52

Como cada domingo por la tarde ella estaba sola en su modesto estudio de científica pobre. Iba y venía por la habitación y comía lo mismo que al mediodía: queso, mantequilla, pan, cerveza. Al ser vegetariana, está condenada a esa monotonía alimentaria. Desde su estancia en el hospital de montaña, la carne le recuerda que su cuerpo puede ser trinchado y comido tan bien como el cuerpo de una ternera. Por supuesto la gente no come carne humana, eso le espantaría. Pero ese espanto confirma que el ser humano puede ser comido, mascado, engullido, transmutado en excremento. Y Milada sabe que el espanto de ser comido no es sino consecuencia de otro espanto más generalizado y que está en lo más hondo de la vida: el espanto de ser cuerpo, de existir bajo la forma de un cuerpo.

Terminó de cenar y fue al cuarto de baño para lavarse las manos. Luego levantó la cabeza y se vio en el espejo encima del lavabo. Era una mirada totalmente distinta a aquella otra, cuya belleza había observado hacía poco en un escaparate. Esta vez la mirada estaba tensa; lentamente levantó el pelo que le enmarcaba las mejillas. Se miró, como hipnotizada, largamente, muy largamente, luego dejó caer el pelo, se lo arregló de nuevo alrededor de la cara y volvió a la habitación.

En la universidad le habían seducido los sueños de viajes hacia otras estrellas. ¡Cuánta felicidad evadirse lejos del universo, hacia algún lugar donde la vida se manifestara de otra manera y no necesitara de un cuerpo! Pero, pese a todos sus asombrosos cohetes, el hombre nunca viajará muy lejos en el universo. La brevedad de su vida convierte el cielo en una tapadera negra contra la que siempre se golpeará la cabeza y caerá a tierra, donde todo lo que vive come y tal vez sea comido.

Miseria y orgullo. «Sobre un caballo, la muerte y un pavo». Permanece de pie frente a la ventana y mira al cielo. Un cielo sin estrellas, una tapadera negra.