Se han hecho apuestas mucho menos inteligentes… ¿De verdad que no te gusta Equanimity, mamá?
—Las circunstancias le son demasiado desfavorables —contestó la dama, con maliciosa sonrisa.
—Anoche se cotizaba cinco a dos.
—No parará ahí —había autoridad y seguridad en el tono y los modales de la dama—. Yo espero de Gran Score un ocho o un diez a uno. Fue una de los mejores de su juventud, y la vieja chispa puede estar todavía allí…, si es que no empieza a cojear, como sucedió el mes pasado.
—Tienes razón —rio Garden—. Debes seguir apostándole durante un siglo a ganador o colocado.
El camarero trajo la créme de menthe, y mistress Garden la sorbió lentamente, y se puso en pie.
—Me marcho —anunció, jovial, y añadió, palmoteando el hombro de su sobrino—: Ten cuidado, Woode… Buenas tardes, caballeros.
Y salió de la habitación con paso firme.
Tras un húmedo Baba au Rhum, Garden nos acompañó hasta la sala, seguido del mayordomo para recibir órdenes.
—Sneed —le ordenó—: monta la escena como de costumbre.
Miré el reloj eléctrico de la chimenea: eran exactamente la una y diez minutos.