(Viernes 13 de abril, 10 de la noche)
Hubo dos razones para que al pavoroso y en muchos aspectos increíble «caso Garden» (ocurrido a principios de la primavera siguiente al espectacular «asesinato del Casino») se le designase de este modo. En primer lugar, la escena de la tragedia tuvo por asiento el laboratorio del profesor Ephraim Garden, el gran químico experimental de la Universidad de Stuyvesant; y en segundo, el exacto situs criminis fue el hermoso roof-garden situado sobre aquel departamento.
Fue un asunto extraño y absurdo y tan hábilmente planeado, que sólo por pura casualidad (o quizá sería mejor decir por una intervención fortuita) se aclaró por completo. A pesar de que las circunstancias que precedieron al crimen estuvieron enteramente a favor de Philo Vance, no puedo por menos de considerarlo como uno de los mayores triunfos en la deducción e investigación criminológicas; pues fueron su asombroso instinto, su habilidad para leer la naturaleza humana, y su tremendo conocimiento de las llamadas trivialidades de la vida, las que le condujeron a la verdad.
El caso del asesinato de Garden fue una curiosa mezcla de pasiones, codicias e intrigas de juego, principalmente relacionadas con las carreras de caballos. Era también una mixtura de odios, en la que figuró como elemento dominante una incomprensible excrecencia de otros factores. No obstante, el caso fue asombroso por sus sutilidades, su audacia, su ponderado mecanismo y sus reconditeces psicológicas.
Se inició en la noche del 13 de abril. Era una de esas noches apacibles tan frecuentes a principios de primavera, que siguen a las grandes lluvias, cuando los restos del invierno capitulan, al fin, ante los inevitables cambios de estación. Había una suave dulzura en el aire, un repentino perfume del brotar de la vida en la Naturaleza, uno de esos estados atmosféricos que le ponen a uno sentimental y pensativo, y, al mismo tiempo, estimulan nuestra imaginación.
Mencionó este detalle, al parecer insignificante, porque tengo buenas razones para creer que estas circunstancias meteorológicas tuvieron mucha relación con los desconcertantes acontecimientos de aquella noche, que alcanzaron la plenitud de su horror antes de transcurridas veinticuatro horas.
Y creo también que la estación, con todas sus sutiles sugestiones, fue la verdadera causa del cambio sufrido por el mismo Vance durante su investigación del crimen. Hasta entonces yo no había considerado a Vance como hombre de emociones personales muy profundas, excepto en lo que se relacionaba con los niños y los animales. Siempre me había impresionado como un hombre de tan alta mentalidad, tan cínico e impersonal en su actitud hacia la vida, que la irracional debilidad humana me parecía completamente ajena a su naturaleza. Pero en el curso de su hábil investigación de los asesinatos del rascacielos del profesor Garden, vi por vez primera otra faceta más grata de su carácter. Vance no fue nunca un hombre feliz en el sentido convencional de la palabra; pero después del caso Garden dio pruebas de un aislamiento más profundo en su sensible naturaleza.
Pero estos detalles sentimentales quizá no tengan gran importancia en la asombrosa historia que voy a relatar, y no los habría mencionado en absoluto si no fuera porque añadieron inspiración e impulso a la energía que Vance tuvo que desarrollar hasta llevar al asesino ante la justicia.
Como ya he dicho, el caso se inició, en lo que a Vance se refiere, en la noche del 13 de abril. John F. X. Markham, entonces fiscal del distrito de Nueva York, había cenado con Vance en su departamento de East 38 Street. La cena había sido excelente, como lo eran todas las comidas de Vance, y a las diez estábamos los tres sentados en la confortable biblioteca, saboreando un Napoleón 1809…, aquel famoso y exquisito coñac del Primer Imperio[1].
