Metió todas sus cosas en la maleta y echó un vistazo a su alrededor para no olvidar nada. Luego se sentó a la mesa y, en una hoja de papel con el membrete del hotel, escribió: «Que duermas bien. La habitación es tuya hasta mañana al mediodía…». Hubiera querido decirle algo más tierno, pero se negaba a dejarle ninguna palabra falsa. Al final añadió: «… hermana mía».
Dejó el papel en la alfombra al lado de la cama para que ella lo viera sin falta.
Buscó el letrero de «No molestar. Don’t disturb»; al salir, se volvió una vez más hacia ella, que seguía dormida, y, ya en el pasillo, colgó el letrero del tirador de la puerta y la cerró en silencio.
En el vestíbulo, oía hablar en checo por todas partes; monótona y desagradablemente hastiada, era otra vez una lengua desconocida.
Al pagar la cuenta dijo: «Una señora se ha quedado en mi habitación. Se irá mañana». Y, para asegurarse de que nadie la mirara mal, dejó delante de la recepcionista un billete de quinientas coronas.
Llamó un taxi y se fue al aeropuerto. Era ya de noche. El avión despegó hacia un cielo negro, luego se metió entre las nubes. Tras unos minutos, el cielo se abrió, apacible y amistoso, sembrado de estrellas. Al mirar por la ventanilla vio, sobre el fondo de ese cielo, una cancela de madera y, delante de una casa de ladrillo, un abeto esbelto como un brazo levantado.