Sus sollozos se prolongaron por mucho tiempo y luego, como por milagro, cesaron, seguidos de una respiración pesada: se durmió; ese cambio fue sorprendente y tristemente risible; dormía profunda, irreprimiblemente. No había cambiado de posición, seguía boca arriba, con las piernas abiertas.
Él seguía mirándole el sexo, ese reducidísimo lugar que, con una admirable economía de espacio, garantiza cuatro funciones supremas: excitar; copular; engendrar; orinar. Miró largamente ese pobre lugar desencantado y le sobrevino una inmensa, inmensa tristeza.
Se arrodilló al lado de la cama, inclinado sobre su cabeza, que roncaba tiernamente; esa mujer le era cercana; podía imaginar que se quedaba con ella, que se ocuparía de ella; en el avión habían prometido no informarse uno al otro de la vida privada de cada cual; de modo que él no sabía nada de ella, pero una cosa le parecía evidente: ella se había enamorado de él; estaba dispuesta a irse con él, a dejarlo todo, a empezar de nuevo. Sabía que ella le pedía ayuda. Tenía la ocasión, sin duda la última, de mostrarse útil, de ayudar a alguien y de encontrar a una hermana en la multitud de extraños de la que el planeta está superpoblado.
Empezó a vestirse, con discreción, en silencio, para no despertarla.