Vance y Markham habían estado discutiendo sobre las rachas de crímenes, con gran apasionamiento. No consiguieron llegar a un acuerdo. Vance desechaba la teoría de la periodicidad de las rachas criminales y sostenía que el crimen es completamente personal y, por tanto, incompatible con generalizaciones y leyes. La conversación derivó después hacia la decadencia de la aburrida juventud de la posguerra que, degenerada por las sensaciones sufridas, organizaba clubs del crimen, cuyos miembros practicaban a veces el asesinato sin perseguir una ganancia material. Se mencionó, naturalmente, el caso de Loeb-Leopold, y también uno más reciente, e igualmente depravado, que acababa de descubrirse en una de las principales ciudades del Este.
Y fue en medio de esta discusión cuando Currie, el viejo despensero y mayordomo inglés de Vance, apareció en la puerta de la biblioteca. Noté que parecía nervioso y desasosegado mientras esperaba a que Vance terminara de hablar; y creo que Vance observó también algo desacostumbrado en la actitud del hombre, pues cortó su discurso algo bruscamente para volverse hacia él.
—¿Qué pasa, Currie? ¿Has visto un fantasma, o han entrado ladrones en la casa?
—Acabo de recibir una llamada telefónica, señor —contestó el anciano, esforzándose por disimular la excitación de su voz.
—¿Alguna mala noticia del exterior? —preguntó Vance, con simpatía.
—¡Oh, no, señor! No fue nada para mí. Había un caballero al otro lado del hilo…
Vance enarcó las cejas y sonrió afablemente.
—¿Un caballero, Currie?
—Hablaba, al menos, como un caballero, señor. Desde luego no era una persona ordinaria. Tenía una voz educada, y…
—Puesto que tu instinto ha ido tan lejos —le interrumpió Vance—, quizá puedas decirme la edad del caballero.
—Diría que era de mediana edad, o quizá un poco más viejo —aventuró Currie—. Su voz sonaba a madurez, a dignidad y a juicio.
—¡Excelente! —exclamó Vance, aplastando su cigarrillo—. ¿Y cuál fue el objeto de esa llamada del caballero culto, juicioso y de mediana edad? ¿Quería hablar conmigo, o dio su nombre?
Los ojos de Currie expresaron vivo disgusto.
—No, señor. Eso es lo extraño. Dijo que no deseaba hablar con usted personalmente, y que tampoco necesitaba decirme su nombre. Pero me pidió que le entregase a usted un mensaje. Insistió mucho en esto, y me lo hizo escribir palabra por palabra y repetírselo después. Y en el momento en que acabé de copiarlo colgó el receptor —Currie dio unos pasos—. He aquí el mensaje, señor.
Y alargó una hoja del pequeño memorándum que Vance tenía siempre en su teléfono.
Vance la tomó y despidió al criado, con un ademán. Después se ajustó el monóculo, y mantuvo el papel bajo la luz de la lámpara de la mesa. Markham y yo le observábamos atentamente, pues el incidente nos había parecido bastante extraño. Tras una apresurada lectura del mensaje dejó vagar la mirada por el espacio, y sus ojos se ensombrecieron. Volvió a leerlo, esta vez más detenidamente, y se retrepó en su sillón.
—¡Cosa más extraordinaria! —murmuró—. Es completamente ininteligible… No acierto a ver la relación…
Markham empezaba a aburrirse.
—¿Es un secreto? —preguntó bruscamente—. ¿O es meramente que te sientes de humor para hacer de oráculo délfico?
Vance le lanzó una mirada de contrición.
—Perdóname, Markham. Se me fue automáticamente la imaginación en una ráfaga de pensamientos. Lo siento… verdaderamente —Vance colocó de nuevo el papel bajo la luz—. He aquí el mensaje que Currie tan minuciosamente ha copiado: «Reina una tremenda tensión psicológica en el departamento del profesor Ephraim Garden, que resiste a la diagnosis. Recuerde el sodio radiactivo. Lea el Libro XI de la Eneida, línea 875. La Ecuanimidad es esencial»… ¡Curioso!, ¿eh? ¿Qué les parece?
—Me parece una tontería —gruñó Markham—. ¿Te interesan mucho las chifladuras?
—¡Oh, esto no es ninguna chifladura! —le aseguró Vance—. Tiene algo de acertijo, lo reconozco; pero es un mensaje de una persona normal.
Markham sonrió, escéptico.
—Pero, en nombre del Cielo, ¿qué relación pueden tener entre sí un profesor, el sodio y la Eneida?
Se reflejó la preocupación en el rostro de Vance mientras buscaba en la mesa uno de sus apreciados cigarrillos Régie, con lentitud que indicaba su tensión mental. Encendió pausadamente el cigarrillo y, tras una profunda inhalación, contestó:
—Ephraim Garden, de quien seguramente habrás oído hablar^ es uno de los investigadores químicos más conocidos de este país. Ahora, según creo, es profesor de química en la Universidad de Stuyvesant…, cosa que podría comprobarse fácilmente. Pero eso no importa. Sus últimas investigaciones se han encaminado al estudio del sodio radiactivo. Un asombroso descubrimiento, Markham, hecho por el doctor Ernest O. Lawrence y McMillan. Este nuevo sodio radiactivo ha abierto nuevos campos de investigación en la terapéutica del cáncer…, y, quizá, con el tiempo se demuestre que es el remedio tan buscado para su cura. La nueva radiación gamma de este sodio es más penetrante que cualquiera de las hasta ahora descubiertas. Por otra parte, el radium y las sustancias radiactivas pueden ser muy peligrosas, si se difunden por los tejidos normales del cuerpo y por la corriente sanguínea. La principal dificultad en el tratamiento de los tejidos cancerosos por la radiación es encontrar un vehículo selectivo que distribuya la sustancia radiactiva solamente por el tumor. Pero con el descubrimiento del sodio radiactivo se ha conseguido un enorme avance; y sólo es cuestión de tiempo el que este nuevo sodio se perfeccione y se obtenga en cantidad suficiente para más amplias experiencias [2].
—Todo eso es fascinador —comentó Markham sarcásticamente—. Pero ¿qué tiene que ver contigo, o con lo que sucede en casa de Garden? ¿Y qué posible relación puede tener con la Eneida? En los tiempos de Eneas no se conocía el sodio radiactivo, que yo sepa.
—Yo no soy caldeo, querido Markham. No tengo la menor idea de lo que tenga que ver el asunto conmigo o con Eneas, excepto que conozco superficialmente a la familia Garden. Pero tengo un vago recuerdo de ese libro particular de la Eneida. Me parece que contiene una de las más grandes descripciones de una batalla de la literatura antigua. Pero veamos…
Vance se levantó rápidamente y se dirigió a la sección de su librería dedicada a los clásicos, y tras unos momentos de búsqueda, tomó un pequeño volumen rojo y empezó a pasar las páginas.
Paseó rápidamente la mirada por una próxima al final del volumen, y después de una ligera lectura volvió a su sillón con el libro y moviendo la cabeza comprensivamente, como respondiendo a una pregunta que se hubiera hecho a sí mismo.
—El párrafo a que se refiere el mensaje —dijo, pasado un momento— no es exactamente el que yo tenía en la imaginación. Pero quizá sea aún más significativo. Es el famoso onomatopéyico QUADRUPEDUMQUE PUTREN CURSU QUATIT UNGULA CAMPUM, que significa, más o menos literalmente: «Y en su galopar el casco del caballo conmueve la desmigajada llanura».
Markham se quitó el cigarro de la boca y miró a Vance con disimulado fastidio.
—Te estás fabricando un misterio. En seguida me vas a decir que los troyanos tenían algo que ver con este profesor de química y su sodio radiactivo.
—No, no, no —replicó Vance, con desacostumbrada seriedad—. Los troyanos, no. Pero los caballos galopadores, quizá.
—¿Y eso tiene algún sentido para ti? —rezongó Markham.
—No del todo —contestó Vance, contemplando la lumbre de su cigarrillo—. Hay, sin embargo, aquí, el vago esquema de un asunto. El joven Floyd Garden, hijo único del profesor, y su primo, un muchacho encanijado llamado Woode Swift, que frecuenta mucho la casa de los Garden, según creo, son muy aficionados a los potros. Puede decirse que en ellos es casi una enfermedad. Aunque se interesan por los deportes en general, lo que probablemente es la reacción normal de las actividades docentes y eclesiásticas de sus antepasados. He visto con frecuencia a los dos jóvenes en el Casino de Kinkaid, pero las carreras de caballos son ahora su pasión favorita. Ambos son el núcleo de un grupo de jóvenes aristócratas que pasan sus tardes en el fútil intento de adivinar qué caballos van a llegar en primer lugar en las diversas pistas.
—¿Conoces bien a ese Floyd Garden?
—Bastante bien. Es socio del Far Meadows Club, y he jugado frecuentemente al polo con él. Es un buen jugador y posee dos de los mejores potros del país. Una vez traté de comprarle uno…, pero esto ya es salirse del asunto. El hecho es que el joven Garden me ha invitado en varias ocasiones a reunirme con él y su pequeño grupo de amigos en un departamento, cuando había carreras fuera de la ciudad. Parece ser que tiene un servicio directo, en altavoz, con todas las pistas, como tantos otros fanáticos del hipismo. El profesor lo desaprueba, pero sin poner serias objeciones, ya que mistress Garden es aficionada a las carreras y hasta hace sus apuestas de cuando en cuando.
—¿Aceptaste alguna vez su invitación? —preguntó Markham.
—No —contestó Vance, y se quedó mirando al techo con una expresión de lejanía en los ojos—. Pero creo que sería una excelente idea.
—¡Vamos, vamos, Vance! —protestó Markham—. Aunque veas alguna dudosa relación entre los incoherentes detalles del mensaje que acabas de recibir, ¿cómo, en nombre del Cielo, puedes tomarlo en serio?
Vance aspiró unas cuantas bocanadas de su cigarrillo y esperó un momento antes de contestar.
—Has pasado por alto una de las frases del mensaje: «La ecuanimidad es esencial» —dijo al fin—. Y uno de los grandes caballos de carreras de hoy da la casualidad que se llama Equanimity, ecuanimidad. Pertenece a la cuadra de esos inmortales del turf [3] que tienen por nombre Man o’War, Extermination, Gallant Fox y Reight Court [4]. Además, Equanimity corre mañana en el Riverment Handicap.
—Todavía no veo razón para tomar el asunto en serio —objetó Markham.
Vance prescindió del comentario y añadió:
—Por otra parte, el doctor Miles Siefert [5] me contó el otro día en el Club que mistress Garden había estado muy enferma algún tiempo, aquejada de una misteriosa enfermedad.
Markham se irguió en su asiento y sacudió la ceniza de su cigarro.
—El asunto se vuelve más turbio a cada instante —observó, irritado—. ¿Qué relación existe entre todas esas vulgaridades que me estás contando y tu precioso mensaje?
Y agitó despectivamente la mano hacia el papel que aún sostenía Vance.
—Creo saber quién me lo ha enviado —contestó Vance lentamente.
—¿Ah, sí?
—Sí. Fue el doctor Siefert.
Markham mostró repentino interés.
—¿Tienes inconveniente en decirme cómo has llegado a esa conclusión? —preguntó, irónico.
—No fue difícil —contestó Vance, levantándose y colocándose ante la vacía chimenea con el brazo apoyado en el remate—. Para empezar, no fui llamado al teléfono personalmente. ¿Por qué? Porque era alguien temeroso de que yo pudiera reconocer su voz. Ergo, era alguien que yo conocía. Luego, el lenguaje del recado lleva la marca de la profesión médica. «Tensión psicológica» y «resiste a la diagnosis» no son frases ordinariamente usadas por los legos, aunque se componen de palabras bastante corrientes. Y en el mensaje hay dos de tales frases identificadoras…, hecho que elimina la posibilidad de una coincidencia. Considero este caso, por ejemplo: la palabra uneventful [6] es ciertamente un vocablo usado por toda clase de personas; pero cuando va asociado con otra palabra ordinaria, recovery [7], puedes estar completamente seguro que sólo un doctor es el que ha escrito la frase. Tiene un clisé de los discípulos de Esculapio… Sigamos. El mensaje supone obviamente que yo estoy más o menos relacionado con la familia Garden, y con la pasión por las carreras de caballos del joven Floyd. Por tanto, llegamos a la consecuencia de que quien envió el mensaje es un doctor a quien yo conozco y que está enterado de mi amistad con los Garden. El único doctor que llena estás condiciones, que, incidentalmente es de mediana edad y posee una voz culta y reposada, según la descripción de Currie, es Miles Siefert. Y añade a esta sencilla deducción que yo sé que Siefert es una autoridad en latín, y que me lo encontré una vez en la Latin Society. Otro punto en mi favor es el hecho de ser él el médico de cabecera de los Garden, y que ha tenido amplia oportunidad para oír hablar de caballos galopadores… y de Equanimity, en particular.
—Si es así —protestó Markham—, ¿por qué no le telefoneas y averiguas lo que se esconde detrás de su criptografía?
—¡Mi querido Markham…, oh, mi querido Markham! —exclamó Vance, aproximándose a la mesa y tomando su copa de coñac temporalmente olvidada—. Siefert no sólo repudiaría indignado su conocimiento del mensaje, sino que automáticamente se convertiría en el primer obstáculo en la investigación que yo me decidiera a hacer. La ética de la profesión médica es de las más fantásticas; y Siefert es un fanático de ella. Por la manera tortuosa que ha tenido de comunicar conmigo sospecho que aquí va envuelto algún grotesco punto de honor. Quizá su conciencia le ha vencido por el momento, y ha relajado temporalmente su adhesión a lo que él considera su código caballeresco… No, no, lo que me sugieres no conduciría a nada. Tengo que investigar el asunto por mí mismo…, y eso es lo que él indudablemente desea.
—Pero ¿qué asunto es el que hay que investigar? —insistió Markham—. Aun concediendo lo que dices, todavía no comprendo cómo puedes tomarlo tan en serio.
—No se sabe, no se sabe —murmuró Vance—. Es indudable que yo soy bastante aficionado a los caballos.
Markham pareció ceder, y ajustó su conducta al cambio de humor de Vance.
—¿Qué te propones hacer? —le preguntó, benevolente.
Vance apuró su coñac y colocó la copa sobre la mesa. Después, miró a Markham, pensativo.
—El fiscal de Nueva York…, ese noble defensor de los derechos del pueblo…, es decir: el honorable F. X. Markham… tiene que concederme la inmunidad y la protección antes que yo consienta en contestar.
Markham entornó ligeramente los ojos, estudiando a Vance. Estaba familiarizado con la seriedad que se ocultaba a menudo bajo las más frívolas observaciones del otro.
—¿Te propones quebrantar la ley? —preguntó.
Vance cogió de nuevo la copa de coñac, de forma de loto, y la hizo girar entre sus dedos.
—Oh, sí…, por completo —contestó, displicente—. Cometeré un delito presidiable.
Markham le estudió otro momento.
—Perfectamente —dijo, sin el más ligero rastro de duda—. Haré por ti lo que pueda. ¿De qué se trata?
Vance se llenó la copita de Napoleón.
—Bien, querido Markham —anunció, sonriente—, mañana por la tarde iré a casa de los Garden, y jugaré a los caballos con el más joven de sus miembros.